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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.64 no.237 Ciudad de México sep./dic. 2019  Epub 07-Nov-2019

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2019.237.68273 

Dossier

Brasil y el “fenómeno Bolsonaro”: un análisis preliminar1

The “Bolsonaro Phenomenon” Brazil’s: A Preliminary Analysis

Gustavo Moura de Oliveira 

Marília Veríssimo Veronese∗∗ 

Universidade do Vale do Rio dos Sinos, Brasil (UNISINOS). Correo electrónico: <comanchi@hotmail.com>.

∗∗Universidad de Vale do Rio dos Sinos, Brasil. Correo electrónico: <mariliavero@yahoo.com.br>.


Resumen

El hilo conductor de este texto elucida la manera en que el Brasil actual llegó a una situación de riesgo de institucionalización del autoritarismo. Así, el objetivo de este artículo es reflexionar sobre algunos de los elementos que han sido relevantes para pensar en el Brasil de las elecciones de 2018 y de los últimos años, a partir de la revisión de literatura y el análisis de la coyuntura sociopolítica reciente. La consolidación del “fenómeno Bolsonaro” se explica por los desdoblamientos de al menos estos aspectos: 1) una problemática histórica no resuelta; 2) los conflictos internos de los gobiernos del PT; 3) las jornadas de junio de 2013 y 4) el golpe de 2016; entre otros.

Palabras clave: Brasil; elecciones brasileñas 2018; autoritarismo; Jair Bolsonaro

Abstract

This article attempts to elucidate how did present-day Brazil came to the risk of institutionalization of authoritarianism. We try to reflect on elements to think of Brazil in the 2018 elections, as well as the last recent years. The text draws from a literature review and analysis of the recent sociopolitical conjuncture. The consolidation of the “Bolsonaro Phenomenon” is explained by, among other things, the following elements: 1) the historical problems that we have never solved; 2) the internal problems of the governments of the Workers’ Party; 3) the demonstrations of June 2013, and 4) the 2016 coup. From Bolsonaro’s election we can expect the institutionalization of authoritarianism, ultra-neoliberal policies and the criminalization of social movements.

Keywords: Brazil; 2018 Brazilian Elections; Authoritarianism; Jair Bolsonaro

Introducción

Este texto tiene como objetivo reflexionar sobre algunos elementos que consideramos relevantes para pensar el Brasil de 2018 y la trayectoria de los últimos años que nos ha llevado a este periodo poselectoral (enero de 2019); surgió a partir de la ponencia “Brasil y el riesgo de la institucionalización del fascismo”, organizada por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC) de la Universidad Nacional Autónoma de México, de manera conjunta con la Fundación Rosa Luxemburgo México, presentada en una mesa redonda sobre el tema con sede en la misma fundación.

Para comenzar, es necesario precisar la forma en que usamos el término fascismo: en el contexto brasileño contemporáneo, el fascismo es distinto del que surgió en Europa a principios del siglo XX, aunque presente puntos en común con él. Se trata del resurgimiento pronunciado de valores antidemocráticos, autoritarios, excluyentes, elitistas, que exacerban el “fascismo potencial” propuesto por Theodor Adorno (1950) en relación a la personalidad autoritaria, cuando conjuntó la dimensión individual y la dimensión social en el análisis del autoritarismo en contextos políticamente democráticos. De acuerdo con la afirmación de Dornelles (2017: 161):

El fascismo necesita la construcción continua del “enemigo”, el cual se identifica en todos los “diferentes”, sin reconocer la diversidad humana y cultural. El negacionismo y la intolerancia, por lo tanto, son características distintivas del fascismo. La negación de la alteridad humana, de los derechos, de las opiniones divergentes, de la diversidad, de las conquistas históricas, del conocimiento, del diálogo.

Marcia Tiburi explica que a eso que ella denomina fascista en el libro Cómo conversar con un fascista (2015) es un tipo psicopolítico común, una persona incapaz de involucrarse en el diálogo con el otro, porque ni siquiera lo considera digno de humanidad, dado que un único punto de vista le otorga certidumbre contra personas que no comparten su visión de mundo. La negación del otro como ser humano o como sujeto político lleva al fascista brasileño de 2018 -que tiene ciertas similitudes con el alemán de la década de 1930, aunque es producto de la cultura y subjetividad locales- a no poder concebir que exista lo “común”, algo que nos vincule a todos y a todas en una comunidad humana amplificada.

En el prefacio de la misma obra, Wyllys (2015) recuerda el concepto “banalidad del mal” de Hannah Arendt. La manera como Arendt describió al verdugo nazi Eichmann -como un ser mediocre, carente de pensamiento y reflexión crítica- puede contribuir a explicar cómo es que el personaje brasileño de hoy carece de sensibilidad frente a la pobreza, el hambre, la tortura y la muerte de individuos marginales, frente a la brutal desigualdad y violencia extrema en contra de los más vulnerables. De este modo, el fascista sería aquel que banaliza el mal de manera habitual y lo practica en nombre de una superioridad moral que cree poseer.

El fascismo a la brasileña de 2018 es abiertamente de derecha y se enorgullece de serlo. Es interesante hacer una comparación con la investigación de Pierucci (1987), quien muestra que a la derecha malufista2 de São Paulo de hace 30 años no le gustaba reconocerse como tal y, hasta cierto punto, se avergonzaba del término “derecha”, pues su línea no era el anticomunismo sino más bien un fuerte racismo regional con manifestaciones extremadamente prejuiciosas contra nordestinos, negros y mulatos.

La derecha bolsonarista de 2018 se enorgullece de su posición a la derecha del espectro político, y es declaradamente anticomunista (en un momento histórico en que el comunismo ni siquiera es una realidad posible). Hay también una característica que acerca a la derecha malufista de 1987 a la bolsonarista de 2018: el miedo, la fobia hacia un “otro” amenazador. Según escribía Pierucci, hace más de 30 años (1987: 27):

Su rasgo más evidente es que se sienten amenazados por los otros. Por los delincuentes y los criminales, por los niños abandonados, por los migrantes recién llegados, especialmente los nordestinos, por las mujeres liberadas, por los homosexuales (particularmente los travestis), por las drogas, por la industria pornográfica pero también por la permisividad “general”, por los jóvenes cuyo comportamiento y estilo no se ajustan lo suficiente a las convenciones ni se conforman con su lugar en la jerarquía de las edades, por las legiones de subproletarios y mendigos que, como ocurría con la revolución socialista en el imaginario de los tiempos pasados, se les aparecen en cada esquina de la metrópoli.

La derecha bolsonarista también teme a la delincuencia común, al feminismo y a la homosexualidad, los cuales podrían “destruir la familia”. Esto hace evidente que la ideología del “familismo” conservador es un rasgo de derechas en ambos momentos históricos. Todo ello 30 años después de la época en que Pierucci entrevistara a 150 malufistas y janistas (electores y militantes pro Paulo Maluf y Jânio Quadros, en las elecciones de 1985 y 1986 en São Paulo).

Nuestro análisis pretende una comprensión actual, más enfocada y centrada en responder, a partir de la definición del proceso electoral brasileño en 2018, a una cuestión principal: ¿cómo llegamos a esta situación de riesgo patente de institucionalización de prácticas autoritarias e inclusive del resurgimiento del fascismo?

