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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 n.240 Ciudad de México Sep./Dec. 2020  Epub Feb 28, 2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.240.70269 

Artículos

La organización del crimen: delincuentes y caciques en tiempos de “guerra al narco”

The Organization of Crime: Criminals and Caciques in Times of the “War on Drugs”

Pierre Gaussens* 

*Centro de Estudios Sociológicos, El Colegio de México, México. Correo electrónico: <pgaussens@colmex.mx>.


RESUMEN

Este artículo busca contribuir al análisis de la criminalidad y de su historia contemporánea en el sur de México, desde una perspectiva crítica y una metodología cualitativa, a partir de un caso de estudio en particular: el municipio de Ayutla de los Libres, en la Costa Chica de Guerrero, donde operó un grupo delictivo de 2008 a 2013 en el contexto de la “guerra al narcotráfico”. Al mismo tiempo que demuestra la utilidad del método etnográfico para el estudio de la criminalidad, la investigación de terreno revela una realidad local que contradice el discurso dominante sobre el llamado “narco” y, en cambio, ilustra la profundidad del nexo político-criminal que une a delincuentes y funcionarios en la organización del crimen.

Palabras clave: mitología; nexo político-criminal; etnografía; municipio; caciquismo

ABSTRACT

This article seeks to contribute to the analysis of crime and its contemporary evolution in southern Mexico through a critical perspective and a qualitative methodology, based on a case study: the municipality of Ayutla de los Libres on the Costa Chica of Guerrero, where a criminal group operated from 2008 to 2013 in the context of the “war on drugs.” While proving the usefulness of the ethnographic method for the study of crime, field research reveals a local reality that contradicts the dominant discourse on the so called “narco” and, instead, illustrates the depth of the political-criminal nexus that links criminals and officials in the organization of crime.

Keywords: mythology; political-criminal nexus; ethnography; municipality; caciquismo

Introducción

La llamada “guerra al narcotráfico”, oficialmente emprendida durante el sexenio de Felipe Calderón, desencadenó una crisis generalizada de inseguridad en México, debido al auge tanto de la violencia criminal como de la violación a los derechos humanos. Entre las entidades más afectadas por esta crisis se encuentra el estado de Guerrero, en el sur del país. Si bien esta entidad ha ocupado tradicionalmente uno de los primeros lugares en la materia a nivel nacional, la violencia que caracteriza su historia se agudiza aún más en el nuevo escenario bélico de los años 2000, pasando la tasa estatal de un promedio de 20 homicidios por cada cien mil habitantes, en la primera mitad de la década, a un nivel cercano a 60 en 2009 y a 80 en 2012 (Gráfico 1), cuadruplicando así su nivel. Tal ha sido el impacto de los homicidios que, por esta sola causa y en el mismo periodo, se calcula que los guerrerenses han perdido más de un año de esperanza de vida en su nivel promedio, entre 2003 y 2013 (ONC, 2015). En 2012, Guerrero representaba el estado -y Acapulco la ciudad- con la mayor tasa combinada de homicidios y secuestros en todo el país (ONC, 2014). En este mismo año, el puerto también presentaba la mayor tasa de feminicidios a nivel nacional -por encima de Ciudad Juárez (Padgett, 2015)-, convirtiéndose en una de las ciudades más peligrosas del mundo a pesar y en detrimento de su actividad turística. Ahora, el problema no sólo es de Acapulco, sino que es extensivo a toda la entidad.

Fuente: elaboración de Berber (2017a: 113) con base en INEGI (2009).

Gráfico 1 Tasa de homicidios en México, Guerrero y Ayutla (1990-2012) 

En este sentido, el incremento de los homicidios se hace más visible al desagregar las tasas medias a nivel municipal, de tal forma que al comparar dos periodos sucesivos, de 2006 a 2008 y de 2009 a 2011, observamos claramente cómo el mapa municipal de Guerrero adquiere tonos más oscuros de un periodo a otro. Mientras que en el primer periodo (2006-2008), sólo un ente (Coyuca de Catalán) presenta una tasa crítica (mayor a 75) [negro] y 13 municipios un nivel alto (entre 36 y 75) [gris oscuro], en el segundo periodo (2009- 2011), llegan a ser 14 los municipios con una tasa crítica y 27 con un nivel alto (Mapa 1).

Fuente: elaboración de Berber (2017a: 113) con base en INEGI (2009).

Mapa 1 Tasa media de homicidios por municipio (2006-2008) / (2009-2011) 

En esta variación positiva de las tasas de homicidios, el municipio de Ayutla de los Libres, en la región de la Costa Chica de Guerrero, al este de la entidad, ocupa una posición destacada cuyo color -siempre más oscuro- lo distingue de sus municipios vecinos, pasando su tasa de un nivel ya alto a uno crítico entre los dos periodos observados. Si bien Ayutla presenta una tendencia al homicidio que lo ha caracterizado en términos históricos, es igualmente patente la crisis de violencia que agudiza esta tendencia y sacude el municipio a partir de 2008, con un pico récord en el año siguiente, cuando es registrado un total anual de 89 homicidios por una tasa correspondiente de 153 (Gráfico 1). Así, de 2009 a 2012, Ayutla figura entre los cien municipios más violentos del país, con un total acumulado de 248 homicidios para dicho periodo en una proporción de uno por mil habitantes (Resa, 2013), ilustrando la profundización de la violencia criminal en el municipio, producto de una delincuencia cuya organización trataremos de explicar en este artículo.1

A partir de 2008, en Ayutla empezó a operar una agrupación delictiva que, en gran parte, es responsable de ese aumento de la tasa de homicidios en particular y del nivel local de violencia en general. Es en la formación de esta agrupación que nos interesaremos, con el objetivo de elaborar, a grandes rasgos, una historia contemporánea de la delincuencia en el municipio.

La pregunta central de investigación es la siguiente: ¿cómo surge y se consolida el grupo criminal que ha operado en el municipio de Ayutla entre los años 2008 y 2013? De ella se derivan otras: ¿cómo tratar el tema de la criminalidad? ¿Desde qué perspectiva analítica? ¿Con qué problemas teóricos y metodológicos? Asimismo, ¿por qué construir un caso de estudio? ¿Cuál es la relevancia de la escala municipal? ¿Cuáles son los principales resultados que arroja el estudio de la criminalidad a partir del caso de estudio? ¿Cómo es organizada la delincuencia en lo local? ¿Y qué separa la realidad del terreno del discurso dominante? La tesis que trataremos de demostrar es que la agrupación criminal que operó en Ayutla en ese periodo es indisociable tanto del ejercicio del poder político dentro del municipio -en un plano material- como del contexto nacional de la “guerra al narcotráfico” en su nivel simbólico, en la medida en que el segundo ha trastocado la forma del primero al agudizar la violencia criminal que lo ha caracterizado históricamente, al menos en el caso de Guerrero. A su vez, esta demostración tendrá como unidad de análisis la historia política del municipio de Ayutla de los Libres en el periodo de 2008 a 2013.

En este sentido, el presente texto se inscribe en la tradición de la sociología histórica. Responde a la invitación de Pierre Bourdieu (2014) que convierte al sociólogo en un historiador del presente para hacer un trabajo de sociogénesis o de historia genética, es decir, no una historia anecdótica que sólo justifica las cosas de ser como son, sino una historia contemporánea de la génesis de la criminalidad local, con el fin de buscar, entre sus orígenes, las condiciones profundas de su posibilidad. En otras palabras, una de las maneras de entender el funcionamiento de la sociedad se logra analizando su génesis, siguiendo una propuesta teórico-metodológica que también se inspira en la perspectiva de Norbert Elias (2011). Además, con base en el método de caso extendido (Burawoy, 1998), pensamos que la historia contemporánea de Ayutla es representativa de su época -más allá de su singularidad como objeto de estudio empírico-, por lo que su análisis sólo puede contribuir a una mejor comprensión de su contexto regional, la Costa Chica en particular y el estado de Guerrero en general.

