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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.66 no.243 Ciudad de México sep./dic. 2021  Epub 31-Ene-2022

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2021.243.76053 

Dossier

De la posverdad al populismo epistémico: una visión desde los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS)

From Post-truth to Epistemic Populism: A Science, Technology and Society (STS) Perspective

Leandro Rodriguez-Medina *  

Departamento de Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas de la Universidad de las Américas Puebla, México. Correo electrónico: <leandro.rodriguez@udlap.mx>.


RESUMEN

El concepto de posverdad se ha ido imponiendo desde el periodismo y la política, hacia otras áreas del conocimiento, sin embargo su vaguedad ha planteado numerosos problemas. Particularmente, lo que la posverdad parece señalar en la política actual se corresponde con realidades ya conocidas y antiguas de América Latina, como es el caso de los populismos. Lo que le ha aportado el actual debate, y se observa en el tratamiento en los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS), es la conexión de esos populismos con el conocimiento y sus formas de producción. Esa relación es la que la noción propuesta de populismo epistémico pretende capturar.

PALABRAS CLAVES: posverdad; populismo epistémico; estudios sociales de ciencia y tecnología CTS

ABSTRACT

Post-truth is a concept that has been imposed by journalism and politics on other fields of knowledge, but its ambiguity has raised many questions. Particularly, post-truth seems to point, in current political affairs, to certain realities previously explored and known in Latin America: populisms. However, what seems to be specific of the current debate, as shown in the way science, technology and society studies (STS) have discussed it, is the entanglement between populism and knowledge (and its forms of production). This relationship is what our notion of epistemic populism wants to grasp.

KEYWORDS: post-truth; epistemic populism; Science and Technology Studies STS

Introducción1

“Vivimos en tiempos de posverdad”, dicen algunos, pretendiendo resaltar el fin de una época de certidumbres. Otros, buscando señalar un momento en que entró en crisis la experticia y el saber científico-tecnológico. Aún otros, resaltando la naturaleza democrática que trae aparejada la igualación de diferentes discursos en las sociedades actuales. La posverdad surge como un concepto vago -y por ello, peligroso en su uso- que invita a reflexiones más profundas. En este artículo nos proponemos cuatro objetivos: 1) ahondar en el concepto y sus características, en su uso cotidiano, desde las versiones de los diccionarios de Oxford y de la Real Academia Española (RAE), hasta su conexión con realidades políticas que parecen únicas y, quizás, tengan una larga trayectoria; 2) revisar cómo el campo de los estudios de ciencia, tecnología y sociedad (CTS) ha presentado esta cuestión, a través de un breve e intenso debate que tuvo lugar en 2017 y posturas más recientes; 3) identificar ciertas características de la recepción del concepto en la región, en particular en América Latina, y 4) elaborar una propuesta alternativa sobre el concepto y cómo abordarlo, proponiendo el término alternativo de populismo epistémico.

El concepto de posverdad

En 2016, el Oxford English Dictionary escogió “posverdad” como la palabra del año. En la definición, el término “está relacionado con, o denota, circunstancias en las cuales los hechos objetivos son menos influyentes para moldear la opinión pública que apelaciones a la emoción y a creencias personales” (Oxford Languages, s.f.). Lo que asombra de esta decisión es la justificación que realiza el diccionario como institución: “la posverdad ha pasado de ser un término periférico a ser central en el comentario político, ahora frecuentemente usado por las más importantes publicaciones sin la necesidad de clarificación o definición en sus titulares” (Oxford Languages, s.f.). Es decir, la prensa ha venido usando un concepto que no ha definido y, sin embargo, su utilización se dispara a partir de mediados de 2016, coincidente con el referéndum del Brexit y de la elección presidencial en Estados Unidos. No se puede negar que, para ser una palabra íntimamente conectada con la crisis de la precisión, es un mal comienzo.

A mediados de 2017, la RAE decidió también incluir la palabra en el diccionario. La definió como “toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público” (RAE, 2017).2 Así, mientras que en inglés apunta a las circunstancias alrededor de cierta información o aseveración, en español la definición se refiere a la pieza misma de información cuyo vínculo con la verdad queda quebrado. Otras definiciones complementan estas decisiones lingüísticas con mayor contextualización:

el término “posverdad” fue usado por primera vez en un ensayo de 1992 por el dramaturgo serbio-estadounidense Steve Tesich en The Nation (de Nueva York). Tesich, escribiendo sobre el escándalo Watergate, el escándalo Irán-Contra y la Guerra del Golfo, expresó: “Nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en algún mundo de posverdad”. (Jiménez, 2021: s/p)

En un blog titulado “Post-truth politics”, David Roberts definió posverdad como “una cultura política en la cual la política (opinión pública y narrativa mediática) se ha quedado casi completamente desconectada de la política pública (la sustancia de la legislación)” (2010: s/p). Y el año pasado, The Economist titulaba: “El arte de la mentira. Los políticos siempre han mentido. ¿Importa si dejan la verdad atrás definitivamente?” afirmando luego:

el concepto contiene aquello que es nuevo: que la verdad no es refutada o desafiada, sino relegada a una importancia secundaria. Alguna vez, el propósito de la mentira política fue crear una falsa visión del mundo. Las mentiras de personas como Trump no funcionan así. No buscan convencer a las elites, en quienes sus votantes no confían o quieren, sino reforzar prejuicios. Los sentimientos, no los hechos, son lo que importa en esta clase de campaña. (The Economist, 2015: s/p)

Mientras los diccionarios buscan destacar la pérdida de valor de la verdad y los hechos objetivos, el uso original en el ensayo de Tesich va en dirección hacia una situación más amplia en la que la sociedad escoge repactar su vínculo con la política. Afirmaba el autor, en 1992,

a raíz de ese triunfo (la renuncia de Nixon) ocurrió algo totalmente imprevisto. Ya sea porque las revelaciones de Watergate eran tan desgarradoras y se agregaban a las que venían de la guerra en Vietnam, que estaba repleta de crímenes y revelaciones, o porque Nixon fue perdonado tan rápidamente, comenzamos a alejarnos de la verdad. Llegamos a equiparar la verdad con las malas noticias y no queríamos más malas noticias, no importa cuán verdaderas o vitales fueran para nuestra salud como nación. Miramos a nuestro gobierno para protegernos de la verdad. (citado en Kreitner 2016)

En The Economist, en cambio, se plantean como centrales del concepto de la posverdad dos aspectos interrelacionados. Por un lado, que no tiene que ver con mentira sino con el creciente peso de los sentimientos para comprender la decisión. Y, por el otro, que algún tipo de distorsión es inherente al discurso político, lo cual se hace más evidente en las campañas políticas. Llegado a este punto, no podemos dejar de preguntarnos, ¿qué cambió con el Brexit y con Trump?

Trump: ¿único en su tipo o heredero de una tradición?

