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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.64 no.235 Ciudad de México ene./abr. 2019

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2019.235.59446 

Artículos

En busca de la herencia política de la Revolución mexicana. Una propuesta analítica

In Search of the Political Heritage of the Mexican Revolution. An Analytical Proposal

Amando Basurto 

Posgrado de Ciencia Política de la Universidad de Guadalajara. Correo electrónico: <amandobasurto@newschool.edu>.


Resumen

El déficit democrático que caracteriza a la política contemporánea en México está enraizado en una tradición e imaginario políticos cuyo epicentro no es ni la libertad política ni el empoderamiento del ciudadano, sino diversas modulaciones de centralismo, clientelismo y paternalismo heredadas tanto de nuestra herencia revolucionaria como de la construcción histórica del régimen posrevolucionario. El objetivo de este artículo es analizar y explicar por qué la búsqueda y rescate de lo que llamo “la herencia política de la Revolución” (proyectos cuyo eje central fuera la libertad política e instancias de organización política espontánea y autónoma creadas en medio de la revuelta revolucionaria) es fundamental para la rearticulación contemporánea de una tradición de democracia y participación política en México. Para ello se examina la propuesta analítica utilizada por Hannah Arendt en su estudio sobre las revoluciones modernas y se propone una aproximación a la Revolución mexicana que sea capaz de rastrear y rescatar una tradición de pensamiento y acción políticos revolucionarios enterrada bajo el peso tanto de la monumental narrativa aglutinadora y/u oficialista de la Revolución como del revisionismo social.

Palabras clave: Revolución mexicana; Hannah Arendt; política; tradición; historiografía

Abstract

The democratic deficit that characterizes Mexican contemporary politics is rooted in a political tradition and imaginary that are rooted neither on political freedom nor on citizenship empowerment but rather on various modulations of centralism, patronage, and paternalism that were inherited from both our revolutionary heritage and the historical construction of the post-revolutionary regime. This article is aimed at analyzing and explaining how the examination and recovery of what I call the “political heritage of the Revolution” -i.e., projects whose central axis was political freedom and instances of spontaneous and autonomous political organization created in the midst of the revolutionary upheaval- could be fundamental for a contemporary rearticulation of a tradition of political participation in Mexico. Thus, we examine the approach used by Hannah Arendt in her study of modern revolutions and propose an approach to the Mexican Revolution that may trace and rescue a tradition of revolutionary political thought and action that has remained buried under the weight of either the unifying and/or official colossal account of the Revolution or the fragmented historical landscape offered by social revisionism.

Keywords: Mexican Revolution; Hannah Arendt; politics; tradition; historiography

Introducción

El déficit democrático que caracteriza a la política contemporánea en México está enraizado en una tradición e imaginario políticos cuyo epicentro no es ni la libertad política ni el empoderamiento del ciudadano. Muy por el contrario, nuestra tradición política está dominada por diversas modulaciones de centralismo, clientelismo y paternalismo que corren, ideológicamente, de derecha a izquierda. El concepto de lo político en el que se cimentan dichas modulaciones deriva, principal aunque no exclusivamente, tanto de nuestra herencia revolucionaria como de la construcción histórica del régimen posrevolucionario, en los que la centralización y corporativización del poder político fueron clave para pacificar al país y convertir al Estado -y al partido hegemónico- en la personificación de una revolución social.

Frente al déficit democrático contemporáneo y la hipótesis de que éste puede estar profundamente enraizado en la tradición que heredamos de la Revolución mexicana, el presente tiene como objetivo analizar y explicar por qué la búsqueda y rescate de lo que llamo “la herencia política de la Revolución” es una tarea fundamental para la rearticulación contemporánea de una tradición de democracia y participación política en México. En otras palabras, este trabajo se propone exponer las razones por las cuales es importante recuperar y articular, en forma de tradición política, tanto aquellos proyectos cuyo eje central fuera la libertad política como las instancias de organización política espontánea y autónoma que se crearon en medio de la revuelta revolucionaria y que hoy están ausentes de nuestro imaginario político. Para ello se examina la propuesta analítica utilizada por Hannah Arendt en su estudio sobre las revoluciones modernas, con el objetivo de plantear una aproximación a la Revolución mexicana que sea capaz de rastrear y rescatar una tradición de pensamiento y acción políticos revolucionarios enterrada bajo el peso tanto de la monumental narrativa aglutinadora y/u oficialista de la Revolución como del revisionismo social. Lo que aquí se presenta es, pues, un diagnóstico y un primer asomo de propuesta metodológica.

El déficit democrático en México

Independientemente de que lo reconozcamos como parte de una inevitable tercera ola huntingtoniana o como un intervalo de cambio de régimen político de naturaleza regional (González, 2008; Huntington, 1991; O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986), el proceso de democratización en México tiene, históricamente, sus expresiones más elaboradas en tres diferentes vertientes. La primera la conforman las reformas políticas y electorales que, desde 1977, han intentado liberalizar el sistema político a partir de la ampliación de los espacios legislativos de representación política, la asignación y fiscalización de financiamiento público y gasto de campañas y la garantía de acceso a medios para todos los partidos políticos (Córdova, 2010; Lujambio y Vives, 2000; Pacheco, 2003). Pero, posiblemente el principal instrumento de democratización electoral fue la ciudadanización y la descentralización tanto de la organización como de la vigilancia de los comicios que otorgaron funciones importantes a los consejos locales del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1996. (Ackerman, 2007; Lomelí, 2006; Martínez Assad, 1999).

Una segunda vertiente del proceso de democratización en México fue la federalización, que implicó, por ejemplo, la descentralización y modernización de la educación básica y normal, iniciada desde 1984, y también la federalización presupuestaria, mediante el Programa de Apoyos para el Fortalecimiento de las Entidades Federativas (PAFEF) que inició en 2001. Ambas modificaciones legales e institucionales reflejaban la importancia de disgregar la toma de decisiones sobre la planeación de los programas educativos y el ejercicio de presupuestos para la modernización educativa y de infraestructura (Arnaut, 1998; Guevara, 1992; Noriega, 1993).

Finalmente, la tercera vertiente es la de la “alternancia”, que pareció concretarse con la elección de Vicente Fox Quesada, en julio del año 2000 (Merino, 2003). El triunfo de una fuerza política distinta al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la elección presidencial no sólo vaticinaba el inicio de un sistema de competencia electoral más equitativa y transparente, sino también prometía la desarticulación de las redes corporativistas proveedoras de voto duro que hacen del favoritismo, el compadrazgo y la prebenda las características fundamentales de las elecciones en México. Los comicios del año 2000, escribía José Antonio Crespo en aquel entonces, marcaron “el fin definitivo del sistema de partido hegemónico, así como el principio de un régimen democrático” (Crespo, 2000: 44).

Sin embargo, las tres vertientes han alcanzado lo que parece ser su límite: la reforma político electoral de 2014 centralizó de nuevo la organización electoral en el ahora Instituto Nacional Electoral y, a pesar de abrir la puerta a candidaturas ciudadanas, continúa garantizando la preponderancia de los partidos políticos. Por su lado, la reforma educativa de 2012-2013 ha recentralizado el proceso de modernización educativa al crear el Sistema Nacional de Evaluación Educativa, reduciendo drásticamente la autonomía estatal en materia educativa. En ambos casos ineficacia, falta de transparencia y gravísimos grados de corrupción a nivel local han sido contrarrestados con un proceso de recentralización (DOF, 2013; 2014). Finalmente, en lo que respecta a la tercera vertiente, el fenómeno de la alternancia ha sido revertido no sólo con el triunfo del pri en las elecciones presidenciales de 2012, sino también con la continua preponderancia política de los partidos políticos y con la modernización y el reforzamiento de mecanismos de cooptación del voto. El triunfo de Vicente Fox en el año 2000 resultó ser sólo un cambio “de fachada” (Ugalde, 2016).

Lo realmente notable, sin embargo, no es que estas tres vertientes hayan alcanzado su límite, sino que ninguna de ellas incluya herramientas para asegurar una participación política activa y directa de los ciudadanos, en ninguno de los niveles de gobierno. El proceso de democratización ha carecido de un discurso y un proyecto que pongan sobre la mesa propuestas de participación política directa de la ciudadanía. Por el contrario, ahora el proceso atraviesa más por la centralización de la planeación, la ejecución y la fiscalización que por la creación de herramientas que faciliten a los ciudadanos un ejercicio de mayor participación y fiscalización tanto política como económica de los gobiernos municipales y estatales. Uno de los más claros ejemplos de este fenómeno es la Ley de Disciplina Financiera de las Entidades Federativas y los Municipios, promulgada en 2016, que tiene como objetivo controlar el exceso de endeudamiento regulando federalmente la deuda de entidades estatales y locales (DOF, 2016). Es imperante reiterar que centralizar ha sido la solución recurrente y errada a los retos de la irresponsabilidad, ineficiencia y corrupción gubernamental en México.

Frente a este fenómeno es importante preguntar, ¿por qué el proceso de democratización en México carece de un ánimo de generar las condiciones para un ejercicio más activo de la ciudadanía? ¿A qué se debe la falta de un discurso que proponga la creación espacios de participación directa a los ciudadanos para imponer mayor responsabilidad a los gobiernos locales? ¿Cuál es la razón por la que, frente a la irresponsabilidad política de gobiernos municipales y estatales, se recurre a centralizar la toma de decisiones en una remozada burocracia federal, en vez de proponer vías para una participación ciudadana activa en ciertos ámbitos de competencia local y estatal?

La ausencia de un discurso y tradición de participación ciudadana en nuestro país parece ser resultado de una combinación de desconfianza hacia el ciudadano y su capacidad de autoorganización política y la creencia en la necesidad de un gobierno fuerte y capaz de garantizar estabilidad y progreso. Esta combinación está contenida en la tradición posrevolucionaria en México, ya que la ideología e instituciones heredadas de la Revolución son radicalmente antidemocráticas en el sentido de que no recuperan, construyen ni conceden espacios para un ejercicio activo de la ciudadanía. Que la tradición posrevolucionaria en México no sea democrática no es una afirmación novedosa; es una constante en la literatura sobre transición democrática en México: el régimen desde el que nuestro país “transita” es consecuencia de la consolidación de la Revolución y se caracterizó por ser autoritario, altamente centralizado y de partido único o hegemónico (Aguilar, 2010; Córdova, 2010; Rodríguez, 1996; Woldenberg, 2012).

Sin embargo, cabe también preguntarse: ¿existió durante la Revolución mexicana un ideario que se concentrara en la libertad política y la ciudadanización de la política (lo que sea que esto haya significado en ese momento) y no meramente en solucionar los grandes problemas y desigualdades socioeconómicos? Si la respuesta es afirmativa, ¿quiénes enarbolaron dichas demandas políticas y cuáles fueron sus principales características?, ¿qué sucedió con ellos; fueron asesinados, relegados o simplemente incorporados práctica e ideológicamente al régimen posrevolucionario?, ¿existe suficiente contenido para exhumar una tradición política de la Revolución mexicana? También parece fundamental cuestionar si existieron organizaciones políticas espontáneas de participación directa durante la misma Revolución. En caso afirmativo, ¿cuáles fueron?, ¿bajo qué premisas se organizaron?

Rescatar y articular en forma de tradición tanto los proyectos políticos de libertad como las instancias de organización política espontánea y autónoma que existieron durante la revuelta revolucionaria -y que están ausentes de nuestro imaginario político- requiere de repensar la herencia de la Revolución mexicana a contrapelo, no sólo de la versión oficial que se ha dedicado a justificar el sistema político autoritario, centralista, patrimonialista que resultó de ella, sino también aquellas que han insistido en enfatizar su carácter “social”. Comprender qué sucedió con estos proyectos e instancias permitiría reconocer las razones de la limitación política de nuestra Revolución; al rastrearlos, rescatarlos y articularlos se dotaría de contenido al reclamo contemporáneo de mayor participación ciudadana en México.

Sobre las aproximaciones a la Revolución mexicana

La Revolución ha sido el objeto de estudio histórico por antonomasia en el México moderno. Ya sea con el fin de justificar y enaltecer una versión o un bando revolucionarios, con el de manufacturar una narrativa para legitimar la consolidación del régimen posrevolucionario, o para erosionar el monolito revolucionario con el estudio crítico de su versiones sociales, campesinas y locales, las historias de la Revolución mexicana ofrecen importantes perspectivas que permiten comprender el México de hoy y de ayer (Contreras, 2010; Córdova, 1973; Garciadiego, 2011; Silva, 1960; Womack, 2012). El imaginario político del México contemporáneo está construido en buena medida con los caudillos, las escaramuzas, los lemas, los traicionados y los vencedores que habitan esta historiografía revolucionaria.

La historiografía de la Revolución mexicana ha gozado de un enriquecedor debate y desarrollo; a grandes rasgos se pueden identificar cuatro etapas. La primera se caracteriza por ser básicamente una discusión entre protagonistas animada, como explica Álvaro Matute, “por el prurito de establecer una verdad, que era la verdad de su líder, corregir el error reconstructivo que estableció el antiguo enemigo, señalar que la verdadera Revolución era la suya y no la del otro” (Matute, 1993: 18). Durante esta etapa la idea de revolución era “asociada con cada revuelta. Así, leemos en documentos de la época que la “Revolución” es orozquista, cedillista, zapatista, carrancista, maderista, felicista, etcétera” (Anaya, 1995: 526). Una segunda etapa, que incluye las décadas de 1930 a 1950, se caracteriza por la necesidad del Estado mexicano de “ser la Revolución, encabezarla, realizarla, interpretarla, anatematizar a sus enemigos como contrarrevolucionarios”; en este segundo momento todo se vuelve un producto “de la Revolución, desde la electrificación hasta la cinematografía, desde la producción agrícola hasta la poesía. Nada que sea auténticamente mexicano deja de ser obra de la Revolución” (Matute, 1993: 21). En esta segunda etapa, la Revolución es caracterizada como nacional(ista), popular, antiimperialista, agrarista; su construcción histórica durante este periodo es sobre todo unitaria ya que el objetivo era “construir y socializar la idea de una Revolución”(Barrón, 2010: 21).

La construcción aglutinadora y sistematizada de la Revolución mexicana alcanza sus límites durante la década de 1960. La tercera etapa de esta historiografía se caracteriza por la crítica (el revisionismo) de la mitificación y telenovelización de la Revolución mexicana (Bartra, 1979). Por un lado, se presentan estudios que enfatizan el carácter burgués y cupular de la Revolución, mientras, por el otro, emergen análisis que recuperan las profundas raíces sociales (e incluso socialistas) que subyacen no sólo bajo la gesta revolucionaria sino también tras el entramado socioeconómico del régimen posrevolucionario. El revisionismo, pues, no sólo disgrega la Revolución mexicana, sino que la califica de inútil, inconclusa, o intervenida (Córdova, 1973; Gilly, 1994; Meyer, 1973; Semo, 1978; Ulloa, 1971).

En el cuarto periodo se encuentran los esfuerzos contemporáneos de contar el evento de la Revolución desde una pluralidad de ángulos: biografías, perspectivas regionales, culturales y/o de género. En este cuarto tiempo encontramos los trabajos de Friedrich Katz, Gabriela Cano y Thomas Benjamin, por mencionar sólo algunos. Aquí la Revolución presenta aristas personalizadas desde enfoques que consideran rebasado el pesado lastre ideológico de los primeros tres periodos. La multiplicidad de perspectivas no sólo contribuye a erosionar la unicidad de la Revolución mexicana, sino que también aporta fragmentos analíticos para un entendimiento más integral del evento que definió a nuestro país durante el siglo XX (Ávila, 1991; Benjamin y Wasserman, 1996; Cano, 1991; Contreras, 2010; Katz, 1998). Este periodo también incluye la llamada revisión del revisionismo en forma de una renovada urgencia de “síntesis [de] una nueva gran visión que pudiese dibujar un panorama nacional [...] tomando en cuenta el cúmulo de precisiones y matices analíticos que la producción revisionista había sacado a la luz del día” (Falcón, 1987: 344; Knight, 1990).

Además de la abundante historiografía, también existen múltiples estudios económicos (Basurto, 2010; Cerda, 1991; Ponce, 2010; Womack, 2012) y sociológicos de la Revolución (Horcasitas, 1976; Martínez Ríos, 1972; Nava, 1988; Ribera, 2010), los cuales han contribuido comprender las complejas condiciones imperantes durante el preludio, la contienda revolucionaria y su conclusión y/o consumación. Asimismo, abundan los estudios sobre diplomacia y política internacional en tiempos de la Revolución (Alperóvich y Rudenko, 1960; Flores Torres, 1996; Katz, 2004; Ulloa, 1971; Yankelevich, 2003), los cuales han escrutado el papel que los gobiernos extranjeros jugaron en el conflicto, en especial, aunque no exclusivamente, el estadounidense.

Sin embargo, el estudio de la herencia política de la Revolución mexicana sólo incluye múltiples análisis sobre el entramado institucional en la Constitución de 1917, sobre su ideología -burguesa y/o populista- y sobre su mitificación como programa de partido y de gobierno (Córdova, 1973; Esquivel, Ibarra y Salazar, 2017; González, 1961; Reséndiz, 2005). Ya sea soterrados bajo la cardinal relevancia social de la Revolución o reducidos a cenefa ideológica (en el sentido de un complejo de ideas que ha pasado de desafiar a mantener el orden existente), el carácter y contenido político de la Revolución no han sido recuperados y articulados. De manera que la centralidad de la libertad política, el reclamo de municipalidades con mayor autonomía y capacidad de decisión, y la imprescindible participación del ciudadano en lo público -las cuales fueron exigencias políticas presentes a lo largo del proceso revolucionario- se ahogaron bajo la necesidad no sólo de solucionar los profundos problemas socioeconómicos del país, sino también de “pacificarlo” y organizarlo institucionalmente. Aún más, las formas espontáneas de organización política revolucionaria -en forma de pueblos, clubes, y convenciones- han sido subordinadas a la figura unificadora del caudillo o consideradas solamente en función de su valor transicional. No se trata de contender o demeritar el trabajo realizado durante décadas por historiadores, economistas y sociólogos, sino de reconocer la deuda que los estudiosos de lo político tenemos en relación con nuestra Revolución.

¿Cuál es el sentido de buscar y analizar estas organizaciones políticas espontáneas y locales? ¿Qué importancia puede tener reconocer y articular el contenido político de la Revolución? Las siguientes páginas tienen el objetivo de presentar una evaluación crítica del análisis sobre revoluciones que realiza Hannah Arendt con la intención de utilizarlo como marco analítico. A diferencia de otros estudios sobre las revoluciones, el de Arendt se distingue por el rescate de lo que ella llama el “tesoro” o el “espíritu” revolucionario como instancia ejemplar de autoorganización política espontánea.

Hannah Arendt: el rescate y articulación del testamento político revolucionario

Para comprender los límites y alcances analíticos del trabajo de Arendt sobre revoluciones es preciso conocer el contexto teórico e histórico en el que éste se inscribe. Tanto La condición humana [1959] como Sobre la revolución [1963a] son resultado colateral de un estudio que Arendt emprendió en 1954, con el título tentativo de Los elementos totalitarios del marxismo cuyo objetivo era analizar los anclajes marxistas del totalitarismo soviético (Kohn, 2002: V-VI). Mientras exploraba la relación entre marxismo y la tradición política occidental, Arendt encontró un vínculo mucho más profundo entre el desarrollo moderno de nuestra tradición política y la devaluación de la acción (política), de los cuales el materialismo dialéctico y el totalitarismo son solamente sintomáticos. Es así como la categoría de acción obtuvo su centralidad en el esquema de actividades humanas que Arendt presenta en La condición humana; acción es la actividad que define lo humano y que corresponde a lo auténticamente político. Por otro lado, el análisis que Arendt realiza del marxismo y el régimen soviético -así como el impacto que produce en su pensamiento el caso de la revolución húngara (Arendt, 1958)- le lleva a explorar la definición de y las presupuestas similitudes entre las revoluciones modernas. El resultado, Sobre la revolución [1963a], reúne una colección de argumentos y debates sobre el concepto, la catástrofe y el tesoro perdido de las revoluciones y explora los casos emblemáticos estadounidense, francés y ruso. Como veremos más adelante, la aproximación arendtiana a las revoluciones involucra un tratamiento político de la historia que no solamente es crítico de los presupuestos contemporáneos sobre la revolución, sino que se propone rescatar su contenido político para articularlo en forma de testamento.

Baste señalar aquí que el pensamiento político de Hannah Arendt está anclado en dos conceptos centrales distintivos: la acción y el juicio, en donde sin duda acción es la categoría central. Es por esto que sus textos Los orígenes del totalitarismo [1951], La condición humana [1959] e incluso a su reporte sobre el juicio en Jerusalén de Adolf Eichmann [1963b] han atraído tanta atención. En contraste, su texto Sobre la revolución [1963a] ha sido enérgicamente criticado o simplemente ignorado; cuando fue publicado se encontró con feroces críticas, que lo acusaban tanto de no ser un verdadero trabajo de historiografía como de constituir una oda a la revolución estadounidense y considerar a la revolución rusa como un fracaso (Bullock, 1964; Hobsbawm, 1965; Horowitz, 1964). Las críticas que recibió el texto no fueron debidamente atendidas por Arendt debido a que fue publicado exactamente en 1963, año en que su reporte Eichmann en Jerusalén vio la luz (tanto en The New Yorker como en forma de libro). Responder las críticas y defenderse de ataques personales que recibió tras la publicación de su texto sobre Eichmann requirió de toda la atención de Arendt, quien, después de lo que argumentó en su reporte, dedicó buena parte de su tiempo a explorar la relación entre pensamiento y moral (1964; 1966). Así, Sobre la revolución pasó a un segundo plano y sólo resurgió a la atención de los estudiantes y académicos hasta finales de la década de 1960, durante las movilizaciones antibélicas estadounidenses (Young-Bruehl, 2004: 404).

Entonces, ¿por qué revisitar Sobre la revolución? Como mostraré en las siguientes páginas, a pesar de sus límites y de lo sinuoso de su lectura, el objetivo central de Arendt en esa obra es la recuperación y articulación narrativa de la acción política que en condiciones de libertad y espontaneidad fue ejercida en los comités revolucionarios modernos. Este rescate y articulación -en forma de testamento político- tiene la intención de dar un lugar preponderante a la acción política en la herencia política moderna y, con ello, posicionar un tipo de ciudadanía activa y participativa en el pensamiento político contemporáneo. Comencemos, sin embargo, señalando los límites y principales problemas del análisis de Arendt para, después, examinar los elementos metodológicamente rescatables.

Sobre la revolución es un texto desordenado y falto de cohesión, que abre demasiados frentes analíticos a la vez, sin tener la extensión o la disposición necesarias para lidiar con ellos. La “Introducción” no enuncia el objetivo central del texto ni explica los elementos que ha de rescatar de cada capítulo o su secuencia argumentativa, así que el lector se enfrenta a la exposición fragmentada de Arendt sin herramientas que faciliten su comprensión y dirección. Para colmo, el argumento central sobre la importancia del “espíritu revolucionario” y el fracaso de su preservación por parte de los revolucionarios se extravía tras una conclusión insuficiente, apresurada y en general contraproducente, en la que mastica la idea de la participación de una “élite auto-electa” en el espacio público ([1963a]: 13-28 y 456-464).

Obviamente, el tema más criticado del texto es la diatriba contra el papel que la cuestión social ha desempeñado en las revoluciones modernas. El capítulo “La cuestión social” es denso, enredado e inflamatorio, al criticar la idea comúnmente aceptada de que, por un lado, las revoluciones tienen el objetivo de modificar radicalmente las condiciones económicas de una sociedad y, por el otro, que el sujeto revolucionario por excelencia es el proletariado consciente y organizado o el pueblo como representación monolítica de los explotados, los pobres o, simplemente, los gobernados. Arendt intenta mostrar cómo es que la Revolución francesa, que comenzó (según el mismo Robespierre) con el objetivo de establecer el “despotismo de la libertad”, terminó en el sometimiento del “gobierno revolucionario a ‘la más sagrada de todas las leyes, el bienestar del pueblo, al más irrefragable de todos los títulos, la necesidad’” (Arendt, [1963a]: 42, 94). Para ella esto representó la claudicación de la instauración de un régimen centrado en la libertad política a favor de solucionar -por medios políticos- las condiciones de miseria en las que se encontraba el pueblo francés. Que el objetivo inicial de la revolución fuese político no es causa de asombro; tomó casi medio siglo, afirma Arendt, “para que la transformación de los Derechos del Hombre en derechos de los sans-culottes, la abdicación de la libertad ante el imperio de la necesidad, hallase su teórico” en Karl Marx ([1963a]: 95-96).

La posición de Arendt en relación con la “condición social” no es un tema aislado en su trabajo, sino un fragmento de su crítica general a la condición moderna de apoliticidad; esta condición corresponde a la erosión de la distinción entre la política y la economía característica del Estado-nación como organización administrativo-política moderna y al proceso de alienación del mundo, lo cual rebasa los límites del presente texto ([1959]: 38-48). Cabe destacar, sin embargo, que en Sobre la revolución Arendt dirige su crítica principalmente en contra de Rousseau y Marx. Por un lado, critica no sólo la conjetura rousseauniana que supone que el sentimiento de piedad derivado de la compasión es el fundamento pre-político e incluso pre-moral “de toda verdadera relación humana ‘natural’” -que justifica la rendición de la libertad al imperativo moral para resolver la miseria-, sino que también insiste en la falacia y la peligrosidad del principio aglutinador de la “voluntad general”- la cual profesa una unicidad antipolítica “que excluye, por naturaleza, todo proceso de confrontación de opiniones y el de su eventual concierto” (Arendt, [1963a]: 116-127). Por el otro lado, Arendt critica que Marx, con base en la filosofía de la historia del materialismo histórico, haya convertido a “la revolución” en un evento dialécticamente inevitable (modernizando el carácter natural, rotatorio e inexorable del sentido astronómico del concepto “revolución”: De revolutionibus orbium coelestium) y además haya convertido a la cuestión social, a las necesidades ligadas a la reproducción de la especie, en una fuerza política que justifica que la vida y su voraz circularidad invadan el espacio público, no sólo por la lógica de violencia que le es propia, sino porque todo y todos son reducidos así a un medio para su satisfacción ([1963a]: 92-101).

Estos importantes temas político-filosóficos en Sobre la revolución están velados tras la espesa opacidad de la distinción arendtiana entre lo social y lo político. Con la acuciosa intención de enfatizar la diferencia entre opinar, acordar y actuar en común acerca de “la-cosa-pública” y la mera “administración” (burocrática) de lo público (o común), Arendt presenta un concepto radical de política que presupone que todo intento de resolver la miseria (“cuestión social”) por medios políticos no sólo frustra toda fundación de un espacio político centrado en la libertad, sino que lo contamina con violencia -en el que debe prevalecer la persuasión (Galindo, 2005: 42-49). Muchas han sido las voces que se han sumado, con razones distintas y desde perspectivas diversas, a la crítica de la distinción arendtiana entre lo político y lo social (Benhabib, 2003; Bernstein, 1996; Miller, 1979). A pesar de ello y sin menospreciarles, es importante resolver la siguiente pregunta: ¿Es la relación entre la “cuestión social” y el fracaso de las revoluciones modernas el argumento central de Arendt en Sobre la revolución? ¿No será que su argumento en contra de la moralización compasiva de la revolución, del llamado nacionalista a la unicidad de la “voluntad general” del “pueblo” y de la histórica inexorabilidad de la revolución son sólo partes de un argumento mayor? ¿Cuál es, pues, el objetivo central de Sobre la revolución?

Aquellos que han intentado rescatar el texto de Sobre la revolución de los meros contornos de la obra de Arendt se han concentrado, de una u otra forma, en el elemento fundacional de la extraordinariedad de la acción política revolucionaria. Por ejemplo, Andreas Kalyvas, argumenta que el objetivo central del texto es articular “un modelo metódico, coherente y alternativo de política extraordinaria” a través de una “ambiciosa reconceptualización de la relación entre fundación constitucional, libertad política y política extraordinaria” (Kalyvas, 2008: 90-91). Por su parte, Albrecht Wellmer (2000) afirma que el objetivo de Arendt es enfatizar que lo “realmente revolucionario” es el intento “siempre fallido” de constitutio libertatis, es decir, la acción política que permanentemente fracasa en la fundación e institucionalización de un espacio político de libertad pública (Wellmer, 2000); mientras que, desde una perspectiva no muy lejana, Steve Buckler concentra su atención en el poder creativo -generativo- de la política y la contestabilidad de la libertad (Buckler, 2011: 123-124). Estas interpretaciones enfatizan lo extraordinario de la acción política revolucionaria ante el colapso institucional y rescatan el texto de Arendt como una herramienta teórica para entender las instancias de organización política espontánea características de las revoluciones modernas. Sin embargo, a pesar de la importancia que tiene la fundación constitucional con base en la ontología de la acción arendtiana y a pesar de la regularidad de la ausencia de fundación e institucionalización de un espacio de participación ciudadana, éstos no son los argumentos centrales del texto de Arendt.

Para comprender Sobre la revolución se debe comenzar con la pieza la clave: el Prefacio a Between Past and Future (Entre el pasado y el futuro), una compilación de, originalmente, seis ensayos, publicada en 1961 (Arendt, 1977)1. El texto con que abre esta recopilación es multicitado por contener una definición de “pensamiento” que Arendt desarrolla después, en el primer volumen de Life of the Mind (Bradshaw, 1989; Ring, 1997; Terada, 2004). Empero, dirijamos nuestra atención al elemento central del Prefacio: Arendt inicia el texto citando un aforismo de René Char: “Nuestra herencia no es precedida por un testamento” (“Notre héritage n’est précédé d’aucun testament”). Para Arendt este aforismo resume “la esencia de lo que cuatro años de participar en la Resistencia significó para toda una generación de escritores e intelectuales europeos” que, “sin premonición y probablemente sin una inclinación consciente [...] tuvo que participar y constituir ‘voluntariamente’ una esfera pública en la que [...] todos los asuntos públicos del país fueron tratados de hecho y palabra” (Arendt, 1977: 3). Este extraordinario espacio público, creado tras el colapso institucional de la Tercera República, no sobrevivió porque “ninguna tradición había previsto su aparición o su realización, porque ningún testamento lo había heredado para el futuro” (Arendt, 1977: 5-6, subrayado agregado). En otras palabras, ese espacio público espontáneo ha desaparecido porque: 1) no le precedió una narrativa que diera cuenta de su posibilidad y, 2) no hubo quien heredara y cuestionara, quien pensara sobre él y le recordara articulando así las experiencias de libertad y acción política allí vividas. Éste es precisamente el argumento central en el Prefacio.

Para Arendt el aforismo de René Char representa un llamado a la articulación de un testamento que provea de significado al espacio público espontáneo y “sin precedentes”, como en el que se encontraron actuando políticamente quienes participaron en la Resistencia. En relación con este llamado, Arendt sugiere, en el mismo Prefacio, que es necesario que alguien cuente la historia de las revoluciones

[...] en forma de una parábola como la narración sobre un antiguo tesoro que, bajo las más variadas condiciones, aparece de manera abrupta, inesperadamente, y desaparece de nuevo, bajo diferentes circunstancias, como si fuera fata morgana (Arendt, 1977: 5).

Es entonces aquí, en el Prefacio de Entre el pasado y el futuro, donde Arendt no sólo proyecta sino también justifica teóricamente su texto Sobre la revolución que, n el contexto del aforismo de Char, está destinado a ser su testamento político: lo que dejan en claro las palabras “Nuestra herencia no es precedida por un testamento” es la importancia de construir dicho testamento.

Por ello, no es una casualidad que el último capítulo de Sobre la revolución inicie con ese mismo aforismo y que dicho capítulo sea el central del texto, ya que es aquí donde Arendt presenta el caso del “tesoro perdido” de los consejos revolucionarios. Leer Sobre la revolución tomando como eje la búsqueda de lo que Arendt llama el “aspecto concreto de la revolución” -la aparición regular de consejos revolucionarios- permite una disección analítica que muestra cómo el texto tiene la finalidad de ser “la narración sobre [este] antiguo tesoro”. El objetivo central es recuperar no sólo las principales características políticas de los consejos revolucionarios sino, fundamentalmente, la existencia de dichos cuerpos políticos como “experiencias” pasadas a las que se puede recurrir para el reclamo moderno de la acción política. Vale aclarar, el objetivo de Arendt no es ser “científicamente objetiva” ni proponer una recuperación romántica de los comités revolucionarios, sino la articulación político-histórica de su existencia como prueba de la potencialidad contemporánea de la acción política.

La construcción narrativa sobre los consejos revolucionarios tiene tres pilares argumentativos. Arendt construye su argumento sobre cimentación teórica que ha presentado con anterioridad; es por ello que su análisis requiere de referencias al resto se su obra, que explicaremos aquí sin elaborar demasiado por límites de espacio y alcance del presente.

El primer pilar argumentativo es la definición política de libertad como participación en el debate y toma de decisión sobre asuntos públicos. Construyendo sobre la definición de acción que presenta en La condición humana y la definición de política que aparece en su Introducción a la política (2016), Arendt reclama una definición de revolución cuyo objetivo no es la abolición de la pobreza ni la transición de un medio de producción a otro, sino la fundación de la libertad (constitutio libertatis). La definición de libertad política como el auténtico objetivo de la revolución reconoce que “felicidad pública” significaba, para los revolucionarios estadounidenses y franceses, la participación en el poder público. Arendt cita el inicial entusiasmo y reconocimiento del valor político de las sociedades revolucionarias francesas, tanto de Robespierre como de Saint-Just, y también hace referencia al papel fundamental desempeñado por los consejos revolucionarios en el caso de Rusia, que Lenin reconoció en su consigna “todo el poder a los soviets”.

En este sentido, el objetivo de la revolución es la fundación de un espacio público en el que la ciudadanía es ejercida en forma de participación política directa, tal y como sucedió en los consejos. Desafortunadamente, explica Arendt:

[...] si la fundación era el propósito y fin de la revolución, entonces el espíritu revolucionario no era simplemente el espíritu de dar origen a algo nuevo, sino de poner en marcha algo permanente y duradero, [parecería] que no hay nada que amenace de modo más peligroso e intenso las adquisiciones de la revolución que el espíritu que les ha dado vida. ¿Será la libertad, en su más elevado sentido de libertad para la acción, el precio que debe pagarse por la fundación? (Arendt, [1963a]: 383-384).

El desenlace de los consejos revolucionarios fue similar en los casos francés y ruso:

El gobierno de terror de Robespierre no fue otra cosa que el intento de organizar a todo el pueblo francés en un único y gigantesco aparato de partido... gracias al cual el club jacobino tendería una red de células sobre toda Francia (Arendt, [1963a]: 408).

Por otro lado, en el caso de la revolución rusa, “el partido bolchevique cercenó y corrompió el sistema revolucionario de los sóviets exactamente con los mismos métodos” ya que los objetivos leninistas de “electrificación más sóviets” -que resumían la imperiosa necesidad tanto de una industrialización acelerada como de fortalecer a los comités de organización política local- fueron finalmente subyugados cuando el propio Lenin decidió que “sólo el partido bolchevique podría ser la única fuerza detrás de ambos, la electrificación y los soviets.” (Arendt, [1963a]: 102-103). De esta manera, la suerte de los consejos revolucionarios en Francia y Rusia fue dictada desde la cúspide de los partidos vencedores en su intento de unificar y organizar las fuerzas sociales nacionales.

El segundo pilar sobre el que Arendt construye su narración es la recurrencia y espontaneidad de los consejos revolucionarios. Enlista entonces las instancias en las que el “aspecto concreto” de la revolución aparece una y otra vez tras la Revolución francesa:

1870, cuando la capital francesa, asediada por el ejército prusiano “se reorganizó espontáneamente en un cuerpo federal en miniatura”, que formó después el núcleo de la Comuna de París en la primavera de 1871; 1905, cuando la oleada de huelgas espontáneas a través de Rusia determinó la formación espontánea de una dirección política al margen de todos los grupos y partidos revolucionarios, y los obreros de las fábricas se organizaron en consejos, sóviets, con el propósito de instituir un gobierno autónomo representativo; la Revolución de febrero de 1917 en Rusia, cuando “a pesar de existir diferentes tendencias políticas entre los trabajadores rusos, la organización, es decir, el sóviet, no se discutió”; 1918 y 1919 en Alemania, cuando, tras la derrota del ejército, soldados y obreros, en abierta rebelión, se constituyeron en Arbeiter und Soldatenräte y exigieron, en Berlín, que este Rätesystem fuese la clave de la nueva constitución alemana y establecieron [...] la Räterepublik bávara que tan corta vida tuvo; la última fecha es, en fin, el otoño de 1956, cuando la Revolución húngara dio nacimiento desde el principio al sistema de consejos de Budapest, desde donde se propagó por todo el país “con rapidez increíble” (Arendt, [1963a]: 433-434).

La recurrente aparición de estas formas autónomas de organización popular atrapa la atención de Arendt y la conduce tanto a valorar su relevancia política como a explorar las razones por las que no han sido rescatadas sistemáticamente en los estudios de las revoluciones. Que los consejos aparezcan una y otra vez en el contexto de las revoluciones modernas es suficientemente sugestivo como para emprender su rescate, pero lo que llama aún más la atención de Arendt es el carácter espontáneo de los consejos. El énfasis que ella pone sobre dicha espontaneidad tiene correspondencia directa con el concepto de “espontaneidad potencial” que es central en la noción de autenticidad que propone Karl Jaspers y con el que Arendt concurre: en situaciones límite “el hombre como espontaneidad potencial rechaza la noción de sí mismo como un mero resultado” (Arendt, 1994: 183; Jaspers, 2003: 17-26). Sin embargo, Arendt no ofrece definición alguna de su concepto de espontaneidad; sólo se puede derivar -de lo que expresa en La condición humana- que espontaneidad es lo contrario a lo necesario, lo socialmente requerido, lo lógicamente subsecuente, o la conducta promedio. Para Arendt la acción es espontánea porque no es instintiva, no es predeterminada y no es instrumental ([1959]: 202, 250-251). Es en este sentido que Arendt llama espontáneos a los comités revolucionarios, ya que éstos contradicen “de modo evidente y flagrante ‘el modelo de revolución [teórico] del siglo XX, planeada, preparada y ejecutada casi con exactitud científica por los revolucionarios profesionales’” (Arendt, [1963a]: 434435). Los comités revolucionarios “surgieron como órganos espontáneos del pueblo, no sólo al margen de todo partido revolucionario, sino en forma inesperada para ellos y sus líderes” ([1963a]: 412). Al subrayar la espontaneidad de los consejos revolucionarios Arendt desafía el carácter dialéctico e inexorable -como “resultado de una fuerza irresistible”- que el materialismo histórico asigna a la revolución; también dispone de estos consejos como instancias ejemplares de acción política que contradicen a quienes insisten, primero, en que el colapso institucional del Estado-nación sólo puede resultar en irredimible anarquismo y, segundo, en que no existe alternativa organizacional al mismo Estado (moderno y burocrático).

El tercer y último pilar argumentativo en la narración sobre los consejos revolucionarios es la crítica de Arendt al Estado-nación. Desde su argumento, primero, sobre la función del Estado-nación en el imperialismo y, segundo, en contra de la socialización del espacio público (en Los orígenes del totalitarismo y La condición humana, respectivamente), Arendt sostiene que el Estado ha vuelto al espacio público una función de lo privado, “en donde lo único que la gente tiene en común es su interés privado”, lo cual ha reducido la política a mera “administración” e inaugurado el gobierno “de nadie”. Para Arendt el Estado es una organización social que encarna un oikos gigantesco, un “colectivo de familias económicamente organizadas en el facsímil de una familia super-humana que llamamos ‘sociedad’ y su forma política de organización denominada ‘nación’” ([1959]: 42, 42 n. 14, 51, 74-75). En otras palabras, el Estado-nación es una macro-familia cuya administración se comisiona al gobierno de nadie, a una masa sin identidad ni personalidad (burocracia), que no sólo monopoliza el uso legítimo de la violencia (tal y como lo monopolizaba el amo en la antigüedad), sino que facilita la emancipación política de la burguesía (Arendt, [1951]). La característica fundamental del Estado-nación burocrático es precisamente, en este sentido, la exclusión de la acción política. Frente a esta despolitización, Arendt retoma el proyecto jefersoniano de pequeñas repúblicas (ward republics) y propone la deconstrucción fragmentaria del Estado. Estas pequeñas repúblicas estarían construidas sobre una definición pública de libertad, es decir, sobre la participación políticamente igualitaria de los individuos, que garantizaría que “‘todo hombre [en el] Estado’ pudiese llegar a ser ‘un miembro activo del gobierno común, ejerciendo personalmente una gran parte de sus derechos y deberes”. Esquemáticamente, estas repúblicas distritales estarían organizadas en una “‘gradación escalonada de autoridades’” confederadas con autoridad ascendiente. A Arendt le asombra

[La] aparición regular, durante el curso de la Revolución, de una forma nueva de gobierno que se parecía [...] al sistema de distritos de Jefferson y parecía reproducir, cualesquiera que fuesen las circunstancias, las sociedades revolucionarias y los concejos municipales que se habían propagado por toda Francia después de 1789 (Arendt, [1963a]: 422).

Pero le asombra más que las propuestas de Jefferson hayan sido “totalmente descuidad[a]s por políticos, historiadores, teóricos de la política y [...] por la tradición revolucionaria” y que los historiadores y estudiosos de las revoluciones hayan reducido los consejos revolucionarios a “órganos de naturaleza temporal en la lucha [...] por la liberación” ([1963a]: 412, 418).

Arendt sugiere que los recurrentes y espontáneos consejos revolucionarios han sido no sólo los espacios auténticamente revolucionarios en donde los ciudadanos participaron de manera libre e igualitaria, sino también ejemplos históricos alternativos al de la sociedad de masas, enfundada en formaciones político-nacionales; es posible, explicó en algún momento, que un sistema de consejos (en la forma de pequeñas repúblicas) “contenga los remedios contra la sociedad de masas” (Bernstein, 1996: 132-133).

Los tres pilares argumentativos sobre los que Arendt construye su rescate narrativo de los consejos revolucionarios están anclados en una aproximación política a la historia focalizada en una noción existencialista de tradición. Arendt analiza las diferencias entre la historia antigua y moderna y explica que la primera, tal y como lo afirma Herodoto en su historia de las Guerras Persas, tiene como objetivo la “preservación de aquello que le debe su existencia al hombre” para evitar que sea suprimido de la memoria. Antes de su concepción moderna y de convertirse en una disciplina académica (a principios del siglo XVII), la historia tiene una función articuladora de tradición, es decir, articula el “hilo conductor a través del pasado y el vínculo al cual, conscientemente o no, cada nueva generación está atada en su comprensión del mundo y de su experiencia propia” (Arendt, 1977: 25). A diferencia de la historia natural, la historia (humana) era una compilación de eventos significativos, es decir, de eventos que interrumpen con su excepcionalidad lo ordinario y circular del tiempo natural:

[...] lo que nos es difícil entender es que los grandes hechos de los que son capaces los mortales y que se convierten en el objeto de la narrativa, no son considerados partes de un todo integral o de un proceso; muy al contrario, el énfasis se encontraba siempre en instancias y eventos singulares. Estas instancias, hechos y eventos interrumpen el movimiento circular de la vida diaria en el mismo sentido en que el bios rectilíneo de los mortales interrumpe el movimiento circular de la vida biológica. El objeto de interés de la historia son estas interrupciones -en otras palabras, lo extraordinario (Arendt, 1977: 42-43).

Y no es sólo el rescate de la significación de las instancias históricas individuales; Arendt también intenta rescatar un sentido de “objetividad” (pre-académica) ligada a la imparcialidad en Homero, Herodoto y Tucídides, la cual no sólo “descarta la alternativa entre victoria y derrota” (lo que permite “preconizar la gloria de Héctor no menos que la grandeza de Aquiles”), sino que reconoce que la realidad es accesible solamente de manera intersubjetiva, es decir, a través de “ver al mismo mundo desde una perspectiva mutua, para ver lo mismo desde muy diferentes y frecuentemente opuestos puntos de vista” (Arendt, 1977: 51).

Arendt, entonces, desafía la noción moderna de historia en la que, desde Hegel:

[...] la continuidad histórica substituyó a la tradición; a través de ésta, una enorme masa de los valores más divergentes, los pensamientos más contradictorios y autoridades en conflicto -que de alguna manera habían funcionado juntas- fueron reducidas a un desarrollo rectilíneo dialécticamente consistente especialmente diseñado para repudiar no la tradición sino la autoridad de toda tradición (Arendt, 1977: 28).

En la modernidad, acusa Arendt, cada entidad individual, cada instancia y evento particular es degradado a una “función del proceso total”; en el concepto moderno de historia:

[La] permanencia es garantizada por un proceso en movimiento [...] que sugiere que las acciones de los hombres están guiadas por algo de que no son necesariamente conscientes y que no encuentra expresión directa en la acción misma (Arendt, 1977: 75, 82).

De cara a esta idea moderna de historia Arendt propone y se dispone a realizar, en Sobre la revolución, el rescate de instancias individuales (los consejos revolucionarios) proveyéndoles de significación e importancia para evitar reducir, por un lado, la acción de aquellos quienes participaron a una mera reacción mecánica determinada por las condiciones históricas y, por el otro, el cuerpo político organizado de manera espontánea a un segmento instrumental de un proceso histórico. Arendt, sin embargo, no pretende construir una tradición allí y ahora, en las páginas de Sobre la revolución; su intención es “destilar” la experiencia política de los consejos revolucionarios y utilizarla como sustento histórico y teórico para la formulación general de una ciudadanía de participación directa.

Desde la perspectiva que presenta Arendt, las revoluciones no fracasaron simplemente al no fundar sistemas políticos republicanos que garantizaran a todos los ciudadanos el espacio público necesario para el ejercicio de libertad política. El mayor fracaso de las revoluciones modernas ha sido la obliteración de su “tesoro”, de su “aspecto concreto”, es decir, del olvido y falta de articulación -en forma de tradición revolucionaria- de la espontánea organización política que aparece recurrentemente en periodos en los que muchos suponen sólo pueden reinar el caos y la anarquía que justifican el monopolio de la violencia en el Estado. Todas las revoluciones, incluida la estadounidense, han fracasado en este sentido, pero la crítica de Arendt no tiene como objetivo central descalificar las revoluciones modernas; el objetivo es entender las consecuencias del fracaso de articular las experiencias de libertad política de los comités revolucionarios.

Desde la perspectiva arendtiana, la consecuencia más importante del fracaso de instituir espacios y formas de participación política directa es la herencia de una narrativa política poco participativa que no sólo perpetúa una concentración extraordinaria de la riqueza, sino también preserva gobiernos políticamente irresponsables y mantiene a los individuos políticamente desempoderados, dependientes de formas corporativas de participación política. Arendt propone, pues, recuperar el carácter auténticamente político de las revoluciones a través del rescate de las experiencias de autoorganización política, características de las sociedades populares francesas, los sóviets rusos y los räte alemanes. El objetivo último es estimular la articulación de una tradición política contemporánea cuyo eje sea la libertad y la acción política. La crítica de Arendt es, en este sentido, al fracaso que representa la negligencia de recordar y articular “el espíritu revolucionario” de aquellos comités en forma de un legado político que desmienta la imposibilidad de autoorganización política de carácter espontánea, libre, plural y en condiciones de igualdad.

La reinterpretación crítica del concepto de revolución y la reclamación que realiza Arendt de las experiencias de libertad y espontaneidad experimentadas en los concejos revolucionarios son hechas desde una perspectiva “polémica” y “espacial”, es decir, desde una “permanente parcialidad vigilante [...] que siempre está enmarcada [...] en términos de la relación de los hombres con su mundo, en términos de sus posiciones y opiniones” (Arendt, 1968: 3-31, 71-80). El estudio de Arendt sobre las revoluciones reconoce el fracaso tanto de la tradición filosófica occidental como de los regímenes posrevolucionarios y, por lo tanto, se lanza en busca de experiencias políticamente relevantes y significativas para la recuperación contemporánea (polémica y espacial) de la acción política. El ejercicio narrativo de Arendt convierte al tiempo en una yuxtaposición espacial en la que la causalidad histórica y el determinismo son remplazados por el asombro (thaumazein) ante la recurrente y espontánea organización política horizontal y apartidista en los consejos y sus posibles implicaciones. Arendt nunca somete la importancia de tales recurrencias a la lógica de un proceso histórico totalizador, sino que, al contrario, la interpreta como una suerte de tipo-ideal que substancia la posibilidad contemporánea de rescate de la acción política. Al enfatizar la relevancia política de los atributos particulares de los consejos, Arendt enfatiza el carácter polémico de su propio trabajo; ni la objetividad histórica ni la aplicabilidad técnica están entre sus objetivos. En este sentido, Sobre la revolución, como testamento político, es la expresión de una forma de pensamiento político que ni desestima ni instrumentaliza al mundo con el objetivo de salvar a la filosofía. El desafío de Arendt a la filosofía política, que busca entender la política por amor-al-conocimiento, se concreta en Sobre la revolución como su más elaborado ejercicio de amor-mundi político, que busca entender la política por amor-al-mundo.

Sobre la revolución, es importante insistir, es una intricada invitación a repensar por completo nuestra idea de lo político; es un intento de ubicar libertad, espontaneidad y participación directa al centro de nuestra imaginación política. Porque el dilema que Arendt reconoce es la ausencia de una narrativa acerca de la recurrencia de los consejos revolucionarios y, por lo tanto, que las apariciones posteriores de estos espacios públicos de libertad no han sido precedidas por un testamento. Para Arendt recuperar el espíritu revolucionario experimentado en los consejos es un intento de anhelar en el futuro la actualización de la participación política directa experimentada en los consejos; el objetivo último es recuperar la importancia de los consejos a través de sugerir la construcción de una tradición contemporánea que dé preeminencia a la acción política sobre la inevitabilidad histórica.

Sobre el rescate y articulación de la herencia política revolucionaria

El estudio de Arendt sobre las revoluciones modernas ofrece una perspectiva que invita a repensar los eventos revolucionarios a la luz de la organización política esporádica que sucede en condiciones de vacío institucional. Dicha perspectiva implica, primero, una concepción de la acción política sustentada sobre la participación directa del ciudadano en los asuntos públicos (que Arendt llama libertad política); segundo, el reconocimiento de que la conformación de los espacios públicos durante las revoluciones no han respondido ni al mandato ni al programa tanto de partidos políticos como de revolucionarios profesionales (muy al contrario, los partidos políticos terminaron coaccionando y sojuzgando estos espacios) y, tercero, que la conformación del Estado-nación ha requerido, de una forma u otra, la limitación o total ausencia de espacios locales de participación política directa, plural y efectiva. Desde esta óptica, el rescate y articulación de la relevancia de los consejos revolucionarios tiene como objetivo dotar de significación histórica a la revolución sin reducirla a su fase de lucha armada ni a su contenido “social”, sino, muy por el contrario, enfatizando el carácter político de su “aspecto concreto” y recurrente. El rescate del carácter político de las revoluciones que realiza Arendt involucra dos análisis distintos: por un lado, realiza el estudio del discurso revolucionario en búsqueda de elementos políticos que transmutaron (o no) en elementos “sociales” y, por el otro, examina la conformación, características y suerte de los consejos, con la intención de reivindicar la experiencia política allí vivida.

El trabajo de Arendt sobre acción política y comités revolucionarios provee no solamente de un marco mínimo, sino también un esquema de búsqueda, rescate y articulación de aquellos proyectos de libertad política e instancias de organización política espontánea durante la Revolución mexicana en forma de herencia política. Por ello se propone, usando como referente la crítica e interpretación de las revoluciones modernas hechas por Arendt, reconsiderar la ausencia de una tradición política de ciudadanía activa en México a partir de: primero, buscar y rescatar -de existir- el proscrito legado político de la Revolución mexicana examinando tanto las expresiones intelectuales que pusieron énfasis en la acción política ciudadana como las instancias en que ciudadanos, en oposición o desafío al régimen, se hayan organizado y actuado políticamente de manera espontánea y, segundo, analizar y reconocer las consecuencias y altos costos políticos tanto del triunfalismo como del énfasis sobre el carácter “social” de nuestra revolución.

Esta propuesta no parte de un vacío analítico absoluto, sino que se construye sobre la base de lo que distintos estudios sobre la revolución mexicana han indicado sin elaborar. Por ejemplo, Jesús Silva Herzog declara sin considerar las posibles implicaciones: “es interesante observar cómo lentamente, entre los grupos revolucionarios, las aspiraciones políticas se iban subordinando a las de carácter económico y social” (Silva Herzog, 1960, en especial, cap.vi, subrayado agregado). Moisés González Navarro afirma que, antes de convertirse en una revolución “fundamentalmente agraria”, existió un proyecto de “renovación política” propuesta por Calero, Vázquez, Moheno y Madero en los años finales del porfiriato. (González Navarro, 1961: 629). Sin enfatizar una u otra o dar mayor explicación, Arnaldo Córdova ofrece una distinción entre “la época de la revolución política” y “la era de la revolución social”. (Córdova, 1973: 24). Incluso Alan Knight, quien reconoce que existió un elemento político (“democrático”), aduce que el “contenido discursivo” y el “proyecto” de la Revolución mexicana están concentrados en “reforma agraria y laboral, indigenismo, educación y nacionalismo económico” (Knight, 2010: 228). Entonces, parece pertinente preguntar: ¿cómo fue subordinada la “revolución política”?, ¿cuáles eran las “aspiraciones políticas” de los revolucionarios mexicanos?, ¿qué incluían y cómo estaban articulados esos proyectos de “renovación política”?, ¿cómo imaginaron políticamente a un México postrevolucionario?

Contestar estas preguntas no requiere ni involucra desacreditar el contenido o las conquistas sociales de la Revolución mexicana; no se trata de desplazar a la revolución social con una política. Rescatar y articular el contenido político revolucionario permitiría reconocer aquellos proyectos y aspiraciones que fueron o no retomados en la ingeniería legal e institucional posrevolucionaria y que están por ello ausentes de la herencia recibida. A Arendt, quien critica vehementemente la renuncia de la fundación de la libertad por el intento de resolver las necesidades sociales, hay que tomarle la palabra al pie de la letra cuando reconoce -hacia el final del capítulo sobre la cuestión social- “el hecho de que la liberación de la necesidad, debido a su urgencia, preceda siempre a la construcción de la libertad” (Arendt, [1963a]: 177). Si esto es cierto, a pesar de haber subordinado las aspiraciones políticas a las sociales, posiblemente la Revolución mexicana fue un proceso más o menos exitoso en cuanto a la “liberación de la necesidad” y ahora, a un siglo de distancia, resulta relevante reconocer su fracaso en fundar espacios para el ejercicio de una ciudadanía activa y responsable. Si la Revolución no “nos ha hecho justicia” no es sólo porque no cumplió con todas sus promesas de cambio social y económico, sino porque nos heredó un sistema autoritario y clientelista que debe ser modificado. Un primer paso es, aquí se sugiere, desenterrar el contenido político de la Revolución mexicana.

Es entonces relevante recuperar y articular textos y discursos tanto de críticos al régimen de Porfirio Díaz, como de protagonistas del periodo revolucionario, tales como Ricardo Flores Magón, Librado Ribera, Juan Sarabia, Antonio I. Villareal, Manuel Sarabia, Rosalío Bustamante, José Vasconcelos, Aquiles Serdán, Cosío Robelo y Robles Domínguez. Escrutar las principales características del pensamiento político revolucionario mexicano y sus límites permitirán identificar las expectativas de refundación de la república y de libertad política que existían durante periodo revolucionario. Esto no significa que la Revolución haya tenido “grandes padres fundadores intelectuales” ni “philosophes mexicanos” -en eso puede tener razón Alan Knight (2010: 228)-, sino reconocer que existían proyectos de “renovación política” que permanecen sepultados bajo la considerable importancia de la “revolución social” y que probablemente resultaron vencidos, primero, en los campos de batalla y, segundo, en los debates convencional y constitucionalistas.

Una interpretación crítica de la herencia auténticamente política de la Revolución mexicana requiere explorar tanto las expresiones ideológicas como las posibles experiencias de auto-organización política que durante el movimiento revolucionario (especialmente en el periodo inicial) enfatizaron tanto la libertad política como la generación de espacios para la acción política ciudadana. Entre estos espacios de acción política ciudadana se encuentran el Círculo Liberal Ponciano Arriaga, el Gran Círculo de Obreros Libres, el Club Liberal Benito Juárez y el Centro Organizador del Partido Democrático, por citar sólo unos ejemplos. Identificar y recuperar esas experiencias políticas pueden ser los cimientos que una renovada narrativa mexicana de democratización requiere. Parafraseando a Arendt, se necesita quien herede, cuestione y recupere las experiencias de libertad y acción vividas durante la Revolución mexicana.

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1 Hacemos uso de la versión original en inglés debido a las deficiencias que presenta la traducción al español disponible.

2Este artículo es resultado del trabajo realizado durante mi estancia de investigación posdoctoral en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Recibido: 09 de Septiembre de 2017; Aprobado: 02 de Febrero de 2018

Amando Basurto Salazar es doctor en Política por la New School for Social Research y maestro en Estudios en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es profesor en el Posgrado de Ciencia Política de la Universidad de Guadalajara. Su trabajo incluye exploraciones de las intersecciones entre teoría política y política internacional, con énfasis en la política estadounidense, y estudios sobre una ciudadanía activa desde una perspectiva arendtiana. Publicaciones recientes: “Hannah Arendt’s Kantian Socrates: Moral and Political Judging” (en Michelangelo Bovero, ed., Teoría política, 2016); “‘Politics and law’ in Hannah Arendt’s oeuvre” (en Michelangelo Bovero, ed., Teoría política, 2013); “Genealogía mínima de la ‘democracia’ hegemónica estadounidense” (en José Luis Orozco, Democracia fallida, seguridad fallida, 2011).

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