Para lograr su objetivo, el artículo se fundamenta en una metodología de orden cualitativo, desde un enfoque sociológico y una perspectiva crítica. Los resultados que presentaremos a continuación tienen como fuente secundaria una exhaustiva revisión bibliográfica y hemerográfica del estado del arte, en especial se apoyan en un trabajo de investigación previo en la materia, realizado por Miguel Ángel Berber en el marco de su tesis de licenciatura (2017a), así como en un artículo producto de ésta (2017b). Asimismo, se derivan de un trabajo de campo desarrollado de 2012 a 2016, a la par de un trabajo social y docente en varios municipios de Guerrero. Es desde una posición privilegiada como profesor universitario que me fue dada la oportunidad de participar en numerosas actividades, dentro de un universo hecho de encuentros, amistades, intercambios y conversaciones con una multiplicidad de agentes especialmente comprometidos con los procesos organizativos de la entidad. Por lo tanto, la presente investigación tiene como fuente primaria la información registrada en un diario de campo, en entrevistas formales y pláticas informales realizadas con a lo largo de estos años, cuya descripción recurre a las herramientas del método etnográfico (Hammersley y Atkinson, 1994; Guber, 2015). En el municipio de Ayutla en particular, este trabajo se desarrolló en dos periodos: entre 2012 y 2013, como profesor activo de la Universidad de los Pueblos del Sur (UNISUR), en la unidad académica de El Mezón; y, entre 2017 y 2018, en el marco de la producción de un documental sobre el proceso electoral de estos años (OpusLab, UNAM y UNISUR, 2018), para el cual fueron movilizadas las redes de amistad previamente constituidas y llevadas a cabo un total de catorce entrevistas a profundidad (Valles, 2002), hechas a informantes clave dentro de la historia municipal. Finalmente, cabe mencionar que el presente artículo se enmarca en un proyecto de investigación más amplio, acerca de la génesis de los grupos civiles de autodefensa que surgieron a inicios de 2013 en Ayutla y varios de los municipios de la Costa Chica.

Además de sus conclusiones, el artículo se divide en cinco apartados que respectivamente tratan de: 1) la mitología del “narco”, que estructura el discurso dominante sobre delincuencia organizada; 2) la concomitante necesidad de la etnografía para el análisis del crimen; 3) la presentación del caso de estudio, el municipio de Ayutla de los Libres; 4) la realidad local de la delincuencia y, 5) la organización municipal del crimen, cuyo gobierno sigue obedeciendo a los intereses caciquiles.

La mitología del narco

En un artículo previo (Gaussens, 2018) hemos explicado por qué en México hablar de violencia criminal nos enfrenta al problema del discurso dominante sobre la crisis de seguridad que rodea el fenómeno delictivo desde hace varios años, a raíz de la “guerra contra el narcotráfico”, discurso que se basa en una representación oficialista que equipara a los grupos criminales con mafias, como supuestos poderes fácticos cuyos intereses capturan al Estado. Esta visión es particularmente explícita en el caso de Guerrero y la imagen que se ha construido sobre la entidad como reino de traficantes, tierra de narcos, cuya violencia tendría en las drogas su principal fundamento. De esta manera, la leyenda del “Guerrero bronco” (Bartra, 1996) e “indómito” (Russo, 2013) ha sido desplazada por el mito del narco. El modelo de la mafia ha sustituido “la antigua imagen, más o menos folclórica, de los narcotraficantes, un poco rancheros, un poco caciques, un poco bandidos populares” (Escalante, 2012: 104).

Esta situación no es fortuita sino producto de un largo y sistemático trabajo mediático de propaganda. Si hoy el llamado narco está tan presente en nuestras mentes, es porque ha estado en los discursos oficiales y en las primeras planas de los periódicos. Si actualmente estructura nuestras creencias, es porque allí se repite lo anunciado día tras día por los noticieros televisivos y radiofónicos. El narco aparece en nuestra sociedad como una caja de Pandora, cuya apertura desataría un reino de caos y desolación. Sin embargo, “si pudiéramos vencer el miedo y confrontar aquello que llamamos ‘narco’ abriendo por fin la caja, no encontraríamos en ella a un violento traficante, sino al lenguaje oficial que lo inventa: escucharíamos palabras sin objeto, tan frágiles y maleables como la arena” (Zavala, 2018: 24). En este sentido, el tratamiento de la información dada por los medios de comunicación masiva en años recientes, mucho tiene que ver con esa omnipresencia del narco. Así, ha contribuido a establecer un arquetipo del mal que, como ya lo había advertido el sociólogo Luis Astorga en su obra seminal Mitología del narcotraficante en México (1995: 41), constituye

un dominio de significación donde el significante narco funciona como un multiplicador lexicológico […] Ejerce tal fascinación, que quienes caen bajo su embrujo no diferencian ya las designaciones con fundamento en la realidad de la pirotecnia verbal. (Astorga, 1995: 41)

Producto de esta labor permanente de propaganda, hoy existe una especie de saber estándar, de sentido común acerca del fenómeno delictivo. Se basa en una lengua franca, hecha de términos cuyo tecnicismo aparente sólo esconde una profunda ignorancia. Estos provienen de diversas fuentes, precaria mezcla de argot popular y jerga penitenciaria, consultorías empresariales, manuales militares y procedimientos penales, pasando por las notas periodísticas de la crónica roja y las muletillas del ministerio público. A la postre, como bien lo resume otro sociólogo mexicano, Fernando Escalante:

no es propiamente un lenguaje, ni un género de habla, sino apenas un vocabulario o poco más, pero de enorme atractivo, sobre todo para los medios de comunicación. Porque permite resumir, ahorrar detalles, obviar lo que no se sabe. (Escalante, 2012: 57)

Frente a esta situación, resulta necesario desacralizar el discurso dominante en torno al narco, con el fin de anular la función de despolitización que cumple, al entenderlo como el caballo de Troya de una permanente acción de propaganda.

No obstante, cabe aquí reconocer -abriendo paréntesis- que “lo más difícil en sociología es enfrentarse a las certezas del sentido común, sobre todo en un terreno donde un fenómeno social sumamente complejo es reducido a una simple lucha de buenos contra malos” (Astorga, 1995: 13). En consecuencia, la producción de conocimiento sociológico en la materia se enfrenta al reto de romper con las certidumbres primeras, con las evidencias intrínsecas al rótulo de narco, en la medida en que el distanciamiento que esta necesaria ruptura fomenta, en un inicio, tiene todas las apariencias en su contra. Dicho de otro modo, las estrategias de ruptura necesariamente paradójicas que la sociología se impone a sí misma suelen aparecer a los lectores como desencantadas y, al mismo tiempo, cercanas a la burla. Sus constataciones “implacables” pueden pasar inclusive por una provocación, un cinismo o una especie de radicalismo irresponsable, que se complacería en tomar contrapiés gratuitos sobre los temas más polémicos. En cambio, creemos que, si los lectores pueden sentirse atacados en sus más íntimas convicciones, es porque la sociología introduce una libertad en contra de la adhesión primaria al orden social, que hace que la conformidad misma tome formas de herejía o ironía. Por lo tanto, una de las estrategias que estos lectores podrán utilizar contra los efectos de desmitificación de la empresa sociológica consiste en invocar la sensatez contra el desafío al sentido común y, así, intentar reducir la crítica al estado de una simple sátira o sarcasmo malicioso.