Cierta prensa, desde la BBC hasta el New York Times, interpretó la aceptación de la salida de la Unión Europea en el referéndum británico y la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales estadounidenses como el comienzo de la etapa de la posverdad. Ambas campañas vencedoras habían estado repletas, decían los medios, de falsedades, verdades incompletas, distorsiones y engaños. Como consecuencia lógica: ambos resultados eran producto de una especie de estafa política que no sólo reorientaba la política global, sino que evidenciaba el nivel de manipulación al que puede ser sometido un electorado. La victoria de Macron en Francia, luego de una campaña que estuvo sobrecargada de sentimientos de miedo hacia la derecha de Marine Le Pen, no sería posverdadera por razones que son difíciles de comprender. Nuestro análisis se concentrará en la victoria de Trump. El objetivo es ver si aquello que los medios estadounidenses denunciaban como inaceptable es realmente una novedad: que el presidente no confía en, respeta a, ni actúa con base en, la evidencia científica, además, claro, de decir diariamente un montón de sinsentidos, como el país que inventó en África durante su discurso en Naciones Unidas de 2017: Nambia.

Scientific American titulaba en una nota: “Trump’s 5 most anti-science moves” (Las 5 actuaciones más anti-científicas de Trump) (Marks, 2017). The Guardian afirmaba “Trump has launched a blitzkrieg in the wars on science and Earth’s climate” (Trump ha lanzado una guerra relámpago sobre la ciencia y el clima de la Tierra) (Nuccitelli, 2017). The New Yorker titulaba una nota, antes de la elección: “Trump’s anti-science campaign” (La campaña anti-ciencia de Trump) (Krauss, 2016). Una columna del Chicago Tribune encabezaba con “Trump’s anti-science agenda gives us protesting scientists” (La agenda anti-ciencia de Trump nos deja científicos protestando) (Huppke, 2017). Y The New York Times titulaba un artículo “The Trump’s Administration’s War on Science” (La guerra contra la ciencia de la administración Trump) (The New York Times, 2017). En general, la opinión de los medios es que el presidente y su administración tienen una postura de rechazo al conocimiento científico: negacionista frente al cambio climático -con sus correspondientes consecuencias en materia de políticas públicas- y que su falta de comprensión del papel de la ciencia en materias como seguridad, alimentación y salud lo lleva a cometer errores estratégicos, como un presupuesto en el que casi todas las áreas de investigación verían sus fondos recortados.

El problema de este argumento es que hace ver al presidente Trump y a su entorno como una excepción dentro de la tradición presidencial, cuando podría decirse que no lo es totalmente. El listado de argumentos esgrimidos por presidentes que claramente contradicen el conocimiento científico o que constituyen aberraciones es amplio. Así, si atendemos el lugar del pensamiento prejuiciosos, defendiendo posiciones racistas, en 1886, en un discurso en Nueva York, Theodore Roosevelt afirmaba: “No llego a pensar que los únicos buenos indios son los indios muertos, pero creo que nueve de cada diez lo son. Y no me gustaría indagar demasiado en el caso del décimo” (Landry, 2016). Por no apoyar el voto femenino, mujeres sufragistas le reclamaban al presidente Wilson: “Emperador Wilson: ¿ha usted olvidado su simpatía por los pobres alemanes porque no se autogobiernan? 20 millones de mujeres estadounidenses no se autogobiernan. Quítese la paja de su propio ojo” (National Archives, s.f.). En lo relativo al origen del hombre, la situación se pone aún más complicada. Eisenhower, basándose en los escritos de los padres fundadores, sostenía que Estados Unidos era una nación religiosa porque los padres del país expresaron su total confianza en las leyes de la naturaleza y el Dios de la naturaleza y porque publicaron ante el mundo estas verdades evidentes: que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables (Bergman, 2019). Según Kruse, en la concepción de Eisenhower, Estados Unidos no era sólo la tierra de los libres, sino la tierra de los libres bajo Dios y que el presidente defendía la idea de una renovación espiritual (Kruse, 2015).

En una carta escrita en 1989 a uno de sus “escritores favoritos sobre temas científicos”, el profesor Stephen Jay Gould de Harvard, Carter expresaba no estar de acuerdo con la conclusión de Gould sobre que la evolución era azarosa. En su autobiografía cuenta: “Le escribí una carta privada, expresando mi convicción de que evidentemente había habido alguna lógica u orden en el proceso. No respondió directamente, pero citó y ridiculizó mi opinión en uno de sus artículos mensuales” (Carter, 2006: 47). Posteriormente, el expresidente Reagan también manifestó ideas creacionistas cuando era gobernador de California, apoyando una demanda fallida de 1972 presentada por la junta escolar estatal para llevar la enseñanza del creacionismo a las escuelas públicas (Bergman, 2006). Y como si ello no fuera suficiente, el también exactor fue un negacionista científico en su época, aunque no del cambio climático, sino del virus de inmunodeficiencia humana (VIH). El presidente mencionó la palabra SIDA en público por primera vez en respuesta a preguntas de los periodistas el 17 de septiembre de 1985. Para entonces, el número de muertes registradas en Estados Unidos sólo durante 1985 era de 5 636. Y había ya más de 13 000 muertes acumuladas desde 1978.3

Debe reconocerse que estos planteamientos tienen correlato con los de ciertos líderes de Occidente. El héroe francés del siglo XX, Charles De Gaulle, manifestaba su racismo al afirmar, en 1959:

Está muy bien que haya franceses amarillos, franceses negros, franceses morenos. Demuestran que Francia está abierta a todas las razas y tiene una vocación universal. Pero siempre y cuando sigan siendo una pequeña minoría. De lo contrario, Francia ya no sería Francia. A fin de cuentas, seguimos siendo ante todo un pueblo europeo de raza blanca, de cultura griega y latina y de religión cristiana. ¿Crees que el cuerpo francés puede absorber a diez millones de musulmanes, que mañana serán veinte millones y pasado mañana cuarenta? (Williams, 2017)

Peor aún, Winston Churchill, a propósito del levantamiento de Gandhi en India, expresaba su profundo racismo al sostener que el líder pacifista “debía ser atado de pies y manos a las puertas de Delhi y luego pisoteado por un enorme elefante con el nuevo virrey sentado en su espalda” (Hari, 2010). El racismo, el creacionismo antievolucionista y el sexismo, son sólo tres posiciones que no es difícil encontrar en líderes occidentales. Entonces, ¿por qué nos asombra Trump? ¿Por qué negar el cambio climático nos parece peor que sostener que los mejores indios son los muertos o que quienes crean que un francés y un árabe son iguales tienen cabeza de colibrí?

