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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versão impressa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México Jan./Abr. 2020  Epub 05-Fev-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71986 

Dossier

El canto en el desencanto

Voices in Disenchantment

Carlos Ortega y Guerrero 

Departamento de Estudios Internacionales, Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), México. Correo electrónico: <carmandort@yahoo.com>.


RESUMEN

El presente trabajo explora dos cuestiones: 1) existe un componente superestructural no ideológico y de cuño artístico que contribuye a erosionar el Muro que en 1989 deja de dividir al mundo en el corazón de Europa; 2) sin proponérselo, la diáspora resultante de la desarticulación de la Cortina de Hierro devino en un fenómeno de impacto cultural relevante en diversas regiones del mundo occidental en los ámbitos de la educación, el pensamiento y la creación artística. Tras el bosquejo panorámico de la situación del arte durante el estalinismo y la Guerra Fría, el texto menciona, a título de ejemplo, algunos casos de la prohibición, persecución, deportación y asesinato que sufren los artistas rusos, en particular en el campo de la música y la literatura. El autor se detiene en el análisis conceptual y los criterios de valoración de la importancia y la función del arte en el proceso revolucionario, desde un punto de vista crítico. Finalmente, comenta de un modo general el impacto de la diáspora de artistas y científicos rusos en el mundo, especialmente en América Latina, ante la disolución del régimen soviético.

Palabras clave: función social del arte; arte revolucionario independiente; Guerra fría; artistas rusos; Realismo socialista

ABSTRACT

This paper explores two issues: 1) there is a superstructural, artistic, non-ideological element that contributes to the erosion of the Wall that in 1989 ceases to split the world through the heart of Europe; 2) without meaning to, the diaspora that resulted from the disarticulation of the iron curtain became a phenomenon of relevant cultural impact in various regions across the Western world in the fields of education, thought and artistic creation. After a general outline of the situation of at during Stalinism and the Cold War, it lists a few examples of the prohibition, persecution, deportation and murder that Russian artists were subjected to, particularly in the fields of music and literature. It studies the conceptual analysis and the assessment criteria for the importance and function of art in the revolutionary process from a critical perspective. Lastly, it provides a general commentary on the impact of the diaspora of Russian artists and scientists around the world, particularly in Latin America, once the Soviet regime collapsed.

Keywords: social function of art; independent revolutionary art; Cold War; Russian artists; Socialist realism

No es que nosotros, Marina Ivánova, hayamos perdido la razón,

es que ellos no la han encontrado.

Marina Tsvietáieva (Palabras que le dice un zapatero en 1920) El arte a la luz de la conciencia

Desde un eje articulador poco explorado, el presente ensayo busca aportar, en el marco del evento organizado por la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales cuyos trabajos nutren este Dossier, reflexiones en torno a dos proposiciones: 1) existe un componente, superestructural, no ideológico sino cultural y de cuño artístico, que contribuye a erosionar el Muro que en 1989 deja de dividir al mundo en el corazón de Europa; 2) sin proponérselo, la diáspora resultante de la desarticulación de la Cortina de Hierro devino en un fenómeno de impacto cultural relevante en diversas regiones del mundo occidental en los ámbitos de la educación, el pensamiento y la creación artística.

En este texto, asumo la caída del Muro de Berlín en su carácter simbólico. No me centro en el hecho, sino en lo que representa históricamente: el desplome de la URSS y el consecuente desbalance del mundo bipolar. Este último entrañaba un equilibrio de fuerzas en estabilidad relativa que la desaparición del socialismo real eliminó, lo que, lejos de contribuir a la razonablemente esperada eliminación concomitante de la injusticia social, en realidad la refuncionalizó y actualizó, sesgando sus beneficios de manera preferente en favor de los intereses en un solo plato de la balanza.1

Este fenómeno será abordado en un trazo panorámico descriptivo de la condición del arte bajo el régimen estalinista, la apretada mención de algunos actores destacados y la revisión del impacto cultural del proceso en Occidente. No ocurre exclusivamente en la URSS: incluye a los diversos países tras la Cortina de Hierro y, al interior, a las distintas repúblicas constitutivas de aquella aglomera(na)ción. Pero es sobre todo ruso, tanto por la concentración que la extrema severidad en la censura y crueldad en la represión alcanzaron en el corazón de la URSS, como por la extraordinaria calidad y profusión de la tradición artística de ese país, que gozaba de una notoria proyección en el mundo en los terrenos de la literatura, la música, la danza, el cine y las artes plásticas.2 Esta robusta presencia se fracturó durante el largo paréntesis del realismo socialista.3

En realidad, el asunto comenzó antes, a partir del triunfo de la Revolución de Octubre en 1917. La construcción de la Rusia socialista implicaba, naturalmente, volcarse a la edificación del régimen posmonárquico y a la satisfacción de las necesidades sociales de una colectividad olvidada que habían sustentado la aniquilación del zarismo. La degeneración de este proyecto ha sido profusamente estudiada en los últimos 50 años. En él, el arte fue llevado a participar con un papel cada vez más subordinado, y la subordinación es el veneno del arte.

