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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México ene./abr. 2020  Epub 05-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71979 

Dossier

La caída del Muro: de la esperanza de un mundo más democrático a la realidad de la política amigo-enemigo

The Fall of the Wall: From the Hope of a More Democratic World to the Reality of Friend-Enemy Politics

Ilán Bizberg 

Centro de Estudios Internacionales, El Colegio de México, México. Correo electrónico: <ilan@colmex.mx>.


RESUMEN

La caída del Muro de Berlín fue recibida como la señal de que el mundo abrazaría tanto al capitalismo que había derrotado al comunismo como a la democracia que había derrotado al totalitarismo. No obstante, a raíz de la caída del Muro se dieron varias trasformaciones (geopolíticas, ideológicas y tecnológicas) que afectaron la manera de hacer política en la mayor parte de los países del mundo. La consecuencia más directa de estos fenómenos fue el surgimiento de una forma política que se ha denominado de manera ambigua “populista”. El argumento principal de este artículo es que las formas políticas actuales son en verdad inéditas y que estamos usando incorrectamente un concepto que se ha utilizado en el pasado para un fenómeno nuevo porque no tenemos aún el nombre para él.

Palabras clave: caída del Muro; globalización; liberalismo; democracia; populismo

ABSTRACT

The fall of the Berlin Wall was received as the signal that the world would embrace both capitalism, which had defeated communism, and democracy, which had overpowered totalitarianism. However, following the fall of the wall several transformations (geopolitical, ideological and technological) affected the way of conducting politics in most countries of the world. The most direct consequence of these phenomena was the emergence of a political form that has been ambiguously termed “populist.” The main argument of this article is that the current political forms are truly original and that we are incorrectly using a concept that has been recycled from the past for a new phenomenon because we do not yet have a name for it.

Keywords: fall of the Wall; globalization; liberalism; democracy; populism

Introducción

El mundo a la caída del Muro

La caída del Muro de Berlín fue recibida como la señal de que, a partir de ese momento, el mundo abrazaría tanto al capitalismo que había derrotado al comunismo como a la democracia que había derrotado al totalitarismo. No obstante, la historia reciente se desenvolvió de una manera radicalmente distinta a estas expectativas. Esto debido a que, a raíz de la caída del Muro -el cual significó el fin de la división del mundo entre un sistema comunista y otro capitalista-, se dieron varias trasformaciones que afectaron la manera de hacer política en la mayor parte de los países del mundo, si no es que en todos.

En primer lugar, este cataclismo geopolítico tuvo como consecuencia hacer caer el referente ideológico principal que definía la política desde, por lo menos, mediados del siglo XIX. Los movimientos y partidos políticos que se reclamaban del comunismo y que habían visto surgir la gama de los partidos políticos modernos en el siglo XX -desde los más pro capitalistas al comunista, pasando por la social-democracia, los socialistas, entre otros- quedaron huérfanos. La desaparición de esta dualidad ideológica obligó a los actores políticos a encontrar un nuevo clivaje. Éste ha hallado su punto de eje en la identidad, que se expresa en el nacionalismo, la religión. La bisagra política que estaba fundada en la economía se trasladó a la identidad.

En segundo lugar, el mundo se unificó, y lo hizo sobre la base de un único modelo económico: el capitalismo; lo que dio lugar a la globalización, que fue, sin duda, facilitada por el auge de los medios de comunicación, pero que no hubiera sido posible de persistir la división del mundo en dos regímenes económicos opuestos. Por otra parte, un capitalismo sin oponente, acompañado por los procesos globalizadores, derivó en un capitalismo salvaje. Este modo de producción llevó a que países pobres atrajeran inversiones que estimularon su crecimiento económico, aunque al mismo tiempo acentuaron sus desigualdades internas.

