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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México ene./abr. 2020  Epub 05-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71981 

Dossier

A treinta años de la caída del Muro de Berlín: algunas reflexiones sobre contextos y texturas de memorias y nostalgias en Europa

Thirty Years after the Fall of the Berlin Wall: Reflections on Contexts and Textures of Memories and Nostalgias in Europe

Gilda Waldman M. 

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <gwaldman18@gmail.com>.


RESUMEN

Si después de la caída del Muro de Berlín el siglo XXI se iniciaba con un estallido de esperanza apoyada en la extensión de los procesos de liberalización, las bondades de la democracia representativa, el auge de las libertades civiles y los derechos humanos, la prosperidad de la economía de libre mercado y la derrota de los proyectos totalitarios en un mundo globalizado, los años transcurridos han ido diluyendo ese optimismo inicial. Frente a un presente inestable y frágil, así como un futuro que, por una parte, ha trasladado la ciencia ficción a la actualidad y, por la otra, se presenta sombrío, lo pretérito se hace presente ya sea como memoria que reinterpreta la historia de las décadas previas, ya sea como resonancia de un pasado de intolerancia, xenofobia y racismo (que evoca principios sostenidos por los movimientos políticos del período de entreguerras del siglo XX que, sin ser necesariamente similares a ellos, están inspirados en su matriz ideológica) o ya sea como nostalgia de un tiempo, un lugar o un hogar perdidos (que ha dejado de existir) y que se anhela restaurar.

Palabras clave: Muro de Berlín; Europa; memoria; nostalgia

ABSTRACT

After the fall of the Berlin Wall, the 21st Century started with a boom of hope, reliant on the extension of liberalization processes, the benefits of representative democracy, the peak of civil liberties and human rights, free market prosperity, and the fall of totalitarian projects in a globalized world. However, that initial optimism has been diluted during the subsequent years. Facing an unstable and fragile present and a future that, on the one hand, has turned science fiction into reality and, on the other, appears dark, the past is present as a memory that reinterprets the past decades’ history, as a resonance of past intolerance, xenophobia and racism (reminiscent of the principles sustained by the political movements of the interwar period during the 20th century, which even if not necessarily similar, are inspired by the same ideological matrix), or as nostalgia for a lost time, place or home that has ceased to exist and is yearned to be restored.

Keywords: Berlin Wall; Europe; memory; nostalgia

Hace ya treinta años, la noche del 9 de noviembre de 1989, el puesto fronterizo de Bornholmer Strasse, que delimitaba no sólo geográficamente a la ciudad de Berlín sino también a dos mundos políticos e ideológicos irreconciliables, levantaba sus barreras y se desmoronaba casi sin resistencia. Una de las fronteras más defendidas del mundo caía ante la presión de una multitud que, alentada por una confusa información por parte del portavoz del Politburó de la República Democrática Alemana anunciando que los ciudadanos de ese país podrían viajar a Alemania Occidental sin permiso previo, se agolpaba ante la primera frontera que se abría en esa inolvidable fecha que cambiaría el curso de la historia del siglo XX y la del siglo por venir. Antecedida por el creciente éxodo de habitantes de la entonces República Democrática Alemana hacia Hungría -país que en junio de 1989 había abierto su frontera con Austria- así como por las gigantescas manifestaciones masivas que inundaban las calles y plazas de la Alemania del Este en el verano de 1989, imprevisible para los servicios de inteligencia occidentales, e incontenible para los desconcertados guardias fronterizos -una situación magníficamente retratada en la película Bornholmer Strasse (Schwochow, 2014)- miles de personas cruzaron la frontera a pie o en automóvil, mientras que muchas otras derribaban con palas y picos el muro de concreto que dividía a Alemania desde agosto de 1961. La alegría de aquellos días intempestivos y extraordinarios, asociados ciertamente al fin de una historia dolorosa, opacaba, sin embargo, la memoria de otro acontecimiento ocurrido también un 9 de noviembre, pero de 1938: la Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos (Bokser, 2004), que representó la violenta escalada de la campaña antisemita iniciada por Adolfo Hitler en enero de 1933, y en la que fueron destruidos negocios, vandalizadas sinagogas, escuelas y cementerios, y arrestadas miles de personas. La noche del 9 de noviembre de 1989 entraba en la historia como una fecha memorable, pero se olvidaba que el Muro era resultado de la división de Alemania en 1945 por la pérdida de una guerra que había tenido en el antisemitismo -tal como se manifestó en la Noche de los Cristales Rotos- uno de sus componentes ideológicos fundamentales y sin imaginar que, treinta años después, resonancias y memorias de aquel pasado de intolerancia, xenofobia, racismo, malestar, desilusión y repulsa a la clase política y a las instituciones democráticas, construcción de chivos expiatorios y retórica nacionalista, recorrerían nuevamente las calles de Europa, actualizando el pasado ciertamente no de manera similar pero con un aire político de déjà vu.

