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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.62 no.230 Ciudad de México may./ago. 2017

 

Dossier

De refugiados a parias, en la modernidad líquida

From Refugees to Pariahs, in the Liquid Modernity

Alberto Constante López* 

* Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Correo electrónico: <aliscolo@gmail.com>.


Resumen:

Para Zygmunt Bauman el fenómeno de las “vidas desperdiciadas” es sólo un producto del proyecto de la modernidad, del cual este autor fue uno de los mayores críticos. Si bien el discurso de la modernidad ha variado, a su juicio, el fragmentado y, por tanto, precario concepto de “modernidad” debe entonces ser reconstruido. La agudización de las contradicciones del discurso de la modernidad se asienta en fenómenos dramáticos, como el de los desplazados, el de los refugiados, el de los miserables, etcétera; es decir, de lo que Bauman denominó “desechos humanos”.

Palabras clave Zygmunt Bauman; refugiados; desplazados; miseria; residuos humanos

Abstract:

For Zygmunt Bauman the phenomenon of “wasted lives” is only a product of the project of modernity, of which this author was one of the greatest critics. While the discourse of modernity has varied, in Bauman’s view the fragmented and therefore precarious concept of “modernity” must then be reconstructed. The sharpening of the contradictions of the discourse of modernity is based on dramatic phenomena such as those of the displaced, the refugees, the miserable, and so on; that is, what Bauman called “human waste.”

Keywords: Zygmunt Bauman; refugees; displaced; misery; human waste

Introducción

“La Modernidad consiste en producir orden, orden y más orden, cada día más perfecto. El desorden de ayer se supera con el orden de hoy. Y eso genera una producción constante de gente excedente. Esto es el progreso económico.”

Zygmunt Bauman

Para Zygmunt Bauman el fenómeno de las vidas desperdiciadas, de esos restos de humanidad, de la vida residual, son sólo un producto del proyecto que ha hecho de nosotros lo que somos: la modernidad. Es el señor de la crítica del pensamiento moderno, es decir, de ese constructo llamado “proyecto de la modernidad”. De entre muchos críticos, él ha sabido lidiar agudamente con las concepciones que se formularon para explicar esa modernidad sólida, de hierro, de estructuras fijas, de un sujeto fuerte y decidor; una modernidad que no representó, como se le calificó durante mucho tiempo, el avance de la luz contra las sombras, del conocimiento contra la ignorancia, sino más bien, como señalara Foucault, una historia de combates entre saberes, una lucha por la disciplinarización del conocimiento. Porque la modernidad, más que un movimiento, una revolución, un cambio drástico y operativo sobre el quehacer, fue, no cabe duda, una forma de ser, un ethos, decía Foucault, en el sentido griego del término, esto es, una deliberación consciente de un modo de pensar y sentir, de obrar y conducirse, como marca de pertenencia, como tarea y como destino.

Bauman ha sido, ni quién lo dude, uno de los críticos más severos al proyecto de la modernidad en tanto que supo darse cuenta de que éste no sólo iluminó literalmente el advenir del tiempo hasta nuestros días, sino que, además, ese proyecto era lo que él mismo denominó como “la era del hardware” o “modernidad pesada”:

[…] la modernidad obsesionada por el gran tamaño, la modernidad de “lo grande es mejor”, o del tipo “el tamaño es poder, el volumen es éxito”. Esa fue la época del hardware, la época de las máquinas pesadas y engorrosas, de los altos muros de las fábricas que rodeaban plantas cada vez más grandes y que ingerían planteles cada vez mayores, de las enormes locomotoras y los gigantes vapores oceánicos (Bauman, 2004: 122).

Diríamos que, frente a la crítica, el discurso de la modernidad ha variado, ya no hay un principio ordenador ni tampoco un límite para lo posible. La vida y la meditación sobre nuestro tiempo se hallan en el incesante movimiento que permite la continua repetición de los ecos en que podemos encontrarla.

El problema que afronta cualquier teoría de la modernidad en este marco es que la propia modernidad resulta subsumida en la modernización o el modernismo o desaparece totalmente como objeto de investigación. El fragmentado y, por tanto, precario concepto de modernidad debe entonces verse reconstruido a partir de sus conceptualizaciones anteriores. O como ha escrito Bauman respecto de nuestra propia sociedad “moderna”:

La sociedad que ingresa al siglo XXI no es menos “moderna” que la que ingresó al siglo XX; a lo sumo, se puede decir que es moderna de manera diferente. Lo que la hace tan moderna como la de un siglo atrás es lo que diferencia a la modernidad de cualquier otra forma histórica de cohabitación humana: la compulsiva, obsesiva, continua, irrefrenable y eternamente incompleta modernización; la sobrecogedora, inextirpable e inextinguible sed de creación destructiva (o de creatividad destructiva) (Bauman, 2004: 33).