En tercer lugar, el triunfo del capitalismo, la globalización y los nuevos medios de comunicación, conllevaron no sólo a un capitalismo sin barreras, sino a un capitalismo con una menor aversión al riesgo y a la financiarización. A su vez, esto último tuvo como consecuencia el incremento de la desigualdad al interior de los países más ricos, desgastando a las clases medias que eran preponderantes, lo que está derruyendo los fundamentos sociopolíticos sobre los que se basaban las viejas democracias. El capitalismo sin adversario se radicalizó en un neoliberalismo sin límites; éste se liberó de tener que conciliar el mercado con el bienestar de los trabajadores que podían ser atraídos por el comunismo si no se mejoraban sus condiciones económicas y de trabajo. Con ello, no sólo se produjo una creciente desigualdad, sino también un progresivo desmantelamiento del Estado de bienestar, el cual beneficiaba a las mismas poblaciones que estaban siendo afectadas por este fenómeno. En los países excomunistas todo sucedió aún más rápidamente, en la medida en que, con el fin del comunismo, se vinieron abajo las organizaciones sindicales.

En cuarto lugar, estos fenómenos socioeconómicos han estado acompañados por un fantástico desarrollo de los medios de comunicación -tanto impresos como electrónicos, colectivos como privados-. Creció la circulación de mercancías, de capitales, de mano de obra, de turismo. Cualquier persona, aunque no podía viajar físicamente a otros países, lo podía hacer virtualmente, lo cual implicó una circulación creciente de población, en algunos casos por ocio, en otros por necesidad.

En quinto lugar, tal desarrollo de los medios de comunicación, en especial la Internet, ha facilitado la circulación de la información política y la intervención de los individuos en una supuesta participación virtual. Este argumento, que puede ser un significativo apoyo a la democracia, también ha tendido a crear un efecto de simplificación de la política y conducirla a su grado cero. Los políticos actuales pueden basar su mensaje ya no en programas de gobierno, sino en imágenes y en frases cortas y simplificadas al máximo. Aunque este fenómeno se daba ya con la radio y luego con la televisión, se ha potenciado de manera excepcional con la Internet. Este instrumento ha permitido vehiculizar esos mensajes no sólo de manera rápida y extensa, sino incluso selectiva, como vimos con el caso de Cambridge Analytica.

Los nuevos medios de comunicación acendraron aún más las características que Adorno y Horkheimer (2006) habían descubierto en los viejos medios: los mensajes simples, de pocas palabras y, ahora, de imágenes de shock. En este mundo, donde los argumentos políticos se pueden reducir a una simple imagen -por ejemplo, a una fotografía de un grupo de migrantes que se apresta a pasar la frontera de un país- ésta es difícilmente contrarrestada por un “largo” y bien construido argumento acerca de la situación en los países de los migrantes, del recuerdo que todos lo fuimos en algún momento de nuestras vidas o las de los padres, pues, en nuestra época, el poder de convencimiento es dominado por la imagen más simple.

La consecuencia más directa de estos fenómenos ha sido el surgimiento de una forma política que, a falta de mejor alternativa, se ha denominado populista; término que tiene su historia desde el siglo XIX en Rusia y en Estados Unidos, pero que se ha extendido (y en gran medida desvirtuado) por su uso para describir diferentes tipos de expresión política, tanto de izquierda, como de derecha o incluso tradicional. Esto me permite lanzar la hipótesis de que las formas políticas actuales son en verdad inéditas y de que estamos usado un concepto que se ha utilizado en el pasado para un fenómeno nuevo, por lo que hemos colocado ahí todas las variantes que existen en la actualidad, de manera incorrecta, porque no tenemos aún el nombre para ellas.

El populismo

El concepto de populismo se ha utilizado tanto en América Latina como en Europa, de manera muy general e imprecisa, como un concepto en el que cabe todo. Se ha designado como populista a López Obrador, a Chávez, a Fujimori, a Menem, a Le Pen, a Puigdemont, a Trump, a Erdogan, a Orban. En la prensa, se ha usado el término más bien para adjetivar y denunciar de manera despreciativa a algunos personajes políticos, movimientos o partidos, como poco serios e irresponsables.