Claro que, del lado de la ciencia, hay algunos problemas cuando la comprendemos en su dimensión de proveedora de evidencia para la toma de decisiones. Mencionaré rápidamente sólo dos. En primer lugar, tenemos a los científicos adoptando lo que Lynda Walsh llamó el ethos profético (Walsh, 2013). Éste es un rol que la constitución política (polity) autoriza a alguien para manufacturar una certeza política, es decir, aquélla que expresa convicción basada en valores comunes y no certeza absoluta. Así, cuando una constitución política encuentra una crisis en la cual la acción no puede sostenerse en el debate democrático, se vuelca hacia sus profetas, los que detentan el ethos profético. Para Walsh, esos profetas actuales son los científicos porque a) demuestran un acceso privilegiado al conocimiento más allá de la comprensión pública y b) usan esa demostración para comprometer a la constitución política acerca de sus valores comunes. Por eso no nos asombran declaraciones como la de Stephen Hawking: “la inteligencia artificial augura el final de la raza humana” (BBC, 2014), o la de Noam Chomsky, a propósito de la era nuclear:

Si algunas especies extraterrestres fueran recopilando la historia del homo sapiens, ellos podrían dividir el calendario: AAN (antes de las armas nucleares) y EAN (la era de las armas nucleares). Esta última era, por supuesto, se abrió el 6 de agosto de 1945, el primer día de la cuenta regresiva para lo que puede ser el final poco glorioso de esta extraña especie, que alcanzó la inteligencia suficiente para descubrir los medios eficaces para destruirse a sí misma. (Chomsky, 2014)

O la de Lord Kelvin, que en 1895 vaticinaba que “Las máquinas voladoras más pesadas que el aire son imposibles” (Artime, 2008). Lo que sucede en estos casos ha sido correctamente señalado por Paul Nurse, Premio Nobel y presidente de la Royal Society:

Un problema es tratar la discusión científica como si fuera un debate político. Cuando algunos políticos tratan de influir en la opinión pública, emplean los trucos de la cámara de debate: recolectando selectivamente datos, ignorando las opiniones consensuadas de expertos, usando una comparación errónea o caricaturizada, confiando más en el poder de la retórica que en los argumentos. (Nurse, 2011)

El profeta no juega en el terreno de las evidencias, los silogismos y las refutaciones. Juega en el de la política, con sus trucos y sus estrategias. Y allí, queda claro, no suele tener las de ganar. Y esto nos lleva al segundo punto con relación a la ciencia como sostén de la toma de decisiones: el fraude científico.

Sea por la presión de publicar, por mostrar resultados extraordinarios a financiamientos extraordinarios, por justificar una vida de esfuerzos y dedicación o por buscar solucionar los grandes problemas de la humanidad, los científicos naturales han cedido en numerosas ocasiones a prácticas y comportamientos que están más allá del ethos científico. Así, Hwang Woo-suk engañó a la prestigiosa Science en 2004 al anunciar que habían conseguido clonar por primera vez embriones humanos. En realidad, había falsificado los resultados de su investigación y fue descubierto por una comisión de investigación de la Universidad de Seúl (Resnik, Shamoo y Krimsky, 2007). Shinichi Fujimura, un arqueólogo japonés, afirmó en 2000 haber encontrado utensilios y agujeros que soportaban pilares de 600 000 años de antigüedad, lo que mostraba presencia humana en Japón en aquella época. En realidad, Fujimura colocaba durante la noche los artefactos prehistóricos que, durante el día, sus colaboradores desenterraban (Pellegrini, 2018). Paul Kammerer, un reconocido biólogo de la primera mitad del siglo XX, inyectaba tinta en las patas de unos sapos para probar que las habilidades de los animales se transmitían genéticamente, algo que ponía en duda la teoría de la evolución de Darwin y que fue descubierto por colegas luego de que su investigación apareciera en Nature (Gliboff, 2006).

Entre las muchas consecuencias del fraude científico está la posibilidad de romper lo que David Guston (1994) llamó el contrato social de la ciencia. Dicho contrato, en términos muy básicos, sostiene que

el gobierno federal provee fondos para investigación básica en la academia y acuerda no interferir con el proceso de decisión científico, a cambio de beneficios tecnológicos no especificados que pudieran, en definitiva, fluir de esa investigación. (Guston, 1994: 215)

Así, observamos que una especie de contraparte de la ignorancia científica de los políticos es la actitud, común en ciencia, de profetizar más allá de cualquier evidencia científica disponible y de poner en duda el pacto entre ciencia y política a partir de comportamiento fraudulento. La idea de posverdad, en algún sentido, pretende mostrar este complejo fenómeno de tomadores de decisiones que no suelen guiarse por el conocimiento científico disponible y científicos que se entrometen en la arena pública como un actor más, a disputar significados y a condicionar políticas públicas. Y es esto lo que, a manera de debate, analizaremos a continuación con relación al campo de los estudios sociales de la ciencia.

Posverdad en el campo CTS

Recientemente, tanto en la prensa como en los medios académicos, Steve Fuller expresó una posición que, aunque controversial, posiblemente sea compartida por numerosos académicos en el campo. Afirmó que, después de Kuhn, los estudios de la ciencia habían relegado a la verdad hacia un lugar residual que se correspondía con una politización -probablemente exagerada- de la ciencia.

Lo que hace el relato de Kuhn de la ciencia “post-verdad” es que la verdad ya no es el árbitro del poder legítimo sino más bien la máscara de legitimidad usada por todos los que buscan el poder. La verdad es sólo un recurso más -aunque quizás el más importante- en un juego de poder sin fin. En este sentido, la ciencia difiere de la política sólo en que las máscaras de sus jugadores rara vez caen. (Fuller, 2016a)

La culpa, para Fuller, es el principio de simetría que la Escuela de París radicalizó como respuesta al programa fuerte de sociología del conocimiento de Edimburgo. Fuller argumenta que mientras la teoría del actor-red esperaba que la simetría pusiera a los estudios de la ciencia en el centro de una red global, lo que sucedió es que permitió la proliferación indiscriminada de sujetos que aplicaban la simetría a su antojo.

Latour parecía pensar que una universalización del principio de simetría haría de STS el nodo central en una red universal de aquéllos que estudian la “tecnociencia”. En cambio, todo el mundo empezó a aplicar el principio de simetría por sí mismo, lo que dio lugar a redes más bien intersectoriales y efectos inesperados, sobre todo cuando los creacionistas, los escépticos del clima y otros candidatos a la etiqueta de un “cúmulo de deplorables” epistémicos comenzaron a usarlo. Y volviendo la simetría a su ventaja, los deplorables obtuvieron resultados, al menos en la medida en que el equilibrio de poder se ha inclinado gradualmente más a su favor -otra vez, para bien o para mal. (Fuller, 2016a)

Pero la conclusión que saca Fuller, y que de alguna manera abrió el debate, es controversial: el principio de simetría es la manera sofisticada de hablar de una democratización del conocimiento que, para él, rompió la base jerárquica y relativamente oscura de la ciencia.

Mi propia opinión siempre ha sido que un mundo post-verdad es el resultado inevitable de una mayor democracia epistémica. En otras palabras, una vez que los instrumentos de producción del conocimiento se hacen disponibles en general -y se ha demostrado que funcionan- terminarán trabajando para cualquiera que tenga acceso a ellos. Esto a su vez eliminará la base relativamente esotérica y jerárquica sobre la cual el conocimiento ha actuado tradicionalmente como una fuerza para la estabilidad y a menudo la dominación. (Fuller, 2016b)

En pocas palabras, el planteo de Fuller es que el principio de simetría dio lugar a una multiplicación de actores que reclamaban el estatus epistémico de sujeto de conocimiento y que, desde ahí, se socavó irremediablemente la autoridad científica. A esto, Sergio Sismondo respondió en una editorial titulada lacónicamente: “¿Posverdad?”. La primera crítica es que la democratización epistémica no significa una banalización de los arduos procesos que llevan a actores (o redes de actores) a producir realidades alternativas. Hablar de ontologías múltiples no supone que dichas ontologías son fácilmente producidas.