Partiendo de la revisión de la bibliografía y del análisis de la coyuntura sociopolítica del Brasil actual, este trabajo aborda las siguientes secciones complementarias y trata los puntos que hemos destacado como causas históricas de la situación actual, tras asistir, perplejos, a la elección de un presidente de la República que llegó al poder a través de la difusión de noticias falsas, discursos de odio e incumplimiento de ritos democráticos básicos en cualquier democracia moderna (Benites, 2018).

¿Cómo hemos llegado a esta situación de riesgo patente de institucionalización del fascismo?

Utilizamos, como se mencionó en la introducción, el término fascismo tal como lo define Tiburi (2016: 1):

El fascismo, hoy, ha adquirido un estatus de elemento de integración social y se basa no sólo en la solidaridad afectiva de quienes niegan al otro, basados en prejuicios y niegan también el conocimiento en un gesto de odio anti-intelectualista, y se basan también en la integración de estructuras mentales. Grupos enteros comparten estructuras cognitivas y de evaluación que brindan un extraño sustento a la conducta y a la acción. Una visión de mundo basada en características tales como la preferencia por el uso de la fuerza en detrimento del conocimiento y del diálogo, el odio, la inteligencia y la diversidad cultural, la preocupación por la sexualidad ajena, entre muchas otras, autoriza a la barbarie en las minucias de lo cotidiano.

Vivimos tiempos de gran complejidad y, por qué no decirlo, de perplejidad. Asistimos incrédulos al retorno de valores y prácticas conservadoras y autoritarias en un país que, desde la redemocratización de mediados de los años 80, parecía haber encontrado el camino de los avances democráticos, los cuales habían sido relativamente institucionalizados. Teníamos alguna certeza de que las leyes y las instituciones democráticas nos protegerían, en lo sucesivo, del regreso al fascismo o al proto-fascismo. Estábamos equivocados. Después de una campaña dudosa y salpicada de noticias falsas y difamaciones hediondas contra los otros candidatos, especialmente en detrimento de Fernando Haddad y Manuela D’Ávila, se eligió como presidente a un candidato históricamente autoritario, misógino, racista y homofóbico, además de exaltador de la tortura y de torturadores, reconocidos por el Estado brasileño como tales.

Como afirma también Tiburi en un texto reciente (2018: 1), donde rememora la obra publicada hace tres años:

No me limité al análisis del fascismo de Estado, ni de los líderes políticos, aunque haya mencionado algunos. En un libro posterior, intitulado Ridículo político, hablo mucho más de los personajes de la política que se capitalizaron por medio del discurso de odio, sobre todo del discurso disfrazado de burla, de gracia, tales como los de Jair Bolsonaro, quien habla sin que la gente crea las barbaridades que dice y que, aun así, votan por él. En ¿Cómo conversar con un fascista? me refiero al fascismo en cuanto formación subjetiva de la personalidad, como característica del ser humano ordinario, en el mismo sentido en que Theodor Adorno se refirió a la “personalidad autoritaria” que había en la base del tipo humano del “fascista en potencia”.

Respecto al modo como hemos llegado a la realidad brasileña actual (la inmediata posterior a las elecciones presidenciales de 2018), intentamos brindar explicaciones plausibles y esperamos que calificadas, aunque obviamente no serán tajantes ni conclusivas, al tratarse de un proceso abierto, en marcha y proclive a diferentes interpretaciones. Para ello, es necesario volver al pasado que ilumine el presente y nos ofrezca alguna opción de imaginar el futuro como posibilidad, como el todavía-no del que habla Ernst Bloch en El principio esperanza (1995).

Mundialmente hubo significativas transformaciones políticas desde los años 60 y en la identidad de los movimientos sociales, las cuales se relacionaban con el abandono de la búsqueda de las transformaciones sociales totalizantes -especialmente centradas en la cuestión de la lucha de clases-, a causa de las nuevas luchas sociales ahora plurales y, en cierto modo, fragmentarias. En otras palabras, fue en esa década cuando cobraron fuerza las hoy llamadas líneas “identitarias” o “culturales”, que discriminan en cuestiones que van más allá de la clase: raza/etnia, feminismo, identidad de género o generacional, ambientalismo, etc. Quedaba atrás la línea económica (lo que no quiere decir que se olvidara, sino que hasta cierto punto se relativizara): la lucha de los trabajadores en busca de un modo de vida no capitalista o postcapitalista. La búsqueda de la superación del capitalismo como forma esencial de transformación social había perdido toda centralidad (Santos, 2003); no obstante, a pesar de que las teorías feministas (como Crenshaw, 2004) ya daban cuenta de una necesaria interseccionalidad en el análisis de las luchas identitarias con las de clase, todavía parece estar lejos una concepción que las integre en una perspectiva interseccional y de traducción intercultural (Santos, 2006).

Desde entonces, y luego de la redemocratización de los países latinoamericanos, hubo muchas victorias en esos campos, tales como la unión legal de homosexuales, cuotas para negros e indígenas en las instituciones de enseñanza superior, etc.; esos derechos, que fueron ampliados a favor de grupos sociales estigmatizados, probablemente generaron una reacción negativa de las capas medias de la sociedad brasileña, quienes se creyeron “perjudicadas” por esos cambios culturales, políticos y de comportamiento.

Hay varias posibilidades de diagnóstico más o menos precisas de las razones de la hecatombe brasileña de 2016-2018. Nos concentraremos, primero, en cuatro puntos, a partir de una mirada a la realidad en perspectiva histórica: 1) los problemas históricos que nunca resolvimos; 2) los problemas internos de los gobiernos del Partido dos Trabalhadores (PT); 3) las jornadas de junio de 2013 y 4) el golpe de 2016. Reconocemos que otras explicaciones pueden tener cabida en ese diagnóstico, pero buscamos ofrecer un análisis plausible a través del entramado de estos cuatro puntos, para que entendamos, incluso de manera parcial, la creación del “fenómeno Jair Bolsonaro”.

Los problemas históricos que nunca resolvimos

Llamamos “problemas que nunca resolvimos” a nuestra incapacidad histórica de constituirnos como una nación igualitaria, con sentimiento de colectividad, relativa paz social y solidaridad orgánica. Esto tiene que ver al menos con seis cuestiones históricas que no logramos discutir a fondo a lo largo de estos 518 años de Brasil: 1) no resolvimos los problemas de la transición “Colonia-Imperio”, 2) no resolvimos los de la transición “Imperio-Repúblicas”, 3) no resolvimos los de esclavitud y de racismo, 4) no resolvimos los de la opresión patriarcal y la homofobia, 5) no resolvimos los de la dictadura militar del siglo pasado y 6) no resolvimos los problemas de la lucha de clases histórica en el país.

Estas problemáticas sin resolver tienen su correspondencia en la actualidad brasileña, respectivamente: 1) como la permanencia de una subjetividad colonial; 2) como la ausencia de una subjetividad de nación, o sea, de cierto “sentimiento de nación justa e igualitaria”; 3) como la permanencia del racismo que también es institucional; 4) como machismo y homofobia que también son institucionales; 5) como la noción vigente de que hay una “violencia justa” siempre y cuando sea “por el bien de la nación” (¿cuál nación?) y, finalmente, 6) como prejuicio clasista y cultural.

