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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México ene./abr. 2020  Epub 05-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.72002 

Dossier

El Muro como frontera; su caída como proceso. A treinta años de la caída del Muro de Berlín

The Wall as a Border; Its Fall as a Process. Thirty Years after the Fall of the Berlin Wall

Judit Bokser Misses-Liwerant 

Federico José Saracho López∗∗ 

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <judit@liwerant.com>.

∗∗ Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <fsaracho@comunidad.unam.mx>.


RESUMEN

El 9 de noviembre de 1989 el mundo asistía, sorprendido, a la transformación de los contornos de la realidad. La caída del Muro de Berlín fue un acontecimiento que se tornó el símbolo del fin de la Guerra Fría, del orden internacional vigente, de los sentidos comunes de la población mundial y, por tanto, del siglo XX corto, como lo pensaría Eric Hobsbawm. Pensar la caída del Muro, 30 años después, resulta una tarea imperiosa. Al igual que en el análisis conjunto de 1968 y sus movimientos en el mundo, en este texto somos nuevamente convocados por la historia, y por la memoria, a procurar repensar un momento particular, ese icónico derrumbe, desde una perspectiva transnacional que dé luz tanto a los procesos del pasado como a la configuración de nuestro presente.

Palabras clave: Muro de Berlín; frontera; procesos de globalización; transnacionalismo; liberalización; regresiones políticas

ABSTRACT

On November 9th, 1989, the world witnessed in shock the transformation of the prevailing geo-political configuration. The fall of the Berlin Wall became the symbol of the end of the Cold War, the current world order, of the common senses and worldviews of the world population and, therefore, of the short 20th century, in Eric Hobsbawm’s words. Pondering the fall of the Wall 30 years later is an urgent task. Similar to the analysis the authors carried on of the year 1968 and its movements around the world, this text once again answers the call of history and memory to rethink a particular moment, that iconic collapse, from a transnational perspective that sheds light on past processes and on our present constellations.

Keywords: Berlin Wall; borders; globalization processes; transnationalism; liberalization; political regressions

Introducción

Ese 9 de noviembre de 1989 el mundo veía atónito cómo los contornos de la realidad se reformaban. La caída del Muro de Berlín fue un acontecimiento que se tornó en el símbolo del fin de la Guerra Fría, del orden internacional vigente, de los sentidos comunes de la población mundial y, por tanto, del siglo XX corto, como lo pensaría Eric Hobsbawm (2014). Pensar la caída del Muro, 30 años después, resulta una tarea imperiosa. En un reciente trabajo, Timothy Garton Ash (2019) analiza las tendencias contradictorias del impacto de la caída: de la apertura y la liberación a los reemergentes nacionalismos, las xenofobias y las intolerancias tanto de las derechas como de las izquierdas. Si bien esa lectura tiene eco en el mundo que habitamos, nos tienta a perder de vista la complejidad del acontecimiento, y sus múltiples significados y reverberaciones, dejando nuestra atención en fenómenos que, de alguna u otra forma, llevan mucho tiempo acompañándonos (Bokser y Saracho, 2018). Por ello, en este texto somos nuevamente convocados por la historia y por la memoria a procurar repensar un momento particular, ese icónico derrumbe, desde una perspectiva transnacional que dé luz tanto a los procesos del pasado como a la configuración de nuestro presente.

El problema central no está en la representación de esa Berlín dividida y fracturada. De hecho, desde su fundación consistía en dos ciudades, o más bien, dos grandes aldeas. Una se llamaba Berlín y la otra Cölln, ubicadas en bancos de arena opuestos en un punto estrecho en el flujo hacia el norte del río Spree. Cölln, en la orilla occidental, debe su nombre a la antigua ciudad cristiana del oeste de Alemania fundada por los romanos, Colonia (Taylor, 2008). Más bien, consideramos que la problemática reside en la forma de la división: en reconocer ese orden y ese muro como la cristalización del horror del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

La ciudad, como sede del Consejo de Control Aliado, se subdividió en cuatro zonas de ocupación. Aunque la intención era que las potencias ocupantes gobernaran Alemania juntas, las fronteras desde 1947 y el desarrollo de la tensión entre la Unión Soviética contra Estados Unidos, Inglaterra y Francia provocaron que las respectivas zonas de estos últimos se unificaran. Así, el largo proceso de división de Alemania iniciado en 1945 llegaría a su culminación el 13 de agosto de 1961, año de la construcción del Muro. Esta edificación no puede ser entendida sin las dos divisiones y diferenciaciones que sucedieron previamente: la división económica, 1947 y el plan Marshall; y 1949, la constitución de la República Federal Alemana. Estos dos momentos respondieron a aires provenientes de Occidente y el último, la división física, sería emprendida desde la zona oriental. De este modo, aunque en 1961 se pusieron los ladrillos el Muro había comenzado a construirse hacía años atrás.

