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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.62 no.229 Ciudad de México ene./abr. 2017

 

Dossier

La batalla de las ideas y las emociones en América Latina5

The Battle of Ideas and Emotions in Latin America

Roger Bartra1  * 

1 Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.


Resumen:

El largo y laberíntico proceso que ha vivido América Latina en su andar hacia la democracia ha seguido el mismo camino de confrontaciones y querellas presentes a lo largo de la historia intelectual de Occidente, las cuales a veces se han expresado como una oposición entre “ideas y emociones”. En Latinoamérica, esta querella intelectual puede describirse, en términos cortazianos, como la lucha entre “una cronopia barroca” frente a una “famística gótica”, o bien, como una guerra entre dos culturas: “la de la sangre y la de la tinta”, en tanto reflejo de la erosión de las grandes teorías y de las ideologías tradicionales. Así, tras los desarrollos políticos y culturales derivados de la globalización, las transiciones democráticas en América Latina y la desaparición del bloque socialista, sabemos que estamos ante el fin de una época, pero aún no podemos definir los nuevos tiempos. A partir de ello, este artículo reflexiona sobre lo que puede significar el retorno de algunas visiones y emociones románticas a comienzos del siglo XXI. En particular, México tiene frente a sí un gran reto político y cultural, que parte del hecho de que su sociedad sigue inmersa en la cultura del nacionalismo revolucionario. Se presenta, así, como nueva expresión de esa perenne lucha entre ideas y emociones, la disyuntiva de dirigir los sentimientos a una identidad en crisis e intentar reconstruirla, o bien mirar hacia adelante para darle vida a una nueva cultura cívica democrática.

Palabras clave: América Latina; México; siglo XX; transición a la democracia; populismo; partidos de izquierda

Abstract:

The long and labyrinthine process that Latin America has undergone in its way towards democracy has been marked by the same confrontations and quarrels present throughout the Western intellectual history, which have sometimes been expressed as a fight between “ideas and emotions.” In Latin America, this intellectual quarrel may be described in Julio Cortazar’s terms, as a struggle between “Baroque cronopios” versus “Gothic fames,” or as a war between two cultures: “that of blood and that of ink,” echoing the erosion of the great theories and traditional ideologies. Thus, in the wake of the political and cultural developments resulting from globalization, the Latin American democratic transitions, and the fall of the socialist bloc, we know that we are witnessing the end of an era, but we cannot yet define the new age. This article ponders, thus, what the revival of romantic views and emotions may mean at the beginning of the 21st century. Mexico, in particular, faces a major political and cultural challenge, resulting from the fact that the Mexican society is still immersed in the culture of the Revolution’s nationalism. The perennial struggle between ideas and emotions has become manifest again in the form of a dilemma between attaching to an identity in crisis and trying to reconstruct it, or rather looking ahead with the aim of creating a new democratic civic culture.

Keywords: Latin America; Mexico; 20th century; democratic transition; populism; left parties

Introducción

Las tensiones intelectuales con frecuencia han adoptado la forma de una batalla entre las emociones y las ideas, algo bien conocido en la historia intelectual de Occidente. Una de sus expresiones más espectaculares fue la famosa querella del dibujo y el colorido. En la Francia del siglo XVII se inició una confrontación que opuso a los artistas académicos que defendían la primacía del dibujo, como expresión de una racionalidad retomada de la Florencia neoplatónica del siglo anterior; su gran ejemplo era Miguel Ángel. En contraste, quienes defendían la primacía del colorido celebraban los sentimientos, el sufrimiento, la melancolía y se vinculaban a las expresiones venecianas representadas por Ticiano. Fue una lucha entre la idea y la forma. Esta contraposición se expresó también en el ámbito literario, en el seno de la llamada “querella de los antiguos y los modernos”. En el arte, por un lado, se exaltaba al dibujo como expresión de las ideas intelectuales, masculinas, nobles y divinas. Por el otro lado, el colorido canalizaba las formas emocionales, la sensualidad plebeya y la corporalidad femenina. Miguel Ángel contra Ticiano; Poussin versus Rubens; Ingres o Delacroix. Del lado del dibujo, encontramos el orden, la inteligencia, el contorno y la perspectiva. Con el colorido se hacía énfasis en los claroscuros, los sentidos y las pasiones. En cierta manera, la polaridad todavía pudo observarse en el siglo XX, cuando tenemos, por un lado, al gran dibujante que fue Picasso y, por el otro, al extraordinario colorista Francis Bacon.

Esta antigua querella ha tenido muy diversos ecos. Uno de ellos fue la curiosa batalla intelectual que en América Latina enfrentó a dos territorios intelectuales cuyas fronteras no son fáciles de delimitar con precisión ni definir su perfil ideológico. En aquella época usé la mitología de Julio Cortázar para referirme a la confrontación: una cronopia barroca y epicúrea enfrentaba a una famística gótica y estoica. Usé estas metáforas en una reunión internacional de intelectuales reunida en Valencia en 1987, presidida por Octavio Paz, durante la cual hubo manifestaciones de ésta y otras peleas. Se conmemoraba el famoso congreso de intelectuales antifascistas reunido en Valencia cincuenta años antes.1

Muchos creían que los cronopios eran de izquierda y los famas de derecha, pero ello no resultaba para nada claro. Los primeros parecían inclinarse por la crónica y gustaban de contar con cierta pasión la historia; los segundos preferían hacer una lectura más bien fría de los acontecimientos, para descifrarlos. Me imagino a Gabriel García Márquez en una esquina del ring y, en la opuesta, a Jorge Luis Borges. Podrían estar enfrentándose también Carlos Fuentes y Octavio Paz. Esta querella no era más que una de las muchas batallas intelectuales que agitaban a América Latina durante la segunda mitad del siglo XX.

La cronopia era cercana a las emociones populares y, en contraste, la famística se orientaba hacia la búsqueda de claves estructurales. Me pareció ver en pugna dos grandes castillos culturales, que revivían la vieja oposición entre nacionalistas y universalistas. En un castillo se pertrechaban los críticos de una subjetividad opaca y funcional de símbolos, mitos o arquetipos, ante la cual exaltaban una realidad mágica, multicolor y encantadora. En el castillo opuesto la realidad era vista como un horrendo campo de fuerzas y de poderes, y se proclamaba la necesidad de descubrir un rico tejido de significados escondido en el gris cemento de la vida cotidiana.

