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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versão impressa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.64 no.237 Ciudad de México Set./Dez. 2019  Epub 07-Nov-2019

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2019.237.67625 

Artículos

Instituciones y educación en México: bienes preferentes, movilidad social y premodernidad

Institutions and Education in Mexico: Merit Goods, Social Mobility and Pre-modernity

Henio Millán Valenzuela 

Eduardo Pérez Archundia∗∗ 

El Colegio Mexiquense, A.C. Correo electrónico: <hmillan@cmq.edu.mx>.

∗∗Instituto Superior de Ciencias de la Educación del Estado de México. Correo electrónico: <eperarc@hotmail.com>.


Resumen

La educación es un bien meritorio o preferente y, al mismo tiempo, un bien meritocrático. La tarea de cualquier sistema educativo es conducir la transición entre estas dos dimensiones. Cuando la sociedad es muy heterogénea, esta tarea suele fallar. Este trabajo tiene como objetivo probar los fallos en esta transición, para lo cual se examina el caso de México, cuyo sistema político ha exhibido la necesidad de mantener el equilibrio entre actores modernos, premodernos y posmodernos, a fin de sortear con éxito el dilema entre gobernabilidad y democracia. La solución ha sido el divorcio entre instituciones formales e informales. Este divorcio ha propiciado la desactivación de todo intento de impulsar el conocimiento a través de la educación porque permite la prevalencia de mecanismos informales que gozan de gran legitimidad, en virtud de que así lo exige el equilibrio entre actores sociales.

Palabras clave: instituciones; educación; bienes preferentes; modernidad; logro académico

Abstract

Education is a merit good and, at the same time, a meritocratic good. The aim of any educational system is to lead the transition between these two dimensions. The purpose this article is to show that when society is very heterogeneous, this task fails. To prove it, Mexico’s case is examined, because its political system has exhibited the need to maintain an equilibrium among modern, premodern, and postmodern actors to guarantee the success on facing the governability-democracy dilemma. The solution has been the permanent divorce between formal and informal institutions. The main conclusion is that this divorce has encouraged the shutting down of any modern attempt to encourage knowledge through education, because it allows the use of informal mechanisms that enjoy a high degree of legitimacy, due to the pre- and post-modern components of the social equilibrium.

Keywords: Institutions; Education; Merit Goods; Modernity; Academic Achievement

Introducción

Cuando la prensa publica los resultados de las pruebas educativas (PISA o Planea) busca sorprender a los lectores con las pésimas calificaciones que obtienen los niños y jóvenes en esos escrutinios periódicos. La imagen es clara: la gran mayoría carece de los conocimientos mínimos necesarios en matemáticas, lengua y ciencias básicas, para avanzar en la larga trayectoria del aprendizaje. Recientemente, por ejemplo, la prueba Planea concluyó que 64.5% y 33.8% de los alumnos de tercer año de secundaria se encuentran en el primer nivel de Matemáticas y Lengua y Comunicación, respectivamente. Ello significa que, en condiciones normales, es poco probable que incurran satisfactoriamente en campos más avanzados del conocimiento. Sin embargo, lo harán.

La verdadera sorpresa es que el sistema educativo está diseñado para que los maestros aprueben a los pupilos, sin que tengan los conocimientos necesarios. El mensaje es claro: el aprendizaje de conocimientos no es el eje central del proceso de enseñanza. Y no lo es, porque al lado de las instituciones formales se han cultivado otras de índole informal que se despliegan para estructurar un conjunto de incentivos que, sin anular las prescripciones de aquellas normas, activan prácticas y valores que anulan su intención y espíritu originales.

La responsabilidad que en el logro educativo se atribuye a las instituciones no es nueva: hoy sabemos que ejercen una gran influencia a través de los sindicatos y las evaluaciones. Cuando los sindicatos exhiben una fuerza considerable en el reclutamiento de maestros (Fuchs y Woessman, 2007; Hoxby, 1996) o en la conformación del currículo (Woessmann, 2003), el aprendizaje tiende a ser bajo. Lo contrario sucede con las evaluaciones centralizadas (Woessmann, 2003) o, en general, un sistema de rendición de cuentas. En este caso, es interesante el texto de Álvarez, García y Patrinos (2007), quienes concluyen que las evaluaciones orientadas a la rendición de cuentas son muy útiles para el buen desempeño cognitivo de los alumnos, siempre y cuando: a) provengan no sólo del gobierno central, sino también de las entidades federativas; b) sirvan para retroalimentar y sentar las bases para intervenciones en las escuelas; y c) cuenten con la colaboración de los maestros. La primera condición permite adaptar el proceso de enseñanza-aprendizaje a las circunstancias locales; la segunda, relega o desmantela el carácter punitivo, mientras la tercera apela a un principio realista: sin la conformidad de los docentes, las recomendaciones emanadas no serán posibles.

A pesar de la importancia que registra la rendición de cuentas en favor del logro educativo, los actores involucrados en el sistema han articulado -y padecen- un entramado institucional que desmantela o anula, en los hechos, cualquier intento formal de emprender tal “accountability”. El resultado es un “equilibrio de Nash” que perpetúa el escaso conocimiento y que, al mismo tiempo, refleja que la “mejor respuesta” de cualquier actor a la estrategia de los demás (Gibbons, 1992) sea la indiferencia ante el conocimiento de los alumnos.1

Más que encontrar en esa actitud responsabilidad de alumnos, maestros o autoridades inmediatas, se trata de un panorama en el que los actores juegan en un escenario de heterogeneidad social que impide la aplicación estricta de la norma, pero también su anulación formal. Es la combinación administrada entre normas educativas de perfil moderno y aquéllas que provienen del entramado institucional extraescolar de una sociedad heterogénea,2 la responsable de que el conocimiento devenga un efecto colateral contingente, así como el disfraz en el que se arropan otros juegos de poder que, en el microcosmos de las escuelas o de las universidades, ocupan el lugar primordial de la actuación de los actores.

El principal resultado de estas líneas es que este juego de poder se encarga de desmontar el sistema de rendición de cuentas que permite que la educación transite de un bien meritorio (o preferente) a un bien meritocrático. Tal desmantelamiento se lleva a cabo mediante un esquema de simulación que en las apariencias pondera el conocimiento como estrategia de desarrollo social e individual, pero que en los hechos lo soslaya, hasta relegarlo al rincón menos significativo de la práctica docente. Esta simulación tiene raíces más profundas y es extra personal: se hunde en historia de la distancia entre la norma y su aplicación, como forma obligada de equilibrar a los actores modernos y premodernos (Escalante, 1993; Guerra, 1980); y ahora, más recientemente, entre estos y los posmodernos (Morales, Millán, Ávila y Fernández, 2011).

Estas afirmaciones condujeron a estructurar este trabajo de la siguiente forma: en la primera sección se vinculan dos elementos conocidos de la teoría del capital humano y, en especial, la educación como bien preferente o meritorio (merit good) y, también, meritocrático. En la segunda, se demuestra cómo la solución que México le ha dado históricamente al problema de la gobernabilidad en una sociedad heterogénea es la distancia entre la ley y su aplicación; vale decir: entre las reglas formales y las informales. La consecuencia ha sido la coexistencia de actividades productivas y rentistas. La tercera analiza cómo esta lógica de simulación y de coexistencia productivo-rentista se impone en escuelas secundarias y en universidades, con la consecuencia antes anunciada: impedir que la educación transite de un bien preferente a un bien meritocrático, propio de la modernidad. La última sección se dedica a las conclusiones.