Es esa Berlín dividida la que nos captura: una ciudad atravesada por la confrontación global. Por ello, ese espacio urbano se convierte en la única frontera material y claramente visible de la Guerra Fría. La ciudad, en su partición, fue también un primer momento para que los espectadores extrafronterizos observásemos una entidad territorial que, a pesar de estar delimitada, coherente, con un grupo de personas que se imagina dentro de la misma comunidad -imaginaria y no por ello menos concreta (Anderson, 2008)- se mantiene fragmentada y separada por una voluntad supranacional. Berlín es una pieza clave para entender el surgimiento de una imaginación transnacional dentro de la opinión pública global, lo que lleva a pensar el mundo en esferas contenidas. La presencia del Muro desata circuitos culturales que trascienden claramente las fronteras nacionales, generando nuevas explicaciones para las interacciones entre los niveles comunales y sociales, globales y locales, nacionales y transnacionales (Bokser, 2002, 2015) que crean y dotan de sentido, no sólo a la Guerra Fría, sino a su mundo.

Por ello, su caída -y la consecuente reunificación de la ciudad y del Estado alemán- se presenta como un acontecimiento: una singularidad que modifica el sentido de la historia, pues da un giro que intensifica las relaciones sociopolíticas de los procesos. Si bien los acontecimientos no dejan de ser el polvo de la Historia (Braudel, 2010), estos se levantan con mayor efervescencia en tiempos de derrumbes.

Podemos argüir que el derribe del Muro es signo de un proceso de destrucción creativa: sus escombros son tanto la precognición como la intensificación de la caída de la Unión Soviética. Así también la polvareda del acontecimiento se transforma en las esporas que darán cuerpo al nuevo discurso que envolverá al mundo: la globalidad, y la consolidación de un imaginario transnacional pleno que, como ya se dijo, se hallaba de forma negada y violenta en las raíces del Muro mismo.

El derrumbe desde sus bordes: el papel de las fronteras exteriores para el colapso interior

Sobre la reunificación alemana, pretendemos afirmar dos cuestiones: la primera, que si bien 1989 es el año en el cual se consolida el proceso, éste va fraguándose desde los años setenta, a raíz del arraigo de la Ostpolitik y de la política de distensión en la Guerra Fría conocida como Détente; es decir, que el derrumbe del Muro comienza cuando éste se acepta como forma de normalidad. La segunda cuestión es que, en realidad, la frontera entre ambas Alemanias cae en la medida en que los Estados que la rodean al interior del Bloque Soviético -, particularmente Hungría y Checoslovaquia- abren sus fronteras a Occidente y se distancian de la URSS. Es decir, que el Muro no es el primer límite de dicho Bloque que comenzaría a debilitarse: en realidad es el último.

El proceso político de la Ostpolitik, orquestado por el canciller socialdemócrata de la República Federal Alemana, Willy Brandt, pretendía disminuir la posibilidad de un conflicto dentro del espacio alemán -las relaciones con las naciones de la Europa del Este incluyendo la Alemania Oriental (Taylor, 2008)-. Desde el gobierno de Konrad Adenauer se mantuvo de forma continua la aplicación de la Doctrina Hallstein que obligaba a la Alemania Federal a romper relaciones diplomáticas con cualquier Estado que reconociera la Republica Democrática Alemana (Pintor, 2010). Asimismo, esta última era concebida como un territorio ocupado, lo cual resultaba sumamente contraproducente. Sumado a ello, las desigualdades en términos económicos entre ambas Alemanias eran notorias. La economía de Alemania Occidental se encontraba en auge: la tasa de crecimiento de la producción industrial fue de 20 % en 1950 y de 18 % en 1951. Aunque la economía experimentó una tendencia descendente a fines de la década de 1960, la Ostpolitik permitió su gradual recuperación (Newnham, 2007).

La firma en 1972 del Tratado Básico consideraba el reconocimiento de una sola Alemania dividida en dos Estados, renunciando a la representación exclusiva de la nación y estableciendo relaciones diplomáticas mínimas. Si bien en la Alemania Oriental este acuerdo fue bien recibido, dentro de la Alemania Federal fue duramente criticado, pues significaba el reconocimiento de la fragmentación del Estado alemán como una situación permanente (Niedhart, 2003).

Así, la Ostpolitik se posicionó como la pieza central del periodo de Détente en donde las dos potencias globales -EE. UU. y la URSS- después de encontrarse nuevamente bajo una intensa presión a raíz de la entrada soviética en Praga en 1968 y la fractura entre la URSS y China, buscaron prevenir el conflicto militar directo y abierto, delimitando las áreas de influencia en espacios estratégicos, como lo era la propia Alemania. Para ello, se desarrollaron intensas rondas de negociación con el propósito de suavizar el estatus de la ciudad de Berlín, que culminaron con el Acuerdo Cuatripartito de 1971, lo que llevaría a establecer reglas de operación para movilizar la convivencia (Sarotte, 2001). Comenzaba a vislumbrarse la paradoja de la fragmentación en el contexto de la globalización que muchos académicos notaron en el mundo desde el “final lento” de la Guerra Fría, en la década de 1980. Aunque parecieran ser procesos separados, la globalización y la fragmentación son, de hecho, aspectos relacionados de un orden geopolítico que iba emergiendo lentamente. (Agnew, 2005).