Desde luego, la descripción de esta querella no sirve para clasificar e interpretar las obras y las vidas de los intelectuales latinoamericanos. Se trata más bien de la puesta en escena de un drama ficticio que cada quien interpreta a su manera y que sirve como referencia para no perderse del todo en los laberintos de una América Latina en proceso de transición a la democracia y en el camino resbaloso que debía alejarnos de la condición “desmoderna”, como se me ocurrió llamarla. Yo pensaba entonces que el ensayo debía ser una puesta en escena y así fue como concebí La jaula de la melancolía, que se publicó en 1987.

Una forma diferente de analizar las querellas latinoamericanas me permitió señalar otras dos culturas: la de la sangre y la de la tinta. La cultura de la sangre gusta de invocar identidades éticas, nacionales o de grupo como si estuvieran inscritas profundamente en los cuerpos de sus portadores. En cambio, la cultura de la tinta busca en las escrituras una pluralidad de memorias que se pueden intercambiar entre diversas tradiciones y a lo largo del tiempo. Hay una tenue vinculación entre quienes exaltan la sangre y la cronopia barroca y, por otro lado, entre los que cultivan las artes de la tinta y la famística descodificadora de estructuras. Quiero recordar que las imágenes sobre la sangre y la tinta fueron ocasionadas por el sorpresivo levantamiento guerrillero neozapatista en Chiapas, encabezado por el subcomandante Marcos, quien afortunadamente gastó mucha tinta en sus misivas y derramó poca sangre. No obstante, los neozapatistas hablaban en nombre de una cultura de la sangre y batían los tambores de la guerra. En aquella época, durante la última década del siglo XX, me manifesté como un defensor de la cultura de la tinta y como un crítico de la cultura de la sangre (Bartra, 1999).

La cultura de la sangre ha avanzado durante los años recientes, en parte debido a la erosión de las grandes teorías y el retroceso de las ideologías tradicionales. Acaso por ello mismo ha habido un cierto retorno al interés por las llamadas “pasiones del alma”, que hoy son exploradas por sociólogos, historiadores y antropólogos con tanto interés como se estudiaban antes las estructuras de poder, las clases sociales, las funciones políticas o los sistemas de parentesco. Desde luego, se trata de dos procesos diferentes. Una cosa es la exaltación política de emociones y sentimientos para sustituir las deficiencias de las ideas y otra cosa muy diferente es el redescubrimiento de la importancia de las emociones en el seno de las mismas redes racionales que sostienen a las sociedades modernas. Y, sin embargo, es posible observar una confluencia entre los dos procesos. Esta confluencia es estimulada por nuevas tendencias intelectuales que han propiciado el auge del relativismo o del constructivismo y el desprecio por la búsqueda de objetividad y de significados. Se ha extendido una actitud que da primacía al significante sobre el significado y a la representación sobre lo representado. El estudio de las emociones se impone sobre el análisis de las razones. Las texturas sentimentales parecen más interesantes que los textos, los discursos y los archivos. El famoso dictum de David Hume vuelve a ser enarbolado por muchos: “La razón es y debe ser la esclava de las pasiones.”

Intelectualidad y opinión pública

Mientras en otras partes del mundo la intelectualidad parece convertirse en una especie en peligro de extinción, en América Latina la caída de los antiguos regímenes autoritarios ha impulsado una enorme expansión de los espacios intelectuales. La época de las capillas de escritores y de los caudillos intelectuales ha terminado, para dar lugar a una extraordinaria ampliación del número de voces que expresan sus ideas, sus interpretaciones y sus predicciones. Los diarios, las revistas, la radio y la televisión aceptan en sus espacios a una multitud de intelectuales que, siguiendo una vieja tradición, están convencidos de que tienen algo que decir sobre cualquier cosa y que todo puede someterse a sus inclinaciones y gustos. Desde luego, aquellos que se consideran “expertos” en algún tema ven con angustia cómo sus tradicionales dominios especializados –en la academia o en los espacios tecnocráticos– son invadidos por una avalancha de opinadores que se cuelan por todos los resquicios. Ciertamente, esta masa de opinadores –ha sido llamada despectivamente “opinocracia”– es muy heterogénea y variada: hay allí escritores con ambiciones académicas, periodistas intelectualizados, políticos escribidores, profesores politizados, artistas desplazados y toda clase de gente que alimenta su fama y su vanidad mediante su presencia en los medios masivos de comunicación. Mal que bien, configuran una gran multitud de intelectuales públicos que anima con sus discursos la vida política.

Me parece que esta masa variopinta de intelectuales es una criatura de las transiciones democráticas. Por un lado (el lado optimista), constituye el embrión de la saludable masa crítica que todo Estado democrático requiere. Pero, por otro lado (el lado pesimista), este grupo social integra una peculiar picaresca propia de las democracias que carecen de una tradición histórica. Encontramos allí toda clase de personajes, una verdadera corte de los milagros compuesta por escapados de la academia, periodistas con ínfulas, prófugos de la literatura, ideólogos desahuciados, tecnócratas desempleados, políticos insensatos, burócratas exquisitos y muchos otros especímenes que son vistos con alarma por una clase media timorata frente a los retos de la democracia y con desprecio por las nuevas élites políticas de derecha. Es cierto que, estrictamente hablando, no todos pueden considerarse como intelectuales; pero, si no lo son, al menos forman parte del enjambre mediador que siempre ha rodeado a quienes por su actitud reflexiva ostentan el título.

Uno de los problemas más graves de la cultura latinoamericana es que muchas de estas pícaras criaturas de la democracia desprecian o desconfían de la madre que las parió y se sienten abandonadas, cargadas de penas y pecados. El problema es que una gran parte de la intelectualidad cree que la democracia no ha llegado aún, que ha nacido malformada, que es meramente formal, que se ha paralizado, que es de baja calidad, que está bloqueada, que cobija a una oligarquía o que está anclada en el pasado.

Muchos creen que hemos transitado de una intelectualidad nacional acarreada, oportunista, mafiosa y sólida a una intelectualidad postmoderna, marginada, depresiva, fragmentada e incoherente. Acaso sea una exageración, pero esta visión refleja aspectos de la nueva realidad. Ahora surge la pregunta: ¿cómo se relaciona esta nueva intelectualidad con el poder?