Educación: de bien privado a bien preferente; de preferente a meritocrático

Los bienes públicos tienen dos características que los definen como tales: son “no exclusivos” y “no rivales”. La no exclusividad consiste en la imposibilidad de excluir a una persona, sin incurrir en altos costos, una vez que el bien ha sido suministrado a alguien (Stiglitz, 2000). Ejemplos típicos de bienes que poseen esta propiedad son las banquetas de una calle, la contemplación de fuegos artificiales o la defensa nacional. La no rivalidad, por su parte, significa que un bien puede ser consumido por dos o más personas simultáneamente, sin que disminuya su disponibilidad. Ejemplo, la televisión de paga: la incorporación de un espectador adicional no sólo es posible, sino que también no reduce en lo más mínimo la cantidad del contenido observado. La no exclusividad da lugar a la aparición del fenómeno del gorrón (free-rider; Olson, 1965), que permite que una persona goce de los beneficios de un bien, sin incurrir en un costo, mientras que la no rivalidad conduce a que el costo marginal sea cero (Gruber, 2011). La primera consecuencia lleva a que nadie esté dispuesto a pagar por el bien; la segunda, a que en condiciones competitivas, nadie quiera producirlo, precisamente porque el precio sería cero; y la venta, gratis. Estos efectos justificarían la producción estatal de ese bien o servicio.

Que el Estado provea la educación en forma gratuita ha llevado a considerarla un bien público. Pero no lo es: se trata de un servicio exclusivo porque es posible marginar de sus beneficios a un número considerable de personas mediante un precio (DeAngelis, 2018). Es rival o semirrival porque, aunque varias personas puedan consumirlo al mismo tiempo en un grupo, la aglomeración de alumnos en el aula impone límites, mientras que la adición de un alumno más implicaría costos adicionales (un escritorio adicional, más horas de atención del docente, etc.). La exclusividad y la rivalidad son lo que posibilitan que la educación sea provista también de forma privada, lo cual implica que sí hay gente dispuesta a pagar por ella, y empresarios interesados en suministrarla.

¿Por qué, entonces, es ofrecida por el Estado en la gran mayoría de los países? La razón es doble: se trata de un bien preferente y, al mismo tiempo, un referente nivelador que permite que el mérito opere a través del esfuerzo personal.

Los bienes preferentes o meritorios (merit goods) fueron originalmente definidos por Musgrave (1957) para resaltar sus beneficios, aun cuando algunas personas no los perciban directamente. Se trata de aquellos bienes que “deberían ser provistos aún si la gente no los demanda” (Rosen y Gayer, 2008: 567).3 En el caso de los bienes privados tradicionales, las personas encaran un mapa de preferencias muy claro, que refleja no sólo su utilidad, sino la jerarquía consciente de la misma. En cambio, cuando se trata de los bienes preferentes, las preferencias y la utilidad verdadera no coinciden. Un ejemplo de ello es el cigarro: un fumador puede ubicarlo en los sitios más altos de sus preferencias, pero el daño que le infringe a la salud hace que su utilidad se convierta, en los hechos, en desutilidad; es decir, no en un “bien”, sino en un “mal” (Varian, 2006). Lo mismo sucede con el ejercicio físico diario: a pesar de sus beneficios, las personas no lo demandan, en virtud de que aquéllos sólo son percibidos en el largo plazo.

Con la educación, especialmente en etapas tempranas, sucede lo mismo: es difícil que los niños y jóvenes de secundaria detecten las ventajas que este servicio brindará para la vida adulta y que actúen en consecuencia (Misra y Ghadai, 2015). Por tanto, no la demandarán a pesar de que su acceso sea relativamente fácil. Por ello, si no estuviera sujeta a la obligatoriedad, a la disciplina y a la examinación permanente, impuestas - por lo general- por agentes externos al beneficiario (el maestro, los padres, el Estado) existiría una alta propensión a la deserción escolar y a la elusión cognitiva. El Estado se encarga de establecer tales atributos (Desmarais-Tremblay, 2016) porque considera no solamente los efectos positivos que acarreará sobre los individuos, sino también para el cabal desarrollo del país. En este sentido, la educación se distingue por las externalidades positivas, entendidas como los beneficios que reciben terceros, sin incurrir en costos directamente asociados, cuando un agente emprende una actividad determinada. Tales externalidades se manifiestan sobre todo en dos ámbitos: el progreso material, aproximado por el PIB per cápita, y una distribución del ingreso más equitativa, medida por el Índice de Gini. El cuadro siguiente da cuenta de las externalidades que la educación acarrea sobre el bienestar de las naciones de la OCDE:

Cuadro 1: Matriz de Correlaciones parciales: PIB per cápita, Gini y puntajes en PISA 2015 en países de la OCDE 

Puntaje en PISA, 2015
Matemáticas Ciencia Lectura
PIB Per Cápita .373* 0.315 .354*
Sig 0.025 0.061 0.034
Gini -.662 ** -.470 ** -.461 **
Sig 0.00 0.004 0.005

*/ La correlación es significante al nivel 0.05 (2-colas)

**/ La correlación es significante al nivel 0.01 (2-colas)

Fuente: Elaboración propia con datos de Compare your Country, “Inequality”; OCDE “Gross Domestic Product” y “PISA 2015 Results in focus”.

Se puede apreciar cómo un mayor puntaje en la prueba PISA se asocia con un mayor nivel del ingreso nacional por persona4 y con una menor desigualdad.

El mecanismo que posibilita tales correlaciones es el que esperaba la Ilustración: el progreso activado por la igualdad de oportunidades. A través de ésta, se postulaba, la única fuente de diferenciación social debería ser la desigualdad en los esfuerzos desplegados. Los hombres eran iguales por naturaleza. Así lo consignaban los contractualistas de los siglos XVII y XVIII (Hobbes, 1651/1982; Locke, 1689/2014; Rousseau, 1762/1976) porque mucho antes, Descartes (1637/1975) había dejado en claro que la razón -esencia de la calidad humana- era la cosa mejor repartida del mundo. Para los hombres de la Ilustración que los siguieron, la educación no sólo facilitaba el descubrimiento de las leyes de la naturaleza mediante el uso desprejuiciado del buen pensar, sino que a través de la razón se podrían descubrir las leyes que rigen la virtud. Una vez revelada, ésta podía ser enseñada a los hombres y, por esta vía, propiciar el arreglo social necesario para que la ciencia se expandiera, y el progreso socioeconómico se materializara. A través de la virtud, los hombres diseñarían una convivencia social de derechos y sin privilegios. La abolición de las prebendas gozadas por la nobleza haría posible esperar las recompensas por el esfuerzo personal. Así se estructuraban los incentivos para identificar la mejora del bienestar social con el impulso al bienestar individual, que había sido postulado por los teóricos del libre mercado (Smith, 1776/1958; Ricardo, 1817/1998).