Muestra de ello es la flexibilización de las fronteras del bloque soviético, en particular la que se abre entre Hungría y Austria. En mayo de 1989, como parte de las acciones enmarcadas en las reformas de la Perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov (Gorbachov, 1988), Hungría entró en un proceso de democratización que vino acompañado de la desarticulación de buena parte de sus controles fronterizos, en una estrategia para dinamizar su economía aprovechando las sólidas bases que había dejado la Ostpolitik. La apertura de la frontera húngara con Austria fue esencial, pues permitió el libre paso de los ciudadanos de la RDA hacia su contraparte occidental, utilizando la misma fragmentación interfronteriza del bloque soviético para convertirla en un punto de fuga de población, inhabilitando todo el sistema de la Innerdeutsche Grenze (Meyer, 2009).

Sin la ayuda de la URSS, el telón de acero comenzó a levantarse y los regímenes comunistas comenzaron a caer. La recuperación o búsqueda de los parámetros del Estado nacional y el nacionalismo comenzaron a extenderse por Europa: Polonia celebró elecciones libres, Hungría reformó su partido comunista, y en Checoslovaquia y Rumania sus líderes comunistas fueron obligados a renunciar. Todo ello alimentó el sueño de los ciudadanos alemanes segregados. El éxodo fue intensivo. Cientos de miles de alemanes orientales cruzaron la frontera húngara, o escalaron las paredes de las embajadas de la fda en Praga, Varsovia y Budapest, donde fueron reconocidos como “ciudadanos alemanes” por el gobierno occidental, aprovechando las relaciones e infraestructuras sembradas por las iniciativas en la Détente (Childs, 2001).

El 6 de octubre de 1989, la visita de Gorbachov a la Alemania Oriental para conmemorar el 40 aniversario de la República Democrática Alemana se convirtió en el parteaguas de su derrumbe institucional, pues en su discurso instó a los líderes de Alemania Oriental a aceptar el cambio y a promover también la apertura democrática. El 18 de octubre, la presión llevó a Erich Honecker a renunciar y veinte días después lo acompañaría todo su gabinete.

Al igual que las instituciones soviéticas, los contornos de la Guerra Fría empezaron a desfallecer, lo que acompañó rápidamente a su infraestructura más famosa: el Muro mismo. Ese 9 de noviembre de 1989, después de un anuncio pasajero sobre la legalización del cruce de personas en la Berlín fragmentada, llevó a un frenesí popular que terminó con su derribo completo, con las imágenes que ha guardado la historia y con un mundo abierto al cambio y a la incertidumbre.

La reunificación de Alemania: la caída de la Cortina de Hierro y la consolidación del velo que envuelve al globo

Tras la caída del Muro, los acontecimientos se sucedieron unos tras otro vertiginosamente para dar la silueta final al proceso, que a la vez reformaría los contornos de Alemania misma. Helmut Kohl, demócrata cristiano, esbozó un plan de 10 puntos para llevar a cabo la reunificación que contemplaba las primeras elecciones libres en Alemania Oriental y la unificación de ambas economías bajo el espectro capitalista (Taylor, 2008). Dichas elecciones fueron celebradas el 18 de marzo de 1990, y produjeron un gobierno cuyo principal mandato era negociar un fin para sí mismo y su Estado, redefiniendo los presupuestos básicos del realismo político, como si anunciara la promesa de una nueva época. Así, el “polvo de la historia” se convirtió en una nube que, al elevarse, envolvió al globo. Cuando finalmente se posó, el mundo ya no era el mismo.

Alemania se reunificó oficialmente el 3 de octubre de 1990, cuando la RDA dejó de existir, al fragmentase en cinco estados federados (Bundeslander): Brandeburgo, Mecklemburgo- Pomerania Occidental, Sajonia, Sajonia-Anhalt y Turingia. Ellos pidieron su adhesión al pacto federal alemán, como lo señalaba la Ley Fundamental Alemana (Grundgesetz) redactada bajo el auspicio de las potencias occidentales al final de la Segunda Guerra Mundial. Así, si bien desde la óptica de la rfa su constitución se extendió simplemente para incluir los territorios perdidos, desde el punto de vista oriental se trató de una anexión. Sin embargo, esta última interpretación tuvo voz poco tiempo, pues 13 meses después (con la firma del Tratado de Belavezha) la URSS se desgajaba y la Cortina de Hierro terminaba de disolverse (Antal, 1994).

El Bundestag en Bonn realizó una votación para volver a posarse en la capital histórica del Estado alemán y consolidar la reunificación de Berlín. El acto final consistió en la modificación de la Grundgesetz, para indicar que “no había otras partes de Alemania que existieran fuera del territorio unificado”, en una búsqueda de enterrar finalmente, junto con el Muro, la sombra del Tercer Reich. En la actualidad los costos de la reunificación se estiman en más de 1.5 billones de euros, ya que la severa asimetría económica entre ambas Alemanias resultó en una pérdida de competitividad repentina para las industrias del Este, lo que las llevó rápidamente al colapso.