La forma más evidente ya la he descrito: de esta intelectualidad emana un flujo de opinadores que a través de los medios masivos de comunicación derrama ideas sobre una parte de la sociedad y sobre la clase política. Se trata de influir en las instancias del poder, directa o indirectamente. Pero ahora se agregan problemas nuevos: las peculiaridades de la lucha electoral democrática vuelven muy incierta la función política de los intelectuales, que cada vez más tienen que sustituir las viejas intrigas y grillas por definiciones públicas más o menos claras. Esto obliga a muchos a mantener una relación más descarnada y abierta con el poder político. Un intelectual de izquierda ya no puede simplemente hacer crónicas en clave, llenas de guiños y señas, o publicar sesudos análisis llenos de logogrifos estructuralistas sólo comprensibles para los iniciados. El escritor de íntimas inclinaciones derechistas ya no puede, como antes, soltar discursos nacionalistas o revolucionarios para, por debajo del agua, cobrar por los servicios de asesoría y acarreamiento. Además, los viejos mecanismos de cooptación están estropeados o anquilosados. Ciertamente, hoy los intelectuales críticos más autónomos gozan de mayores espacios, aunque tengan que sufrir las tradicionales cuotas de marginalidad y ninguneo.

En estas nuevas condiciones hubo un fenómeno significativo que ha provocado consecuencias que todavía no podemos medir. Me refiero al hecho de que una gran parte de la intelectualidad sufre una irresistible atracción por acercarse al poder político. El imán de los gobiernos populistas y la fascinación por arrimarse a los dirigentes carismáticos provocaron un gran remolino que se tragó a un segmento de la intelectualidad. Este fenómeno puede atribuirse a que la intelectualidad se hallaba sumergida en tristes humores negros, que la llevaron a tratar de repetir lo que la vieja intelectualidad hacía en tiempos del autoritarismo. En los países con gobiernos de derecha la intelectualidad se encuentra más dispersa y una parte de ella se siente derrotada, lo que ha sumido a muchos intelectuales en una desesperada tristeza política. Ha sucedido lo peor: atraídos por una alternativa socialista que desapareció o se agrió, quedaron con las manos vacías después de haber sacrificado sus ideales en el altar de un mito marchito. La amargura del fracaso se ha ido imponiendo sobre la cólera del fracaso político. Me parece que esta amargura es uno de los motores que bombea un denso flujo de decepción y melancolía hacia un sector importante de la opinión pública, auspiciando la desconfianza en la democracia. Todo ello, además, conforma un caldo de cultivo que propicia fuertes tensiones intelectuales y fracturas en el mundo de la cultura.

Identidad y melancolía

En el seno de la tradición cultural que va de los cronopios barrocos a la exaltación sanguínea de las identidades creció un poderoso mito referido a una de las emociones más cultivadas y al mismo tiempo más temidas desde tiempos antiguos: la melancolía. Aquí podemos observar tensiones y sentimientos dolorosamente sufridos, que incluso llegan a crear estados mentales mórbidos muy peligrosos y que confluyen con manifestaciones poéticas e intelectuales sofisticadas y refinadas, con actitudes, modas, representaciones artísticas o dramáticas de diversa índole. Estoy convencido de que las manifestaciones culturales, sociales, políticas y psicológicas que giran en torno de la melancolía constituyen un conglomerado mítico de una enorme importancia en la América Latina moderna y contemporánea. Basta recordar a ese enjambre de estereotipos que invade la cultura latinoamericana: gauchos tristes, poesía amarga, indios deprimidos, saudades urbanas, boleros quejumbrosos, tedios campesinos, andinos tristes, tangos nostálgicos y muchos otros más. Sin duda, es posible ubicar y estudiar la presencia y expansión de otros conglomerados míticos que crecen, por ejemplo, en torno de emociones como la alegría, el miedo o el odio. Hay muchas texturas sentimentales que es importante explorar y entender.

La idea de una identidad melancólica con frecuencia fue acompañada de otro mito: el mestizo, ese ser híbrido que justamente por serlo demuestra una sensibilidad peculiar, una emotividad propia de situaciones de transición y de frontera. El mestizaje se ha ido convirtiendo en una noción cultural e incluso ideológica, pero no ha logrado desembarazarse completamente de su fundamento biológico. Este sustrato, visto desde la perspectiva científica de hoy, es racista e irracional. El mestizaje se ha referido tradicionalmente a la “mezcla” de razas, y aunque la idea de raza ha adoptado tonos culturales y sociales, no por ello ha perdido totalmente sus implicaciones biológicas. Así que la idea de mestizaje es sumamente incómoda. Hoy comprendemos que la clasificación de las razas fue un ejercicio fútil que no llevó a nada. Los estereotipos raciales se basaron en el color de la piel, la textura y el tono del pelo y algunos rasgos faciales, diferencias que no han sido confirmadas por el análisis de los rasgos genéticos. Quienes han intentado una taxonomía racial han llegado a hablar de tres hasta más de sesenta razas. Obviamente, las llamadas razas humanas son entidades completamente inestables e indefinidas. Además, no existe ninguna relación entre el perfil genético de las poblaciones y las peculiaridades del comportamiento (Cavalli-Sforza, Menozzi y Piazza, 1996).

Hay que advertir que las exploraciones sobre el perfil sentimental de las identidades se enfrenta a un peligro peculiar: con frecuencia las investigaciones y críticas forman parte de las mismas texturas emocionales que se estudian. De hecho, es común encontrar manifestaciones del fenómeno que se investiga en los mismos estudios que lo abordan. Quiero poner un ejemplo que me parece sintomático e inquietante. Una de las manifestaciones de la cultura de la sangre se ha expresado como una interpretación fatalista y melancólica que contempla a América Latina como el aciago resultado del trauma fundacional de la Conquista y la colonización. Desde los tiempos originarios, América Latina habría sido un cuerpo vampirizado por los colonizadores europeos, como lo expuso con gran vehemencia Eduardo Galeano (1971) en su famoso libro Las venas abiertas de América Latina:

La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta

No fue Galeano, por supuesto, el inventor de estas ideas, pero acaso fue quien propugnó por ellas con la mayor carga emocional.