Ahora bien, cerrando paréntesis, si resulta necesario abandonar las declinaciones del prefijo “narco-” (Castañeda y Henao, 2011), así como las categorías de la terminología dominante, ¿cómo entender los fenómenos reales a los que se refiere comúnmente la denominación narco? ¿Cómo definir y construir pistas de explicación en relación con el llamado crimen organizado, al que implícitamente hace referencia el narco? Desde la ciencia social, a resumidas cuentas, han sido tres los grandes enfoques para tratar la cuestión de la organización del crimen, cada uno de ellos poniendo énfasis en una dimensión particular del objeto de estudio: 1) el enfoque organizacional, de corte institucional, que estudia la estructura interna de los grupos criminales, entendidos como burocracias clandestinas sobre el modelo dominante de la mafia; 2) el enfoque empresarial, de índole económico, que se ocupa de los negocios ilícitos y las relaciones de mercado para la provisión de los bienes y servicios prohibidos por ley, y 3) el enfoque de redes clientelares -desde una visión sociológica-, que analiza las relaciones de poder en las que se enmarca la actividad criminal, como parte de un sistema más amplio de relaciones sociopolíticas. Es desde esta tercera perspectiva que desarrollaremos nuestro análisis, entendiendo la delincuencia como parte de un sistema más amplio de relaciones sociales de dominación.

En efecto, otra dimensión de la representación oficial del narco -al equipararlo con el modelo de la mafia- descansa en la idea de una oposición fundamental entre el Estado y los grupos criminales, planteando una contingencia de seguridad inaplazable. Al respecto, el discurso dominante se basa en las siguientes premisas (Flores, 2009), cuya falacia es preciso develar: a) el Estado es, por principio, hostil a las actividades criminales; b) la mayoría de los funcionarios encargados de la persecución de los delitos es ajena a ellos, salvo en casos extraordinarios (las “manzanas podridas”); c) estos últimos son el producto de prevaricaciones individuales que no obedecen a prácticas institucionalizadas, y d) es el crimen, en todo caso, que infiltra al Estado y es el delincuente quien corrompe al funcionario. Siguiendo estas premisas, la acción mafiosa de los grupos criminales representaría una amenaza que debe ser combatida para que no “infiltre”, “contamine” o “penetre” al Estado, ni se convierta en un “poder paralelo”, una “contrasociedad” o “un Estado dentro del Estado”.

En este sentido, el narco funciona como una fórmula basada en el postulado de un poder externo, oculto y corruptor que minaría las instituciones públicas, olvidando que, “desde el interior de algunas instituciones, especialmente las orientadas hacia la coacción, se ha organizado sin ‘contaminación’ exterior el funcionamiento exitoso de lo que se combate” (Astorga, 1995: 10). En otras palabras, las premisas que sostienen la mitología del narco cumplen con una función de despolitización en la medida en que “producen un vaciamiento de lo político que imposibilita una crítica a la causalidad histórica del Estado en relación con el narcotráfico” (Zavala, 2018: 64). Así, quienes hablan de “captura” por el crimen de los circuitos gubernamentales, sostienen la tesis de un poder “paralelo” al Estado o advierten sobre la “mano invisible” del narcotráfico “tendrían primero que explicar cómo en un país de centralismo político y presidencialismo exacerbados, un dominio tan importante ha escapado de su control” (Astorga, 2016: 199). Luego, deberían demostrar el fundamento empírico de la idea de “pureza virginal” que tienen del Estado; para enseguida exponer por qué hoy, la llamada delincuencia organizada estaría en condiciones para subvertir y hasta revertir la antigua relación de subordinación que presenta ante el Estado -ampliamente documentada en numerosas investigaciones, tanto desde la sociología y la antropología (Astorga, 2007; Flores, 2009; Escalante, 2012), como la ciencia política y la economía (Martínez de Murguía, 1999; Aguayo, 2001; Resa, 2005).

En consecuencia, resulta indispensable incluir a la función pública en el estudio del crimen, desde una perspectiva sociológica que nos permita entender el complejo sistema de relaciones que une a las instituciones del Estado con la delincuencia y el comercio de drogas. Sólo así entenderemos que la sostenibilidad de las actividades criminales y los mercados ilegales requiere unos niveles mínimos de protección política, sin la cual no podrían operar. Es lo que Roy Godson (2017) denomina como nexo político-criminal (political-criminal nexus), según el cual toda organización delictiva no es más que un sinónimo forzoso de corrupción estatal -entendida como el uso ilegítimo del poder público para fines particulares de lucro-, es decir, sin corrupción institucional en el seno del Estado, sencillamente resulta imposible la organización de grupos criminales debido a que, a lo largo de la cadena de valor de los mercados ilegales, “las actividades de la organización pueden ser detectadas por las distintas instituciones del Estado, en la medida en que éste reglamenta muchos de los rubros legales imprescindibles para la operación del tráfico de drogas” (Flores, 2009: 128). Es así como esta última requiere cierta protección política por parte de las autoridades estatales. La corrupción es requisito (Buscaglia y Van Dijk, 2003), dando lugar a la reproducción de redes clientelistas de cooperación antagónica entre delincuentes y funcionarios, para la distribución de unas ganancias ilícitas cuya obtención, en última instancia, es determinada por el uso de la violencia.

Ahora bien, la naturaleza del nexo político-criminal es variante. Depende tanto de la configuración general del Estado y las políticas instituidas en él, como de las características propias a las actividades criminales. Por lo tanto, la polaridad del nexo entre delincuentes y funcionarios varía siguiendo el estado cambiante de las relaciones de fuerza que los une y, al mismo tiempo, los opone. En general, podemos decir que el poder de los grupos criminales es inversamente proporcional al de las instituciones del Estado, es decir, más fuertes serán estos grupos mientras menos legítimos sean los gobiernos, y viceversa. Sin embargo, históricamente esta relación ha beneficiado más a los funcionarios que a los delincuentes, en la medida en que, a diferencia de los segundos, los primeros cuentan con el poder simbólico del Estado para respaldar sus acciones. Mientras que los recursos de los delincuentes son individuales, los de los funcionarios son institucionales. Esta ventaja fundamental, que hace del nexo político-criminal un intercambio desigual, es la que permite a los funcionarios extorsionar a los grupos delictivos a cambio de su protección. En definitiva, cuando hablamos de criminalidad, no sólo nos referimos a delincuentes profesionales, que hacen de los mercados ilegales el lugar de su profesión, sino también a funcionarios públicos que cooperan con ellos -entre otros agentes participantes en las actividades ilícitas-.

Por una etnografía criminal

El nexo político-criminal se da en campos sociales minados, según la expresión del sociólogo colombiano Rodríguez Garavito, es decir, en espacios altamente riesgosos en los que

dominan las sociabilidades violentas y desconfiadas, donde cualquier paso en falso puede resultar letal. En este sentido, son una muestra de las sociabilidades volátiles de las economías híbridas, ubicadas entre la legalidad, la ilegalidad y la informalidad. (Rodríguez Garavito, 2012: 14)

Por consiguiente, a nivel metodológico, no se trata de investigar para descubrir la verdad del crimen o el ser de los delincuentes, mucho menos romper el sello del secretismo para esclarecer los vínculos precisos, con nombre y apellido, que unen a los criminales con los funcionarios -siendo este conocimiento reservado a los iniciados e, incluso, mortal para los profanos-. En contraste se trata, desde las ciencias sociales, de explicar con fundamento empírico los procesos que subyacen a las contradictorias relaciones que mantienen las instituciones del Estado y los grupos criminales. Y es precisamente lo que trataremos de hacer a través de nuestro caso de estudio.

