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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versão impressa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.64 no.236 Ciudad de México Mai./Ago. 2019

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2019.236.65624 

Dossier

La hermenéutica simbólica de Gilbert Durand y la crítica de la iconoclastia

The Symbolic Hermeneutics of Gilbert Durand and the Critique of Iconoclasm

Julio Alberto Amador Bech 

* Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: julioabc@prodigy.net.mx


Resumen

Este trabajo expone y comenta las diferentes acepciones del concepto de iconoclastia, desarrollado por Gilbert Durand en varias de sus obras, así como sus diversas etapas históricas. Se trata de un concepto central de la hermenéutica simbólica de Durand, el cual le permite reivindicar la importancia de la imaginación y de la actividad imaginaria en la formación de la cultura y de todos los productos del pensamiento simbólico: ciencia, arte y religión. Al mismo tiempo, se lleva a cabo la crítica de las diversas vertientes que asume la iconoclastia, desde la Edad Media hasta la época actual. Se hace particular énfasis en la crítica del racionalismo cientificista moderno y contemporáneo, principalmente: el cartesianismo, el empirismo y el positivismo. A las corrientes iconoclastas definidas y criticadas por Durand se agregan la del marxismo ortodoxo y las del llamado arte conceptual contemporáneo.

Palabras clave: hermenéutica simbólica; iconoclastia; imaginario; imagen; pensamiento simbólico; racionalismo

Abstract

This work presents and comments on the different meanings of the concept of iconoclasm developed by Gilbert Durand in several of his works, as well as its various historical phases. It is a central concept of Durand’s symbolic hermeneutics, which allows him to assert the importance of imagination and imaginary activity in the formation of culture and the products of symbolic thought: science, art and religion. At the same time, the author makes a criticism of the diverse aspects assumed by iconoclasm, from the Middle Ages to the present time. Particular emphasis is placed on the criticism of modern and contemporary scientistic rationalism, in particular: Cartesianism, empiricism, and positivism. Orthodox Marxism and contemporary conceptual art are added to the currents of iconoclasm defined and criticized by Durand.

Keywords: symbolic hermeneutics; iconoclasm; imaginary; image; symbolic thought; rationalism

Introducción

En su primera gran obra Las estructuras antropológicas del imaginario, publicada tardíamente y dedicada al estudio de los símbolos, Gilbert Durand describe el amplio campo que cubre la investigación antropológica:

Parece que para estudiar in concreto el simbolismo imaginario hay que adentrarse resueltamente por la vía de la antropología, dando a esta palabra su sentido actual -es decir: conjunto de ciencias que estudian la especie homo sapiens- sin tener exclusivas a priori [...] situándonos en un punto de vista antropológico para el que “nada humano debe ser ajeno” [...] Para ello hemos de situarnos deliberadamente en lo que llamaremos el trayecto antropológico; es decir, el incesante intercambio que existe en el nivel de lo imaginario entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas que emanan del medio cósmico y social. Esta posición apartará de nuestra búsqueda los problemas de anterioridad ontológica, puesto que postularemos de una vez por todas que hay génesis recíproca que oscila del gesto pulsional al entorno material y social, y viceversa [...] De este modo, el trayecto antropológico puede partir indistintamente de la cultura o de la naturaleza psicológica, estando contenido lo esencial de la representación entre estos dos límites reversibles (Durand, 2012a: 43-44, cursivas en el original).

Me parece fundamental comenzar con este sabio párrafo mi exposición sobre la obra de Gilbert Durand y mis reflexiones acerca de ella. Cabe destacar el hecho de que Durand afirme que nada humano debe ser ajeno a la antropología para definir la amplitud que abarca su campo problemático.1 La manera de entender y abordar lo imaginario desde la perspectiva de la antropología y de la hermenéutica simbólica queda, así, muy bien cimentada en el concepto de trayecto antropológico. Concepto que nos permite situar adecuadamente, en su contexto, la comprensión de todo lo imaginado y producido por nuestro pensamiento simbólico, ya que este trayecto comprende todas las funciones psíquicas humanas en su relación con ellas mismas, con la vida social y con el entorno natural y cósmico. Durand establece, así, una distancia crítica respecto de los diversos determinismos: biológicos, psíquicos, económicos, sociológicos y metafísicos.

La reivindicación de la importancia de la imaginación, de lo imaginario, de los símbolos y de la constante presencia de los mitos en la vida de los seres humanos son los hilos conductores de la mayor parte de su obra. Son esas consideraciones las que lo han llevado a confrontar las diversas vertientes iconoclastas, representadas primordialmente por los racionalismos de ayer y de hoy.

Definición de la iconoclastia

Por iconoclastia, Durand entenderá, primero, la prohibición de producir imágenes sagradas y rendirles culto, tal como se dio en la Europa cristiana, durante la polémica teológica bizantina, entre los siglos v y ix de nuestra era. Frente a los iconoclastas, que condenaban la representación de la imagen divina -siguiendo el punto de vista de la tradición judía, al cual, a partir del siglo vii, se suma la tradición musulmana-, se irguieron los iconólatras, quienes favorecían su producción y culto. De esos sucesos históricos, Durand retoma el concepto, tanto en su sentido literal como en uno metafórico, más laxo, para referirlo a la segunda vertiente, la moderna y contemporánea, la cual implica una degradación del símbolo y un menosprecio racionalista por lo imaginario y por el valor cognoscitivo de la imagen.

Para Gilbert Durand todas las reticencias bizantinas a la representación corporal de Dios obedecen a una “exigencia reformadora de ‘pureza’ del símbolo contra el realismo demasiado antropomórfico del humanismo cristológico de san Germán de Constantinopla, y después de Teodoro Studia” (Durand, 1971: 24). El tema fundamental de la iconografía cristiana medieval será el de la representación de la divinidad. En torno a los problemas que esta imagen supone, se dio una rica discusión teológica. Desde el origen del cristianismo coexisten dos orientaciones principales: la oriental o griega y la occidental o romana. El debate teológico en relación con la representación de la figura divina tiene sucesivas y complejas etapas. En la exégesis de los sacerdotes y escritores griegos “la divinidad no puede ser representada por carecer de forma material” (Esteban, 1998: 196). Salvo raras excepciones, sólo reconocen “en las distintas teofanías del Antiguo Testamento la aparición del Verbo encarnado, al futuro Dios-hombre que, en cuanto tal se manifestó a los patriarcas” (Esteban, 1998: 196).

Veamos cómo enuncia este problema Jean Paris: “es negando esas bellezas humanas, demasiado humanas, como la pintura bizantina se constituye, por la voluntad de alcanzar recto al ser, más allá de las analogías” (Paris, 1967: 172). Y más adelante, agrega:

Para el cristianismo del siglo v el conflicto debió plantearse entre naturaleza y trascendencia [de modo que rechazar a la una, obligaba, necesariamente, a inclinarse por la otra]. Repudiando la imitación de los cuerpos como principio del arte antiguo, el pintor se vio en el caso singular de representar a Dios sin el socorro de ningún artificio. Imposible. Porque, ¿cómo figurar lo que por esencia desafía toda figuración? […] El genio de los bizantinos fue comprender que a la aspiración mística debía corresponder la aspiración pictórica (Paris, 1967: 172-173).2

Derrotados los rigores y purismos iconoclastas, la pintura bizantina aportará una nueva solución que dará origen al arte cristiano oriental y occidental, a una rehabilitación de la imagen: cuando “la Iglesia admite en el 843, que las imágenes encierran ‘una chispa de energía divina’ y que el contemplarlas es benéfico para el alma, un nuevo Dios va a nacer, va a nacer una nueva pintura” (Paris, 1967: 176).

Michel Tournier simboliza este dilema cultural con una doble metáfora que opone el Monte Sinaí al Monte Tabor y el signo lingüístico a la imagen:

[...] la fuente de la civilización occidental se halla en los Evangelios, que pueden definirse por oposición al Antiguo Testamento como el acto de rehabilitación de la imagen. Esta oposición viene simbolizada por dos montañas, el monte Sinaí y el Monte Tabor. Moisés ascendió al Sinaí en busca de las Tablas de la Ley, es decir, signos. Dios se ocultó a su vista tras una nube. Yahvé dijo a Moisés: “Mi faz no podrás verla, porque no puede verla hombre y vivir” (Éxodo, 33: 20) [...] La lección del monte Tabor es inversa. Jesús, que hasta entonces había vivido oculto bajo una apariencia humana, se muestra en su esplendor divino ante los ojos de Pedro, Santiago y Juan. “Brilló su rostro como el sol”, dice Mateo (Tournier, 1989: 10-11).

