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Cuicuilco

Print version ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.22 n.64 México Sep./Dec. 2015

 

Dossier: Infancia y crianza: perspectivas en antropología

 

Antropología e infancia. Reflexiones sobre los sujetos y los objetos

 

Jerry J. Chacón C.

 

Escuela de Antropología. Universidad Central de Venezuela.

 

Recepción: 12 de junio de 2013.
Aprobación: 29 de abril de 2014.

 

Resumen

En la tradición antropológica, a la infancia se le ha situado en campos tangenciales al objeto de estudio de esta disciplina, la escuela de cultura y personalidad ha sido la corriente que ha abordado más el tema. Recientemente han surgido investigaciones enfocadas a niños y niñas, sin embargo, las nuevas aproximaciones requieren de la reflexión del sentido antropológico para valorar desde el análisis de la cultura el espacio social de niños y niñas, es decir, de la infancia. Esto implica el análisis de la infancia en dos vertientes: la visión que tiene de sí misma y de su entorno, y la perspectiva de la sociedad en la cual está inserta.

Palabras clave: antropología, etnografía, infancia, metodología, relaciones intergeneracionales.

 

Abstract

According to anthropological tradition, childhood has been positioned in tangential fields of this discipline; the school of culture and personality has been the main one to cover the study of this theme. Recently, there have been studies that have focused on children; however, the new approximation requires reflection on the anthropological meaning of the same, to evaluate the theme from a cultural perspective regarding the social position of boys and girls, i.e. infancy. This involves the study of childhood from two viewpoints: from the perspective of the children themselves and their view of their environment; and, from the perspective of the society in which the children live.

Keywords: Anthropology, ethnography, childhood, methodology, generational relations.

 

Introducción

En El cuento de la iguana azul, Ramón Mendoza desarrolla la historia de un niño que encuentra un magnífico animal: una iguana del color del cielo, con alas de colores, con tal novedosa aparición, el muchacho intenta mostrar a su madre y tío el admirable descubrimiento zoológico. Sin embargo, éstos no pueden comprender el atrevido planteamiento de un pequeño de siete años. Otro niño, un semejante, sí pudo contemplar al espectacular reptil, sí pudo "descifrar el enigma con sus ojos". Este relato ilustra y sirve de inspiración para el tema que abordaremos: los problemas en el análisis de las relaciones sociales de tipo generacional, en lo interno y externo de la infancia.

Para analizar este problema, nuestra bitácora inicia con reflexiones sobre la cultura y la infancia, los obstáculos inherentes y limitaciones en la interacción entre estas dos. Después abordo las relaciones entre identidad e infancia y los aspectos metodológicos en función de dicha interacción. Aquí recapitulamos sobre elementos observados en una investigación que tuvo como objeto el estudio de la infancia en una comunidad agrícola de Venezuela. Culminamos el ejercicio con notas sobre el estudio antropológico de la infancia. Es preciso advertir que deliberadamente no incluí en las anotaciones a la familia ni a la escuela, ni sus relaciones con la infancia, son temas para otro momento.

 

Cultura e infancia

Un gran porcentaje de la población mundial, especialmente latinoamericana, son niñas y niños; igual de obvias son las estadísticas que indican las condiciones de sometimiento de la infancia; cifras que en muchos casos terminan siendo datos morbosos para justificar proyectos y programas multilaterales que reproducen las causas estructurales de las problemáticas que denuncian, lo cual atenta contra los derechos de los niños y niñas a por lo menos vivir dignamente.

Desde las disciplinas sociales se construyen incipientemente herramientas para que social, política, cultural, económica e institucionalmente se reconozcan los aportes de la infancia a las dinámicas de la vida gregaria; esto ha requerido de un movimiento caleidoscópico para generar otros procesos interpretativos. En ese sentido, la antropología tiene una importante tarea con respecto a la comprensión de la infancia a partir del fenómeno humano de la cultura. Como otras ciencias sociales, esta disciplina ha desarrollado investigaciones donde aparecen niños y niñas, sin embargo, nuestra inquietud —a la cual se intenta responder en el presente trabajo— reside en preguntarse si estas indagaciones han observado a la infancia a través del análisis de la cultura o del lente de la cultura.