Esta identificación es la base sobre la que reposa la consideración de la educación como un bien tanto meritorio o preferente como meritocrático. Estas dos dimensiones, no obstante, no son simultáneas, sino diacrónicas; inicialmente, sus bondades son sólo percibidas por los agentes externos (el Estado, los padres, la comunidad, etc.) y más adelante, por el propio beneficiario. Para cumplir sus promesas, el aprendizaje debe pasar por dos etapas en las que el sistema educativo cumple su tarea fundamental: transitar de un bien preferente a otro de índole meritocrática. Sólo al amparo de este tránsito se cumplen cabalmente las expectativas de la modernidad.

En las edades más tempranas, la sociedad en general -y el Estado, en lo particular - son los únicos conscientes de las externalidades positivas asociadas a la educación de los infantes. Su internalización -parcial, por supuesto- se realiza cuando se arreglan los incentivos para que, una vez adultos, pongan en marcha y reciban los beneficios del conocimiento aprendido. Pero para que esto suceda es necesario el arreglo social, regido por las pautas de la modernidad: vincular bienestar con esfuerzo y, además, activar un sistema educativo capaz de llevar a cabo la transición de un bien exclusivamente preferente a otro de naturaleza meritocrática. Nuestra tesis principal es que el mexicano falla, estructuralmente, en esta tarea, en virtud del marco político-estructural en el que se desenvuelve.

El dilema entre gobernabilidad y democracia

Desde las reformas borbónicas del siglo XVIII, México ha emprendido varios intentos de modernización. Cada uno de ellos ha encarado resistencias profundas, que se manifestaron de varias maneras, pero la más conspicua fue la revuelta popular. De esta forma, la reacción a aquellas reformas fue la revolución de Independencia, especialmente en sus primeras etapas. Cada vez que los liberales del XIX trataban de poner en marcha la legislación emanada de la Reforma, el clero, los militares y, principalmente, las comunidades agrarias se levantaban en armas. Los intentos de abolir los fueros, desamortizar bienes muertos (eclesiásticos y comunales) y de convertir en propiedad privada lo que desde tiempos inmemoriales era ejidal o colectivo, perseguían el doble propósito del credo liberal: instaurar el Estado y emprender el capitalismo, los dos pilares de la modernización. Sin embargo, esas tentativas desembocaron en un estado de permanente inestabilidad, que imposibilitaba -en los hechos- el “monopolio de la violencia legítima” y, en consecuencia, la gobernabilidad.

La solución que adelantó Juárez y acabaló Díaz fue la administración de la ley;5 ésta permanecía en los códigos de distintos niveles, pero no se aplicaba (como en el caso de educación laica) o se le ejercía cuando así convenía a las instancias gubernamentales (Millán, 2018); generalmente, cuando fallaba la negociación y la gobernabilidad se ponía en riesgo.

La distancia entre la ley y su aplicación redundó en la ausencia del Estado de Derecho (the rule of law), sin el cual la democracia es imposible (O´Donell, 1998). De esta forma, se renunciaba a la democracia en aras de asegurar la gobernabilidad. Este mismo camino recorrieron pilares de este régimen: el equilibrio de poderes, la libertad de expresión, la relación política y económica entre los poderes central y los locales, etc. En el fondo, revelaba la necesidad de configurar y mantener un equilibrio entre actores modernos y premodernos. Los primeros pugnaban por un proyecto similar al dibujado en la ley; los segundos defendían la sociedad tradicional y sus privilegios. Estos son derechos que no son extensibles a los demás y que, generalmente, derivan de vínculos personales con el poder, así como de las jerarquías preestablecidas. Su defensa oculta las prerrogativas de obtener rentas: ingresos emanados de la posición y, más generalmente, desligados de la productividad. En cambio, el proyecto modernizador imagina un mundo donde prevalece el imperio sobre la ley y la igualdad jurídica, y la única diferenciación social justificable es la que proviene de los distintos esfuerzos desplegados.

El régimen que emergió de la Revolución fue acicateado a reproducir la mecánica de administración de la ley y, con ello, a sacrificar la democracia por las mismas razones que sus antecesores liberales: construir el Estado y asegurar la gobernabilidad. La concentración del poder en el Ejecutivo siguió patrones similares: la subordinación de los poderes de la república, de los gobiernos locales y la eliminación o cooptación de caudillos político-militares (Meyer, 1977). Pero agregó un elemento: el corporativismo. Mediante este expediente, el Estado organizó y subordinó a las masas populares (Córdova, 1973) mediante una alianza que sustituía los mecanismos democráticos por un esquema de representación de intereses que, aunque los incorporaba en su mecánica programática y operativa, los relegaba a un segundo plano, en función de mantener el equilibrio entre los actores modernos y pre-modernos. Cuando el Estado encaraba la necesidad de impulsar el desarrollo económico, privilegiaba a los primeros e instituía arreglos favorables a la inversión privada; cuando ésta amenazaba con prosperar a costa de los derechos sociales que tejieron la alianza con los sectores populares, imponía frenos que reducían notoriamente su margen de acción.

En los dos casos -el “Estado oligárquico-liberal” y el posrevolucionario- se advierten varios denominadores comunes, pero por ahora quisiéramos destacar dos: en primer lugar, la tensión constante entre las dimensiones colectivas y las individuales en el ámbito de lo político y social. A diferencia de lo que sucedió en las transiciones de los países desarrollados, en la que el paso de la comunidad tradicional a la moderna se realizó con menoscabo de las estructuras personales hasta reducirlas a su mínima expresión -la familia-; en América Latina, tal comunidad desencadenó reacciones que no sólo la preservaron sino que también desembocaron en un tipo social distinto del modelo puro de modernidad que caracterizó a los países que se adelantaron en la transición (Germani, 1962). La desembocadura refleja no sólo el equilibrio entre actores al que hemos aludido, sino también una contradicción más profunda, cuyo ancestro más remoto se configura probablemente en la Colonia: el deseo de impulsar el progreso material mediante las facilidades a la iniciativa individual contra la desconfianza que ésta despierta, cuando se le deja en plena libertad, en virtud de su capacidad e inclinación a trastocar hasta el abuso de los derechos colectivos. El Estado responde mediante políticas de protección de estos derechos, pero el resultado es la configuración de estructuras burocráticas que paralizan la iniciativa individual y el desarrollo económico, distorsionan los derechos de propiedad a favor del privilegio que otorga la intermediación y la cercanía con el poder, y alimentan la extracción de rentas en desmedro de la actividad productiva. De esta forma, el Estado tiene que equilibrar de forma permanente entre arreglos institucionales que fomentan la iniciativa privada y la acumulación de capital, y normas formales e informales que brindan determinados grados de protección de lo colectivo.

El segundo rasgo común entre las dos situaciones históricas es la capacidad arbitral que se le confiere al Ejecutivo. Éste no sólo debe ser fuerte: también está obligado a subordinar cualquier fuente alternativa de poder; tal fortaleza es necesaria para imponer a cualquier actor las reglas de la mecánica equilibrante; de ese balance dependen la gobernabilidad y sus prioridades históricas, tanto en términos de proyecto de nación como de los objetivos particulares de cada administración.