Abordar la democratización epistémica no significa un abaratamiento del conocimiento tecnocientífico en el proceso. Las explicaciones detalladas de STS sobre la construcción del conocimiento muestran que requiere infraestructura, esfuerzo, ingenio y estructuras de validación. Nuestros argumentos de que “podría ser de otra manera” (por ejemplo, Woolgar y Lezaun, 2013) raramente son que “podría ser fácilmente de otra manera”; en cambio, señalan otras posibles infraestructuras, esfuerzos, ingeniosidad y estructuras de validación. Eso no se parece en absoluto a la post-verdad. (Sismondo, 2017a: 3)

Se infiere entonces que posverdad no sería un término para describir una serie de prácticas, mayoritariamente políticas, por las cuales se ignora o niega conocimiento científico y se presentan hechos alternativos a cambio. No hay un intento de crear otros mundos. Más bien, hay un interés en separarse de aquel que los científicos, con las herramientas descritas por el campo CTS, han estado construyendo y manteniendo. En la medida en que esto es lo que sucede, es decir, que se hacen “volar las estructuras de conocimiento actuales, entonces no es muy probable que sea democratización y, de hecho, muy probablemente conduzca al autoritarismo” (Sismondo, 2017a: 3). Así, la posverdad tendría más que ver con un mayor impacto de prácticas y discursos autoritarios que con la democratización y proliferación que Fuller establecía como su causa.

En este punto entra Harry Collins en el debate de la posverdad. Al igual que Fuller, Collins y sus colegas (Collins, Evans y Weinel, 2017) afirman que es la democratización de la ciencia y la simetría la causa de los males. Pero la variable interviniente, ausente en Fuller, es que éstos producen un nivel de escepticismo que afecta la credibilidad de los expertos y “otras élites”, que no define, pero que incluirían a empresarios pro-ciencia y tecnología y a políticos que se dejan asesorar por expertos. Esa crisis de credibilidad es, en definitiva, una crisis de representación, una crisis política.

STS generalmente demuestra que el establecimiento de “este” en lugar de “aquel” resultado científico requiere mucho trabajo, pero la diferencia es que esto incluye trabajo político. Antes de SSK (sociología del conocimiento científico, por su sigla en inglés) era siempre y sólo el trabajo científico el que se necesitaba para hacer la verdad científica; después de SSK lo que antes era visto como el trabajo socialmente esterilizado de experimento y observación se hizo difícil de distinguir del trabajo político. Al revelar las continuidades entre la ciencia y la política, los estudios científicos abrieron el terreno cognitivo a los interesados para realzar el impacto de la política democrática en la ciencia, pero al hacerlo, abrió ese terreno para todas las formas de política, incluyendo el populismo y la de la derecha radical. (Collins, Evans y Weinel, 2017: 581)

Para Collins y sus colegas, la democratización es negativa porque dejó de ser representativa para adoptar formas más directas. Cuando afirma que después de SSK se pierde la diferencia entre el trabajo científico y el político de la ciencia -algo que, en general el campo ha intentado hacer programáticamente-, está tratando de poner de relieve que el conocimiento de no todos los grupos sociales es epistémicamente igual. Los expertos, en definitiva, no pueden ser equiparados a quienes no han dedicado su vida al estudio de un determinado asunto o problema. Y, por otro lado, politizar el estatus de los conocimientos es reconocer que incluso lugares de enunciación incómodos, como los grupos de derecha radical, son válidos. El planteamiento tiene consecuencias también para el papel del propio académico CTS, que los autores señalan claramente:

No hay nada de malo en que Sismondo exhorte a los académicos de STS a participar en el trabajo político para apoyar las instituciones democráticas, pero a menos que nuestra contribución científica se movilice también, STS no puede ser más que un actor político entre muchos y uno menor. Tenemos que basarnos en nuestra comprensión científica de la ciencia y la experiencia, ya que esto es lo que nos permite hacer una intervención distintiva que no está disponible para otros actores políticos. (Collins, Evans y Weinel, 2017: 583)

¿Son los académicos de CTS, en la era de la posverdad, sólo un grupo político, o politizable, como cualquier otro? ¿O hay algo que los distingue, aun en la arena pública? Collins y sus colegas optan por responder que sí a la segunda pregunta. Son distintos porque comprenden la actividad científica y con ello pueden aspirar a intervenciones diferentes a las de otros actores. Son especiales porque son expertos. Y en ese contexto, profetiza: “STS nunca ha evitado reportar los fracasos de las instituciones científicas, pero la posverdad requiere que STS diga lo que significa que la ciencia tenga éxito” (Collins, Evans y Weinel, 2017: 584).

Frente a este argumento, Sismondo insiste; por un lado, buscará ahondar en la idea de posverdad y mostrar que el principio de simetría es útil para comprender dónde radica la autoridad epistémica. Por el otro, mostrará la irrelevancia del concepto de experto en el debate público, especialmente el estadounidense. En el primer sentido, argumenta que la idea de posverdad tiene al menos cinco formas de entenderse: a) que las emociones son más relevantes que lo hechos, b) que las opiniones coincidentes con creencias propias son más importantes que los hechos, c) que no hay consecuencias para quien hace declaraciones sin sustento fáctico, en parte por la incapacidad de distinguir hechos y ficción, d) que las estupideces y la demagogia son cada vez más aceptadas en la vida pública (además de la clásica mentira política) y e) pérdida de confianza en los medios tradicionales, que invita a la aparición de noticias falsas, y reforzamiento de la comunicación mediante medios sociales. Esta aproximación, que considera a la posverdad como un contexto, como una proto-episteme, nos lleva al cuestionamiento de la simetría que hacen Fuller y Collins y sus colegas. Los estudios CTS, afirma Sismondo,

demuestran la construcción de órdenes sociotécnicos más o menos estables, que reúnen los logros y los partidarios locales, los argumentos científicos, las técnicas, las tecnologías, el capital y las ideologías. Trabajan dentro de un STS marcado por la simetría, pero en lugar de disolver la autoridad epistémica, muestran cómo se establece y se sostiene, incluso cuando el resultado es criticado. (Sismondo, 2017b: 589)

Basándose en el último punto de su listado de posibles acepciones del concepto de posverdad, la crisis en la confianza en los medios, Sismondo arremete contra la idea de experto del programa de investigación de Collins. Argumenta que su trabajo ha mostrado convincentemente la idea de una multiplicidad de formas de experticia pero que, precisamente por ello, el traslado de dicha variedad a la arena política no provocaría mayores cambios en la percepción ciudadana. “Muchos tipos de expertos” sigue siendo un conjunto de expertos, y lo que está en crisis es, precisamente, su autoridad en la discusión política.