Si dejamos atrás esta adjetivación para avanzar hacia el concepto, nos encontramos que, desde la economía, Dornbusch y Edwards (1991: 9) escriben que el populismo, en contraste con el clientelismo, es

un enfoque de la economía que enfatiza el crecimiento y la redistribución del ingreso y borra cualquier énfasis sobre los riesgos de la inflación y del financiamiento deficitario, las restricciones externas y la reacción de los agentes a políticas agresivas contrarias al mercado. (citado por Robinson, 2005: 8)

Más aún, se considera que el populismo es la utilización de la economía con dos fines políticos específicos: 1) movilizar el apoyo de los trabajadores organizados y de grupos de clase media baja; 2) obtener el apoyo de los empresarios orientados hacia el mercado interno, aislar a la oligarquía rural, a la empresa extranjera y a las élites industriales nacionales (Kaufman y Stallings, 1991, citado por Robinson, 2005: 9). Estos autores se refieren al populismo económico, a los supuestos usos irresponsables que se hacen de los recursos para redistribuirlos sin un proyecto para mejorar la economía. Frente al populismo económico se propone la “responsabilidad”, lo que estos autores entienden generalmente por la eficiencia del modelo liberal.

Desde la ciencia política, se ha definido al populismo como una forma política posibilitada por los nuevos medios de comunicación, la cual ha sido utilizada incluso por políticos tradicionales. Para Hermet (2001), es populista el uso de los medios de comunicación para expresar un discurso demagógico que se centra en el líder y en su forma de apelar a ciertos elementos como pueblo, oligarquía, ricos, los otros.

No obstante, a pesar de que estas perspectivas se alejan de la mera adjetivación utilizada por los medios, sólo logran abordar el epifenómeno del problema, el líder y su manera de actuar y de percibir su acción política. Ambas concepciones dan la mayor importancia a la demagogia del líder, a sus discursos orientados a los sectores más desprotegidos de la sociedad en contra de los estratos privilegiados, enfatizan su visión maniquea de la realidad social, según la cual todos los males provienen de los sectores privilegiados mientras que los desprotegidos son considerados como intrínsecamente virtuosos (Hermet, 2001: 133; De la Torre, 2013: 4). Se plantea que el discurso populista pretende abolir la distancia, las barreras, e incluso las diferencias existentes entre los gobernados y los gobernantes, entre los de arriba y los de abajo (Hermet, 2001: 49). Según esta visión, el populismo es un movimiento antipolítico que rechaza los mecanismos políticos tradicionales que demoran la resolución de las fracturas y de las injusticias sociales, además de que niega la temporalidad de la política, exige y promueve la respuesta instantánea a los problemas y a las aspiraciones que ninguna acción gubernamental tiene la facultad de resolver (Hermet, 2001: 50). Targuieff añade que, de esta manera, el tiempo del populismo es un tiempo mítico y su acción resalta la magia de la política (Targuieff, 2003: 285). El populismo es lo contrario de la democracia representativa (que, cabe decirlo, estos autores consideran como la norma o ideal de la democracia), ya que reclama una política directa y voluntarista que tanto profundiza como purifica a la democracia para despojarla de los falsos límites institucionales y constitucionales (Hermet, 2001: 70).

Aunque el texto clásico de Canovan (1981) es anterior a los dos que se describieron arriba, avanza en la definición del problema en tanto que define cuatro tipos de populismo: 1. las dictaduras populistas; 2. las democracias populistas (al estilo de Suiza); 3. el populismo reaccionario (norteamericano); y 4. el populismo (discursivo) de los políticos (Targuieff, 2003: 206-207). Parece evidente que lo que Canovan nombra como democracias populistas poco tiene que ver con lo que nosotros podríamos denominar populismo, y sí mucho con una democracia participativa y popular. Y es que, el último tipo, el del populismo de los políticos, es un epifenómeno que podríamos llamar demagogia. Genera confusión llamar populismo a todos estos fenómenos.