En su obra, titulada Lo imaginario, Durand hace referencia a la tradición religiosa que fundamenta la iconoclastia:

Ciertamente, la más lejana de nuestras herencias ancestrales es la del monoteísmo afirmado por la Biblia. La prohibición de la confección de cualquier imagen (eidôlon) como substituto de lo divino está fijada en el segundo mandamiento de la ley de Moisés (Éxodo, XX, 4-5); por otra parte, el judaísmo ha influido ampliamente en las religiones monoteístas que emanan de él: el cristianismo (Juan, V, 21;Ii. Corintios, viii, 1-13; Actas, XV, 29…) y el Islam (Corán, III, 43; vii, 133-134; xx, 96, etc.) (Durand, 2000: 23).

Vistas así las cosas, no podemos olvidar que la constitución formal del arte cristiano del Medioevo pone de manifiesto la íntima relación existente entre la estética y la teología. Así, la primera vertiente iconoclasta se dará por omisión rigurosa, originada en “un simple accidente de la ortodoxia” (Durand, 1971: 24-25).

La segunda, la moderna, se dará, paradójicamente, en el marco de “una civilización que rebosa de imágenes […] por exceso, por evaporación del sentido, fue el rasgo constitutivo y sin cesar agravado de la cultura occidental” (Durand, 1971: 24-25). Proliferación que se da en la sobreabundancia de imágenes: la fotografía, el cine, la televisión, el video, la publicidad y la Internet.

La enorme producción obsesiva de las imágenes se ve [situada en el dominio contingente] del “distraer”. Y no obstante, los difusores de las imágenes -digamos los “medios de comunicación de masas”- están omnipresentes en todos los niveles de la representación, de la psique del hombre occidental u occidentalizado. Desde la cuna hasta la tumba, la imagen está aquí dictando las intenciones de productores anónimos u ocultos: desde el despertar pedagógico del niño, desde las elecciones económicas, profesionales del adolescente, desde las elecciones tipológicas (el look) de cada uno, en las costumbres públicas o privadas, la imagen mediática está presente, unas veces presentándose como “información”, otras veces escondiendo la ideología de una “propaganda”, y otras convirtiéndose en “publicidad” seductora (Durand, 2000: 48-49).

A partir de lo recién expuesto por Durand, queda claro que la abrumadora proliferación de la imagen en el mundo contemporáneo, particularmente las imágenes mediáticas y publicitarias, no han logrado sino degradar y trivializar el poder simbólico de la imagen.3

Las etapas históricas de la iconoclastia

Cinco serán las etapas históricas de la iconoclastia, según la exposición de ellas que se presenta en Lo imaginario. La primera, ya sabemos, se da en la Alta Edad Media, con la prohibición de las imágenes. De acuerdo con Durand, la segunda etapa está definida por la introducción del racionalismo aristotélico en la teología cristiana, particularmente, por la escolástica:

El más célebre, y el más influyente, ya que su sistema se convirtió en la filosofía oficial de la Iglesia romana, es santo Tomás de Aquino. Fue un gran intento de anudar el racionalismo aristotélico y las verdades de la fe en una “suma” teológica que iba a convertirse en el eje de reflexión de toda escolástica (doctrina de la escuela, es decir de las universidades controladas por la Iglesia) de los siglos XIII y XIV (Durand, 2000: 26).

Posterior en un par de siglos a esa forma de iconoclastia (siglo xvi), Carl Gustav Jung hace referencia a la iconoclastia de la Reforma protestante, en particular, a su rechazo a rendir culto a las imágenes: “La iconoclasia de la Reforma produjo literalmente una brecha en el muro de protección de las imágenes sagradas, que desde entonces fueron desintegrándose una tras otra. Resultaban molestas porque chocaban con la razón que despertaba” (Jung, 1997: 18).

El tercer momento de la iconoclastia occidental está definido por el cartesianismo, para el cual:

[…] la razón es el único modo de acceder o de legitimar el acceso a la verdad. Más que nunca lo imaginario se ve excluido de los procedimientos intelectuales. El exclusivismo del método único, el método ‘para descubrir la verdad de las ciencias’ […] invade todo el campo del saber ‘verdadero’ (Durand, 2000: 26-27).

Al mismo tiempo, la imagen, considerada el producto de “la loca de la casa”, es marginada y descalificada: “se ve abandonada al arte de persuadir predicadores, poetas y pintores; nunca tiene acceso a la dignidad de un arte de demostrar” (Durand, 2000: 27).

La cuarta fase está constituida por el empirismo inglés: “el ‘hecho’, al lado del argumento racional, aparece claramente como otro obstáculo que se inscribe en falso en contra de lo imaginario cada vez más confundido con el delirio, el fantasma del sueño, lo irracional” (Durand, 2000: 27). Para el empirismo el hecho “puede ser de dos tipos: el derivado de la percepción, fruto de la observación, y puede ser también un ‘acontecimiento’, como el hecho histórico” (2000: 27-28). Opuesta al empirismo, la hermenéutica moderna ha demostrado que el hecho, en sí mismo, no es nada, requiere de la interpretación, de la contextualización, para cobrar sentido.

Finalmente, “De la unión entre lo factual de los empiristas y el rigor iconoclasta del racionalismo clásico, nace el positivismo” (Durand, 2000: 28). Esta quinta etapa se caracteriza por el cientificismo, que Durand define como la doctrina que “sólo reconoce como única verdad aquella que es merecedora del método científico” (2000: 28). A éste se agrega el historicismo, el cual “sólo reconoce como causas reales aquellas que se manifiestan más o menos materialmente en el acontecimiento histórico” (2000: 28). Las dos corrientes de pensamiento “devalúan totalmente lo imaginario, el pensamiento simbólico, el razonamiento por similitud, y por lo tanto la metáfora” (2000: 28). Una vez consolidado el cientificismo: “Cualquier ‘imagen’ que no sea simplemente el modesto cliché de un hecho es sospechosa: son repudiados con el mismo movimiento, fuera de la tierra firme de la ciencia, los ensueños de los ‘poetas’, quienes, en adelante, se convierten en ‘malditos’, las alucinaciones y los delirios de los enfermos mentales, las visiones de los místicos, las obras de arte” (2000: 29).

Considero pertinente citar aquí lo escrito por Blanca Solares sobre lo imaginario, ya que nos permite redondear lo expuesto e introducirnos en la discusión que presento más adelante:

El término imaginario, en el ámbito de las ciencias humanas, no sólo suele ser fuente de numerosas imprecisiones sino, generalmente, de franco rechazo y malos entendidos. Cabe notar que de hecho, tanto en español como en francés, el término se inscribe de manera muy reciente en el vocabulario académico mientras que en inglés, hasta la fecha, no se tiene un equivalente preciso. Por una parte, en su uso común, el imaginario suele asociarse de manera banal con la “ficción”, el “recuerdo”, la “ensoñación”, la “creencia”, el “sueño”, el “mito”, el “cuento”, lo “simbólico” en el sentido de lo irreal, etcétera, términos estos que se utilizan arbitrariamente para identificarlo y calificarlo de una manera peyorativa con respecto a las facultades y productos “superiores” de la razón. Pero, por otro lado, desde una perspectiva más académica, se le suele asociar también con nociones “pre-científicas” tales como la ciencia-ficción, las “creencias religiosas”, las producciones artísticas en general, la novela, la realidad cibernética, entre otras. De la misma manera, se le asocia con mentalidades, ficciones políticas, estereotipos o prejuicios sociales, derivando todo ello en lo “subjetivo”, lo “falso” y lo “fantasioso”. Ninguno de estos términos, sin embargo, nos remite a la imaginación como “dimensión constitutiva del Ser”, tal y como ha sido fundamentalmente acuñada al interior de una tradición de pensamiento simbólico y hermenéutico que, como anota Gaston Bachelard en su Poética del aire, relaciona a la imaginación con la facultad de librarnos de la impresión inmediata suscitada por la realidad a fin de penetrar en su sentido profundo (Solares, 2006: 130).

El contenido de la cita nos sirve muy bien para prologar la crítica de Durand que se extiende al filósofo y escritor marxista francés, Jean-Paul Sartre, cuyos argumentos en contra de la imagen y de la imaginación coinciden con la orientación general del cientificismo racionalista. Desde mi punto de vista, la ortodoxia marxista del siglo xx, que se deriva del marxismo soviético, constituye la sexta etapa de la iconoclastia contemporánea (Marcuse, 1971 [1958]). En función de su ateísmo, la teoría marxista consideró a las religiones como “ideologías” que “deberían ser superadas” por el establecimiento de una visión científica del mundo, cuestión en la cual, el marxismo coincide con el positivismo. La ideología se entendía, en este caso, como “falsa conciencia”.

En el terreno del arte, implantó al realismo socialista como único estilo artístico válido y lo convirtió en un dogma inamovible. Así, mientras en la Unión Soviética se imponía, en 1932, el realismo socialista, mediante la autoridad incuestionable del Estado, en Europa occidental y oriental, y también en México, diversos autores marxistas crearon sus propios conceptos equivalentes: “escritor comprometido” (Sartre), “gran realismo” (Lukács), “arte público” y “arte colectivo” (Siqueiros y Rivera).