Como bien lo reconoce Claudio Lomnitz (2011), “estamos, en otras palabras, en el terreno de Franz Boas. Es el terreno preferido de la etnografía que es hoy materia de investigación urgente”, debido a que, al analizar el fenómeno delictivo a un nivel micro y en una escala local, el estudio etnográfico a menudo enseña una realidad inasible para los enfoques macros, pero también, diferente a las visiones ancladas en el discurso dominante. De manera similar, lo advierte Escalante (2011) cuando afirma que, junto con los métodos cuantitativos, “necesitamos también trabajo etnográfico […] Parece claro que la crisis del orden local es el factor decisivo para explicar los niveles de violencia en el país”. Es en este sentido que el caso de Ayutla puede convertirse en una ilustración, no sólo sobre las formas en que opera la mitología del narco a nivel local, sino también sobre cómo se concretiza el enfoque crítico previamente teorizado acerca del nexo político-criminal. Como lo resume la politóloga francesa Maya Collombon:

al enseñar, de manera etnográfica, las realidades y paradojas del terreno, el investigador contraria la mayoría de las representaciones dominantes […] y permite superar la miopía que aún domina en muchos discursos públicos y mediáticos. (Collombon, 2018) [traducción del autor]

Pese a lo anterior, la importancia analítica del método etnográfico contrasta con la relativa escasez de las investigaciones científicas que lo aplican en México, salvo quizás dos notables excepciones: la etnografía de Natalia Mendoza (2008) sobre Sonora y el trabajo sociológico de Salvador Maldonado (2010) en Michoacán. Esta insuficiencia, a su vez, se explica tanto por la infinidad de las dificultades metodológicas que presenta como por la multiplicidad de exigencias que requiere la etnografía aplicada al crimen (Ferrell y Hamm, 1998), haciendo de ella no una misión imposible pero sí una tarea complicada.

En primer lugar, porque quien investiga, junto con sus informantes, se expone a obvios peligros, derivados de la violencia de las actividades criminales observadas y de su posible represión, mismos que pocos están dispuestos a correr. En este punto, cabe aclarar que, para el caso de Ayutla, si bien esta contingencia ha sido real en el tiempo de operación del grupo criminal entre 2008 y 2013, el riesgo ha sido anulado por el movimiento de autodefensa ocurrido a inicios de este último año, el cual ha permitido la desarticulación de dicho grupo y, por lo tanto, ha abierto la posibilidad de reconstruir la historia de su formación desde la memoria colectiva, por medio de entrevistas a los habitantes del municipio.

En segundo lugar, porque la etnografía aplicada a la criminalidad plantea una serie de cuestiones no sólo metodológicas sino también éticas (Collombon, 2018): el acceso a los informantes; la relación con los delincuentes; la observación de prácticas violentas; la participación en actividades ilegales; la divulgación de la información, con la restitución de datos sensibles y, finalmente, la posición de quien investiga y su reflexividad.2 Por si fuera poco, además de estos desafíos, la etnografía también debe enfrentar los riesgos inherentes a este tipo de ejercicio, que oscilan entre la folclorización -peligro característico del ejercicio periodístico- y la individualización -distintiva de la antropología y la microsociología-, al poder conducir ambas a la despolitización de una delincuencia que, así, sería reducida a una simple suma de problemas personales en un contexto de marginalidad.

Más allá de las controversias que puede suscitar su aplicación al estudio del crimen, la etnografía no deja de representar un método fecundo en la medida en que presenta una doble ventaja. Su primera virtud radica en que puede complementar los enfoques cuantitativos -dominantes en la criminología- que brindan un uso privilegiado de la estadística oficial en materias delictivas. Sin embargo, esta última es sumamente problemática, en primer lugar, por la sanción de la ilegalidad que hace de la delincuencia una actividad refractaria a la publicidad de los datos y, en segundo lugar, por la condición misma de la estadística oficial, puesto que las instituciones que persiguen la comisión de los delitos constituyen al mismo tiempo las principales fuentes de información, es decir, son juez y parte. En efecto, dichas fuentes están interesadas en la estadística más allá de su simple diseño, pues difícilmente podrán “llevar un registro objetivo de los números que sirven para justificar su presupuesto o para evaluar su estrategia […] De nuevo, sucede en México lo mismo que en cualquier otro país: la estadística delictiva es problemática” (Escalante, 2012: 152). A su vez, la segunda ventaja que ofrece la etnografía se presenta frente a los abordajes narrativos del periodismo de investigación, cuyas entrevistas pueden carecer de suficiente objetivación y, por lo tanto, tender a reproducir de manera acrítica el lenguaje de las percepciones autóctonas sobre el fenómeno criminal. Ejemplos sobran al respecto. En este punto

una perspectiva que los estudios locales usualmente desatienden es la dimensión discursiva del problema. Generalmente, las respuestas obtenidas en entrevistas o encuestas con la población local se presentan como manifestaciones de una realidad objetiva […] En ese aspecto, muchos estudios locales tienen el mismo efecto que los estudios a nivel nacional o regional, que recurren a estadísticas criminales o encuestas de opinión sin cuestionarlas y que de esa manera coadyuvan a generar un talk of crime marcado por la dramatización. (Huhn, Oettler y Peetz, 2006: 18-19)

Por consiguiente, una primera tarea para el estudio etnográfico del crimen consiste en un análisis de discurso capaz de tomar distancia respecto de las categorías autóctonas registradas y, al mismo tiempo, entender cómo éstas han contribuido simbólicamente a la construcción de una realidad favorable a la emergencia de agrupaciones criminales a nivel local. Por ejemplo, en el caso de Ayutla

los conceptos adoptados provenían principalmente de la retórica oficial, y no de estereotipos o significados culturales que se desarrollaron en el municipio […] Los elementos de la retórica oficial dan sentido, a nivel local, a estas nuevas expresiones. (Berber, 2017a: 148-149)

Estas expresiones son de una violencia que ha dejado de entenderse desde la percepción tradicional de los esquemas localmente construidos -principalmente hechos de elementos étnicos, basados en un racismo que equipara lo indígena o lo mestizo (dependiendo del punto de vista) con un tipo preciso de violencia-. De esta manera, los agentes locales echan mano de esa especie de lengua franca del narco, de origen oficial y mediático, misma que ellos reinterpretan desde sus códigos culturales, para crear un vocabulario capaz de dar sentido y otorgar una apariencia lógica al auge de la violencia criminal. Es, por ejemplo, el caso de un nuevo término que pasa a ser central: la “maña”, palabra derivada de mafia, recurrente en las entrevistas, con la que se hace referencia a una delincuencia cuya acción se basa en el engaño y, por lo tanto, es llevada a cabo por mañosos, también llamados malos en términos más maniqueos.3

El principal efecto de realidad que presenta la apropiación de la mitología del “narco” por los agentes locales consiste en la construcción simbólica de un enemigo cuya representación se encarna en la agrupación criminal y los individuos que la conforman. Sobre la figura de los delincuentes es construido el símbolo de un estigma, que los hace indignos de pertenecer a la comunidad y los convierte en los principales culpables de la violencia. Por ende, además de la maldad que los caracteriza, ellos son concebidos como individuos necesariamente ajenos al lugar, que responden a intereses lejanos -como en el caso de Acapulco para Ayutla.4

Es así como la formación de un grupo delictivo en el municipio, con los procesos de construcción simbólica que lo rodean, es indisociable del marco de la política nacional en el que se inscribe y de su retórica oficial, así como de los efectos que la “guerra al narcotráfico” presenta a nivel regional. En efecto, esta formación se beneficia de elementos coyunturales, ligados al auge general de la criminalidad en esos años que, en particular, afecta al puerto de Acapulco, al que la cabecera de Ayutla está conectada por medio de varias rutas de transporte colectivo -factor que, como veremos más adelante, tiene su importancia-. A su vez, estos elementos potenciaron las actividades de delincuencia preexistentes en el municipio. Así se retroalimentan las escalas micro y macro, apoyándose mutuamente la organización local del crimen y el relato que hace de ella la mitología.