La coherencia del mundo bipolar empezó a desvanecerse, desarticulando el bloque comunista y sustituyendo en su lugar 22 Estados abiertos al capitalismo, a la democracia y a la integración al Occidente económico, abriendo la puerta a un nuevo sentido de la mundialización, o bien a una mundialización sin sentido (Laïdi, 1994). Así como el techo reconstruido para el Reichstag, el mundo rápidamente empezó a erigirse como un “palacio de cristal”: un edificio complejo formado por procesos y tendencias paralelas, interactuantes, convergentes y divergentes. Por un lado, la consolidación de un mercado mundial que estructura la vida bajo el rigor del Mercado, que comporta la jurisdicción de la situación financiera, especulativa, penetrante y permanente (Sloterdijk, 2010). Por el otro, Sociedad y Estado se rearticulan. La primera, dando lugar a la afirmación de sociedades civiles robustas, que reclaman para sí el espacio público en la organización de la convivencia, que procuran construir consensos a partir de la heterogeneidad, sin percibirse como fuente de moralidad (Seligman, 1992). El segundo -el Estado- a su vez comprometiéndose con las agendas y promesas del liberalismo y de la democracia, en francos ciclos de avances y regresiones. El sustrato de la visión que acompaña/ba este orden y los propósitos declarados -si bien no siempre reales en su aspiración y concreción- era, entre otros, la promoción de seguridad, libertad, mercados abiertos, libre comercio, derechos humanos, Estado de derecho, igualdad ante la ley, elecciones libres, libertad de expresión, erradicación del racismo, y muchos más. La visión en que se sustentaba es que la democracia y el liberalismo avanzaban el bien público y eran fuerzas estabilizadoras de las relaciones internacionales. Para liberales y demócratas, pues, el acontecimiento de la caída fue vivido como expresión de la consolidación de las libertades individuales, y entendido como el triunfo del liberalismo político y económico sobre el socialismo real. Con el fin de la Guerra Fría, llegaban la construcción de una hegemonía democrático-liberal y el afianzamiento del capitalismo, en cuyo marco muchos llegaron a pensar que las grandes batallas ideológicas serían cosa del pasado. El dictum de Francis Fukuyama (1992) parecía ser el eco mismo de las experanzas que el imaginario convirtió en realidad: el fin de las ideologías, el fin de la Historia

Los procesos de globalización, multidimensionales y multifacéticos -que convocan lo económico y lo social, lo político y lo cultural-, envuelven en su contemporaneidad raíces que pueden rastrearse hasta la estrategia política e ideológica de Estados Unidos para la Guerra Fría: revivir a Europa y desafiar la planificación económica al estilo soviético mediante la estimulación de una economía de mundo libre, comprometida a reducir las barreras al comercio mundial y los flujos internacionales de capital (Agnew, 2005). La convivencia de tiempos históricos diversos dio cuenta de que los procesos de globalización pueden ser contradictorios, tanto intencionales y reflexivos como involuntarios, de alcance internacional a la vez que regional, nacional o local.

Las esperanzas, en efecto, contribuyeron a delinear el reordenamiento internacional caracterizado por la unipolaridad, junto a la búsqueda de nuevas formas de multilateralidad, la caída de los regímenes comunistas europeos -el final del Pacto de Varsovia, la desintegración de Yugoslavia, la escisión de Checoslovaquia, entre otros eventos-; la consolidación de la otan como fuerza disuasiva y ya no meramente defensiva, la formación de los grandes bloques económicos; la guerra preventiva como uno de los nuevos principios de derecho internacional; el debilitamiento de las soberanías; el terrorismo internacional; en fin, las oportunidades y debilidades que tejen los procesos de globalización. Estos, que no son homogéneos, se desplegaron de una manera diferenciada en tiempo y espacio, con desigualdades territoriales y sectoriales que han conllevado a transformaciones cuyo carácter no es unívoco (Bokser, 2004).

El fin de la dominancia del comunismo con la desintegración de la URSS generó un movimiento de corriente y contracorriente, o más precisamente, de presión y contrapresión: sin la presión del régimen comunista, llegaba a su fin la necesidad de contrapresión. De los grandes partidos comunistas en Europa occidental -el primero de los cuales fue el poderoso Partido Comunista Italiano- y con él, del partido anticomunista, el poderoso partido de la Democracia Cristiana. Con similar orientación, aunque en menor medida, este movimiento de presión y contrapresión caracteriza a Francia y otros países del continente. Ante el vacío de partidos, se dio la emergencia de las opciones neo-fascistas, neo-nazis, de extrema derecha y populistas. La realidad, en efecto, se ha mostrado compleja, desafiando los pronósticos optimistas (Sartori, 1994; Levitsky y Ziblatt, 2018; Nussbaum, 2018).

La presencia y fuerza de actores e instituciones trasnacionales, supranacionales o globales transforma radicalmente al Estado: sus facultades, funciones, espacios y territorios en los que concentra su actividad. Parece claro a estas alturas que, lejos de lo que sostenían algunas previsiones apresuradas (Ohmae, 1990; Fukuyama, 1992), los Estados no sólo no desaparecen, sino que siguen siendo actores que influyen decisivamente en muchos terrenos, a niveles nacional e internacional. Se consideran inclusive entre las fuerzas más activas y comprometidas de la globalización. Sin embargo, su status soberano se debilita en varios terrenos: el Estado se vuelve incapaz, por ejemplo, de regular los flujos financieros y comerciales, los derechos de propiedad y autoría, los derechos humanos universalmente sancionados y otras transacciones económicas, sociales y culturales transfronterizas.