Si pensamos que STS postula diferentes tipos de expertos, las distinciones entre ellos serían consideradas como poco importantes por muchos votantes estadounidenses, por muy valiosos que puedan ser en otros contextos. Por lo tanto, no creo que la apasionada defensa de Collins y otros, aquí y en otros lugares, de su programa específico en el estudio de la experiencia, habría hecho mucha diferencia a la opinión fuertemente negativa de la experticia que hemos estado viendo. (Sismondo, 2017b: 590)

En esta línea, Michael Lynch publicó “STS, symmetry and post-truth” para mostrar que el concepto tiene una genealogía que va más allá del Brexit y la elección de Trump. De alguna manera, se refiere a un fenómeno que, aunque puede tener ahora vetas originales, tiene cierta continuidad en la política occidental, mayormente en la estadounidense. Cuando el periodista político Eric Alterman lo usó en 2004, se relacionaba con engaños cotidianos que se practican por el Estado, más frecuentemente cuando incluyen información clasificada. Ahora, en cambio,

se ha convertido en una queja desalentadora acerca del generalizado, descarado, y a menudo exitoso engaño promovido por agentes poderosos (incluso en cuestiones que) no sólo se refieren a asuntos de interés público en los que los científicos tienen papeles prominentes, como el cambio climático, sino también sobre cuestiones comunes, como el tamaño de la multitud y el momento de la lluvia durante el discurso inaugural de Trump. (Lynch, 2017: 594)

Sin embargo, el aporte más interesante de Lynch es ejercer el principio de reflexividad y cuestionarse qué significa, en CTS, la definición de posverdad que entró al diccionario. Y la conclusión es que debería ser duramente cuestionada, porque va en contra de casi todos los postulados generalmente aceptados en el campo.

Si, por ejemplo, un estudiante de pregrado en un seminario de la STS sobre la comprensión pública de la ciencia fuera a afirmar, “en la época actual, los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y la creencia personal”, espero que el instructor cuestione la dicotomía del estudiante entre hechos objetivos de un lado y emoción y creencia en el otro. También esperaría que otros en el seminario discutan críticamente lo que el estudiante calificó de “emoción y creencia personal” y “hechos objetivos”. Y si, siguiendo a Fuller, nuestro estudiante sustituyó el “poder” por “emoción y creencia personal”, querríamos interrogar la indiferenciada y reduccionista concepción de poder del estudiante. (Lynch, 2017: 597)

Desde que se popularizó la definición y el uso de posverdad, y sus múltiples giros posteriores, ésta parecía ser profundamente anti-CTS. Las razones son básicamente cuatro: a) no se acepta que hay hechos objetivos sin más, sin contexto, sin cualificaciones; b) no se acepta que los hechos son la única (y, quizás, ni la principal) fuente para construir la opinión pública; c) se entiende que emociones y creencias personales son objetos de estudio que requieren deconstrucción, y d) nunca existió esa época previa donde la relación con la verdad era diferente, una especie de utopía positivista carnapiana. Así, la conclusión de Lynch es, para mí, incluso más relevante: “es el auge de la arrogancia sugerir que nuestro campo dio origen a, o es responsable de, los medios retóricos a través de los cuales las controversias han sido ‘fabricadas’” (Lynch, 2017: 597). A una conclusión similar llegó Kempner, quien afirmó que

los académicos CTS no son responsables por los problemas políticos. Sin embargo, podemos hacer investigación que identifique cómo las élites políticas y económicas producen, manufacturan y sostienen la ignorancia. Más aún, podemos contribuir directamente a la resistencia al tratar el estudio de la ignorancia como una epistemología liberadora. (Kempner, 2020: 239)

Esa liberación, en palabras de Hess, proviene de que la sociología de la ignorancia científica se enfoca “en las estructuras subyacentes de la desigualdad social que permite que emerjan cambios históricos tales como la neoliberalización y la posverdad” (Kempner, 2020: 247).

La llegada de la posverdad a América Latina

La llegada de la posverdad a América Latina se está dando en tres frentes. Por un lado, y quizás el de más impacto, están los medios de comunicación. Una búsqueda superficial en los sitios web de algunos periódicos relevantes de la región permite corroborarlo. En Reforma de México, la palabra posverdad arroja 126 hits (Reforma, s.f.); en El Universal de México, 120 hits (El Universal, s.f.), en El Mercurio de Chile, 89 (emol, s.f.); en Clarín de Argentina, 151 (Clarín, s.f.); en La Nación de Argentina, 264 (La Nación, s.f.), El Tiempo de Colombia, 191 (El Tiempo, s.f.); El Espectador, también de Colombia, 379 (El Espectador, s.f.). Lo relevante de lo anterior no es sólo la cantidad de veces que el término se puede encontrar, sino que en casi todos los casos aparecen varios artículos de opinión o editoriales que usan este concepto, lo cual habla de la inclusión del mismo en el lenguaje de los analistas políticos. Además, el término ha pasado fácilmente de la prensa a la dirigencia política, económica y cultural, lo cual genera el conocido efecto de framing que consiste en proveer marcos de referencia para pensar ciertos fenómenos que, a su vez, terminan por impactar nuevamente en la noción en sí, lo que Ian Hacking (2001) llamó el looping de las categorías.

El segundo frente es el académico. Una búsqueda en Redalyc, una de las bases más usadas en América Latina, arroja que posverdad se encuentra en siete artículos y una reseña, todos ellos aparecidos desde 2016. Según Google Scholar, filtrando por idioma, en español hay 15 600 publicaciones, 594 de ellas en el último año. Post-truth, sin embargo y a modo de comparación, arroja 13 100. De las 1 560, un análisis muy básico nos muestra que 532 de ellas también contienen la palabra Trump mientras que en 383 aparece la palabra Brexit. Si cruzamos con países latinoamericanos, en 825 aparece mencionado México, en 617 aparece mencionada Argentina, en 542 aparece mencionada Colombia y en 307 Venezuela. Es interesante que Brasil sólo aparece mencionado en 366, cuando Temer se había vuelto una especie de figura icónica de la era de la posverdad y Bolsonaro parece ir en la misma línea. En términos de disciplinas,4 las más relacionadas son la ciencia política/sociología (24.4 %), comunicación y periodismo (11.1 %), derecho (11.1 %), filosofía (8.9 %), educación (8.9 %) y relaciones internacionales (6.7 %). Asimismo, las áreas temáticas más conectadas con posverdad son democracia, periodismo, campañas electorales y populismo.

El tercer frente es el uso más amplio, por fuera de ámbitos específicos como la academia o el periodismo, del término posverdad. Si buscamos este término en Google y filtramos por año, tenemos 3 770 menciones en 2015, 7 080 en 2016, 17 000 en 2017, 24 200 en 2018 y 21 700 en 2019. Asimismo, el concepto fue apropiado por humoristas en muchos países, lo cual contribuye a su uso no técnico. En YouTube, por ejemplo, una búsqueda de “posverdad” nos brinda 15 400 videos que contienen desde explicaciones de académicos para un público general hasta parodias hechas en programas de televisión, pasando por entrevistas con políticos y antídotos para la posverdad.