En pleno estalinismo, si una obra artística no se juzgaba comprometida con el pueblo era oficialmente considerada una perversión burguesa. Se trata de una profunda incomprensión del sentido del arte y su relación con la sociedad. Tan grave es que se haya querido supeditarlo a las ideas e intereses del Estado como que haya sufrido similar acometida en la Alemania nazi. Aunque las directrices formuladas en cada caso sean ideológicamente opuestas, esta contradicción sólo subraya la sinrazón del hecho. El fenómeno es el mismo: se determina que existe un (plausible) arte apropiado y un (condenable) arte inconveniente; cuál es cuál lo decide el Estado de acuerdo con la ideologización de su proyecto. El carácter inquisitorial de la premisa resulta evidente.

El sentido final del arte es preservar abierto el espacio de la imaginación creadora y dar forma a sus hallazgos; al hacerlo siempre cuestiona, es por ello, en su naturaleza, libre y crítico. En consecuencia, el problema por atender al plantearse su función social no podía consistir en cómo disminuirlo en su esencia para que lo comprendieran personas cuya sensibilidad no había sido educada, sino en cómo educar a las personas que antes no habían tenido la oportunidad de enriquecerse con este privilegiado atributo humano. Pero el muro ideológico no admite esa noción, porque su objetivo es uniformar la visión de los individuos con la del Estado; es ése su probable medio de cohesión, su recurso fácil de eliminación de eventuales desaprobaciones y anomias. Se trata de eliminar la crítica, y como el arte es crítico porque es exigente, rebelde, irreductible, debe controlársele férreamente.

La promoción del realismo socialista constituye así una razón de Estado que aplasta la imaginación creadora. La prédica lo presenta como una corrección a las desviaciones individualistas. Hay claramente en esta óptica un propósito de tendenciosa moralización de su función. El fondo subyacente a esta pretendida lógica del bien social es que el individuo -la individuación- es una enfermedad de la sociedad, una desmesura que violenta la aspiración y el interés comunitarios. Pero no hay tal sociedad ni tal interés comunitario: la colectividad no opina, recibe indicaciones e instrucciones. Hay únicamente la razón de Estado, encarnada primero en el constructor de la dictadura del proletariado, Lenin, y a partir de 1924 en la tiranía personal de Stalin, quien repudiaba no sólo lo que exhibiera algún refinamiento (lo que medianamente se entiende si se tiene en cuenta la oprobiosa concentración de privilegios del zarismo y su desprecio por las necesidades del pueblo), sino también cuanto representara alguna forma de búsqueda y de aspiración no entendidas por el líder. Y éste, ciertamente, no comprendía los horizontes, la importancia ni las revelaciones de la vanguardia y la modernidad artísticas, por lo que las encontraba amenazantes: podían desatar fuerzas de rebeldía, de afirmación de lo distinto, de expresión de una libertad que trascendiera la admitida por el dogma y la doctrina que él y el Partido Comunista representaban. Entonces, había que pintar y filmar gestas sociales, componer marchas heroicas, escribir poemas que exaltaran los caminos estatales de la Revolución. El pueblo debía ser adoctrinado, y el arte era una herramienta para ello.

¿Cómo vincular estas intenciones con la realidad de los artistas rusos? No había lugar al diálogo en una pretensión de tal naturaleza ni existía un lenguaje común que lo favoreciera. Sólo quedaba entonces un recurso capaz de garantizar la razón histórica en juego: la fuerza del aparato de Estado. En ausencia de una convicción que convenciera, se imponía la imposición. Pero ante ella se erguía una imponente herencia de arte mayor que no iba a ceder fácilmente a tamaño despropósito.