El pesar por la modernidad correspondería, sin duda, a un tiempo de agonía en el que el acceso a las preguntas que le preocupan al pensamiento se ve de pronto vedado. La discusión aparece así, retrospectivamente, como una gigantesca esquivación de las responsabilidades: las preguntas reales son evitadas, los temas de reflexión cambiados en relación con su postura; los puntos minúsculos son objeto de argucias interminables. El espectáculo de esta miseria no merecería un minuto de atención si la lógica de la esquivación -que puede tomar aspecto de fuga hacia delante- no fuera, como siempre, rica en enseñanzas y pletórica de ejemplos, como ahora son los refugiados, los desplazados, los nuevos parias, los “residuos humanos”, como les llama Bauman, dejándonos perplejos.

Todo está apuntalando y reforzando las formas de vida, cada vez más fragmentadas, en sistemas independientes que, abandonado el poder en manos de los “expertos”, terminaron por poner en peligro la esencia misma de la democracia; el espacio público de discusión que debe permitir a los ciudadanos participar personalmente en la toma de decisiones colectivas es abandonado o, peor, no existe más. ¿Es necesario concluir que el “proyecto” de la modernidad ha fracasado, como han supuesto muchos?

Bauman es un aire fresco en esta concepción de la modernidad; sus juicios sobre la modernidad, una modernidad sin peso, ligera, es algo que rompe con todo discurso anterior, porque este pensador nos hace ver que justo una modernidad líquida es lo que siempre había pugnado por establecerse, que el discurso de la modernidad fue en todo momento un “proceso de licuefacción”, y nos asombramos:

¿Acaso la modernidad no fue desde el principio un “proceso de licuefacción”? ¿Acaso “derretir los sólidos” no fue siempre su principal pasatiempo y su mayor logro? En otras palabras, ¿acaso la modernidad no ha sido “fluida” desde el principio? […] la famosa expresión “derretir los sólidos”, acuñada hace un siglo y medio por los autores del Manifiesto comunista, se refería al tratamiento con que el confiado y exuberante espíritu moderno aludía a una sociedad que encontraba demasiado estancada para su gusto y demasiado resistente a los cambios ambicionados, ya que todas sus pautas estaban congeladas. Si el “espíritu” era “moderno”, lo era en tanto estaba decidido a que la realidad se emancipara de la “mano muerta” de su propia historia […] y eso sólo podía lograrse derritiendo los sólidos (Bauman, 2004: 9).

La agudización de las contradicciones del discurso de la modernidad ya no pasa por la teoría, sino que se asienta en fenómenos dramáticos, como el de los desplazados, el de los refugiados, el de los miserables y el de toda una enorme lista, interminable, de lo que Bauman mismo denominó “desechos humanos”, los excedentes, los sobrantes. ¿Podría haberse pensado alguna vez que la humanidad estuviera emplazada a reconocer que dentro de lo humano hay excedentes?

El problema constituyente en este sentido es que fue la modernidad misma la que, desde el principio, produjo personas excedentes:

[Personas] no queridas, desempleadas; de hecho, fuera de lugar. Hay una obsesión compulsiva por la construcción del orden social, en el que cada cual tiene su lugar asignado. Tomemos como metáfora un jardín; si eres jardinero, hay plantas a las que cuidas, y otras que no caben en tu diseño del jardín. Siempre que creas un orden, existe el conflicto entre el orden racional y la sucia realidad. Hay minorías perseguidas, sectas religiosas, minorías étnicas que se resisten a incorporarse. Hay una clase de gente que no encaja. La Modernidad consiste en producir orden, orden y más orden, cada día más perfecto. El desorden de ayer se supera con el orden de hoy. Y eso genera una producción constante de gente excedente. Esto es el progreso económico (Caballero y Vilaseca, 2003).

El presente se tiñe de significación cuando se entrelaza, fugaz e inteligentemente con aquellos pretéritos redentores fracasados y, al final de cuentas, el mito del progreso.