¿Qué implicaciones tiene esta recepción del término posverdad? Aunque la respuesta a esta pregunta podría llevarnos por numerosos derroteros, me enfocaré en lo que resta del artículo en el frente académico, en la circulación de la noción y su consiguiente apropiación por investigadores. Hace algún tiempo, analizando cómo los politólogos argentinos usaban el conocimiento producido en los países del norte para estructurar sus carreras académicas, utilicé el concepto de objeto subordinante (Rodríguez, 2013). En esa investigación, lo definí como productos académicos -artículos en revistas, libros o ponencias en conferencias- que viajan entre diferentes mundos sociales desigualmente equipados en términos de recursos materiales y simbólicos. Star y Griesemer (1989) llamaron objetos frontera a aquellos que se desplazan de un mundo social a otro, pero no prestaron mayor atención a disparidades ecológicas -para usar su terminología- o estructurales. Mi visión es que las ideas viajan sólo cuando se materializan o corporizan, es decir, cuando están acopladas a objetos o personas. Cuando una teoría viaja desde un centro metropolitano hacia la periferia tiene lugar una serie de procesos que no ocurren cuando estamos frente a desplazamientos en el seno del centro. El conocimiento materializado que proviene de los centros metropolitanos tiene capacidad de: i) organizar syllabus y canonizar ideas; ii) tematizar conferencias; iii) determinar las agendas de investigación, y iv) regular la movilidad académica. A través de estas capacidades, los objetos subordinantes adquieren la facultad más amplia de estructurar campos periféricos. En ese sentido, posverdad no es sólo un concepto, es un objeto subordinante. Es un entramado no necesariamente coherente de ideas, como las que Sismondo repasaba, y es un ensamblaje de elementos materiales, desde los artículos de opinión en Social Studies of Science hasta los más de 1 000 libros que, según Amazon.com, están expresamente dedicados a post-truth. La red que el concepto de posverdad parece estar produciendo en el norte se seguirá reforzando, tomando ventaja del acceso privilegiado a recursos materiales (fondos de investigación, bibliotecas, bases de datos) y simbólicos (prestigio, capacidad de convocatoria).

La periferia recibirá alguno de los nodos de la red con entusiasmo. ¿Quizás el libro Post-Truth: Knowledge as a Power Game publicado por Steve Fuller? ¿O artículos que se enviaron a la convocatoria “Post-truth telling in international relations” para un número especial de New Perspectives (Cee New Perspectives, 2017)? ¿O ponencias que se remitieron a la convocatoria para la primera International Conference on Precarity, Populism and Post-Truth Politics (Universidad de Córdoba, s.f.)? ¿O las que se enviaron a la convocatoria “Social Justice and Post-Truth Politics” de la Sociedad Británica de Estética (Auty, s.f.)? ¿O a la de la Modern Language Association, titulada “Literary Studies in the Post-Truth Age” (MLA, 2017)? Y podríamos seguir. Porque lo que el norte tiene es una inmensa capacidad de traducir un tema de agenda en una catarata de productos académicos que se ensamblan (todos hablan de posverdad, en definitiva) y forman una red frente a la cual la periferia mira entre abrumada y expectante. Entonces, incapaz de producir redes propias que permitan cuestionar ese conocimiento recibido, las periferias se limitarán a reaccionar, con más o menos reflejos, a lo que llega. Se equivoca quien piensa que los centros de producción del conocimiento sólo fijan las agendas. Aunque eso es muy relevante, los centros hacen más: moldean nuestras prácticas, nos restringen (sutil pero eficazmente) las opciones que tenemos y el rango de lo pensable. Y así, probablemente, nos costará ver que hemos hecho desde hace décadas aportes valiosos al asunto que está detrás de la posverdad y que, no sorprendentemente, es expresamente mencionado por Collins y sus colegas: el populismo.

De la posverdad al populismo epistémico

A medida que uno ahonda en la visión CTS de la posverdad, comienza a vislumbrarse un fenómeno que a los latinoamericanos se nos hace conocido. ¿No habíamos presenciado e investigado sobre los contextos en que las emociones y opiniones coincidentes pesan más que los hechos y que quienes hablan sin prestar atención en los hechos no tienen ningún tipo de consecuencia -quizás por falta generalizada de control ciudadano? ¿No había investigación sobre la proliferación de afirmaciones sin sustancia en un entorno en el que la prensa -entre otras instituciones de mediación- pierde credibilidad? ¿No es Trump una reedición de un viejo experimento latinoamericano: el populismo? Se hace necesario, quizás, repasar algunas nociones clásicas de esta configuración sociopolítica tan enquistada en la región para ver si, desde allí, era pensable la cuestión epistémica.

Una de las más aceptadas ideas de populismo fue propuesta por el sociólogo argentino Torcuato Di Tella hace más de medio siglo:

El populismo es un movimiento político con fuerte apoyo popular (cuyas) fuentes de fuerza o “nexos de organización” son: (i) una élite ubicada en los niveles medios o alto de la estratificación y provista de motivaciones anti-status quo, (ii) una masa movilizada formada como resultado de la “revolución de las aspiraciones” y (iii) una ideología o un estado emocional difundido que favorezca la comunicación entre líderes y seguidores y cree un entusiasmo colectivo. (Di Tella, 1965: 398)

No hay más que un paso entre esta definición y las ideas y prácticas de Trump, su séquito republicano, la masa de votantes que sorprendió al Partido Demócrata volcándose por el señor de los reality shows y una ideología o estado emocional que busca el vínculo directo entre líderes y seguidores (no mediado por la prensa, ni por los expertos) y establezca un entusiasmo colectivo -que es otra manera de decir manifestaciones de supremacistas blancos y del KKK. Sobre esto último, Di Tella profundiza:

La proliferación de grupos incongruentes en los diversos niveles sociales de la comunidad produce un vasto número de élites potenciales dispuestas a brindar un liderazgo a las masas o a las clases medias. Estas élites (tienen la) capacidad de dar respuestas políticamente eficaces a los problemas de su país (dado que la misma) se basa en sus sentimientos, sus odios, sus emociones, con o sin recubrimiento ideológico racional. Su condición de incongruentes hace que resulte muy probable la existencia de una adecuación funcional (si no intelectual o racional) entre sus métodos y los que son útiles para el liderazgo político y el despertamiento de las masas. (Di Tella 1965: 396-397)

Futuros desarrollos teóricos mostrarían que el populismo no es de derecha o izquierda, porque en realidad es una lógica política. Populismo es, siguiendo a Ernesto Laclau, una forma en la cual el discurso político define una noción de pueblo a la que le antepone, con facilidad, un enemigo antipopular, como el establishment, los poderosos o el inmigrante. Para el filósofo, el populismo

surge cuando un conjunto de sectores de la sociedad es excluido, ignorado o descalificado como interlocutor cuando demanda soluciones específicas al Estado -al que reconoce como legítimo. Lo que eran en principio peticiones democráticas son posteriormente articuladas por un liderazgo y se convierten en una confrontación que implica una ruptura con los esquemas tradicionales de dicho Estado y devienen, entonces, en demandas populares. (De la Fuente, 2015: s/p)

Y, en este contexto, aparece un elemento central del populismo: el liderazgo. Dado que el líder es quien promete soluciones rápidas y eficaces (en el discurso) y representa la restauración de la unidad del pueblo con el Estado, transformando las relaciones de poder y la hegemonía política. Ese liderazgo no acepta mediaciones porque es directo, carismático, personalista y paternalista. Habla en nombre del pueblo, alimenta la diferencia con “los otros” y dice que busca alterar el statu quo dominante. Los seguidores no creen sino en el líder para tratar de mejorar su situación personal y colectiva. Quien brinda información o visiones contrarias, lejos de contribuir a un debate racional, está tomando partido: es un otro. Es aquí donde hay que ubicar el desdén por los expertos, la inutilidad de la argumentación basada en hechos y la proliferación de elementos de la cosmovisión (prejuicios) que, a menudo, se interpretan como enunciados fácticos alternativos o errores. Por supuesto, es aquí donde al líder se le permiten las estupideces más grandes porque, en definitiva, es uno de los nuestros.