Cabe aquí una reflexión inicial: ¿la infancia se ha pensado como un fenómeno cultural? En el mundo de la antropología, una referencia obligada sobre el tema es la escuela de cultura y personalidad; en la misma, cultura e infancia se piensan en función de la transmisión de saberes en el ámbito de las generaciones a partir de la continuidad y del cambio cultural, reconociendo:

Las distinciones [...] entre tres tipos diferentes de cultura posfigurativa, en la que los niños aprenden primordialmente de sus mayores, cofigurativa, en la que tanto los niños como los adultos aprenden de sus pares y prefigurativa en la que los adultos también aprenden de los niños [Mead 1977: 35].

Esto implica tres formas de interpretar la infancia: una como receptáculo de las experiencias; otra, donde comparten las experiencias entre sí y, una tercera, donde niñas y niños pueden transmitir al resto del grupo social sus propias experticias sobre la vida. Estas configuraciones de la cultura no las concebimos como excluyentes, afirmar eso sería un absurdo reduccionista, no se trata de determinar si una cultura u otra es post, co o prefigurativa. En cada sistema cultural, eventualmente pueden confluir las tres, lo importante es examinar cómo se desarrollan y constituyen en la dinámica social. Por ejemplo, en nuestras latitudes observamos las tensiones y distensiones entre las tres, sin embargo, éstas son sólo aprehensibles en un sentido metodológico, porque como sujetos de la cultura no es posible concebir estas relaciones de manera directa, ni siquiera en los espacios más progresistas, por ejemplo:

El lema que caracteriza a los movimientos sociales que desde hace más de un lustro vienen luchando por una globalización de la solidaridad —y por ende una globalización de la esperanza— hasta la fecha se han caracterizado por una casi inexistente consideración de los niños, niñas y adolescentes como actores de esa tarea histórica de hacer realidad aquello de que otro mundo es posible [Cussiánovich 2005: 1].

En una investigación sobre la infancia en una comunidad agrícola de Venezuela [Chacón 2008] observamos que estas tres formas de transmisión de conocimientos estaban presentes en las relaciones sociales; no obstante, en lo explícito de las mismas sólo se entendía como válida la transmisión en un sentido posfigurativo, con cierta aceptación marginal de la cofigurativa, pero con invisibilización total de la prefigurativa. Estos procesos están fundados en:

a) Desconocimiento de la interpretación que niños y niñas hacen del contexto, lo cual proscribe la validez de la misma a partir de comparaciones adulto-céntricas.

b) Control, represión y proscripción de estos sujetos en la construcción de sí mismos como sujetos.

c) Desvalorización de los aportes materiales de niños y niñas a la vida en términos individuales y sociales.

La importancia de estos elementos no radica en que hayan surgido en una investigación etnográfica en una comunidad agrícola, es decir, no son relevantes por la singularidad del dato en una comunidad rural, sino que los mismos tienen su correlato en otros ámbitos sociales, incluso en los académicos. Hay una gran ausencia de documentos, textos, bibliografía, que rescaten discursos y prácticas de niños y niñas en la vida social. En este caso, epistemología y cultura son mutuamente permeables, pues se han transmitido bidireccionalmente prejuicios en sus interpretaciones. Este grupo social y sus condiciones de vida quedan difusas [Díaz de Rada 2003] en las historias, en las reconstrucciones, en lo que los científicos sociales dicen de la realidad, pero consustancialmente en la realidad misma. El pensamiento de niñas y niños se ha catalogado como subalterno, pre-lógico, mientras que el pensamiento adulto se valora como un pensamiento lógico [Martín 1990]. Esta visión, fluctuante entre la ciencia y el conocimiento común, ha funcionado para establecer metáforas que amparan la supuesta condición de inferioridad de la infancia, pero también ha servido como fundamento para la imposición de Occidente sobre otras culturas (que para Occidente están en la infancia de la humanidad): la infancia es lo que es por ser primitiva y los primitivos son lo que son por ser infantiles [Dorfman 1997; Erikson 1959].