No hay duda de que la caída del Muro de Berlín puso fin a un ciclo histórico y abrió un nuevo escenario mundial que deshacía el modelo bipolar de la Guerra Fría, configuraba nuevos mapas geopolíticos y dejaba atrás las “pasiones ideológicas” (Furet, 1995) que habían marcado el siglo XX. Estados Unidos aparecía como la primera potencia mundial; Alemania se reunificaba; la Unión Soviética se disolvía dando inicio a una nueva era de gravitación geopolítica; la Unión Europea adoptaba una sola moneda y se ampliaba incorporando a los países de Europa del Este que “retornaban” a un proyecto continental común (Judt, 2006) anhelando crear, de manera paralela a la integración económica, una identidad supranacional. También América Latina dejaba atrás los regímenes dictatoriales que habían asolado a la región durante la década de los setenta y los primeros años de la década siguiente y, paulatinamente, regresaba a la “normalidad democrática”. Vientos de optimismo en torno a un futuro promisorio recorrían el mundo. El proceso globalizador beneficiaría a todas las naciones profundizando los procesos de integración; el libre comercio alentaría la libre circulación de recursos, bienes y capital; la tecnología digital y las redes sociales abrirían horizontes insospechados de creatividad y comunicación al acortar distancia y acercar a poblaciones dispersas en todo el planeta: los procesos de liberalización consolidarían los valores de la democracia (como idea y también como régimen político) reforzando el pluralismo, el auge de las libertades civiles y el respeto por los derechos humanos, y el nuevo orden mundial permitiría una mayor seguridad global, dejando atrás las décadas de miedo prevalecientes durante la Guerra Fría.

Pero exactamente veintisiete años después de la caída del Muro, por una paradójica ironía de la historia, el 9 de noviembre del 2016, Donald Trump aparecía claramente como el ganador de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. El porvenir luminoso imaginado después de 1989 se había revertido hasta un punto inimaginable. Si bien es cierto que la revolución digital y tecnológica había cambiado el rostro del mundo y nuestro modo de vivir en él, invadiendo todas las esferas de la vida social (Nacach, 2019) y “normalizando” términos como “Wikipedia”, “Facebook”, “YouTube”, “Netflix”, “iPhone”, “Uber”, “WhatsApp” o “Tinder” (Baricco, 2019: 17), la red se ha convertido en un motor de desigualdad y división bajo la influencia de poderosas fuerzas que la utilizan para sus propios fines oscuros (Morozov: 2019), al tiempo que se ha transformado en instrumento de control al que hemos sido inducidos a someternos, tanto gustosamente como sin nuestro consentimiento. Asimismo, si bien la comunicación digital y las telecomunicaciones globalizadas constituyen hoy una de las principales puertas de entrada al mundo, también procesos sociales como los flujos migratorios, el tráfico de armas y el crimen organizado -asociado al tráfico ilegal de drogas y de personas- se han globalizado, reforzando la imprevisibilidad e incertidumbre de la seguridad mundial. En esta tesitura, tampoco la expansión de la democracia y el libre mercado han sido la mejor garantía de estabilidad y paz internacional y el sistema de seguridad global se ha vuelto altamente vulnerable y frágil. En la actualidad, los nuevos conflictos carecen de frente de batalla y reglas de enfrentamiento. Hoy la guerra no se desarrolla en un espacio preciso, no sabe de fronteras y apenas de banderas. (Rodríguez, 2017). A las guerras convencionales se han agregado las guerras cibernéticas, que pueden amenazar instalaciones estratégicas, sistemas financieros, o resultados de elecciones, como bien lo demuestra el documental sobre Cambridge Analytica, Nada es privado (Amer y Noujaim, 2019). Células terroristas ligadas al extremismo religioso -potenciadas después del año 2001- y que operan civilmente han extendido el mapa de la guerra urbana en ciudades como Londres, Madrid, Barcelona o Niza. Por otra parte, la carrera armamentista se ha incrementado, especialmente en el caso de Rusia, China y Corea del Norte, en el marco de la existencia de nuevas armas tecnológicas de gran capacidad letal y del ocaso del control nuclear acordado años atrás entre Estados Unidos y Rusia.