No es necesario aquí adentrarse en el examen de las múltiples teorías sobre el colonialismo y el imperialismo. Quiero enfatizar el hecho de que nos han dejado una herencia de ideas que giran en torno de las teorías de la dependencia, del subdesarrollo, del tercermundismo o de la globalización y que intentan explicar la situación de miseria y atraso en que vive la mayor parte de la población en América Latina, especialmente notable si se la compara con las condiciones que imperan en Europa y Estados Unidos. Independientemente de las sutilezas teóricas que cada interpretación maneja, se ha ido acumulando en la cultura latinoamericana la sensación de que vivimos una condición dramática desde el momento en que el continente fue herido por la colonización. El resultado de esta especie de pecado original ha sido un proceso trágico, como si las sociedades latinoamericanas hubiesen quedado predestinadas al fracaso. Es sintomático que en la potencia colonial, España, haya trascurrido un proceso similar. Me refiero a la expansión de esa sensibilidad triste y fatalista que se apoderó de la generación del 98 y que contaminó durante decenios la cultura española. El imperio español también fue visto como dominado por una fatalidad que llevaba al fracaso, a un destino doloroso. Se desarrolló el mito de las dos Españas, de un país escindido por una herida terrible que determinaba el curso trágico de la historia. El contexto cultural latinoamericano estaba impregnado por las actitudes de Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín y Ganivet, de tal manera que el terreno intelectual estaba abonado para que creciesen los sentimientos de identidades melancólicas lastradas por el peso secular del pecado colonial. A ello se sumaron las doctrinas leninistas, maoístas, tercermundistas o dependentistas, que generaron un tejido emocional teñido de pesimismo. El optimismo apareció sólo en los momentos en que se creyó que corrían tiempos de cambio radical, como ocurrió después de la Revolución cubana. Más recientemente, los triunfos del llamado socialismo bolivariano y la expansión de nuevas expresiones del populismo han inyectado en algunos la esperanza de que, pese a todo, la maldición colonial podía ser conjurada. Pero la previsible deriva de Cuba y de los países sudamericanos con gobiernos populistas hacia el capitalismo del que pretendieron escapar amenaza con sumir de nuevo a muchos en la tristeza ancestral.

En el centro de la cultura populista hay, más que un conjunto articulado de ideas, un ramillete de emociones dirigidas a curar la herida colonial y a exaltar la identidad nacional. Por ello las ideas socialistas puras y duras tienen que combinarse con el conjuro al espíritu bolivariano independentista invocado por los dirigentes populistas en Bolivia, Ecuador y Venezuela. Hay que recordar que la experiencia revolucionaria cubana acorazó el proyecto socialista con el espíritu anticolonial de José Martí. Este proceso tuvo una intensa carga emocional y sin duda logró separar el país del imperialismo capitalista, pero para caer en algo mucho peor: las miserias de una larga dictadura. Como es evidente, las emociones se ligan a poderosas ideologías nacionalistas que en ocasiones cristalizan en eficientes redes de legitimación de sistemas políticos no democráticos. Posiblemente el caso más emblemático y complejo es el del México postrevolucionario, donde se afianzó durante más de siete décadas una peculiar dictadura que combinó ingredientes sentimentales sobre la identidad nacional con estructuras políticas autoritarias vagamente antimperialistas y supuestamente revolucionarias.

Populismo y globalización

El surgimiento de nuevas formas de populismo en América Latina es una respuesta a las grandes tensiones que provoca la intensificación de los procesos globalizadores y a la profunda crisis en que se ha sumergido el socialismo desde 1989. Algunos analistas perciben que el Viejo Mundo se viene abajo y creen encontrar en los movimientos impulsados por grupos étnicos, minorías raciales o sexuales y ecologistas las señales de nuevas alternativas que podrían generar identidades y subjetividades que sustituyan los cánones destrozados del indigenismo, del mestizaje, del campesinismo y del obrerismo. Se habla de un activismo intelectual subalterno que podría tejer una “estructura sentimental”, para usar el concepto de Raymond Williams, que sostendría el crecimiento de ideas, mitos, emociones y afectos basado en la recuperación de antiguas tradiciones encarnadas profundamente en las sociedades latinoamericanas, en las subjetividades que emanan del sufrimiento del pueblo y en el carisma de los líderes populistas. Las nuevas subjetividades supuestamente debilitarían la racionalidad moderna que busca rupturas vanguardistas y se negarían a superar las tradiciones: más bien, en un impulso auténticamente conservador, intentarían establecer nuevos vínculos con ellos, bajo el supuesto de que los grupos subalternos son depositarios de tradiciones reciclables en un proceso de emancipación. Hay quienes ven en todo esto una insurgencia política y epistémica de movimientos indígenas que luchan contra la cultura occidental. A mí me parecen más bien los síntomas de que una época ha terminado y que estamos ante una nueva situación que todavía no hemos podido definir.

Hemos vivido desde hace muchas décadas sumergidos en una conciencia nacionalista desdichada que ha alimentado nuestras obsesiones sobre un Tercer Mundo dependiente, atrasado, subdesarrollado, subalterno y postcolonial. Han surgido decenas de teorías para explicar esta condición trágica. Muchas explicaciones llegaron a la conclusión de que solamente era posible escapar de la subordinación colonial o postcolonial mediante un cambio revolucionario que condujese a la liberación nacional. La experiencia política, cultural del necesario proceso revolucionario se fue decantando y ramificando gracias a grandes procesos en todo el mundo, encarnados por las figuras de Mahatma Gandhi y Mao Tse-tung, de Jomo Kenyata y Patrice Lumumba, de Gamal Abdel Nasser y Ahmed Ben Bela, de Ho Chi Minh y Fidel Castro. Otras figuras mostraron facetas menos atractivas, como Pol Pot, Idi Amin Dada, Kim Il Sung, Juan Domingo Perón, Muammar al-Qaddafi y muchos otros. Desde luego, todo este inmenso proceso de liberación y revolución es muy complejo y contradictorio, es un conjunto en el que coexisten la lucha por la igualdad con la represión más cruel, los valores más sofisticados y avanzados con las ideas más perversas, conservadoras y rudimentarias. Pero, a pesar de su gran heterogeneidad, este inmenso espacio político ha dejado en las tradiciones culturales de hoy una pesada y densa carga emocional que influye intensamente en las actitudes e inclinaciones de la cultura política latinoamericana. Podemos observar su influencia en la novela, en la música, en la poesía, en la teología, en el cine, en las ciencias sociales y en los hábitos políticos. Unos cuantos nombres permiten señalar la constelación cultural a la que me refiero: de García Márquez a Mario Benedetti, de Atahualpa Yupanqui a Mercedes Sosa, de Camilo Torres a Ernesto Cardenal, de Glauber Rocha a Tomás Gutiérrez Alea, de Getulio Vargas a Lázaro Cárdenas.

