SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.65 número238Escenarios y desafíos de la ciudadanía digital en MéxicoLa Teoría Crítica y el pensamiento decolonial: hacia un proyecto emancipatorio post-occidental índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versão impressa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México Jan./Abr. 2020  Epub 05-Fev-2020

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.69399 

Artículos

¿Qué hacer frente a la llegada inminente del otro? Reflexiones en torno al concepto de hospitalidad de Jacques Derrida

How to Face the Imminent Arrival of the Other? Some Thoughts on Jacques Derrida’s Concept of Hospitality

María José Pantoja Peschard 

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <mjpantoja@politicas.UNAM.mx>.


RESUMEN

Jacques Derrida defiende que la mejor manera de abordar la urgente cuestión que suponen las migraciones transnacionales es desde la perspectiva de la hospitalidad. En este trabajo se hace un análisis filosófico de este argumento. Para ello se discute, primero, cómo entiende Derrida la hospitalidad y cómo, este autor, deriva a partir de este concepto una relación indisociable pero inherentemente contradictoria entre la política y la ética. Después se explica cómo este nexo entre ética y política lleva a Derrida a concluir que es posible y necesaria una política de hospitalidad que, ante la llegada del otro, se esfuerce por acogerlo de manera incondicional, y que esto supone que es posible formar vínculos sociales y políticos más allá del Estado, fundados en la hospitalidad.

Palabras clave: hospitalidad; política; ética; migración

ABSTRACT

Jacques Derrida argues that the best way to approach today’s urgent matter of transnational migration is to adopt the perspective of hospitality. This paper conducts a philosophical analysis of this argument. First, it discusses Derrida’s understanding of hospitality, and how this concept allows him to claim that there is an inextricable yet contradictory relationship between ethics and politics. It then explains how this link between ethics and politics leads Derrida to conclude that a policy of hospitality that strives to welcome the other unconditionally is both possible and necessary, and that this implies that it is possible to build social and political bonds beyond the nation-state and grounded on hospitality.

Keywords: hospitality; politics; ethics; migration

Introducción

¿Qué hacer frente al inevitable arribo del otro, del extranjero? Más aún, ¿qué hacer ante esta inminente visita (que de hecho ya aconteció) sin que la bienvenida signifique violentarlo? Estas son preguntas pertinentes y necesarias, a la luz de las crecientes migraciones masivas transnacionales.

Hoy en día vemos constantemente imágenes de desplazados: ya sean las caravanas de miles de migrantes centroamericanos cruzando el territorio mexicano con la intención de llegar a Estados Unidos; a los sirios que han sufrido la devastación de su país y han tenido que salir huyendo en busca de refugio en los países europeos; o a los numerosos africanos hacinados en barcas endebles tratando de atravesar el Mediterráneo sin tener certeza de que saldrán con vida de ese viaje, entre otros casos. Por eso regresan a nosotros estas preguntas, que tal vez nunca se han ido. Se nos presenta, pues, una vez más, la necesidad urgente de pensar formas alternativas de vínculos políticos y sociales entre los individuos, vínculos que podrían funcionar más allá de la sanción directa del Estado-nación. ¿Cómo, pues, actuar frente a la llegada del otro?

En este artículo se aborda la propuesta derridiana de un vínculo social y político basado en el principio de la hospitalidad, así como la afirmación de que dicho vínculo es la mejor manera de comprender y también de afrontar la llegada de las personas indocumentadas. Derrida defiende una política que no es de fraternidad, sino una política que rechaza “la autoridad masculina del hermano” (Derrida, 2005: 79) y que no privilegia “lo genealógico, lo familiar, el nacimiento, la autoctonía y la nación” (Derrida, 2005: 79). Como veremos, esto conlleva una concepción alternativa de la política y una nueva manera de comprender la asociación política como una práctica que no se encuentra exclusiva y directamente determinada por el Estado nacional. Para Derrida, esta política se opone y, no obstante, está vinculada muy de cerca a la ética; y una manera en que él explica este vínculo y tensión es a través del concepto de hospitalidad.

Una hospitalidad derridiana

De acuerdo con Derrida, la cuestión de la hospitalidad surge cuando nos enfrentamos a la aparición de un recién llegado, un extranjero. En otras palabras, dicha cuestión se ocupa esencialmente de los modos en que respondemos, recibimos y negociamos la llegada de “el otro”. Para comprender la noción derridiana de la hospitalidad es igualmente importante notar que el propio Derrida define a la ética como hospitalidad y a la hospitalidad como ética. En realidad, su postura es que la hospitalidad no es una parte o una rama de la ética, sino el fundamento o el principio sobre el cual se basa la ética misma (Derrida, 1998a: 20).

En esta sección, se analiza su idea de hospitalidad, así como sus argumentos sobre la relación entre ética y política. Se considerará en particular su postura sobre la forma en que estos dos campos en conflicto se hallan vinculados y cómo este vínculo desafía la noción tradicional de ciudadanía y llama a una transformación radical de las leyes (siempre condicionales) que gobiernan la recepción de los extranjeros. La postura de Derrida es que, hoy en día y de cara al problema urgente de las personas indocumentadas, todos tenemos el deber moral y político de buscar activamente el mejoramiento de estas leyes condicionales de hospitalidad. Afirma que esto comienza por nuestro propio deber de traducir y mejorar los lenguajes de la ley, de hacer las leyes menos violentas y más justas.

Una de las obras en las que Derrida aborda el problema de lo político es Políticas de la amistad (Derrida, 1998b), en donde considera la naturaleza de la política y su relación con lo incondicional (es decir, con la ética) por medio de una exploración de la figura del amigo. A través de un análisis del concepto de amistad, Derrida sostiene que la experiencia de la alteridad absoluta revela que “lo que es incondicional e incalculable está necesariamente contaminado por los cálculos y las negociaciones [las decisiones] que asociamos con la política” (Cheah y Guerlac, 2009: 7). Se explicarán con mayor detalle estas ideas de Derrida, pero antes se presentará su noción de hospitalidad, ya que esto permitirá esclarecer la relación opuesta, pero irrevocable, entre política y ética, lo condicional y lo incondicional.

Derrida plantea el tema de la hospitalidad en obras como Adiós a Emmanuel Lévinas (1998a), Canallas (2005), El monolingüismo del otro o la prótesis de origen (1997a), Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (1998d), así como en una serie de seminarios distintos que impartió tanto en Estados Unidos como en París, y en los que aborda directamente el tema de la hospitalidad. La hospitalidad (2008), Papel máquina (2003) y “Hostipitality” (2002) dan fe de ello. En todos estos textos Derrida afirma que la hospitalidad -lo mismo que las nociones de perdón, don, duelo y justicia- conlleva una imposibilidad; más precisamente, una aporía. Derrida afirma que, para que la hospitalidad sea posible, se requiere de un anfitrión, alguien que sea propietario y ejerza el control sobre un “hogar” (por ejemplo, una casa o una nación), y que se identifique a sí mismo como el dueño. En otras palabras, con el fin de ser capaz de dar la bienvenida a un extranjero o un recién llegado, resulta esencial tener el poder de hospedar, lo cual a su vez requiere que se tenga una propiedad y, por lo tanto, también que se tenga el control sobre la llegada y el recibimiento del otro. Ya que, si no existe control sobre quién será bienvenido y quién no, potencialmente los huéspedes podrían tomar el hogar o la nación, socavando así cualquier hospitalidad posible. Por otra parte, para que la hospitalidad sea realmente posible, una bienvenida absoluta o incondicional del otro también es necesaria. Es decir, hace falta una recepción de todos y de cualquiera que pueda llegar, sin importar quiénes sean, de dónde vengan y si han sido invitados o no. Acoger al que llega independientemente de sus cualidades, respetando con ello su alteridad y singularidad, implica convertirse en invitado del huésped. La hospitalidad, por lo tanto, exige simultáneamente la autoridad soberana del anfitrión sobre su hogar y la renuncia del anfitrión tanto a la imposición de restricciones sobre los recién llegados como a su reclamo de cualquier tipo de propiedad. En el Monolingüismo del otro (1997a), Derrida ilumina estas ideas recordando la deconstrucción de la cadena semántica propuesta por Émile Benveniste y que conduce al concepto de hostipitalidad que conjuga justamente el carácter simultáneamente hospitalario y hostil de la hospitalidad (Derrida, 1997a: 27-28). La hospitalidad, en este sentido, es la “posibilidad de la imposibilidad” (Derrida, 2002: 364). Es una aporía: la única hospitalidad posible es la hospitalidad que acoge absolutamente, la hospitalidad imposible. En palabras de Derrida:

[La hospitalidad] ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni cálculo, una exposición sin límite al arribante. Ahora bien, una comunidad cultural o lingüística, una familia, una nación, no pueden no poner en suspenso, al menos, incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta: para proteger un “en casa”, sin duda, garantizando lo “propio” y la propiedad contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar hacer la acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. (Derrida, 2003: 239)

La hospitalidad aparece, pues, como lo imposible. Una antinomia, un concepto aporético, ya que acarrea la tensión inexorable entre dos clases de hospitalidad. Por una parte, hay una hospitalidad ilimitada o absoluta, gobernada por la “ley de la hospitalidad incondicional”, que es un requerimiento ético absoluto, una orden categórica que “supone que usted [en cuanto anfitrión] no le pida al otro, al recién llegado, al huésped, que dé nada a cambio, incluso que no se identifique a sí mismo” (Derrida, 1998c: 70-71). Por otra parte, hay una hospitalidad condicional que, a través de las leyes de la hospitalidad (es decir, los principios legales y, por ende, políticos de la hospitalidad), impone algunos requisitos y restricciones a la bienvenida de los recién llegados. Está claro entonces que el carácter incondicional de la hospitalidad absoluta vuelve imposible la hospitalidad, ya que un recibimiento sin límites de recién llegados, un recibimiento sin restricción alguna, supone que el anfitrión necesita estar listo para renunciar al dominio de su hogar y para ceder el control sobre el umbral o la frontera de su espacio, su nación o su hogar. En otras palabras, la hospitalidad incondicional exige que el anfitrión no sea ya un anfitrión, que reciba al otro infinitamente, que dé la bienvenida al otro más allá de su propia capacidad (Derrida, 2002: 385-386). Y sin embargo, no puede haber hospitalidad sin soberanía del anfitrión sobre su hogar, ni la hospitalidad es posible sin límites y condiciones. La hospitalidad absoluta nunca podría instituirse jurídica o políticamente porque a la política, como explicaré con mayor detalle en la siguiente sección, le atañe el establecimiento de leyes y, por lo tanto, de condiciones y limitaciones, mientras que la hospitalidad absoluta es incondicional. Así, concluye Derrida, la hospitalidad es imposible. Y, no obstante, la hospitalidad absoluta es la condición de posibilidad de un concepto más restringido de hospitalidad, como el derecho a la inmigración, el derecho de asilo o los derechos de ciudadanía. “Una hospitalidad incondicional es la única que puede dar su sentido y su racionalidad práctica a cualquier concepto de hospitalidad. La hospitalidad incondicional excede el cálculo jurídico, político o económico. Pero nada ni nadie llega sin ella” (Derrida, 2005: 178). Derrida también añade que, debido al carácter aporético de esta noción, la hospitalidad opera simultáneamente a modo de un umbral y situada en un umbral. El momento en que el anfitrión afirma su propiedad, se declara a sí mismo “en casa” y fija los límites y el umbral de su propiedad; es también el momento exacto en que da la bienvenida al recién llegado, cuando renuncia a su reclamo de propiedad y permite que el umbral sea cruzado. Este juego entre lo condicional y lo incondicional dentro de la hospitalidad, esta relación contradictoria entre los dos, que no obstante son inseparables, subraya y define la relación entre la ética y la política, como veremos en la siguiente sección. Cheah y Guerlac (2009) explican lo anterior de esta manera:

La propulsión urgente de lo imposible al reino de lo posible es precisamente la estructura en la que lo otro incondicional o incalculable exige que nosotros, en cuanto sujetos racionales, respondamos y seamos responsables de calcular e inscribir lo incondicional dentro de las condiciones presentes, aun cuando esto constituya una violación de la alteridad del otro. Es una cuestión, precisamente, de una “transacción imposible entre lo condicional y lo incondicional, lo calculable y lo incalculable”. (Cheah y Guerlac, 2009: 24)

Como se mencionó antes, Derrida vincula su noción de la hospitalidad con los conceptos de don, duelo y perdón a través de la imposibilidad que, según piensa, es un rasgo común a los cuatro conceptos. Por ejemplo, el don puro, al igual que la hospitalidad incondicional, sólo puede ser dado sin la expectativa de recibir algo a cambio; pues, si el receptor necesita reciprocar o si contrae una deuda con el donante, entonces no se trata de un don. Para que haya un don absoluto es necesario que el receptor no lo tome como tal, porque si lo reconoce así entonces surge el prospecto de un contra-don, de una reciprocidad posible. Y cuando existe la oportunidad de reciprocar, el don, antes que ser tal, se convierte en un intercambio, en un negocio. Ni el donador ni el receptor deben esperar algo a cambio, porque esta expectativa anularía el don. Sin embargo, parece que si un don no es reconocido como lo que es, pierde sentido. De este modo, Derrida afirma que el don puro es imposible, un concepto aporético, ya que para ser un don, también tendría que no ser un don.

De manera similar, de acuerdo con Derrida, el duelo es imposible. Cuando lloramos la muerte de alguien que nos es querido, pasamos un tiempo durante el cual parece que somos incapaces de superar tal pérdida; un periodo durante el cual el otro, quien ya no existe, vive dentro de nosotros. Durante el duelo, quienes sobreviven a la muerte de un ser amado, sienten tristeza y culpa por haber sobrevivido, y por lo tanto se sienten responsables de la muerte en cuestión (Derrida, 2002: 384). Si el duelo ha de ser exitoso, dice Derrida, el sobreviviente que llora necesita ser capaz de superar la pérdida. No obstante, si el sobreviviente es capaz de sobreponerse a la muerte del otro, el duelo parece fracasar en su tarea. Un duelo propiamente hablando, en este sentido, es inalcanzable, ya que, si es exitoso, fracasa; pero debe fracasar si ha de ser exitoso.

Del mismo modo, el perdón entraña una imposibilidad; también es un concepto aporético. Derrida sostiene que cualquier clase de perdón, ya sea personal, político o legal, debe perdonar lo imperdonable, pues si “uno tuviera que perdonar sólo aquello que es posible perdonar, que se puede incluso excusar, lo venial, como se dice, o lo insignificante, entonces uno no perdonaría” (Derrida, 2002: 385). Un perdón que se concede con demasiada facilidad no tiene sentido; no es un perdón real. Más aún, dice Derrida, el sujeto que perdona parece asumir que tiene la capacidad de conceder el perdón, que tiene la soberanía necesaria para perdonar. Sin embargo, el perdón puro requiere que yo perdone lo que soy incapaz de perdonar, que perdone lo que está más allá de mi poder. Un perdón que está más allá de lo que me corresponde perdonar sólo puede ser otorgado en nombre de otro, es decir, un perdón que renuncie a la soberanía autoproclamada que se requiere para otorgar cualquier perdón. El perdón absoluto es -como la hospitalidad absoluta, el duelo y el don puro- imposible. Escribe Derrida:

En cuanto a lo que vincula la prueba y la puesta a prueba [l’épreuve] de la hospitalidad con la del perdón, no sólo debería decirse que el perdón que se otorga al otro es el don supremo y, por lo tanto, la hospitalidad por excelencia. Perdonar sería abrirse y sonreír al otro, sea cual fuere su falta o su humillación, sea cual fuere la ofensa o incluso la amenaza. Quienquiera que pida hospitalidad, pide, de cierta manera, perdón, y quienquiera que ofrezca hospitalidad, otorga el perdón, y ese perdón debe ser infinito o no es nada: se queda en excusa o intercambio. (2002: 380)

En este sentido, las negociaciones y transacciones entre lo condicional y lo incondicional, lo calculable y lo incalculable no sólo operan en la figura de la hospitalidad, sino también en otras figuras de la incondicionalidad como las que hemos mencionado. Consideremos ahora las implicaciones teóricas que Derrida extrae de su acercamiento al concepto de hospitalidad y la manera en que conecta la ética con la política.