Por último, tanto la heterogeneidad como la necesidad de mantener equilibrios entre actores sociales imposibilitan la sujeción del quehacer político -económico y social- a una ley fija y determinada. Cualquiera que sea su sentido, el apego a la legalidad implicará el descontento y la pérdida de legitimidad ante alguno de los actores involucrados, por no mencionar posibles brotes de inestabilidad. Cualquiera de estas consecuencias arriesga la gobernabilidad, entendida como la capacidad para imponer la autoridad estatal. Pero sin apego a la legalidad es imposible la democracia, porque ésta reposa en el imperio y la igualdad ante la ley.

El desgaste del sistema político mexicano socavó, desde los setenta, sus dos principales columnas: el presidencialismo y el corporativismo (González y Márquez, 2016). Pero el dilema entre gobernabilidad y democracia quedó en pie; tuvo que ser enfrentado por los gobiernos panistas, que emergieron de la alternancia. Pero tal desgaste determinó que se encarara distintamente: se sacrificó la gobernabilidad, en aras de defender la democracia sobre la que reposaba el triunfo de los nuevos gobiernos. De hecho, el desgaste se manifestó en una fragmentación del poder que minó seriamente la concentración tradicional del poder, al tiempo que lo dispersó en el Congreso, los partidos políticos y los gobiernos locales, tanto oficiales como de oposición. De esta forma, el problema de la gobernación se desplazó desde la gobernabilidad hacia la gobernanza. Ya no se trataba de imponer orden y dirección mediante la amenaza siempre latente del uso de la violencia legítima -si la negociación o la cooptación fracasaban- sino de armonizar acciones y esfuerzos cuando el poder se encuentra desconcentrado.

Ello ha acarreado tres consecuencias importantes para nuestros propósitos:

  1. La dispersión del poder y la ausencia de un fiel de la balanza, como solía ser el Estado mexicano, exhumaron los poderes fácticos, sin que existiera una instancia cupular capaz de imponer la disciplina. Anteriormente, la concentración del poder en Ejecutivo, sus capacidades arbitrales y los mecanismos corporativos lo habilitaban para disciplinar tanto a la clase política como a la sociedad.

  2. La necesidad de coordinar acciones habilitó a esos poderes fácticos con una mayor capacidad para negociar excepciones y, por lo mismo, para arrancar concesiones nunca antes vistas.

  3. El debilitamiento del presidencialismo fue acompañado por una actitud antiautoritaria, que no fue exclusiva de México, pero que en nuestro país fue una colaboradora decisiva en la transición hacia un esquema democrático. Esta actitud permeó prácticamente todas las esferas de convivencia social, como la escuela, la familia, las asociaciones civiles y la administración pública, por mencionar unas cuántas. Todas estas consecuencias dificultaron, aún más, el apego de la práctica social y política a la norma jurídica.

A lo anterior habría que añadir otro elemento fundamental para la nueva estructura social, la aparición de un nuevo actor, que ha ahondado la sempiterna heterogeneidad social: el posmoderno. Este actor se rige por su actitud hedonista, que lo conduce a un cierto relativismo moral, pero sobre todo, a denostar cualquier tipo de regla asociada al autoritarismo y a la obligación. Se trata de lo que Lipovetsky (2002) llamó “crepúsculo del deber”, y Sennett (2000), la “corrosión del carácter”. Ambas posiciones -hedonismo y declinación del deber- conducen a un hiperindividualismo que desemboca en la defensa del derecho a escoger cualquier tipo de vida. Así se postula la legitimidad de las preferencias sexuales, los matrimonios igualitarios, etcétera, que sin duda han representado un avance en el camino hacia la tolerancia que exige la convivencia social armónica y democrática; de la defensa de la diversidad de biografías han transitado fácilmente hacia la diversidad cultural. Éste es, precisamente, el punto que los lleva al apoyo a grupos premodernos tradicionales y rentistas, que acusan -como hemos visto- una alta propensión a negociar la excepcionalidad y a rechazar el uso a rajatabla de la ley. La coincidencia ha permitido una alianza entre actores pre y posmodernos que, en los hechos, tiende a dificultar el imperio de la ley y, en el terreno más micro, de la operación de las normas generales y particulares.

En resumen, la heterogeneidad social, entendida como la coexistencia de diferentes actores que se distinguen entre sí por su posición ante la modernidad, impuso la distancia entre la práctica y la norma -o más bien: la administración de la aplicación de la ley- como solución al dilema entre democracia y gobernabilidad. Esta encrucijada no sólo se ha transmitido a través de la historia de México, sino que se ha acentuado con la dispersión del poder y la aparición de nuevos actores sociales. Lo dicho puede observarse en el sistema educativo: la escuela como institución social, inmersa en una serie de intereses confrontados, se distingue por una tendencia a la reproducción conservadora del statu quo; en estas condiciones, la función socializadora de la escuela puede llevar a los más desfavorecidos a aceptar su condición dentro del sistema social o les puede enseñar cuáles son los medios informales para ascender en él (Pérez-Gómez, 2008).

La máquina atrofiada: el fracaso del sistema educativo mexicano

La modernidad es meritocrática e individualista; la premodernidad, solidaria y colectiva. La escuela es una institución del proyecto de la modernidad, que desde su origen busca limitar la influencia familiar, incluidos sus valores solidarios y colectivos, sobre la educación (Díaz-Barriga, 1990). Sin meternos en grandes explicaciones, preguntamos: a) ¿es justo que dos alumnos tengan la misma calificación, si uno es estudioso y cumplido, y el otro, haragán e irresponsable?; b) ¿es justo dejar sin alimentos o vestido a un hijo o a un anciano, a pesar de que no contribuyeron a la economía familiar? A pesar de que ambos interrogantes activan dos respuestas negativas, detrás de ella reposan dos criterios distintos de justicia distributiva. En el primer caso, ésta es meritocrática; en el segundo, solidaria.

Ambas tienden a proyectarse como criterios que rigen los arreglos sociales, ya sea bajo formas societales o comunales. En el proceso de modernización-modernidad, el primero tiende a imponerse sobre el segundo, hasta relegarlo al ámbito familiar. Nunca desaparece, pero los vínculos personales pierden peso en la integración y convivencia sociales. Pero en sociedades heterogéneas, como la mexicana, su resistencia los lleva a trascender con mucho el ámbito estrictamente parental. Antes bien, conviven exitosamente con los afanes meritocráticos y las normas formales, los cuales son condicionados por la negociación de la excepcionalidad, que invariablemente cobra la forma de un criterio solidario -personal o colectivo- y premoderno.

La modernidad impone la valorización de la educación, precisamente porque es un expediente que permite que el bienestar sea labrado, preferentemente, por el mérito y el esfuerzo personal. Esto le confiere el estatus de bien meritocrático. Pero también es un bien preferente o meritorio: los más jóvenes no perciben sus beneficios de forma directa; por tanto, es probable que no demanden ese servicio; alguien más debe hacerlo. Esta característica activa el otro criterio de justicia solidario, en la medida en que son los padres los encargados de suplir esa demanda, y el Estado, de satisfacerla. En este sentido, en la educación coexisten los dos criterios de justicia distributiva. En condiciones ideales, el sistema educativo debe emular el proceso de modernización, al posibilitar el tránsito de lo meritorio a lo meritocrático.