De igual modo, la guerra comercial entre Estados Unidos y China, compitiendo por mercados, recursos e influencias, tiene en vilo a la economía mundial. Tampoco la Unión Europea pasa por su mejor momento, en un contexto de amenazas terroristas, permanentes flujos migratorios, rezago tecnológico, liderazgos que hoy tienen en suspenso a los complicados equilibrios políticos, económicos y militares alcanzados después de 1989, y la posibilidad de un Brexit sin acuerdo que pondría fin al proyecto de construcción de una Europa unida e integrada. Por otra parte, las perspectivas globales de crecimiento han disminuido por efecto de la incertidumbre en torno a la guerra comercial entre Estados Unidos y China, la posibilidad de un Brexit caótico y las tensiones geopolíticas como la tensa relación entre Estados Unidos e Irán o la ruptura de los compromisos nucleares con Rusia. Asimismo, las tres principales economías europeas están en problemas. En el caso del Reino Unido, en 2019 y ante la posibilidad de una salida no negociada de la Unión Europea, ya se produjo una devaluación de la libra, aumentó la inflación y se restringieron tanto salarios como prestaciones sociales. Por su parte, Alemania está enfrentando una ralentización de la expansión económica que había vivido durante los últimos años, y se encuentra a punto de entrar en recesión. El crecimiento de Italia se estancó durante el segundo semestre de 2019, y en Francia se han prendido las alertas ante su ínfimo crecimiento económico durante el mismo año, en medio de las revueltas de los chalecos amarillos y la pérdida de popularidad del presidente Emmanuel Macron. Cabe señalar, al mismo tiempo, que la incorporación de los países de Europa del Este a la Unión Europa ha sido complicada. Salvo el caso de Polonia, país en el que, tras su ingreso a la Unión Europea, en el 2004, su PIB creció más de cuarenta por ciento (Pretelin, 2018), la transición de estos países hacia una economía de mercado tampoco ha sido exitosa. La desaparición del Estado de Bienestar trajo consigo altos costos sociales en salud, medio ambiente y educación y, aunque se supuso que su incorporación a la Unión Europea implicaría un progresivo fortalecimiento democrático, países como Polonia y Hungría han optado por gobiernos de indisimuladas tendencias autoritarias. Por otra parte, las fronteras -reales y simbólicas- que se suponía serían superadas después de 1989, han vuelto a resurgir. El Informe Levantando Muros. Políticas de miedo y seguridad en la Unión Europea, elaborado por el Transnational Institute de Holanda y el Centro de Estudios de Paz Delás de Barcelona, revela que, a diferencia de los años en que sólo había dos muros en Europa, en la actualidad ya existen quince, y que diez de los veintiocho Estados miembros de la Unión Europea, entre los que se cuentan España, Grecia, Hungría, Bulgaria, Austria, Eslovenia, Reino Unido, Letonia, Estonia y Lituania, han levantado muros de exclusión en sus fronteras (Caño Tamayo, 2019). Pero ahora, a diferencia del Muro de Berlín, que no permitía salir, los muros no permiten entrar, en especial a migrantes o refugiados. Europa se ha convertido en una fortaleza en la que, paradójicamente, en un mundo hiperconectado, prima la voluntad de excluir, desunir y separar.