El panorama de la época es, sin embargo, más complejo. Contemporáneo de los estilos recién referidos, encontramos al “realismo social”, un amplio movimiento artístico que se dio en Estados Unidos durante la década de 1930, a partir de la Gran Depresión de 1929, la cual tuvo devastadores efectos en la vida social. La deteriorada condición humana fue retratada por los artistas estadounidenses. En el campo de la literatura comprometida socialmente debemos incluir a los escritores españoles, defensores de la República, que lucharon durante la Guerra Civil (1936-1939) contra el golpe de Estado fascista, encabezado por el dictador Francisco Franco: Miguel Hernández, Rafael Alberti, María Teresa León, Luis Cernuda, Rosa Chacel, Max Aub, Francisco Ayala y Ramón J. Sender, entre otros. El valor de su obra, brotada de las dramáticas experiencias que vivieron, es auténtica en tanto que su creación proviene de una vivencia radical, no de un dogma.

Sartre y Lukács, iconoclastas

En su crítica de la iconoclastia sartreana, Durand se refiere, específicamente, a la obra titulada L’imaginaire, publicada en 1940, de la cual cita algunos de sus argumentos: “Para Sartre la imagen no es más que una ‘cuasi-observación’, una ‘nada’, una ´degradación del saber’ con carácter ‘imperioso e infantil que se parece al error en el spinozismo’ [sic]” (Durand, 2000: 29, n. 7). De acuerdo con Sartre: “El fin de esta obra es describir la gran función ‘irrealizante’ de la conciencia o ‘imaginación’ y su correlativo noemático, lo imaginario” (Sartre, 2005: 9). Más adelante agrega:

Para determinar las características propias de la imagen como imagen, hay que recurrir a un nuevo acto de conciencia: hay que reflexionar […] Debemos repetir aquí cosas que ya sabemos desde Descartes: una conciencia reflexiva nos entrega datos absolutamente ciertos; el hombre que en un acto de reflexión, toma conciencia de “tener una imagen” no se puede equivocar (Sartre, 2005: 11, cursivas en el original).

Vemos así que para Sartre la imaginación cumple la función de “producir lo irreal”, irreal que tendría su correctivo en la reflexión: el pensamiento, entendido como “correlato objetivo del pensar”. Considera que en la imaginación “hay una especie de pobreza esencial” dado que existe una falta de correspondencia entre la imagen y el mundo real (Sartre, 2005: 19). No duda en afirmar que: “la imagen no enseña nada, nunca da la impresión de algo nuevo, nunca revela una cara del objeto” (2005: 20). Para él “la imagen encierra una determinada nada”, pues “da su objeto como no siendo” (2005: 25).

Paul Ricœur contradice esa manera errónea de entender a la imaginación:

Se ha dicho demasiado rápido que la imaginación es el poder de las imágenes; eso no es verdad, si se entiende por imagen la representación de una cosa ausente o irreal, un procedimiento para hacer presente -para [traer al presente]- lo que está allá, en otra parte o en ninguna parte; la imaginación poética no se reduce de ningún modo a ese poder de formar un retrato mental de lo irreal; la imaginería de origen sensorial sólo sirve de vehículo y material a la fuerza verbal, cuya verdadera dimensión nos dan lo onírico y lo cósmico. Como dice Bachelard, la imagen poética “nos sitúa en el origen del ser hablante”; la imagen poética, dice también, “se convierte en un ser nuevo en nuestra lengua, nos expresa convirtiéndonos en lo que expresa” (Ricœur, 2014: 17-18).4

La concepción sartreana de lo imaginario es contraria no sólo a lo sostenido por Durand y Ricœur, sino también a lo expuesto por Cornelius Castoriadis en su obra La institución imaginaria de la sociedad: “Lo imaginario del que hablo no es imagen de. Es creación incesante y esencialmente indeterminada (histórico-social y psíquica) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente puede tratarse de ‘alguna cosa’. Lo que llamamos ‘realidad’ y ‘racionalidad’ son obras de ello” (Castoriadis, 1983 [1975]: 4).

Cornelius Castoriadis y Claude Lefort, fundadores de la revista Socialisme ou Barbarie, críticos del Estado totalitario soviético y defensores del comunismo autogestionario, debatieron en varias ocasiones con Sartre, apologista de la urss (Castoriadis, 1976 y 1979). Sobre la defensa de Sartre del régimen de Stalin, podemos referirnos, específicamente, a “Los comunistas y la paz”, serie de artículos publicados entre 1952 y 1953 en la revista Les Temps Modernes, en los cuales Sartre afirma: “el revolucionario que vive en nuestra época y cuya tarea es preparar la Revolución con los medios que tiene a su alcance y en la situación histórica que le corresponde […] debe asociar indisolublemente la causa de la URSS y la del proletariado” (Sartre, 1968: 118). En ese momento histórico, defender al régimen estalinista resultaba imperdonable. Entre las atrocidades más destacadas de Stalin podemos nombrar el genocidio de los campesinos que se opusieron a la colectivización forzosa y la hambruna que la siguió; la sobreexplotación de los obreros durante la “industrialización acelerada”; la represión sistemática llevada a cabo, a partir de la década de 1930, llamada Gran Purga; los Procesos de Moscú (1936-1938), durante los cuales se detuvo, torturó y asesinó a los más destacados bolcheviques, y el asesinato de León Trotsky en México.

En relación con la manera sartreana de concebir la imaginación y lo imaginario, coincido con el punto de vista de Blanca Solares, opuesto al definido por Sartre:

Es irrelevante, en este sentido, asociarlo con un contenido real o irreal puesto que el término imaginario alude a un conjunto de producciones mentales materializadas en una obra a través de imágenes visuales (cuadros, dibujos, fotografías), lingüísticas (lenguaje metafórico, literatura, narración), acústicas o gestuales (performance) dando lugar a conjuntos de imágenes coherentes y dinámicas sobre la base de la dimensión simbólica de la expresión actuando en la dirección de un enlace propio y figurado del sentido de la existencia (Solares, 2006: 132).

El giro de la filosofía de Sartre, del existencialismo al marxismo, lo condujo hacia esa orientación iconoclasta que lo convirtió en uno de los más acérrimos defensores de un realismo en la literatura y en el arte, comprometido con “la revolución proletaria”. Entendía al realismo literario, no como “una pintura imparcial” de lo real, sino teniendo la clara intención de “cambiar al mundo” (Sartre, 1976 [1948]: 84).

En consecuencia, Sartre criticó al surrealismo por fantasioso, lo tildó de abstracto y metafísico, vilipendió a los surrealistas llamándolos “parásitos de la burguesía a la que insultaban”, “aristocracia parasitaria de puro consumo”, “burgueses vergonzantes” e “irresponsables totales”. Para él no son revolucionarios, son rebeldes destinados a “conservar el orden social” (Sartre, 1976: 137-140).5 En el Primer manifiesto surrealista Breton declaraba:

Tan solo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más) (Breton, 2009: 17).

Pienso en la obra de Joan Miró, de Max Ernst, de René Magritte, de Paul Delvaux, de Roberto Matta Echauren y de Marc Chagall, por referir algunos de los más destacados pintores surrealistas y, claro, salta a la vista su maravillosa imaginación creadora, su sano espíritu lúdico y su enriquecedor trabajo con los símbolos oníricos y con todos aquellos provenientes de las profundidades del inconsciente. Se trata de imágenes que vuelven real lo imposible, que rescatan, poéticamente, el valor de lo onírico, de lo maravilloso y de lo fantástico. Son como gotas de lluvia que caen sobre tierra árida. Los calificativos de Sartre resultan erráticos, burdos, fuera de lugar, desmesurados y, sobre todo, cargados de un amargo resentimiento. Contrariamente a lo pensado por Sartre, Durand reivindica la importancia de las aportaciones románticas, simbolistas y surrealistas:

Si bien es cierto que Romanticismo, Simbolismo y Surrealismo fueron los bastiones de la resistencia de los valores de lo imaginario en el seno del reino triunfante del cientificismo racionalista, en el corazón de estos movimientos es donde se establece progresivamente una revaluación positiva del sueño, del ensueño, incluso de la alucinación -y de los alucinógenos-, cuyo resultado fue según, el bello título de Henri Ellenberger, “el descubrimiento del inconsciente” (Durand, 2000: 53).