Quizá el privilegio concedido a esta idea, en sus diferentes formas y en sus múltiples vertientes en todos los campos, fue lo que propició que hoy se nos apareciera como la ubicación dominante en lo que respecta a las estrategias modernas, que a fuerza de generar ilusiones, expectativas, sueños, esperanzas de un futuro promisorio, así como dinamizar el potencial utópico del que nos hablara Bloch, descubrió, al fin, que la fantasía y la ingenuidad perversa también le eran propias. No en vano Bauman ha escrito: “La vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante” (Bauman, 2006a: 10).

Hoy en día pareciera que podemos afirmar que “todo sistema, que todo individuo contiene la pulsión secreta de liberarse de su propia idea, de su propia esencia, para poder proliferar en todos los sentidos, extrapolarse en todas direcciones. Pero las consecuencias de esta disociación sólo pueden ser fatales. Una cosa que pierde su idea es como el hombre que ha vendido sus sueños o ha perdido su sombra” (Baudrillard, 1991: 12-13); la vida destrozada, la vida cayendo en un largo e infinito vacío, el delirio vuelto perdición.

No en vano la modernidad, en ese acontecimiento, lo que nos ha traído son las nociones de desechabilidad, de sobrante o de residuo, conceptos que les fue aplicado más tarde a los seres humanos, como si con esas nociones se encontrara una razón de ser a los diversos procesos en los que el hombre se ha acomodado al discurso de la modernidad. Quizá como respuesta de ello, Bauman escribió en 2004 el siguiente texto:

La producción de “residuos humanos” o, para ser más exactos, seres humanos residuales (los “excedentes” y “superfluos”, es decir, la población de aquellos que o bien no querían ser reconocidos, o bien no se deseaba que lo fuesen o que se les permitiese la permanencia), es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden (cada orden asigna a ciertas partes de la población el papel de “fuera de lugar”, “no aptas” o “indeseables”) y del progreso económico (incapaz de proceder sin degradar y devaluar los modos de “ganarse la vida” antaño efectivos y que, por consiguiente, no puede sino privar de su sustento a quienes ejercen dichas ocupaciones) (Bauman, 2005: 16).

Con ello, Bauman se colocó en el pináculo de la discursividad sobre la modernidad, en tanto que él aborda una de las paradojas vitales más turbulentas de la modernidad misma: la generación o producción de “residuos humanos”, que abarca una masa crítica de “poblaciones superfluas de emigrantes, refugiados y demás parias”, una modernidad que nos alcanza día tras día.

Sólo de manera indicativa, en junio de 2016 asistimos a una suerte de despertar brumoso, cuando en notas interiores de los periódicos se señalaba que se había alcanzado un récord histórico de desplazados: más de 65 millones de refugiados en el mundo; 65 millones de desplazados, de gente que huye de sus países de origen por diversas causas, personas que fueron expulsadas de sus tierras y han quedado atrapadas en sitios de refugio, en condición de refugiados, en una suerte de campos de concentración que los contiene sin que se desborden.

La noticia no alarmó a nadie. El número de desplazados, decía la noticia, había aumentado por quinto año consecutivo. Las cifras salieron de los periódicos e inundaron territorios por donde ya no pasan estos grupos de seres humanos, sino que sólo son números que se suman a otros, signos que se emplazan, emblemas que quieren ser sinónimos del dolor pero que sólo son factores, guarismos. El informe anual del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR, 2016a)) lo que reveló fueron las tendencias globales del desplazamiento forzado a nivel mundial y las contradicciones a las que esos mismos desplazamientos están sometidos. El alto crecimiento de los refugiados y las innumerables restricciones que sufren los espacios de asilo, pues lentamente el odio hacia todo “otro” se va acentuando. Y todo esto no puede descifrarse o escribirse en pasado, los tiempos verbales resultan insuficientes para describir esta situación y nos ahorran el trabajoso esfuerzo de encontrar la fórmula lingüística plena para abordar el problema: siempre tenemos que escribir y hablar en presente, todo esto está en este instante sucediendo. Bauman había escrito que “la nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos” (Bauman, 2005: 17).

Los 65 millones de refugiados no son otra cosa que esa producción de residuos humanos que persiste en sus avances y, como agrega Bauman, “alcanza nuevas cotas”, pues “en el planeta escasean los vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos” (Bauman, 2005: 17). Si lo pensamos un poco, es seguro que lo que ha escrito Bauman es certero, pues como apunta, el panorama ha cambiado radicalmente. Hasta hace poco tiempo, las grandes potencias situaban en sus colonias o en otras tierras poco o muy poco desarrolladas a colectividades que querían excluir, apartar o desechar por muchas motivaciones. Francia, como recuerda el autor, después de la Comuna de París reubicó o trasladó hasta Nueva Caledonia a ciudadanos que se sabía que eran conflictivos. Igual, a finales del siglo XIX pasó algo similar con los trabajadores de la industria que tuvieron que ser desplazados de Gran Bretaña a una imperial colonia: Canadá, para que muchísimos agricultores, luego de ser extirpados de sus tierras, invadiesen sus puestos.