Si no logramos entender que estos problemas históricos nunca alcanzaron reconocimiento y cierta crítica consensual por parte de la población brasileña, no entenderemos el odio y el resentimiento como sentires que unieron a casi la mitad de los electores en torno a un político mediocre como Jair Bolsonaro. La subjetividad colonial es la subjetividad de la dominación en esencia, es la subjetividad de los civilizados contra los arcaicos, primitivos, atrasados, ignorantes. En Brasil nunca resolvimos esa diferencia; basta con mirar el proceso de transición Colonia-Imperio, un proceso de transición que se dio a puertas cerradas, sin un notorio despertar de consciencia. Finalmente, ¿quién gritó “Independencia o Muerte” en las márgenes del río Ipiranga? ¿Y por qué lo hizo? Ese problema marcó el camino para los acontecimientos sucesivos.

El Brasil-Imperio se transforma en el Brasil-República por la necesidad aparentemente contradictoria de implementar cierto liberalismo político sin liberalismo económico. La democracia liberal exigía la transición en América Latina, y Brasil, o mejor dicho, la élite brasileña, supo lograr dicha transición sin revueltas significativas. Todo permaneció “en su lugar” y la opinión o el interés público conservaron su mismo núcleo gravitacional: las élites.

Los intereses de las élites se hicieron pasar por el interés de una nación que en realidad nunca se constituyó plenamente como tal. Nunca alcanzamos un despertar de consciencia que nos llevara a reflexionar y vernos como iguales, como merecedores de la misma justicia económica, política, social y cultural. Se “consagraron” las desigualdades engendradas ya desde el inicio de la colonización como “desigualdades naturales”.

En el campo de las ciencias sociales, el estudio de las élites políticas tiene una historia muy amplia (Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y el propio Karl Marx teorizaron sobre diferentes aspectos). Utilizamos aquí el término sin establecer una revisión teórica, pues ello escaparía a los objetivos del texto. Con Jessé Souza (2017) quien las define en Brasil como detentores históricos del dinero, de la tierra y del poder político que compran al resto de las élites (intelectuales, empresariales, etc.), simplificamos deliberadamente el concepto para definir a las élites brasileñas que históricamente han logrado perpetuarse en el poder en estos 500 años. Élites económicas cada vez más de perfil especulativo, élites rurales y urbanas, latifundistas o de grandes conglomerados empresariales, banqueros y financieros. Esos a los que Cattani (2013) denomina “enemigos de la sociedad justa”; detentores de privilegios, de impunidad, usuarios de paraísos fiscales que siempre han practicado la evasión de divisas y se legitiman públicamente a través del culto a la extrema riqueza. Sustentados en la noción de patrimonialismo, que confiere al Estado el papel del saqueo de los bienes públicos, siguen disfrutando de inmenso poder y practicando la verdadera rapiña, con total insensibilidad ante el sufrimiento de las clases populares del país (Souza, 2015).

A fin de pensar de forma interseccional, no podemos omitir que Brasil fue el último país de América Latina en abolir la esclavitud, en 1888. Eso ya debe ser tomado en cuenta, pues la desigualdad económica está ligada indiscutiblemente a la de género y raza/etnia. Se abolió la esclavitud en términos legales muy tardíamente, con una ley que no logró ninguna forma de inclusión para los antiguos esclavos, dado que tampoco tenía pretensiones de conseguirla. El auge del primer éxodo rural se avecinaba, las ciudades comenzaban a crecer desordenadamente y los negros fueron empujados a ocupar las precarias periferias alrededor de las ciudades de todo el país, mientras que las élites latifundistas esclavistas tenían garantizada la continuidad de sus propios privilegios (Águas, 2011).

A pesar de todas las luchas cotidianas, las mujeres en Brasil aún no alcanzan la igualdad en términos generales. Todos los indicadores relacionados con la renta o con la ocupación de cargos calificados de trabajo aún muestran privilegios masculinos en este país. Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), las mujeres continúan percibiendo menos dinero que los hombres en términos de rendimiento por el trabajo; como media, alrededor de tres cuartas partes de lo que ellos reciben. En 2016, mientras el rendimiento medio mensual de los hombres era de R$2.306 [600 005 dólares], el de las mujeres era de R$1.764 [458 981 dólares]. Si se considera el rendimiento promedio por hora trabajada, aun así, las mujeres reciben 86.7 % menos que los hombres, lo que puede estar relacionado con la segregación ocupacional a que las mujeres están sometidas en el mercado de trabajo. El diferencial de rendimientos es mayor en la categoría de la enseñanza superior, en la que el rendimiento de las mujeres equivalía a 63.4 % de lo que los hombres percibían de salario en 2016. (Brasil, 2018).

¿Cómo olvidarse del machismo institucional que además es parte importante de las explicaciones del golpe de 2016 que impidió a la presidenta legítimamente electa, Dilma Rousseff, gobernar hasta el fin del mandato que le concedió la población? ¿Cómo olvidar los feminicidios que ocurren en Brasil todos los días? La población LGBT es asesinada en Brasil por el simple hecho de pertenecer a esta comunidad. Parte significativa de la población brasileña parece pensar que “si soy quien quiero ser” -heteronormativamente distinto-, “si soy gay o travesti, merezco morir”.

En Brasil se niega la historia como una forma de “dejar que quede todo bien”. En 2018, fue electo para dirigir el ejecutivo un político que impulsa la tortura, que dice abiertamente que erramos por “sólo torturar en lugar de matar” (Revista Fórum, 2016). La dictadura que inició aquel primero de abril de 1964 nunca terminó.

Centenas de madres, de padres, de hijos e hijas, de compañeras y compañeros de vida, todavía se preguntan dónde están los restos de sus familiares. Nunca fueron juzgados “nuestros” torturadores ni los autores intelectuales de la tortura: “En Brasil, la transición a la democracia ocurrió sin rupturas evidentes. Bajo la fuerte presencia de un legado dictatorial, la reconstrucción de los hechos y la reflexión crítica sobre el periodo autoritario están permeados por zonas de silencio y restricciones” (Telles, 2012: 62).

Un país que nunca educó para la crítica, que nunca se preocupó de la consolidación de una memoria social de las atrocidades, para una justicia de transición que superara la dictadura de forma contundente, permitió que el autoritarismo y el terrorismo de Estado no sólo fueran descreídos como una realidad, sino que sus valores fueran considerados deseables para la gestión del Estado por una parte significativa del pueblo brasileño. El riesgo evidente ahora toca a nuestra puerta con la elección de Bolsonaro en 2018. Sería como el eterno retorno de lo reprimido, o la idea, proveniente del psicoanálisis, de que los contenidos psíquicos reprimidos tienden a reaparecer de manera distorsionada y eventualmente enfermiza (Grossi, 2002).

Finalmente, la lucha de clases. Las élites político-económicas de Brasil nunca fueron confrontadas con sus injusticias y atrocidades, cometidas a “puertas abiertas o cerradas”. Las élites económicas brasileñas nunca aceptaron que transfirieron meras migajas de su riqueza a las capas más pobres (Cattani, 2013). La clase trabajadora alcanzó derechos y mejoras materiales en gobiernos “populistas” -como eventualmente se les llama a los de Getúlio Vargas, Juscelino Kubitschek y Lula da Silva- que, en el otro extremo, intentaba satisfacer las voluntades de la Casa Grande.