Políticas de la amistad en el otro, la indecidibilidad, la responsabilidad y la ética

Los dos tipos de hospitalidad referidos parecen corresponder a una distinción entre dos ámbitos. Por una parte, el ámbito de la ética; y por otra, el de la política o el de lo jurídico. En efecto, para Derrida la hospitalidad incondicional queda fuera del derecho y el deber; queda más allá de lo jurídico, lo excede. De ahí que la hospitalidad absoluta no esté ceñida al Estado. A la hospitalidad condicional, por contraste, en la medida en que impone sus límites y requerimientos, le atañen las normas, los derechos, los deberes y las obligaciones, y por lo tanto está inscrita en lo jurídico, en la esfera de la política.

Vale la pena detenernos aquí a considerar la conceptualización de la política que defiende Derrida, en especial en Políticas de la amistad (1998b), Canallas (2005) y “Fuerza de ley: El ‘fundamento místico de la autoridad’” (1992), de manera que quede más claro por qué piensa que la ética y la política son co-originarias e indisociables, y no obstante contradictorias y se encuentran en tensión. Derrida discrepa de la teoría política tradicional y lo hace mediante el concepto del amigo. En particular, critica la tesis de Schmitt, según la cual la esencia de la política radica en la distinción entre amigo y enemigo o, mejor dicho, la esencia de la política radica en la posibilidad de tener enemigos, ya que sin un enemigo la guerra no sería posible y sin la posibilidad de la guerra, la política misma no tendría razón de ser (Derrida, 1998b: 95). Una política de esta índole presupone, para Derrida, una idea del amigo como idéntico u homogéneo al propio ser. Se trata de una política que le otorga privilegio a la semejanza y la identificación, más que a la alteridad radical y la singularidad. Es una política que contabiliza votos, voces y ciudadanos como si fuesen todos iguales e indistintos y con esta generalización homogeneiza las singularidades. Por esta razón, ésta es una política basada en la figura del hermano y en los conceptos de ciudadanía y nación, lo cual significa que se constituye como política de la exclusión del otro sobre la base del género, la raza, la ciudadanía nacional y la clase. Derrida afirma que esta política de la fraternidad opera como fundamento de la concepción tradicional, occidental, de la democracia y que necesitamos encontrar otro tipo de política y, por ende, otra concepción de la democracia, otra concepción del gobierno del pueblo que se haya desembarazado de la cofradía, la fraternidad y la amistad en cuanto semejanza.

Lo que Derrida propone, entonces, es una política basada en la figura del amigo como un otro absoluto. En este sentido, el amigo no puede ser identificado con nosotros mismos ni reducido a una versión de nosotros mismos, de ahí que la política resultante sea una de “lo heterogéneo, de lo singular, de lo no-mismo” (Derrida, 2005: 57). Es una política que resiste la amenaza de la homogeneización de las políticas identitarias etno-nacionalistas. Dado que ésta resulta una política del encuentro con el otro radical, dicho encuentro no puede ser calculado o anticipado, pues viene de un futuro desconocido. Derrida le llama a esta política del amigo como un otro, la “democracia por venir”, y afirma que es la condición de un concepto alternativo de la política más allá de todo entendimiento actual. Escribe Derrida (1998b):

Porque la democracia sigue estando por venir, ésa es su esencia en cuanto sigue estando: no sólo seguirá siendo indefinidamente perfectible, y en consecuencia siempre insuficiente y futura, sino que, al pertenecer al tiempo de la promesa, seguirá estando siempre en cada uno de sus tiempos futuros, por venir: incluso cuando hay la democracia, ésta no existe, no está jamás presente, sigue siendo el tema de un concepto no presentable. ¿Es posible abrirse al “ven” de una cierta democracia que no sea ya un insulto a la amistad que hemos intentado pensar más allá del esquema homofraternal y falogocéntrico? (1998b: 338)

Para Derrida, la experiencia de la alteridad absoluta es la experiencia de un acontecimiento desconocido, incalculable e indecidible. No podemos anticipar ni prevenir este acontecimiento. El “por-venir” de la democracia es esta inminente llegada de lo incalculable o lo incondicional. El “por-venir” (“à-venir”) siempre se refiere al otro, a lo heterónomo y, por lo tanto, entraña una apertura al futuro, que nunca es un presente futuro. La democracia es, en este sentido, promesa. Derrida lo explica de la siguiente manera:

El presente futuro no es la democracia para mañana. Es dentro del concepto de democracia que está incluida la promesa. El concepto de promesa, que es la apertura que refiere al futuro, es parte de la democracia. […] Si un día la democracia se consiguiera a la perfección, esto es, en el presente, no habría futuro, y no habría promesa, y sin la promesa no habría democracia. Cuando digo que la democracia esta “por venir” distingo primero entre à venir y el presente futuro; e insisto en la llegada que es el acontecimiento, à venir en cuanto significa el advenimiento de un acontecimiento […] Si yo supiera que mañana la democracia estará presente, que la democracia es una necesidad de la Historia […], entonces en ese caso sería un fatalista. Es porque sabemos que ése no es el caso que debemos luchar por la democracia. (Derrida, 1997b: 30)

¿Cómo es que esta política del amigo como el otro radical, esta democracia por-venir, se relaciona con la ética? La experiencia de lo indecidible que entraña lo “por-venir” de la democracia necesariamente conlleva una exigencia de responsabilidad. De cara a lo incalculable y lo indecidible, lo singular y heterogéneo, debemos tomar una decisión (o unas decisiones). “La responsabilidad por una decisión […] surge del hecho de que la decisión es heterogénea al conocimiento” (Norval, 2004: 149). Puesto que no hay forma de fundamentar esta decisión en un cálculo, puesto que la decisión no tiene fundamento y por lo tanto acarrea un riesgo, hay que hacerse responsable de la decisión. Esto significa que la experiencia de lo indecidible exige una respuesta al llamado del otro, quien requiere que inscribamos y calculemos lo incondicional dentro de las condiciones del presente, incluso cuando esto equivale a ejercer violencia sobre la alteridad del otro. Derrida afirma que cualquier decisión es una apuesta y una interrupción, ya que no hay manera de anticipar su resultado; y, no obstante, hay que tomar una decisión, no podemos suspenderla, tiene carácter urgente. Una “decisión es del otro [y] la responsabilidad es por el otro, con el otro. […] La responsabilidad no es mi propiedad, no puedo reapropiarla, y ése es el lugar de la justicia: la relación con el otro” (Derrida, 1997b: 27). De esta manera, el otro absoluto exige una negociación entre lo incondicional y lo condicional, lo calculable y lo incalculable, lo imposible y lo posible.