Ayutla de los Libres, un municipio rural

Antes de proseguir con el análisis, cabe señalar algunos elementos contextuales para describir al municipio objeto de este estudio.

Ayutla es uno de los quince municipios que componen la región de la Costa Chica en el estado de Guerrero, al este de la entidad. Se encuentra en la cuenca del río Nexpa y su geografía física es marcada por una condición de frontera natural entre la Costa y la Montaña que hace que, pese a ser considerado como un municipio costero, no tiene salida al mar. Debido a esta disposición geográfica, Ayutla comparte con otros municipios vecinos una condición que lo ubica en una subregión conocida como Costa-Montaña, en su calidad de frontera entre ambas regiones. Se trata del municipio más poblado de la Costa Chica, así como del noveno municipio con mayor población en Guerrero, con un total de casi 70 000 habitantes en 2015, repartidos entre la cabecera municipal -que concentra un cuarto de la población- y unas cien localidades, en su mayoría menores a 500 habitantes (Mapa 1). Esta demografía se caracteriza tanto por su importante natalidad como por una gran diversidad étnica. En efecto, además de una matriz cultural afrodescendiente, la mitad de la población de Ayutla (54 %) se reconoce como indígena (INEGI, 2015b), con la presencia de los pueblos originarios na savi (mixteco) y me’phaa (tlapaneco), viviendo en las numerosas localidades de las partes montañosas en el norte y centro del mapa municipal, aisladas por el relieve y conectadas entre sí por caminos de terracería.

Fuente: INEGI (2009).

Mapa 1 Mapa municipal de Ayutla 

Al igual que el resto de la región, Ayutla es un municipio eminentemente rural y agrícola. En 2014, 70 % de su población se dedicaba al sector agropecuario, cuyos principales productos son cíclicos, como el maíz, el frijol, la jamaica y la miel (INEGI, 2015a). Sin embargo, la economía campesina que sostiene a la mayoría de las familias y localidades de Ayutla se encuentra en una profunda crisis, de orden histórico y estructural, que ha precipitado su pauperización. Como resultado, la biodiversidad y la riqueza natural de la zona que hacen posible una variedad de sistemas productivos contrasta con los altos niveles de marginación de la población municipal, encontrándose 88 % de ella en situación de pobreza y 56 % en pobreza extrema (SEDESOL, 2014). Asimismo, la mitad de la población presenta carencias por acceso a la alimentación, 60 % por calidad y espacios de la vivienda, y 80 % por servicios básicos en la misma (CONEVAL, 2010). En lo educativo, 25 % de la población adulta es analfabeta y 40 % no ha completado la escuela primaria (CONAPO, 2010). De manera general, los niveles de los principales indicadores de carencia social se encuentran sistemáticamente por encima de los promedios nacionales y estatales, ilustrando la gravedad de la pobreza que afecta a la mayoría de la población de Ayutla.

Una parte de esta condición general de pobreza se debe al aislamiento geográfico que ha padecido históricamente el municipio, al ocupar una posición fronteriza a nivel de la entidad, en la que las fronteras físicas de la Costa-Montaña son reforzadas por otras de orden cultural, étnico y lingüístico. Por ejemplo, muestra de este aislamiento radica en una tasa de monolingüismo que, para el año 2000, aun alcanzaba 55 % de los habitantes de las comunidades indígenas del municipio (Del Val y de la Cruz, 2009: 549). Desde luego, son estas últimas las más afectadas por las condiciones de pobreza y marginación, llevándolas a desarrollar estrategias innovadoras para su reproducción como tales, entre las cuales destaca la migración. En suma, la estructura de la sociedad campesina del municipio de Ayutla se caracteriza por una condición general de pobreza rural y es tensionada por un conjunto de antagonismos portadores de potenciales contradicciones, cuyo principal eje de oposición se encuentran, de un lado, unas localidades rurales, campesinas, pobres, en su mayoría indígenas y, del otro, una cabecera municipal urbana y amestizada que funge como símbolo de modernidad, donde habitan las familias de la clase dominante local, principalmente comerciantes, y donde se concentra el poder combinado del Estado y el dinero, en torno al ayuntamiento.

La realidad local de la delincuencia

La distancia que separa el mito del narco de la realidad local se expresa, de manera tanto ejemplar como sintomática, en la confusión reinante acerca de la supuesta filiación organizativa del grupo que operaba en Ayutla en el periodo 2008-2013, es decir, para determinar si éste pertenecía o no a alguna organización delictiva de mayor tamaño. Tanto en la prensa regional como entre los mismos habitantes, las especulaciones han sido numerosas, siendo presentados los delincuentes locales como los pelones del “Cártel de Sinaloa” -célula del antagónico grupo de Los Rojos o parte de La Barredora, escisión de “los Beltrán Leyva”- o como grupo independiente a las organizaciones mayores o, simplemente, como los de Ayutla.

Sin embargo, estas sucesivas apelaciones han sido todas fantasiosas, inscribiéndose en “la innumerable lista de grupúsculos, reales e inventados, que han proliferado, se han autopromocionado en las redes sociales y otros medios, y han contribuido a la ilusión de la fragmentación” (Astorga, 2015: 219). En Ayutla, esta confusión ha sido activamente alimentada por los mismos delincuentes, al cambiar su forma de presentarse dependiendo de las coyunturas y de sus intereses cambiantes. Por ejemplo, un entrevistado cuenta lo siguiente: “Ya aquí, cualquiera nada más con decir ‘es que yo pertenezco a este grupo’, ya era de tenerle miedo. A tal grado de que, aquí, no podía uno platicar con alguna persona frente a frente, cada vez que platicabas con alguien, tenías que hacerlo con la cara baja, porque no sabías con quien estabas hablando” (Entrevista).

Si bien “no hay certidumbre sobre la filiación criminal, lo cierto es que los jóvenes que desempeñaban funciones de intermediación violenta pertenecían al municipio y provenían de algunas comunidades y colonias periféricas de la cabecera” (Berber, 2017b: 274). Lejos de cualquier cártel o plaza, en 2008 empezó a operar un grupo relativamente pequeño, compuesto por jóvenes, en su mayoría oriundos del municipio, algunos con experiencia migratoria, otros con antecedentes penales, quienes comparten los círculos de una socialización previa, a menudo escolar, cuando no relaciones de parentesco (de acuerdo con todas las entrevistas en las que se ha abordado el tema de manera sustantiva). Así, a los elementos coyunturales de orden simbólico -anteriormente enunciados, relativos al cambio de percepción de la violencia- que contribuyen a la formación de la agrupación criminal, se suman otros factores de orden material, como el caso de una ruralidad en profunda transformación -teorizada desde la sociología latinoamericana como “nueva ruralidad” (Pérez, Farah y Carton, 2008)-. En primer lugar, encontramos la urbanización acelerada y caótica de una ciudad cabecera cuya creciente anomia representa un terreno fértil a la expansión -simultánea a la de los barrios y colonias- de las actividades informales y delictivas. En segundo lugar, existe una demografía especialmente dinámica, cuya elevada tasa de crecimiento provoca que el municipio cuente con una sobrerrepresentación de jóvenes. Para dar un solo ejemplo, en 2005, 41 % de la población de la cabecera tenía entre 10 y 29 años (Berber, 2017a: 129). En tercer lugar, está el factor de una migración considerable, la cual -acompañada del retorno de los migrantes al municipio- trae consigo nuevos códigos culturales y prácticas sociales, a menudo aprendidos en las grandes ciudades del país o en Estados Unidos, donde han tenido la experiencia de formarse en diversos empleos incluyendo, desde luego, los oficios ilegales. Es así como, por ejemplo, dentro de la agrupación criminal local, “uno de los líderes reconocidos de la organización, un joven de 30 años, que había crecido en una de estas colonias, emigró a Estados Unidos y volvió a Ayutla para convertirse en taxista” (Berber, 2017b: 277). Producto de todo lo anterior

a la par del crecimiento urbano, que se verifica en condiciones poco controladas y con nula planeación, surgen problemas de provisión de servicios, de acceso a bienes de consumo, de desempleo y, en suma, de pobreza y marginación. La falta de desarrollo económico de Ayutla limitó las posibilidades de empleo de una población joven en aumento que, al tiempo, se había socializado en un ámbito urbano y no rural, como el de antaño. En ese entorno, una de las opciones de empleo más frecuentes fue el transporte público. (Berber, 2017b: 277)