La Senzala es la triste metáfora que representa la división de clases y el odio clasista en Brasil. De la Colonia al Imperio, del Imperio a la República vieja, de la República vieja al Estado novo, del Estado novo al Brasil populista, del Brasil populista a la dictadura militar, de la dictadura militar a la Nueva República: y las riquezas económicas y el poder político en Brasil nunca dejaron las mismas manos, o castas (Costa, 2018).

Con la crisis del neoliberalismo al principio de los 2000, esas élites fueron temporalmente obligadas a aceptar cierta transferencia de la renta y políticas de inclusión social para los más pobres en América Latina. En Brasil, eso ocurrió durante los gobiernos del Partido dos Trabalhadores, de 2003 al inicio de 2016.

Los problemas internos de los gobiernos del PT

Ante todo, es importante decir que el PT fue una importante fuerza política en la lucha contra la dictadura en Brasil. Junto con las Comunidades Eclesiásticas de Base (CEB), el PT fue una de las principales fuerzas organizativas que sacaron al país de la dictadura explícita, contribuyendo a la redemocratización, en la constituyente de 1987-88 y como oposición a los gobiernos del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB). El PT logró conformar diferentes sectores de la sociedad brasileña y formar una base de indignados por la falta de libertad y por las precarias condiciones materiales de vida y, en un favorable proceso que combinaba esperanza y solidaridad, se transformó en la principal fuerza política progresista en el periodo posterior a 1985. Además, destacó en su participación en el proceso de reapertura democrática del país (Keck, 2010). No obstante, el PT optó por el camino institucional y llegó al poder, intensificando los conflictos y contradicciones típicas de una construcción político-partidaria.

Dicho esto, que revela nuestro reconocimiento de la importancia del Partido dos Trabalhadores para el país, vamos a tratar cinco problemas que hemos identificado en el PT institucional. Éstos son: 1) la conciliación de clases y el desarrollismo; 2) los límites de las políticas redistributivas; 3) la incapacidad de mantener a los movimientos sociales aliados movilizados; 4) los escándalos de corrupción, y 5) las tentativas tardías de Dilma para “agradar” al mercado. Se abordan tales puntos con una combinación del análisis y la estrategia del partido con las condicionantes patentes de una élite nacional egoísta e insensible socialmente, en el contexto del capitalismo global en que Brasil ocupa un lugar de periferia y de dependencia estructural. Vale la pena recordar que estos errores o problemas, cuando se analizan de manera conjunta, se potencializan entre sí.

El PT, para llegar al poder central, ofreció opciones precedentes que lo llevaron a ese lugar. La Carta a los Brasileños, de 2002, fue el fin del sueño de que nuestra sociedad discutiría por primera vez sus graves problemas estructurales, históricos y nunca reconocidos ni atendidos (Folha de S.Paulo, 2002); problemas nunca discutidos democráticamente, que no se lograron hacer explícitos y sobre los cuales no se había buscado el diálogo y la deliberación respecto a sus formas de resolución, y que tarde o temprano cobran sus precios. El PT, a través de su gobierno, que practicó un desarrollismo con cierta transferencia de renta para “los de abajo” conformó, una vez más, las clases brasileñas en una gran conciliación supuestamente de “ganar-ganar”, financiada por los altos precios de las commodities en el mercado internacional, los productos primarios que son la base de la economía brasileña. Ganaban “los de abajo” y ganaban “los de arriba”. ¿Quién no ha soñado con mejorar de vida, con “ascender en la vida”? Sin embargo, la tímida movilidad social en Brasil no tardó en generar problemas subjetivos y prácticos. Desde los más patéticos, como el hecho de que las élites adineradas no aceptaran ver al “pueblo” utilizar los aeropuertos por todo Brasil, hasta los más graves, como el crédito descontrolado disfrazado de movilidad que tanto mal hizo a muchos trabajadores, que hoy se encuentran endeudados. Con la primera crisis económica que el país no logró superar, las élites entendieron que ya era suficiente conciliación. Era el fin del juego del ganar-ganar petista.

Las políticas de redistribución del PT, reconocidas mundialmente, como el Programa Bolsa-Familia, por ejemplo, la valorización real del salario mínimo, el Beneficio de Prestación Continuada (BPC), las inversiones reales en educación y salud, que indirectamente se expresan como políticas de redistribución, todas tuvieron efectos positivos, pero también negativos. Si bien, por un lado, el hecho de que la población históricamente desatendida y con menos acceso a los bienes públicos y privados comenzara a encontrar posibilidades concretas de acceder a servicios de salud, de iniciar una carrera universitaria sin pagar mensualidades o con un financiamiento aligerado generaba una importante inclusión social; por otro, el proceso tuvo lugar sin una discusión pública sobre el problema de la desigualdad, sobre quiénes ganaban con ella y cómo se podía combatir, lo cual pudo haber politizado la cuestión de la desigualdad y alejarla finalmente de la esfera individual supuestamente meritocrática, que aún se percibe en el imaginario brasileño. El PT no podía, realmente, dar pie abiertamente a esa discusión, dado que el acuerdo de conciliación atenuaba la lucha de clases y las estructuras sociales históricamente injustas. De ese modo, se incluye, se permite ascender, pero no se politiza el debate público ni se problematiza con el entendimiento de la nación entre los ciudadanos que viven en ella.

Avanzamos en la comprensión de los movimientos sociales considerados aliados, o sea, que compartían la misma visión de mundo progresista del PT antes del ascenso al poder del Estado, en lo que respecta al reconocimiento y la inclusión de las demandas de dichos movimientos. Esa relación en muchos casos se expresó como formulación e implementación de políticas públicas; en otros, como cooptación. Hay toda una literatura especializada que discute esto señalando que no todo es cooptación en el proceso de institucionalización de los movimientos sociales y de sus demandas (Abers; Büllow, 2011; Abers; Serafim; Tatagiba, 2014; Bringel; Falero, 2016; Dowbor, 2012; Lavalle et al., 2017; Scherer-Warren, 2015; Scherer-Warren; Lüchmann, 2011; Silva; Oliveira, 2011; Tatagiba; Teixeira, 2016).

Si bien no toda institucionalización significa cooptación, es innegable que no se trata de una “culpa unilateral”. La sociedad civil y el Estado se constituyen mutuamente. La institucionalización puede llevar, sin embargo, a un cambio de núcleo de movilización de movimientos. Si antes era en las calles, ahora será en los gabinetes. Cuando el PT necesitó de los movimientos sociales en las calles, en el periodo del golpe de 2016, no pudo contar con ellos. Ya sea la Central Única de los Trabajadores (CUT), sean los sindicatos singulares, sea el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin-Tierra (MST), sea el Movimiento de los Trabajadores Sin-Techo (MTST), sean los movimientos indígenas, quilombolas, de las juventudes, nadie pudo evitar, a partir de la lucha y de la resistencia popular, el impedimento irregular contra Dilma Roussef, que tuvo lugar en 2016. La evaluación resultante determinó que durante los tres años entre las jornadas de junio de 2013 y el inicio de 2016, el PT ignoró las demandas de las calles, que aún permanecían sin atención clara, lo cual contribuyó a la desmovilización de los movimientos sociales.