No quiero discutir ni regatear los méritos de estas personas, que son considerables. Pero creo que este enjambre cultural, lleno de matices y paradojas, ha comenzado lentamente a disolverse. Las transiciones a la democracia en América Latina y la desaparición del bloque socialista iniciaron un proceso de cambio imparable que erosionó sin remedio los mitos nacionalistas tercermundistas. La caída del muro de Berlín y la expansión de la democracia marcaron el inicio de una nueva época en la que esos mitos han perdido eficacia y se han reducido a focos emocionales con andamiajes ideológicos anticuados, precarios o inexistentes. Sobreviven gracias al soporte de algunos gobiernos que intentan mantener vivo el fuego mítico revolucionario en Cuba, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Los mitos se conservan también en algunas islas flotantes académicas que sobrevuelan los territorios latinoamericanos, como lo hicieron los laputenses que encontró el capitán Gulliver en su viaje imaginario a Balnibarbi. Y se sostienen también, evidentemente, en las diversas corrientes políticas que impulsan a los movimientos y grupos populistas.

La situación misma de los países que son una base política de los mitos de la subalternidad postcolonial ha contribuido a erosionarlos. La terrible pobreza económica y política en que viven los cubanos, la corrupción que atenaza a los nicaragüenses, la crisis que paraliza a Venezuela, las tensiones que desfiguran a Bolivia y el panorama nebuloso de Ecuador son hechos que no insuflan las esperanzas en una alternativa populista. Por el contrario, los demonios del atraso parecen haber sido convocados en estos países. Por otro lado, puede decirse que las regiones que se mantienen en la esfera capitalista y en las que no se buscan salidas anticapitalistas están muy lejos de ser un paraíso. Esto es cierto y evidente. Estas regiones, sean gobernadas por partidos socialdemócratas o por partidos de derecha, continúan experimentando diversas formas de gestión del capitalismo, con todos los defectos y problemas que ello implica. Pero en ellas se está formando un tipo de sociedad en la que domina cada vez más claramente una clase media en expansión, cercana a las élites empresariales. En países como Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, México y Uruguay está surgiendo una sociedad cuyo perfil comienza a parecerse al de las sociedades desarrolladas. Es posible que no tardemos mucho en ver que algunos países latinoamericanos vivan condiciones similares a las de los países menos desarrollados de Europa occidental, como Grecia o Portugal.

El Tercer Mundo como cultura política se está extinguiendo y ya no queda de él más que un conjunto de ruinas ideológicas. Desde luego, la miseria sigue acosando a la gente que vive en estas porciones del mundo y la corrupción o la violencia tardarán mucho en desaparecer. Pero ya no pueden ser englobadas en un solo paquete político. La desaparición casi total del Segundo Mundo –el socialismo– ya auguraba hace dos decenios que la configuración política del globo cambiaría profundamente. Ese Segundo Mundo se ha esfumado, pero no han desaparecido los mecanismos autoritarios, represivos y corrompidos que los caracterizaron. En el postsocialismo ruso o en el socialismo de mercado chino podemos reconocer todavía las lacras del antiguo régimen. Lo mismo ha ocurrido en el Tercer Mundo, aunque el proceso ha sido mucho más lento. Sin embargo, ya han aparecido las primeras señales espectaculares de que se ha producido un cambio enormemente significativo. Las rebeliones en los países musulmanes del norte de África y del Cercano Oriente son signos que indican que esas regiones ya no viven tan sometidas a la lógica tercermundista y nacionalista. De hecho, las rebeliones combaten frontalmente las dictaduras que emanaron del proceso de descolonización. Contra lo previsto por las grandes potencias, que prohijaron los más atrasados y autoritarios sistemas políticos, ha madurado una sociedad moderna que –lejos de estar sometida al fanatismo religioso– busca con fuerza una alternativa democrática. Esta nueva sociedad busca más una salida como la de Turquía que una opción como la de Irán. Es muy sintomático el inicio del proceso. No comenzó con la detonación de una bomba oculta en la ropa de un suicida fanático, pero sí se inició con un suicidio, el de un joven vendedor de frutas en Túnez que, después de ser humillado, se prendió fuego para protestar. Y su protesta ocasionó la caída de las dictaduras en su país y en el vecino Egipto y ocasionó movimientos de rebelión en Libia y en otros países árabes. En cierto sentido, la ola de cambio en el mundo árabe es similar a la oleada de transiciones democráticas en la América Latina de los años ochenta del siglo pasado y que ocurrieron por lo general bajo el signo de movimientos revolucionarios de izquierda. La democracia en América Latina llegó por la derecha. En la plaza Tahrir de El Cairo nadie quemó banderas de Estados Unidos o de las potencias europeas. Los jóvenes que protestaban se comunicaron gracias a redes sociales cibernéticas mediante sus teléfonos celulares o Internet. Una gran parte de la clase media y de los sectores populares se movilizó en una lucha por la modernización y por defender la dignidad ante gobiernos represivos y antidemocráticos. Los cambios en el mundo árabe se han iniciado gracias a las convulsiones de una sociedad que quiere ser moderna y no por las sacudidas de movimientos populistas globalifóbicos o de fundamentalistas fanáticos.

¿Un ethos romántico?

Asistimos al final de una época, pero no sabemos bien qué terreno estamos pisando. Por ello no debe extrañarnos que en estos momentos de transición, cuando las luces crepusculares se confunden con los destellos de la alborada, la preocupación por las pasiones y los afectos resurja con fuerza. Así, resurgen algunos de los antiguos temas caros al romanticismo. Es útil, por lo tanto, una reflexión sobre lo que puede significar el retorno de algunas visiones y emociones románticas a comienzos del siglo XXI.