Rusia contaba con muy prestigiosas escuelas de cine, artes plásticas, teatro, ballet y música que ejercían enorme influencia en la formación de creadores y virtuosos del gran arte en el mundo. No fueron cerradas, pero se les quiso aprovechar para la causa. El Conservatorio siguió preparando ejecutantes con una técnica asombrosa, pero los pianistas discípulos de Neuhaus difícilmente podían salir de Rusia para presentarse en otros países: Vladimir Horowitz y Emil Gilels obtuvieron permiso y acabaron quedándose afuera. En medio de calurosos reconocimientos en Occidente, Gilels elogiaba al verdaderamente gran pianista ruso que todos se asombrarían al escuchar, Sviatoslav Richter, que cruzó la línea divisoria años más tarde, siendo ya un mito, pero nunca quiso abandonar definitivamente la URSS. El célebre cellista y conductor Mstislav Rostropóvich sólo dejó el país en 1974, al habérsele prohibido dar conciertos y trabajar. Pero no acalló sus manifestaciones de solidaridad hacia otros artistas: defendió públicamente a Solzhenitzyn, apoyó abiertamente las reformas de Gorbachov y, en 1989, tocó frente al Muro de Berlín y luego ante sus ruinas. Fue también el caso de Richter, quien desafió a las autoridades tocando en los funerales de Borís Pasternak.

El notable pianista y compositor Dmitri Shostakovich (1906-1975) creía en el proyecto social soviético, decidió quedarse y contribuir a su desarrollo. Escribió sus primeras sinfonías impregnado de ese espíritu, pero pronto cayó en el desencanto: su gesto y su genio fueron mal entendidos; se quería que su música fuera complaciente en el servicio del pueblo y de la causa. La vida de Shostakovich estuvo definida por esa permanente tensión. En 1936 apareció un artículo en Pravda (“Caos en vez de música”, cuya autoría algunos estudiosos atribuyen al mismísimo Stalin) en el que su obra “impopular” se tildaba de formalismo y “pornofonía”. Su célebre Quinteto para piano le mereció, vaya ironía, el Premio Stalin. En 1963 terminó su 13ª Sinfonía, Op.113, Babi Yar, dedicada a los judíos masacrados en aquel paraje de las barrancas de Kiev e inspirada en el célebre poema de Yevtushenko.4 Si la obra sinfónica, pianística y de cámara de Shostakovich es hoy reconocida como una de las cumbres de la música del siglo XX, la confección de esa grandeza está preñada del terror soviético, y al mismo tiempo refleja la alegría, la esperanza y el ímpetu de un artista que creyó en el advenimiento de un nuevo mundo.

Prevalecía en la Unión Soviética un celo por no soltar a los artistas y, más aún, un temor de que criticaran al régimen o, peor, lo abandonaran aprovechando su salida para pedir asilo como refugiados. Ellos y su arte fueron confinados, en muchos casos perseguidos y en ocasiones sus obras fueron prohibidas: una burocracia preocupada por las desviaciones que podían introducir en la mentalidad del pueblo les impedía realizar trabajo con libertad y les impelía en cambio a producir un arte fácil que expresara los valores de la revolución. ¿Dónde quedaban los valores revolucionarios del arte?

El alma de los poetas fue coaccionada y sus lenguas ahogadas. El dolor y la denuncia expresados en sus obras sólo se conocieron poco a poco en Occidente, conforme se fueron filtrando a través del cerco y algunos de ellos incluso lograron franquearlo.