Ciertamente, la globalización y una mayor interdependencia económica permitieron -por su carácter dinámico, flexible y productivo- un mayor crecimiento económico en distintos países y regiones. Así, por ejemplo, el Producto Interno Bruto mundial aumentó, de alrededor de cincuenta billones de dólares en 2000 a setenta y cinco billones de dólares en 2016 (Informe del Secretario General de Naciones Unidas, 2017). Sin embargo, este crecimiento no se tradujo en mayor igualdad. En Europa, en los últimos quince años se acentuó la brecha entre el norte y el sur del continente, así como también la desigualdad social (Fernández, 2016; Pellicer, 2019). Datos de la OCDE de 2017 señalan que la desigualdad socioeconómica ha crecido en Europa a lo largo de las pasadas décadas y se ha intensificado desde la crisis financiera (OCDE, 2017). El paulatino desmantelamiento del Estado de Bienestar y los ajustes públicos dejaron a la intemperie a quienes hasta entonces gozaban de educación asegurada, protección contra el desempleo y pensiones de retiro. La re-organización productivo-tecnológica y las reformas laborales en el marco de una economía globalizada y competitiva modificaron radicalmente las condiciones de trabajo, alentando la proliferación de trabajos parciales, temporales y contingentes -situación que afecta en especial a los jóvenes- profundizando la precariedad económica de vastos sectores ligados a la economía industrial, agraviados por un proceso de transformación que les ha dejado de lado, y afectando también, y especial después de la crisis global de 2008, a las clases medias. El déficit social se ha traducido, asimismo, en un déficit democrático, reducida la capacidad de la democracia liberal y sus instituciones representativas para dar respuesta a demandas sociales de los sectores más vulnerables. La tormenta financiera de 2008, que desestabilizó el consenso en torno a los beneficios de la economía globalizadora, también remedió el orden político que, después de 1989, veía en la democracia la forma más acabada de la historia. La desigualdad económica se ha traducido en un debilitamiento de la cohesión social y en un fortalecimiento de la violencia, al tiempo que, en un presente de aceleración del tiempo histórico, las instituciones y prácticas democráticas -no siempre eficientes- han sido incapaces de dar respuesta a un electorado deseoso de contestaciones rápidas e inmediatas.

Acechada también por la incorporación de medios digitales y redes sociales en la discusión pública, cuya incidencia tiende a manipular la información y generar noticias falsas, la democracia ha sufrido un proceso de creciente debilidad. Todo lo anterior se ha traducido en un malestar de amplios sectores de la sociedad, en una atmósfera explosiva de desestructuración del tejido social, desafiliación política, desconfianza institucional, precariedad económica, incertidumbre, miedo ante el futuro y pesimismo. Ello ha sido magníficamente representado, en la literatura, el reportaje y la autobiografía francesas contemporáneas a través, por ejemplo, de los textos de Annie Ernaux (1983), Florence Aubenas (2011), Didier Eribon (2015), Ivan Jablonka (2017), Michel Houllebecq (2018) o Nicolás Mathieu (2019), quienes han develado el retrato de la Francia invisible y olvidada (por París y Bruselas) y la vida de quienes habitan en las pequeñas ciudades alejadas de la capital, en los pueblos periféricos o en los barrios marginales y que, agraviados y vulnerables, han visto liquidados sus trabajos, sus comunidades y sus esperanzas de vidas, viviendo la realidad del cierre de fábricas, los trabajos precarios, la pérdida de protección del Estado, la degradación de los servicios sociales y las humillaciones cotidianas, y cuya desmoralización los ha llevado a votar por el Frente Nacional (Eribon, 2015; Gaston y Hilhorst, 2018). Libros como los mencionados, entre otros, han captado los síntomas que han llevado a las recientes revueltas de los “chalecos amarillos”, un movimiento que, a pesar de su dispersión geográfica, reunió a personas de todos los frentes políticos que protestaban contra la degradación de su nivel de vida, reclamando menores impuestos y medidas económicas orientadas a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores y la clase media. En esta tesitura, y ante la incertidumbre, la inseguridad y el pesimismo que recorren a Europa no es casual que los ciudadanos se radicalicen volcándose a apoyar la presencia de “hombres fuertes”, poco afectos a moverse en los laberintos institucionales de la democracia, y a privilegiar los intercambios de argumentos racionales, y cuyo lenguaje repetitivo de odio, con resonancias de un pasado indeseable, penetra de manera tóxica en las mentes y corazones de millones de personas.

Ciertamente, tres décadas después de la caída del Muro de Berlín, no se han cumplido las esperanzas imaginadas en ese momento y lo que se dibuja en el horizonte parece ser una doble vertiente del futuro. Por una parte, La urgencia de inventar(lo) (Baricco, 2019:14) que ha trasladado la ciencia ficción al presente a través de la impresión 3D, los coches sin chofer, la inteligencia artificial (Vega: 2017), el big data, la robótica o la computación cuántica, desplegado en un mundo en el que cada dos años se duplica el conocimiento tecnológico y que próximamente se duplicará cada setenta y tres días, en el que las habilidades laborales se vuelven irrelevantes porque los robots saben hacer mejor y más barato el trabajo, en el que la creación de empleos se dirigirá hacia nuevas actividades que hoy todavía no vislumbramos, y en el que florecen nuevas distopías de insólitas e indeseables sociedades futuras plasmadas, por ejemplo, en series televisivas como Black Mirror (Brooker, 2011) y Westworld (Nolan, 2016), novelas como El cuento de la criada (Atwood, 2017) o Rendición (Loriga, 2017), y películas como Minority Report (Spielberg, 2002) o Elysium (Blomkamp, 2013). Por la otra, la que avizora la penumbra sombría de un futuro que ya ha dejado de ser sinónimo de esperanza y progreso y que se presenta todavía menos promisorio que el presente en términos sociales, económicos y políticos. No es casual entonces que, ante un presente deplorable y un futuro nebuloso, estemos en presencia de un vuelco a la evocación del pasado, desplazando el interés tanto a la memoria como a la nostalgia de éste, para suplir aquello que el futuro no logra brindar (Bauman, 2017).