De esta manera, nos quedamos con dos “populismos”: el que Canovan llama dictaduras populistas, que en verdad no son dictaduras sino más bien lo que los autores que han analizado los regímenes políticos latinoamericanos han llamado regímenes nacional-populares y que tienden a ser lo que O’Donnell (1998) definió como regímenes delegativos. Es cierto que, a pesar de que al igual que las democracias delegativas, tienen rasgos autoritarios, no siempre atraviesan el Rubicón. El único tipo que cabría llamar populista es el movimiento reaccionario. Esta caracterización coincide con uno de los dos tipos que propone Targuieff, el identitario (o nacional-identitario) y que se caracteriza por un énfasis en lo nacional, en la identidad, en el pueblo como ethnos, más que como demos. El otro tipo es el de izquierda, el populismo protestatario que se dirige hacia la crítica o denuncia de las élites o, podríamos agregar, hacia un sistema político que no los representa y que no les da oportunidades de participación (Targuieff, 2003: 217-231). A pesar de que este autor considera que todo populismo posee las dos características, la diferencia entre los dos tipos es que una domina sobre la otra. Mientras que el carácter protestario predomina en el caso de los países de América Latina, en la medida en que los movimientos nacional-populares se han enfrentado a la cerrazón, falta de representación y de legitimidad de los sistemas políticos (lo que fue evidente en los años treinta en Brasil, Argentina y México, así como en Venezuela antes de Chávez y en Bolivia antes de Evo Morales). En los populismos europeos, asiáticos o de supremacistas blancos de Estados Unidos, predomina el carácter identitario, que promueve el miedo y el rechazo al otro (al migrante, al extranjero, al islam, al judaísmo: el Frente nacional en Francia, Alternativa para Alemania, el Partido Liberal de Austria, Jobbik en Hungría).

En un corto artículo, Schmitter (2019) plantea que en todo movimiento populista existen tendencias -que él llama vicios- a destruir las filiaciones existentes hacia los partidos sin ofrecer alternativas, a reclutar personas mal informadas sin preferencias políticas consistentes y que buscan satisfacciones emotivas más que programáticas. Los vicios, además, incluyen la introducción de elementos personalistas en la política para facilitar la alteración de las reglas del juego y lograr el apoyo de las fuerzas militares. Sin embargo, hay otras tendencias -que llama virtudes- enfocadas a deshacer las identidades partidistas estancadas que permiten la apertura hacia nuevas formaciones políticas en sistemas cerrados, además de la movilización de personas no integradas en la política que se percatan de problemas que antes ignoraban y cuyos líderes tienen la necesidad de una constante ratificación por parte del pueblo; esto abre la posibilidad de que los dirigentes sean eventualmente derrotados en las elecciones, dejando detrás de ellos un sistema político renovado (Schmitter, 2019). Estos últimos describen bien a los movimientos nacional-populares.

Estas tres perspectivas consideran, en primer lugar, que el populismo es una deformación de la democracia, un régimen democrático con vicios; y en segundo, que es posible aplicar el mismo concepto a dos o más tipos de régimen, básicamente en la medida en que coinciden sus características formales. Lo innovador de los análisis de Coppedge y Laclau es que, en vez de considerar al populismo como un tipo de régimen opuesto a la democracia, plantean que toda democracia oscila, de hecho, entre una democracia formal, o representativa y una democracia participativa, en toda democracia existe una tensión entre utopía y realismo (Targuieff, 2003: 172). Algo que Coppedge (2002) plantea como una tensión entre la democracia liberal/representativa a la Constant, que pone el acento en las instituciones formales, y la concepción más participativa, propuesta por Rousseau, en la cual la democracia es la expresión de la voluntad popular. En toda democracia existe un aspecto que apela a la representación, a las instituciones que representan al pueblo y otro que apela directamente al pueblo, que lo vincula directamente con el líder, que borra las fronteras entre líder y pueblo y que elimina el carácter de representación por el de acción. Frente a la crisis de la democracia representativa por su incapacidad de ofrecer soluciones a los grandes desafíos del mundo contemporáneo, ha emergido con más impulso este factor que siempre ha estado ahí, pero que estuvo subordinado o en equilibrio con la idea de la democracia como representación (Coppedge, 2002).

Laclau (2005) aborda la ontología del populismo para comprender las características centrales del fenómeno que han sido señaladas por todos los autores que se interesan en el tema: la vacuidad del discurso y el llamado del pueblo contra las élites. Considera que el populismo se distingue por el hecho de construir una barrera antagónica que separa al pueblo del poder (2005: 99) (tanto política, como económicamente). Agrega que el populismo hace surgir la categoría de “pueblo” a partir de una articulación equivalente de demandas que no necesariamente tienen relación entre ellas. Con esta equivalencia entre las diferentes demandas, el populismo forma un sistema vacío estable de símbolos y significados, puesto que apela a sectores sociales distintos, con problemas divergentes y significados diversos (Laclau, 2005: 102). Es esto lo que explica la vacuidad del discurso populista, así como su llamado al pueblo en general en vez de apelar a una categoría social específica.