Ahora podemos empezar a ver el vínculo entre estos ámbitos contradictorios de la política y la ética. Tal como explicamos más arriba, la política comporta la toma de decisiones, la formulación de leyes y la imposición de condiciones, por lo tanto, sigue un cálculo a la luz de la experiencia de lo indecidible, y dicho cálculo es necesariamente violento, ya que trata de incluir dentro de un programa de cálculos aquello que es incondicional e incalculable: el otro radical. Las decisiones políticas no tienen un fundamento inamovible, entrañan necesariamente un riesgo y, por ende, una responsabilidad. Aquí es donde la ética entra en juego, ya que la ética es el reino de lo incondicional que exige precisamente que se asuma la responsabilidad por la violencia inevitable que inflige todo cálculo de la política sobre el otro absoluto. Lo anterior explica de qué manera la ética y la política están necesariamente ligadas pese a ser irreconciliables. Estos dos ámbitos se requieren el uno al otro. El cálculo y lo incalculable son ambos necesarios y no pueden ser reducidos el uno al otro, ni tampoco la política puede ser deducida de la ética. La ética como responsabilidad por y apertura al otro entraña un esfuerzo constante por tomar las decisiones y formular las leyes de la política -que inevitablemente violan la alteridad y singularidad del otro- de modo tal que resulten ser las leyes menos violentas. En este sentido, la ética permanece como una promesa. Tal como lo explica Moore (2012):

[Si] la deducción de la política de la ética es necesaria, lo es por ser imposible; porque la condición de posibilidad de la deducción de la política de la ética es también la condición de su imposibilidad. La deducción no es dada, sino prometida, con la “indestructibilidad misma del ‘es necesario’ [du ‘il faut’]”, que sirve como “la condición de una re-politización, quizás de otro concepto de lo político”. (2012: 279)

Hay, pues, un entendimiento muy particular de la ética que resulta de la perspectiva de Derrida sobre la transacción constante entre lo político y lo ultrapolítico, entre la decisión y lo indecidible. Ésta no es una concepción de la ética que constituya un sistema en el que se estipule cuáles son las acciones correctas e incorrectas o cuáles podrían ser nuestros deberes morales. La ética, en este sentido, no ofrece un procedimiento universal estandarizado (al estilo kantiano) ni un código moral con el que podamos poner a prueba y juzgar si el principio o máxima bajo la cual se lleva (o se ha de llevar) a cabo una acción es un principio (moralmente) válido. Más bien, Derrida vincula la ética y la política a través de la experiencia de la aporía. La responsabilidad ética, entonces, equivale a un ejercicio activo de observación y al mantenimiento de una postura crítica sobre las leyes, las decisiones, las condiciones y los cálculos (siempre riesgosos e infundados) hechos por la política. La tarea de la ética, en cuanto esta atención crítica constante, es cuestionar e interrumpir los procedimientos de toma de decisiones que intenten alcanzar un consenso universal. De este modo, el “momento ético […] de responsabilidad surge del desasosiego de la experiencia de la aporía, […] de la indecidibilidad. […] Tal experiencia de la indecidibilidad está en las antípodas mismas de la complacencia, es el desvelo perpetuo del pensamiento que tiene lugar como interrupción del consenso” (Critchley, 1997: 97).

Esta misma estructura de transacción y negociación entre lo incondicional y lo condicional, lo incalculable y lo calculable, la ética y la política, se fundamenta en la oposición que Derrida encuentra entre la justicia y la ley (el derecho). En “Fuerza de ley” (1992), Derrida subraya la inadecuación que existe entre las leyes o el derecho y la justicia: la justicia siempre excede al derecho porque el derecho calcula y generaliza siguiendo un razonamiento que pretende aplicar a todos los casos por igual. En contraste, la justicia es incalculable porque sus decisiones son “siempre singulares, concernientes a individuos o colectivos que son radicalmente irremplazables en situaciones que resisten generalización [y homogeneización]” (Glendinning, 2011: 97). A pesar de esto, el “exceso de la justicia sobre el derecho y sobre el cálculo […] no puede y no debe de servir de excusa para ausentarse de las luchas jurídico-políticas en el interior de una institución o de un estado” (Derrida, 1992: 153). No podemos renunciar a estas batallas porque la incalculable justicia siempre es susceptible de ser “reapropiada por el cálculo más perverso” (Derrida, 1992: 154). Esto significa que no podemos abandonar el cálculo porque la ley, el derecho, es la manera más justa en que podemos responder a esas singularidades no-homogeneizables, esas singularidades que no pueden reducirse en generalizaciones. En efecto:

La justicia incalculable ordena […] calcular […], negociar la relación entre lo calculable y lo incalculable, [puesto que] cada avance de [las luchas jurídico-políticas] obliga a reconsiderar, […] a reinterpretar los fundamentos mismos del derecho tal y como habían sido calculados o delimitados previamente. (Derrida, 1992: 154)

Esta misma tensión inevitable también entra en juego en la exposición que hace Derrida de la hospitalidad. Como ya dije antes, las dos figuras de la hospitalidad -la condicional y la incondicional- se contradicen, pero es imposible separarlas. Así, Derrida afirma que la ley de la hospitalidad incondicional necesita leyes condicionales de hospitalidad para ser efectivamente puesta en práctica, incluso cuando esas leyes condicionales “la niegan […] o en todo caso […] a veces la corrompen o la pervierten” (Derrida, 2008: 83). Por el contrario, la posibilidad de pervertir la ley de la hospitalidad incondicional es una condición necesaria para que las leyes de hospitalidad condicional sean perfectibles y abiertas al mejoramiento ahí donde cometan violencia contra la alteridad y perviertan la ley de la hospitalidad absoluta. En palabras del propio Derrida:

siempre es preciso, en nombre de la hospitalidad pura e hiperbólica, para hacerla lo más efectiva posible, inventar las mejores disposiciones, las condiciones menos malas, la legislación más justa. Esto es preciso para evitar los efectos perversos de una hospitalidad ilimitada […]. Calcular los riesgos, sí, pero no cerrar la puerta a lo incalculable, es decir, al porvenir y al extranjero, he aquí la doble ley de la hospitalidad. Ésta define el lugar inestable de la estrategia y de la decisión. Tanto de la perfectibilidad como del progreso. (2003: 240)

Lo que Derrida quiere mostrar es que percatarse de que una hospitalidad ideal o absoluta es imposible; requiere por necesidad que estemos constantemente al tanto y atentos a las maneras en que reaccionamos ante y legislamos sobre la recepción de los recién llegados. Éstas son siempre formas condicionales de la hospitalidad y, como tales, son siempre violentas y abiertas al mejoramiento ahí donde imponen condiciones y son, por ello, incapaces de satisfacer la exigencia de una hospitalidad absoluta. En lugar de conducirnos a la inmovilidad y al reconocimiento autocomplaciente de una incapacidad insuperable de alcanzar la hospitalidad pura, la afirmación de Derrida sobre la imposibilidad de una hospitalidad incondicional abre la posibilidad y el deber de transformar constantemente las leyes condicionales de la hospitalidad, en busca de la ley menos violenta y, por ende, menos mala, menos injusta. En efecto, reconocer las restricciones y los límites fijados por la hospitalidad condicional nos coloca indefectiblemente en cierta relación con la imposibilidad: nos impulsa a desafiar y negociar esos límites y condiciones. Así, Derrida defiende aquí una política que admita el fracaso y que esté siempre abierta a la negociación y el mejoramiento ahí donde ha violado la alteridad y se ha mostrado incapaz de ser justa. Derrida explica:

Debemos definir una política de apertura absolutamente incondicional a quienquiera que venga y, puesto que esto es absolutamente imposible, debemos producir leyes y reglas con el fin de seleccionar, de la mejor manera posible, a quienes hospedamos, a quienes damos la bienvenida. Éste es un ejemplo de una situación donde debemos permanecer absolutamente abiertos a aquel que viene, pero no obstante tratar de ajustar nuestras políticas tanto como sea posible, y las condiciones tanto como sea posible, a esta incondicionalidad. Y esto es en cada instancia singular un desafío político y ético. (Derrida, 1997c: 8)

De esta manera, para Derrida las dos hospitalidades (incondicional y condicional), así como la ética y la política, son dos esferas opuestas e incompatibles, pero “una invoca, implica o prescribe a la otra” (Derrida, 2008: 147). Por una parte, hay un deber moral “hiperbólico” de dar la bienvenida al otro sin restricciones. Por otra, está la hospitalidad jurídico-política y condicional que supone un aparato de leyes, Estados y fronteras. ¿Cuáles son las implicaciones de la postura derridiana sobre el vínculo entre la ética y la política? ¿De qué manera una política que busca formular leyes menos violentas, menos injustas y menos malas puede contribuir a la transformación de lo que sucede hoy en día en nuestro mundo? Exploraré estas dos preguntas en las secciones que restan de este trabajo.