Este último punto podría parecer anodino, pero no lo es. En efecto, la multiplicación de los sitios y las rutas de taxis, sobre todo en la cabecera, que responde a esta demanda de empleo -además de las necesidades de movilidad de las actividades comerciantes-, profundiza la conexión del municipio con el exterior y, particularmente, con Acapulco, donde los taxistas de Ayutla tienen su base (en la terminal de Tres Cruces) y donde, con el inicio en 2006 de la crisis de inseguridad que afecta al puerto, ellos empiezan a ser víctimas de extorsión por parte de los grupos delictivos allí presentes. Poco a poco, esta lógica criminal, que en un primer momento era ajena al municipio, terminó llegando a Ayutla por medio de las rutas del transporte colectivo. Su alcance también abarca la región inmediata del municipio, no sólo en la ciudad cabecera y las localidades más cercanas a ella, sino también a lo largo de la carretera nacional 95 entre Cruz Grande y Tierra Colorada, pasando por los municipios vecinos de Tecoanapa y San Marcos (Mapa 2).

Fuente: elaboración propia con base en Berber (2017a: 26).

Mapa 2 Red carretera de la región de Ayutla 

Como bien lo recalca Berber en su investigación, el sector de los transportistas desempeña un papel clave para el afianzamiento de la lógica criminal en Ayutla, en la medida en que, además de contar en su seno con algunos integrantes activos del grupo delictivo, los taxis se ven convertidos -con o sin su anuencia- en el medio idóneo para la comisión de los delitos, en relación con todo tipo de tráficos -desde la piratería hasta la distribución de drogas- pero, sobre todo, con la extorsión, el secuestro y el homicidio. Por ello, no es casualidad que la consolidación del grupo criminal coincida, en la historia política del municipio, con la llegada al ayuntamiento de un reconocido líder transportista para el trienio 2009-2012. De esta manera, sobre los elementos coyunturales y los factores estructurales se añaden, finalmente, circunstancias locales que, si bien son particulares del municipio, no dejan de ser representativas de la situación regional y del vínculo que une el sector del transporte colectivo, tanto con las actividades ilícitas como con los intereses caciquiles.

Es sobre este triple conjunto de factores que, a partir de los años 2007-2008, en Ayutla se afianza la agrupación criminal así constituida, al fungir inicialmente como proveedora de seguridad privada. De hecho, los jóvenes delincuentes aprenden los gajes del oficio ofreciendo sus servicios de protección a algunas familias de la clase dominante local, en particular, a ganaderos, transportistas y grandes comerciantes quienes, preocupados por la integridad de sus propiedades, terminan recurriendo a estos jóvenes para proteger sus rebaños del abigeato, sus vehículos del robo y sus tiendas del asalto. Ésta es la primera función que empieza a cumplir el grupo de jóvenes, la de una seguridad privada a favor de ciertos agentes de la burguesía agrocomercial local. Al igual que lo señalado por Maldonado (2010: 340) en su estudio en Michoacán, “una de las exigencias por las que surge […] es la protección y custodia de las propiedades, sobre todo si la situación de los bienes y de la tierra es fácilmente sujeta a saqueos, actos de bandolerismo y, en general, amenazas y ultrajes”, como en el caso de la ruralidad guerrerense, donde históricamente el robo y el asalto han coexistido con las defensas rurales y otras guardias blancas.

Crimen organizado desde el ayuntamiento

Queda claro, en relación con lo mencionado en la sección anterior, que la formación de una agrupación criminal resulta inseparable del caciquismo de la política local. Lejos de haber desaparecido, este caciquismo ha permanecido en Guerrero, logrando su adaptación a las transformaciones del cambio de siglo. Tal como lo han demostrado los trabajos de Gutiérrez (2001) y Rodríguez Wallenius (2005), en la Costa Chica siguen gobernando los caciques. “Quizá ya no tienen la autoridad social ni la fuerza económica de que gozaron en el pasado, pero aún controlan el poder político. Como en el siglo XIX y en la mayor parte del XX, las alcaldías costeñas son patrimonio exclusivo de los patrones lugareños” (Bartra, 1996: 138). Teniendo en el ayuntamiento el instrumento de su dominación, los cacicazgos gozan de una relativa autonomía política a cambio, tanto de su lealtad al gobierno estatal como de su capacidad de control sobre la población local. La cabecera municipal es el lugar por excelencia de la dominación caciquil y la alcaldía ocupa su centro, tanto físico como simbólico. Asimismo, el ayuntamiento sigue representando el bastión desde el cual los caciques-empresarios pueden lanzarse a la conquista del sistema político. Como lo reconoce la socióloga guerrerense Alba Teresa Estrada en su clásico libro sobre la entidad, aún “se trata de un poder informal que, sin embargo, constituye una pieza clave en el engranaje del poder en Guerrero” (Estrada, 1994: 57).

Ahora, si el ejercicio del poder político presenta una historia cuyo sello distintivo radica en su carácter violento, no es porque allí esté ausente el Estado, sino por la escasa formalización que adquiere la presencia de este último, es decir, porque las relaciones políticas no son regidas por las normas impersonales de un orden jurídico formal, sino que obedecen a la dominación tradicional de los caciques -en términos weberianos-, quienes personalizan el poder de manera arbitraria y a menudo violenta. “En un medio presidido aún por los “patrones lugareños”, el poder económico tiene nombre y apellidos, rostro y mañas; no se expresa a través de un mercado “libre” y anónimo, sino en extensas redes clientelares personalizadas” (Bartra, 2000: 16). De esta manera, en ese “Sur profundo” que mejor que nadie describe el sociólogo Armando Bartra (2000), la violencia con la que se expresan las relaciones sociales es eminentemente política. Resulta indisociable de la manera con la que el caciquismo hace recurso de la fuerza para su dominación. Allí particularmente, el crimen es la continuidad de la política por otros medios. Como bien lo resume Maldonado (2010), la antesala del crimen “es la consolidación de la intermediación política generada a través de la representación personal del Estado y la adaptación de la ley y la justicia a la voluntad de los hombres fuertes” (Maldonado, 2010: 342). Es entre los claroscuros de esta zona gris -retomando el concepto sociológico de Auyero (2007)-, en la que los límites normativos se disuelven y las fronteras se borran, que se desarrolla toda clase de prácticas ilícitas.