El poeta y dramaturgo futurista Vladímir Mayakovsky había sido apresado por su actividad política durante el zarismo; se entusiasmó con el triunfo de la revolución bolchevique y se entregó con vehemencia a la difusión de su causa por todo el mundo. Emprendió, con el apoyo de Meyerhold, una propuesta de teatro popular claramente vanguardista en su forma, pero cuyo contenido se relacionaba con la gente común, a la que involucraba en escena en un espacio abierto sin tramoya ni escenografía. Tal concepto, sin duda revolucionario, fue repudiado cuando el movimiento futurista sufrió la descalificación del Estado (Alle, 2019), que impulsaba la estética del realismo socialista. Sumido en la frustración y los problemas emocionales, Mayakovsky optó por el suicidio. A Borís Pasternak, criado en un hogar que frecuentaban figuras como Rilke y Tolstoi, se le acusó de “subjetivismo”. La animadversión de las autoridades hacia su obra lo orilló a trabajar como traductor (de Kleist, Brecht y, célebremente, Shakespeare). Aunque era por sobre todo poeta, alcanzó la fama internacional con su novela Doctor Zhivago, que fue prohibida en la Unión Soviética y, se dice, publicada en ruso en el extranjero con apoyo de la cia para avergonzar al Kremlin. Es uno de los tres escritores rusos perseguidos galardonados con el Premio Nobel durante la Guerra Fría (los otros son Alexander Solzhenitsyn y Joseph Brodsky; además se otorgó a Mijaíl Shólojov, colaboracionista con el régimen, e Iván Bunin, que tras la Revolución de 1917 dejó Rusia para instalarse en París). Las presiones del aparato soviético lo forzaron a rechazar el reconocimiento, “considerando el significado que ha tomado el Premio en la sociedad a la que pertenezco”. Murió amenazado de expulsión. Mijail Bulgákov vio amarillarse su obra dramática en el cajón mientras esperaba una autorización para salir que Stalin le negaba, jugando con él. Ósip Mandelshtam fue arrestado por escribir El poema sobre Stalin (donde lo llama el montañez del Kremlin) y, deportado, murió en un campo de tránsito. Marina Tsvietáyeva, primero exiliada, volvió a la URSS para defender a su marido, que fue fusilado, y a su hija, que fue enviada al gulag; finalmente se suicida. Alexander Solzhenitsyn, el célebre autor que denunció ante el mundo los horrores de los campos de trabajo forzado con su obra Archipiélago Gulag, fue objeto de persecución, prisión y destierro, y aunque supo sortear estos embates saliendo al mundo y volviendo a su país, al que nunca dio la espalda (“No tengo ninguna esperanza en Occidente, y ningún ruso debería tenerla. La excesiva comodidad y prosperidad han debilitado su voluntad y su razón.” Esparza, 2018), su secretaria fue torturada y se ahorcó a causa de que la kgb conociera un fragmento de aquel libro. Y así, un largo etcétera.

Detengámonos en un caso muy sonado. La poeta y traductora Anna Ajmátova (tradujo al ruso a Leopardi y la obra completa de Tagore) sufrió la muerte de su primer esposo, el también poeta Nikolái Gumilov, acusado de conspiración y fusilado, y la del tercero por agotamiento en un campo de concentración. Su único hijo fue encarcelado en Leningrado y luego deportado a Siberia, de donde pudo regresar en 1944. En 1945 la visitó el intelectual y diplomático Isaiah Berlin, y como consecuencia su hijo fue apresado nuevamente por diez años. Sus poemas fueron prohibidos, fue acusada de traición y deportada. El pcus, en voz de su ideólogo Andréi Zhdánov, condenó la revista que ella publicaba, llamándola “representante del pantano literario reaccionario apolítico” (Akhmatova, 1998). A ella, que había escrito: “Creíamos que éramos pobres, / que no teníamos nada, / hasta que fuimos perdiendo / todo, una cosa tras otra” (Moreno, 2018). A ella, que clamó: “No, no soy yo, es otra la que sufre. / Yo no podría...” (Ajmátova, 2018). Pasó los últimos años de su vida mudándose de un sitio a otro por la hospitalidad de amigos, entre veladas donde la poesía y la conversación, el afecto y el ingenio hacían la vida llevadera. Uno de ellos era Joseph Brodsky, quien se refiere así a aquellos encuentros: “A todos nos producía una suave quemadura espiritual el destello de ese corazón, de esa inteligencia, de esa fuerza moral que ella irradiaba”. Le impactó al poeta oír de sus labios el verso “Tú no sabes que has sido perdonado” (Brodsky y Volkov, 2000).

El arte se debatía entre la libertad y el servicio, y quienes optaban por lo primero estaban de diversos modos confinados. Pasaron a ser el vapor que presionaba para reventar la olla: no por razones ideológicas, por necesidades expresivas y por compromiso humano. ¿Cómo es que la verdad no podía ser dicha en una nación y un orden que habían emanado de una genuina necesidad humana, a través de una gesta revestida de intención liberadora?

Quien comprendió ese dilema fue el líder histórico antagónico a Stalin. León Trotsky ciertamente coincidía con la necesidad de cerrar filas en la construcción del Estado socialista, no olvidemos que fue uno de los ejecutores de la represión de los marineros del Kronstadt -no reaccionarios, sino revolucionarios en rebelión-. No obstante, su horizonte mental y su percepción de la deliberación intelectual y la discusión política que cabían en el proyecto soviético eran de mucho mayor vuelo y alcance que los que cegaban a Stalin.