No debe de escaparse la idea de que la transición de la educación como bien estrictamente preferente a un bien que, además, es meritocrático, también emula la visión de quienes concibieron el desarrollo de una nación como un proceso de modernización, en el que se pasa de una sociedad tradicional a otra moderna y capitalista (Lewis, 1954 [1963]; Rosenstein-Rodan, 1943). Al amparo de esta visión, la diferencia entre una sociedad desarrollada y otra subdesarrollada es, fundamentalmente, el “atraso”: se concibe que ambas comparten una misma pista: la primera está “adelantada”, y la segunda, “rezagada”, pero las dos se dirigen a la misma meta. O, si se prefiere: la primera es una persona madura, bien formada y con características físicas bien proporcionadas, mientras la segunda es un niño en formación y con facultades y capacidades en crecimiento, pero cuyo destino será ser similar al del adulto ya formado.

Sin embargo, como insistieron algunos otros (Germani, 1962; Rodríguez, 1980; Cardoso y Faletto, 1969), el subdesarrollo es mucho más que un simple retraso: en el fondo, las sociedades sub y desarrolladas se encuentran en distintas pistas. De otra forma: la supuestamente “atrasada” no es un niño que algún día llegará a ser el adulto físicamente bien proporcionado, sino un “enano”, cuya deformidad es, precisamente, el síntoma del desarrollo. En estas perspectivas, las estructuras subdesarrolladas no recorren la misma ruta que, en su tiempo, caminaron las hoy industrializadas. La meta no es una estructura “moderna”, sino un híbrido, que es producto tanto del impulso modernizador como de la influencia de las sociedades desarrolladas sobre las subdesarrolladas; y, sobre todo, de la reacción de los componentes que conforman la comunidad tradicional (Germani, 1962).

La clave de este resultado es la fuerza de los actores premodernos para condicionar los procedimientos y resultados de la modernización, cuando ésta parece inevitable.

Tal fuerza se robustece cuando -como es el caso de México- la gobernabilidad ha exigido la preservación del equilibrio entre actores modernos y premodernos, y que ahora incorpora a los posmodernos, cuyo correlato en el terreno institucional es la separación o administración del apego entre las reglas formales e informales. La razón estriba en que la “gerencia” de ese desapego demanda un ejecutivo con capacidades arbitrales. Para ejercerlas requiere cierta “autonomía relativa”, la cual debe pasar por el “empoderamiento” relativo de un actor frente a los demás, a condición de que ninguno de ellos adquiera un poder propio. De tal forma operó el viejo sistema político mexicano; la consecuencia fue el empoderamiento de actores tanto modernos como premodernos, un balance que, más tarde, el esquema neoliberal pretendió inclinar hacia los primeros, con menoscabo de los segundos. El arribo de la democracia, y la consecuente de dispersión del poder dejaron en “libertad” a esos poderes, sin una instancia disciplinadora, como en el antiguo régimen; o, sin un mecanismo consensado de coordinación, que asegurara la debida gobernanza, como se pretendió fallidamente con los gobiernos de la alternancia.

Con el sistema educativo ha sucedido algo similar. Al amparo del viejo corporativismo mexicano, el Estado incorporó bajo su dirección al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y lo utilizó para sus propósitos: expandir la oferta educativa y, al mismo tiempo, allegarse su apoyo incondicional. A cambio, le suministró un conjunto de prerrogativas formales, como aumento de sueldos, algunas prestaciones sociales y otras de índole informal: puestos de elección popular y el derecho de “privatizar” plazas laborales, que podían ser heredadas o vendidas a quienes su portador considerara más conveniente. Sin trastocar la figura de “autonomía sindical”, el Estado ha operado prácticas generalizadas de control, éste ofrece el monopolio gremial mediante la negación de registro por parte de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social a todo aquel sindicato que, pese a surgir de procesos democráticos, no cuenta con el visto bueno del gobierno (De Buen, 2011), mientras el sindicato ofrece la aceptación de todo tipo de acciones que no afecten los intereses de sus líderes. Esta apropiación privada no es más que la extensión de un patrimonialismo, que es propio de todo conglomerado premoderno. Una de las características más sobresalientes de las sociedades tradicionales es la fusión de lo público y lo privado. La modernidad los separa (Córdova, 1976), lo que permite el desdoblamiento de las personas físicas en individuos y ciudadanos. Sobre esta separación se cimienta la diferencia entre lo que es de la colectividad (público) y lo que es patrimonio individual.

La preservación del componente premoderno que exigía el equilibrio entre actores y el reforzamiento de las capacidades arbitrales del Estado contribuyeron a que el patrimonialismo laboral fuera traducido, entre numerosos grupos de la población, como un derecho social adquirido. El equilibrio posibilitó que la distancia entre norma y la práctica permeara las relaciones laborales entre docentes y el Estado. También abrió la puerta para que aquéllos se fortalecieran como un movimiento que, al margen del Estado, estaría en posibilidad de desplegar un vigor propio. Esto fue, precisamente, lo que sucedió con la actitud contestataria de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), que inició su lucha con el afán de democratizar sus procesos internos al desprenderse de la tutela estatal, y terminó utilizando su capacidad de movilización de los maestros y de paralización de la enseñanza como una industria propia, al margen del proceso enseñanza-aprendizaje. Como señalan Noriega y Zárate (2003) los sindicatos están sujetos a reglas de juego y al mismo tiempo determinan tales reglas. En ese sentido, el conflicto social generalmente posee como reverso la posibilidad de cooperación y acuerdo que permite instaurar o restablecer el equilibrio entre los actores en pugna; no obstante, pese a los buenos deseos de los actores, los arreglos institucionales pueden resultar inadecuados para resolver los problemas y alejarse del óptimo de bienestar.

La herencia del equilibrio actoral y del manejo estatal fue la legitimidad que debe adquirir la superioridad de lo colectivo sobre lo individual, para que tal balance y el uso discrecional de la ley sean socialmente justificables. Esto implica alimentar sempiterna y universalmente la traducción de lo colectivo como un derecho social inalienable. Sin tal traducción es imposible aquella legitimidad; y sin ésta, no es posible relegar la enseñanza y el conocimiento a un segundo plano. No es la superioridad de lo colectivo lo sorprendente, sino su traducción automática e incondicional en derecho social. Es ésta la que le confiere la legitimidad de origen. De esta forma, es justificable cualquier tipo de movimiento social orientado a su defensa. La clave está en que tal transcripción se finca en un criterio de justicia distributiva típicamente premoderno: la familia. Lo colectivo como derecho automático e incondicional es una proyección hacia la comunidad de lo que sucede -o debe suceder - en ese conglomerado de base. Y como tal, no acepta cuestionamiento alguno; incluso, cualquier atentado en su contra provoca, en el extremo, la defensa violenta, que -a diferencia de otras - encontrará el respaldo de grandes núcleos de población. Este tipo de defensa es el que ha caracterizado a la CNTE en su combate a la llamada “Reforma Educativa”.

En condiciones menos beligerantes, la traducción automática de lo colectivo acarrea una primera consecuencia: legitima el uso de procedimientos informales destinados a desdibujar las prescripciones formales, cuando éstas provienen de una autoridad centralizada -cualquiera que ella sea - y, sobre todo, cuando las anima un espíritu modernizador que amenace con socavar el criterio de justicia solidaria, en aras de otra de naturaleza meritocrática. De esta forma, se impulsa la aprobación de los alumnos, con independencia de sus conocimientos y del esfuerzo desplegado. Pero, especialmente, se presiona a los docentes para que destierren la reprobación, hasta la amenaza de afectar sus condiciones laborales, al amparo de otra traducción automática: el maestro que reprueba es, por definición, un mal docente.