¿Qué es una política-poética de la hospitalidad?

La concepción derridiana de una política derivada de su análisis de la hospitalidad es una política mucho más exigente, ya que supone que debemos abocarnos a una búsqueda constante de la hospitalidad menos mala o menos violenta en vista de la imposibilidad de una hospitalidad absoluta o ideal. El reconocimiento de que una hospitalidad ideal es imposible, más que conducirnos a la degradación o a la aceptación autocomplaciente de un fracaso insuperable, nos obliga a mejorar de manera continua las leyes condicionales de la hospitalidad ahí donde han violado la alteridad o pervertido o fallado en el cumplimiento de la ley de una hospitalidad incondicional. Ésta es una política de negociación, una política que reconoce sus fallas y nunca deja de buscar las leyes menos malas de la hospitalidad condicionada.

Para Derrida, la consecuencia inmediata de esta política es que el contenido de las leyes queda indeterminado y, de esta manera, permanece siempre abierto a la determinación. Pero, ¿cómo ha de determinarse el contenido de las leyes para que éstas cometan una violencia menor o sean menos malas? La determinación del contenido político o jurídico nunca puede ser llevada a cabo de antemano, ya que está “más allá del saber y de cualquier presentación” (Derrida, 1998a: 146). Determinar el contenido jurídico no es algo que pueda (o deba) ocurrir a través de un proceso de tipo maquínico, generalizado. Esto sólo puede tener lugar en la especificidad de un acontecimiento único, singular. En palabras de Derrida:

el contenido político o jurídico de esta manera asignado permanece […] indeterminado, siempre por determinar […] singularmente, en la palabra y la responsabilidad asumidas por cada cual, en cada situación, y a partir de un análisis cada vez único -único e infinito, […] interminable no obstante la urgencia de la decisión. (1998a: 146)

Al parecer, para Derrida la determinación del contenido político-jurídico debe llevarse a cabo de forma singular para que las leyes (las leyes condicionales de la hospitalidad) eviten el anonimato de la universalidad y el juicio automático sin prestar atención a la particularidad de cada caso. La propuesta derridiana de una política que tome decisiones sin un fundamento último y que, por esta misma razón, se vea compelida a buscar leyes menos malas y a juzgar singularmente es, por mucho, una política más exigente. Se trata de una política que, al considerar cada caso individualmente con el fin de decidir el contenido de las leyes, está en proceso continuo de perfeccionar estas leyes. Cuando Derrida propone una política de la perfectibilidad, una política que contradice la ética, pero que no puede separarse de ella, su argumentación se dirige especialmente en contra de la visión kantiana que considera las cuestiones éticas como asuntos que pueden ser respondidos o decididos por una ley universal aplicable a todos los casos y bajo todas las circunstancias.

En Sobre la paz perpetua (1996), Kant defiende un derecho universal a la hospitalidad como uno de los tres artículos definitivos que podrían asegurar la paz perpetua entre Estados.1 Así como Kant propone una ley universal con referencia a la cual podemos poner a prueba la validez moral de las máximas o principios que guían nuestras acciones (el imperativo categórico que exige que actuemos de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda tornarse, por nuestra voluntad, en ley universal), también piensa que el mundo podría alcanzar un estado de paz perpetua si los Estados siguieran ciertos principios. En pocas palabras, Kant cree que existe un procedimiento universal mediante el cual podemos decidir cómo actuar de manera moralmente correcta (Kant, 1999: 135) y también cómo legislar de tal forma que aseguremos la paz.

En su lectura de Kant, Derrida sostiene que este derecho cosmopolita a la hospitalidad establece restricciones y condiciones para la recepción de ciudadanos extranjeros dentro de un Estado nacional. Este paso que da Kant -afirma Derrida- hace de la hospitalidad un asunto meramente jurídico-político, un procedimiento universal o un cálculo que bloquea la llegada del otro absoluto y esto, en consecuencia, socava el principio mismo que se supone debería defender: una hospitalidad incondicional. De este modo, cuando Kant concluye que la ley de una ciudadanía mundial debería limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal ello significa que esta última es:

[…] solamente jurídica y política; sólo reconoce el derecho de visita y no el derecho de residencia; únicamente compromete a los ciudadanos de los Estados y, a pesar de su carácter institucional, se funda sin embargo en un derecho natural, la posesión común de la superficie redonda y finita de la Tierra sobre la cual los hombres no pueden dispersarse hasta el infinito. La realización de este derecho natural, por tanto de hospitalidad universal, es remitido a una constitución cosmopolita a la que el género humano no puede sino aproximarse indefinidamente. (Derrida, 1998a: 114)2

Derrida califica la idea de Kant de un derecho universal a la hospitalidad como hospitalidad “cosmo-política”. Al fijar condiciones y convertir la hospitalidad en cuestión del Estado y las leyes, este derecho pretendidamente universal queda enteramente determinado por y es enteramente dependiente de la ciudadanía del individuo. Hay dos cuestiones que parecen preocupar principalmente a Derrida en lo que toca al derecho cosmopolita respecto a la hospitalidad universal según la filosofía kantiana. En primer lugar, aquél cree que al inscribir el principio de la hospitalidad universal en el discurso jurídico -esto es, en una ley (condicional)-, Kant hace de cualquier relación con el otro un asunto público, un asunto de Estado. Si todas las relaciones con el otro cayeran dentro de la regulación de la ley, entonces no habría separación entre las esferas de lo público y lo privado, ya que incluso las relaciones personales estarían gobernadas por la ley. Para Derrida, una sociedad donde todo es un asunto público es una sociedad de la transparencia, una sociedad donde todo está vigilado (incluidas nuestras relaciones más íntimas), y por ende una sociedad donde la responsabilidad por el otro está fragmentada. Así pues, la preocupación de Derrida en este punto es que una borradura de la distinción entre lo público y lo privado equivale a la eliminación del espacio llamado hogar, y por lo tanto a la eliminación de la posibilidad misma de la hospitalidad. Lo que es peor: difuminar la distinción entre lo privado y lo público puede conducir a la criminalización de la hospitalidad. En lo que respecta a esta preocupación, Derrida mostraba particular interés por los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Francia en el momento en que desarrollaba sus ideas sobre la hospitalidad. Específicamente, se refería a la ofensa estipulada en la llamada “ley Pasqua” de 1993 como “crimen de hospitalidad”,3 que castiga (e incluso ordena prisión) a cualquiera que albergue en su hogar a un extranjero en situación irregular. Esta criminalización de la hospitalidad privada claramente socava nuestra responsabilidad ética hacia el otro al subsumir la hospitalidad privada a la hospitalidad estatal o pública. Tal como lo expresa Mireille Rosello:

La consecuencia implícita del derecho del Estado a interferir en la definición de lo que constituye un huésped autorizado es que el hogar del anfitrión es un subconjunto del territorio nacional y que los gestos privados de hospitalidad son siempre una subcategoría de la hospitalidad nacional. (2001: 37)

La única manera de evitar la conversión de la hospitalidad en un asunto meramente jurídico-político, en un cálculo homogeneizador, y de evitar la supresión de la distinción entre la esfera pública y la privada es adoptando una política de la hospitalidad que reconozca la imposibilidad de la hospitalidad ideal o absoluta y que, no obstante, busque constantemente las leyes de hospitalidad menos violentas o menos malas, incluso cuando tampoco haya un cálculo universal que nos permita decidir qué constituye una ley “menos” violenta.