Pero las texturas de la memoria son complejas y diversas. La memoria de la caída del Muro se ha ido desdibujando y perdiendo su carácter de acontecimiento fundacional de un nuevo tiempo histórico. Hoy, del Muro queda solamente una placa metálica en el suelo de la Bornholmer Strasse, donde por primera vez se abrieron las fronteras entre ambas ciudades de Berlín, con la inscripción “Berlín Wall. 1961-1989”. El Check Point Charlie - el más famoso de los pasos fronterizos del Muro de Berlín, inmortalizado en la novela de John Le Carré: El espía que surgió del frío (1985)- es sólo una atracción turística. Los antiguos barrios que rodeaban al Muro, en aquel entonces más bien pobres y marginales se han convertido en una de las zonas más elegantes del Berlín unificado. Para las generaciones jóvenes, la Guerra Fría significa poco, incluso para los nuevos funcionarios del Servicio Secreto Británico, quienes no tienen memoria de su significado, ni paciencia para sus justificaciones, como bien lo ejemplifica John Le Carré en su última novela El legado del espía (2018). Y ello, paradójicamente, cuando quizá nunca como ahora, el presente -marcado por la dislocación de los parámetros de tiempo y espacio (Bauman, 2001), la disolución de la confianza y la fe en el porvenir y la desterritorialización física y simbólica- tiene como uno de sus sellos distintivos la voluntad social de recordar.

La emergencia de la memoria como preocupación en los más diversos ámbitos geográficos, así como una constante exhortación a “recordar” y un permanente llamado a ejercitar el “saber de la memoria” se han colocado en nuestro horizonte cultural y político como tema de debate central. Lo que incluso se podría denominar “una obsesión memorialista” (Huyssen, 2002) se manifiesta, por ejemplo, en la restauración de antiguos centros urbanos, el culto al patrimonio, la reinvención de tradiciones, la transformación de ciudades enteras en museos, el regreso a modas pasadas, la proliferación de exposiciones históricas y fotográficas así como de documentales televisivos, la popularización de la escritura de memorias y biografías, el resurgimiento de la novela histórica, la multiplicación de archivos, fechas conmemorativas y placas recordatorias, la recuperación de memorias y museos regionales, el entusiasmo por las genealogías, etcétera (Huyssen, 2002), al tiempo que, también paradójicamente, la memoria se convierte en un conjunto de bites almacenados en un dispositivo computacional.