En 1938, durante su exilio mexicano, Trotsky escribió junto con André Breton -padre del movimiento surrealista, que aun siendo expresamente favorable al socialismo y la revolución no podía sino horrorizar a Stalin- un manifiesto de enorme trascendencia sobre el tema, titulado Por un arte revolucionario independiente (Breton, 1973).5

El documento es explícito en cuanto a que el artista es revolucionario por naturaleza y debe participar como tal en los procesos sociales. Acota: “no pretendemos en absoluto defender el indiferentismo político y está lejos de nuestra mente querer resucitar un sedicente arte ‘puro’ que ordinariamente sirve a los fines más que impuros de la reacción”, a lo que añade:

El arte verdadero, es decir el que no se contenta con variaciones sobre modelos ya hechos, sino que se esfuerza por dar una expresión a las necesidades interiores del hombre y de la humanidad de hoy, no puede no ser revolucionario, es decir no aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad [...] Sin embargo, el artista no puede servir a la lucha de emancipación sin haberse compenetrado subjetivamente de su contenido social e individual, a condición de hacer pasar su sentido y su drama a sus nervios y de intentar libremente dar una encarnación artística a su mundo interior. (Breton, 1973: 189-192)

Se alude aquí, a no dudarlo, a la misión existencial y la función social del artista: encarnar su mundo interior y manifestarlo mediante sus medios expresivos; el punto es de la encarnación de qué mundo interior se trata: ¿el del artista históricamente determinado -todos lo son- o el del artista ideológicamente condicionado? El requisito previo postulado por los autores de que se produzca una compenetración subjetiva del proyecto social emancipador es una petición de principio que implica una forma de ideologización de la tarea. Rimbaud luchó en la Comuna de París y creía en las aspiraciones de esa incipiente revolución, pero no se consideraba vehículo de un proyecto histórico: cambiar el mundo, sino de uno poético: cambiar la vida. Para Breton y su propuesta surrealista, las consignas de Marx y Rimbaud eran una sola. Tal vez por ello el manifiesto reconocía “nuestra voluntad deliberada de atenernos a la fórmula: toda licencia en arte”. Aún más:

Si, para el desarrollo de las fuerzas productivas materiales, la revolución está en la obligación de erigir un régimen socialista de plan centralizado, para la creación intelectual debe desde el principio mismo establecer y asegurar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna constricción, ni rastro de mando! (Breton, 1973)

Pero ciertamente no es eso lo que ocurría en la Unión Soviética, donde se afianzaba el proyecto estalinista y el artista ruso no ganaba ni en libertad ni en oportunidad de actuar como germen de una voluntad socialista liberadora y constructiva. Esta situación no resultaba anómala para los escritores según George Steiner (2009) quien, tras proponer que “toda la literatura rusa (con la evidente excepción de los textos litúrgicos) es esencialmente política”, afirma:

Apenas se puede citar un año en que los poetas, novelistas o dramaturgos rusos hayan trabajado en algo que se aproxime a unas condiciones normales, no digamos positivas, de libertad intelectual. Una obra maestra rusa existe a pesar del régimen. Pone en escena una subversión, un irónico circunloquio, un desafío directo al dominante aparato represivo o un ambiguo compromiso con él, ya sea el aparato zarista y eclesiástico ortodoxo o el leninista-estalinista. Como dice una expresión rusa, el gran escritor es “el Estado alternativo”. (Steiner, 2009: 231)

Steiner robustece su argumento recordándonos que sufrieron la prohibición, la persecución y la prisión o el exilio prácticamente todos los grandes escritores rusos6 -los que formaron ese canon formidable sin el cual no se explican la novela psicológica, los grandes relatos épicos modernos, la poesía vanguardista, en suma, la literatura del siglo XX en Occidente-: Gogol, Tolstoi, Turguéniev, Pushkin, Chejov y por supuesto Dostoyevski, todos anteriores a las purgas estalinistas.

Y, sin embargo, el mismo Steiner reconoce la diferencia entre la prohibición, la persecución y la censura que sufren aquellas figuras que han devenido clásicas y “el largo catálogo de asesinados y desaparecidos que compone el registro literario ruso del siglo XX” (2009: 232). Los artistas que integran este terrorífico “catálogo”, el segmento más escalofriante en esa zona del totalitarismo soviético, nos son en buena medida desconocidos, fenómeno que forma parte de la vergüenza histórica asociada al período.