La radical incomprensión iconoclasta de Sartre se deja ver con claridad en el comentario que dedica a un pasaje poético de André Breton, en el que éste aspira a la coincidentia oppositorum, fragmento que Sartre cita para criticarlo:

“Todo induce a creer que existe cierto punto del espíritu en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos contradictoriamente […] Inútilmente se buscaría en la actividad superrealista móvil distinto de la esperanza de determinar este punto” [Breton]. ¿No es esto proclamar un divorcio con el público obrero más hondo que el divorcio con el público burgués? Porque el proletariado lanzado a la lucha necesita distinguir a cada instante, si ha de triunfar en la empresa, el pasado del futuro, lo real de lo imaginario y la vida de la muerte (Sartre, 1976: 173).

Frente a tan radical estrechez de pensamiento, cualquier comentario sale sobrando. Desde su punto de vista, la única literatura que tenía sentido era aquella que estuviera comprometida con la clase obrera y con el cambio revolucionario de la sociedad.

El escritor “comprometido” sabe que la palabra es acción; sabe que revelar es cambiar y que no es posible revelar sin proponerse el cambio […] Sin duda, el escritor comprometido puede ser mediocre; cabe incluso que tenga conciencia de serlo, pero, como no se sabría escribir en el proyecto de hacerlo perfectamente, la modestia con que considere su obra no debe apartarse de construirla como si fuera a tener la mayor repercusión (Sartre, 1976: 57, cursivas en el original).

Para Sartre más vale una “literatura comprometida”, sin importar que sea mediocre, a la gran literatura “burguesa”. En eso coincide con el dogma autoritario soviético de considerar al arte occidental de su tiempo como “decadente”. Sorprende que algo similar ocurriera bajo el nazismo en Alemania. Coincide, también, con lo que ocurrió durante la llamada “Revolución Cultural”, promovida y encabezada por Mao Zedong, la cual constituyó el intento más serio y sistemático de la época actual por destruir completamente la ancestral cultura China, desde sus raíces, y acabar con ella para siempre. Veremos en la China de la Revolución Cultural escenas de barbarie, semejantes a las que se habían presenciado en la Alemania nazi y en la urss estalinista. Una vorágine incontenible: quema de libros, destrucción del arte y la cultura, asesinato y tortura, reclusión en campos de concentración, estigmatización de naciones enteras, como el Tíbet, condena y persecución de gente sencilla con ideas tradicionales, de monjes y religiosos, de todos aquellos que practicaban algún arte u oficio tradicional, de los artistas e intelectuales, de los maestros de las escuelas de educación media y superior, de todos los supuestos “representantes de la vieja sociedad”, acusados de ser “defensores del feudalismo” o “de la vía capitalista”, de todos los comunistas con ideas diferentes a las de Mao Zedong. Se calcula que La Revolución Cultural costó diez millones de vidas (Amador, 2004; Chan, 1985; Chang, 1994). Sartre apoyó entusiastamente a la Revolución Cultural encabezada por Mao Zedong.

A pesar de su larga amistad con Albert Camus, Sartre terminó confrontándose con él por sus ideas libertarias, afines al anarquismo y críticas respecto del autoritarismo marxista, más que evidente en la era de Stalin. En particular, le molestó el libro de Camus El hombre rebelde, publicado en 1951, en el cual el escritor denunció la existencia de los campos de concentración en la urss. En medio de la polémica, Camus criticó la defensa dogmática que Sartre hacía del marxismo, la cual contradecía lo que realmente estaba ocurriendo, resultado palpable de la implantación del comunismo en la Unión Soviética: el totalitarismo. “En la época de las ideologías hay que ponerse en regla con el asesinato” (Camus, 1978 [1951]: 10). Al filósofo estalinista húngaro, György Lukács, también le molestó la denuncia de Camus sobre la existencia de campos de concentración en la urss y elogió la crítica que hicieran Jeanson y Sarte a El hombre rebelde, publicada en la revista Les Temps Modernes (Lukács, 1976 [1953]: 636-637).

Camus contrapone el rebelde al revolucionario, reivindica, desde una lectura crítica propia y no meramente apologética, al Marqués de Sade, a los románticos, a Lautréamont y Rimbaud, a Dostoievski, a Nietzsche, a Stirner y a los surrealistas, a los movimientos de emancipación social y al anarquismo; finalmente, muestra al arte como un espacio liberador, propicio para la rebeldía. Critica al terrorismo de Estado en sus diversas vertientes: Mussolini y Hitler, Lenin y Stalin.

La revolución del siglo xx mata lo que queda de Dios en los principios mismos y consagra el nihilismo histórico. Cualesquiera que sean luego los caminos que toma este nihilismo, desde el instante que quiere crear en el siglo, fuera de toda regla moral, construye el templo de César. Elegir la historia, y ella sola, es elegir el nihilismo contra las enseñanzas de la rebelión misma. Quienes se precipitan en la historia en nombre de lo irracional, clamando que no tiene sentido alguno, encuentran la servidumbre y el terror y van a parar al universo de la concentración. Quienes se lanzan a ella predicando su racionalidad absoluta encuentran la servidumbre y el terror y van a parar al universo de la concentración (Camus, 1978: 228).

Camus critica también a Marx y al marxismo: “El mesianismo científico de Marx es de origen burgués. El progreso, el porvenir de la ciencia, el culto de la técnica y la producción son mitos burgueses que se constituyeron en el dogma del siglo xx” (Camus, 1978: 180). Sobre los bolcheviques, señala con agudeza:

En todo caso, desde la muerte de Marx sólo una minoría de sus discípulos permaneció fiel a su método. Los marxistas que hicieron la historia se apoderaron, por el contrario, de la profecía y de los aspectos apocalípticos de la doctrina para realizar una revolución marxista en las circunstancias exactas en que Marx había previsto que no se podía producir una revolución (Camus, 1978: 175).

Más adelante leemos: “El socialismo autoritario, por el contrario, ha confiscado esta libertad viviente en beneficio de una libertad ideal todavía futura” (Camus, 1978: 203). El resultado no previsto: “Marx no se imaginaba una apoteosis tan aterradora. Tampoco Lenin, quien, no obstante, dio un paso hacia el Imperio militar. Tan buen estratega como mediocre filósofo, se planteó, ante todo el problema de la toma del poder” (Camus, 1978: 211). Sobre la contradicción entre la teoría y la práctica en Lenin, concluye, haciendo referencia a su artículo El Estado y la revolución:

La crítica implacable del Estado se concilia luego con la necesaria, pero provisional, dictadura del proletariado en las personas de sus jefes. Para terminar se anuncia que no se puede prever el término de este Estado provisional y que, además, a nadie se le ha ocurrido prometer que tendría un término. Después de esto es lógico que la autonomía de los soviets sea combatida, Majno traicionado y los marinos de Kronstadt aplastados por el partido (Camus, 1978: 216).

Si definimos en sentido estricto el significado del término socialismo, llegamos a la conclusión de que se trata del autogobierno de la sociedad. La sociedad se gobierna a sí misma creando las formas de organización adecuadas a esa finalidad. Durante la Revolución de 1917 surgieron espontáneamente los soviets de obreros, campesinos, soldados y marinos como instancias de organización democrática que los diversos miembros de la sociedad se dieron a sí mismos para participar y tomar decisiones sobre los acontecimientos sociales y políticos que ocurrían en el curso de la Revolución de Octubre.

Una vez que se consolidó el poder de los bolcheviques, Lenin ordenó la disolución de los soviets, canceló la participación de los obreros en las decisiones que se tomaban en la industria e impuso el control del Partido Comunista sobre los sindicatos. Reprimió a los marinos de Kronstadt, quienes habían sido los héroes del levantamiento de octubre, por rebelarse contra los privilegios de los miembros del Partido y contra la política autoritaria del mismo. Los anarquistas ucranianos (majnovistas) que habían llevado a cabo su revolución en Ucrania del este, formando soviets, expropiando a los terratenientes y luchado contra el Ejército Blanco, al igual que los bolcheviques, fueron exterminados por órdenes de Lenin. Se impuso una ideología monolítica, el unipartidismo, la prohibición de practicar cualquier religión, se formó la policía política (Cheka), se desarrolló la campaña llamada “Terror Rojo” para combatir a los “enemigos de la Revolución” y se crearon los campos de concentración (1919). Todos estos cambios fueron decididos por el Partido Comunista, bajo el liderazgo de Lenin, y condujeron, no al socialismo, sino a la formación de un Estado totalitario centralizado (Archinof, 1975; Arendt, 1987; Bongiovani, 1975; Brinton, 1972; Kolontai, 1975 [1921]; Lehning, 1974; Pankratova, 1976 [1923]; Pannekoek, Korsch y Mattick, 1976 [1934-1938]; Rosenberg, 1976 [1932]). Al respecto, Arthur Rosenberg señala:

En la guerra civil, los bolcheviques adoptaron este principio: quien no está con nosotros está contra nosotros. Así, hicieron penetrar en las masas la persuasión de que todos los partidos no bolcheviques eran contrarrevolucionarios.

