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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.66 n.241 Ciudad de México Jan./Apr. 2021  Epub Mar 19, 2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.241.77689 

Artículos

La radicalización de la modernidad. Ideas y debates de la Francia contemporánea

The Radicalization of Modernity. Ideas and Debates in Contemporary France

Leonardo Curzio* 

*CISAN, Universidad Nacional Autónoma de México, México. Correo electrónico: <leonardocurzio@gmail.com>.


Resumen

Este artículo conjunta dos tradiciones argumentativas que nutren la teoría política: la que se construye a partir de la lectura empática y analítica de grandes teóricos y la que da cuerpo al ensayo riguroso y convocante del encuentro entre pensador y texto, en este caso del intelectual francés Pierre Rosanvallon. Aquí se exponen y analizan ejes temáticos y problemáticas centrales de la obra de este historiador, a la luz de sus propias premisas conceptuales, configuradas en un permanente interlocución con científicos sociales y filósofos con los que ha dialogado. Pluralismo teórico y originalidad definen a este autor. A su vez, su pensamiento se contextualiza con los desarrollos sociales, políticos y culturales que permiten ponderar las propias visiones y diagnósticos de Rosanvallon.

Palabras clave: Pierre Rosanvallon; ciencia política; democracia; historia contemporánea de Francia; intelectuales

Abstract

This article brings together two argumentative traditions that nurture political theory: the one that is built from the empathic and analytical reading of great theorists and the one that solidifies the rigorous and alluring essay of the encounter between thinker and text, in this case by the French intellectual Pierre Rosanvallon. Thematic axes and central issues of the work of this historian are presented and analyzed here, in light of his own conceptual premises, configured into a permanent exchange with social scientists and philosophers with whom he shared a sustained dialogue. This author stands out due to his theoretical pluralism and originality. In turn, his thoughts are contextualized by social, political and cultural developments that allow for weighing Rosanvallon’s own visions and diagnoses.

Keywords: Pierre Rosanvallon; political science; democracy; contemporary history of France; intellectuals

Francia tiene un rico acervo de biografías políticas e intelectuales. No nos detendremos aquí en glosar esa fecunda tradición, baste recordar la de Didier Eribon (1992) sobre la vida y el pensamiento de Foucault o, por su temática, a la de Nicolás Baverez, quien se ocupó, precisamente, del autor de El opio de los intelectuales: Raymond Aron (Baverez, 1993). Ambos autores reconstruyeron al personaje, pero también recrearon el ambiente intelectual y político que moldeó su pensamiento.

Es igualmente notable el caudal de obras sobre el papel de los intelectuales en la sociedad que en los últimos años ha agitado el mar de las ideas en el hexágono. Francia conserva (a pesar de la centralidad que hoy tienen las universidades americanas e inglesas) una vitalidad para generar, procesar y difundir pensamiento de vanguardia. Sin ánimo de exhaustividad podemos citar algunos ejemplos. Evoco, en primer lugar, la monumental trilogía de Elizabeth Badinter (1999, 2002, 2007), que aborda las pasiones tanto confesas como ocultas que dominan a los intelectuales: el deseo de gloria y la reputación, la voluntad de poder y la exigencia de la dignidad y la autonomía. Con menor alcance, pero con indiscutible influencia, Alain Minc (2012) escribió su historia política de los intelectuales. Y desde finales del siglo pasado, Jacques Julliard (1997), uno de los grandes historiadores de las izquierdas en Francia, provocó una importante discusión sobre el papel de los intelectuales a partir de la detección de una creciente fractura entre el progreso científico y la justicia social.

Pierre Rosanvallon (2018) nos ha legado una atractiva y potente autobiografía intelectual y política que va del 1968 al 2018, biografía personal y circunstancia histórica que, a decir de Erickson (1978), nutren la reflexión contemporánea y abren nuevos interrogantes frente a los tiempos desafiantes que la convocan. Un ejemplo valioso de lucidez. Es además de una historia personal, una atractiva historia de las ideas políticas de los últimos 50 años que merece una lectura atenta. Medio siglo en el que los tiempos se han acelerado. Las ideologías articuladoras se han eclipsado, las instituciones políticas se han modificado y las concepciones de los actores políticos han transformado su esencia. Hemos experimentado una radicalización de la modernidad.

Una breve advertencia sobre la trayectoria del autor se impone antes de revisar con detenimiento este recorrido. Rosanvallon es una personalidad poliédrica. Su biografía se nutre de la academia, la política y de manera muy especial de una fecunda actividad como “agitador” del pensamiento. Es un intelectual público destacado. Ha escrito en prensa regularmente, en medios prestigiados como Le Nouvel Observateur. Es valorado no solamente por su propia y muy abundante producción, que analizaremos más adelante, sino además por ser un gran impulsor de redes de reflexión para estimular que el pensamiento francés interactuara con la producción intelectual de otros países y, a su vez, hacerlo dialogar con el mundo de la empresa y a ambos, con el mundo político.

Fundó la Fondation Saint-Simon como un espacio de reflexión similar a los think tanks americanos, que aspiró a ser un vínculo entre las empresas y la universidad y fue el actor eficiente de la republiquedesidees.fr y de su revista La vie des ideés.

Siempre existe en la vida académica la tentación de sumergirse en la erudición, que es gratificante y tranquilizadora para las almas profesorales, orgullosas de su saber, pero eso no convenía a la personalidad de Rosanvallon. En resumen, además de un historiador y politólogo, se trata de un vigoroso empresario intelectual que ha desplegado energía suficiente para coordinar colecciones con obras de grandes plumas -Duflo, Piketty, sólo por citar algunas- puestas a disposición de un público amplio con la idea de reforzar la musculatura de la deliberación pública. Su concepción de la democracia consiste, entre otros aspectos, en renovar la capacidad de los ciudadanos de ver con lucidez la complejidad de la cosa pública y las dificultades objetivas que existen para cambiarla. Una concepción política en las antípodas de los modernos populismos que ofrecen soluciones lineales, en forma de lemas, a problemas complejos.