Como quiera que sea, no es el mismo caso de los cinco millones que han huido de Siria hacia destinos tan aciagos como Turquía, Jordania, Líbano e Irak, y que buscan desde 2015 mejores perspectivas en una Europa que no quiere saber nada de ellos. Tampoco Afganistán o Somalia, Sudán del Sur o Burundi y Ucrania. Por la ACNUR sabemos que 51% de los desplazados forzosos en el mundo son niños, niños cuya vida frustrada apenas empieza. Niños que han sido lanzados a la búsqueda de un espacio vital, sin padres, sin futuro… Los términos del informe son sólo cifras, cifras que se maquillan, se deslizan, se pierden entre los números, entre los porcentajes, los minutos, las horas, las cantidades; al final ningún número tiene cara ni pasado ni presente ni mucho menos futuro: “Una media de 24 personas tiene que huir de su hogar cada minuto, lo que hace 34 000 al día. En 2014 eran 30 por minuto y, en 2005, sólo seis por minuto. Si esos 65.3 millones de refugiados y desplazados internos que hay en el mundo fueran una nación, estaría en el puesto número 21 en términos de población” (Meneses, 2016).

Desde entonces, se han generado múltiples formas para dar cauce a los refugiados, encontrar cómo despejar el camino, cómo zafarse de ellos, de su pobreza a cuestas, de sus costumbres extranjeras, de sus religiones, sus idearios, sus sueños, de su otredad, más que nada de su ser otro. Las estrategias para renunciar a una asimilación o a un asilo político van y vienen y ninguna es lo suficientemente fuerte y capaz para dar un espacio de luz a esos “otros” que día a día se van convirtiendo en problema, en problema mayor, en el horror de saber que esos miserables están a las puertas del sano y pacífico hogar. Se juegan muchas cosas porque lo que se quiere es mitigar el impacto poblacional, económico, social y cultural que está teniendo lugar en múltiples estados que conforman la Comunidad Europea. “Frenar las llegadas se ha convertido en la principal estrategias migratoria de la UE tras la crisis de refugiados del año pasado” (Abellán, 2016). “[N]o hay salidas fácilmente disponibles: ni para su ‘reciclaje’ ni para su ‘eliminación’ segura […] de ahí […] la nueva centralidad de los problemas de los ‘inmigrantes’ y ‘los solicitantes de asilo’ para la agenda política contemporánea” (Bauman, 2005: 17-18).

El 24 de febrero de 2017 las noticias que trajo el diario El País descorazonan a muchos, pues como señala el balazo del periódico: “Pasa el tiempo, los meses, y todos se olvidan de los refugiados” (Sánchez, 2017). La noticia ni siquiera alarma; la letra impresa, las fotografías, el dolor transcrito por los medios masivos parece no afectar a nadie y vemos las vallas fronterizas patrulladas por militares con armas de alto poder, resguardando ¿qué…? ¿El orden? ¿La miseria? Muchos de estos lugares de “refugio” se han convertido en “ratoneras”, como dice la reportera. Los estados miembro de la Comunidad Europea apenas si satisfacen 5% de las cuotas pactadas para dar asilo a los desplazados. Las migraciones traen infinitos desplazados y, si se piensa, ellos son vistos, como diría Bauman, como los “residuos humanos”, los superfluos.

Una de las fotografías que acompaña a uno de los reportajes se refiere a los refugiados en Grecia, pero daría exactamente igual que fuera de otras locaciones, pues el dramatismo es el mismo y el dolor es universal. Pareciera que el orden concentracionario del que habla Agamben vuelve por sus fueros. ¿A quién le importa? Si leemos que 60 mil refugiados e inmigrantes han quedado atrapados en Grecia por el cierre de las fronteras balcánicas, ¿a quién le importa?