En esta línea, indudablemente Europa ha vivido un proceso de reactivación de la memoria. La caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría reavivaron la memoria de muchos países europeos frente a su pasado al posibilitar que archivos, documentos y testimonios hasta entonces celosamente guardados, salieran a la luz pública, alentando nuevos análisis e investigaciones que reinterpretaran la historia reciente e incluso, en muchos casos, el reconocimiento de culpabilidades silenciadas durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX. Así, en Alemania, por ejemplo, si bien la apertura al análisis histórico del período nazi (y su consecuencia más trágica, el Holocausto) comenzó a mediados de los sesenta a partir del impacto que tuvo el proceso a Adolf Eichmann en Jerusalén y del cuestionamiento de las nuevas generaciones a sus padres, el fin de la Guerra Fría planteó en el debate público nuevas interrogantes en torno al significado de un pasado que, sin duda, no había concluido en 1945. En este sentido, la película La lista de Schindler (Spielberg, 1993) impactó profundamente a los adolescentes alemanes, así como el controvertido libro de Daniel Goldhagen, Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto (1997), el cual replanteaba las interrogantes sobre las responsabilidades colectivas de toda la nación alemana en el Holocausto, causó un fuerte y sorprendente impacto sobre la sociedad alemana. En Austria, a su vez, la acusación en 1986 de que Kurt Waldheim, ex Secretario General de la onu, había participado como oficial de la Wehrmacht en ejecuciones en Los Balcanes, y la llegada en 1999 del ultra derechista y simpatizante nazi Jorge Haider al poder motivaron una profunda reflexión crítica en relación al pasado reciente, la cual cuestionó la narrativa oficial de que ese país había sido la primera víctima del nazismo -eximible por tanto de cualquier responsabilidad en los crímenes nazis- sino que, por el contrario, Austria se había adherido fervorosamente a este régimen político, amén de que el nazismo tuvo fuertes raíces en Austria. De igual modo, Francia también se ha enfrentado recientemente con algunas páginas oscuras de su historia en especial aquellas referidas a los años de la ocupación alemana. En 1995 el entonces presidente Jacques Chirac reconoció el papel real que jugó el gobierno del Mariscal Petain y sus políticas antisemitas en la aniquilación de gran parte del judaísmo francés durante los años de la ocupación alemana y la República de Vichy (1940-1944). Asimismo, las revelaciones de las atrocidades cometidas por el ejército francés durante la guerra de Argelia (1955-1957) dejaron cicatrices profundas en la conciencia colectiva francesa. También en Europa Central y Oriental, el peso de la memoria resurgió en el escenario de los nuevos mapas geopolíticos creados en esa región desde la caída del Muro de Berlín. La incertidumbre del futuro en la región, reforzada por el rechazo al antiguo régimen político y el desencanto provocado por la economía de mercado, se tradujo no sólo en un reflujo hacia el pasado, el suelo, la tierra y la memoria de principios casi míticos de identidad, sino también en la revisión de capítulos recientes y controvertidos de la historia nacional. Un ejemplo lo constituye, en la Unión Soviética, el reconocimiento de la matanza de oficiales, soldados y civiles polacos ocurrida en mayo de 1940 en el bosque de Katyn a manos de las tropas soviéticas, documentada a partir de la apertura de los archivos de la KGB en 1990.

Pero, al mismo tiempo que Europa se confrontaba con viejas heridas al recuperar la memoria de lo ocurrido en décadas recientes, paulatinamente también la memoria de un pasado ultranacionalista, xenófobo y racista volvía a recorrer al viejo continente, en un entorno de profunda desestructuración del tejido económico, social y cultural europeo y en el que movimientos de derecha, que constituyen una respuesta agresiva a la falta de horizontes de expectativas (Traverso, 2018: 16), opuestos al proceso de integración europeo en nombre de “la defensa de la nación” asediada por migrantes (latinos, negros, musulmanes) y defensores de las soberanías nacionales y del proteccionismo económico, evocan retóricamente principios de los movimientos fascistas del período de entreguerras del siglo pasado, sin ser necesariamente similares a ellos pero inspirados en su matriz ideológica (Traverso, 2018). En la actualidad, Austria, Dinamarca, Finlandia, Francia, Holanda, Hungría, Italia, Polonia y Suecia cuentan con partidos xenófobos cuya presencia política es importante. En Alemania, donde toda reminiscencia del nazismo puede ser castigada con cárcel, hay noventa y cuatro diputados de extrema derecha, simpatizantes neonazis, en el Parlamento. En las últimas elecciones de 2019 para el Parlamento Europeo, la Liga del Norte arrasó en las elecciones italianas, apareciendo por primera vez en su historia como el partido más votado del país. En Polonia, el ultraconservador partido Ley y Justicia se impuso con el cuarenta y seis por ciento de los votos (El País, 2019). En Francia, a su vez, el triunfo del Frente Nacional, dirigido por Marine le Pen, reafirmó la fuerza política de ese partido de ultraderecha, obligando al presidente Emmanuel Macron a endurecer su tono en materia migratoria. En Inglaterra, el Partido del Brexit, que apoya la salida inmediata de la Unión Europea, también ganó con contundencia, logrando más de treinta por ciento de los votos y veintiocho eurodiputados; en Grecia, el triunfo del partido conservador Nueva Democracia empujó al primer ministro, Alexis Tsipras, a adelantar las elecciones legislativas, mismas que perdió. En Europa del Este, países como Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia, que ven en la Unión Europea una protección en relación con Rusia, pero que se muestran recelosos de lo que perciben es un avasallamiento por parte de Bruselas, también se han radicalizado hacia la ultraderecha con un virulento discurso nacionalista y anti migratorio.