No hay un acuerdo pleno respecto al debate sobre la corrupción como causa de los problemas en Brasil, aunque se considera muy importante su combate (Souza, 2015). Sin embargo, la corrupción es sistémica en una sociedad en la que la riqueza es el fin y no el medio, dominada por una burocracia empresarial para la cual la brutal concentración de la riqueza es en sí misma una forma corrupta de organización social. No obstante, buena parte de la población brasileña cree -en buena medida debido al énfasis que los medios de comunicación masiva dan al tema (selectivamente, según sus intereses, lo que ayudó a construir una imagen demonizada del PT)- que este es nuestro único y principal problema. El PT subestimó esa moral, hasta cierto punto hipócrita, ya que la corrupción tiene lugar en todas las esferas de la sociedad, y “jugó el juego” del poder político institucionalizado sin [¿las precauciones necesarias?] para que tácticas consideradas ilegales -y ampliamente practicadas por todos los partidos y poderes- no lo acabaran transformando en el “gran enemigo de la nación”.

Las jornadas de junio de 2013

La ola de protestas poco antes del mes de junio de 2013 que pasó la historia como “las jornadas de junio” causó, por su aparente carácter espontáneo, una serie de interpretaciones controvertidas entre los analistas de los movimientos sociales y de acción colectiva, además de una infinidad de sentimientos contradictorios en los propios activistas que salieron a las calles en ese mes. Fuimos testigos de una serie de nuevas tácticas y performances que emergieron con repertorios relativamente nuevos. Fue la primera gran ola de protestas que combinó el poder de movilización de las redes sociales con el grito y la concreción de las manifestaciones callejeras. Reflexionamos, a continuación, sobre cuatro puntos importantes que consideramos tienen sentido para el análisis en cuestión.

Para entender el “fenómeno Jair Bolsonaro” nos parece indispensable la discusión, con la vista puesta en 2013, sobre 1) lo que comenzó como una lucha organizada y acabó como una multitud heterogénea en términos de posición en el espectro político; 2) la apropiación de las demandas de las protestas por los medios y por la derecha y sus infinitos recursos; 3) la incapacidad del PT de dar respuesta a las protestas callejeras, y 4) la indignación despolitizada, el conservadurismo de base moral-religiosa y, finalmente, la discusión sobre la que tal vez sería la primera aparición con más fuerza del “mito del salvador”: la figura de un político de tinte mediocre que en 27 años como diputado federal nunca hizo nada significativo, además de dar declaraciones violentas y perversas a lo largo de ese periodo, entre las que se incluye la necesidad de fusilar al presidente Fernando Henrique Cardoso (FHC) y el elogio del torturador Carlos Alberto Brilhante Ustra. Además de ser puntos que consideramos importantes, también creemos que existe cierto orden cronológico de los acontecimientos de junio de 2013.

Las primeras protestas de junio de 2013 comenzaron de manera organizada, contrariamente a lo que algunos analistas consideran como un ejemplo de aparición de la “multitud” durante aquellas jornadas. Junio de 2013 fue el resultado de la importante conjunción de otras organizaciones y protestas menores, protagonizadas por los Comités Populares de la Copa (CPC) que datan de 2012, por un lado, y por la lucha organizada del Movimiento Pase Libre (MPL) que encuentra sus primeras inspiraciones en las protestas de los jóvenes por el pasaje gratuito en Salvador, en 2003, y en Florianópolis, en 2004 y 2005, por el otro (Dowbor; Szwako, 2013).

En 2013, sin embargo, las primeras protestas se dieron a conocer casi simultáneamente en Porto Alegre, primero, con el Bloco de Lutas, y casi de inmediato en São Paulo, con el MPL. Esto apunta a la hipótesis de que lo que sucedió en 2013 no es resultado de una indignación desorganizada que cobró forma a través de Facebook y, con lo cual, se decidió salir a las calles. Las redes sociales y diversos colectivos de lucha con una identidad definida, cuyas demandas eran compartidas (en parte) por sujetos con sus propias convicciones individuales, caracterizaron el desarrollo de las protestas y constituyeron un segundo paso. Fueron el efecto y no la causa.

La violencia protagonizada por la Policía Militar del estado de Rio Grande do Sul, durante la gestión del gobernador Tarso Genro y el silencio del prefecto Fernando Haddad (ambos del PT) en relación a la truculenta policía del gobierno “tucano” en São Paulo, dieron una pista sobre cómo sería la respuesta del PT ante la ola de protestas. La violencia del Estado sirvió para activar una especie de red de solidaridad potenciada por las redes sociales y por diversos colectivos de lucha con una identidad definida, con demandas compartidas por sujetos con convicciones individuales propias, lo que llevó a millares de personas a las calles en decenas de ciudades a lo ancho y largo de Brasil.

Fue en este contexto donde la lucha organizada perdió el control de las manifestaciones, cuando comenzaron a aparecer un conjunto de manifestantes vestidos de verde y amarillo con líneas conservadoras y la consigna de “derrocar al gobierno” y “acabar con todo lo que hay en él”, líneas vacías y que sirvieron de motivo para que la derecha política tomara las calles desde hacía mucho tiempo [¿es esta la idea que quiso expresar o llanamente “por vez primera”?]. En este escenario, se comenzaron a rechazar las banderas de movimientos sociales y de partidos, a demonizar a estas instituciones y a declararse contra todo y todos. Apareció una multitud desgobernada que los medios -articulados con la derecha política- vieron como la oportunidad para apropiarse de ella y dirigir la “indignación” de las protestas contra el Partido dos Trabalhadores.

Los medios hegemónicos brasileños, históricamente elitistas y detentores del poder económico, por lo menos desde la dictadura militar, se esforzaron por establecer una dicotomía al dividir a la población que salía a las calles entre “acertados y equivocados”, entre “personas de bien, cansadas de la corrupción” (derechistas de verde y amarillo) y “vándalos” (izquierdistas de rojo). El sector de manifestantes identificado con las líneas de la izquierda, como las libertades identitarias y culturales, así como la línea inicial contra el alza al costo del transporte público, en un proceso dialéctico entre la voz de las calles y la manipulación de los medios, perdió espacio frente a la línea del combate a la corrupción (diseñada para ser vinculada exclusivamente al PT, de manera mediática). La conocida frase “¡no es por 20 centavos!”, usada inicialmente por el sector organizado de manifestantes contra el alza, comenzó a ser utilizada por los defensores del “Brasil libre de corrupción”. La derecha política, con todos sus recursos, con la ayuda de los medios y con el “privilegio” de ser la oposición del gobierno federal, atrajo las demandas de las calles y se consolidó como expresión de la indignación total contra el sistema político corrupto. En este contexto nació, por ejemplo, el Movimiento Brasil Libre (MBL).