Gino Germani aporta otro elemento clave del populismo al señalar que éste se produce en transiciones entre modelos sociales (por ejemplo, de la sociedad tradicional a la moderna-industrial), debido a cambios estructurales bruscos, que a su vez son expresión de modificaciones en la estructura social. Cansados los economistas de explicarle a Trump que el problema del trabajo en Estados Unidos no tiene que ver con migrantes ni con el comercio con China sino con la creciente robotización, le están tratando de hacer entender, con todas sus limitaciones, que lo que existe es un cambio estructural y que la sociedad del conocimiento y la economía basada en la tecnología también produce exclusión. Más aún, en palabras de Germani, produce asincronía: unos sectores, en Silicon Valley, se modernizan (o deberíamos decir, se posmodernizan) mientras que otros, en las decadentes zonas industriales de Wisconsin y Michigan, se retrasan y quedan en los márgenes de la economía del capitalismo cognitivo. Y cuando hay asincronías, insisten Germani y Di Tella, hay privación relativa. Los cambios de la modernización son experimentados por los actores sociales, como un proceso, en el que sus aspiraciones de mejoramiento van más allá del adelanto social real. Este proceso de privación relativa de las masas y de las élites que no están en el poder, explicaría la formación de los movimientos populistas (Di Tella, 1973).

Estos sociólogos también dan cuenta del papel de los medios de comunicación, que Sismondo traía a colación. Los teóricos populistas sostienen que

los medios masivos de comunicación elevan los niveles de aspiración y, al levantarse un poco la tapa de la sociedad tradicional, surge una presión social que busca salidas imprevisibles. Como la modernización suele ser enérgica y rápida, los movimientos sociales son repentinos y excesivos para un sistema económico atrasado incapaz de satisfacer las nuevas demandas. Las masas que escapan de la sociedad tradicional no cristalizan en movimientos políticos tradicionales (diríamos los partidos políticos), sino que son atraídas por liderazgos carismáticos y demagógicos de corte populista. (Bartra, 2008: s/p)

Roger Bartra señala que el populismo también puede verse como una

cultura política (con) hábitos autoritarios, mediaciones clientelares, valores anticapitalistas, símbolos nacionalistas, personajes carismáticos, instituciones estatistas y, muy especialmente, actitudes que exaltan a los de abajo, a la gente sencilla y humilde, al pueblo. (Bartra, 2008: 51)

Este cuadro no dista de manera significativa de lo que ha sucedido en los Estados Unidos durante los últimos años. Lo que a menudo preocupó a los primeros sociólogos de la modernización y teóricos del populismo fue la relación entre esta configuración social y su correlato en la forma de gobierno. Específicamente, el asunto era cuán compatible era la modernización acelerada impuesta por estos populismos y la capacidad del régimen democrático de dar cuenta de las crecientes demandas sociales. No sorprende entonces que, ahora, en el debate CTS, se vuelva a encontrar temores similares. Collins y sus colegas argumentan que

al revelar las continuidades entre ciencia y política, los estudios de la ciencia abrieron el terreno cognitivo a aquellos preocupados en incrementar el impacto de la política democrática sobre la ciencia, pero, al hacerlo, abrieron el terreno a toda forma de política, incluyendo el populismo y la del ala radical de la derecha. (Collins, Evans y Weinel, 2017: 581)

Pero Collins y sus colegas parecen ignorar que, entre esas formas políticas, el populismo reconceptualiza la democracia al vincularla con la ocupación del espacio público por quienes habían sido excluidos, a menudo bajo el paraguas de las instituciones, normas y valores liberales. Éstas, como bien entienden Collins y sus colegas, y en palabras de De la Torre, “buscan ‘implementar un sistema basado en la institucionalización de la participación popular y el imperio de la ley’ mientras que las formas populistas se basan en una incorporación estética o litúrgica, más que institucional” (De la Torre, 2013: 122). En una simplificación excesiva, es la cuestión de la democracia directa contra la representativa, ésa que Trump discursivamente ha denigrado al enfrentarse sistemáticamente a los miembros del congreso, incluso de su propio partido.

Lo que los primeros debates CTS identificaron es que la democracia es lo que está en juego, y por eso convendría llamar a la posverdad populismo epistémico. El concepto, para algunos, se refiere a la idea de que todo conocimiento producido “desde abajo” es automáticamente un conocimiento epistémico subalterno (Grosfoguel, 2007; Makhubela, 2016; Wylie, 2019). O, como lo expresan González-Ruibal, Alonso y Criado-Boado, “lo que hace a un enunciado verdadero no es la consistencia lógica del mismo, sino quién lo expresa” (González-Ruibal, Alonso y Criado-Boado, 2018: 509). De manera similar, Saurette y Gunster argumentan que lo que llaman populismo epistemológico

emplea una variedad de tropos retóricos populistas para definir ciertos tipos de experiencia individual como el único fundamento de conocimiento válido y políticamente relevante (haciendo) que ciertas posiciones políticas parezcan evidentes y otras incomprensibles y repugnantes. (Saurette y Gunster, 2011: 196)

Para otros, pensando en la democracia como forma de gobierno, el concepto está en línea con la conexión entre decisiones y autoridad, tanto política como cognoscitiva. Así, Cohen argumenta que para el populismo epistémico

cuando hay una voluntad general y la deliberación pública es guiada por los principios que definen esa voluntad, entonces las decisiones de las mayorías sobre qué políticas realizar pueden proveer evidencia sobre cuáles políticas son de hecho las mejores… el populista epistémico apoya la idea de que los juicios de la mayoría pueden servir como indicadores razonables de la voluntad general. (Cohen, 1986: 34)

La conexión entre lo epistémico y lo político está en dónde reside finalmente la autoridad y cómo se sostiene. Como argumenta Lagerspetz, en el populismo epistémico “el último juez tiene que ser la gente […] una autoridad política legítima es una especie de autoridad epistémica. La sabiduría está en los números” (Lagerspetz, 2010: 39).