Pero también, en otra extraña paradoja, en una Europa que desea un cambio profundo frente a un presente deplorable y un futuro percibido casi como cataclísmico, otra mirada al pasado recorre a Europa: la de la nostalgia, es decir, la añoranza por un tiempo, un lugar o un hogar perdidos que ha dejado de existir, o que quizá no existió nunca (Boym, 2015) y que, en gran medida, se idealiza o resulta inalcanzable. Síntoma de nuestro tiempo, la nostalgia convierte al pasado en hogar frente a la fragmentación social, el colapso de la seguridad pública, el estancamiento económico y el deterioro de las clases trabajadoras, el miedo ante los flujos migratorios percibidos como amenaza frente a la propia precariedad social (Bauman, 2016), y la ruptura de una idea de “comunidad” que comparte valores comunes. Lamento por un tiempo distinto que se fue, evocación de un lugar que ya no existe, sentimiento de extrañeza ante un mundo en el que nada parece estar ya en su lugar, la nostalgia se convierte, ante el cierre de todo escenario utópico, en imaginario del futuro ubicada en el ayer (Boym, 2015; Bauman, 2017). Mecanismo de defensa en una época de aceleración del ritmo de vida y de agitación histórica (Boym, 2015:14), poderoso antídoto ante el malestar social, la nostalgia recorre Europa como el sentimiento generalizado de que el pasado fue mejor y, en esta línea, los ciudadanos europeos han comenzado a depositar sus esperanzas cada vez más en la nostalgia de un pasado que ofrecía -de manera idealizada- estabilidad social y económica, homogeneidad cultural, perspectivas de trabajo seguro, movilidad social, noción de comunidad, confianza en la política, valores firmes y pertenencia social en la cual reconocerse. En esta línea, podría afirmarse que una mayoría de los ciudadanos europeos viven en una atmósfera de nostalgia. Así lo evidencia, por ejemplo, un reportaje publicado a fines de 2018, basado en una encuesta representativa realizada en julio de 2018 con casi once mil ciudadanos europeos en Francia, Alemania, Italia, Polonia y España, que revela que sesenta y siete por ciento de los ciudadanos de la Unión Europea afirman que el mundo solía ser un lugar mejor en el pasado (de Vries y Hoffmann, 2018). Según este mismo estudio, en Francia este porcentaje es de sesenta y cinco por ciento; en Alemania, de sesenta y un por ciento; en Italia, de setenta y siete por ciento, y en Polonia, de cincuenta y nueve por ciento. Asimismo, otro extenso estudio realizado a través de focus groups con un amplio conjunto de ciudadanos en ciudades inglesas, francesas y alemanas, reveló que el sesenta y tres por ciento de los ciudadanos británicos consideraban que su vida era mejor cuando crecían; cincuenta y cinco por ciento estimaba que las oportunidades de trabajo eran más accesibles en el pasado, y más del setenta y un por ciento pensaban que sus comunidades se habían erosionado en el curso de sus vidas (Gaston y Hilhorst, 2018). En el caso francés, y de acuerdo con este mismo estudio, cuarenta y seis por ciento opinaba que hace cincuenta años la vida era mejor para ellos, y sesenta y un por ciento afirmaba que no se sentían que el presente fuera su “hogar” (Gaston y Hilhorst, 2018). En Inglaterra, y junto a la insatisfacción con el presente y la ansiedad con respecto al futuro, los sentimientos de nostalgia también están nutridos por la evocación de un pasado glorioso: la resistencia heroica frente a la Alemania nazi entre 1939 y 1941 pero también la memoria de un pasado imperial que le daba al país el status de gran potencia y le confería un sentido de identidad (Gaston y Hilhorst, 2018). En un país como Inglaterra, profundamente dividido en términos geográficos, sociales, educativos, partidarios y económicos, la nostalgia del momento de triunfo nacional que representó la victoria en Europa en 1945 -representada en la cultura popular por películas como Dunkerque, El discurso del rey o Las horas más oscuras, así como la nostalgia de los días del Imperio -tal como aparecen en la serie Downton Abbey- ha dejado huellas sobre un imaginario colectivo marcado por el orgullo de su tradición histórica, cultural y política, pero que se encuentra hoy en declive ante las fuerzas arrasadoras de la globalización, las políticas de Bruselas y la inmigración. Ciertamente, y evidenciando una vez más el uso político de la historia y la memoria, la campaña a favor del Brexit no sólo aprovechó los sentimientos de malestar social existente entre vastos sectores de ciudadanos ingleses, sino también la nostalgia por el pasado colonial y su papel como elemento constitutivo de la identidad nacional, prometiendo recuperar la antigua grandeza de Gran Bretaña, constreñida dentro de la Unión Europea.