El manto de protección hacia los alumnos les confiere un poder que, usualmente, los hijos de la familia tradicional no tienen; desplegar una actitud antiautoritaria que les posibilita dos cosas: aprobar sin estudiar y sin realizar las tareas escolares y meter en problemas a un profesor que no se alinea por completo a los dictados del entramado de reglas informales. La reacción de un buen docente es apegarse a esas reglas. De esta forma, se cierra una de las principales pinzas que configuran el divorcio entre conocimiento y aprobación.

Tal divorcio sigue siendo una proyección de la lógica familiar -y por tanto, premoderno-colectivo. Sin embargo, refleja una transformación radical, asociada a varias mutaciones esenciales de lo familiar. El cambio radical consiste en la metamorfosis que ha experimentado la noción del “bien” y, por tanto, de “bienestar” de los alumnos. En el tránsito de preferente a meritocrática, subyacía la idea de que la educación era un “bien” porque suministraba una utilidad indiscutible: el conocimiento.6 El esfuerzo para conseguirlo era un “mal” inevitable, y la reprobación, un expediente neutro que, como una radiografía, evidenciaba que el objetivo no se había alcanzado. Sin embargo, la reprobación empezó a adquirir un cariz distinto, que la eximió de ese carácter neutral: al mismo tiempo que se le confirió el sentido de fracaso del sistema educativo, pasó a ser vista como el expediente de cancelación del proyecto de vida de una biografía particular. De esta forma, se convirtió en un “mal” y la aprobación un “bien” superior, incluso, al propio conocimiento. Y en este desplazamiento de la idea del bien, la contribución del componente moderno del equilibrio social ha sido decisiva, pues ha logrado imponer la idea y una estructura social que hacen que ninguna biografía individual sea viable sin estudios “credencializados”. Por ello, el conocimiento fue desplazado como preferencia máxima del sistema y de los actores involucrados. Por tal razón, la deserción y la reprobación escolares han devenido en indicadores más valorados que la sempiterna baja calificación que obtienen los alumnos en los exámenes PISA y Planea. En este sentido, el cúmulo de conocimientos y habilidades ha sido sustituido por la credencialización. Hablaremos sobre este punto más adelante.

La transición hacia este nuevo estadio denominado modernización, ha generado una tensión entre dos lógicas: la política de la planeación tecnocrática y la configuración histórica de las comunidades académicas. Esta transformación produjo una recomposición de las redes políticas académicas. Los actores de la política académica (autoridades educativas, órganos colegiados, sindicatos, comunidad docente, etcétera) han aprendido el lenguaje de la modernización y ahora se saben mover con las reglas de la planeación tecnocrática, lo que se traduce en una suerte de simulación de la modernidad (Kent-Serna, 2005).

Detrás del desplazamiento de la noción de lo que es “bueno” para el alumno, se esconde una segunda consecuencia, que ha sido crucial para frustrar el tránsito hacia la educación como bien meritocrático. Se trata de la prolongación de la lógica premoderna -colectiva-familiar- en todas las etapas del recorrido educativo; significa la extensión indefinida del carácter preferente o meritorio. De la misma manera que los padres, la comunidad y el Estado detectan los beneficios que el alumnado más joven no puede apreciar, y que los orilla a activar la demanda y la oferta escolar, el sistema educativo -que involucra a estos actores, además de los docentes y directivos- se encarga de arrojar un manto perenne de protección sobre el pupilo. Así obstaculiza no sólo el proceso de individuación, propio de la modernidad, sino también y, sobre todo, el tránsito correspondiente a la apropiación de los beneficios educativos que emanan de su dimensión meritocrática. Ésta debe de ser desmantelada; pero al hacerlo, se relega el conocimiento como instrumento de movilidad social.

El desmantelamiento de la meritocracia, por supuesto, dista de ser total: encara la exigencia de los actores modernos por un conocimiento capaz de estimular la productividad en las empresas y, en general, la eficiencia burocrática en las organizaciones. Sin embargo, la sociedad en su conjunto se arregla informalmente para lidiar entre ambos polos. Un primer expediente es la credencialización. En las condiciones originales que le dieron vida, los títulos, diplomas o certificados acreditaban, es decir, daban fe que el portador-identificado contaba con los conocimientos que correspondían al nivel educativo que la propia constancia consignaba. El divorcio entre conocimiento y aprobación se encargó de debilitar esta garantía: ostentar un título dejó de ser una prueba fehaciente de que se poseía el saber y las habilidades que aquél consagra. “El licenciado, but of course, Jiménez”, decía en alguna parte Monsiváis.

A pesar de esta simulación en torno a la credenciales, las empresas y las organizaciones burocráticas las siguieron aceptando, por cuatros razones: operaban como elemento de discriminación salarial; contribuían a mantener bajos los sueldos y salarios; abarataban los costos del “learning-by-doing”, al que tenían que resignarse esas organizaciones ante fracaso del sistema escolar para generar externalidades y, por último, representó un remedio temporal para reclutar personal con “experiencia”, al que deberían pagarle más porque era un recurso más escaso. La experiencia pasó a sustituir a la escolaridad en el aprecio de los reclutadores de personal, porque el sistema escolar ya no aportaba las externalidades que debía suministrar; las únicas que quedaron fueron las que aportaba el entrenamiento práctico y oral que brindan las empresas y organizaciones.

El segundo expediente fue la creciente penetración de la “lógica de lo apropiado”. Aunque es propia de prácticamente toda organización, encaja mejor en ambientes premodernos, donde las transacciones suelen ser duraderas y personales (North, 1993). La justicia distributiva solidaria de estos ambientes tiende a ejercerse mediante lo que los economistas llaman producto o ingreso medio. Lo usamos así para destacar el carácter equitativo o cuasiequitativo del reparto entre miembros de una familia o de una comunidad regida por vínculos personales. En contraste, en esferas modernas donde el criterio de justicia es el mérito, la distribución justa debe responder a la contribución individual a la generación del producto o del ingreso. A ello, los economistas llaman productividad marginal.

Traemos esto a colación porque la teoría neoclásica predice que los agentes siempre despliegan una actitud maximizadora: los consumidores, la utilidad; las empresas, las ganancias; los burócratas, el presupuesto; y los políticos, el poder. En todos los casos, esa maximización se da cuando el beneficio marginal iguala al costo marginal. Sin embargo, la adopción de la “lógica de lo apropiado” apunta a obtener “resultados satisfactorios” antes que máximos. La clave de este desplazamiento es la racionalidad limitada y las rutinas que se imponen en una organización para aprovechar el recurso escaso: la atención organizacional (Vergara, 1989). Éstas conducen a la renuncia a obtener resultados óptimos y a la búsqueda de logros satisfactorios, reparando lo que no funciona.