El populismo epistémico, pues, es una forma de conocimiento en la cual la verdad no es articulada a través de argumentos racionales ni de autoridades epistémicamente diferenciadas, sino negociada, permanente y conflictivamente, en todo momento y en todo lugar, especialmente a través de los medios de comunicación masiva. Así, lo que CTS ha mostrado es que, en esa búsqueda de verdades, a menudo enfrentadas y simplistamente binarias, la ciencia y la tecnología se han puesto en pie de igualdad a otros recursos retóricos y epistémicos, como la propaganda (por ejemplo, anticambio climático) y la organización civil (por ejemplo, en los movimientos antivacunas). En tanto no se pueda reestablecer un nuevo pacto entre la sociedad y la ciencia y la tecnología que dé lugar a una democracia representativa, el carácter construccionista de la verdad y la falsedad, que CTS ha contribuido a mostrar, será leído a menudo como una victoria pírrica del relativismo. Sin embargo, el populismo epistémico no es sólo valioso por aquello que expresamente rompe (la relación de correspondencia entre la realidad y los enunciados), sino también por el tipo de mecanismos que le dan sostén y que configuran actualmente y moldearán en un futuro las maneras en que se puede conocer. Así, se puede afirmar que

en la comunicación posverdadera es exactamente donde el populismo quiere que esté la política: el reino de la verdad dividida, el pensamiento binario y la comunicación fragmentada. El populismo rechaza la política de deliberación y de decir la verdad; prospera en medio de la profundización de las grietas en la comunicación pública y la sociedad. Apela a las políticas de identidad que anclan convicciones indiferentes a la verdad como un bien común. La afirmación simplista del populismo “tienes tu verdad, yo tengo la mía” contribuye a la fragmentación y la polarización. La vida pública se convierte en una competencia entre versiones competitivas de la realidad, en lugar de un esfuerzo común para luchar con[…] desordenadas preguntas sobre la verdad. El compromiso con la diferencia, la solidaridad y la comprensión se relega a la comunicación entendida estrechamente como la expresión de demandas y persuadir a otros. (Waisbord, 2018: 31)

El costo de las verdades múltiples, de la igualación en la práctica de la ciencia, la tecnología y otros discursos intelectuales con las técnicas y formas de la política más descarnada, de la simplificación excesiva potenciada por la lógica mediática y de las limitaciones estructurales de las sociedades, del mundo en desarrollo y del desarrollado, es un principio generalizado de desconfianza. Si el paradigma positivista, ilustrado y moderno giraba alrededor de la verdad, aunque más no sea como utopía final, el del populismo epistémico emerge y se propaga desde la desconfianza.

La desconfianza envuelve a las instituciones tradicionalmente poderosas que gobernaban la verdad y la circulación, especialmente el periodismo. La política dominante deficiente en confianza es estratégicamente emocional, sus marcas personalizadas. Nuevas figuras y partidos, si acaso pueden distinguirse (¿emocionalmente?), sí pueden atraer efectivamente, desde Donald Trump y Bernie Sanders hasta Marine Le Pen, Nigel Farage y Beppe Grillo (Harsin, 2018: 48). Cuando prima la desconfianza en las instituciones, a menudo se quiere regresar a un estadio previo de confianza, que en realidad nunca existió. Lo que se debe hacer es una doble tarea, en la que CTS tiene importantes contribuciones para dar. Primero, es necesario explorar empírica y conceptualmente cómo se produce culturalmente la ignorancia y la duda (Proctor, 2008). Segundo, es fundamental comprender que la ciencia y la tecnología deben reforzarse como mecanismos de producción de verdad debido a su historial de éxitos, aun cuando también se reconozcan sus fracasos y riesgos (Latour, 2018). Las verdades de la política en democracia, en contextos de desconfianza, requieren más democracia. Las verdades científicas requieren más ciencia.

Conclusiones

La posverdad, como categoría, ha inundado en los últimos años el vocabulario de los medios, de la política y, en algunas disciplinas, la comprensión de las condiciones de comunicación y epistémicas que se han ido consolidando. Ante una política abiertamente engañosa, unos medios desvalorados como intermediación de la información (producto de una crisis más generalizada de las instituciones) y una ciencia y una tecnología cuya articulación con otros saberes aparece más descarnadamente que en los discursos más ingenuos pre-CTS, la sociedad se encuentra con amplia dificultad, sino es que con abierta imposibilidad, de recurrir a la verdad como categoría útil. No digamos como vínculo directo entre un lenguaje y una realidad exterior, como se pensó incluso en círculos intelectuales hasta no hace mucho. Simplemente, la verdad ha sido reemplazada, y quizás vilipendiada en el camino, por múltiples verdades. Lo que parece un principio híper relativista es, probablemente, la incapacidad de caminar todo el recorrido propuesto, desde hace décadas, por los estudios de la ciencia.

Porque, como Hess plantea (2020), la sociología de la ignorancia no es nueva y ha sido útil herramienta para mostrar la naturaleza de manufactura de la mentira sin por ello aceptar una idea ingenua de la verdad. En otras palabras, si bien la crítica de la ciencia y la tecnología comenzó mucho antes de la posverdad, ha sido durante este periodo que se ha observado más claramente sus implicaciones y sus usos por actores con agendas antidemocráticas o antiintelectuales. Para el campo CTS, esto no es novedoso. Pero el camino, después de esa crítica, era observar cómo producir un conocimiento más robusto, uno que dejara más claro dónde empieza lo científico y dónde lo político o lo religioso dentro de los largos ensamblajes que transcienden ámbitos específicos, sea el laboratorio o la universidad.

Así, lo que he llamado populismo epistémico no pretende desanimarnos en la lucha contra la ignorancia o contra los intentos de simplificar nuestra vida sociopolítica en “buenos” y “malos”. Más bien, esta propuesta pretende indicar que hemos empezado un tiempo en el cual las redes de producción de verdades estarán compitiendo por producir conocimientos con múltiples objetivos y que dicha competencia será abierta, con heterogéneas configuraciones de elementos, en lo público y en lo privado, en los medios masivos y en lo doméstico, en lo global y en lo local. Y entonces, en esa multiplicidad, podremos (¿deberemos?) preguntarnos en cuál de esas redes queremos ser incluidos y por qué.

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1La presente investigación se desprende de una presentación magistral titulada ¿Cómo viaja el conocimiento en contextos de posverdad? Una perspectiva CTS que impartió el autor durante el II Coloquio Nacional de Estudios Sociales de las Ciencias y las Tecnologías en la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, entre el 21 y el 23 de septiembre de 2017. Asimismo, agradezco al Centre de recherche et de documentation sur les Amériques del Institut des Hautes Etudes de l’Amérique latine (Université Sorbonne Nouvelle) y al Centre Population et Développement (Université Paris Descartes / Institut de Recherche pour le Développement) por haber brindado las condiciones para la preparación de este manuscrito durante la estancia como investigador visitante en 2021.

2La RAE cambió la definición más recientemente. Ahora la define como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad” (RAE, 2021).

4Se usó como fuente Redalyc y se buscó con el único criterio que apareciera en el artículo la palabra posverdad (con variantes de escritura como post-verdad o postverdad).

Recibido: 12 de Junio de 2020; Aprobado: 28 de Mayo de 2021

Leandro Rodriguez Medina es doctor en Sociología por la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Sus líneas de investigación son: los estudios sociales de la ciencia y la tecnología en entornos periféricos, la circulación internacional del conocimiento académico y la relación entre ciudad y cultura. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Hebe Vessuri) “Personal bonds in the internationalization of the social sciences: a view from the periphery” International Sociology, 36(3); (con Benjamin Sovacool, et al.) “Sociotechnical Agendas: Reviewing Future Directions for Energy and Climate Research” Energy Research and Social Science, 70; (con Wesley Shrum, et al.) “Who’s Afraid of Ebola? Epidemic Fires and Locative Fears in the Information Age” Social Studies of Science, 50(5).

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