Bolívar Echeverría ha dicho que el romanticismo es una de las cuatro formas de vivir la modernidad. Según este filósofo el ethos romántico niega las contradicciones propias de la sociedad capitalista, mientras que el ethos realista las borra. En contraste, las actitudes clásica y barroca reconocen las contradicciones de la modernidad capitalista. Pero mientras la primera las acepta, el ethos barroco las rechaza. No quiero detenerme en la interpretación que nos ofreció Bolívar Echeverría, que aquí menciono muy sintetizada, de las cuatro posibilidades de volver natural la vida capitalista; es decir, de construir un refugio que nos proteja de una situación que es propiamente invivible. Los cuatro ethos son formas de vivir lo invivible, de soportar las contradicciones propias del mundo moderno y de poner en escena el drama capitalista.2

Ciertamente, como ha señalado Isaiah Berlin, el romanticismo puede ser visto como una reacción contra la Ilustración, que había establecido que toda pregunta genuina puede ser contestada (y no por una revelación) y que todas las respuestas deben ser compatibles y coherentes entre ellas, de lo contrario dominaría el caos (Berlin, 1999). Ante esta hegemonía de la razón, el romanticismo ha sido definido como primitivo, juvenil, febril, enfermizo, decadente y melancólico. El romanticismo erosiona la creencia de que las preguntas centrales sobre la naturaleza del mundo y el sentido de la vida pueden ser respondidas. Según los románticos, la verdad no es una estructura creativa independiente de quienes la buscan, sino que es creada por ellos. La búsqueda y la lucha lo son todo, la victoria no es nada. Ya lo había dicho Fichte: “Ser libre no es nada, volverse libre es el cielo” (“Frei sein is nichts – frei werden ist der Himmel”). De aquí el culto al creador, al artista solitario.

Para el romántico, ha dicho por su parte Jacques Barzun, las ruinas son un símbolo formidable que expresa el sentimiento de una desarmonía que refleja, como había dicho Pascal, que somos unas criaturas perdidas en un mundo extraño, desnudo y desamparado. Barzun es muy enfático al negar que sean válidas muchas ideas que se han atribuido al romanticismo. Cree que es un error asociarlo mecánicamente con el irracionalismo, la sentimentalidad, el individualismo exacerbado, el nacionalismo, la locura, el deseo de retornar al Medioevo, el gusto por lo exótico, la reacción contra la ciencia, la glorificación de la fuerza o el retorno a la naturaleza. De acuerdo con Barzun nada de esto unifica a los románticos. Lo que los une no son las filosofías, las ideas o las actitudes; los une el problema que quieren resolver: quieren crear un nuevo mundo partir de las ruinas del viejo (Barzun, 1960). Así, el romanticismo no sería una negación o una escapatoria de la realidad. Por el contrario, el espíritu romántico quiere cambiar la parte de la realidad que le desagrada. En este sentido (y en otros), Marx fue un romántico o al menos un heredero directo del romanticismo. El arte romántico es realista y parte del modelo grecorromano. La tragedia clásica y los temas antiguos alimentan la literatura romántica. No hay que olvidar que los románticos son una criatura de la Revolución francesa y del imperio napoleónico. Para Barzun el romanticismo implica no solamente riesgo: es fuerza y energía. Implica también creación, diversidad y genio. De alguna manera, el romanticismo es un rasgo permanente de la cultura occidental, en ocasiones dominante y en otras sumergido.

Para estimular una reflexión sobre el vínculo entre el romanticismo y la modernidad habría que agregar a los enfoques de Berlin y Barzun la interpretación que Ernest Gellner plasma en su libro Language and Solitude (1998). Gellner observa una polaridad básica en el mundo contemporáneo, que hunde sus raíces en largas y antiguas tradiciones. La primera es la visión individualista y atomista; la segunda es la visión orgánica. Creo que igualmente podríamos denominarlas “ilustrada” y “romántica”: la primera es racionalista y considera que el conocimiento sólo lo logran los individuos; la segunda cree que el conocimiento se logra en la medida en que se pertenece a la comunidad.

La primera visión no acepta las ataduras culturales; Gellner cita como representante de esta visión a Descartes, Kant y Bertrand Russell. La visión romántica y orgánica repudia el individualismo y está convencida de que ningún hombre está aislado; cita en este polo a Burke, Herder, Scott, Coleridge y D.H. Lawrence. Los primeros resaltan la importancia de la sociedad (Gessellschaft), los segundos aprecian la comunidad (Gemeinschaft). Los primeros aman el cálculo; los otros, la pasión. Los primeros rinden culto a lo universal y al liberalismo, los segundos exaltan lo local y el nacionalismo. Unos son herederos de la Ilustración, los otros son románticos que aprecian la sangre y la tierra (Blut und Boden).

Una cuarta interpretación que quiero traer en mi ayuda es la de Mario Praz en su libro clásico La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, de 1930. Praz considera que la esencia del romanticismo se encuentra en lo inefable. Las palabras y las formas son accesorias, lo fundamental es el pensamiento pasivo: “el romántico –dice Praz– exalta al artista que no da forma material a sus sueños, al poeta extático ante la página eternamente blanca, al místico que escucha los prodigiosos conciertos de su alma sin intentar traducirlos en notas” (Praz, 1999: 59). Praz cita a Keats: “Heard melodies are sweet, but those unheard / are sweeter” (del poema Ode on a Grecian Urn).

Desde luego, los cuatro enfoques –de Berlin, Barzun, Gellner y Praz– no coinciden en muchos puntos. Sin embargo, creo que de ellos es posible desprender algunas conclusiones. El Romanticismo es una parte de la Modernidad, aunque aparece como su contrario. Muchas veces se entiende mejor la Modernidad si la observamos desde el Romanticismo. Es una época y una cultura históricamente circunscrita, que abarca desde los años 70 del siglo XVIII hasta la época de las revoluciones de 1848. Pero se trata de un ethos de larga duración cuya presencia no se ha extinguido y que se ha asomado a la historia en épocas anteriores. La hegemonía cultural del Romanticismo coincide con las revoluciones burguesas (1789-1848). El Romanticismo es algo radicalmente nuevo: significa la separación de gran parte de la cultura de su contexto social y político. Es empujado por las revoluciones burguesas, pero no se convierte en una superestructura propiamente capitalista. Si es de alguna manera un espíritu del capitalismo, es un espíritu que vuela con sus propias alas. La magia, lo inefable y el encanto se independizan y se vuelven supérfluos, pero no se extinguen. Fundan una alteridad extraña que permanece.

El Romanticismo nos permite comprender que en algún momento las esferas culturales dejaron de ser superestructuras y adquirieron vida propia. Ni siquiera el mercado logró someterlas. Y se extienden hasta nuestros días. Daniel Bell se quejaba de que la contracultura hedonista de los años 1960 (que es heredera lejana del Romanticismo) había desplazado a la ética burguesa. Sin embargo, la Modernidad acaba descubriendo y desarrollando mecanismos para extraer legitimidad de la otredad cultural que crece en su seno. Yo he estudiado estos mecanismos en varios fenómenos sintomáticos: las bases irracionales de las identidades étnicas y nacionales, el uso de mitos como el del hombre salvaje para definir la civilización, la función de la melancolía en el trazo del ego moderno y las redes legitimadoras que se tejen en torno del terrorismo. En todos estos fenómenos podemos hallar huellas del Romanticismo. No es posible referirme a ello aquí, por lo que remito a los estudios que he realizado (Bartra, 1987; 1992; 1997; 2001; 2007).