De esta forma, las empresas pueden reclutar personal sin los conocimientos suficientes que, en la visión neoclásica, facilitarían el proceso de maximización. Sólo son precisos aquellos que permiten lograr resultados satisfactorios, no óptimos. Es claro que tal mecánica funciona en un ambiente en el que la competencia es reducida, ya sea mediante políticas comerciales proteccionistas, por las que aboga el discurso antineoliberal; o, alternativamente mediante prácticas monopólicas que dificultan la entrada. O, como es el caso de la educación, cuando se trata de un bien no comerciable.

En los hechos, el imperio de la “lógica de lo apropiado” implica el arrinconamiento creciente de la meritocracia. Ésta se desdibuja como vía de ascenso, y con ella el tránsito de lo meritorio a lo meritocrático que anida el bien “educación”.

El sistema escolar tampoco es ajeno a la “lógica de lo apropiado”. Como en toda organización las prácticas rutinizadas cumplen varias funciones claves. Una de ellas es aclararle al individuo dos preguntas fundamentales: “¿quién soy yo aquí?” y “¿qué se espera de mí?” La respuesta al primer interrogante es: “un profesor” y “¿qué hace un profesor?”. Imparte clases, califica tareas, organiza participaciones, etcétera. Entonces, ese individuo sabe que es un docente y que lo que se espera de él es que dicte cursos, califique, etcétera. Si cumple ha obtenido un resultado satisfactorio; nadie le exige que lo haga bien, mucho menos, que busque introducir el mejor nivel de conocimiento entre los alumnos. Asistir a clase y dejar que el tiempo transcurra puede representar el resultado satisfactorio que se espera de aquellas tareas. De esta forma, es posible el divorcio entre el cumplimiento satisfactorio de las tareas docentes y el conocimiento recibido por los alumnos.

Ante este hecho, el componente moderno del equilibrio social suele responder con la activación de reglas formales, por no llamarlas formalismos: exige que los alumnos sean examinados por los maestros; estos por los alumnos; y ambos, por las autoridades educativas más inmediatas. La respuesta es la misma que los liberales dieron en el siglo XIX: la ley existe, pero su cumplimiento se administra. Éste es el tercer expediente: entre todos ellos se activa un mecanismo de simulación, en el que las reglas informales estructuran un juego cooperativo -¿o no?-, en el que existen dos posibles soluciones, pero sólo una es óptima, en el sentido de Pareto:

Supongamos que tanto maestro como alumnos están sujetos a una mutua evaluación: el primero inspecciona conocimientos y adquisición de habilidades; los segundos, el desempeño como docente. Como se acostumbra hacer en teoría de juegos, la primera tarea es ordenar las preferencias de los dos jugadores y asignar a cada una de ellas un valor que es arbitrario para la más alta, pero sigue una estricta secuencia ordinal cuando se califica a las demás:

Cuadro 2: Alumno-profesor: evaluación mutua y ordenamiento de preferencias 

Profesor Alumno
Preferencia Utilidad Prefencia Utilidad
1a Aprobar Bien evaluado 10 1a Aprobar Evaluar bien 10
2a Reprobar Bien evaluado 8 2a Aprobar Evaluar mal 8
3a Reprobar Mal evaluado 6 3a Reprobar Evaluar mal 6
4a Aprobar Mal evaluado 4 4a Reprobar Evaluar bien 4

Fuente: elaboración propia

El ordenamiento de preferencias no amerita mayor explicación, salvo el lugar destacado que para el profesor ostenta la buena evaluación de los alumnos; y la preeminencia de la aprobación, sobre cualquier otra cosa, para estos últimos. El juego y su resultado se presentan a continuación:

Tabla 1: Alumno-profesor: juego de mutua evaluación 

Alumno
Evaluar bien Evaluar mal
Profesor Aprobar 10 4
Equilibrio de Nash: óptimo paretiano
10 8
Reprobar 8 6
Equilibrio de Nash: subóptimo paretiano
4 6

Fuente: elaboración propia

Como se puede advertir, el juego desemboca en dos equilibrios de Nash, lo cual anuncia que es un juego típico de coordinación (Gibbons, 1992). Sin embargo, el primero (Aprobar-Evaluar bien) es un óptimo de Pareto, porque en la sociedad que conforman alumnos y maestros todos los miembros alcanzan la máxima utilidad conjunta (10+10=20) y porque nadie puede mejorar sin que el otro empeore. De hecho, en cualquier combinación de estrategias distintas, ambos pierden. El segundo (Reprobar-Evaluar mal) es el caso usual del subdesarrollo: es un subóptimo, en el que existe la posibilidad de mejoras paretianas y en el que la sociedad en su conjunto obtiene menos utilidad (6+6=12) de la que podría obtener.

Por varias razones el óptimo paretiano será escogido. En primer lugar, si el juego fuera estrictamente no cooperativo y, por tanto, no hubiera posibilidad de comunicación entre jugadores, la dualidad de los equilibrios reflejaría que sólo por azar se escogería alguno de ellos. Es decir, ambos tendrían igual probabilidad de ser elegidos por dos actores que no se comunican. Sin embargo, no se trata de un juego no cooperativo: el trato cotidiano entre alumno y maestro configura una comunicación que, sin ser verbalizada, establece un lenguaje implícito que lleva al mejor acuerdo. Pero aún hay más: ese trato cotidiano hace que el juego se vuelva continuo. Y cuando esto sucede, las estrategias futuras no están determinadas solamente por el pago presente, sino por el flujo de remuneraciones futuras, descontadas por un factor que da cuenta de la probabilidad de encontrarse de nuevo con el otro jugador (Axelrod, 1984). Así, aun cuando el juego fuera no cooperativo, el trato continuado conduciría a la elección del equilibrio: “Aprobar-Evaluar bien”.

Si bien en la educación básica mexicana no existe un proceso de evaluación al docente por parte de los alumnos, son los padres de familia quienes participan en procesos de evaluación informal, ya sea reportando al docente con los directivos o señalando sus virtudes, por supuesto, en función de la satisfacción o insatisfacción que el padre o la madre experimente con respecto al trato que recibe su hijo o hija, no solamente en el plano educativo sino también personal. Pese a que existan docentes que al leer los párrafos anteriores se rasguen las vestiduras al sentir que esto es un agravio, es importante señalar que la práctica docente en diferentes niveles educativos muestra la operación cotidiana de este tipo de acuerdos, los cuales funcionan informalmente hasta normalizarse y dejar de ser vistos o asumidos como una falta.

El cuarto expediente que permite que la sociedad arrope sin mayores dificultades la prolongación de la dimensión meritoria de la educación, así como el desmantelamiento de sus propiedades meritocráticas, consiste en la valorización y revalorización de las “relaciones personales” a la hora de conseguir empleo y de reclutar personal. Las dos dimensiones de la educación se reflejan precisamente en esta dualidad. Pero la acentuación creciente que debe registrar el carácter meritocrático tiende -o debería tender - precisamente a ponderar cada vez más el conocimiento y las habilidades que las relaciones personales. En esencia, de eso se trata el paso de la sociedad tradicional a la moderna: maximizar las probabilidades de ser “arquitecto de su propio destino” y minimizar la influencia que sobre éste último puedan ejercer los demás. Los beneficios meritocráticos de la educación son uno de los principales expedientes a través de los cuales esto se logra. En ese tránsito, el conocimiento es valorado, y las relaciones personales, desvalorizadas. Sin embargo, cuando la premodernidad es tan fuerte como en el caso de México, los vínculos personales son exaltados y, por esta vía, no sólo resisten ante el empuje de la meritocracia, sino que también cambian la secuencia “conocimiento-ocupación laboral-relaciones” hasta convertirla, en el mejor de los casos, en un eslabonamiento del tipo: relaciones-ocupación laboral-conocimiento aprendido en la práctica (learning-by-doing). En esta secuencia, la meritocracia no tiene nada que hacer. En este sentido, la credencialización sirve para justificar el reclutamiento por relaciones personales y, al mismo tiempo, para ampliar el campo en el que éstas se cultivan.