Cuando la guerra civil hubo cesado, la revolución ya había vencido a sus propios enemigos: pero al mismo tiempo el pueblo ruso había perdido la libertad democrática apenas conquistada y representada por los consejos obreros. Desde San Petesburgo hasta el océano Pacífico se extendía sólida y omnipotente la dictadura bolchevique de partido (Rosenberg, 1976: 106).

Camus atacaba los valores convencionales y proponía una rebeldía constante como afirmación de la libertad. El rebelde no basa su acción en ideales abstractos ni actúa llevado por el resentimiento (Camus, 1978). “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden” (Camus, 1978: 17). El hombre rebelde va más allá de los ideales abstractos:

Por lo demás, el movimiento de rebelión, tal como lo hemos encarado hasta ahora, no se elige un ideal abstracto, por pobreza de corazón, y con un fin de reivindicación estéril. Se exige que sea considerado lo que en el hombre no puede reducirse a la idea, esa parte ardorosa que no puede servir sino para ser (Camus, 1978: 22).

Establece, claramente, la diferencia entre revolución y rebelión:

La revolución absoluta suponía, en efecto, la absoluta plasticidad de la naturaleza humana, su reducción posible al estado de fuerza histórica. Pero la rebelión es, en el hombre, la negación a ser tratado como cosa y a quedar reducido a simple historia. Es la afirmación de una naturaleza común a todos los hombres, que escapa al mundo del dominio (Camus, 1978: 232).

Entiendo por qué a Sartre le pesaba lo escrito por Camus: esas palabras chocaban con su iconoclastia constitutiva y desenmascaraban los dogmas que Sartre defendía.

En su encono contra otro de sus contemporáneos, poseedor de una prolífica imaginación y de una obra literaria única, Sartre mostró un particular desprecio hacia Georges Bataille, uno de los grandes escritores franceses de su época, a quien calificó de místico, utilizando ese término en un sentido peyorativo. También polemizó con su contemporáneo, Maurice Merleau-Ponty, quien, en su obra de 1947, titulada Humanismo y terror (1995), llevó a cabo una crítica del pensamiento y de la práctica política del comunismo de su tiempo. A la vez que cuestionaba al liberalismo, Merleau-Ponty criticaba el giro del comunismo hacia el cientificismo racionalista:

La jerarquía social en la u.r.s.s. se ha acentuado considerablemente desde hace diez años. El proletariado tiene un papel insignificante en los Congresos del Partido. La discusión política tal vez se continúa en el interior de las células, pero nunca se manifiesta públicamente. Los partidos comunistas nacionales luchan por el poder sin plataforma proletaria, y no siempre evitan la demagogia. Las divergencias políticas, que antes nunca llevaban a la pena de muerte, no solamente son sancionadas como delitos sino, lo que es más, convertidas en crímenes de derecho común. El Terror ya no quiere afirmarse como Terror revolucionario. En el orden de la cultura, la dialéctica es reemplazada de hecho por el racionalismo cientificista de nuestros padres, como si dejara demasiado margen a la ambigüedad y demasiado campo a las divergencias. La diferencia es cada vez mayor entre lo que los comunistas piensan y lo que escriben porque es cada vez más grande la diferencia entre lo que quieren y lo que hacen (Merleau-Ponty, 1995 [1947]: 14).

A lo largo de la obra El asalto a la razón de Lukács podemos confirmar lo dicho por Merleau-Ponty, a saber, la consolidación del racionalismo cientificista en el pensamiento marxista de la era estalinista. Al racionalismo anterior sólo se agrega el dogma marxista de la lucha de clases como factor decisivo. Según Lukács, la racionalidad de los discursos está en función del desarrollo de la lucha de clases (1976: 82). Más aún: “toda filosofía está determinada, en cuanto a su contenido y su método, por las luchas de clases de su tiempo [sic]” (Lukács, 1976: 252). Cito un fragmento en el cual el objetivismo racionalista queda de manifiesto:

Desde Schopenhauer, y sobre todo desde Nietzsche, asistimos a un proceso en que el pesimismo irracionalista va minando y destruyendo la convicción de que existe un mundo exterior objetivo y de que el conocimiento imparcial [sic] y concienzudo de este mundo puede ofrecer la solución a todos los problemas provocados por la desesperación (Lukács, 1976: 70).

Es evidente que no existe conocimiento “imparcial”, todo conocimiento está en función del horizonte de pensamiento de su tiempo, determinado histórica y culturalmente. Oponer el racionalismo al “irracionalismo” implica, de suyo, una posición política y una orientación filosófica que no es neutral.

El racionalismo marxista de esa época deriva, entre otras cosas, en la descalificación de toda la literatura moderna. Basta leer la obra de Sartre titulada ¿Qué es la literatura? (Situations II) (1976) para darse cuenta del odio que profesaba hacia la mayor parte de la literatura moderna y contemporánea, desprecio alimentado por un marxismo ortodoxo, militante y agresivo: iconoclasta. El libro está muy lejos de ser un estudio crítico sistemático de la literatura; tiene, más bien, un formato propagandístico, por no decir, panfletario. El opúsculo referido, arduo de leer, debería titularse “Cómo odiar la literatura en cuatro sencillos pasos”. Hasta Cervantes sale mal librado (Sartre, 1976: 142-143). Resulta paradójico que su filosofía afirmara como un valor fundamental la libertad del ser humano para forjar su propio destino. Entonces, ¿por qué negar la libertad del artista?

Los denigrantes e injuriosos adjetivos que dedica a Marcel Proust y a su obra nos permiten darnos cuenta a dónde conduce su crítica marxista de la literatura moderna y contemporánea (Sartre, 1976: 16). Nunca sabremos lo que le molestaba más de Proust: su homosexualidad, contra la cual manifiesta vergonzosos prejuicios machistas, o su maravillosa imaginación creativa, condenada por Sartre como “psicología intelectualista” (Sartre, 1976: 16). Si comparamos la calidad y profundidad literaria de la obra maestra de Proust, En busca del tiempo perdido, con la trilogía de Sartre, Los caminos de la libertad, veremos lo equivocado que este último estaba. La “literatura comprometida” es hermana del panfleto.

Sartre comienza su libro ¿Qué es la literatura? con la siguiente afirmación: “Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de las letras” (Sartre, 1976: 7). Unas páginas más adelante podemos leer: “Escritor: en sí misma esta palabra tiene algo que fastidia al escribirla; se piensa en un Ariel, en una Vestal, en un chiquillo irresponsable y también en un inofensivo maníaco emparentado con los gimnastas y los numismáticos” (Sartre, 1976: 8). Frente a tales afirmaciones sólo me resta decir: ¡Viva la irresponsabilidad de los escritores! Hacia la mitad de su libro afirma que el escritor del siglo xix debería de haber “aceptado descender de clase” para darle contenido a su obra y así haber “aclarado y apoyado las reivindicaciones del proletariado”; sólo así “hubiera profundizado el arte de escribir”; debería de haberse considerado “un burgués proscrito por su clase y unido a las masas por una solidaridad de intereses” (Sartre, 1976: 148). En síntesis, todos los escritores del siglo xix deberían de haber sido marxistas.

En este punto de vista, Sartre coincide con Lukács, al igual que él, defensor del realismo y del estalinismo, ambos fueron hostiles al psicoanálisis freudiano y a su descubrimiento del inconsciente. Lukács, además, criticó la música atonal (¡Schoenberg!) y las obras de Joyce, Proust, Beckett, Kafka y Dostoievski, entre otros; autores a los que calificaba de “subjetivistas burgueses”. A esa lista podemos agregar a los pensadores, definidos por Lukács como irracionalistas, principalmente Schelling, Kierkegard, Schopenhauer, Dilthey,6 Nietzsche, Spengler y Jaspers, quienes aparecen en El asalto a la razón, publicada en 1953, como precursores de la ideología que “llevaría a las monstruosidades del Tercer Reich” (Lichtheim, 1972: 174). Así, todos estos autores, después de increíbles malabares discursivos, sustentados en dogmas marxistas, son presentados como “precursores del nazismo”.

Bajo la mirada de ese reduccionismo brutal, todo lo que no es racionalismo cientificista es “irracionalismo” y “el irracionalismo conduce al nazismo”.

El aferramiento a estos pensamientos constantes [crítica de la idea de progreso y del racionalismo] y a los criterios que los determinan no es sino el reflejo de los fundamentos sociales reaccionarios que forman la unidad del irracionalismo, por grandes que sean los cambios cualitativos que puedan y deban advertirse en la trayectoria que va de Schelling a Hitler (Lukács, 1976: 9 y 11).

Las críticas más insidiosas se dirigen a Nietzsche, a quien dedica todo un capítulo de El asalto a la razón (Lukács, 1976: 249-323). “El auge imperialista del irracionalismo revela de un modo muy palmario el papel dirigente de Alemania en este terreno. Y, al decir esto, nos referimos, naturalmente a Nietzsche, que se convirtió en modelo y guía de la reacción filosófica irracionalista” (1976: 14).