Pierre Rosanvallon dejó la vida política militante en 1978 después de haber sido uno de los arquitectos de la llamada segunda izquierda (deuxième gauche) y de haber gravitado en el entorno de Edmond Maire, dirigente de la Confédération française démocratique du travail, (CFDT) y de Michel Rocard, una de las figuras cimeras de la izquierda francesa, con quien Rosanvallon desarrolló una importante interacción. Al abandonar el mundo sindical y militante, dedicó su vida al mundo de las ideas. Procedió, tras ese periodo, a reforzar el polo de sociología del trabajo en el encuadre institucional de la Universidad de Paris-Dauphine, donde trabajó con Jacques Delors.

Posteriormente, pasó a la École des hautes études en sciences sociales (EHESS), otro de sus santuarios. Ésta había ganado su autonomía en 1975 y era un espacio interdisciplinario de intelectuales que creían en “la fertilización cruzada”. El padre fundador fue Fernand Braudel, quien dispensaba a los profesores de contar con el grado de doctor para reclutar personalidades como Pierre Bourdieu, Jacques Le Goff, Jean Paul Aron, François Furet y los liberaba de todas sus cargas académicas formales para concentrar toda sus energías en la creación de obras de gran impacto. Vaya que ha dado frutos. En 1983 ingresó como profesor y después fue director de investigación del Centre national de la recherche scientifique Raymond Aron (CNRS).

Desde 2001 ocupa en el Collège de France la cátedra de “Historia política moderna en Francia”. Esta venerable institución alberga a lo más granado del pensamiento y es, en cierta medida, una tierra de asilo para algunos herejes ya consagrados, como el propio autor de Vigilar y castigar. Rosanvallon es autor de libros ampliamente discutidos como La crisis del estado de bienestar (1981) y La cuestión social (1985). Es un experto en la historia del liberalismo y de la política francesa. Es uno de los teóricos de referencia de la democracia y por supuesto, su tetralogía sobre la democracia contemporánea es su obra cumbre. En esta aventura intelectual aborda la contrademocracia, el tema de la legitimidad y la sociedad de los iguales (Rosanvallon, 2006, 2008, 2011, 2015), aquella de inspiración toquevilliana es un referente. Su originalidad estriba en situar a la democracia no como un proceso político de llegada e irreversible, sino como una experiencia problemática y un bien frágil que se debe preservar de tentaciones internas y enemigos externos.

En definitiva, Rosanvallon es uno de los intelectuales de mayor relieve del último medio siglo. Es interesante la reconstrucción tanto de sus lecturas como de sus diálogos con personajes clave del debate contemporáneo. Su biografía intelectual se cruza en múltiples puntos con Cornelius Castoriadis, Alain Touraine, Jean Daniel Reynaud, Renaud Sainsaulieu, Edgar Morin, Ivan Illich, André Gorz, Claude Lefort, Michel Foucault y François Furet. Todos juegan un papel estelar en su desarrollo intelectual. Algunos planteamientos son decisivos en su moderación intelectual. La sociedad burocrática de Castoriadis, la relectura de Maquiavelo de Lefort son desarrollos cruciales. La crítica a las instituciones de Illich y su contra productividad lanzaron, en su momento, un mensaje precursor del pensamiento ecologista que también lo marcaron. Andrés Gorz, quien era uno de los pilares de la revista Les Temps Modernes tuvo una influencia relevante para introducir las ideas de una “sobriedad gratificante” como mecanismo de autocontención para enfrentar los desafíos ambientales que en aquella época empezaban a despuntar. La teorización de Alain Touraine (1978) en su libro bisagra de La voix et le regard (La voz y la mirada) ponía a los actores sociales en el centro de la reflexión y legitimaba a los movimientos culturalmente orientados como grandes transformadores. En el campo de la historia, la renovación de las temáticas, permitía dejar a la clase social como única unidad de análisis y ocuparse de individuos y trabajadores concretos. La historiografía inglesa iba a marcar una línea desde E. P. Thompson hasta Ralph Samuel. Mientras que en Italia, y tal vez en México, la microhistoria iba a tener un importante auge.

Con Michael Foucault los intercambios se centraron en el capitalismo y el nacimiento de la biopolítica. Las visiones que tenían ambos sobre el liberalismo estaban en las antípodas. Foucault sostenía que el liberalismo era una tecnología política que instauraba una nueva era en la acción gubernamental, pero compartieron la visión crítica del gobierno de Mitterrand y su “estatismo social”. Esta idea, asegura Rosanvallon, constituía históricamente la cultura política dominante de la izquierda francesa. Estaba marcada por una secuencia entre la tradición de la centralización monárquica, la visión elitista y tecnocrática del republicanismo y la cultura marxista. En el sentido más amplio, esta cultura no reconocía la autonomía social, que fue muy importante en la cultura socialista del siglo XIX desde 1830 hasta el proudhonismo y el sindicalismo revolucionario, una cultura contraria al estatismo que el autor ha estudiado con amplitud.

En el desarrollo de su pensamiento económico sigue las contribuciones de la Escuela de Virginia: el cálculo del consenso de Tullok y Buchanan. Las formulaciones del capital humano de Becker y, desde luego, el neo institucionalismo de North. Reconoce deudas intelectuales con Albert Hirschman, cuya obra Las pasiones y los intereses fue publicada en francés en 1980 y con la obra clásica de Karl Polanyi (2017), La gran transformación. Con Hirschman confirma que el nacimiento de una ideología económica había permitido, efectivamente, el desarrollo del capitalismo y, a través del control y manejo de sus pasiones, abría el camino para una gestión de sus intereses materiales.