Pero según este autor, el populismo no es la ideología o la movilización de un grupo ya constituido, sino que es la forma de constitución de una unidad e identidad propias de todo grupo; la constitución de significados a partir de diferentes demandas e identidades es la condición misma de la política. En los sistemas políticos democráticos donde se pueden expresar las demandas de diferentes sectores de la población, existe la posibilidad de que la respuesta sea en términos de políticas públicas o de la toma de la palabra por parte de un grupo para ejercer presión sobre el gobierno. Al contrario, en las situaciones de crisis de legitimidad que llevan al distanciamiento cada vez mayor entre el sistema institucional y la población, surgen grupos sociales inconformes que ven disminuir paulatinamente su capacidad de interlocución. Se produce entonces una acumulación de demandas insatisfechas que, sumada a la creciente incapacidad del sistema institucional para resolverlas, permite que se construya discursiva y políticamente una equivalencia entre esas demandas que da pie al populismo. Cuando estamos frente a sistemas políticos no-democráticos, cerrados, oligárquicos, partidocráticos, surge la oportunidad para el populismo. Es decir, el populismo es la política en sí misma en ciertas circunstancias históricas (Laclau, 2005).

Laclau distingue entre una demanda aislada, a la que denomina democrática -sea satisfecha o no- que está basada en la lógica de la diferencia y una variedad de demandas articuladas para constituir una subjetividad social amplia, basadas en la lógica de la equivalencia, a las que llama populistas (Laclau, 2005: 99). La imprecisión del discurso populista se explica porque, a raíz de esta lógica de equivalencia que trata de abarcar la mayor cantidad de demandas, se las va vaciando poco a poco de todo contenido. La retórica es el recurso que le permite al populismo la construcción de un discurso coherente que incluya los elementos divergentes, mientras que la resolución de las demandas particulares es el método que usa la lógica de la diferencia en un sistema político institucional y democrático funcional (Laclau, 2005).

En resumen, para Laclau, (2005) el populismo surge ahí donde los mecanismos democráticos de transmisión de las demandas fallan, y surgen más y más grupos con demandas insatisfechas que el poder político aglomera y con el cual construye un discurso y una acción política. Se refiere de esta manera a regímenes que han perdido legitimidad y que producen cada vez más sectores excluidos de la política. Es de esta manera que hay que entender como el populismo surge en contextos de ilegitimidad y de acumulación de demandas y de sectores no representados por un régimen político.

No obstante, ninguna de estas concepciones del populismo marca un análisis que se refiera al contenido de la política populista. En esa medida, están insertos en la lógica definida por Lefort (1981) para la democracia, como un espacio vacío, fundamentalmente porque no era ocupado por ningún actor, más que de manera temporal; las elecciones tenían como consecuencia que distintos actores políticos ocuparan este lugar por un tiempo determinado, a diferencia del antiguo régimen en el cual siempre era ocupado por la corona. Pero la democracia también es un espacio vacío porque no está definido por un proyecto político específico, porque no tiene un contenido definido, ya que está determinado básicamente por los procedimientos institucionales que regulan quién puede llegar al poder. Pero el populismo no es en absoluto este tipo de régimen, tiene un contenido: siempre habla en nombre del “pueblo” y éste siempre ocupa el poder, el que nunca está vacío. Es por ello necesario definir los contenidos de los distintos populismos que nos permitirá limitar la concepción de populismo a uno solo de ellos, o quizá incluso deshacernos del término.

Habrá que hacer una diferencia entre los regímenes que se han denominado incorrectamente como populismos de izquierda y que son repeticiones de los regímenes de los años treinta en América Latina -que son modernizadores en lo económico y que se proponen incluir a las masas populares en la política- de los populismos que han surgido en los últimos años en varios países de Europa, y más recientemente en Asia y América. Mientras los primeros son resultado del subdesarrollo de varios de los países en el continente, los segundos son resultado de los fenómenos geopolíticos, económicos, sociales y tecnológicos que mencionamos en la primera parte de este ensayo.