Permitamos que Nietzsche se defienda:

¿Acaso es el cientificismo nada más que un miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él? ¿Una defensa sutil obligada contra la verdad? ¿Y hablando en términos morales, algo así como cobardía y falsedad? ¿Hablando en términos no-morales, una astucia?” (Nietzche, 1981: 27).

No hay que olvidar aquí que Nietzsche era antihegeliano y un consecuente antiestatalista: “Estado se llama el más frío de los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: ‘Yo, el Estado soy el pueblo’” (Nietzsche, 1989 [1883]: 82). A lo largo de su obra criticó sistemáticamente a la filosofía alemana y declaró en Ecce homo, escrito en 1888, que él era un aristócrata polaco que no tenía “ni una sola gota de sangre alemana” (Nietzsche, 2000: 29). Esa frase de Nietzsche resulta lapidaria para la falsa idea nazi de la “superioridad aria germánica” y para su desprecio racista profesado hacia los eslavos. ¡En ninguna de sus obras encuentro a un Nietzsche “imperialista” o “nacionalsocialista”! De no ser en la imaginación dogmática de Lukács, quien, no obstante, se vio obligado a aceptar que Nietzsche “reconoce la decadencia como el fenómeno fundamental de la trayectoria burguesa de su tiempo, se propone señalar el camino para salir de ella” (Lukács, 1976: 255).

La interpretación de Nietzsche que llevó a cabo Lukács es una de las peores en toda la historia de la filosofía (Deleuze, 1986). Sobre la interpretación de Lukács, Juanes afirma: “Nietzsche sufrió, en efecto, el repudio de los totalitarismos de cualquier signo” (Juanes, 2013: 432; 398-456). Basta leer a Henri Lefebvre, pensador marxista francés, para encontrar una lectura inteligente y seria de Nietzsche. Sobre la recepción de su obra, Lefebvre aclara:

A partir de malentendidos muy diversos ha habido un nietzscheísmo anarquizante, un nietzscheísmo elitista (es decir, “derechista” e incluso fascistoide). Y hace poco, el retorno a Nietzsche, llevado a cabo con imparcialidad por historiadores de la filosofía, ha restablecido la verdad textual: se han mutilado los escritos de Nietzsche para “deformarlos” en este o en aquel sentido. La hermana de Nietzsche, Elizabeth, después de la muerte del poeta-filósofo, fue culpable de una falsificación; reaccionaria, antisemita (por influencia de su marido), no dudó en modificar el sentido de los textos mediante montajes, supresiones, etc. Y una vez restablecida la verdad histórica, Nietzsche no ha dejado de padecer algunos ultrajes […] Mientras que bajo la “influencia” hegeliana, el filósofo profesional se convierte en servidor (servil) de la política, el filósofo de filiación nietzscheana se pronuncia contra el poder, sea cual fuere (Lefebvre, 1978: 186).

Respecto de lo afirmado por Lukács en esa obra, Lichtheim señala:

Pero cuando en El asalto a la razón toca el tema de los románticos alemanes, Lukács adopta el estilo propagandista del Partido que no acierta ver en sus adversarios otra cosa que instrumentos conscientes o inconscientes de la “reacción”. En el caso de Nietzsche, la confusión a la que llega es francamente penosa” (Lichtheim, 1972: 177).

Lichtheim también nos muestra que el concepto de “materialismo” que Lukács utiliza a lo largo de la obra no corresponde al de Marx, sino al que comparte con Lenin:

[…] el pensamiento humano refleja un mundo “objetivo” independiente de la mente, un mundo que no es “construido” por nuestro aparato mental. Esta doctrina determina, además, que todo apartamiento de este punto de vista conduce al “subjetivismo” y finalmente a la locura, intelectual y política” (Lichtheim, 1972: 170).

Lukács era abiertamente estalinista. En su libro titulado Aportaciones a la historia de la estética (1954) podemos leer, a propósito del texto de Stalin sobre lingüística, titulado Acerca del marxismo en la lingüística, el cual fue publicado como entrevista en 1950: “Esta obra de Stalin analiza, desde luego, de un modo tan fundamental las cuestiones decisivas de la estética que en ella puede verse todo el poderoso desarrollo representado en la historia de la estética por el periodo leninista-stalinista” (Lukács, 1966: 16). El libro se publicó después de la muerte de Stalin, ocurrida el 5 de marzo de 1953, cuando ya no era necesario elogiar al dictador.

Sorprende que un pensador de la inteligencia de Lukács afirme tales cosas, sabiendo que lo que ocurrió fue todo lo contrario: a partir del decreto del Comité Central del pcus, del 23 de abril de 1932, se vetó y persiguió a todas las ricas expresiones artísticas que se originaron antes de y durante los primeros años de la revolución bolchevique (Groys, 2011 [1992]: 33-74). Lukács terminó creyéndose sus propias mentiras. Acerca de las posiciones teóricas y comportamiento político de Lukács, Georges Lichtheim, biógrafo suyo, afirma: “Lukács se ha puesto muchas máscaras durante su vida y ha llevado a cabo actos de desengaño calculado, de acomodo y humillación incluso muy notables para los niveles medios que él mismo escogió” (Lichtheim, 1972: 156).

La imposición del realismo socialista como única forma válida de expresión artística provocó que el arte decayera por completo, hundiéndose en la pobreza y la mediocridad artística, convirtiéndose en propaganda e ideología oficial de Estado. Tal como aclara Boris Groys, el realismo socialista no fue, en sentido estricto, un arte acogido como suyo por los asalariados y los campesinos:

El realismo socialista no fue creado por las masas, sino formulado en su nombre por las bien educadas y experimentadas élites que habían asimilado la experiencia de las vanguardias y habían sido conducidas al realismo socialista por la lógica interna del método vanguardista, en sí mismo, el cual no tenía nada que ver con los gustos o demandas reales de las masas (Groys, 2011: 9, traducción nuestra).

Es importante destacar que numerosos artistas rusos continuaron realizando arte de vanguardia en la clandestinidad; obras que salieron a la luz a partir de la política de apertura, propiciada por Mijail Gorbachov.

La vanguardia rusa (1905-1932), a pesar de haber creado un arte entusiastamente comprometido con el desarrollo de la revolución, fue criticada y prohibida por decreto de Estado (Arroyo, 2015; Groys, 2011; Gray, 1986; Juanes, 2015). Para esbozar un panorama del maravilloso arte ruso, anterior al decreto estalinista, recurro a lo descrito por Sergio Raúl Arroyo:7

Incubadas desde el ambiente revolucionario de los últimos años del imperio zarista, las vanguardias rusas -con eso me refiero al conjunto de corrientes que desembocaron en el horizonte artístico y conceptual que se extendió al orbe soviético- son, en cierta forma, los arietes con los que se pretendió transformar al mundo y realizar un desprendimiento social de las condiciones tradicionales del arte. El tiempo de las vanguardias es un tiempo de cambio permanente, de cortes históricos, de nuevos giros y nuevos propósitos con los que intentó pulverizar los límites impuestos por el clasicismo y por la fe canónica en las academias.

La vanguardia, sustentada en un término que responde a una acepción genérica, con frecuencia se ha asumido como la máquina roja que llevaba consigo a los constructores de un nuevo mundo físico e intelectual, una movilización pletórica de energía que con ánimo no pocas veces compulsivo y desmesurado pretendió construir formas inéditas de vida, en las que el arte resultaba decisivo para la emancipación del pensamiento (Arroyo, 2015: 19-20).

El marxismo dogmático e iconoclasta nunca comprendió la riqueza imaginativa y creadora de estos artistas que, a pesar de apoyar a la revolución y propiciar los cambios artísticos, culturales y sociales de la nueva sociedad rusa, fueron descalificados y perseguidos. Al respecto señala Jorge Juanes:

El mundo moderno le debe mucho al arte, tanto en el aspecto emancipador como en el libertario y, ya entrado el siglo xx, a las vanguardias artísticas, enemigas acérrimas del arte convencional, rutinario, petrificado. Pero abrirse paso en la modernidad no fue fácil para las vanguardias: por un lado, el arte sufrió el acoso de los sistemas políticos ideocrático-totalitarios, que lo comprenden como un mero documento al servicio de consignas ideológicas de todo signo y, por el otro, ha padecido -y sigue padeciendo- el asedio de la industria capitalista de la cultura empeñada en convertirlo en simple mercancía. En ambos casos se desconoce, en efecto, la autonomía del arte, su diferencia, su territorio irreductible. Digamos que una seña de identidad del arte moderno en general -y de las vanguardias en particular- estriba en que confronta, desde la marginalidad o desde la implicación transformadora del mundo, cualquier orden histórico enemigo de la diferencia y de lo rizomático. En otras palabras, el arte debe dilucidarse por lo que es: un territorio que aglutina un sinnúmero de propuestas alternativas cuya especificidad y diferencia no hemos acabado de comprender (Juanes, 2015: 13).