De la misma manera, la autoridad del Estado pierde eficacia para reglamentar y aplicar sanciones a las Organizaciones No Gubernamentales Internacionales (ONGI) y se replantea su relación con las comunidades e identidades que desbordan las fronteras nacionales, rearticulando los nexos entre lo local, lo nacional y lo global. El Estado pierde así capacidad reguladora en ciertos ámbitos al tiempo que se fortalece en otros. De este modo, en el marco de la globalización, la soberanía pierde fuerza porque los Estados deben compartir la tarea de gobernar con organismos internacionales públicos, no gubernamentales, privados y cívicos. Paralelamente, hacia adentro, enfrentan nuevas formas de reagrupamiento de la sociedad civil, de participación política individuales y colectivas y de construcción y reconstrucción de la ciudadanía. Todo ello impone esfuerzos de redefinición y precisión en torno a los conceptos de ciudadanía, competencia de lo público y privado, de las relaciones entre sociedad civil y Estado. En esta línea, las nuevas posibilidades de convivencia se dan hoy de manera especial en los márgenes de Estados nacionales sometidos a presiones derivadas de las tendencias simultáneas y contradictorias de integración y recomposición de los Estados.

Los nuevos/viejos sentidos del mundo

El 9 de noviembre de 1989 es una fecha clave porque, como ha afirmado Paul Ricœur, la acumulación de hechos y situaciones precipitaron el tiempo y definieron el presente. Un antes y un después en los que la Modernidad buscó afirmarse en su permanente oscilación entre los proyectos contradictorios que la fundaron: la Ilustración Racionalista y el Historicismo Romántico. El colapso del Muro contribuyó a delinear el reordenamiento internacional, su significado, sus esperanzas y desencantos, paradojas y contradicciones, lo buscado y lo inesperado. Nos plantea, ciertamente, miradas renovadas interrogantes.

Vista la complejidad del acontecimiento, y sus múltiples significados y reverberaciones, nos invita nuevamente a focalizar nuestra atención en fenómenos que, de alguna u otra forma, llevan mucho tiempo acompañándonos. El mundo dividido por el Muro nos exige reconocer ese orden que reflejó su construcción, y al Muro mismo como la cristalización del horror del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

La marcha de la historia se arropa, no pocas veces, de crueles paradojas. El 9 de noviembre de 1989 el mundo celebró jubiloso la caída del Muro. En el complejo escenario europeo, entre las paradojas se proyecta otro 9 de noviembre, el de 1938. Entonces, en la misma fecha de la caída del Muro, un acontecimiento diferente tuvo lugar: la Kristallnacht, la “Noche de los Cristales Rotos”, el primer pogromo de la Alemania nazi y, para no pocos investigadores, el inicio mismo del Holocausto (Katz, 1982; Bauer, 1989). Los cerca de 96 judíos asesinados, los miles de heridos, las más de 1 000 sinagogas quemadas, los 7 500 negocios judíos destruidos, las decenas de cementerios y escuelas vandalizadas, y los 30 000 judíos arrestados y enviados a campos de concentración levantaron un muro que se construyó sobre cimientos históricos.

En los procesos de transición del autoritarismo a modelos democráticos, la configuración de nacionalismos se expresó en la búsqueda de nuevos referentes de identidad nacional que no se orientaron necesariamente a una concepción ciudadana derivada de la construcción del Estado de Derecho, sino que se nutren de los componentes étnicos que conllevan una larga historia de antisemitismo (Habermas, 1995). Así, la redefinición del mapeo étnico y nacional dio testimonio del doble movimiento de apertura hacia nuevas formas de organización socioeconómicas y políticas y, simultáneamente, de una explosión de localismo y conflictos étnicos más o menos xenofóbicos, que han conducido a que algunos autores hagan una lectura en línea directa con el nacionalismo que acompañó el inicio del siglo XX. De acuerdo con Gellner (1994), el siglo XX ha gestado dos grandes explosiones de nacionalismos: la de la primera Guerra Mundial y la que se desarrolla a partir de la caída del Muro y de la disolución política de la URSS. La transformación de grandes grupos culturales previamente dominantes en minorías, en el marco de nuevas unidades nacionales, facilitaron las condiciones para la emergencia de movimientos étnico-nacionalistas. Cabe destacar que en el seno de la realidad misma de la URSS, la carencia de libertades y las condiciones de discriminación condujeron a la gran emigración de los judíos. Primero cautelosa, a partir de los primeros meses de 1989, y masiva tras el mes de octubre. Si vemos la tendencia en esos años los números son reveladores. En 1986: 201; 1987: 2 064; 1988: 2 231; 1989: 12 932; 1990: 185 227; 1991: 152 142. La interconectividad global en este cambio epocal se manifestó en la llegada de esta alyia -inmigración a Israel- de un influjo cuantitativo y cualitativo que impulsarían de manera sustantiva la nueva sociedad (Israel Central Bureau of Statistics, 1986, 1987, 1988, 1989, 1990, 1991).