En todo caso, me parece que la historia del Romanticismo (y de sus tropiezos) nos da muchas claves para entender la Modernidad. Habría que explorar otras vertientes de la relación entre ambos. ¿Qué sucede si, por ejemplo, en la historia de un país occidental el Romanticismo no despunta o aparece en forma tardía y precaria? Tal parece ser el caso español, donde los únicos grandes románticos (Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer) escriben durante la segunda mitad del siglo XIX. Allí, además, el Romanticismo tiñe con fuerza al Modernismo de la generación del 98. En España encontramos también otro fenómeno sintomático: hubo una extraña y fulgurante Ilustración avant-la-lettre, que fue el Siglo de Oro. La cultura ilustrada española posterior fue poco luminosa. Esta situación fue compartida por América Latina. Tal vez podría decirse que el Barroco se insertó en la cultura latinoamericana y llenó el vacío creado por un romanticismo que llegó muy tarde.

Quizá podríamos decir que el capitalismo ha perdido su espíritu o sus diversos espíritus. Y si no los ha perdido, acaso ya no queda mucho de ellos. O tal vez el espíritu despegó de su base y vuela sin ser congruente con su punto de partida. En todo caso, creo que podemos comprender, especialmente a partir de la experiencia romántica, que la cultura ha ido ganando una enorme autonomía. Y lo ha logrado en parte porque se ha fragmentado, se ha fracturado y no se deja reducir.

Ideología y pasiones en la izquierda latinoamericana

Durante muchos años, especialmente después del derrumbe del bloque socialista, en la izquierda ha ocurrido un lento proceso de sustitución de las ideas por los sentimientos. Las ideas han ido retrocediendo ante las pasiones. Como el corpus ideológico tradicional estaba cada vez en peores condiciones para ilustrar el camino de la izquierda, se acudía cada vez más a recursos sentimentales para apuntalar el maltrecho edificio de los partidos progresistas. De esta manera se apelaba a los sentimientos patrióticos, a las fobias contra los países ricos y al amor por los agraviados o desposeídos, para justificar las carencias ideológicas. Si el marxismo en sus diversas variantes no servía ya para entender el mundo, se acudía a las emociones para paliar las frustraciones. No es un recurso raro o desconocido: la derecha con frecuencia ha usado los sentimientos religiosos para compensar sus carencias y vaciedades.

Estos procesos son dañinos porque se desgastan rápidamente y llevan a las fuerzas políticas a condiciones peligrosas. De allí surgen los odios contra los adversarios, que son vistos como enemigos. Es cierto que también asoman los sollozos de los políticos acongojados por la espantosa situación de los pobres y los miserables. Aparecen igualmente el amor por el líder carismático y las envidias políticas más bajas. Las lágrimas ocultan la falta de ideas y el puño colérico sustituye la radicalidad perdida.

Quiero terminar con una reflexión que he hecho repetidamente sobre la situación actual en México, mi país.3 Los problemas que señalo se concentraron en la campaña electoral de López Obrador de 2006 y por ello mismo se enajenó el apoyo de muy diversas corrientes de izquierda, que comprobaban con alarma la deriva oportunista del caudillo. Los nuevos intelectuales orgánicos señalaron a los culpables del fracaso. López Obrador había perdido porque los radicales, los cardenistas y los socialdemócratas no lo habían apoyado. La escritora Elena Poniatowska fue muy clara al referirse a los líderes de estas tres corrientes: el subcomandante Marcos, Cuauhtémoc Cárdenas y Patricia Mercado, y declaró: “Si estos tres personajes se hubieran sumado, si no se hubieran echado para atrás, no habría la menor duda del triunfo de López Obrador, pero no lo hicieron por envidia” (La Jornada, 2006). Así, habrían sido los sentimientos –la envidia y no las ideas– los que desviaron los pocos votos que faltaban para que López Obrador ganara. En realidad, lo que se demostraba es que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue incapaz de lograr el apoyo de tres importantes corrientes de la izquierda, en buena medida debido a que había presentado un programa político completamente incoloro.

Es alarmante que hayan sido intelectuales -supuestamente encargados de la generación de ideas y razones- quienes auspiciaron una inclinación creciente por los sentimientos, las emociones y las pasiones. Quiero poner otro ejemplo. Un miembro conocido del PRD, Paco Ignacio Taibo II, hizo una declaración sintomática, durante una entrevista en la que se le preguntó sobre Octavio Paz: “No tengo ninguna empatía con Octavio Paz, al contrario. Tengo absoluto odio. Paz me parece uno de los grandes gángsters intelectuales de este país”.4

Cualquiera puede ver que expresiones como ésta revelan que algo se ha torcido en las corrientes de la izquierda. Se ha torcido porque, en lugar de hacer lo más sensato –revisar las ideas–, la izquierda que sigue a López Obrador, ante la crisis, ha tejido un manto sentimental de odios y amores para justificar sus actitudes. Y el populismo ha sido el mejor caldo de cultivo para nutrir estas peculiares reacciones de una parte de la izquierda.

Al olvido de la razón se agrega un abandono de la cultura política democrática, aquella que implica, además de aceptar los mecanismos electorales de representación, el ejercicio de una actitud tolerante y negociadora. Acaso uno de los síntomas más evidentes de esta situación son las convenciones a las que regularmente ha llamado López Obrador en el Zócalo, donde se aprueban a mano alzada las decisiones del líder. La política democrática de los partidos modernos suele ser exitosa cuando se acepta un margen de movilidad que admite los pactos, las coaliciones y los acuerdos con otras fuerzas políticas.