El evolucionismo plantea al hombre adulto como el ejemplar más altamente desarrollado de la especie animal, esto condujo a pensar "que los niños, en varias etapas de su desarrollo inicial, eran bastante parecidos a algunas especies antiguas mostradas por la historia de la evolución..." [Lipsitt y Reese 1990: 27], pero no es un problema estrictamente de la visión disciplinar, este pensamiento caló en la sociedad y aún está fuertemente arraigado en la cultura occidental.

Desde la antropología, una manera de entender la infancia es en función del análisis de la cultura, concibiendo a la misma a partir de las dinámicas de transmisión de experiencias inter e intra generacionales (como ya hemos visto), la forma como se establecen éstas y los significados que las contienen, es decir, lo que se transmite, la forma y el contenido de cómo se construyen y se ponen en práctica valores y sentidos [Geertz 1989; Gómez 1997], teniendo claro que dichos procesos están mediados por las relaciones de poder del grupo social (económicas, políticas, religiosas o familiares). Pensar la infancia desde el examen de la cultura significa comprender las relaciones que se establecen entre los miembros de distintas generaciones, pero a la vez, dentro de cada una de ellas; la experiencia es tomada como uno de los objetos de la cultura [García 1996] para la construcción de identidades en función del recorrido biográfico de los sujetos, a partir de los modos de producción de las generaciones y viceversa. En función de ello, la mirada antropológica requiere fijar la atención en la manera como se integran o desintegran las interpretaciones que los grupos humanos hacen de su continuidad biográfica, del recorrido temporal de los sujetos.

Porque la relación de intersubjetividad es posible gracias a cierta horizontalidad en los procesos de significación, es decir, se debe entender que existe homologación [Martín 1990] entre las estructuras de significación de las generaciones, pues todas ellas corresponden a un sistema más amplio que es la cultura. En consecuencia, la antropología requiere adherirse a determinadas explicaciones psicológicas para argumentar de manera más sólida la validez del pensamiento en la infancia respecto de otros momentos del desarrollo biográfico. Las habilidades cognoscitivas en la infancia: la inteligencia, la lógica, las nociones de espacio, número, procesos de interpretación, del juego y los estadios de aparición del símbolo [Piaget 1966 y 1974] son esenciales para lo que intentamos explicar. La psicología, por ejemplo, ha demostrado la existencia de estructuras cognoscitivas y psicológicas [Erikson 1959] en diferentes estadios del desarrollo del sujeto. No obstante, la infancia también tiene sus contenidos sociales, no sólo psicológicos. En este sentido, existen dos infancias: la primera se refiere a la realidad concreta vivida por niñas y niños, la segunda es "el complejo de ideas, imágenes y representaciones que cada sociedad hace de ellos" [Amodio 2005: 25]. Hay dos realidades que se cruzan: a) el proceso que atraviesan los niños y niñas en el transcurso de sus vidas y, b) las pautas que cada sociedad establece para la socialización, porque:

[...] los fenómenos que atañen al desarrollo psicológico y social del niño están fuertemente enlazados de manera dinámica con la representación cultural de la infancia que cada sociedad produce; mientras que ambos aspectos tienen como contexto que los definen y determinan las condiciones socio-económicas de existencia de cada sociedad y, naturalmente, las determinaciones biológicas de cada corporalidad [Amodio 2005: 29].

La infancia como fenómeno de la cultura y como elemento de análisis cultural no puede entenderse como una realidad preestablecida, no podemos sugerir sobre la existencia de una determinada infancia sin conocer el sistema cultural que la produce. El esfuerzo metodológico consiste en poder definir desde adentro de la cultura cómo se construye la infancia. La respuesta a esta interrogante permite una aproximación más integral al objeto de estudio, pero a su vez una relación más democrática con los sujetos. El problema metodológico es observar y comprender tres elementos básicos para la construcción de identidades en función de la interacción de experiencias: a) el género, porque se es niño o niña; b) generacional, porque se da en relaciones de pertenencia a grupos de edad y, c) social, porque las condiciones del grupo social al cual se pertenece configuran de manera particular el tipo de infancia [Colángelo 2003; Pauluzzi 2007].