Al margen de sus posiciones parcialmente favorables o frontalmente críticas del panorama sociopolítico de la URSS, la voz de los valientes y congruentes artistas que cuestionaron la ausencia de libertad bajo la dictadura -no del proletariado, sino de la camarilla en el poder-, voz que hubieran querido saber entonar y proclamar a gritos muchos de sus conciudadanos,7 se escuchó sobre todo fuera de su nación por oídos distintos a los de sus compatriotas. Algunos de ellos no pudieron salir del cerco; otros decidieron no hacerlo. ¿Por qué? Es conmovedora la forma en que argumenta esta decisión Anna Ajmátova:

Hubo una voz en mí. Llamó consoladora

y dijo “Ven aquí, vente,

deja tu tierra apartada y pecadora,

deja Rusia para siempre.

La sangre de la mano yo te limpiaré,

del corazón arrancaré la negra vergüenza,

con nuevo nombre yo te cubriré

el dolor de la derrota y de la ofensa”.

Pero, tranquila, indiferente,

con las manos tapé mis oídos,

para que esta lengua indecente

no ensuciara el espíritu afligido.

(Ajmátova, 1998: 19)

En parte genuinamente reconocidas por ciudadanos sensibles en Occidente, en parte asumidas por intelectuales y críticos indignados ante la brutalidad que describían las víctimas y la cerrazón del totalitarismo, y en parte aprovechadas y manipuladas por los defensores de un “mundo libre” que lo era en realidad sólo para los poderes económicos y políticos del adversario capitalista, esas voces fueron permeando las mentalidades concernidas con la libertad y el ideal de los derechos humanos. Pero lo que deseo destacar aquí es que las de los rusos confinados no eran voces antagónicas a un proyecto socialista, sino lamentos desesperados que se alzaban en contra de una situación inhumana.

El mismo carácter asumieron muchas otras, que se sumaron a aquéllas desde Occidente. La izquierda proestalinista lanzaba sobre quienes las pronunciaban acusaciones de ser reaccionarios y proimperialistas. Octavio Paz, que participó en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura organizado en 1937 por la Alianza de Intelectuales Antifascistas y se manifestó abierta y consistentemente en favor de la República Española y contra el fascismo, fue uno de los primeros en denunciar los horrores de la persecusión política y mental y los campos de trabajo forzado del gulag, y por ello padeció esos embates. También los sufrieron Arthur Koestler y Kostas Papaioannou, prominentes marxistas que no dudaron en condenar los abusos del régimen comunista. Escritores y artistas victimados tras la Cortina de Hierro e intelectuales del mundo que criticaban las aberraciones que aquéllos sufrían, parecían caminar por la misma cuerda floja ante los ataques que emanaban de ambos lados del mundo polarizado.

Pero insisto: en los artistas rusos esa voz no entrañaba -salvo excepciones- una intención ideológica, sino una protesta humana. Y justamente por no identificarse con un proyecto de contestación política, su actuación contribuyó a erosionar las lindes de la esfera soviética con un discurso cuya potencia estribaba en situarse por encima de los gastados argumentos de la discusión bipolar y los afanes inconciliables de los actores de la Guerra Fría.

Cuando el Muro de Berlín cayó y la URSS desapareció, los nombres de estos artistas rusos eran -si bien a veces sólo en cenáculos- conocidos en todo el mundo, su drama (que era el de incontables miembros de la colectividad cuya mudez representaban) había logrado filtrarse a través de las barreras instaladas para frenar cualquier manifestación de disidencia. La consecuente erosión, al principio imperceptible, poco a poco contribuyó a que la dureza y la estabilidad estructural de la contención se debilitaran hasta, real y simbólicamente, desplomarse. Sin aceptar la confrontación directa ni renunciar a la dignidad, el arte contribuyó a restaurar los valores y los ideales humanos.

No me parece exagerado afirmar que el mayor impacto cultural de la caída del Muro de Berlín y su secuela (la desaparición de la Cortina de Hierro, el colapso de la URSS y el fin de la Guerra Fría) se dio en el terreno de las ideas: obligó a repensar los criterios para la configuración del mundo y a redefinir sus horizontes. Otra cosa es que el polo capitalista triunfante no haya estado a la altura para comprometerse cabalmente con ello y se haya acomodado en los últimos treinta años a una complacencia cuyas funestas consecuencias ya estamos viviendo. Es una tarea pendiente, cuya elusión no puede depararnos sino tiempos de angustia futura. No sería raro que nos alcancen, como especie tardamos en aprender.