El PT podía haber optado por la radicalización de su discurso y de su práctica, para atender las peticiones de las calles indignadas. Era de esperarse, sin embargo, que el PT no lo hiciera, y, efectivamente, no lo hizo. Esa incapacidad del partido de dialogar con las calles no era una novedad desde la llegada de Lula al Planalto Central. Lula llegó a tener más de 80% de aprobación en su gobierno, lo que le permitiría tomar medidas de ruptura estructural, y no lo hizo. Fue esta incapacidad de radicalización del PT la que entregó primero el monopolio de la crítica del sistema político corrupto a la derecha y, posteriormente, a la extrema derecha. Antes de 2013, la idea del antipetismo ya existía, es claro que comenzó a construirse nacionalmente con el escándalo de “Mensalão” en 2005, pero fue en este contexto que se fortaleció y difundió.

Finalmente, cuando las manifestaciones se dispersaron, el resultado fue una población individualizada que aprendió a salir a las calles a partir de llamados emitidos en cadena nacional por la Red Globo de Televisión, vestidos de verde y amarillo (¿un regreso al ufanismo de los tiempos de la Dictadura?) pero que se caracterizaba por cierto conservadurismo de base religioso-moral (no entran en ese diagnóstico los movimientos organizados que iniciaron las protestas y que al final eran ya una minoría en las calles). Multitudes formadas por individuos que marchaban juntos, indignados con el sistema político corrupto y que a la vez representaban un conservadurismo de base religiosa en algunos casos, al que se sumaba la incapacidad de la izquierda para radicalizar sus prácticas y discursos; lo que generó un terreno fértil para la creación de un “líder salvador”, un populista en extremo que consiguiera expresar toda la polarización mostrada en las calles y en los medios, tanto sociales como corporativos. Peter Evans (2010) ya había advertido sobre los riesgos de la creación y fortalecimiento de contramovimientos de carácter conservador en el contexto de los límites del neoliberalismo. “Contramovimiento” es parte de la formulación de Karl Polanyi en relación al concepto de “doble-movimiento”. El contramovimiento sería la acción colectiva que surge en respuesta al movimiento hegemónico y sus límites. En su trabajo, Evans analiza el movimiento del neoliberalismo, sus límites y problemas, y los contramovimientos posibles en ese contexto. Jair Bolsonaro ya existía en la escena política desde hacía casi veintisiete años y faltaba poco para que se convirtiera en dicho “líder”.

El golpe de 2016

A diferencia de Lula, la presidenta Dilma Rousseff encontró en su segundo mandato un contexto económico internacional bastante adverso y de difícil control. El boom de las commodities que había quedado atrás y la incapacidad del proyecto petista para desarrollar una economía doméstica diversa con tecnologías y dinámicas que fueran más allá del sector agroexportador son explicaciones importantes a las “inconformidades” de la burguesía nacional y del capital financiero internacional cuando la economía comenzó a dar señales de retracción. La crisis estaba instaurada.

Tras haber criticado el plan económico de Aécio Neves (PSDB) en las elecciones de 2014, Dilma ganó e impuso, por presión de los agentes del mercado, la misma política económica propuesta por el tucano, en un intento por rescatar el apoyo del mercado; pero ya era tarde. La crisis estaba instalada y las crisis económicas, cíclicas en el sistema del capital, cobran precios altos. La idea falaz de que “el PT quebró al país” es la marca registrada de las tácticas discursivas de Jair Bolsonaro que fueron ampliamente difundidas por los medios corporativos hegemónicos, lo que ayudó a consolidar esa representación equivocada.

La destitución de la presidenta legítimamente electa, Dilma Rousseff, no puede ser vista como un asunto aislado de un contexto más amplio, porque constituye un “producto” del antipetismo y de la polarización que vivimos en el Brasil actual. El golpe -cuyos orígenes estaban ya identificados con el escándalo del Mensalão, en 2005- puede pensarse también en términos de su preparación, incluso en 2004; ese año tuvo lugar la publicación de un texto del juez Sérgio Moro (2004), en el cual se hablaba de la “Operación Manos Limpias”, en Italia, como el gran ejemplo del combate a la corrupción. Dicha publicación nos permite conjeturar cómo se planeó la Operación “Lava-Jato”3 para cumplir objetivos políticos. Hay aún una discusión en curso sobre la representación del proceso que impidió a la presidenta Dilma Rousseff concluir su segundo mandato como presidenta de la República. Nos referimos a los trabajos que caracterizan dicho proceso como golpe (Bianchi, 2016; Freixo; Rodrigues, 2016; Monteiro, 2018; Moretzsohn, 2016, 2017; Perissinotto, 2016).

En esta sección hemos reflexionado sobre cuatro puntos del golpe de 2016 que ayudan a comprender el “fenómeno Jair Bolsonaro”; todos tienen relación con la consolidación de la idea del antipetismo. A saber: 1) el PSDB y su incapacidad de reconocer la derrota electoral de 2014; 2) los medios como potenciadores del golpe; 3) la consolidación de la destitución de Dilma sin que se le comprobaran crímenes, y 4) la prisión de Lula sin comprobación de crímenes que le impidió participar en las elecciones de 2018.

El PSDB nunca aceptó la derrota en las urnas en 2014. Tanto así que, una vez pasadas las elecciones, hizo una petición de auditoría del resultado al Tribunal Superior Electoral (TSE). El partido explícitamente declaró que Dilma no podría ganar esas elecciones y que, en caso de que lo hiciera, no podría asumir el cargo. Cuando la petición fue negada por el TSE, contrató una auditoría privada que no tuvo fuerza como alternativa confiable. Al notar que esta vía era inalcanzable, convocó a la población antipetista a salir a las calles, aún en diciembre de 2014, como una forma de acumular resistencia contra la victoria petista. También en diciembre de ese año, Aécio Neves y el PSDB hicieron una petición al TSE para impedir que la planilla Dilma-Temer asumiera la presidencia alegando fraude electoral durante la campaña (Perissinotto, 2016) . Estaba claro: el PSDB no había aceptado la derrota e iría hasta las últimas consecuencias para quitarle, por vías no electorales, el derecho a gobernar a Dilma.

Los medios hegemónicos, a través de una cobertura tendenciosa y constante, potencializaron el proceso progolpe y lo apoyaron; es decir, los medios tuvieron un papel importantísimo en una especie de voltereta o desplazamiento de la atención de la población en relación al mérito en el juicio del proceso de destitución que derivó en el golpe. Los medios tanto impresos como televisivos jamás cedieron, por una parte, un espacio en sus diferentes vehículos de comunicación, en sus diferentes plataformas, para profundizar en el tema principal de las discusiones, se trató de una total falta de criterio en relación a la aplicabilidad de la ley de forma universal en el país; y por otra, asumieron el rol de agente activo del proceso político brasileño, y se posicionaron como oposición clarísima al Gobierno Dilma (Moretzsohn, 2016). Desde esta posición, se esforzaron en consolidar la narrativa anticorrupción fundada en la Operación “Lava-Jato”. El esfuerzo de los medios fue de tales dimensiones que el objetivo principal del proceso de destitución era, a la vista de la población en general, involucrar a Dilma en la Operación “Lava-Jato” como respuesta a las llamadas “pedaladas fiscales”, nombre que se les dio a las operaciones presupuestales ejecutadas por el Tesoro Nacional, que no estaban previstas en la legislación y consisten en atrasar la transferencia de los recursos a los bancos públicos y privados con la intención de aligerar la situación fiscal del gobierno en un determinado mes o año, con lo que se puede presentar mejores indicadores económicos al mercado financiero y a los especialistas en administración pública. Este tipo de operaciones infringen la Ley de Responsabilidad Fiscal brasileña aunque son llevadas a cabo comúnmente por presidentes y gobernadores de los estados.