La segunda preocupación que alberga Derrida respecto a la idea de Kant de un derecho universal a la hospitalidad es que, al reducir la hospitalidad a una “condicionalidad interestatal que limita […] la hospitalidad misma que garantiza” (Derrida, 1998a: 129), este derecho cosmopolita resulte ser enteramente dependiente de la ciudadanía. Lo que está en juego aquí para Derrida es el hecho de que el derecho a dar y recibir hospitalidad está determinado exclusivamente dentro del marco del Estado nacional y la categoría de ciudadanía. Derrida pone entonces en cuestión hasta qué punto es capaz este marco de incluir a los inmigrantes sin papeles. Para él, el fenómeno actual de la migración transnacional masiva pone en cuestión el uso de la ciudadanía nacional como condición determinante del derecho a la hospitalidad. A decir verdad, el altísimo número de personas sin papeles, desplazadas y apátridas pone en evidencia que los conceptos tradicionales de ciudadanía y de Estado nacional ya no son pertinentes. Para Derrida, “una mutación del espacio socio y geo-político, una mutación jurídico-política […], una conversión ética” (Derrida, 1998a: 97) es indispensable. Él mismo escribe:

[…] en lo tocante a ese derecho de refugio […] millones de “sin papeles” y de “sin domicilio fijo” [exigen] a la vez otro derecho internacional, otra política de fronteras, otra política de lo humanitario, incluso un compromiso humanitario que se mantenga efectivamente más allá del interés de los Estados-nación. (Derrida, 1998a: 129-130)

Es importante subrayar a este respecto que, si bien Derrida afirma que la cuestión de la inmigración de personas indocumentadas “no se solapa con todo rigor, es preciso recordarlo, con lo que está en juego en la hospitalidad, que va más allá del espacio cívico o propiamente político” (Derrida, 2003: 240), sí cree que no es posible discutir y encontrar sentido en el tema de la recepción de extranjeros sin participar en un debate sobre el tema de la hospitalidad. Para él, la cuestión de cómo han de ser bienvenidos los apátridas, migrantes sin papeles y, en general, los otros, es una cuestión de responsabilidad. Se trata de un tema que exige una respuesta responsable a un reclamo formulado por el extranjero que inevitablemente llega. Esta cuestión es precisamente la de la hospitalidad.

Aquí surge necesariamente una pregunta. ¿Es siquiera plausible una política de la hospitalidad que no esté restringida a la ciudadanía y a los intereses de los Estados nacionales? ¿Cómo puede ser una política de la hospitalidad que legisle “en nombre de lo incondicional”? Derrida ofrece algunas claves sobre cómo pensar y responder a estas preguntas. En la siguiente sección analizaré lo que Derrida parece proponer como posibles respuestas.

Una política más allá de los límites del Estado nacional

Ya se ha explicado que Derrida critica la postura kantiana sobre el derecho universal a la hospitalidad en cuanto derecho restringido a las condiciones acordadas entre Estados nacionales, ya que dicha postura propone un sistema que intenta limitar la llegada del otro absoluto y, en consecuencia, socava la hospitalidad universal que supuestamente defiende. Derrida, en cambio, propone una política de la hospitalidad que reconozca la imposibilidad de una hospitalidad incondicional y que busque constantemente leyes menos malas. Una política que admita las limitaciones que tienen las leyes condicionales de la hospitalidad, y que reconozca la imposibilidad de una decisión y de un procedimiento consensual para determinar lo que es una violencia menor. Esta política de autocrítica y perfectibilidad ya insinúa la manera en que podría llevarse a cabo la promulgación de leyes de hospitalidad (condicional) en nombre de la incondicionalidad y de una apertura sostenida a la llegada del otro, fijando los límites necesarios. Es el reconocimiento mismo de la imposibilidad de una hospitalidad absoluta lo que nos abre a la posibilidad de cambiar e intervenir sobre las condiciones fijadas por estas leyes de hospitalidad. En otras palabras, para Derrida, la imposibilidad misma tiene una función “poética”, ya que la mera consideración de una hospitalidad incondicional imposible nos lleva a preguntar si el umbral de la imposibilidad podría ser traspasado alguna vez, desafiando así la inaccesibilidad de la hospitalidad incondicional.

Sin embargo, incluso si uno acepta que la imposibilidad de la hospitalidad incondicional nos coloca ya en la posición de tener la oportunidad de modificar las restricciones impuestas por las leyes de la hospitalidad condicional y de tratar de ejercer la menor violencia, esto no parece asegurar que dicha transformación realmente tenga lugar. ¿Cómo podemos entonces legislar de modo que honremos de la mejor manera lo que nos ordena la ley de la hospitalidad absoluta? Derrida nos proporciona una pista sobre la respuesta a esta pregunta:

La hospitalidad pura consiste en acoger al arribante antes de ponerle condiciones, antes de saber y de pedirle o preguntarle lo que sea, ya sea un nombre o ya sean unos “papeles” de identidad. Pero también supone que nos dirijamos a él, singularmente, que lo llamemos, pues, y le reconozcamos un nombre propio: “¿Cómo te llamas?”. La hospitalidad consiste en hacer todo lo posible para dirigirse al otro, para otorgarle, incluso preguntarle su nombre, evitando que esta pregunta se convierta en una “condición”, una inquisición policial, un fichaje o un simple control de fronteras. Diferencia a la vez sutil y fundamental, cuestión que se plantea en el umbral del “en casa”, y en el umbral entre dos inflexiones. Un arte y una poética, pero toda una política depende de ello, toda una ética reside ahí. (Derrida, 2003 240-241:)4

Lo que esto significa es que, a fin de intervenir efectivamente en las condiciones de hospitalidad de manera que honremos la hospitalidad incondicional -a fin de hacer posible lo imposible- es necesario dirigirnos al otro, al extranjero, ante todo como un individuo singular. Lo que es crucial, entonces, es que el anfitrión se dirija al huésped en su singularidad y heterogeneidad, en lugar de dirigirse a él a través de un procedimiento de cálculo genérico, como un miembro o no de un Estado nacional.

Así, aunque realmente no sea posible eliminar por completo la exclusión, los filtros y la violencia involucrados en el ejercicio de la soberanía del anfitrión sobre su hogar (casa o nación), la propuesta de Derrida intenta atemperar esta violencia inevitable y hacer de la pregunta por el nombre del huésped algo que no sea un “simple” puesto de control fronterizo. Su sugerencia de legislar e implementar leyes para la recepción de extranjeros -que son necesariamente violentas en cuanto que imponen condiciones y limitaciones-, siempre en nombre de una hospitalidad irrestricta, no significa que estas leyes condicionales apunten a lograr un horizonte teleológico en el que la hospitalidad incondicional finalmente se haga realidad. Antes bien, significa que es necesario hacer todo esfuerzo posible por crear leyes que atiendan a los recién llegados, a los otros absolutos, antes y más allá de “cualquier determinación jurídica como semejante, como compatriota, congénere, hermano, prójimo, correligionario o conciudadano” (Derrida, 2005: 110).

Esta manera de legislar y de ejecutar las leyes de la hospitalidad entraña una política y una ética abiertamente diferentes: una política y una ética en constante negociación entre el cálculo y lo incalculable; una política y una ética que apunten a dirigirse al otro en cuanto otro absoluto y “cada vez en la urgencia singular de un aquí y ahora” (Derrida, 1998b: 128). En otras palabras, éstas serían una política y una ética del amigo en cuanto otro.

En la medida en que la política de la hospitalidad que defiende Derrida es una política que crea leyes en nombre de la hospitalidad incondicional, él propone, a la luz de nuestro contexto actual de migración masiva, una política de la hospitalidad dirigida a respetar la alteridad y singularidad de los que arriban, pero también a defender y luchar por su equidad ante la ley, independientemente de su identidad, clase o estatus de ciudadanía. La política de la hospitalidad derridiana, que intenta dirigirse al otro en su singularidad, parece ser una política que promulga leyes de hospitalidad que no están estrictamente sancionadas por ni ceñidas a los intereses de los Estados nacionales, y que dan pie a una política que se niega a ser un sistema de universalización y calculabilidad, una política que rehúye la tendencia a eliminar la alteridad y apropiarse del otro (a homologarlo, a hacerlo un semejante más), y por lo tanto una política que se mantiene abierta a la promesa de lo “por-venir”.