Parte del trabajo por realizar consiste en mirar la historia desapasionadamente e identificar con justicia y razón en qué consiste su herencia. A pesar de su terrible rostro dictatorial, la URSS fue capaz de realizar un impactante proyecto educativo, o más exactamente (respetemos la distinción aportada por Papaioannou)8 de escolarización, sin precedentes en la historia, para darle instrucción a una población de decenas de millones que habían permanecido en la ignorancia y profesionalizar a cientos de miles de ellos.9 Asimismo, en su mejor momento hizo posible una prometedora forma de organización popular colectiva igualitaria -los soviets originales-, independientemente de que tal promesa haya sido usurpada por el poder dictatorial. Estos logros no deben olvidarse al evaluar el proyecto socialista y su fundamentación marxista, pues se ha cometido el error de descalificarlo de cuajo, lo que implica no entender ni su necesidad y aciertos históricos, ni la utilidad que brindan importantes aspectos de su experiencia para atender la creciente deuda de justicia social que arrastra el mundo. La URSS no fue sólo totalitarismo.

Por otro lado, a pesar de los sesgos introducidos en las instituciones de arte al amparo del realismo socialista, un efecto comprobado de aquella valiosa vertiente formativa es que permitió que dichas escuelas y tradiciones conservaran sus reconocidos destreza técnica y oficio artístico; otro tanto ocurrió en el campo de la ciencia. Junto a las difíciles condiciones económicas generadas tras el desplome, todo ello contribuyó de manera decisiva a que después de éste se produjera una diáspora de riqueza artística y científica hacia el mundo, que no podemos sino señalar como uno de los más importantes impactos culturales de la desarticulación de la URSS. Innumerables científicos, técnicos y artistas salieron del ostracismo forzado y engrosaron las filas de sus escasos antecesores refugiados para llegar, precedidos por la fama de una alta calificación, a diversos países de Europa, América y Asia.

En el caso de Rusia, se afirmó que en 1991 tenía 878 482 científicos dedicados a la investigación y al desarrollo tecnológico y cuatro años más tarde contaba con 518 690. En 1993 se identificó un total de 64 593 emigrantes rusos altamente calificados en países como Alemania, Israel, Estados Unidos, Grecia, Finlandia, Bulgaria, Canadá, Australia, Polonia, Suecia, Hungría, República Checa, Francia y otros. Entre el año 1989 y el 2000, de Rusia habían emigrado arriba de 20 000 académicos que estaban empleados como investigadores y asistentes de investigación y otros 30 000 especialistas que trabajan en el extranjero a través de contratos temporales. Con respecto a los países y al número de científicos que han emigrado, se publicó que 30 000 científicos rusos trabajaban en Israel y Estados Unidos, más de 4 000 en Alemania, 600 en Francia y 95 en Corea. (Izquierdo, 2013: 177)

La derrama de esa riqueza se sintió con fuerza en América Latina. Lamentablemente no existen datos duros que permitan cuantificar este fenómeno, pero es sabido, por ejemplo, que los viajeros que dejaron Rusia a partir de 1991 para dirigirse a Argentina constituyen lo que se llamó la quinta ola de inmigrantes rusos a este país. En el caso de México, tampoco hay datos concisos pero es conocida la llegada copiosa de músicos y bailarines a partir de la última década del siglo pasado. La cantidad de profesores, intérpretes y solistas rusos incorporados a las instituciones educativas y culturales de todo el país no tiene precedente, y su efecto en la formación de jóvenes compositores, solistas vocales e instrumentistas, artistas escénicos y ejecutantes ha beneficiado significativamente la escena de la música y la danza nacionales. Otro tanto ha ocurrido en el campo de la técnica y la ciencia: las instituciones de educación superior han contado en el último cuarto de siglo con un contingente de profesionales rusos que ha enriquecido su actividad docente y de investigación biológica, matemática, química, astronómica y física. Según Amilcar Salazar (2002), 227 científicos rusos “se han incorporado a nuestra vida académica y, en su mayoría, nacionalizado (sic) mexicanos”, incluyendo a Alexandre Balankin, distinguido en 2017 con el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Esta ola migratoria hacia México se ha sumado a las que han enriquecido intelectualmente a la nación desde 1939, con las provenientes de España, Guatemala, Argentina y Chile, fenómeno que merece un estudio pormenorizado.