Sumida en un sentimentalismo testarudo, gran parte de la izquierda tiende a abandonar uno de sus ejes fundamentales: la igualdad. Podemos comprobar que la izquierda ha diluido la idea de igualdad para enfatizar la importancia de la diferencia. En lugar de una política que elimine la miseria y reduzca la pobreza, se limitan a una política que cambie las reglas para determinados grupos, señalados por un carácter o una identidad diferente. La política deja de orientarse a la distribución de recursos para enfatizar en su lugar la creación de derechos especiales para cada segmento social. En lugar de igualdad se piensa más en términos de equidad, que es el vocablo más usado para hacer referencia a las políticas de inspiración multiculturalista y relativista que practican una “discriminación positiva” hacia sectores en condiciones desfavorables. Estos “derechos especiales” (como los Acuerdos de San Andrés) pueden ser recursos pasajeros a los que sin duda hay que acudir, pero no deben sustituir acciones mucho más caras que establecen prioridades en la distribución de recursos, encaminadas a eliminar las causas de la desigualdad y la discriminación. Y encaminadas, sobre todo, a generar la riqueza que, una vez obtenida, pueda ser distribuida. Hay que comprender que la “discriminación positiva” es una opción barata circunstancial que no debe erosionar los principios de la justicia basada en la igualdad y la libertad.

La izquierda podrá eludir el peligro de convertirse en una especie en extinción si recupera el ejercicio de la razón y de las ideas y abandona la pobretería sentimental que la ha guiado. Hay que abandonar la costumbre de las rabietas irracionales y de las envidias venenosas. Los buenos sentimientos de amor a la patria y a los pobres no logran sustituir la reflexión, el estudio y el conocimiento.

La gran tragedia política de México a comienzos del siglo XXI radica en la profunda inmersión de la sociedad en la cultura del nacionalismo revolucionario instituida a lo largo del siglo pasado. El hecho de que el rancio partido oficial del antiguo régimen siga gobernando en muchas regiones y el hecho de que haya recuperado la Presidencia de la República en 2012 le dan un giro más bien tragicómico a la situación política actual.

Estoy convencido de que un cambio en los fundamentos culturales estimularía con mucha fuerza el desarrollo económico del país y le daría a la joven democracia mexicana una mayor legitimidad. Estamos enfrentados más a un problema de civilización que a un dilema institucional. Pero aquí creo advertir al menos una disyuntiva importante: podemos dirigir nuestras emociones a una identidad en crisis e intentar reconstruirla o bien podemos mirar hacia adelante para darle vida a una nueva cultura cívica democrática. Para muchos es tentadora la idea de iniciar una operación de rescate de la identidad nacional maltrecha y erosionada. Sin embargo, me parece que un nacionalismo reciclado no nos llevaría muy lejos. Nuestra condición postmexicana nos ha llevado más allá de un posible retorno a la institucionalización inducida y corrupta de ese carácter nacional que fuera la base cultural del autoritario nacionalismo revolucionario.

La conciencia nacional, cuando se cuece durante demasiado tiempo, acaba endureciéndose. Pierde la plasticidad que acaso tuvo en sus orígenes y se convierte en una ritualidad dogmática y farragosa. Es lo que ha sucedido con la identidad nacional: se ha convertido en un corpus rígido y opresivo, en una imagen instalada en el altar de la mexicanidad, en una efigie que es sacada en procesión los días de fiesta por los fieles que todavía le rinden culto. La conmemoración de fechas emblemáticas, como el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, forman parte del calendario de festividades que los devotos aprovecharon para sacar las reliquias de la identidad nacional en desfiles de estruendosa exaltación.

Durante el cortejo no faltan voces que critican el culto fundamentalista. Surgen actitudes irreverentes e iconoclastas que señalan las incoherencias de un carácter nacional hierático, encerrado en códigos absurdos y decadentes. Pero las ideas disidentes muchas veces son avasalladas por el vocerío de quienes insisten en bañar la conciencia mexicana en las aguas estancadas en que chapotea, supuestamente, desde tiempos primigenios.

El culto a la conciencia nacional no deja de ser un espectáculo fascinante. Sus rituales laberínticos se repiten incansablemente y rara vez ofrecen alguna sorpresa. Pero la insistente repetición acaba produciendo efectos hipnóticos. La iconografía también gira en torno de los modelos establecidos de héroes venerados, personajes con vidas opacadas por la repetición de mentiras o de medias verdades. Estoy convencido de que es mucho más interesante estudiar el ceremonial y la sentimentalidad que rodea a la conciencia nacional que la propia deidad que recibe el culto de sus fieles. El objeto del culto es inasible pero las obras y las fiestas que invocan su imagen son un tema inagotable que atrae por igual a críticos literarios, antropólogos e historiadores. Los rastros que dejan las peregrinaciones al santuario de la inmaculada identidad nacional serán dignos de estudios meticulosos por parte de los futuros arqueólogos del pensamiento.

Sobre el autor

Roger Bartra estudió Antropología con especialización en Etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y el doctorado en Sociología en la Sorbona. Es investigador emérito del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), nivel III. En 2013 la Secretaría de Educación Pública le otorgó el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, y en 2015 recibió el título de Doctor Honoris Causa por la UNAM. Entre la amplísima obra ensayística del Dr. Bartra, algunos de sus libros más recientes son: Oficio mexicano. Miserias y esplendores de la cultura (2003), La fractura mexicana: izquierda y derecha en la transición democrática (2009), El mito del salvaje (2011, ed. corr.), La sombra del futuro. Reflexiones sobre la transición mexicana (2012).

Referencias bibliográficas

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1Esta intervención fue publicada como “Entre el desencanto y la utopía”, en Oficio mexicano (2003).

2Véase “El ethos barroco”, en Echeverría (1994).

3Amplío estas ideas en Bartra (2009).

4Después de estas palabras, Taibo agrega: “Esa lógica suya que ha destruido a parte de la intelectualidad mexicana me parece perversa. Corrupta. Acercarse al poder para obtener beneficios. Y además con ese discurso de autonomía intelectual de billete de a tres pesos. Cada vez que el Príncipe se dejaba, Paz se acercaba. Y manejaba los erarios y las becas y las agregadurías culturales, y hacía llamadas por teléfono ‘denle tal cosa a tal cuate’. Pagaba. Compraba favores. Vendía el alma. El alma y las nalgas sólo deben ponerse en la mesa una vez; si te equivocaste, te chingaste. Sólo una vez, pero más te vale que protejas la virginidad de ambas”. emeequis (2007).

5Este artículo es una versión revisada y actualizada del capítulo “América Latina: entre las ideas y las emociones” incluido en el libro de Altmann et al. (2011).

Recibido: 20 de Septiembre de 2016; Aprobado: 18 de Noviembre de 2016

* Autor para correspondencia: Roger Bartra, e-mail: roger@bartra.com

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