Mientras que la desintegración del bloque eurocomunista condujo a la desaparición de la escena internacional de regímenes que fueron una fuente fundamental del antisemitismo en las últimas décadas, particularmente en Polonia (Bokser y Saracho, 2018), dicho colapso generó nuevos referentes de tensiones inéditas y de actitudes y manifestaciones antijudías. Inicialmente en Europa oriental y en regiones en las que el prejuicio y la violencia política pasaron a ocupar un lugar importante, el antisemitismo se convirtió en la linguae franca manifiesta o latente de sectores y plataformas políticas excluyentes, erosionando el tabú al que estaba sometido el antisemitismo desde la posguerra (Tel Aviv, 2018). Sin embargo, dicha erosión no se ha visto reducida a esta región, sino que se amplía y se extiende a otros países de Europa occidental, conduciendo a nuevas interacciones entre viejos y nuevos prejuicios y motivaciones, provenientes de los extremos del espectro político -tanto de las derechas, como de los extremismos islámicos y de las izquierdas. Su expresión discursiva y la difusión de su carácter de narrativa cultural atraviesa, sin embargo, toda la gama de posturas políticas. Los dos estudios comprensivos sobre las Percepciones y Experiencias del Antisemitismo en Europa llevados a cabo por la FRA-European Union Agency for Fundamental Rights en 2012 y en 2018 en 12 países, así como los análisis intermedios de los investigadores participantes así lo atestiguan FRA (2013); DellaPergola y Staetsky (2015); Staetsky y Boyd (2014); Dencik y Marosi (2017). Las nuevas y viejas formulaciones y métodos del antisemitismo se han extendido, atravesando regiones, y ha devenido una ideologia y un movimiento transnacional, rearticulándose a escala nacional, regional y global (Volcow, 2007; Bokser, 2019b).

De este modo, bien podemos afirmar que ni los conflictos que atraviesan la realidad ni la historia misma se acabaron. Tampoco el mundo se desterritorializó en el seno mismo de un nuevo transnacionalismo. Sin embargo, la caída del muro de Berlín se mantiene para unos como un suspiro de esperanza, como un momento vivido donde los espectadores, gracias a la transmisión televisiva, sabían sin lugar a duda que estaban presenciando historia viva. Un mundo quedaba atrás mientras que otro abría sus alas, lleno de expectativas, de dudas e incertidumbres. Para otros, la caída representó el fin de una esperanza, pues había apego a lo que representaba ese mundo que terminaba, si bien se reconocía que lo realmente existente era una pálida imagen de lo que podía ser; el derrumbe fue interpretado como el fin de esa particular forma de soñar con los pies en la tierra.

El nuevo mundo y su nuevo presente significó la consolidación final de la escala global, con sus flujos irrestrictos, consolidando la transnacionalidad como nueva normalidad reconocida. Así, también significó la eliminación de la “exterioridad” de cualquier sociabilidad enmarcada al interior de la nueva esfera:

El espacio interior del mundo del capital no es un ágora ni una feria de ventas al aire libre, sino un invernadero que ha arrastrado hacia dentro todo lo que antes era exterior. Con la imagen de un palacio del consumo de alcance planetario puede someterse a discusión el clima excitante de un mundo interior de mercancías integral. En esta Babilonia horizontal la condición humana se convierte en una cuestión de poder adquisitivo, y el sentido de la libertad se manifiesta en la capacidad de elegir entre productos del mercado, o de producir uno mismo tales productos. (Sloterdijk, 2010: 30)

Anotemos, simultáneamente, que el orden mundial no es estático ni exhibe contornos fijos. El momento unipolar de hegemonía indiscutida de Estados Unidos ya no es el que prevalece. Rusia ha reemergido como una potencia y China está recorriendo un rápido camino de dominación económica, abriendo así a las nuevas convergencias entre capitalismo y regímenes autoritarios o democracias iliberales.

De manera general podemos afirmar que si bien el orden que prevalecía, preñado de antagonismo y rivalidades, estaba comprometido con un sustrato de valores que reclaman -sin siempre respetar- la universalidad de la democracia y el ideal liberal, la última década muestra tendencias de reversión que arrojan dudas sobre su frágil estabilidad, siempre en construcción.

Las propias acciones de las potencias han impactado, debilitando, el ordenamiento y los consensos; provocando la crisis del ethos de las democracias liberales y su tránsito a nuevas formas de democracias iliberales (Mounk, 2018; Bokser, 2019a). Entre los múltiples índices de medición de la democracia en el mundo, los ranking de Freedom House señalan que en los últimos trece años ha habido un consistente deterioro en el mundo de las libertades cívicas y de los derechos políticos (Freedom House, 2019). Así, otros acontecimientos y procesos que han abonado a esta regresión se han dado cita en la historia: las crisis financieras mundiales de 2008, la creciente desigualdad que ha acompañado la globalización, el desvanecimiento de las esperanzas que la Primavera Árabe despertó, la erosión en Occidente de la política de puertas abiertas -selectiva en la historia- y del ideal cosmopolita, a la luz del terrorismo y del extremismo islamista, entre otros. A ello debemos agregar la disminución de la capacidad de los gobiernos de lidiar con los desafíos internos y externos, debido a la propia redefinición de los atributos estatales; la crisis de identidad europea y el Brexit, los fracasos militares de Estados Unidos en Irak y Afganistán, el rol de Irán y los cambios en el problemático acuerdo nuclear, Corea del Norte y su amenaza nuclear, las redefiniciones en el Medio Oriente y el drama de Siria, y ciertamente las tensiones y la pluralidad de actores en la cuestión palestina.