Jacques Rancière ha cuestionado este vínculo entre la ética y la política que propone Derrida. Según Rancière, esta política del “por-venir,” que prioriza la singularidad del otro, ata la actividad política a una actitud ética de respeto incondicional por el otro. Como explica Rancière (2010), la oposición entre la democracia liberal y la “democracia por venir”:

[…] equivale a descartar la política y a una forma de substancialización de la otredad. Rechazar la supuesta substancialización del ser que ocurre en la democracia, entonces, conlleva a una forma simétrica de substancialización del Otro - el sello mismo de lo que puede llamarse la tendencia ética contemporánea. Las referencias al evento y al “infinito respeto por la otredad”, en contraste con la autonomía democrática, son lugares comunes de [esa] tendencia ética actual. (Rancière, 2010: 59)

Para Rancière, la política de la singularidad de Derrida desplaza el énfasis de la manifestación política (que inscribe, según Rancière, la diversidad de formas de la otredad dentro del cuerpo uniforme de la colectividad) hacia un evento por venir, un advenimiento, un horizonte transcendental que nunca llega. En otras palabras, Rancière sostiene que el giro ético tiene por consecuencia que la política, que para él implica la subjetivación política (esto es, una actividad colectiva mediante la cual los individuos actualizan su igualdad), dependa del otro singular. Ello, según Rancière, impide o restringe la actividad política que siempre es colectiva.

En respuesta a esta crítica de Rancière, Judith Butler señala que Derrida buscaba, tras los sucesos de 1968, maneras de pensar la colectividad y la asociación políticas que no insistieran en la forzosa homogeneización colectiva y que respetaran la heterogeneidad. Para Butler, este llamado giro ético que acusa Rancière sí tiene sentido porque justamente se pregunta y busca cómo pueden darse formas de asociación solidaria no-coercitivas. Dice Butler:

Lo importante de la política no es ensamblar un “nosotros” que puede hablar o incluso cantar al unísono, un “nosotros” que se conoce o expresa a sí mismo como una nación unificada o, en verdad, como el humano en cuanto tal. […] La cuestión de la política reside, en cambio, en el encuentro con aquello que problematiza la norma de la igualación [la homologación]. (Butler, 2009: 298)

En efecto, esta política que rehúye el cálculo y la homogeneización, que atiende a la ética, permite formar realmente un “nosotros”, una colectividad que respeta la heterogeneidad al dirigirse al otro en su singularidad. Por ello, como bien explica Butler en contra de Rancière:

la cuestión de la hospitalidad no sólo es central a la pregunta de cómo concebimos el “nosotros,” sino que implica más radicalmente que el “yo” y el “tú” y el “nosotros” y el “ellos” son constitutivos del campo del “nosotros,” que a su vez, llama a ser pensado como una heterogeneidad irreducible al pluralismo. […] Pues si el “nosotros” es constituido a través de su ejercicio, entonces […] se forma a sí mismo solamente bajo la condición de una negociación con la alteridad. (Butler, 2009: 298-299)

De este modo, las observaciones de Derrida sobre la hospitalidad y sobre la relación contradictoria, y no obstante necesaria, entre la ética y la política parecen sugerir una comprensión alternativa de la colectividad política. Derrida parece proponer una noción de colectividad que tiene en su centro el deber de formar relaciones hospitalarias con otros individuos, sin importar su estatuto dentro de un Estado nacional.

Algo que vale la pena observar aquí es que, para Derrida, la tarea de legislar y de transformar constantemente las leyes de la hospitalidad condicional, con el fin de que estas mismas leyes cometan menos violencia y se dirijan al otro en su singularidad, es de hecho un deber. En realidad, dice él, tenemos el deber (político y moral) de traducir los lenguajes de la ley, porque es a través de ellos que se comete la primera violencia. Dado que los migrantes de hoy se ven forzados a solicitar hospitalidad y asilo en un lenguaje extranjero que no hablan (es decir, en el lenguaje jurídico en el que las condiciones legales del derecho a la hospitalidad y el otorgamiento de asilo están especificados), se les somete a una violencia que está indefectiblemente implícita en los filtros, la exclusión y la selección que cualquier ejercicio de la soberanía del anfitrión (o de la hospitalidad condicional) presupone. Así, dice Derrida:

suspender esta violencia es casi imposible, una tarea interminable en todo caso. Razón de más para trabajar urgentemente para cambiar las cosas. Un inmenso y temible deber de traducción se impone aquí, que no es únicamente pedagógico, “lingüístico”, doméstico y nacional (formar al extranjero en la lengua y en la cultura nacionales, por ejemplo, en la tradición del derecho laico o republicano). Esto pasa por una transformación del derecho, de las lenguas del derecho. (2003: 241)

Ante la cuestión urgente de la inmigración y de los sin papeles, es necesario que las naciones anfitrionas encuentren alguna manera de traducir el lenguaje en el que formulan las leyes que establecen las condiciones y límites del deber de hospitalidad. Es necesario encontrar una traducción que permita (o que al menos haga su mejor esfuerzo por permitir) que se salve el abismo entre el lenguaje del extranjero y el lenguaje del anfitrión. Es necesario hacer estas leyes más justas, incluso aunque nunca puedan ser justas.

El deber de traducción de los lenguajes de la ley en que se declaran las condiciones de la bienvenida para los extranjeros no es un deber dirigido exclusivamente a “enseñar” a los extranjeros el lenguaje y a “instruirlos” en la cultura de la nación anfitriona. Más bien, dado que esta traducción forma parte del esfuerzo por legislar la recepción de extranjeros “en nombre de la hospitalidad incondicional” (Derrida, 2003: 240), entonces esta traducción debe dirigirse al otro en su absoluta alteridad, sin intentar apropiarse de o borrar su singularidad. Por lo tanto, esta traducción no puede tener un propósito meramente pedagógico. La traducción que defiende Derrida no puede y no debe servir únicamente para educar al extranjero de manera que éste se familiarice con la cultura y la lengua nacional del país anfitrión, para finalmente asimilarse, ya que eso supondría un abuso de poder por parte del anfitrión sobre los huéspedes y, por ende, una perversión del principio de hospitalidad absoluta. Si el deber de traducción ha de permanecer fiel al espíritu de la hospitalidad incondicional, y si ha de contribuir a la constante perfectibilidad de las decisiones políticas y las regulaciones legales concernientes a la recepción de extranjeros, de manera que se reduzca la violencia inevitable contenida en tal recepción, no puede limitarse a enseñar y/o imponer el lenguaje del anfitrión a los recién llegados.

Queda entonces claro que a las observaciones de Derrida sobre la hospitalidad y sobre el deber de traducción subyace una crítica no sólo de las leyes que conciernen a la bienvenida de los sin papeles, a los solicitantes de asilo y a los inmigrantes en general, sino también a algunas de las políticas y disposiciones actuales, llamadas multiculturales, en las naciones occidentales desarrolladas. Sus afirmaciones sobre la necesidad de una traducción de los lenguajes de la ley parecen dirigidas también contra aquellas disposiciones cuya finalidad supuestamente es integrar, incluir y dar el debido espacio a las diversas culturas que existen dentro de las sociedades multiculturales, pero que, en última instancia, están limitadas a instruir a los extranjeros en la lengua nacional, en un intento por asimilarlos a la nación anfitriona, borrando su singularidad.