Las investigaciones de Rosanvallon sobre Guizot le dieron no solamente el doctorado de Estado, sino la claridad de que existía una distancia enorme entre el liberalismo de mercado, del iluminismo escocés -es lector asiduo de Ferguson- y el que en Francia, y en otras partes, era el liberalismo político el que planteaba el desarrollo de contra poderes para garantizar la libertad de los ciudadanos. Cita con profusión a Elias Canetti a propósito de la negatividad de las masas y su corolario de la contra democracia. Lee con avidez a Habermas, reconocido como uno de los teóricos del gobierno de la opinión y a otros autores europeos.

Rosanvallon elige un eje cronológico para su reconstrucción. Divide su historia en tres cortes temporales que coinciden con tres grandes momentos de la historia de Francia y de otros grandes puntos de inflexión en el debate de las ideas. En cada uno de ellos reelabora sus entusiasmos, sus frustraciones, sus re conceptualizaciones y también sus itinerarios intelectuales y políticos.

1968 es el punto de arranque. La irradiación de ese movimiento estudiantil en el desarrollo político en los años setenta es una aportación muy valiosa de esta historia. La sacudida que agitó conciencias y estructuras, desde Praga hasta México, tuvo su epicentro en París. El autor tenía 20 años. En esa década la idea de revolución, más que un proyecto político específico, era la apología de un cambio liberador, una fuerza tectónica que sacudía estructuras. Se convierte así en una idea polisémica en la que igual figuraban, casi como hermanas, la revolución cultural de China y las luchas por la liberación nacional, particularmente en África y en el sudeste asiático. Las guerrillas latinoamericanas, con su aura carismática, se acoplaban a su manera a esa idea general de un cambio histórico renovador y liberador. Los troskistas, por su parte, proclamaban la revolución permanente. Tanto ánimo de cambiarlo todo era difícil de gestionar para las revoluciones de la generación anterior. Para la Unión Soviética, que se reputaba como la madre de las Revoluciones, este apetito transformador adquiría contornos amenazantes, pues implicaba la paradoja de pedir cambios en todas partes, incluso movilizar a agentes que, por la vía de la insurrección, los propiciaron en el tercer mundo y, en contraste, reprimir cualquier embrión de organización alterna a la de la estructura totalitaria en sus propios territorios. Mayo del 68 cambiaría todo, incluso en democracias consolidadas.

1968, visto desde París, significó muchas cosas, quizá la más importante sea que la imaginación de una lectura múltiple de la revolución y las ideas de la transformación permanente se sometieron a una revisión cada vez más intensa. El término revolución -dice el autor- puede ser comprendido de tres maneras muy diferentes. Primero, como un momento decisivo, es decir, como una aceleración de la historia y una simplificación de la realidad, momento de lucidez creciente de los espíritus y del surgimiento de un nuevo lenguaje, así como la ampliación de los horizontes. Esa es la revolución como acontecimiento imprevisible, que permite a muchos actores imaginar que sus esperanzas tomarán cuerpo en un breve tiempo. Después viene la revolución como estrategia, proceso dominado por las vanguardias que elaboran planes y precipitan el curso de los acontecimientos porque saben conducir y dominar a las masas. Finalmente, está la revolución civilizatoria, la que sacude en profundidad las relaciones sociales, los modos de organización y las representaciones del mundo, es decir, la que abre nuevas ventanas para entender un gran cambio cultural.

En aquel Mayo del 68 se superpusieron estas tres dimensiones y, siguiendo la caracterización de Edgar Morin, se convirtió en el “evento esfinge”, enorme e insignificante a la vez, pues más que tomar palacios de invierno, lo que hizo fue cambiar el discurso. La expresión de Michel de Certeau (1995) es afortunada: en mayo del 68, se disputó la palabra, el uso de la palabra, el derecho a hablar de una realidad diferente a la del poder, de la misma manera que en 1789 se tomó la Bastilla. La palabra lo cambió todo.

En cualquier caso, la idea de revolución-civilización es la que finalmente se abrió paso dejando en la cuneta radicalidades marginales, generalmente impotentes para transformar una realidad. En el mundo comunista las estructuras de dominación se debilitaban de forma irreversible. El choque Solzhenitsyn, con la publicación del Archipiélago Gulag en 1974, va a acelerar el proceso del antitotalitarismo y reevaluaría lo que buscan como horizonte los movimientos liberadores. Las revelaciones sobre las abominaciones de la Revolución cultural china iban a ser cada vez más frecuentes en testimonios y reportajes. Las revoluciones empezaban a teñirse de esa aureola siniestra de control y represión en nombre del pueblo que las hacía menos deseables y defendibles en Occidente. La barbarie represiva de Pol Pot y los khmer rojos, ampliamente difundida algunos años después, se sospechaba desde entonces, pero era silenciada por la propaganda y la complicidad de un sector de la izquierda. Esa misma complicidad que quiso minimizar en sus albores el movimiento de solidaridad en Polonia. La represión en esos países se convertía en un elemento tóxico para quienes defendían esa ideología en Occidente. Como elemento coincidente, dos de los teóricos más conspicuos del marxismo en Francia perdían la vida o la razón en condiciones trágicas. Poulantzas se suicidó en 1979 y Althusser iba a ser recluido en 1980 en un hospital psiquiátrico tras asesinar a su mujer.