Con los medios como aliados, el PSDB y los demás partidos golpistas encontraron los recursos necesarios para avanzar con el golpe incluso sin que Dilma hubiera cometido crimen alguno que legitimara la apertura del proceso de destitución. La coalición progolpe en la Cámara de Diputados juzgó culpable a Dilma de actos que antes habían sido practicados por FHC y por Lula, así como por diversos gobernadores de estados de la Federación. El Superior Tribunal Federal (STF), por su parte, hizo eco de la decisión parcial y selectiva de la mayoría de los diputados, quienes nunca mencionaron su mérito en el juicio el día que fue aceptado el proceso de destitución en el pleno de la Cámara. La votación en la Cámara de Diputados, además de patética resultó vergonzosa internacionalmente para Brasil porque daba a conocer la hipocresía de un legislativo que no representaba al pueblo, fue determinante para consolidar la idea de que el país necesitaba realmente de un “líder salvador” con preceptos religioso-morales de tipo conservador. En una aparente contradicción, Jair Bolsonaro destacó ese día por una alusión elogiosa a Carlos Alberto Brilhante Ustra, un reconocido torturador de la dictadura militar; contradicción porque, a fin de cuentas, la tortura y los asesinatos -que Ustra visiblemente practicó- no eran compatibles con sus preceptos religiosos. O tal vez sí, conforme a la nueva moral del Brasil del autoritarismo y del fascismo en vías de institucionalización (Daltoé; Marques, 2017).

La última carta del golpe antes de las elecciones de 2018 consistía en excluir al expresidente Lula del proceso electoral. En ese momento Lula era el único líder político del PT con una capacidad reconocida para superar el antipetismo, debido a la memoria aún presente de sus gobiernos, en los que hubo una real mejora en las condiciones de vida del pueblo brasileño. Lula fue apresado sin que se le comprobaran crímenes, en un proceso endeble en el que no se comprobó la propiedad del departamento en Guarujá de la que fue acusado; el Derecho fue sustituido por la “porra” política en su contra, en el sentido futbolístico (Streck, 2018). Además de eso, fue apresado después de un juicio en segunda instancia, lo cual es inconstitucional, ya que todo ciudadano tiene el derecho de permanecer en libertad mientras su proceso siga abierto en el juzgado.

El PSDB incluso pensaba que podría catalizar la indignación popular que buscaba respuestas diferentes al “todo está ahí” ya desacreditado en relación al sistema político corrupto; se equivocó profundamente. Jair Bolsonaro ya había ocupado ese lugar a través de fake news masivas creadas por su equipo y difundidas por las redes sociales de manera muy competente (Benites, 2018; Mello, 2018). Jair Bolsonaro alcanzó el lugar de máximo exponente del antipetismo que se consolidó con el proceso del golpe de 2016, y justamente por eso fue elegido presidente de Brasil en octubre de 2018.

Reflexiones finales: una tentativa de síntesis de lo planteado

Entender que el odio es resultado del miedo y de la frustración nos permite ver que las crisis económicas, como la que atraviesa Brasil, son tierra fértil para la difusión del miedo; las condiciones materiales de vida y la inseguridad principalmente en relación con la supuesta escasez de recursos y la violencia. Ese “miedo material” combinado con el “miedo inmaterial” que resulta del temor de la población a descaracterizarse en relación a sus identidades históricas provoca una especie de idolatría por un “líder salvador”, un populista que sería capaz de resolver de forma simplista todos los problemas de un país; que podría, supuestamente, unir a un país que no tiene una raíz histórica de colectividad ni sentimiento de nación integrada. El miedo es un elemento fundamental de la política autoritaria y/o fascista (Santayana, 2016).

Sin embargo, nos preguntamos: ¿cómo unir de forma simplista a un país que nunca superó su subjetividad colonial, que carece de un sentimiento de nación igualitaria, que nunca dejó atrás el racismo, que nunca superó el machismo y la homofobia, que no abandonó la idea de que ciertos tipos de violencia son “justos”, que nunca habló explícitamente sobre los prejuicios de clase? Todas esas “cajas negras” generan rechazos y miedos internalizados, y posteriormente naturalizados cuando se evocan sus contenidos. ¿Cómo unir de forma simplificada a un país que se niega a discutir la lucha de clases, que en el último periodo incluyó a la población principalmente por su capacidad de consumo, sin alcanzar resultados importantes de politización en ese proceso y que, por ello, engendró una mayor polarización entre “los de arriba” y “los de abajo”; que trata a los luchadores sociales como criminales, que refuerza a través de los medios que la corrupción es producto de un solo partido? Todas esas incapacidades de comprender la complejidad de los problemas generan odio hacia los que son diferentes, un sentimiento atávico que acaba manifestándose en más prejuicios, más polarizaciones, más violencia tolerada.

¿Cómo unir de forma automática a un país donde la resistencia organizada es vista como un crimen, donde la lucha por la organización socio-política es rechazada, donde los medios manipulan la información a su gusto, donde el conservadurismo ético-religioso es considerado moralmente “superior” al debate político y la ciencia? Todas esas creencias difusas llevan a la frustración y a la búsqueda de soluciones simplistas. ¿Cómo unir de forma automática a un país en el que solamente se confía en las instituciones cuando “juegan nuestro juego”, en que se acepta a los medios como fuerza política y se aceptan, con gusto, ritos totalmente parciales y una justicia explícitamente selectiva que castiga a dos presidentes por intereses de poder y sin pruebas concretas y demostrables? Todo eso perpetúa y acentúa la polarización, redundante en que el antipetismo cobrara mayor fuerza y se difundiera más que el antifascismo, por ejemplo.

Más allá de las previsiones a todas las atrocidades ligadas a la privación de libertades y a la violencia, ya anunciadas por Jair Bolsonaro antes y después de su elección, podemos hacer algunas proyecciones en lo que respecta a las políticas que serían implementadas por el presidente electo y su ministerio, lleno de investigados o condenados por crímenes diversos (Catraca Livre, 2018). Las proyecciones se han hecho en tres direcciones: 1) la institucionalización del protofascismo y la incapacidad de conducción democrática del gobierno; 2) las políticas ultraneoliberales, y 3) la criminalización de los movimientos sociales y la violencia contra las minorías sociológicas -el concepto se refiere a la atribución de significados sociales negativos a ciertos grupos- que refuerza las desigualdades. De este modo, los grupos en desventaja en la distribución de recursos sociales, económicos y políticos son considerados minorías sociológicas (Williams, 1998).

Tres son los puntos que, de ser llevados a cabo por Jair Bolsonaro, privarían a muchos ciudadanos de derechos civiles, políticos, sociales y económicos. ¿Qué significa eso? Por una parte, que toda la violencia y la idea de “justicia por propia mano” circulante por las calles serán legitimadas institucionalmente; por otra parte, que esa misma violencia será parte de la lógica del Estado. Jair Bolsonaro ha manifestado que cerrará más de una decena de ministerios, ha advertido que, de ser necesario, cerrará el Congreso Nacional y, por lo tanto, su vicepresidente ha anticipado que no descartan la idea de un autogolpe. Esto nos lleva a pensar que la violencia residirá en el Estado y fuera de él -protagonizada por el propio Estado y por quienes apoyan el proyecto fascista del futuro presidente.