Política nacional-popular y populismo

La redemocratización de América Latina ha visto surgir numerosos estudios que se concentran en las fallas o limitaciones de las nuevas democracias. Uno de los conceptos que más se han utilizado para la discusión de estas limitantes es, precisamente, el del populismo. La mayoría de los autores que utilizan este concepto enfatizan los aspectos no democráticos en términos institucionales, como la personalización del poder, su concentración en el líder, el discurso polarizador, la exaltación de la idea de pueblo y la manipulación de las masas. Estos estudios generalmente no toman en consideración los aspectos democráticos, siendo el más importante de ellos el que estos regímenes hayan logrado la incorporación de nuevos sectores de la población a la política, a pesar de que en algunos casos esto se haya dado por mecanismos corporativos o clientelistas. Esta es la dimensión de los regímenes nacional-populares latinoamericanos, señalada por Germani, di Tella e Ianni (1973) y Touraine (1988), y que consiste en ampliar la participación política y económica, incorporando a sectores populares que no han encontrado un lugar en el espacio público de la democracia moderna y del desarrollo económico. Los movimientos de los años treinta y cuarenta se fundaron sobre la reivindicación de la participación política frente a sistemas políticos cerrados y en contra de la represión de las organizaciones populares y de modernización, y dieron pie al surgimiento y expansión del sindicalismo, de las organizaciones campesinas, entre otras. Indujeron la inclusión en la economía gracias al modelo de desarrollo de sustitución de importaciones y en países como México y Bolivia, a la reforma agraria. Para estos autores, estos regímenes tendían, de esta manera, a profundizar la democracia, y al mismo tiempo a concentrar el poder en el gobierno y en el ejecutivo. El que se inclinara hacia uno u otro de los extremos dependía de la autonomía y capacidad de acción de la sociedad civil. En el caso de los antiguos regímenes nacional-populares, el poder se concentraba en los ejecutivos por la debilidad de las organizaciones de la sociedad civil. En los regímenes nacional-populares actuales, la sociedad civil se ha mostrado más autónoma y activa.

En contraste con la política nacional-popular, los populismos son movimientos de rechazo: a la modernización, a la apertura, a la globalización, debido a las incertidumbres ligadas a éstas. Frente a los movimientos nacional-populares latinoamericanos, que son modernizadores, y que promueven el futuro frente a un pasado de exclusión y de subdesarrollo, los populismos de derecha tienen más en común con los fascismos de los años 20 y 30 del siglo XX.

Por otra parte, son movimientos que dividen a la sociedad no en clases, entre dominados y dominadores, sino en naciones, etnias, razas. Proponen una ruptura radical de la sociedad que no es económica, sino nacional, étnica, racial. No postulan la existencia de dominados y dominadores que pueden ser vencidos para constituir una sociedad más justa y establecer un modelo económico y social que sea menos desigual y con menor exclusión económica, social e incluso étnica (Targuieff, 2003), sino la existencia de dos pueblos, confrontados, enemigos, en un territorio que corresponde a uno de ellos, que lo amenaza en su esencia, en su identidad, en su autenticidad y que es necesario extirpar si se quiere salvar a los que son los “nosotros”, de “ellos”.

La historia del siglo XIX, antes de caer en manos del fascismo y del nazismo, nos da pie a entender este tipo de pensamiento y movimiento. Eso no quiere decir que sean lo mismo, que puedan a llegar a representar la misma amenaza, porque ello depende de la fuerza de los actores democráticos; pero sí es necesario estar atentos al hecho de que comparten mucho de sus características ideológicas y políticas. A pesar de las grandes diferencias entre el antisemitismo del siglo XIX y del XX, que llevó al Holocausto y a la guerra, con el actual rechazo y odio a los migrantes que, se dice, invaden los países europeos y Estados Unidos, y que fundamentan los partidos políticos populistas actuales, una cita del libro sobre los Orígenes del Totalitarismo de Hannah Arendt (1969) nos ofrece un reflejo. Esta autora nos dice que los pequeños partidos antisemitas se distinguían de todos los demás partidos al presentarse como partidos que no eran uno más entre otros, sino que estaban por encima de todos los demás partidos, aspiraban a representar a la nación en su conjunto: “conseguir el poder exclusivo, tomar posesión de la maquinaria estatal, sustituir al Estado” (Arendt, 1969: 38). La segunda característica de estos partidos fue la de “organizarse a nivel supranacional, en claro contraste y en desafío a los eslóganes nacionalistas” (Arendt, 1969: 39).