Con todo, el mundo hubiera preferido otro derrotero para el ciclo que comenzó en 1917. Como lo expresó Kostas Papaioannou en su imprescindible obra El marxismo, ideología fría:

El hombre “total” con el que soñaba Marx, el hombre dilatado por “todos” los terrenos, se veía obligado a albergarse en el interior del Partido omnisciente e infalible que se reservaba el monopolio de la educación del pueblo: el Partido iba a personificar la perfección de la “especie humana”. De hecho era [...] ese tipo de censor [...] al que el joven Marx había cubierto de sarcasmos: “Nos pedís que practiquemos la modestia, pero tenéis la jactancia de transformar a determinados servidores del Estado en espías del corazón [...] La verdadera jactancia consiste en atribuir a determinados individuos la perfección de la especie”. (Papaioannou, 1967: 84)

Queda inscrito en el consciente colectivo que hay un precio que se paga por acotar la creatividad desde el poder.

Referencias bibliográficas

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1 Sobre la concentración del ingreso, la desigualdad social y la discriminación en Occidente después de la Guerra Fría, consúltense en este mismo número de la rmcpys los trabajos de Sandra Kanety Zavaleta y José María Calderón.

2Por razones de espacio, salvo ínfimos señalamientos puntuales, el texto se centra en los campos de la música y de la literatura.

3El realismo socialista fue el estilo artístico oficial impuesto en la urss entre 1932 y 1988. Buscaba la glorificación de los valores comunistas, restringiendo las expresiones de la cultura a estrechos límites aprobados por el Estado. Stalin era el censor en jefe. Un ensayo esclarecedor sobre el tema es el de Alle, 2019.

4“No hay en Babi Yar, sobre tantas y tantas tumbas, / más monumento que este triste barranco. / Tengo miedo... ¿Qué peso cae aquí sobre mis hombros? / Oh pueblo judío, en verdad tengo de pronto tu edad. / [...] /En mis venas no corre sangre judía / pero, presas de su insensible rabia, los anisemitas / deben ahora odiarme como a un judío. / ¡Por esta razón, soy un verdadero ruso!” La figura de Yevgeny Yevtushenko merece una consideración aparte. Colaborador y estrella poética del régimen (especie de rock star que llenaba los estadios), conquista el mundo con su fuerza carismática como un embajador del pueblo soviético y su régimen de Estado. En 1963 escribe Babi Yar, no sólo honrando la memoria de los judíos asesinados, sino como protesta contra la elusión del Estado a reconocer y condenar la matanza.

5El texto fue escrito por Trotsky y Breton pero, “por razones tácticas”, a petición de aquél firmado por éste y por Diego Rivera (Vid Breton, 1972: 189-192).

6Naturalmente, esta afirmación no significa que en otras latitudes no hayan ocurrido fenómenos similares.

7Cuando una mujer mujer, desconsoladamente consciente del horror que vivían, pregunta a Anna Ajmátova, que como ella intentaba visitar todas las crudas mañanas de Leningrado a un familiar encarcelado,“¿Usted puede describir esto?”, ella responde: “Sí, puedo hacerlo”, y escribe aquel himno terrible al dolor humano bajo el confinamiento del poder que es Requiem.

9“De un país atrasado, semi-feudal, principalmente analfabeto, en 1917, la urss se convirtió en una economía moderna y desarrollada, poseía un cuarto de los científicos del mundo, un sistema de salud y educación igual o superior a cualquiera de los países de Occidente... En la década de 1980, la urss tenía más científicos que los Estados Unidos, Japón, Gran Bretaña y Alemania juntos” (Woods, 2017). Aún actualmente la alfabetización en Rusia es de casi 100 %.

Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 25 de Octubre de 2019

Carlos Ortega y Guerrero es licenciado en Economía por la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1974 obtuvo el Premio nacional de Poesía Nayarit y en 1988 el Premio de cuento policiaco de la Ciudad de México. Ha sido profesor e investigador de la UNAM, la UAM, la ENAH, el INAH y el ITAM, donde fundó e imparte la cátedra de Diplomacia cultural. Fue Rector del campus México de la Alliant International University, Coordinador General de Difusión Cultural de la UAM y Director de Promoción Cultural del Instituto Nacional para la Educación de los Adultos. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Diplomacia cultural, ¿para qué?” (2016) en César Villanueva, Una nueva diplomacia cultural para México. Ciudad de México: UIA; Unicleodón (2015) Ciudad de México: papiros digitales; “La cultura como ámbito e instrumento de las relaciones internacionales de México” (2009) Revista Mexicana de Política Exterior (85).

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