¿Cómo gestionar lo que ya no sirve, lo que ya no vale, lo que ya no puede integrarse funcionalmente en el sistema moderno de vida, aunque en algún momento del proceso haya sido necesario para la propia supervivencia de tal sistema? En definitiva, ¿cómo eliminar los desechos que han sido generados en la producción de los objetos que componen nuestro mundo moderno o, al menos, cómo hacerlos no molestos, no visibles a los ojos del grupo de seres privilegiados que disfrutan cómodamente de las ventajas de la modernidad? (Cajade, 2010),

¿Quiénes son estos refugiados, desplazados, migrantes de periferias, de espacios perdidos y vidas rotas, destinos sin presente y sin futuro? Lo sabemos o pretendemos saber quiénes son, pero los ignoramos justo porque pertenecen a una categoría fundamental del desplazamiento, de lo que sobra, de lo que nadie quiere y se tiene que desechar. Los conflictos de guerra, las persecuciones han desplazado a cientos de personas que sólo son ya un número, pues lo que asombra es la acumulación de humanos, más de 60 millones, la primera vez que se supera el umbral de los 60 millones, reza un subtítulo de la ACNUR, al tiempo que el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados, Filippo Grandi, declara: “En el mar, un número escalofriante de refugiados e inmigrantes están muriendo cada año; en tierra, las personas que huyen de la guerra están encontrando su camino bloqueado por fronteras cerradas. Cerrar las fronteras no resuelve el problema” (ACNUR, 2016b). No se resuelve, pero se cierran.

Todos ellos, vengan de donde vengan o formen parte del entorno ignominioso de una sociedad que no se ha propiciado a sí misma la revaluación de su propia pobreza, constituyen eso que se llama “residuo”, son vidas residuales. Porque, “[e]l residuo es el secreto oscuro y bochornoso de toda producción. Preferimos que siguiese siendo un secreto […] Los basureros son los héroes olvidados de la modernidad” (Bauman, 2005: 43).

En una nota aparecida el 1 de marzo de 2017 en el semanario El País, se dice que:

Bruselas pisa el acelerador con las expulsiones de migrantes. En un contexto político marcado por las elecciones en Francia y Alemania, la Comisión Europea discute este miércoles un plan para acelerar las deportaciones. El documento insta a elevar el número de retornos, aunque para ello haya que recurrir a la retención de personas con orden de expulsión. Muchos países europeos fijan plazos máximos de internamiento inferiores a los que permite la normativa europea. “Esos cortos periodos de detención evitan que haya expulsiones eficaces”, apunta la Comisión, que pide mejoras concretas para junio próximo” (Abellán, 2017).

En este punto Bauman nos recuerda al perfecto relojero que con puntual corrección puede siempre fijar la hora del día: “Se precisan funcionarios de inmigración y controladores de calidad. Han de montar guardia en la línea que separa el orden del caos (un frente de batalla o una línea de armisticio, mas siempre recelosos a la hora de invitar a los intrusos y preparados para cualquier conflagración)” (Bauman, 2005: 44). La supervivencia de la forma de vida moderna tiene que actuar como un ritual que conjure el retorno de lo reprimido y por ello se tiene que fomentar la industria de la eliminación de residuos (Bauman, 2005: 43). Como quiera que sea, tenemos que estar de acuerdo con Bauman cuando señala que: “Los refugiados se han convertido, en una semblanza caricaturesca de la nueva élite del mundo globalizado, en el epítome de la extraterritorialidad en la que se asientan las raíces de la actual precarité de la condición humana, la principal fuente de temores y angustias de la humanidad actual” (Bauman, 2006b: 13-14). No creo que se pueda agregar más, sólo un ardoroso pesimismo de que las cosas pueden ser peores aún y que todo esto acontece desde que un buen día, con la voluntad de emancipación a cuestas, se soñó en ser libre. Al menos esa fue la idea originaria y primaria del discurso de la modernidad: ser nuestro propio destino.

Sobre el autor

Alberto Constante López es doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y tiene estudios de doctorado en la Université Pars VIII Vinceness. Es profesor de carrera de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Las líneas de investigación son: redes sociales y subjetividad; sociedades de control; Michel Foucault y Heidegger. Durante tres años ha tenido a su cargo un proyecto de investigación PAPIIT sobre la World Wide Web y la formación de la subjetividad, en el que ha coordinado y publicado siete libros de investigación sobre las derivas de la WEB. Algunas de sus más recientes publicaciones son: Imposibles de la filosofía, Martin Heidegger (2014); Heidegger, el otro comienzo (2010) y La modernidad en llamas (Metáforas sobre Nietzsche) (aceptado para publicación).

Referencias bibliográficas

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Recibido: 06 de Marzo de 2017; Aprobado: 20 de Marzo de 2017

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