En términos ideológicos, estos partidos y el sentimiento que vehiculaban se afiliaban a las ideas de “decadencia”, del derrumbe de las civilizaciones, definida en términos raciales por Gobineau. Una idea que, según nuestra autora, hubiera desaparecido junto con otras ideas parecidas del siglo XIX, si no se hubiera dado la “lucha por África” en la nueva era del imperialismo del siglo XIX, que expuso al Occidente a nuevas y terribles experiencias (Arendt, 1969: 183). Es posible decir que la idea de decadencia actual en Europa, en Estados Unidos, pero también en Japón, en la India -que se expresa en términos nacionales o religiosos y que esconden (poco y mal) el tema racial-, no se hubieran despertado en las últimas décadas si a los efectos inequitativos de la globalización neoliberal al interior de los países desarrollados no se le hubieran sumado las migraciones de los países pobres del Medio Oriente, África y América Latina.

Esta concepción de la situación en la que se encuentran estos países, aunada a una idea de la política vista como guerra da lugar al populismo. Schmitt, jurista y filósofo, simpatizante y participante del nazismo, plantea en su texto La noción de la política (1992) que existe una definición específica de la política a la cual es posible traer de vuelta los actos y los móviles políticos, que es la distinción entre amigo y enemigo. El enemigo es el otro, el extranjero. Al nivel de la realidad sicológica, Schmitt dice que, aunque el enemigo no sea malo o feo, debe de ser tratado como tal

por el hecho de que toda discriminación, toda delimitación de grupos utiliza de todas las otras oposiciones explotables para apoyarse; y la discriminación política, que es la más clara y la más fuerte de todas, utiliza naturalmente este procedimiento más que todas las otras. (Schmitt, 1992: 64-65)

Más claro aún:

Los conceptos de amigo y enemigo deben ser comprendidos en su acepción concreta y existencial y no en absoluto como metáforas o símbolos, no se les debe atenuar mezclando nociones económicas, morales u otras, ni sobretodo interpretarlas psicológicamente en un sentido privado e individualista, como si expresaran sentimientos y tendencias de un simple particular. (Schmitt, 1992: 66)

[…]

El enemigo no puede ser menos que un conjunto de individuos agrupados, enfrentando un conjunto de la misma naturaleza y comprometido en una lucha por lo menos virtual, es decir efectivamente posible. El enemigo no sabría más que ser un enemigo público, porque todo lo que es relativo a una colectividad, y particularmente a un pueblo en su totalidad, deviene de esta manera una cuestión pública. (Schmitt, 1992: 67)1

Finalmente, Schmitt escribe que la idea cristiana de amar a su enemigo puede bien ser real en el caso de un individuo, pero nunca en la colectividad, en el pueblo en su totalidad. “El antagonismo político es el más fuerte de todos, es el antagonismo supremo, y todo conflicto concreto es tanto más político que se acerca más a su punto extremo, el de la configuración oponiendo al amigo y al enemigo” (Schmitt, 1992: 68).

El populismo, de esta manera, tiene como principal característica el oponerse a la visión de la política que definió Hannah Arendt (1969), en el sentido de que la política es el actuar en conjunto, un conjunto que es y debe ser construido, con base en un proyecto de vida en común; es decir, orientado hacia el futuro. Una visión de la política cuya ontología está definida por la unidad de un proyecto imaginado, en torno al cual es necesario construir un consenso refrendado continuamente. Frente a esta visión de la política como un actuar en conjunto, se propone la política del populismo, la de una lucha, un conflicto irresoluble entre un ellos y un nosotros. En la visión de Arendt también hay quienes se ponen de acuerdo y quienes no; pero hay lugar para los otros, no están excluidos. La política está basada en la idea de que es posible convencer a los que no actúan o no están de acuerdo, a hacerlo, a construir un proyecto común. En el caso del populismo, la política es la guerra, entre dos sectores de la misma sociedad, o de dos sectores que no constituyen ni siquiera una sociedad, sino dos sociedades que se confrontan en un mismo territorio.