En el caso de Ayutla, es así como el fortalecimiento de un grupo de jóvenes como conjunto criminal, al amparo de los intereses caciquiles, ilustra cómo se concretiza en la escala local el nexo político-criminal que enunciamos en un plano teórico. Allí, no es el ayuntamiento que está al servicio de los delincuentes sino al revés, son estos los que sirven al cabildo. No son los grupos criminales los que controlan las presidencias municipales, sino éstas las que los ordenan. Por consiguiente, si delincuencia organizada hay, la organización del crimen no es endógena, es decir, no pasa por la capacidad autorreguladora de los delincuentes -más que relativa debido a la precariedad de sus actividades (Paoli, 2013)-, sino por un principio de autoridad en apariencia externo, cuyos visos de legalidad permiten la operación criminal bajo su protección. En realidad, por medio del gobierno municipal que controlan, son los caciques municipales y regionales5 quienes recurren a grupos delictivos para el ejercicio de su poder y la conservación de un orden social profundamente injusto. Así, al ser organizado por los intereses caciquiles, el crimen se asemeja a una política de terror cuya violencia busca garantizar la reproducción de su dominación. En la ruralidad guerrerense, si los grupos criminales han sustituido a las guardias blancas, sin embargo, permanece la figura de los hombres armados que acompañan al jefe del lugar, antaño pistoleros y bandoleros, hoy guaruras y narcos.

En Ayutla, la adecuación entre ayuntamiento y criminalidad es central. En efecto, con la llegada al gobierno municipal de un nuevo presidente, cacique sindical y líder transportista, en 2009 se afianza definitivamente la agrupación delictiva que hasta el momento había sobrevivido de unas modestas rentas, recibidas a cambio de sus servicios de protección. En los hechos, el grupo de jóvenes pasa a ser parte de la estructura de gobierno como cuerpo de seguridad del nuevo presidente, adicional a la policía municipal -pese a su importancia numérica (en ese año, el ayuntamiento contaba con un número aproximado de 80 policías, por una remuneración individual cercana a los 5 000 pesos mensuales)-. Es más, rápidamente los delincuentes desplazan a esta última de sus funciones de seguridad, entrando la policía municipal al servicio de estos por orden de la presidencia. Son numerosos los testimonios recabados que apuntan en esta dirección. Por ejemplo, en el polémico informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) (2013)(CNDH) (2013) sobre las autodefensas en Guerrero, una víctima cuenta cómo los delincuentes “irrumpieron en su domicilio, en el municipio de Ayutla de los Libres, y se llevaron secuestrados a su hijo v9 y a su esposa […] Al momento de ocurrir los hechos, tres patrullas de la policía municipal cercaban las calles cercanas al domicilio” (CNDH, 2013: 32). En este mismo sentido, una persona entrevistada narra lo siguiente:

Nos damos cuenta de que la misma autoridad está ligada con la delincuencia en la cabecera municipal. Nos damos cuenta de eso porque la policía municipal, cuando los delincuentes se ponen a tomar en algún espacio, cierra la calle, pone una patrulla de un lado y otra patrulla del otro, para que los carros no pasen y no molesten a los que están allá. Yo no sé porqué lo hacían, si para salvaguardar a las otras personas, que no pasaran allí para que no les hicieran algo, o porque estaban al servicio de ellos. El presidente municipal en ese entonces también, igual, a veces lo resguardaban esas mismas personas, o sea, salía a alguna actividad, se llevaba a la policía, pero también esas personas allí andaban con él, armadas.” (Entrevista)

Para financiar su operación, la agrupación criminal recurrió crecientemente a la extorsión. No obstante, la existencia de esta última no aparece junto con el grupo delictivo, sino que presenta una larga tradición en la vida local. Más bien, la diferencia radica en que los delincuentes logran desplazar a los extorsionadores tradicionales, los funcionarios de las dependencias locales, para encargarse del cobro de forma directa como nuevos intermediarios, adicionales a los legales, o para implementar nuevos cobros, igualmente adicionales a las percepciones preexistentes. Como resultado de la lógica criminal, se agrava el carácter predatorio de la intermediación, a través de unos mecanismos de extorsión que aumentan en sus niveles y extienden su alcance a sectores de la población anteriormente exentos, incluyendo pequeños productores, comerciantes, campesinos e indígenas. Por ejemplo, siguiendo con los testimonios contenidos en el informe de la CNDH (2013), se relata que

V142, habitante de Ayutla de los Libres, contó que fue extorsionado con cantidades que variaban de 200 a 500 pesos mes por mes, numerario que le exigían para permitirle trabajar en su negocio de maquinaria pesada para la construcción. No denunció ante el Ministerio Público porque sabe que los agentes se encuentran coludidos con los delincuentes. En el mismo sentido, V144 refirió que ha sido extorsionado por la cantidad de 1 000 pesos cada mes de diciembre de los años 2010, 2011 y 2012 […] para poder trabajar en su taxi, los cuales entrega a su dirigente, y afirmó que también sus compañeros son víctimas de tal extorsión. (CNDH, 2013: 38)

También cambia la identidad de quienes cometen la extorsión, misma que pasa de ser formal a informal, al transitar de las manos de las autoridades legalmente instituidas a las de unos “intermediarios violentos” (violent brokers) -como bien los llama Berber (2017b)- autorizados por las primeras para administrar el cobro. En este sentido, es importante subrayar que, en Ayutla, pese a ser considerado como municipio productor de amapola (Resa, 2016), la renta criminal no descansa en las drogas -siendo marginal su comercio- sino en la extorsión y, de manera general, en el negocio de la violencia. Lejos de la imagen mítica de los narcotraficantes, los delincuentes que operan en Ayutla se asemejan más bien a unos microempresarios de la violencia. Tal como lo explica Berber (2017b),

los homicidios de esta agrupación criminal no se relacionaban con el tráfico de drogas, sino con conflictos locales. Los intermediarios utilizaban la fuerza pasiva (en forma de amenaza) o activa (como el homicidio o secuestro) para resolver disputas. (Berber, 2017b: 282)

Entendidos entonces como unos empresarios de la violencia, los delincuentes recurren a la fuerza como medio de trabajo para el cumplimiento de los intereses de una de las partes en conflicto.

Una vez consolidado el uso que hace de la violencia, el grupo criminal poco a poco desplaza en sus propias funciones a las autoridades legales. No solamente relega al ayuntamiento en el cobro de los impuestos y a la policía municipal en la provisión de seguridad, también lo hace con el distrito judicial en la resolución de las disputas y la aplicación de las sanciones, sobre todo en cuestiones económicas y asuntos de deudas. Ahora bien, si los habitantes no acuden con los funcionarios sino con los delincuentes para tratar de resolver sus problemas, no es por otra cosa que su simple eficacia -opuesta a la lentitud e inoperancia del sistema judicial-, es decir, por su capacidad de dirimir disputas de manera definitiva, aunque sea a menudo de forma violenta y a favor de una sola de las partes. A pesar de ser altos, los costos de transacción con los delincuentes siguen siendo menores que los oficiales. Es más, en este caso se dio la situación de que los mismos funcionarios, desde la oficina local del Ministerio Público, pronto colaboraran -de manera más o menos forzada- con la agrupación criminal, agravando así la situación de injusticia para las víctimas. Es lo que revelan otros testimonios, que remiten una y otra vez al nexo político-criminal. Por ejemplo, retomando el caso anterior registrado por la CNDH (2013):

al día siguiente, Q4 denunció los hechos ante el Ministerio Público, sin embargo, al salir de sus instalaciones […] recibió una llamada telefónica de PD1, amenazándolo por haber denunciado e indicándole que lo esperara en su casa. El quejoso relató que PD1 […] entró y le preguntó irónicamente si él lo había denunciado; asimismo, PD1 llevaba en la mano una copia de la denuncia que el quejoso había interpuesto ese mismo día ante el Ministerio Público, por lo que, acto seguido, sacó un encendedor y quemó el documento frente a Q4 [...] Por último, Q4 destacó la inactividad del agente del Ministerio Público, quien se excusa señalándole que necesita que sea el propio Q4 quien presente testigos. (CNDH, 2013: 33)