Todos los regímenes totalitarios han perseguido y destruido al gran arte.

Sartre y Lukács representan una corriente del marxismo ortodoxo, hundida en el pantano del racionalismo iconoclasta contemporáneo. Acertadamente, Lichtheim señala que Lukács no fue capaz de ver que: “la ‘alienación’ no es exclusiva de la sociedad occidental y que el cientificismo positivista tiene su equivalente estalinista” (Lichtheim, 1972: 160).

Sobre esta cuestión, retomo la reflexión de Blanca Solares:

Pese a que Jean-Paul Sartre y Henri Bergson consagran dos obras al estudio de la imaginación y el imaginario, prácticamente sus argumentos no modifican en nada los presupuestos epistemológicos con los que Occidente concibe a la imaginación como mirada “néantisant” (vaciante) de la consciencia: irrealidad emocional del mundo objetivo sólo alcanzable conceptualmente. En tanto heredera de la tradición racionalista que se remonta al menos al siglo xvii, la filosofía contemporánea continúa concibiendo a la imaginación, en general, como una actividad productora de ficciones con legitimidad si acaso en el dominio del arte, reputado éste último cual zona de arbitrariedad subjetivista (Solares, 2006: 135).

Como pudimos mostrar, el cientificismo racionalista y la iconoclastia no son privativos del pensamiento occidental; forman parte del núcleo esencial del marxismo ortodoxo, en todo el mundo. Al mismo tiempo, fue importante mostrar que, a pesar de que pensadores como Jean-Paul Sartre, influyentes en su momento, defendieron militantemente una posición iconoclasta radical, numerosos contemporáneos suyos, que incluso debatieron con él, realizaron aportaciones decisivas a una comprensión más profunda de lo imaginario y del arte.

La iconoclastia del arte conceptual contemporáneo

Hoy en día vemos que ejemplos claros del racionalismo ilustrado se introducen en el campo del arte y se manifiestan en la pobreza espiritual y estética de numerosas obras del arte contemporáneo, las cuales privilegian al concepto sobre la imaginación -sin entender realmente lo que el concepto es-, y un caso particularmente grave es el mal llamado “arte conceptual” (Amador, 2017; Juanes, 2002). Encuentro en el racionalismo del arte conceptual la séptima etapa de la iconoclastia contemporánea. Como acertadamente afirma Calvin Tomkins:

De hecho, ahí donde la influencia de Duchamp fue perniciosa, el receptor mostraba una conspicua falta de sentido del humor. El Arte Conceptual que anunció su llegada en la exposición de Kynaston McShine de 1970, titulada “Información”, llevada a cabo en el Museo de Arte Moderno, es el ejemplo característico. En el Arte Conceptual, la idea, el acto mental es, en resumidas cuentas, todo lo que hay. Los conceptualistas más extremos consideran innecesario dotar de un cuerpo material a sus ideas, basta con enunciarlas verbalmente como posibilidades. Mientras que esto puede ser visto como el inevitable “paso siguiente”, más allá del Minimalismo y, presumiblemente, el paso final dentro de la tradición reduccionista, un cierto número de observadores, entre los cuales me incluyo, hemos sido impresionados por las ideas concebidas por los conceptualistas: son tan obtusas que entumecen (Tomkins, 1996: 274-275, traducción nuestra).

Pensar que la idea puede prescindir de una manifestación material adecuada para expresarse es ignorar lo más elemental de la física, de la lingüística, de la semiótica, de la hermenéutica y de la teoría del arte. La mera enunciación de ideas requiere de la materialidad de la voz, del aire, de las ondas sonoras, para propagarse. Ya no hablemos de la escritura o de otros medios más complejos, materialmente hablando, como la pintura y la escultura o las artes escénicas. Desde mi punto de vista, los atropellados conceptualismos tautológicos incluyen a supuestos artistas conceptuales como Joseph Kosuth, a quien, con su One and three chairs, de 1965 -y obras semejantes-, calificaría de pobre ilustrador de manuales de semiótica elemental. Ahí se pone en evidencia el problema de tomar las cosas literalmente, sin profundizar en ellas: prácticamente todos los llamados conceptuales ni siquiera entienden la hondura del problema que ha implicado el concepto en la vida y en la historia de la humanidad. Si comparamos lo que han hecho ellos, alrededor del concepto, con lo que ha hecho la filosofía, veremos con claridad que la distancia es abismal y que el apelativo de conceptual hay que tomarlo cum grano salis. Por esta razón escribimos conceptual en cursivas para indicar su arbitrariedad y relatividad, ya no se diga, pensar en incluir el sustantivo arte.

Así, por ejemplo, los procedimientos conceptuales, dotados de un pomposo nombre, como la “desmaterialización”, el “procesualismo”, o la supuesta “ausencia de autor”, no lograron impedir que se diera lo que, aparentemente, ellos querían evitar: la comercialización, la trivialización, la inserción de sus propuestas dentro del sistema mercadotécnico y comercial de autopromoción, dominado por las grandes galerías y coleccionistas, por los medios de comunicación de masas, por el sistema institucional de los museos y por la moda imperante que, según ellos mismos, había ahogado a la pintura.

Lejos de tratarse de una nueva apertura creativa del arte, el conceptualismo tautológico representa un nuevo reduccionismo sectario que cierra dogmáticamente las posibilidades expresivas del arte, limitándolas a la manifestación de ideas, pertenecientes a un racionalismo analítico, extensamente criticado en el terreno de la filosofía, desde hace mucho tiempo. Al confinar el arte al plano puramente reflexivo -sostiene Juanes- el conceptualismo de Kosuth lo reduce a “operaciones intelectuales autorreferenciales cuya materialización en obras, en caso de darse, equivaldría a un suplemento irrelevante” (Juanes, 2002: 42). Desde esta perspectiva, alcanzamos a ver que “la propuesta inmaterial se encuentra sometida por completo al autismo implacable de la hipóstasis lingüístico-tautológica que, sorprendentemente, contiene la verdad del arte sin considerar que este puede ser también cosa, forma y afecto” (Juanes, 2002: 42). Tal como constata Juanes, estamos frente a una nueva manifestación del solipsismo que niega la concreción material de la obra y, en consecuencia, al cuerpo: “El concepto tautológico consuma, qué duda cabe, el anestesiamiento de los sentidos, desechando por completo el gran emisor pre-conceptual y perturbador: el cuerpo” (Juanes, 2002: 42).

Coincido plenamente con la conclusión que propone Jorge Juanes, quien se apoya en la sentencia de Adorno: el arte no puede reducirse a un lenguaje puramente conceptual como la filosofía o la ciencia, sin forma no hay arte (Juanes, 2002: 50-51). Finalmente, y en referencia directa a la supuesta influencia de Duchamp sobre el conceptualismo, podemos afirmar con toda seguridad que se trata de una mera tergiversación, pues para Duchamp: “las formas, los objetos y las ideas cuentan por igual: son inescindibles” (Juanes, 2002: 57). En ese preciso sentido, Octavio Paz afirma: “En arte lo único que cuenta es la forma. O más exactamente: las formas son las emisoras de significados. La forma proyecta sentido, es un aparato de significar” (Paz, 2010: 143).

Conclusiones

Para cerrar este artículo presento de manera sintética las conclusiones a las que llega Durand en La imaginación simbólica. Negación del valor de la actividad imaginaria y reducción del sentido del símbolo son los procedimientos que muestra Durand como mecanismos modernos de la iconoclastia positivista y reduccionista, impuestas en tiempos modernos a la interpretación simbólica. Durand había definido al símbolo a partir de tres cualidades sustantivas: como pensamiento siempre indirecto, como presencia representada de la trascendencia y como comprensión epifánica, mismas que serán negadas por diversos mecanismos de la dogmática religiosa y del racionalismo cientificista.

Durand describe el escenario de la siguiente manera: a la presencia epifánica de la trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y moralismos; al pensamiento indirecto, los pragmatismos opusieron el pensamiento directo: el concepto y el percepto; a la imaginación comprensiva opusieron largas cadenas de razones de la explicación semiológica, asimilándolas, en principio, a las largas cadenas de “hechos” de la explicación positivista (Durand, 1971: 25). “En cierto modo, esos famosos ‘tres estadios’ sucesivos del triunfo de la explicación positivista son los tres estadios de la extinción simbólica” (Durand, 1971: 25). Carl Gustav Jung ya ha mostrado, fehacientemente, la importancia del símbolo en el equilibrio emocional del ser humano (Jung, 1984, 1997).