Es por ello que es necesario distinguir entre dos formas políticas, entre dos tipos fundamentales de concebir el conflicto: una con bases exclusivamente sociales, es decir, entre los pobres y los ricos, los excluidos y la oligarquía, à la Laclau, que predomina en el movimiento nacional-popular latinoamericano, en la que se plantea que de lo que se trata en esa guerra es modificar el dominio de los ricos sobre los pobres, de los marginados por la oligarquía; invertir, en cierta medida el poder, arrebatarlo a los que lo detentan para establecer otra forma de dominio, ahora un dominio popular. Y, por otra parte, la concepción de una guerra entre nosotros y ellos definida en términos raciales, entre los nosotros de una nación, raza, forzosamente diferente, superior (aunque sea porque es la de los que así se conciben); que no se propone dominar, sino excluir, no se propone derrotar, sino expeler. Lo que significa una cesura fundamental entre ellos y nosotros. No se trata de revertir el poder, para arrogárselo, sino de definir las fronteras entre un ellos y un nosotros, purificar el territorio de los otros, expelerlos fuera de las fronteras, o en el límite, eliminarlos de la faz de la tierra, aniquilarlos.

Conclusiones

La política nacional popular coincide con el populismo en el aspecto de que la participación en la voluntad general y de su encarnación en la cúpula del Estado predominan sobre la representación y la delegación del poder en ella por parte del pueblo. En otros términos, como lo plantea Coppedge (2002), cuando la tensión que existe en toda democracia entre la concepción rousseauiana y la constantiana se rompe y predomina la primera. La política además apela al pueblo, se define como representante de éste contra sus enemigos, a diferencia de la democracia que está basada en el diálogo, la deliberación entre contrarios, con el propósito de llegar a acuerdos que beneficien a todos. Pero ahí terminan las semejanzas, ya que la política nacional-popular no concibe el nacionalismo de manera excluyente, ni racial, sino en términos económicos y de recuperación de los medios de producción y de los beneficios para los habitantes de la nación, no excluye de estos a los migrantes, a los otros que viven en el ámbito nacional. Por el contrario, el populismo define al nacionalismo de manera excluyente, generalmente de manera racial, considera como enemigos no a una oligarquía económica que concentra los recursos, sino a los que son distintos y amenazan la integridad y la homogeneidad de la nación. Sus enemigos son externos (los migrantes, los musulmanes, los asiáticos) pero en tanto que ya han invadido la nación y se proponen reemplazar a los habitantes “originales” (aunque no lo sean, porque en verdad los pueblos originarios fueron exterminados). Esta es la diferencia fundamental, aunque también es cierto que mientras que la política nacional-popular es modernizadora, apunta hacia el futuro, hacia un futuro posible, el populismo es reaccionario, conservador, apunta hacia el pasado, hacia un pasado ideal, inventado. Mientras la política nacional-popular pretende la protección de la economía nacional, el populismo pretende la protección de la población “originaria” ante los riesgos del mestizaje. Mientras la política nacional-popular rechaza el neo-liberalismo, que es una ideología económica, basada en la invención del mercado auto-regulado, como lo escribió Polanyi (1983), a una globalización liberal, y sus efectos sobre la economía nacional, el populismo rechaza la globalización en-sí-misma, que es una realidad que se fortaleció luego del derrumbe del comunismo y la disminución de las distancias y de la temporalidad a causa de los avances de la técnica, y sus efectos sobre la supuesta homogeneidad racial. Por ello, los populistas (o quizá debíamos ya darle el nombre de neo-fascistas) se oponen a la modernidad cultural y se oponen con ahínco al aborto, al derecho de las minorías sexuales, la libertad sexual, la igualdad de género, entre otros, en nombre de la familia tradicional que ubican en el centro de su identidad.

Referencias bibliográficas

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1 Cursivas del autor.

Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 18 de Octubre de 2019

Ilán Bizberg es doctor en Ciencias Sociales por la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales y fue becario de la Fundación Humboldt. Es Investigador de El Colegio de México y es miembro del ceim/Universidad de Quebec en Montreal y del Colegio International de Graduados del Instituto Latinoamericano de Universidad Libre de Berlín. Sus líneas de investigación son: política comparada y economía política. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Diversity of Capitalisms in Latin America (2019) Palgrave: Macmillan; (coord.) Las Variedades del capitalismo en América Latina (2015) Ciudad de México: El Colegio de México; (con Scott Martin) El estado de bienestar ante globalización. el caso de Norteamérica (2012) Ciudad de México: El Colegio de México.

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