Conclusiones

En este artículo se ha discutido la concepción de Derrida de la hospitalidad y se ha afirmado que ésta conlleva una manera de pensar la política y las relaciones políticas más allá del marco de los Estados nacionales y, por ende, de las fronteras nacionales. Se ha explicado que, para Derrida, la hospitalidad es esencialmente una pregunta por la manera en que respondemos a la llegada del otro y, por ende, por la manera en que nos relacionamos con el otro absoluto y con nosotros mismos como otros. Teniendo esto en consideración, y aunado al hecho de que el cruce de fronteras o el intento por cruzarlas entraña siempre un encuentro entre uno mismo y otro, Derrida concluye que los debates actuales sobre la migración deben ser abordados en términos de la hospitalidad. Igualmente, se ha expuesto también la postura de Derrida sobre la ética y la política como necesariamente opuestas, pero indisolublemente unidas, y en particular, se han discutido las implicaciones que parece tener esta tesis en lo que respecta al problema de los inmigrantes indocumentados y la manera en que concebimos la política. En lo que toca a esto último, se ha intentado mostrar, por una parte, que estas ideas de Derrida ofrecen una alternativa a la comprensión de la asociación o colectividad política. Por otra parte, se ha sostenido que su perspectiva también llama a una transformación drástica de las leyes que regulan la recepción de extranjeros, de manera que estas leyes estén en concordancia con los preceptos del principio de hospitalidad absoluta.

Por último, se ha defendido que lo que resulta de todo esto es una conceptualización de la política como un compromiso con el mejoramiento activo y constante de las leyes. Ésta también es una política que se dirige al otro en su singularidad y que no pretende condicionar la llegada del otro absoluto. Finalmente, no está regulada exclusivamente por la estructura y los intereses del Estado nacional y, en cambio, favorece las relaciones de responsabilidad hacia los otros sin importar su estatus de ciudadanía. Es éste el tipo de política que deberíamos considerar al momento de preguntarnos qué hacer ante la inminente llegada del otro.

Referencias bibliográficas

Butler, Judith (2009) “Finishing, Starting” en Cheah, Pheng y Suzanne Guerlac (eds.) Derrida and the Time of the Political. Durham/Londres: Duke University Press, pp. 291-305. [ Links ]

Cheah, Pheng y Suzanne Guerlac (2009) “Introduction: Derrida and the Time of the Political” en Cheah, Pheng y Suzanne Guerlac (eds.) Derrida and the Time of the Political. Durham/Londres: Duke University Press, pp. 1-37. [ Links ]

Critchley, Simon (1997) “The Ethics of Deconstruction: An Attempt at Self-criticism” PLI. The Warwick Journal of Philosophy, 6: 87-102. [ Links ]

Derrida, Jacques (1992) “Fuerza de ley: El ‘fundamento místico de la autoridad’” Doxa, 11: 129-191. [ Links ]

Derrida, Jacques (1997a) El monolingüismo del otro o la prótesis de origen, trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Ediciones Manantial. [ Links ]

Derrida, Jacques (1997b) “On Responsibility. Jacques Derrida in Interview with Jonathon Dronsfield, Nick Midgley and Adrian Wilding” PLI. The Warwick Journal of Philosophy , 6: 19-36. [ Links ]

Derrida, Jacques (1997c) “Perhaps or Maybe. Jacques Derrida in Conversation with Alexander García Düttman” PLI. The Warwick Journal of Philosophy , 6: 1-18. [ Links ]

Derrida, Jacques (1998a) Adiós a Emmanuel Lévinas, trad. Julián Santos Guerrero. Madrid: Trotta. [ Links ]

Derrida, Jacques (1998b) Políticas de la amistad, seguido de El oído de Heidegger, trad. Patricio Peñalver y Francisco Vidarte. Madrid: Trotta . [ Links ]

Derrida, Jacques (1998c) “Hospitality, Justice and Responsibility: A Dialogue with Jacques Derrida” en Kearney, Richard y Mark Dooley (eds.) Questioning Ethics: Contemporary Debates in Philosophy. Londres/Nueva York: Routledge, pp. 65-83. [ Links ]

Derrida, Jacques (1998d) Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, trad. José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti. Madrid: Trotta . [ Links ]

Derrida, Jacques (2001) On Cosmopolitanism and Forgiveness, trad. Mark Dooley y Michael Hughes. Londres/Nueva York: Routledge . [ Links ]

Derrida, Jacques (2002) “Hostipitality” en Anidjar, Gil (ed.) Acts of Religion. Londres/Nueva York: Routledge , pp. 358-420. [ Links ]

Derrida, Jacques (2003) Papel máquina. La cinta de máquina de escribir y otras respuestas, trad. Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Madrid: Trotta . [ Links ]

Derrida, Jacques (2005) Canallas. Dos ensayos sobre la razón, trad. De Cristina de Peretti . Madrid: Trotta . [ Links ]

Derrida, Jacques (2008) La hospitalidad, trad. y prol. Mirta Segoviano. Buenos Aires: Ediciones de la Flor. [ Links ]

Glendinning, Simon (2011) Derrida. A Very Short Introduction. Oxford: Oxford University Press. [ Links ]

Kant, Immanuel (1996) Sobre la paz perpetua, trad. Joaquín Abellán. Madrid: Tecnos. [ Links ]

Kant, Immanuel (1999) Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. José Mardomingo. Barcelona: Ariel. [ Links ]

Moore, Gerald (2012) “Crises of Derrida: Theodicy, Sacrifice and (Post-)deconstruction” Derrida Today, 5(2): 264-282. [ Links ]

Norval, Aletta J. (2004) “Hegemony after Deconstruction. The Consequences of Undecidability” Journal of Political Ideologies, 9(2): 139-157. [ Links ]

Rancière, Jacques (2010) “Does Democracy Mean Something?” en Dissensus. On Politics and Aesthetics, trad. Steven Corcoran. Londres/Nueva York: Continuum, pp. 45-61. [ Links ]

Rosello, Mireille (2001) Postcolonial Hospitality. The Immigrant as Guest. Stanford: Stanford University Press. [ Links ]

1Los tres artículos definitivos que garantizan la paz perpetua, de acuerdo con Kant, son los siguientes: que la constitución civil de cada Estado sea republicana; que el derecho de las naciones se base en una federación de Estados libres; y que el derecho cosmopolita esté limitado a las condiciones de la hospitalidad universal. Véase Kant (1996: 14-30).

2En la traducción al inglés de Adieu to Emmanuel Levinas, el término “cosmopolita” en este fragmento es “cosmopolitics” (“cosmo-política”). En el original en francés el término es “cosmopolitique” que engloba justamente este juego de palabras entre cosmopolita y cosmo-política. Aquí Derrida juega con los dos sentidos porque desea establecer una crítica del derecho universal a la hospitalidad propuesto por Kant como un derecho que establece condiciones, que contradice la hospitalidad absoluta y que, por ello, es una hospitalidad restringida, cosmo-política.

3En 1997 los medios de comunicación franceses centraron su atención en el llamado “affaire Deltombe”. Una ciudadana francesa, Jacqueline Deltombe, había sido arrestada por albergar a un amigo de Zaire, quien era un inmigrante indocumentado. Tras el juicio, fue encontrada culpable por haberse rehusado a solicitar al extranjero sus documentos de identificación.

4Las cursivas son mías.

Recibido: 11 de Abril de 2019; Aprobado: 11 de Septiembre de 2019

María José Pantoja Peschard es doctora en Estudios Culturales por Goldsmiths, Universidad de Londres; actualmente se desempeña como profesora asociada de tiempo completo en el Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM; sus líneas de investigación son: dimensiones estéticas, políticas y éticas del cine documental y cine experimental, archivo fílmico y re-apropiación en el cine, imágenes hápticas: lo sensorial y lo político en el cine, y arte socialmente comprometido, arte comunitario y activismo; entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Fostering an Artistic Citizenship. How Co-Creation Can Awaken Civil Imagination” (en prensa) en Juliet Carpenter y Christina Horvath, Co-Creation in Theory and Practice. Bristol: Bristol University Press; “¿Una ciudadanía hospitalaria? Nuevas formas de concebir la ciudadanía en Ariella Azoulay y Jacques Derrida” (2015) en Humberto Guerra, Estudios y argumentaciones hermenéuticas, vol. 1. Aportes de investigación. Ciudad de México: Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco; “Beyond Representation: Documentary Films as Affective and Hospitable Practices: The Nine Muses” (2013) en Phillip Drummond, The London Film and Media Reader 2. The End of Representation? Londres: The London Symposium.

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons