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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.63 no.234 Ciudad de México sep./dic. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65792 

Sociedad y cultura en México: el movimiento

Los años sesenta en México: la gestación del movimiento social de 1968

The 1960s in Mexico: The Incubation of the 1968 Social Movement

Ricardo Pozas Horcasitas1 

1Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <pozashr@yahoo.com.mx>.


Resumen

En este artículo el autor plantea como hipótesis explicativa del movimiento social estudiantil de 1968 su condición modernizadora de la política a partir del cambio social y de la violencia que esta presión transformadora desencadenó en su contra, por parte de las coaliciones gobernantes, desde el inicio de las manifestaciones callejeras del 26 de julio hasta el 2 de octubre, fecha en la que el gobierno encabezado por el presidente Gustavo Díaz Ordaz ordenó la matanza de los estudiantes opositores a las instituciones del Estado, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en el centro de la Ciudad de México.

Palabras clave: 1968; movimiento estudiantil; Guerra Fría; Gustavo Díaz Ordaz; XIX Olimpiadas; violencia política; movimientos sociales; México

Abstract

In this article the author puts forward as an explanatory hypothesis of the 1968 student social movement its political modernizing capacity as a result of social change and the violence that this transformative pressure unleashed against it, on the part of the governing coalitions, since the beginning of the street demonstrations from July 26 until October 2, when the government led by President Gustavo Díaz Ordaz ordered the killing of students opposed to state institutions, at the Plaza de las Tres Culturas, in Tlatelolco, in Mexico City’s downtown.

Keywords: 1968; student movement; Cold War; Gustavo Díaz Ordaz; 19th Olympic Games; political violence; social movements; Mexico

“El movimiento estudiantil es una ‘algarada sin importancia’”

Presidente Gustavo Díaz Ordaz (1968)

Introducción

En México, el movimiento social de los estudiantes de educación media y superior en 1968 condensa un proceso de cambios estructurales y sistémicos iniciados a finales de la década de 1950. A pesar de que los procesos son un continuum en el tiempo social, siempre desembocan en fechas, en años densos, en tiempos concentrados que quiebran los siglos en años y sobre los cuales se levantan sus mitos.

El siglo corto que fue el XX (Hobsbawm, 1998: 15-21), ése que empieza en 1914 y termina en 1989, en esa intensidad de 77 años que inicia con la Gran Guerra y sus horrores y continuaría dibujando su rostro con desmesura y atrocidades, destruyendo individuos, grupos y naturaleza, es el siglo de masas y de horrores masivos. Años de lo incierto que terminarán en lo insólito, en la caída de un muro edificado sobre el exceso y el control, cuyo derrumbe aplastara a los dos bloques que le servían de cimientos. Bloques armados desde la guerra y para la batalla, que dieron forma a la Guerra Fría con fronteras calientes y en la cual los grupos de poder militar de ambos lados (los llamados “halcones”) llegaron a acumular 30 mil cabezas nucleares (Nouschi, 1999: 295) (con 10% hubiera sido suficiente para extinguir el planeta), confirmando el sino del siglo XX como el siglo de la guerra industrializada.

El bloque comunista se armó para la guerra y cayó sin un disparo, sin ninguna batalla, lo absorbió el hueco que llevaba dentro, oquedad horadada en su interior por la nomenklatura que durante 70 años de ceguera, de autorreferencialidad dogmática y de complicidad burocrática se mantuvo montada sobre el terror. Élite que fue incapaz de ver y oír lo que desde 1956 le gritaban los estudiantes desde Budapest -e incluso antes- hasta 1968 en Berlín y la “Primavera de Praga”. Sorda, como todas las élites que heredan y se reparten las instituciones sin ganarlas todos los días en la búsqueda de la legitimidad con el ejercicio del gobierno, sin acreditarse socialmente y recurriendo cada vez más a la violencia de Estado como uso único -y no extremo-, sólo para desgastar a las instituciones frente a la sociedad.

Veinte años después, el peso de los desoídos tumbará los muros y enterrará las utopías muertas, haciendo inútiles, en la representación social para el gobierno del Estado, a los partidos únicos, monopólicos y excluyentes, no competitivos entre iguales. Entre 1988 y 1989 será imposible contener dentro de un régimen político vertical la efervescencia de lo que ya cambió: lo nuevo de la sociedad que se mostró en 1968 al confrontar el pasado político en el ejercicio del poder institucional, contestación que se consolidó en las dos décadas siguientes, al emerger nuevas formas de organización civil y política, dando los contenidos de la democracia posible. Se inicia el cambio, el tránsito: “la transición”.

El 68 mexicano fue, como los otros nueve movimientos sociales con actores políticos estudiantiles,1 el punto de llegada y de partida: uno de los quiebres significativos del intenso siglo XX cuyos efectos permanecerán durante los siguientes 30 años. Este movimiento social tuvo como constantes la crítica y la contestación a las formas de autoridad social y política establecida, y como sentido de la acción política, un llamado a la libertad y su necesario contenido utópico, el llamado joven que produjo la respuesta violenta: la represión del gobierno. La respuesta violenta en contra de los jóvenes estudiantes fue la acción de gobierno que detona el movimiento social, violencia que se mantiene como la constante a lo largo del movimiento hasta el final, con la masacre escenificada en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. La violencia como respuesta política que detona el movimiento social y lo reproduce a lo largo del tiempo político construye la evidencia de un régimen de gobierno que ha agotado la política, la negociación y la necesidad del consenso social que lo sustenta.

A partir de 1970, el nuevo gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien fuera Secretario de Gobernación del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, promovió lo que llamó la “apertura democrática”, que derivó en la democracia restringida y regulada en el sistema político de partidos, con el Partido Revolucionario Institucional (PRI) como partido hegemónico a lo largo de 30 años, y que dejaría de serlo hasta el 2000, cuando por primera vez pierde la Presidencia de la República, culminando así uno de los objetivos de la transición democrática iniciada en 1994.

México en la década de 1960

En México, la década de 1960 es, como en todo el mundo, un periodo de intensa transformación de la sociedad como resultado de un crecimiento económico, demográfico y urbano constantes, cambio que produce una creciente diversidad en la organización social y engendra innovación en la cultura intelectual, estética y política. Estos cambios fueron el fruto de las políticas económicas y sociales del régimen de la Revolución mexicana que se conjugaron con la tendencia mundial del Estado de bienestar (Welfare State) y llega a su límite político al final de los años sesenta y principio de los setenta, según los tiempos nacionales de cada país.

El cambio social operado en la década de 1960 fue resultado del crecimiento con estabilidad macroeconómica, baja inflación y un tipo de cambio estable, iniciado durante el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) y consolidado en el periodo de Adolfo López Mateos (1958-1964), sexenio durante el cual el crecimiento del PIB anual promedio fue de 6.73%, con una inflación de 2.28%, condiciones de crecimiento que se sostienen durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), en el cual el PIB creció 6.84%, el más alto en la historia del país, con una inflación de sólo 2.76% y un tipo de cambio nominal de 12.50 por dólar y que se mantendría durante 12 años (Ortiz, 2000: 50). Este periodo de 12 años se conoce como de “desarrollo estabilizador” y es la primera vez que aparece una política económica transexenal, sin la diferenciación en el diseño de la política económica de los periodos presidenciales. Este lapso de la historia económica está míticamente ligado a la figura del Secretario de Hacienda, Antonio Ortiz Mena, quien le pone nombre a la política económica2 y la dirige durante la década de 1960. Este periodo aparece como el más exitoso de la tecnocracia económica en la historia del país y el Secretario de Hacienda como el fundador de una genealogía que cubrirá la segunda mitad del siglo XX y lo traspondrá.

El modelo mexicano de desarrollo, instrumentado entre 1958 y 1970, fue impulsado por un Estado fuerte, interventor, proteccionista y altamente regulador, con políticas públicas de inversión en infraestructura y bienes de capital. Entre 1959 y 1970 el gasto del gobierno federal en promoción industrial y fomento comercial creció 158% y el gasto en comunicación y transporte tuvo un incremento de 100% (Ortiz, 2000: 173). Durante esos doce años, los distintos sectores de la economía tuvieron un incremento significativo: la electricidad mostró un crecimiento real de 12.83%; el comercio, el transporte y las comunicaciones, 6.03%; el sector manufacturero, 9.11%, a través del modelo de sustitución de importaciones y crecimiento del mercado interno; los servicios se elevaron 6.65%; la construcción 8.48%; la minería, 6.81%; siendo la agricultura el sector económico con más bajo crecimiento: apenas 3.28% (Ortiz, 2000: 55).

El modelo de industrialización centralizado, que se intensificó en la posguerra, se concentró en México principalmente en tres áreas urbano-industriales del país y coincidió nacionalmente con el gobierno de Miguel Alemán Valdés (1946-1952). Este modelo subordinó el sector agrario en favor del industrial y del comercial, disminuyendo la inversión y aumentando la pobreza que, aunada al incremento poblacional, hizo ineficiente el volumen de reparto en amplios sectores sociales del campo. Esta precariedad creciente se expresó en la migración intensa durante la década y el surgimiento de la violencia política, lo que dio origen a las primeras guerrillas de carácter rural de la época posrevolucionaria.

El crecimiento urbano industrial fue estimulado por el aumento de la demanda externa, lo cual elevó la producción de la planta industrial instalada y estimuló la creación de nuevas empresas. Este impulso estuvo dado desde finales de los años treinta, por la Segunda Guerra Mundial, hasta los años cincuenta por la guerra de Corea (1950-1953), que hace que:

[… ] el número de establecimientos industriales pase de 13 500 en 1940, con 341 000 obreros a 75 000 establecimientos en 1955 con 341 000 trabajadores fabriles. Terminada la Guerra de Corea las necesidades norteamericanas vuelven a la normalidad y en la economía mexicana se registran cambios, el ritmo de crecimiento de las empresas continúa hasta llegar a 136 000 en 1965, no obstante -según el Censo Industrial- el número de obreros se mantiene estacionario en 1 200 000 (Basurto, 1980: 62-64).

A partir de 1960 inicia el agotamiento de la etapa fácil de la “sustitución de importaciones”, lo que implica un desarrollo tecnológico más complejo, en el que la inversión tecnológica por obrero ocupado deberá ser considerablemente más alta. Este hecho afectó las oportunidades de empleo y produjo una disminución considerable del ritmo de crecimiento del mercado laboral industrial.

El cambio económico y social se mostró en el tránsito de un mundo esencialmente agrario a uno tendencialmente urbano, lo cual fue resultado de un rápido crecimiento de la población, originado por la transformación en la calidad del nivel de vida de la población. A su vez, esto último se debió al mejoramiento de la dieta alimentaria, la introducción de redes de agua potable, la ampliación de la infraestructura sanitaria, los servicios de salud, las campañas de vacunación y la ampliación de la educación básica, con sus efectos decrecientes en la tasa de mortalidad infantil y el aumento de la esperanza de vida.

En 1950 dicha expectativa era de 48 años para los hombres y de 63 para las mujeres; en 1970 ésta aumentó significativamente: los hombres, 63 y las mujeres, 75 (INEGI, s/f a). Lo que, aunado a la disminución de la mortalidad infantil, incidió directamente en el crecimiento de la población nacional. El crecimiento demográfico fue concomitante a un acelerado proceso de migración interna hacia los centros industriales en expansión circunvecinos de las ciudades más importantes del país, siendo el principal polo de desarrollo el de la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM), que comprendía la Ciudad de México y los municipios del estado de Hidalgo y del Estado de México. Este fortalecimiento de la capital reforzó el centralismo económico, político y cultural históricamente existente en el país.

La población en México tuvo un acelerado crecimiento: en 1950 había en el país 27 791 017 habitantes; diez años después la cifra aumentó a 34 923 129 y, para 1970, había alcanzado los 48 225 238mexicanos, casi el doble de 1950 (INEGI, s/f b). Este incremento de la población fue producto de una tasa de crecimiento anual de 3.2% en el decenio comprendido entre 1950 y 1960, tasa que aumentó a 3.4% en la siguiente década, la más alta de la historia del país.

El crecimiento demográfico fue correspondiente a un proceso acelerado de urbanización. Entre 1960 y 1970 eran consideradas poblaciones urbanas las que contaban con 2 500 habitantes.3 En 1950, 42.6% de los habitantes del país vivía en poblaciones clasificadas como urbanas, con más de 2 500 habitantes; el año de 1960 es la fecha en que la población se distribuye por igual en las poblaciones rurales y en centros urbanos, alcanzando en estos últimos la cifra de 50.7% de los habitantes, y para 1970, 58.7% del total de los mexicanos vivía en estas entidades consideradas como urbanas (INEGI, 1950-2000).

El crecimiento urbano se manifestó sobre todo en la Ciudad de México, que a partir de 1960 desborda la llamada Ciudad Central (CC) y la entidad federativa (Distrito Federal, DF). En 1960, para nombrar la nueva concentración masiva de personas que ocupaban el DF y los municipios conurbados del Estado de México, se crea una categoría demográfica: la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVM).4

La ZMVM fue el espacio urbano con la mayor expansión del país, al pasar de 2 872 000 habitantes en 1950 a 4 870 876 en 1960, con una tasa promedio de crecimiento anual de 6.2% en la década (casi el doble del crecimiento de la población nacional, que fue de 3.2% anual), hasta llegar a 8 874 165 en 1970, con una tasa de crecimiento anual de 5.3% (Garza, 2001: 610; Garza y Rivera, 1994: 20).

El municipio de Monterrey ocupó la segunda concentración urbana del país. Su crecimiento promedio fue de 6.4% durante la década, pasando de 389 629 habitantes en 1950 a 723 739, en 1960, mientras que su tasa de crecimiento en la década siguiente fue de 5.6%, por lo que en 1970 alcanzó 1 254 691 de habitantes (SIC, 1964; Conapo, 1994; Garza y Rivera, 1994: 20).

La tercera zona metropolitana del país era Guadalajara: en 1950 tenía una población de 386 446 habitantes y para 1960 aumentó a 740 394, con una tasa promedio de crecimiento en la década de 6.4%; en 1970 su población se eleva a 1 119 391, con un promedio de crecimiento demográfico de 5.8% (INEGI, 2005; Garza y Rivera, 1994: 20).

El poblamiento rural

El poblamiento rural en México se ha caracterizado por su dispersión, constituido por un gran número de asentamientos humanos de pequeñas poblaciones. Desde el punto de vista del tamaño de la localidad, la atomización de la población no urbana da cuenta de un proceso de polarización entre la concentración urbana en localidades grandes y la dispersión rural en asentamientos muy pequeños (Aguilar y Graizbord, 2001: 585).

Muchas de estas poblaciones eran indígenas, monolingües y con una economía familiar de autosubsistencia. En 1950, del total de 98 590 localidades en todo el país, 97 607 tenían menos de 2 500 habitantes, con una población de 14 790 299 habitantes en conjunto, sobre una población total de 25 779 254; 57% de los habitantes de la nación vivía en estos núcleos de población. Para 1970 el total de localidades con menos de 2 500 habitantes disminuyó a 95 410, con 19 916 682 habitantes, sobre una población total en el país de 48 225 238, es decir, 41% (Aguilar y Graizbord, 2001: 586, cuadro 7). Esta distribución espacial de la población -fenómeno común en América Latina- incrementó las desigualdades sociales y condicionó la calidad de los servicios que recibían las poblaciones, en la medida en que los beneficios sociales en educación, salud, agua potable, se hacían más costosos para poder acceder a ese tipo de población dispersa y distante de los centros urbanos que concentraban los servicios a distribuir y los recursos presupuestales para hacerlo. La población agropecuaria económicamente activa se incrementó de la siguiente forma: en 1940 eran 3 831 086 trabajadores; en 1950, 4 823 901; en 1960 la población ocupada en el campo alcanzó su máximo: 6 164 930, para empezar a decrecer al final de la década; en 1970 bajó a 5 636 116 trabajadores (Cuadro 1).

Cuadro 1 Estructura ocupacional de la pea agropecuaria 

Categoría 1940 1950 1960 1970
Pequeños propietarios 1 000 215 1 237 404 1 523 853 1 268 961
Ejidatarios 918 215 1 009 878 1 203 926 949 759
Trabajadores agrícolas 1 912 656 2 576 619 3 417 151 3 287 396
Patrones
Total 3 831 086 4 823 901 6 164 930 5 636 116

Fuente: elaboración propia con base en información de Escalante et al. (2007).

La dispersión de la población agraria en pequeñas comunidades rurales tuvo también efectos en la organización corporativa del poder político, tanto en la pérdida de peso de las dirigencias campesinas frente a las dirigencias obreras corporativas, como frente a las organizaciones de los sectores medios urbanos, organizados en asociaciones civiles (AC) y agrupaciones de profesionales. Estas organizaciones tenían un creciente poder, tanto por el número de afiliados como por la capacidad concentradora de afiliados y de su movilización como bases sociales y, por tanto, de negociación en el interior del Partido Revolucionario Institucional (PRI), principal institución política de representación electoral en los cargos del Estado nacional.

El problema de la concentración del poder político es también un problema de cifras y de la capacidad de movilización de bases sociales organizadas en los procesos productivos y que dan poder político, sustento social y credibilidad a las coaliciones gobernantes, agrupadas en torno al Presidente de la República. Para la década de 1960 este fenómeno demográfico mostraba la pérdida de la fuerza de los campesinos como sustento de la legitimidad del régimen de la Revolución frente a las otras clases, sectores de clase y grupos sociales, dando origen a las nuevas formas de la organización social del poder y a una constante relativización del peso de los campesinos pobres en la organización corporativa del partido hegemónico: el PRI.

Las bases sociales agrarias, consideradas como las herederas naturales de la Revolución mexicana, inician, a partir de finales de los años cuarenta, una nueva modalidad de concentración agraria y consolidación de nuevos actores sociales de origen agrario.

El extremo fue la pérdida de identidad entre los representados y los representantes como dirigentes de las instituciones corporativas “campesinas” que formaban parte de la triple estructura política de representación cautiva en la que se organizaban las bases sociales del PRI en tres sectores: el campesino, del que formaba parte la Confederación Nacional Campesina (CNC), el obrero y el popular. Esta distancia entre la condición social de las bases sociales del sector agrario y la élite que dirigía la organización corporativa surgió a partir del arribo del “diplomático” Augusto Gómez Villanueva -licenciado en Relaciones Internacionales- a la dirección de la central. El PRI mantenía cautivas las bases de sustentación social del régimen político cuya fuerza se fundaba en la capacidad de mantener organizadas y dominadas a las principales fuerzas sociales del país, siendo la CNC la organización más importante en las zonas rurales.

Los movimientos populares campesinos pasaron de la demanda legal del reparto de la tierra a la guerrilla como forma de lucha frente a la estructura de dominación y explotación sostenida con la violencia estatal y de los grupos de poder regionales. Los movimientos rebeldes que organizaron las guerrillas agrarias fueron dirigidos por maestros rurales, personas que tenían una amplia autoridad en las comunidades y que social y económicamente formaban parte de los sectores medios rurales. Estos movimientos estallaron en principio en el estado de Guerrero y los dos líderes más importantes fueron Genaro Vázquez y Lucio Cabañas Barrientos. Un tercer movimiento guerrillero se desarrolló en el estado de Chihuahua, dirigido por Arturo Gámiz García, principal dirigente de la guerrilla que el 23 de septiembre de 1965 perdió la vida durante el asalto al cuartel en Ciudad Madera, Chihuahua. Este brote guerrillero no logró trascender a su primer intento de acción militar pero quedó fijo en la memoria colectiva de la izquierda, la cual se conjugó con el clima de violencia producido por la represión militar en contra del movimiento estudiantil de 1968, haciendo aparecer las demandas democráticas de cambio político como poco viables y acreditando la vía armada en varios sectores de izquierda.

En el plano simbólico, la fecha del 23 de septiembre se transforma en el mito fundador que da nombre al movimiento guerrillero revolucionario moderno en México (por simetría simbólica, como lo fue con el fracaso al asalto al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953). El 15 de marzo de 1973, en la ciudad de Guadalajara se funda la más importante organización guerrillera moderna en México: la Liga 23 de septiembre. Los brotes de los movimientos guerrilleros en los años sesenta son paralelos a los movimientos sociales de los sectores medios urbanos.

El país rejuvenece y cambia

El crecimiento económico y demográfico mantuvo a la población esencialmente joven, masiva y urbana. En 1950 la media de edad fue de 23.7 años, en 1960 de 22.9 y para 1970 se mantuvo en 22.3. El peso económico y político nacional de la Ciudad de México explica que se convirtiera en el espacio de los nuevos movimientos sociales protagonizados mayoritariamente por los jóvenes.

Entre 1950 y 1970 se transformó el espacio social de la nación, las ciudades se expandieron. Conforme avanzaba la segunda mitad del siglo XX, el ritmo de vida y de organización del tiempo individual y colectivo se fue convirtiendo, en algo cada vez más intenso y complejo. El asentamiento de los individuos y las familias en el nuevo territorio, al que llegaron desde distintos puntos del país con grandes expectativas y entusiasmos, diversificó el ritmo de las relaciones personales y colectivas e incidió en el contenido cultural de la vida social. Ello dio origen a una nueva sensibilidad frente a las innovaciones tecnológicas y sus aplicaciones en la vida cotidiana, cambio en la vida diaria que respondía a los estímulos crecientes de la publicidad y a la diversidad de la oferta de bienes para el consumo. Las transformaciones culturales en ese momento de tránsito hacia una organización social dominantemente urbana tenían su simiente en los valores y creencias preponderantemente comunitarias y gentilicias, con patrones de autoridad vertical y relaciones de familia ampliada, propios de la sociedad rural y que se hizo extensiva a las zonas de pobladores urbanos inmigrantes de las periferias que edificaron redes sociales articuladas desde los pueblos de Oaxaca -por poner un ejemplo- hasta Ciudad Nezahualcóyotl o la periferia de Los Ángeles, California, Estados Unidos.

Los sectores medios urbanos en escena

Uno de los resultados sociales del crecimiento económico fue la ampliación de los sectores medios urbanos.

El mejoramiento económico de los sectores medios (55% de la categoría de ingresos intermedios en 1960 y 63% en 1970) elevó su nivel de vida; su nuevo poder de compra incidió en la ampliación del sector servicios de la economía y con él el incremento y diversificación de la demanda de servicios de educación y de bienes culturales asociados a la calidad de vida propia de las ciudades (Cuadro 2).

Cuadro 2 Evolución de la distribución de la renta en México (% de la renta nacional)  

Categoría de ingreso 1960 1970
40% más pobre 14.3 12.2
55% intermedios 45.5 63.6
5% más alto 40.2 38.6

Fuente: elaboración propia con datos de Navarrete (1977).

Los sectores medios (urbanos y rurales), con la creciente expansión de sus ingresos, fueron los usufructuarios de la diversidad de productos expuestos en el mercado y de los productos industriales de bienes que produjo la industrialización protegida por el Estado: electrodomésticos, línea blanca, un creciente consumo de autos particulares y la ampliación de los supermercados y tiendas de autoservicio, en un mercado de rápido proceso de expansión de bienes de consumo durable.

Este tipo de consumo se incorporó como parte de una nueva concepción de “vida moderna” como vida urbana, en la que los beneficios sociales para el disfrute y el empleo del ocio se volvieron parte de los nuevos derechos sociales, con un creciente consumo de productos de entretenimiento, información y espectáculos.

La primera estación de televisión concesionada en México y América Latina fue XHTV Canal 4, que inició su transmisión el 1 de septiembre de 1950 con la emisión del cuarto informe de gobierno del presidente Miguel Alemán. El 21 de marzo de 1951 se inicia la transmisión de la segunda concesión dada a la empresa Televimex, propiedad de Emilio Azcárraga Vidaurreta; la primera emisión fue un partido de béisbol desde el Parque Delta (posteriormente conocido como Parque del Seguro Social), en la Ciudad de México. En 1956, con la fusión de los canales 2, 4 y 5 nace Telesistema Mexicano. El 2 de marzo de 1959, el Canal 11 inicia con una programación regular y es la primera estación de televisión gubernamental en México de tipo educativo y cultural sin fines comerciales.

En 1960 había en el país 412 radiodifusoras y 23 televisoras, 1 850 publicaciones, entre diarios, semanarios, publicaciones quincenales y otros. Para 1970 había aumentado a 650 emisoras de radio, 64 televisoras y 2 067 publicaciones de carácter informativo y de opinión en todo el país (SIC, 1962: 165,). Los medios de comunicación masiva “aseguraron la participación creciente de los valores de la sociedad global” (Philip, 1972: 68) en la sociedad mexicana.

La concentración de medios de comunicación en la Ciudad de México y la dinámica urbana del movimiento estudiantil de 1968, concentrado prioritariamente en la capital, hizo que fuera el movimiento social más publicitado nacional e internacionalmente hasta entonces en México. A la concentración de los medios nacionales se sumaron 4 377 representantes de diversos medios de comunicación mundial que estaban acreditados en México para cubrir los XIX Juegos Olímpicos. Estos periodistas mostraron al mundo la represión del gobierno, con lo que anularon la capacidad que éste había tenido hasta entonces de cerrar las fronteras físicas e informativas para evitar la difusión sobre el uso de la violencia y la represión política del movimiento estudiantil.

La expansión de la educación media y superior

El aumento de las llamadas “clases medias” creó una demanda creciente de educación superior para sus hijos, que después de la Gran Depresión (1929-1934), con la expansión económica de la Segunda Guerra Mundial, vieron consolidada su estabilidad y movilidad social, la que consagraron con la “legítima aspiración” de que sus hijos tuvieran un título universitario. Entre 1950 y 1970 la expansión de la matrícula universitaria y tecnológica fue sorprendente: mientras que en 1950 había 32 143 estudiantes, en 1960 aumentó a más del doble, con 75 434 estudiantes, y al final de la década la población estudiantil llegó a 208 944, en las instituciones de educación superior (ANUIES, s/f).

De manera paralela al crecimiento de la población de educación media y superior, se ampliaron las editoriales existentes en México. La editorial de la UNAM compartía el mercado de libros con el Fondo de Cultura Económica, Joaquín Mortiz y Porrúa, siendo éstas las tres más grandes y prestigiadas.

En 1951 se inaugura Ciudad Universitaria, campus de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que se convierte en la más importante institución pública de educación superior, investigación, difusión científica y cultural del país. En ella se formaron muchos de los jóvenes que constituirían la élite política que formó parte de los gobiernos entre los años cincuenta y ochenta, quienes cultural y artísticamente crearon los proyectos más importantes de México.

La búsqueda de estatus produjo una migración selectiva compuesta por los jóvenes de los sectores medios urbanos, quienes habían adquirido, en las ciudades del “interior del país”, un nivel de educación media y buscaron continuar su formación académica e intelectual. Muchos de estos jóvenes conservarían el impulso y entusiasmo creador del inmigrante cultural y serían, a partir de mediados de la década de 1950, la simiente de las nuevas élites políticas, económicas y culturales mexicanas.

La Ciudad de México se vuelve el polo de atracción más fuerte para los jóvenes de las ciudades pequeñas e intermedias, quienes se sentían ahogados por el peso de los valores tradicionales católicos y la falta de instituciones y espacios culturales, de cines, teatros, editoriales, librerías y galerías de arte. No había, en sus ciudades, los llamados cafés cantantes, en donde se escuchara rock, o lugares en los que se oyera jazz. Querían poder asistir los domingos a los conciertos de la Sinfónica de la UNAM, escuchar música de cámara o contemporánea, ir a los cine-clubs de la UNAM, escuchar conferencias de intelectuales o científicos en Casa del Lago, ver cine de arte, películas del neorrealismo italiano o de la nouvelle vague francesa, escuchar Radio UNAM o música clásica en la XLA (estaciones de radio cuyas frecuencias no salían del Valle de México), comprar discos importados en Casa Margolín o leer la Revista de la UNAM, México en la Cultura (suplemento cultural del periódico Novedades, dirigido por Fernando Benítez de 1949 a 1973), el Corno Emplumado (1962-1969) o la Revista Mexicana de Literatura (1955-1965), creada por Carlos Fuentes y Emmanuel Carvallo (revistas culturales con escasa circulación nacional).

Por vez primera en la historia y a partir de 1960, año en que aparece masivamente la píldora anticonceptiva, es diferenciada la sexualidad femenina de la maternidad y las mujeres iniciaron la posibilidad de construir su condición amorosa, independientemente de la determinación biológica de la reproducción. Las nuevas formas de sexualidad cambian los términos de la relación de pareja entre las jóvenes.

Esta generación fue la primera en practicar masivamente el “arte de amar”, título de un texto famoso en la época escrito por el psicólogo Erick Fromm (1959). A partir de 1960 el hombre y la mujer se vuelven dos individuos con la posibilidad de igualdad afectiva y sexual. Fue el tiempo en el que se refunda la pareja y el mundo de lo erótico con la participación activa de las mujeres que rompen el prejuicio del deber ser femenino, concebido como pasividad sexual sin iniciativa.

La difusión de la psicología en los medios masivos de comunicación, pero sobre todo en las revistas de venta masiva (Life en Español, Selecciones y las revistas femeninas), aunado a la propagación de las terapias psicoanalíticas individuales y de grupo (las hubo de todo tipo: la más escandalosa fue la que llamaron del “grito primario”) reforzaron la individualidad masculina y femenina, pero principalmente redefinieron la infancia, no como una etapa biológica que se finiquitaba a partir de cierta edad, sino que, en palabras de Freud, se volvía destino, predeterminación de la vida adulta que la vitalidad de los años sesenta recompuso. A mediados de siglo XX, Roland Barthes relativizó la sentencia freudiana al afirmar que la infancia no es destino y no fija la vida en la niñez, sino que la acompaña todo el tiempo (Barthes, 1975).

La expansión de la matricula irá transformando, a lo largo de la década de 1960, las identidades colectivas tradicionales de los estudiantes, empezando por relacionada con la institución en donde se estudia, de las que en los años sesenta había dos principales: el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Esta adscripción institucional daba diversas formas de solidaridad y coerción grupal.

Las identidades tradicionales simples empezaban por las formas de organización inmediata de los agregados estudiantiles, desde el salón de clases hasta las asociaciones de estudiantes de cada una de las escuelas y facultades. A estas formas de autoidentificación estudiantil se sumaron la derivada de la pertenencia a los equipos de futbol americano, a las porras y otras formas de asociación y competencia entre los estudiantes de las escuelas de educación media y superior: Antes del movimiento estudiantil de 1968 se era “puma” de la UNAM o “burro blanco” del Politécnico.

El sisma de la tradición

La otra revolución cultural que se dio en la década de 1960 ocurrió en la más antigua de las instituciones de Occidente: la Iglesia católica. Inició en Ahuacatitlán, Morelos, en el convento benedictino fundado y dirigido por el sacerdote belga, Gregorio Le Mercie, quien a través de un rescripto papal obtiene en 1946 la autorización para fundar el monasterio. La sustancia de la revolución cultural inició con la introducción del psicoanálisis para que los novicios aceptaran su vocación religiosa y no la vivieran como una huida del mundo y por miedo a la vida secular. Esta revolución fue conocida como “la libertad de las vocaciones”. El sacerdote fue acompañado por el psicoanalista Erich Fromm, perteneciente al Instituto de Investigación Social de la Escuela de Frankfurt.

El otro aspecto de la revolución cultural de la Iglesia católica se dio también en Morelos y fue promovido por el “obispo rojo”, Sergio Méndez Arceo, de la Diócesis de Cuernavaca, quien fue uno de los renovadores de la Iglesia católica mexicana, enemigo de las burocracias sindicales y promotor de la teología de la liberación y cristianos por el socialismo (Gutiérrez, 2007).

En las medianas, como en las grandes ciudades, los valores y creencias que los jóvenes construyeron para darle sentido a su nuevo estilo de vida se confrontaron con los mitos y las creencias de la tradición de sus padres y abuelos que, gracias a la estabilidad económica, querían conservar y heredar: la pertenencia a “clases medias” a las que habían arribado. Los que “llegaron” vivían el fenómeno colectivo de la movilidad social como el fruto de su esfuerzo generacional y personal.

Los jóvenes, que eran los nuevos habitantes del mundo urbano, poseían la convicción de una individualidad cada vez más fuerte y menos condescendiente con el pasado, un pasado reeditado cotidianamente por las instituciones sociales que custodiaban las tradiciones: la Iglesia católica, la escuela y la familia. Estas tradiciones eran tuteladas por sus figuras centrales: el sacerdote, el maestro y el padre de una familia nuclear (y, en muchas ocasiones, ampliada), quienes reiteraban su monólogo moral, patriarcal y autoritario.

Frente a los guardianes del orden se inició la revuelta impulsada por los jóvenes y sus certezas, sus convicciones, que confrontaron la fe que sus mayores tenían en ellos, el conjunto de valores y creencias sustentadas por un deber ser dogmático, y que los hijos vivían como resabios del pasado, como versiones del mundo que justificaban el poder de mando del padre, violento y autoritario, las cuales habían dejado de ser convincentes y perdido la capacidad cohesionadora en torno suyo.

En el centro del siglo XX, las instituciones existentes resultaron limitadas e incapaces de producir respuestas legítimas frente a las nuevas demandas de la masa de jóvenes que se incorporaban al espacio público de las sociedades nacionales (Sauvy, 1959: 264). La imposibilidad de las autoridades, socializadas en la tercera y cuarta década del siglo, de flexibilizar las formas de organización política y social hizo ver a las instituciones en su condición coercitiva. Las organizaciones de la sociedad y el Estado aparecieron viejas y rígidas al mostrar que su función principal era mantener los símbolos que daban sentido a las normas de la vida familiar patriarcal y al conjunto de relaciones de una organización social tradicional, con valores de autoridad vertical vigentes en la institución social de la familia. Esta forma de autoridad social, que presupone obediencia y no diálogo entre sus componentes, tenía su correspondiente en el régimen político presidencialista de corte autoritario, construido por las coaliciones gobernantes para pacificar y ordenar a la sociedad que la guerra había sacado de las organizaciones civiles del mundo agrario existentes en la primera mitad del siglo.

Para la nueva generación, joven y masiva, la Revolución mexicana era un problema de los abuelos y su consolidación política durante el cardenismo, la experiencia de sus padres. Ambos narraban su biografía y su inserción en la historia patria en la conversación cotidiana de la familia, ambos eran el pasado que, frente a la vitalidad juvenil, morían. En 1965 convivían los abuelos que habían nacido entre 1900 y 1920; los padres entre 1920 y 1940 y los hijos de 20 y 25 años nacidos en los años cuarenta.

Estos fueron los tiempos en los cuales la ideología de la modernización y el desarrollo, como ideologías del cambio y de lo nuevo, transformaron las representaciones colectivas y actitudes sociales frente a las costumbres nacionales que empezaron a volverse parte del folklore y que cada vez más se identifican con el pasado. Estas costumbres, creencias e instituciones cerradas se concebían como expresión de la sociedad tradicional, que la modernidad y “el progreso” buscaban transformar, para que México formara parte de los países modernos (el lenguaje coloquial utilizaba el adjetivo “civilizados”). En este entorno cultural empiezan a transformarse el discurso político y los paradigmas interpretativos de la realidad social e individual, tanto en América Latina como en México esta transformación se dio no sólo en el escenario público sino también en la manera en que los individuos se insertan en él.

Este cambio acelerado produjo un desfase entre los nuevos sujetos sociales y el mantenimiento de un régimen político presidencialista, de corte autoritario y base social corporativa, construido a lo largo de la primera mitad del siglo XX y diseñado por los gobiernos de la Revolución mexicana para representar y dominar a los grupos mayoritarios de una sociedad rural.

Las diferencias culturales y políticas ahondaron la distancia entre los nuevos sujetos sociales surgidos de la transformación que se operó en México en las décadas de 1960 y 1970 y las tradiciones con las que se ejercía el gobierno. Las demandas de cambio se centraron en la libertad, el respeto a la decisión individual y a la democratización de las formas de organización y representación laboral y política.

La distancia entre una sociedad crecientemente compleja y las formas autoritarias del ejercicio del poder, verticales y unidireccionales, rompieron el equilibrio entre las instituciones estatales y las demandas colectivas. Esta distancia derivó en la imposibilidad ideológica y político-instrumental de los gobernantes de administrar y diferir el conflicto social, conflicto que adquirió una nueva forma de organización política y nuevos contenidos ideológicos a partir de 1965, con el surgimiento de los nuevos movimientos sociales protagonizados por los sectores medios urbanos emergentes. La evidencia del cambio social y sus múltiples contenidos políticos estuvo dada por el primer movimiento social moderno en México: el Movimiento Médico de los trabajadores del sistema de la salud nacional. Estos trabajadores profesionales confrontaron con las nuevas formas de organización laboral y social la base misma del sistema corporativo de Estado, siendo el primer movimiento social frente al cual el régimen político se volvió obsoleto en sus recursos políticos, culturales e ideológicos para institucionalizar políticamente el conflicto social (Pozas, 1993).

El agotamiento del régimen incluyente

Entre la segunda mitad de los años cincuenta y mediados de los años sesenta del siglo XX se inicia en México un periodo de cambio caracterizado por el agotamiento de la representación social totalizante de la Revolución mexicana. Éste había sido, durante décadas, el horizonte cultural en cuyo interior se realizaba la acción simbólica de los dirigentes políticos, la producción intelectual y la creación de las élites artísticas de la sociedad mexicana.

En los años sesenta, los grupos que formaban las principales corrientes y grupos de poder que habían construido la cultura política y la identidad de las sucesivas coaliciones gobernantes del régimen estaban, en el imaginario colectivo, alineadas en dos tendencias: la izquierda y la derecha de la Revolución mexicana, cada una con proyectos de gobierno, tradiciones ideológicas y genealogías de personajes claramente diferenciadas.

La izquierda de la revolución aparecía, en la representación colectiva, con un ejercicio popular de gobierno, “populista” para la tecnocracia y “revolucionario” para los ideólogos de la izquierda de los años sesenta, en la que el gobierno abrió los conductos legales a las movilizaciones laborales y agrarias para apoyar e institucionalizar las demandas y reivindicaciones sociales, como fue el caso de la reforma agraria y el apoyo al movimiento obrero en contra de los empresarios regiomontanos. El vínculo entre el gobierno y los movimientos laborales y agrarios establecidos a través de la institucionalización corporativa tuvo un doble objetivo: consolidar al grupo cardenista en los conflictos por el poder frente a los otros grupos revolucionarios y enfrentar a las empresas y gobiernos extranjeros en apoyo a los movimientos laborales. Estas medidas nacionalistas del gobierno consolidaron el control del Estado en los que se consideraban sectores estratégicos de la economía para preservar la soberanía nacional, como fue el caso de las expropiaciones petrolera y ferrocarrilera en 1938. La nacionalización de estas empresas dio origen a una nueva relación laboral en la cual los obreros se concibieron no como empleados sino como copropietarios de las empresas nacionalizadas. La práctica política de movilización social en apoyo al gobierno construyó un modelo de Estado fuerte, con bases sociales de sustentación amplias y cautivas, interventor, regulador y proteccionista tanto de la economía como de la política, se erigió como régimen político nacionalista que en la defensa de la soberanía se definía como antiimperialista.

La derecha de la Revolución mexicana se representaba en el imaginario colectivo como modernizadora, con una práctica de gobierno que buscaba consolidar un Estado desarrollista y promotor del crecimiento económico a través del estímulo y de garantías a los sectores privados y empresariales. Esta corriente política tenía una posición abierta a la negociación con los intereses privados, tanto nacionales como extranjeros y una posición abierta a los estados metropolitanos. En la práctica del poder priorizaba la estabilidad frente a las movilizaciones sociales y la confrontación, las que fueron crecientemente sustituidas por la institucionalización de las relaciones políticas con reglas claras de subordinación que valoraban la disciplina corporativa y la delegación del mando a la jerarquía de la autoridad política.

La concepción de un trabajador copropietario de las empresas estatales, surgido en el cardenismo, es parte de la ideología estatista a la que se enfrentará Miguel Alemán en la modernización del Estado, concebida ésta como la diferenciación entre la empresa y los trabajadores, y derivaba en la exclusión de los sindicatos populares corporativos de la dirección de las instituciones paraestatales y del proyecto del país. Esta dirección sindical devino, a partir de 1948, en las burocracias sindicales.

Ambas corrientes compartían, en la década de los sesenta, una versión del desarrollo económico a partir de la llamada economía mixta, que era una combinación de la participación estatal y privada en la economía nacional. La diferencia entre las dos ideologías se establecía en el tipo de participación, el peso y el papel que cada una de las partes jugaba en el conjunto de la economía nacional.

Las escenas del escenario: todo se conjuga

El movimiento estudiantil de 1968, como movimiento social, confrontó con sus demandas y sus acciones políticas los contenidos sustantivos y los mecanismos de reproducción de los instrumentos institucionales de dominación y control social que constituían la base para la reproducción del régimen político de corte autoritario, vigente en México en 1968. Este movimiento social expresa a nivel nacional -como lo hicieron los otros nueve movimientos estudiantiles importantes de ese año en el mundo- la conjugación de tradiciones de cultura política particular en sus prácticas contestatarias y opositoras y en sus formas de organización en sus sociedades nacionales.

En 1968, la irrupción mundial de los movimientos sociales paralelos mostró el cambio mundial e hizo evidente el final de una época histórico política que llegaba a su límite y el inicio del agotamiento de las instituciones sociales y estatales que garantizaban la inserción estable de las naciones en la Guerra Fría, instituciones surgidas y consolidadas entre el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 y la guerra de Corea (1951-1953). El conjunto de los gobiernos se movía entre la represión abierta a la oposición política con el fin político declarado de “preservar el orden nacional y luchar en contra de los comunistas” o la inclusión de grupos políticos en las instituciones del Estado a través de procedimientos democráticos que hacían funcional un sistema político electoral de partidos “tradicionales”, instituciones acreditadas en el sistema político electoral de partidos y en el Estado nacional. La gobernabilidad políticamente estable se preservaba con una conjunción de violencia selectiva y no generalizada, como la prueba de acreditación social institucional, condición rota por los golpes de Estado y las guerras sucias de los años setenta y ochenta.

El final del statu quo colonial y el surgimiento de los movimientos de descolonización y liberación nacional, tanto en África como en Asia, edificaron los símbolos en la representación de los movimientos nacionales y las figuras de los líderes que el sacrificio en las batallas por la libertad impone. En África, “la lucha de liberación de Argel”, como la plasmó Gillo Pontecorvo en 1966 en la magnífica película ítalo-argelina, La batalla de Argel, en la que se muestra la violencia colonial en contra de los pueblos dominados y la lucha de los movimientos de liberación en contra de la colonización, proceso político teorizado por el filósofo existencialista y psicólogo de la Martinica, Frantz Fanon, en su libro Los condenados de la tierra (1961), con prólogo de Jean-Paul Sartre y publicado a nivel mundial en 1961.

En Asia la legendaria guerra de los vietnamitas en contra del orden colonial, primero en contra de los franceses, hasta la batalla de Dien bien Phu Fu (marzo a mayo de 1954), y después contra la intervención estadounidense en apoyo al gobierno de Vietnam del sur y con la versión estratégica del “efecto dominó”, elaborada por el presidente Lyndon B. Johnson, quien advertía que si Vietnam caía en manos de los comunistas caería toda Indochina, región de Asia formada por Vietnam, Laos y Camboya. En Vietnam se continúa la experiencia de Corea que inicia la Guerra Fría y sus conflictos en sus fronteras geopolíticas como la modalidad de sus confrontaciones.

La batalla por la ampliación de la libertad en México, enarbolada por los jóvenes en el movimiento estudiantil, se expresó también en la solidaridad a nivel internacional con la lucha del pueblo de Vietnam contra la intervención estadounidense, encabezada por Ho Chi Min -el que enseña- quien se volvió una de las figuras políticas legendarias de la época.

En América Latina y en México el evento con el que se inicia la década de 1960 irrumpe la madrugada del 1 de enero de 1959, cuando el dictador de Cuba, Fulgencio Batista, sale del país y los jóvenes barbudos -como los calificó Life, la primera revista mundial de foto-reportajes- toman La Habana, al frente de una movilización popular coordinada política y militarmente por el movimiento guerrillero encabezado por Fidel Castro y el Che Guevara.

La Revolución cubana es el punto de inflexión del siglo XX latinoamericano y es también la “evidencia” que acreditaba una nueva ideología política juvenil de la justicia social, constituida por la búsqueda de una diferente identidad nacional y cosmopolita formada con valores morales del cambio social y político a través de la revolución armada, principalmente por el foquismo guerrillero.

El movimiento estudiantil de 1968 en México

El conjunto de condiciones económicas, sociales y culturales que dieron los contenidos a la década en su conjunto se expresa en el movimiento social estudiantil de los sesenta, en principio con dos rasgos sustantivos:

La primera característica es la velocidad política con la que un conflicto callejero entre dos escuelas de nivel medio superior se transforma en el más importante movimiento social de la década de 1960.

La otra característica es la imposibilidad del gobierno (vista en su momento como incapacidad personal del Presidente) de manejar y diferir políticamente el conflicto producido por el movimiento social y, frente al cual, el régimen político de corte autoritario sólo tuvo el uso continuo de la violencia física, mediante las fuerzas policiacas y militares. Esta respuesta institucional fue la constante del gobierno. La violencia en contra de los estudiantes detona el conflicto el 26 de julio y continúa cotidianamente hasta el 2 de octubre, fecha en la que el ejército masacra a los estudiantes en un mitin en la Plaza de las Tres Culturas.

La velocidad con la que se eslabonan los hechos políticos que dan forma al movimiento social estudiantil lleva de la represión en la calle a la formación del Consejo Nacional de Huelga (CNH) en sólo seis días, consolidando el movimiento social como organización política de carácter nacional. Esta aceleración entre el conflicto y la formación de una organización política que coordina la acción de las fuerzas movilizadas muestran la carga histórica del cambio social que condensa la intensidad de una década de cambios en todos los órdenes de la vida social.

El movimiento social de 1968 convierte al sujeto social; transforma a los estudiantes de educación media y superior en voceros de los sectores medios y, con ellos, de toda la sociedad mexicana frente a los límites impuestos por el régimen político de corte autoritario, que muestra su desfase social en la imposibilidad de entablar una relación de dominación política legítima y, ante la falta de recursos culturales instrumentales en el manejo de las instituciones del Estado, cae en la violencia militar represiva como su único recurso posible frente el movimiento social estudiantil protagonizado por jóvenes.

La evolución acelerada de la protesta y de la confrontación callejera entre estudiantes y granaderos en el movimiento social mostró la transformación producida en las conductas individuales y colectivas a lo largo de veinte años contenidas en la acción política por una nueva generación que representaba el futuro y condesaba en sus aspiraciones y planteamientos ideológicos de ruptura las nuevas necesidades políticas que acreditaban el cambio.

Es a lo largo de 68 días (del 26 de julio al 2 de octubre) de confrontación y conflicto, de imposibilidad de diálogo político entre lo nuevo y los miembros de la maquinaria del Estado de un régimen sin horizontes, que sólo usa la violencia y vuelve ilegítimas a sus instituciones (empezando por la Presidencia y, en cascada, a todas las formas de autoridad gubernamental que lo sustentan), en este interregno del tiempo social, como culmina la década de 1960 y, con ella, toda la pesada carga que contiene y de la que no puede salir y acreditarse en lo público por los límites impuestos por las instituciones que se resguardan en los valores tradicionales de un orden social autoritario.

Es en esos días cuando inicia la ruptura generacional y la posible continuidad del peso ideológico y simbólico de la cultura política de la Revolución mexicana y su encadenamiento en el tiempo impuesto por la tradición al cambio del pasado como futuro: único y posible. El movimiento de 68 fue un movimiento esencialmente de jóvenes con una cultura cada vez más cosmopolita y el nivel de educación más alto de la sociedad mexicana con una instrucción media y superior.

Este movimiento social mostró el agotamiento de los recursos políticos, ideológicos y simbólicos del régimen vigente: el límite creíble por los actores sociales urbanos y los sectores medios de la cultura política de gobierno formada por valores, orientaciones y creencias que daban sustento a la tradición de un gobierno vertical y de moral pública autoritaria con la que los gobernantes se autojustificaban como los guardianes del orden político y social heredado y “vigente”, produciendo un desfase cada vez mayor entre el régimen político y el cambio social. Esta forma de gobierno culmina en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, quien fue cada vez más autoritario y cerrado: autorreferencial, su gobierno fue cercado por su incapacidad frente al cambio social y la pérdida creciente de gobernabilidad, viéndose orillado cada vez más al uso de la violencia como su único recurso para la permanencia en el poder.

El ejercicio gubernamental de un régimen político consolidado a lo largo de treinta años (de 1938 a 1968) que en el año de 68 se muestra sin solución a los problemas sociales, con una gobernabilidad deslegitimada y agotado en su representación y aceptación social, agotó la credibilidad institucional y los instrumentos de Estado para dirigir y controlar la organización social de las principales clases y capas sociales.

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1En las sociedades postindustriales -para utilizar la nomenklatura de la época- los movimientos estudiantiles tuvieron lugar en Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia y España; Asia (Japón), América Latina (Argentina, Bolivia, Brasil, Perú, Uruguay y México) y Medio Oriente (Turquía) (Solana y Comesaña, 2008: 207-227).

2La categoría de “desarrollo estabilizador” fue creada por Antonio Ortiz Mena, quien afirma: “Esta denominación la utilicé por primera vez en un estudio que presenté sobre el desarrollo económico de México en las reuniones anuales del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional celebradas en las ciudades de Washington en septiembre de 1969.” Posteriormente, el estudio fue publicado por Nacional Financiera (Ortiz, 1969).

3El criterio oficial de diferenciación censal entre los centros de población urbano y rural dado por concentraciones de 2 500 personas fue creado en 1960 y desde entonces ha sido muy discutido ya que, desde el punto de vista económico, existen comunidades con mayor número de habitantes que se dedican exclusivamente a actividades agrícolas, por no establecer criterios de carácter social, como la organización comunitaria, de fuerte raigambre indígena, en la posesión colectiva de la tierra y en la organización social del trabajo. A estas formas de organización habrá que agregar criterios analíticos de carácter cultural, como fiestas y formas de coerción religiosa y familiar, todas ellas de carácter rural.

4Entre 1930 y 1950 la Ciudad de México se extiende dentro del Distrito Federal hacia las delegaciones que rodean la Ciudad Central. A partir de 1960 se transforma en Zona Metropolitana al expandirse hacia algunos municipios del Estado de México. (Garza, 2001, cuadro 1: 610).

Recibido: 31 de Julio de 2018; Aprobado: 15 de Agosto de 2018

Ricardo Pozas Horcasitas es sociólogo de la Historia e investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Es doctor en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y doctor en Sociología Política por la Escuela de Altos Estudios de Paris. Su principal línea de trabajo actual es la década de los sesenta, sobre la cual ha publicado artículos y libros. Actualmente trabaja sobre el movimiento petrolero en la crisis política de 1958. Ha recibido reconocimientos nacionales e internaciones. Obtuvo la beca otorgada por la John Simon Guggenheim Memorial Foundation para América Latina y el premio Universidad Nacional de Investigación en Ciencias Sociales.

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