En el caso de Francia, un país orgulloso por haber sido la cuna del espíritu revolucionario, grandes ideologías políticas, una cultura de libertades civiles y grandes aportes intelectuales y artísticos, pero que en la actualidad -en medio del estancamiento económico y la disfuncionalidad política- cada vez su influencia en el mundo es menor, la nostalgia no sólo está referida a las décadas transcurridas entre 1946 y 1975 -un período de crecimiento económico, elevación de los niveles de vida, empoderamiento histórico de los trabajadores industriales, existencia de un Estado que proporcionaba seguridad social y protección laboral, y florecimiento intelectual- (Gaston y Hilhorst, 2018) sino también a la añoranza de haber sido una gran potencia colonial. La pérdida de Argelia es, todavía, una herida sin cerrar. La nostalgia fue, también, en el caso francés, utilizada políticamente durante la última campaña presidencial en 2017. Así, por ejemplo, Marine Le Pen apeló al voto de los franceses de Argelia que abandonaron la antigua colonia en 1962, cuando ésta se independizó, y cuya nostalgia los llevó a adherirse al Frente Nacional, al tiempo que abogaba simultáneamente por la restitución de la gran herencia cultural francesa amenazada por la inmigración. A su vez, el candidato socialista Jean Luc Melenchon evocaba la historia de las luchas obreras en Francia y la pérdida de valores nacionales frente a la cultura anglosajona y la globalización (Gaston y Hilhorst, 2018).

En Alemania, la complejidad de la reunificación que, de hecho, significó la absorción de la estructura social y económica de lo que fuera la República Democrática Alemana por parte de Alemania Occidental, y que se tradujo en la creación de una “frontera interior invisible” en el país recientemente unificado, alentó la nostalgia -ciertamente no de los mecanismos represivos ni tampoco sólo en términos de un bienestar económico- sino por la cultura, la identidad y las formas de vida de un mundo ya desaparecido, relativamente más inteligible que el actual, y ajeno a la competencia, la atomización social y el individualismo (Gaston y Hilhorst, 2018). Y en el caso de la extinta Unión Soviética, la nostalgia, (manifestada en un nuevo culto a Stalin, la recuperación del himno soviético y la añoranza del “gran Imperio” que fue la antigua Unión Soviética) también está ampliamente extendida en la Rusia actual. Un estudio reciente revela que sesenta por ciento de los ciudadanos rusos lamenta que la Unión Soviética se haya desintegrado, y quisiera regresar a un régimen político que les aseguraba derechos sociales básicos (Rojas, 2018). A ello habría que agregar la nostalgia por la pérdida de pertenencia a una gran potencia -un tema reivindicado permanentemente por Vladimir Putin- y, en el entorno de la anomia posterior a 1990, la nostalgia por el sentido de “hogar” que proporcionaba “la gran patria soviética” (Aleksiévich, 2015; Matos, 2018).

Si se quisiera condensar los treinta años transcurridos entre la caída del Muro de Berlín y nuestra realidad contemporánea, se podría afirmar que, si 1989 prometió una utopía encauzada hacia un futuro venturoso, hoy vivimos una utopía retrospectiva para trascender el presente. ¿Cómo construir, entonces, políticas sensibles al pasado y que sean, al mismo tiempo, propuestas para un futuro mejor?

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Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 10 de Octubre de 2019

Gilda Waldman es doctora en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es Profesora de Tiempo completo de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Sus líneas de investigación: teoría social, literatura y sociedad, historia y memoria. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Memoria y literatura: el pasado que no pasa. Resonancias de la dictadura en tres generaciones de escritores chilenos contemporáneos” (2019) Verbum et Lingua (13); “Caleidoscopio de cuerpos en la sociedad contemporánea. Apuntes para una reflexión” (2019) en Maya Aguiluz, Comparecen los cuerpos. Materias y fronteras. Ciudad de México: Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades, UNAM; “Cuando las Ciencias Sociales y la literatura se reconcilian. “Historia de los abuelos que no tuve” (Ivan Jablonka). Un itinerario de lectura” (2018) en Alberto Trejo y Gilda Waldman, Pasaporte sellado. Cruzando las fronteras entre Ciencias Sociales y literatura. Ciudad de México: UAM-Xochimilco.

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