El 68 significó un terremoto en la cartografía política de la Francia de la posguerra. No solamente convulsionó al gaullismo, significó también una época agitada para las izquierdas galas que nunca volverían a ser las mismas. El efecto más directo fue la reelaboración ideológica y doctrinaria que los movimientos liberadores e inconformistas lanzaron contra todo dogma. En pocos años iba a cristalizarse el declive del comunismo como ideología aglutinadora del polo izquierdo y, de forma inversa, el paulatino crecimiento de los socialistas, encabezados por Mitterrand, como opción mayoritaria. El movimiento estudiantil y los movimientos obreros habrían de ensayar formas de relacionarse entre ellos. Asimismo, los hegemónicos partidos comunistas verían cómo, desde la organización sindical hasta las estructuras electorales, serían cada vez más desafiadas por los socialistas. El autor recuerda todas sus aventuras como jefe de la revista CFDT Aujourd’hui y su función como intelectual orgánico del sindicato.

El bagaje conceptual y teórico del marxismo pierde credibilidad y eficacia en esos años. El totalitarismo, como bien lo captó Lefort, era un intento vano de resolver las indeterminaciones y superar todas las tensiones y contradicciones para crear la figura del pueblo como estructura unitaria, expropiada por el partido y el líder (Lefort, 1981). Lecturas sobre el republicanismo en la era de Maquiavelo lo sacuden. Es el caso de Pocock y Skinner. Empieza a interiorizar entonces la longevidad de algunas ideas y el hecho de que el proyecto democrático en su dimensión deliberativa y reflexiva estaba ligado a la necesaria confrontación de elementos de la división social que no debían enmascararse por el determinismo de la lucha de clases o de la oposición irreductible de capital/trabajo. Entre el mercado y el socialismo hay un espacio para el republicanismo, una suerte de soberanismo republicano y de valores democráticos que se deben preservar a pesar de las contradicciones internas y el acoso de las fuerzas antidemocráticas. Empiezan a tomar cuerpo entonces modalidades de relación diferentes entre Estado y sociedad. La primera es que puede haber un Leviatán democrático, que instituya y organice lo social. Sus recintos de intervención directa son las figuras de la alcaldía y la escuela. Puede proveer una reducción de las desigualdades a través de un sistema de servicios públicos y puede también ser el regulador de la economía a través de poderosos instrumentos e instituciones. El resultado de estas interacciones da un número apreciable de combinatorias y por tanto de experimentos sociopolíticos diferentes.

Al final de la década de los 70, dos choques tectónicos habían cambiado la geología de la política francesa. El movimiento de 1968 y el fin de lo que los franceses llamaron Trente Glorieuses (“Los treinta años gloriosos”), el equivalente de lo que en México se llama Milagro de la postguerra, es decir, un crecimiento sostenido desde el final de la Segunda Guerra hasta el choque petrolero de 1973. Mientras estas nuevas realidades golpean a la sociedad y las ideas germinan, se empezaba a abrir la posibilidad de que la izquierda finalmente volviese al poder sobre nuevas bases. Como es sabido, gobiernos socialistas habían existido en el pasado, pero nunca se había planteado la posibilidad de que el Eliseo se abriera a un socialista como ocurriría en 1981 con la llegada de François Miterrand. El Partido Comunista Francés (PCF) había conservado una fuerza sindical de primer orden (CGT) en los años posteriores a la guerra. Su líder George Marchais, de obediencia moscovita, controlaba una maquinaria con gran eficacia electoral que empezaba a desgastarse por su incapacidad de renovarse y procesar las réplicas sísmicas activadas por el movimiento estudiantil. La idea de una revolución liberadora encabezada por el movimiento obrero empezó a ser contrastada por el monzón libertario de 1968 y en particular la respuesta de los regímenes totalitarios a la insurrección checa de aquel mismo año. El comunismo de corte totalitario dejaba de ocupar el espacio de la esperanza liberadora para los pueblos y se descubría como un régimen despótico y represor. Había quedado demostrado que la crueldad del modelo no se debía solamente al hubris de Stalin o Mao. Había algo dañado en su código genético.

En América Latina, la Revolución cubana todavía gozaba de aceptación en los primeros años de los 70, pero la experiencia chilena encabezada por Salvador Allende de la vía democrática al socialismo había abortado por la acción casi sincronizada de la reacción virulenta de la derecha autoritaria y la radicalización de los actores políticos y sindicatos chilenos, incentivada por la deliberadamente larga estancia de Fidel Castro en Chile. La revolución no combinaba bien con la democracia ni con un régimen de libertades.

Los entusiasmos y las exploraciones que arrancan en 1968 le permiten a Rosanvallon recorrer un largo debate de la izquierda sindical que tuvo como eje la autogestión. Ésta tenía, por supuesto, fundamentos teóricos muy serios y autores como Atlán, Morín, Herbert Simon y Jon Elster, quienes habían elaborado desarrollos intelectuales muy poderosos con la combinación de disciplinas. Se proclamaba con entusiasmo que la autogestión era la semilla de la democratización en el mundo del trabajo. El lema era: “A la monarquía industrial y administrativa hay que sustituirla con estructuras democráticas a base de autogestión”. Ése era el tentador programa, articulado en torno a esa poderosa idea que entusiasmó a muchos en el campo comunista. Se hablaba con esperanza del modelo yugoeslavo que, a diferencia del soviético, no terminaba en la opresión del movimiento obrero por quienes se decían sus salvadores, la burocracia del partido. La autogestión tuvo también gran aceptación en la rama del socialismo democrático en Austria y en los países nórdicos. Incluso Felipe González del PSOE, en los primeros años de los 80, evocaba la autogestión como un horizonte deseable para la economía europea. Es un concepto que marca una época, una identidad y también una encrucijada. La disputa por la hegemonía con el todavía ultrapoderoso Partido Comunista Francés, que empieza a encogerse por los rendimientos decrecientes del marxismo como interpretación histórica y más aún como matriz para la gestión política y económica y que no habría de parar hasta la caída de la Unión Soviética. El mundo del trabajo iba a cambiar dramáticamente en los siguientes años.