Un caso adicional en el mismo sentido es el de Q24, que expuso que su hermano V59 recibió una llamada en la que le solicitaban un servicio de taxi a la comunidad de San José de la Hacienda, municipio de Ayutla de los Libres, lugar donde una campesina vio cómo golpearon a su hermano, le dispararon, lo metieron dentro de su vehículo, le echaron gasolina y le prendieron fuego. El agente del Ministerio Público acudió para el levantamiento del cuerpo hasta las 11 de la noche. Al día siguiente, al rendir el testimonio, tal servidor público le indicó que “mejor ya no le moviera porque ello era delicado”. (CNDH, 2013: 35)

En un contexto de total impunidad, es así como degeneró la situación de violencia. La historia de la delincuencia local puede dividirse, entonces, en tres momentos: 1) un primer periodo de génesis, en los años 2007 y 2008, cuando se constituye el grupo criminal como tal; 2) un periodo de consolidación, entre 2009 y 2010, que coincide con el inicio de un nuevo trienio en la presidencia municipal, y 3) un periodo de crisis, en 2011 y 2012, marcado por una violencia criminal cuya exacerbación terminará precipitando el final del grupo delictivo, a raíz del levantamiento de autodefensas civiles ocurrido en Ayutla en enero de 2013.

En resumen, podemos decir que la provisión de unos servicios de seguridad privada por parte de un grupo de jóvenes, una vez recuperada por los intereses caciquiles, adquirió dimensiones monstruosas. Desde el ayuntamiento ha sido organizada una estructura delictiva que responde directamente al gobierno caciquil. Su poder se apoyaba en la depredación creciente sobre los bienes y las personas, mediante un cobro que se extendió a la extorsión, una seguridad que condujo a la violencia y una resolución de conflictos que se tornó vengativa. Con la intermediación criminal, las disputas que animan la vida comunitaria se zanjaban en la sangre. Entre la población se instaló el miedo, paralizante, que produce el uso desmedido de la violencia. Reflejado en una tasa crítica de homicidios, el auge de esta violencia criminal en parte se explica por la falta de capacidades gerenciales de los mismos delincuentes, jóvenes inexpertos quienes, al aprovechar los mitos del narco y hacerse pasar por quienes no eran, han tenido que recurrir a una violencia extrema para legitimar su reciente poder, fundándolo en el terror. De allí la realización de exacciones -eso sí- dignas de las peores mafias.

Conclusiones

Si bien son varias las corrientes que tributan al ciclo aparentemente sin fin de la violencia en Guerrero, es preciso no despolitizarlo. Mientras que la violencia solía ser excusada con el pretexto de la pobreza y el atraso, hoy parece encontrar en el fenómeno del narco su justificación, como si la entidad fuera violenta por su sola producción de drogas. Sin embargo, las formas actuales de criminalidad se inscriben dentro de una historia previa de violencia. Su auge quizá ha contribuido a exacerbar esta última, pero de ninguna manera a (re)crearla. Detrás de la mitología del narco, lo que permite revelar la aplicación del método etnográfico al estudio del crimen es una realidad local en profunda mutación, donde lo que está en juego, más allá de la simple cuestión de la seguridad, radica en un principio de estatalidad en crisis (Flores, 2009), ligado a la mutación criminal de la intermediación política y de la representación oficial en lo local.

Desde esta perspectiva, el auge de la lógica criminal en realidad responde a la construcción de un nuevo orden social, controlado por un régimen de gobierno cuyo poder se ejerce mediante el crimen. Asimismo, es probable que la pieza clave de esta mutación se encuentre en el municipio, como orden local de la dominación y nivel básico de un Estado en crisis, en el que ha logrado reproducirse un modo de gobernar tan primitivo como funcional a esta forma de gobernabilidad criminal: el caciquismo. Es por esta razón que Guerrero representa uno de los escenarios más ilustrativos de esta crisis estatal, como entidad donde “las expresiones más acendradas y cruentas de violencia provienen de una fuerza pública que ya ha sentado tradición” (Estrada, 1994: 65). De esta manera, estaríamos ante una vasta reconfiguración del sistema político en México, en la que el auge contemporáneo de la criminalidad sólo sería una de sus facetas, una de las más visibles. Esta gran transformación, a su vez, no termina de concretarse de tal manera que sea identificable, inscribiéndose dentro de una transición societal que, para ser mejor entendida, debe leerse en términos históricos.

Son varias las investigaciones sociológicas que apuntan en esta dirección. Así, detrás de la “guerra al narcotráfico”, Fernando Escalante (2012) advierte que

están sucediendo otras cosas, que no se ven bien, que no se entienden bien […] Eso que todavía no termina de ser, y que no sabemos nombrar, se manifiesta en parte en la lucha contra el crimen organizado. En el fantasma y en los métodos de exorcismo. (Escalante, 2012: 241)

Por su lado, Luis Astorga (2016) plantea que en las últimas décadas

los fuertes sacudimientos de la vieja estructura del poder en México y sus transformaciones dejaron al descubierto algunos de los mecanismos de intermediación y control […] como si el recubrimiento de la estructura se estuviese desmoronando. (Astorga, 2016: 206)

Es como si, con el cambio de siglo, las intemperies del giro neoliberal hubieran terminado llevándose el barniz de legitimidad con el que el régimen posrevolucionario había recubierto al Estado mexicano, agrietándose para dejar ver, en su interior, el origen criminal que se encuentra en el fundamento de su poder.

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1Los términos de “delincuencia” y “criminalidad” —así como sus derivados— serán usados en este texto de una manera simplificada como si fueran sinónimos.

2Para este caso, se ha obviado mucha información sensible en términos legales y se ha preservado la identidad de las personas entrevistadas por razones de seguridad.

3La maña es un ejemplo entre otros (como la plaza, los halcones, los cuernos de chivo, el cobro de piso o los levantones) dentro de los términos provenientes del discurso dominante en el escenario de la “guerra al narco” —anteriormente descrito— que hacen su progresiva aparición en el vocabulario cotidiano, pero que no se usaban ni se conocían anteriormente, tal como se comprobó en varias entrevistas. A su vez, estos nuevos términos se distinguen claramente del esquema local de percepciones con el que era explicada la violencia, en la medida en que, a diferencia de los primeros, aquel se basa principalmente en criterios étnico-raciales, como también lo observó Berber (2017a).

4En Ayutla, hasta la actualidad, la mayoría de los habitantes sigue creyendo que el grupo criminal que allí operó provenía de fuera, cuando, en realidad, éste ha sido casi exclusivamente integrado por individuos oriundos del municipio.

5Para una categorización del caciquismo a partir de su escala geográfica, véase la propuesta de Alan Knight (2005), quien distingue cinco niveles de análisis (nacional, estatal, regional, municipal y local) para su estudio.

Recibido: 24 de Julio de 2019; Aprobado: 27 de Junio de 2020

Sobre el autor

Pierre Gaussens es doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM; se desempeña como profesor-investigador en el Centro de Estudios Sociológicos, El Colegio de México. Sus líneas de investigación son: violencia, conflicto y paz, Estado y gobiernos locales, movimientos sociales y derechos humanos. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: El nuevo plan de Ayutla. Génesis de las autodefensas guerrerenses (1998-2013) (en prensa) Ciudad de México: El Colegio de México; (con David Benítez) Por los laberintos del sur: movimientos sociales y luchas políticas en Guerrero (2019) Ciudad de México: UAM-X; “La otra Montaña Roja. El cultivo de amapola en Guerrero” (2018) Textual, 71.

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