Respecto a las políticas económicas, todas seguirán el ideario ultraneoliberal del economista Paulo Guedes, el gran “gurú” de Jair Bolsonaro en esa área. Significa literalmente la entrega del país a los intereses del capital internacional en una profundización de la agenda neoliberal ya en curso. Eso se dará a partir de varias acciones, como la privatización de las empresas públicas que aún quedan, especialmente Petrobras; de la manutención del “techo de gastos públicos” aprobado por el expresidente Michel Temer, que precarizó aún más los servicios públicos de educación, salud y cultura; de la no intervención estatal en el mercado, lo cual permite que éste “resuelva todos los problemas” de manera autónoma; de la desregulación de los escasos derechos laborales que aún quedan; de la liberación de todas las formas de extractivismo; de la implementación de una alicuota única para el Impuesto sobre la Renta, mecanismo que volverá a este impuesto aún más desigual de lo que ya es. Esto sólo para citar algunas de las medidas anunciadas; por supuesto, si realmente llegara a implementarse, pues aparentemente una estrategia del presidente en los últimos días de 2018 ha sido contradecir lo que previamente había anunciado.

Finalmente, el grave problema de la criminalización de los movimientos sociales es la violencia contra las minorías sociológicas. Jair Bolsonaro es directo cuando habla de ese tema, no se ahorra palabras ni agresiones. Para el presidente electo, los movimientos sociales como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) y el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) constituyen “un conjunto de vagabundos criminales”; “los de rojo” merecen ser ametrallados; todas las minorías -ya sea literalmente una minoría o una minoría sociológica excluida de los espacios de poder-, lo que incluye a las mujeres, los negros, la población LGBT y los indígenas, deben adaptarse a la mayoría o, de lo contrario, deben dejar el país o podrán ser apresados. Jair Bolsonaro es la expresión mayor de una parte de la población que no soporta las diferencias porque tiene miedo y odio, y va a “combatir” de forma violenta a todos los que no se adapten a su forma limitada -y autoritaria- de comprender el mundo.

Para resistir a esa subjetividad fascista, tal vez sea necesario operar desde una idea de múltiples resistencias o de resistencias híbridas, que serían (entre otras posibles): 1) la lucha extrainstitucional, orientada por y para la creación de espacios de producción de dinámicas sociales solidarias, que rechacen la relación con el Estado por su carácter jerárquico y de relaciones desiguales que comenzarían con experiencias localizadas que, si logran conformar una red, tendrían el potencial de transformar corazones y mentes a través del quehacer democrático y de la práctica autogestiva cotidiana; 2) la lucha extrainstitucional enfocada en la confrontación política contra la subjetividad fascista que permanecerá. Esto podría ocurrir partiendo de la organización de los trabajadores, de las comunidades, de los sindicatos progresistas, de los colectivos juveniles, feministas, antirracistas y de los movimientos sociales y de los partidos en oposición del gobierno petista, por un lado, y contra el fascismo, por el otro; y 3) la lucha institucional a través de la ocupación crítica de los cargos comisionados y de lugares en las instituciones participativas (OPS, consejos gestores de políticas, audiencias públicas, comisiones, etc.) que aún nos quedan (Oliveira; Dowbor, 2018).

Todos estos factores contribuyen a entender cómo hemos llegado hasta aquí; cómo hemos permitido la creación del “fenómeno Jair Bolsonaro”. Son muchas las lecciones por aprender y mucho el trabajo por hacer si queremos dedicarnos a la construcción de un país más justo y ecuánime. O encaramos cada una de estas cuestiones -y muchas otras que no hemos incluido en este diagnóstico/reflexión-4 de manera seria y comprometida, o volveremos a lo que más tememos y lo que un sector de partidarios de Jair Bolsonaro teme también: un país ahondado en la miseria económica, cultural, política y social.

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1 Traducción del portugués al español a cargo de José Luis Gómez.

2Se refiere al gobierno y seguidores del político brasileño, Paulo Maluf, quien ha llegado a gobernar el estado de São Paulo, entre otros cargos políticos importantes en la región.

3“Lava-Jato” es el nombre que se le dio al conjunto de investigaciones en proceso realizadas por la Policía Federal de Brasil, que ya cuenta con más de mil órdenes de persecución y aprehensión, de prisión temporal, de prisión preventiva y de conducción coercitiva, y que tiene la intención de averiguar sobre un esquema de lavado de dinero que movió billones de reales en gratificaciones. El foco principal de la operación es Petrobras, empresa pública brasileña del ramo petrolero. La operación comenzó en 2014 y continúa en proceso. Hay cierto consenso sobre falta de imparcialidad en relación a los investigados y los acusados en los procesos.

4Uno de los factores que consideremos relevante en el ascenso de Bolsonaro, y ausente en el presente análisis, es el papel del neopentecostalismo conservador y su activismo político de derechas; aunque no lo hayamos podido desarrollar en este texto, merecerá una sección específica en un trabajo posterior.

Recibido: 20 de Enero de 2019; Aprobado: 19 de Marzo de 2019

Gustavo Moura de Oliveira es doctorante en el Programa de Posgrado en Ciencias Sociales de la UNISINOS, Brasil; actualmente realiza una estancia doctoral en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) de la UNAM. Sus líneas de investigación son autonomía, movimientos sociales, interacción socioestatal, economía solidaria y políticas públicas. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Monika Dowbor) “As relações entre movimentos sociais e Estado pelo prisma da autonomia: uma revisão da bibliografia recente” (2018) en Anais do 42º Encontro Anual da Anpocs, Caxambu, 22-26 de octubre; (con Samuel N. Costa) “Trabalho precarizado no Brasil pós-2016: diagnóstico e alternativas” (2018) Norus - Novos Rumos Sociológicos, 6(9); “Entre o estado e a sociedade civil: as instituições participativas e o movimento de economia solidária” (2017) Cooperativismo y Desarrollo, 25(111).

Marília Veríssimo Veronese es doctora en psicologia social por la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul, Brasil; profesora e investigadora en el Programa de Posgrado en Ciencias Sociales de la UNISINOS, Brasil. Sus líneas de investigación son economía solidaria, autogestión y alternativas económicas, actuando también en el área de la salud pública. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Adriane Ferrarini, Luiz Inácio Gaiger, Jean-Louis Lavile y Isabelle Hillenkamp) “Empreendimento econômico solidário e empresa social: ampliando abordagens e integrando conceitos no diálogo Norte-Sul” (2018) Polis: Revista Latinoamericana, (49); (con Luiz Inácio Gaiger y Adriane Ferrarini) “O Conceito de Empreendimento Econômico Solidário: Por uma Abordagem Gradualista” (2018) DADOS - Revista DE Ciências Sociais, 61(1); (con Julice Salvagni, Marina Guerin y Rayra Roncatto Rodrigues) “No coração da loucura: resistência, protagonismo e a luta de Nise da Silveira” (2018) Farol - Revista de Estudos Organizacionais e Sociedade, 5(14).

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