Al eclipsarse el marxismo y la idea de la Revolución como un camino viable para transformar la realidad, se abre paso otro concepto, el de “sociedad civil”. Esta recuperación de un concepto clásico iba a ser el motor que activó la liberación de los países dominados por el yugo comunista. En Occidente empezaron a abrirse espacios de participación fuera de las estructuras políticas tradicionales y comenzó a desarrollarse una nueva cultura política en la que la experimentación social va nutriendo una cultura que resquebraja “el estatismo social” y progresivamente también va a ir minando las bases doctrinarias de la social democracia. La cultura política puede ser definida como un conjunto de representaciones, conceptualizaciones y principios de acción implícitos y explícitos que forman la osamenta y el instrumental de una visión de lo político (Lefort, 1981: 66).

Es interesante la elección conceptual que Rosanvallon hace. Cuando define cultura política, por ejemplo, dice que hubiese podido perfectamente hablar de la categoría épistémè -muy en boga por la preeminencia de Foucault (2010) - o del habitus -que debemos al también monumental Pierre Bourdieu (2012) -, pero la resonancia más académica de estas categorías era menos susceptible de ser empleada por un vasto número de ciudadanos. En 1977 publicó con Viveret el libro “Por una nueva cultura política”, que se iba a convertir en una especie de manifiesto de la segunda izquierda; una izquierda que reconocía la experimentación social, la redefinición del militante como nuevo empresario político y la insistencia en el carácter deliberativo de la democracia.

La expresión de sociedad civil era muy poco conocida en Europa Occidental. El libro de Adam Ferguson era poco leído y en realidad fue de la mano de los intelectuales del este de Europa, como Michnick y Geremek, como adquirió nueva connotación. Hablar de sociedad civil significaba aludir al país real frente al régimen y al país legal. En Europa del Este eso significaba los ciudadanos ordinarios contra el partido comunista, o la sociedad contra el Estado burocrático; ellos contra nosotros, que ahora se escucha en prácticamente todas las sociedades latinoamericanas y europeas.

Reconstruir la centralidad de la sociedad civil y su refuerzo en materia de autonomía respecto al Estado y también a las estructuras de encuadramiento en los que se habían convertido los partidos políticos, parece ser el primer peldaño para una verdadera sociedad democrática. Reconocer la complejidad de una sociedad era superar aquello que en los años 30 el comunismo estigmatizaba como las 200 familias que controlaban el país. Un pequeño grupo. Derrotar a esa élite era la esencia del mensaje político. Después del 68 las cosas parecían infinitamente más complicadas y tanto en la representación sindical, como en la vida política, habría que explorar una amplia deliberación pública y un trabajo de reflexión sobre la democracia deliberativa y la democracia permanente. Claude Lefort y su relectura de Maquiavelo lo persuadieron de que la democracia estaba ligada, entre otras cosas, al reconocimiento de que la división social se daba en distintas dimensiones y no sólo entre una casta y los oprimidos.

Con enorme crudeza, Pierre Rosanvallon aborda los dilemas que caracterizan las décadas de los 80 y los 90, los cuales inician con la llegada de François Mitterrand al poder (1981) y todos los desafíos que la izquierda hecha gobierno tenía que procesar hasta su desintegración en el paisaje político a partir de los años 90. El primero de ellos fue el naufragio del programa conjunto con los comunistas. Ese programa, elaborado en el Congreso de Epinay de 1972, había fusionado las tesis de las dos grandes familias de la izquierda y había priorizado la eficiencia electoral para arrebatar en las urnas el poder a la derecha.

En 1983 las presiones económicas generadas por nacionalizaciones de bancos y empresas -que más que adaptarse a la nueva realidad parecían tributarias de un acto de afirmación nacional característico del Consejo Nacional de Reconstrucción y sus programas de 1944- estaban llevando a Francia a la crisis. Mitterrand opta por reemplazar a Pierre Mauroy como primer ministro y llama a Laurent Fabius a formar gobierno en 1983. Un gobierno más tecnocrático que ideológico el cual reordena las prioridades y le da un segundo aire al presidente socialista. Dos importantes vías se abrirían ese año.

Por un lado, en la cultura institucional francesa la izquierda pasaba del monopolio de la denuncia, típica de la cultura de la oposición (que por cierto se iba a ceder casi en su totalidad a la extrema derecha del Front National) a una cultura del gobierno. Al terminar el espejismo de la entrada triunfal al Eliseo y el carácter histórico de las elecciones de 1981, el realismo empezaba a imponerse como una especie de cultura política sustituta, desdibujando así la identidad partidista del gobierno. La izquierda en el gobierno no se iba a distinguir demasiado de los técnicos de la derecha que imponía límites objetivos al ejercicio de gobierno y al despliegue de las políticas públicas.

En pocos años, la izquierda francesa había recorrido tres modelos de aproximación al gobierno. El primero fue el de la abstención revolucionaria, es decir, el rechazo de responsabilidades de gobierno o de oposición constructiva. Todo intento por incidir de manera incremental en las decisiones del gobierno era visto como colaboracionismo con el enemigo. El segundo fue la cultura de la transformación rápida y fulgurante con medidas espectaculares (como las nacionalizaciones) que se había revelado no solamente ineficaz sino contraproducente. El tercero es la esquizofrenia. ¿Cuál es la diferencia entre un gobierno de izquierda y uno de derecha? Un abismo ya conocido en la dilatada experiencia de Mitterand que había tenido responsabilidades ministeriales en los gobiernos de Mendès France y en el de Guy Mollet. Una cosa era el ejercicio del poder y otra la conquista del mismo. El poder del Estado ejercido desde la izquierda requiere, como lo dijo de forma insuperable León Gambetta: “palabras violentas y actos moderados”. Pero ese realismo desdibuja pues no es más que un pensamiento de derecha con lenguaje de izquierda y el mensaje acumulado de tantos años de oposición se revela como una impostura.

El reconocimiento de límites precisos tiene implicaciones enormes en el campo intelectual. Desde un gobierno arrinconado, su portavoz, Max Gallo, les reprocha a los intelectuales su silencio. Son tiempos -dice Pierre Rosanvallon- en los que la retirada de las ideas genera un vacío glacial. La crisis del paradigma marxista que había dominado las ciencias sociales no había todavía dado paso a un nuevo pensamiento articulado con la acción y aún no maduraba una interpretación progresiva y positiva de democracia. La URSS no había caído aún y, por tanto, son años de deriva intelectual, invernales, diría Guattari (2015), de crecimiento de un individualismo efímero, intrascendente e insignificante que retrataría con tino Lipovetsky. Un empequeñecimiento de todos los ideales, una fundición de todas las representaciones del porvenir o de la construcción de una sociedad mejor. Son años en los que las preguntas sobre la identidad de Francia empiezan a emerger, abriendo la puerta a los espinosos debates de las décadas siguientes sobre la inmigración, la convivencia democrática, la laicidad y los grandes valores de la República.

El segundo fue el proyecto europeo. Mitterand tuvo la habilidad de los grandes políticos de cambiar de campo sin que se notara demasiado. La realidad cambió por él y se consolidó como uno de los grandes impulsores del proyecto de integración europea. Una ruta que lo aleja cada vez de sus socios comunistas que seguían rumiando (igual que la extrema derecha) en su esquina, que la idea de Europa era en realidad un proyecto de los grandes intereses empresariales. En esencia el mismo ángulo simplificador de los primeros años del siglo XX de la dominación sibilina y astuta de una élite compacta que controla todo tras bambalinas. Son años -dice Rosanvallon- de entumecimiento del pensamiento y la acción política. El cambio progresivo de un ideal europeo en construcción manda a un segundo plano la voluntad de hacer un cambio profundo en las estructuras nacionales. La construcción de las instituciones europeas se convierte en el gran propósito nacional y la presencia proficua de Jacques Delors (el mismo que como ministro del gobierno Mauroy había propuesto una pausa al ritmo de las reformas) como presidente de la Comisión entre 1985 y 1995 legitima y da relieve a esa causa.

El optimismo renovado que inyectó el proyecto europeo le devolvía a Francia la sensación de jugar un papel relevante en la confección del nuevo mundo. Una dosis complementaria de vitamina la aportaba la caída del Muro de Berlín que para Europa significaba dos cosas muy concretas: la primera era la reunificación alemana que volvía a poner sobre la mesa el inveterado tema del equilibrio de poder en Europa occidental. Un eje París-Berlín fue la solución para dar gobernabilidad y sentido de futuro al proyecto. Dos grandes figuras con Mitterrand y Kohl lo hicieron posible. La segunda fue el triunfo de las democracias en la Guerra Fría, que tuvo un efecto ataráxico en el pensamiento occidental. En Estados Unidos ganó terreno la interpretación de Fukuyama de que había llegado el fin de la historia. En Europa se dio por sentado que la democracia sería eterna, y no se trabajaba con el mismo vigor en el campo de las ciencias políticas y sociales en los elementos teóricos y las categorías para analizar las nuevas realidades. El pensamiento se entume en favor de un realismo que reconoce que el mercado y la globalización reflejan la naturaleza de las cosas.

La política de los 90 en Francia se encontraba a la deriva. La izquierda, cada vez más difuminada, no encuentra una explicación al creciente malestar de distintos grupos sociales. En 1995 se produce la movilización estudiantil más importante desde el 1968 contra un proyecto de Reforma Educativa. Los partidos socialistas del sur de Europa (ya en el gobierno) se tropiezan con un pragmatismo limitante y cada vez más escándalos de corrupción. En Italia el PSI desaparece, en Grecia pierde crédito y el exitoso gobierno de González, en España, ha seguido la misma ruta pragmática y finalmente pierde el poder para dar paso a un largo periodo de gobierno de derecha. Una derecha empoderada que retorna obsesionada con la austeridad y el recorte de los presupuestos. Los servicios públicos se deterioran, las desigualdades crecen entre las mismas categorías socio profesionales y la globalización fragiliza. Pierre Bourdieu y su “Miseria del mundo” (1999) un trabajo colosal de encuesta en la parte baja de la pirámide social, expresa, en el campo intelectual, este vacío.

A su vez, la mancuerna Anthony Giddens y Tony Blair intenta, en Gran Bretaña, una renovación a partir de su tercera vía (Giddens, 1999). Audaz intento que provocó entusiasmo en el campo progresista, pero declinó porque que en el fondo planteaba un problema insoluble al encarar una disociación casi total entre las reglas económicas y la justicia social.

El nuevo siglo supone, en consecuencia, una sacudida descomunal del paisaje político con la emergencia de un nacional populismo. Los franceses se resisten a la Constitución europea en el referéndum de 2005, dando así un primer golpe contundente al balón de oxígeno político con el que Mitterrand sacó al socialismo de su postración en 1983 y, en concreto, a su presidencia, la que consiguió proyectar como una etapa de renovación.

Si en lo político el nuevo siglo es una época de retroceso para la política tradicional, para el autor es una etapa de profunda reflexión intelectual y junto con François Furet desarrollan la República de las ideas y una amplia reflexión sobre los alcances y los desafíos de la democracia contemporánea.

Es interesante ver la apertura que Pierre Rosanvallon tiene hacia reflexiones americanas y europeas que raramente se incorporan en la academia francesa, tan acostumbrada a una centralidad que se difuminaba con los años. El pensamiento italiano y también la reflexión alemana, inglesa y americana van haciendo cada vez más complejo el pensamiento de Rosanvallon y su capacidad de entender la mutante realidad. En esa etapa empieza a tomar forma su gran aportación a la teoría de la democracia. Abordemos ahora sus ejes argumentativos centrales.

La democracia -escribe- es una historia agitada que incluye experiencias desagradables; es más, auténticas pesadillas, provocadas por quienes han intentado revolucionarla, pero también tiene su lado brillante que es un ejercicio secular de ampliación del concepto de ciudadanía. Como historiador y filósofo de la política, Rosanvallon no cae en la tentación de suponer que hay un país o una sociedad que haya logrado dominar -domesticar la democracia como forma de vida- y la haya estabilizado. La democracia vive asediada. En Europa, en donde tantos avances se han experimentado en el ámbito de la representación y en el diseño de estados de bienestar solidarios, también se han incubado las ideologías antidemocráticas más peligrosas a partir del propio desarrollo de una democracia con esteroides. Un equilibrio inestable.

El bonapartismo de Napoleón III llevó a Francia a una idealización del referéndum que establecía un vínculo particular entre el líder político y el pueblo. Los defensores del directismo pasan por alto este episodio poco edificante que fue minando poco a poco la heterogeneidad de la representación como principio básico. También estrechó fatalmente la libre expresión de los periodistas, en favor de una visión única de Francia que dictaba lo que posteriormente se convertiría en la farsa imperial, una vulgar imitación avuncular.

El fascismo, o el nacionalsocialismo, llamaban a una profundización de la democracia a partir de una crítica acerba a los regímenes liberales que consideraban débiles, incapaces de captar la energía nacional que sus pueblos querían desplegar a través de regímenes musculosos y con una proyección externa.

También en Europa incubó el régimen comunista y se desarrolló una forma totalitaria que no solamente ahogó a la democracia, sino que hizo escarnio de ella, apropiándose de la representación de la sociedad, haciéndose llamar “democracias populares”. Si el autoritarismo en Occidente se basó en el control del Estado, el régimen comunista decidió expropiar a la sociedad y por la vía de una fantasmagórica representación, el partido comunista reclamaba para sí la esencia del pueblo y el Secretario General la representación del partido, de manera que un burócrata político militar podía, a través de una maquinaria pavorosa -descrita por muchos autores y retratada en páginas inigualables por Vasili Grossman (2008) - apropiarse de la representación de la totalidad.

Los enemigos de la democracia pueden, pues, provenir de dentro o de fuera. Casi todos comparten la idea de combatir a brazo partido la heterogeneidad. La idea de visiones plurales y racionalidades distintas para reconstruir lo real les resulta repelente. Esas ideologías asumen que la democracia significa una entronización de sus ideas y su imposición al conjunto, porque se consideran el fin de la historia. Conviven mal con sociedades heterogéneas porque para ellos, el discurso de “una grande y libre” les conviene, aunque no comulguen con el caudillo español que acuñó el lema, es decir, el discurso homogeneizador es el dominante.

La democracia es, por lo tanto, un bien frágil que se debe cuidar, preservar y consolidar porque las influencias negativas han sido recurrentes a lo largo de la historia. En consecuencia, aprender unos de otros a conservar su complejidad y fragilidad es una tarea ineludible para quienes se dedican a las ciencias sociales.

Rosanvallon percibe cuatro grandes tendencias en la democracia contemporánea: a) pluralización y complejidad de las instituciones democráticas, b) diseminación y descentralización, c) emergencia de nuevos sujetos democráticos y d) el tema de la democracia de los iguales, cada vez más cercana en lo político y más distante en lo social.

Veámoslas por separado. La toma de conciencia de los límites del principio mayoritario que rige el proceso de nominación de los líderes políticos, debe ser, por supuesto, completada con un acuerdo social más amplio que reconozca que, con independencia de lo que la mayoría pueda pensar, no hay manera de que ésta pueda representar a la totalidad. Pierre Rosanvallon ha llamado a esta apropiación del todo por la parte mayoritaria ficción democrática. La minoría es la posibilidad de un pueblo de cambiar su opinión, de mudar si no está convencido del programa político desplegado y formar una nueva mayoría. Un régimen democrático reconoce que aquellos que son mayoría hoy, pueden ser minoría mañana. En consecuencia, el respeto de la misma es la garantía de supervivencia de un régimen democrático. Evitar que la hegemonía de una fuerza política se instaure y se expropien espacios sociales y poco a poco se apoderen de instituciones que han sido deliberadamente puestas fuera del alcance de los políticos, para preservar el gran acuerdo democrático que da continuidad a las instituciones: los principios y los valores que permiten a una comunidad política existir.

Las democracias generan instituciones de consenso que representan el interés general. Nadie puede apropiarse de ellas. Es el caso de las electorales, los bancos centrales, los órganos de transparencia, los reguladores y todos aquellos que pueden, efectivamente, arbitrar el conflicto de intereses con imparcialidad y con el ánimo de preservar el interés general y no solamente el mayoritario. Lo hacen de manera muy similar a como los poderes judiciales ejercen su función, sin pensar en la aprobación de las mayorías, pues ni su integración ni su destitución dependen de los humores populares.

La multiplicación de mecanismos de representación permite, efectivamente, que además de los parlamentos, cada vez menos eficaces como elementos de control del gobierno, haya más instancias en forma de consejos consultivos o espacios de deliberación donde la sociedad encuentra canales de expresión y una trinchera para defender sus grandes valores, si los siente amenazados por la acción del gobierno.

No hay manera de reducir la voluntad popular a la aritmética de las elecciones que, por supuesto, legitima el poder político y da título para ejercer el mando al presidente de la República; pero hay también un mecanismo de representación social para expresar la voz a través de manifestaciones, desplegados, llamados en redes sociales, peticiones de destitución o de formación de comisiones de investigación. Son nuevas formas de representación que complementan a la parlamentaria.

Activar la representación por la resurrección de una sociedad que se manifiesta a través de estados de opinión es una garantía para mantener activa su vitalidad y no restringir la democracia a un simple juego de poder entre las élites integrantes de los poderes tradicionales del Estado. Hoy tenemos instituciones autónomas integradas por expertos en grupos colegiados que garantizan que ciertos valores se preserven, así como el control de determinados actos del gobierno debe ser tutelado por esas instituciones. La democracia integra, pero también controla. En un régimen democrático es tan importante la vigilancia, la capacidad de un contrapoder que impida la actuación desproporcionada del gobierno y por supuesto, el juicio público que se establece a partir de la formación de una opinión pública y la crítica al gobierno. A quienes ejercen el poder desde una visión homogénea nada les irrita más que ser sometidos al juicio crítico de los ciudadanos y de los medios de comunicación; los poderes negativos permiten, efectivamente, que los gobiernos no puedan hacer su voluntad para edificar obras públicas o transformar espacios urbanos; son una restricción efectiva al cratos.

En esta nueva sociedad, el desarrollo de capacidades que provee la Internet ha reforzado la voluntad de muchísimos ciudadanos que quieren ser reconocidos por sus semejantes, ser considerados o valorados por su opinión. Todo esto cambia el ejercicio de la política que va pasando cada vez más de entes colectivos de representación o grandes sujetos históricos, a la vida cotidiana de los ciudadanos quienes, de mil maneras, manifiestan su presencia a través de un nuevo lenguaje que habla de experiencias, del entorno en el que viven o de las estatuas que se exhiben en su ciudad. No siempre es una expresión ordenada, armónica; por el contarrio, en muchos casos es explosiva y anárquica.

Las sociedades tienden a definirse como una narrativa que prioriza lo inmediato. En muchos casos, se atiende ese gran sentimiento de inseguridad, de hartazgo que los populistas, con su teatralidad y su inagotable capacidad de exacerbar el temor, capitalizan de manera creciente. A las diferencias galopantes de una sociedad que ve crecer las desigualdades tradicionales entre los países y entre los estamentos, se suman las ya aludidas desigualdades dentro de las propias categorías socioprofesionales que tienden a dar trayectorias de vida muy diversas. Eso activa resentimientos entre integrantes de la misma clase que, en países con problemas de convivencia racial, como los Estados Unidos, generan comportamientos políticos a partir de la repetición de lugares comunes agresivos tipo: ¿por qué a los asiáticos les va mejor que a los WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant)? o ¿por qué el estado de bienestar debe proteger a los mexicanos indocumentados?, lo cual fragmenta la solidaridad entre trabajadores o entre comunidades que antaño pudieron desarrollar algún vínculo de solidaridad (Porter, 2020). El espacio y la agenda pública se atomizan.

Finalmente, en forma de ensayo, Pierre Rosanvallon aborda lo que él llama la radicalización de la modernidad y básicamente la emergencia del concepto de neoliberalismo. Con gran precisión detecta la contradicción entre una crítica de la izquierda al liberalismo económico, al que endosan buena parte de los problemas que hoy enfrentan las sociedades, y, por otro lado, la formación de los nuevos reaccionarios, como los rotuló Lindberg, que comparten una cultura antiliberal que condena los derechos humanos -porque supuestamente benefician a delincuentes-, los servicios sociales -porque benefician a los inmigrantes-, el feminismo -porque destruye la estructuras de la sociedad-, y a los cosmopolitas -porque atentan contra los elementos de la identidad-. Una convergencia que lleva la política hacia los extremos.

La crítica a esas dos raíces de la cultura liberal desde la izquierda y desde la derecha plantean un desafío político que deja a izquierda sin capacidad de dar forma a un mundo. El neoliberalismo se impone, como fuerza desreguladora, allí donde no hay imaginación social para construir instituciones que modelen algo más que el libre albedrío. El neoliberalismo se impone cuando la izquierda no tiene un proyecto coherente y funcional. Un mundo de individualidades hipertrofiadas, de una subjetividad atomizada por las redes sociales y una “sexualidad reinventada”, por hablar en los términos de Foucault (2011), que defiende la máxima libertad en su esfera, pero que espera una acción pública para resolver desde los temas ambientales hasta las desigualdades es infecundo. La sociedad moderna pierde con frecuencia la paciencia y con un sentido de urgencia se irrita, se agravia, se indigna y exige. Una sociedad tan atomizada no se siente representada en las estructuras tradicionales. Por todo ello, la democracia del siglo XXI plantea nuevos y flexibles espacios, porque con mucha frecuencia la construcción de las políticas públicas margina a ciertos grupos o tal vez ellos sienten esa percepción que en inglés llaman desinfranchisemnet que es una desafección del juego democrático, porque no se sienten escuchados, atendidos. Un campo fértil para el populismo simplificador.

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Recibido: 22 de Agosto de 2020; Aprobado: 05 de Octubre de 2020

Leonardo Curzio es licenciado y maestro en Sociología Política por la Universidad de Provenza y doctor en Historia por la Universidad de Valencia. Es investigador del Centro de Investigaciones sobre América del Norte (CISAN) de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Aníbal Gutiérrez) El Presidente. Las fobias y filias que definirán el futuro del país (2020) Ciudad de México: Grijalbo; Orgullo y prejuicios. Reputación e imagen de México (2016) Ciudad de México: CISAN/Miguel Ángel Porrúa.

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