Es un complejo panorama que ha dado lugar a crecientes extremismos de izquierda y de derecha, con impulsos tribales como sustrato de la redefinición del Estado. Como contraverdad de la apertura de nuevos horizontes de vida que conducen al conocimiento y reconocimiento del Otro, se mantienen murallas que siguen cerrando espacios y deslegitimando la diferencia. A la par de la interacción e interdependencia entre las diversas regiones del mundo coexiste la cerrazón que se traduce en un renovado cuestionamiento -cuando no negación- de la alteridad. Al tiempo que las sociedades abiertas han apostado a una cultura de la convivencia -como principio básico de coexistencia con la diversidad- se han exasperado por igual los sentimientos primordialistas, religiosos y étnicos, las actitudes y manifestaciones antiextranjeras y las expresiones racistas contra inmigrantes, trabajadores extranjeros, exiliados, refugiados… contra los Otros de hoy y de ayer. La discriminación contra los nuevos Otros ha intensificado, a su vez, las expresiones de rechazo a los Otros de siempre.

Si nuestra atención se dirije a quienes estaban asfixiados por un Muro y una Cortina de Hierro, el panorama que se desprende exhibe diferencias notorias en su recorrido desigual hacia libertades y democracias. El peso de la historia pasada y de las culturas nacionales -e imperiales- marcan los perfiles de las transiciones políticas y sociales, de los avances y retrocesos a treinta años del gran acontecimiento. Rusia carga con el peso de una tradición de centralización jerárquica y obediencia que se construyó en su experiencia zarista y comunista. La carencia de gobiernos locales, de pluralismos multipartidarios y de organizaciones voluntarias explican la reconfiguracion autoritaria del poder con Putin. Ucrania, a su lado, en sentido opuesto, carente de una tradición de identidad y Estado nacional (Yekelchyk, 2007; Kubicek, 2008). Los Estados Bálticos, oscilando en sus transiciones, con debilidades estructurales en economía frágiles (Bernhard, 1993). Para los países de Europa Oriental, el recorrido ha tenido sus peculiaridades -convergentes y divergentes-. Como bien analiza Aviner (2019), Checoslovaquia conoció la democracia entre las dos Guerras Mundiales; mientras que Polonia y Hungría no lo han conocido, pero han tenido la experiencia de sociedades civiles autónomas (Gliński, 2011; Frentzel‐Zagorska, 1990). Sin embargo, junto a la democratización asomada, persisten ideologías populares intolerantes y nacionalistas. Bulgaria y Rumania sufren los estragos de regímenes corruptos (Ganev, 2007; Verdery, 1993; Papadimitriou y Phinnemore, 2008); Yugoslavia, por su parte, ha vivido su propia experiencia de desintegración -hoy convertida en siete repúblicas- en las confrontaciones étnicas, la experiencia de lo que llamamos balcanización (Avineri, 2019; Jovic, 2001; Meštrović, 1994; Cohen y Dragović-Soso, 2007; Ramet, 2002).

Si nuestra mirada se dirige hacia América Latina, encontraremos que el fin de la Guerra Fría ha traído tanto aperturas democráticas como crisis de la idea misma de democracia. Hallaremos que la globalización ha cristalizado el carácter dependiente de las economías de la región, a la vez que ha permitido su crecimiento desigual tras una larga sucesión de crisis económicas que se acompañan de circuitos de violencia, de inestabilidad civil, del surgimiento de gobiernos autoritarios, o de proyectos sociales innovadores. En efecto, las modalidades que la estructuración de América Latina en el escenario internacional ha asumido en los tiempos de la globalización han sido, a la vez, heterogéneas e inconsistentes, esperanzadas y contradictorias, demarcando de un modo diferenciado sus ciclos de oportunidades políticas y conflictos sociales, de democratizaciones y desaceleraciones económicas. La apertura ha significado simultáneamente cambios con signos positivos y consecuencias negativas. En escenarios de ambivalencias constructivas, las crecientes tensiones reinantes en el entramado de la sociedad han conducido a sostenidos flujos emigratorios que marcan una realidad compleja. Nuevamente observamos paradojas tejiéndose a través de regímenes cambiantes, que han hecho evidentes las limitaciones del Estado para estructurar la vida social y moderar los conflictos que en ella se suscitan. La dificultad histórica de conciliar igualdad política y desigualdad socioeconómica se ha expresado de manera aguda -y no en pocas ocasiones, violenta- en sociedades expuestas tanto a los procesos de incorporación como naciones periféricas a modernidades democráticas, como a los procesos de globalización (Forment, 2003; O’Donell, 2004; Bokser, 2016; Lagos 2018).