Como hemos visto, de acuerdo con Durand, la iconoclastia moderna más radical comienza con Descartes: “La desvalorización más evidente de los símbolos que nos presenta la historia de nuestra civilización es, sin duda, la que se manifiesta en la corriente científica surgida del cartesianismo” (Durand, 1971: 26). Sobre el asunto, expone sus argumentos:

Lo que instaura Descartes es, en verdad, el “reino” del algoritmo matemático […] El cartesianismo asegura el triunfo de la iconoclastia, el triunfo del “signo” sobre el símbolo. Todos los cartesianos rechazan la imaginación, así como también la sensación, como inductora de errores. Es verdad que para Descartes sólo el universo material se reduce a un algoritmo matemático, gracias a la famosa analogía funcional: el mundo físico no es sino figura y movimiento, vale decir, res extensa; además, toda figura geométrica no es sino una ecuación algebraica.

Pero semejante método de reducción a las “evidencias” analíticas se presenta como el método universal […] el símbolo -cuyo significante ya no tiene más que la diafanidad del signo- se esfuma poco a poco en la pura semiología, se evapora, podríamos decir, metódicamente en signo (Durand, 1971: 27, cursivas en el original).

Las consecuencias de esta manera de pensar han sido desastrosas para las ciencias sociales, las humanidades, el arte, la religión y la comprensión de la importancia y la riqueza de los mitos tradicionales, así como de su vigencia en el mundo actual.

En resumen, se puede decir que la impugnación cartesiana de las causas finales, y de la resultante reducción del ser a un tejido de relaciones objetivas, ha eliminado en el significante todo lo que era sentido figurado, toda reconducción hacia la profundidad vital del llamado ontológico.

Tan radical iconoclastia no se ha desarrollado sin graves repercusiones en la imagen artística, pintada o esculpida […] El artista, como el ícono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha eliminado la función esencial de la imaginación simbólica (Durand, 1971: 29).

Sin embargo, en los siglos xvii y xviii se manifestaron voces disidentes, como la de Giambattista Vico, quien en su ambicioso proyecto de una historia de la humanidad “también se incluía el trabajo de la fantasía y de las restantes fuerzas de la imaginación y la creación, las cuales, según su opinión, habían sido factores determinantes en los contactos e intercambios que había establecido el hombre con la realidad de su entorno”, tal como lo destaca Lluís Duch (2008: 206). Será en esta época cuando se dará la confrontación entre la visión del mundo romántica y la visión ilustrada:

El erudito napolitano [Vico] y la posterior tradición romántica consideraron la evolución cultural con gran respeto y admiración a causa de las virtualidades que, desde antiguo, se han atribuido a los orígenes. La tradición ilustrada, en cambio, otorgó muy poco valor a la “forma de pensamiento” del mito, porque tendía a hacer hincapié en la genealogía sanadora y reconciliadora del concepto, desechando casi por completo la de la imagen. En efecto, para los ilustrados, la fantasía mítica no era sino una “pre-forma” deficiente e infantil (incluso una “pre-filosofía”), a menudo oscurecida y falsificada por los ‘afectos’ del pensamiento racional” (Duch, 2008: 206-207).

Resumiendo todo lo expuesto, recordamos que, anterior a la iconoclastia cartesiana, Durand encuentra “una corriente aún más profunda de iconoclastia […] transmitida desde el siglo xiii al xix por el conceptualismo aristotélico” (Durand, 1971: 30-31). De tal suerte: “el modo de pensamiento ‘fáustico’ del siglo xiii, al hacer del aristotelismo la filosofía oficial de la cristiandad, da prevalencia al ‘pensamiento directo’ en perjuicio de la imaginación simbólica y de todos los modos de pensamientos indirectos” (Durand, 1971: 36).

Y el simbolismo, amenazado, como toda imagen, por el regionalismo de la significación, corre el peligro de transformarse en todo momento en lo que R. Alleau llama acertadamente un “sistema”, es decir, en una imagen que tiene ante todo una función de reconocimiento social, una segregación convencional. Podría decirse que se trata de un símbolo reducido a su potencia sociológica. Toda “convención”, aunque esté animada por las mejores intenciones de “defensa simbólica”, es fatalmente dogmática […] toda iglesia es funcionalmente dogmática y en lo institucional está del lado de la letra. Como cuerpo sociológico, una iglesia “divide al mundo en dos: los fieles y los sacrílegos”; sobre todo la iglesia romana que, en el momento culminante de su historia, sosteniendo con mano firme la “espada de dos filos”, no podía admitir la libertad de inspiración de la imaginación simbólica. La virtud esencial del símbolo, como ya dijimos, es asegurar la presencia misma de la trascendencia en el seno del misterio personal (Durand, 1971: 38-39).

Más adelante concluye:

Así se revela el papel profundo del símbolo: es ‘confirmación’ de un sentido a una libertad personal. Por eso el símbolo no puede explicitarse: en última instancia, la alquimia de la transmutación, de la transfiguración simbólica, sólo puede efectuarse en el crisol de una libertad (Durand, 1971: 43).

Y, sobre las diversas formas que reviste la iconoclastia se nos dice: “Pues si bien el dogmatismo literal, el empirismo del pensamiento directo y el cientificismo semiológico son iconoclastias divergentes, su efecto común se va reforzando en el curso de la historia” (Durand, 1971: 45).

Finalmente, concluimos junto con Durand, que la iconoclastia ha representado la erosión del papel de lo imaginario en la filosofía y la epistemología occidentales. No obstante “que ha asegurado, por una parte, el enorme desarrollo del progreso técnico y la dominación de esta potencia material sobre las otras civilizaciones”, por otra parte, ha ahondado el abismo que separa a la civilización moderna “del resto de las culturas del mundo, tachadas de ‘prelógicas’, de ‘primitivas’ o de ‘arcaicas’” (Durand, 2000: 29-30).

La iconoclastia moderna ha consolidado un “pensamiento sin imagen” y un rechazo de los valores y de los “poderes de lo imaginario por el único provecho de los propósitos de la razón y de la brutalidad de los hechos”, iconoclastia que, sin embargo, aun en Occidente ha enfrentado muchas resistencias (Durand, 2000: 29-30).

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Sobre el autor

1Julio Alberto Amador Bech es licenciado en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (FCPYS) y maestro en Ciencias de la Comunicación por la misma Facultad. Asimismo, posee el doctorado en Antropología y el doctorado en Estudios Arqueológicos, ambos por la Escuela Nacional de Antropología. Se desempeña como profesor del Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación de la FCPYS. Sus líneas de investigación son las áreas de Comunicación, Antropología Cultural, Antropología del Arte y Hermenéutica y desde 2002, sobre el arte rupestre del desierto de Sonora. Entre sus publicaciones se encuentran El significado de la obra de arte. Conceptos básicos para la interpretación de las artes visuales (2008, REIMPR. en 2011, 2ª ed., 2017); Símbolos de la lluvia y la abundancia en el arte rupestre del desierto de Sonora (2017).

1 Hace referencia a la máxima de Publio Terencio Africano: “Soy un hombre; nada de lo humano me es ajeno”, frase que forma parte de los diálogos contenidos en su comedia Heautontimorumenos (El enemigo de sí mismo) estrenada en Roma en el año 163 a.C.

2Para fines de claridad propongo, entre corchetes, una redacción diferente de la del traductor del texto al castellano, pues su versión incurre en un error de concordancia de género.

3He corregido la traducción del pasaje para evitar el uso de términos ajenos a nuestra lengua, como el que aparece en el original: “contingenciada” cuyo significado no es nada claro.

4He sustituido la palabra “presentificar”, inexistente en el castellano, que aparece en la traducción original, por traer al presente, entre corchetes.

5En 1927, André Breton, Louis Aragon y Paul Eluard se afiliaron al Partido Comunista Francés, sin embargo, la intolerancia del Partido y su limitada comprensión del arte, al que consideraba como una forma más de propaganda política, llevaron a Breton a abandonar al Partido Comunista en 1935.

6En 1927, André Breton, Louis Aragon y Paul Eluard se afiliaron al Partido Comunista Francés, sin embargo, la intolerancia del Partido y su limitada comprensión del arte, al que consideraba como una forma más de propaganda política, llevaron a Breton a abandonar al Partido Comunista en 1935.

7Pudimos ver directamente la obra de los grandes artistas rusos en México y un excelente libro-catálogo fue publicado a partir de la inédita y extraordinaria exposición de 2015, titulada Vanguardia rusa: el vértigo del futuro, exhibida en el Museo de Bellas Artes de la Ciudad de México, a iniciativa de Sergio Raúl Arroyo, la cual contó con la activa colaboración de Jorge Juanes, quien también escribió un libro para la misma: Vanguardias artísticas ruso-soviéticas. Revolución en la revolución (2015).

Recibido: 25 de Julio de 2018; Aprobado: 20 de Febrero de 2019

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