Por último, y sin pretender ser exhaustivo, el quinto expediente se desarrolla en las esferas más adelantadas del sistema educativo. Nos referimos a las licenciaturas y posgrados. El proceso de enseñanza-aprendizaje tiende a soslayar el examen de conocimientos y sustituirlo por otro tipo de prácticas, entre las que destacan los trabajos finales y las exposiciones a cargo de los alumnos, acompañadas por el fomento de su participación activa. Si el alumno cumple con estas tareas, no existe posibilidad de que repruebe. Sin duda esta práctica es plausible porque permite una dinámica de análisis colectivo del conocimiento, así como el desarrollo de habilidades críticas y verbales en torno a ciertos temas. El problema surge cuando se despliega en contextos como el mexicano. El pivote de este tipo de prácticas es la lectura de un texto. Cuando se cuenta con los conocimientos previos para abordarlos, la práctica puede ser extremadamente provechosa. Por eso es tan elogiada y difundida en países desarrollados. Pero en naciones como la nuestra, en donde los exámenes PISA y Planea (practicados a jóvenes de tercero de secundaria) arrojan resultados que los ubican en porcentajes altos y mayoritarios en categorías que indican que no se cuenta con los mínimos (en lectura, matemáticas y ciencias) para avanzar en el conocimiento, la práctica docente fincada en la lectura y la participación difícilmente desembocará en un mayor saber; y sin embargo, todos los alumnos aprobarán.

En ese sentido, Martínez (2004) señala que diversos estudios han demostrado que la promoción automática contribuye a mejorar la cobertura y el desempeño educativo; sin embargo, para que esta práctica tenga éxito, debe estar acompañada de evaluaciones diagnósticas y formativas que brinden información sobre los avances y necesidades individuales, a partir de lo cual se diseñen acciones de atención personalizada. Así, el problema del sistema educativo mexicano no radica en la práctica del pase automático, sino que se encuentra en el diseño de la misma, al implementarse sin el acompañamiento de acciones de atención individualizada.

Este caso representó un ejemplo adicional de lo que Germani (1962) llamó “Efecto Fusión”: nos recuerda la tendencia de las estructuras subdesarrolladas a adoptar técnicas y procedimientos que, por provenir del mundo moderno, parecen muy novedosos, pero que en los hechos desvirtúan el propósito para el que fueron diseñadas y el contexto en el que emergieron.

Conclusiones

La heterogeneidad social es la causa última del desapego que, a menudo, caracteriza la aplicación de la ley. La administración de su cumplimiento fue necesaria para preservar el equilibrio entre actores sociales, y éste para propiciar la gobernabilidad. De tal manera, se ha establecido un histórico dilema entre ésta y la democracia, que condujo al sacrificio de este régimen, en aras de gestionar la obediencia a un poder centralizado en el ejecutivo. La única excepción a esta salida la aportó la alternancia, que inmoló la gobernabilidad para salvar una democracia débil y maltrecha.

Al amparo de estas premisas, se ha alcanzado la conclusión que la administración de la ley se ha manifestado en el sistema educativo a través de una dualidad entre instituciones formales e informales, que conducen a un equilibrio que, si bien propicia la convivencia armónica de la comunidad educativa, conduce al desmantelamiento del mecanismo que permite que la educación transite desde su dimensión meritoria o preferente hacia los beneficios más conspicuos, que la convierten en un bien meritocrático.

Una segunda conclusión es que la sociedad, en el afán de conservar el mismo equilibrio, pero a un nivel más “micro”, tiende a estructurarse en conformidad con ciertos arreglos institucionales, que socavan el carácter meritocrático de la modernidad, al tiempo que abren paso a otros acomodos más propicios para que el demérito del conocimiento como vehículo de movilidad social no se traduzca en un fracaso individual y colectivo estrepitoso.

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1 En teoría de juegos, la “mejor respuesta” se refiere a una estrategia que maximiza la utilidad de un jugador, dada la estrategia de los demás. El “equilibrio de Nash” es una combinación de estrategias en la que todos los jugadores han desplegado su “mejor respuesta”.

2Por heterogeneidad social entendemos la coexistencia entre actores con distinto tipo de lógicas ante la modernidad: premodernos, modernos y posmodernos.

3“Merit good. A commodity that ought to be provided even if people do not demand it” (Rosen y Gayer, 2008: 567).

4La matriz muestra los coeficientes de correlación de Pearson, que a su vez exhiben la asociación lineal entre dos variables. Si el nivel significancia es menor a 0.05, se rechaza la hipótesis nula, que postula que el verdadero valor del coeficiente es cero. Como se ve, la excepción es la calificación en ciencias, que no parece afectar el nivel del PIB per cápita.

5No es casual que la frase: “para los amigos justicia y gracia, mientras para los enemigos, la ley a secas” sea atribuida tanto a Benito Juárez como a Porfirio Díaz.

6Recordemos al lector que: a) la utilidad es satisfacción; desutilidad, insatisfacción; b) los bienes suministran “utilidad”; los males, “desutilidad”. Para mayor detalle, ver Varian (2006).

Recibido: 30 de Octubre de 2018; Aprobado: 20 de Junio de 2019

Henio Millán Valenzuela es doctor en Ciencias Sociales y Políticas; sus líneas de investigación son: instituciones y democracia y pobreza y política social. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Empobrecimiento de las clases medias y la persistencia de la pobreza en México” (2018) Cuadernos de H ideas, 12(3); “Democracia y redistribución: Adam Przeworski y la desigualdad política” (2018) Revista del Colegio de San Luis VIII(17); “Trampas de la pobreza en México: ¿economía o política?” (2018) Intersticios Sociales 8(15).

Eduardo Pérez Archundia es doctor en Ciencias Sociales y Políticas; sus líneas de investigación son: educación e inclusión y violencia en las escuelas; entre sus publicaciones más recientes se encuentran (con Henio Millán Valenzuela) “Inclusión y justicia social en México. ¿Qué hacer desde la educación?” (2019) Revista Educación, 43(2); (con Henio Millán Valenzuela) “Educación, pobreza y delincuencia: ¿nexos de la violencia en México?” (2019) Convergencia, 26(80); (con Robertino Albarrán y Brenda Mendieta) “Vacíos y oportunidades de la formación inicial docente en materia de convivencia escolar” (2018) en Nelly Caro y Arlette Covarrubias, Así nos llevamos. La convivencia escolar en el Estado de México. Estado de México: El Colegio Mexiquense, AC; (con Guadalupe Cruz) “Resiliencia, convivencia escolar y cultura de paz. Nociones teóricas imbricadas” (2018) Revista ISCEEM, 25.

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