Aunque la sociedad nacional ha continuado siendo el universo habitual que reclama el marco de referencia de la vida cotidiana, la experiencia histórica ya no se agota en ese espacio. Tanto el territorio de la nación como sus horizontes simbólicos han perdido vigor en la multiplicación y difusión de mapas cognitivos y normativos. En estos, tendencias globalizantes introyectadas en las esferas de lo nacional se han combinado con procesos de individualización que nos hablan de referentes normativos y de la competencia entre esquemas interpretativos que dificultan la elaboración de un solo marco de referencia colectivo. Así, la idea de diversidad cultural ha tomado distancia tanto de las pretensiones asimilacionistas derivadas del liberalismo como de las tribulaciones de un nacionalismo en busca del alma nacional reconfigurada como mito legitimador (Menéndez, 2001). A su vez, y al igual que en el escenario europeo, los reclamos de reconocimiento que provienen de identidades primordialistas amenazan con recuperar aquel esencialismo que caracterizó a lo nacional, lo que estrecha los márgenes del pluralismo y de la tolerancia.

Así, en 2019 nos enfrentamos a un orden mundial cambiante, que a su vez no puede ser considerado solamente en su escala global, sino que se expresa como transnacionalidad viva: como circuitos transfronterizos que no se limitan a las fronteras estatales o a los límites de lo nacional. La nueva realidad hace estallar el concepto: atraviesa las fronteras de los cuerpos, de los lugares y reinterpreta los diferentes contornos reorganizando e interconectando de forma acentuada los arreglos regionales, los límites del Estado y la resignificación de lo local. Ello nos lleva nuevamente a reflexionar las raíces de ese transnacionalismo en el Muro y en su ciudad. Las marcas de ese pasado/presente dividido y segregado aún son visibles en la morfología de Berlín. El lado occidental que era aproximadamente cinco veces el tamaño de París tenía menos presión demográfica que Berlín Oriental, por lo que los edificios de gran envergadura eran casi inexistentes.

Por otro lado, el Este proyectó su modernidad a través de la transformación de la Alexanderplatz y la producción de suburbios arquitectónicamente homologados. Las estatuas de Marx y de Lenin todavía se pueden encontrar en el viejo este de la ciudad (Dumont, 2009). Cada lado se convirtió en la antítesis y el enemigo del Otro, pero también en la parte incompleta que quedaba por incorporar. El Muro, que al mismo tiempo desgarra y sutura la ciudad, podría verse como un “guion” entre los Otros que simultáneamente yace fuera y dentro de sí (Bach, 2013). Ahora, la ciudad de Berlín es una ciudad globalizada, donde, si bien sus contradicciones ideológicas fueron subsumidas, sus estructuras materiales permanecen y les dan alteridad e identidad a sus formas. A la vez, da cabida a sus impulsos primordialistas, a sus antiguas discriminaciones y a esos Otros dentro de su historia evanescente, que hacen pasarela para dar luz a la contradicción que dejó la esperanza, sin con ello negar a la esperanza en sí.

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Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 25 de Octubre de 2019

Judit Bokser Misses-Liwerant es doctora en Ciencia Política por la UNAM. Es profesora titular, nivel C, de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en donde actualmente se desempeña como Directora-Editora de la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. Sus líneas de investigación son: minorías y representación, identidades colectivas y procesos de globalización, racismo, antisemitismo, judaísmo contemporáneo, diásporas, transnacionalismo. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Acercamientos conceptuales y socio-históricos a Múltiples Modernidades: secularización, laicidad e identidades colectivas” (2019) en Pauline Capdevielle y Fernando Arlettaz (eds.) Escenarios actuales de la laicidad en América Latina. Ciudad de México: Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM; “La producción científica en un contexto de transformación social” (2019) Revista Mexicana de Sociología, 81(4); (con Federico José Saracho López) “Los 68: movimientos estudiantiles y sociales en un emergente transnacionalismo y sus olas dentro del sistema-mundo. A manera de editorial” (2018) Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, 63(234).

Federico José Saracho López es candidato a doctor en Ciencias Políticas y Sociales y maestro en Estudios en Relaciones Internacionales por la UNAM. Profesor de las facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, es además cofundador y co-coordinador del Seminario sobre espacialidad, dominación y violencia, de la ffyl. Sus líneas de investigación son: geopolítica, producción del espacio, regiones internacionales y Teoría Crítica. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Sobre el espacio de la identidad. La fabricación de la nación y la geopolítica de su contradicción (2019) Ciudad de México: Monosílabo; (con Judit Bokser Misses-Liwerant) “Los 68: movimientos estudiantiles y sociales en un emergente transnacionalismo y sus olas dentro del sistema-mundo. A manera de editorial” (2018) Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, 63(234); (con Fabian González Luna y David Herrera Santana) Apuntes teórico - metodológicos para el análisis de la espacialidad: aproximaciones a la dominación y la violencia. Una perspectiva multidisciplinaria (2017) Ciudad de México: Monosílabo.

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