En la realidad no existen sólo niños a secas, sino niños y niñas; se es más o menos niño o niña en función de los rituales que establezcan los procesos culturales, y se es el niño o la niña (de cada grupo social, cultural, de cada clase social) a partir de la forma en que se divide y se segrega la sociedad, por lo tanto, no hay niños y niñas como generalidades homogéneas sociales [Marques 1982; Gianini 1992].

La manera como se configura socialmente la infancia está determinada por las relaciones de poder que se establecen dentro de los grupos humanos; obedece a la forma como se distribuye aquél entre los grupos de edad [Colángelo 2003]. Interpretar los factores y dinámicas políticas, de poder, influidos por la configuración social de la infancia significa romper con la frontera epistemológica que piensa a la niñez en función de su transformación para la vida adulta. En este sentido, debemos entender que las relaciones entre las edades son arbitrarias, pues son relaciones de poder [Mètailiè 1994] cuyas clasificaciones de edad constituyen el control de unos grupos sobre otros.

No es nuestro interés emitir juicios de valor sobre esas relaciones de poder, al contrario, nuestro propósito es llamar la atención sobre la condición cultural y no natural en la manera que se relacionan las generaciones. Pero se debe tener cuidado con lo expuesto para no caer en un relativismo extremo. No se trata de proponer una visión en la cual existan infancias inconmensurables de una cultura a otra, pensar eso hoy es un anacronismo, o que cada cultura es portadora de la auto referencia absoluta para determinar cómo se relacionan sus generaciones. La idea es el reconocimiento de la diversidad como base para las reflexiones ético-políticas [Díaz-Polanco 2009] sobre las relaciones inter e intrageneracionales.

La aproximación transcultural relativa a la infancia nos permite identificar las múltiples formas en las cuales aquélla se ha configurado de acuerdo con los momentos históricos [DeMause 1982]; también nos facilita desmontar la pretendida universalidad natural [Marqués 1982] de este grupo de edad; visibilizar la imposición del concepto de infancia en y desde Occidente y particularmente a partir del capitalismo. Por ello es importante comprender que la infancia se configura en función de la lejanía o cercanía de las generaciones dentro de una organización social [DeMause 1982], pues la "infancia se encuentra marcada significativamente en todas las sociedades por oposición a otros periodos de vida" [Díaz de Rada 2003: 264]. Sólo el reconocimiento de estas diversidades nos brindará el proceso reflexivo necesario para la interpretación antropológica [Tax de Freeman 1991].

Puede sonar extraño porque nuestra concepción moderna de privacidad y de intimidad no nos deja pensar que la humanidad vivió épocas en las cuales este sentido de privacidad y de identidad, resultado de la individuación moderna, no existía. Pero en muchas culturas niñas y niños siguen viviendo revueltos con los adultos en todos los espacios de la vida [Martín Barbero 2002: 175].

Ejemplo de ello es que antes de siglo XVII el conocimiento de la infancia se consideraba una cuestión doméstica, la sociedad participaba a través de la familia en el tratamiento de aquélla, la cual no era pensada como la concebimos en la actualidad sino más bien como adultos pequeños [Hurlock 1982]. De hecho, sabemos muy poco sobre la forma como vivían niños y niñas antes de aquella centuria. Amodio [2005], citando la obra de Philip Ariés, El niño y la vida familiar en el antiguo régimen, argumenta que éstos han sido negados históricamente, quedando en las tinieblas de la historia oficial. Escasamente se conocen las pautas de crianza en los distintos periodos [DeMause 1982], pues no se puede acceder a lo que pensaba la infancia en la mayoría de las etapas de la humanidad, pero tampoco hay muchos datos de lo que pensaban y hacían los adultos en relación con niños y niñas. Al respecto, Martín Barbero [2002] propone que el cambio de concepciones sobre la infancia, generado en el siglo XVII, tuvo como eje central la articulación de tres dispositivos en el contexto de las sociedades europeas: 1) la disminución de la mortalidad infantil; 2) la existencia de la imprenta y, 3) la aparición de la escuela básica. Estos elementos permitieron que los adultos particionaran el mundo, restringiendo una pequeña parte para niños y niñas: es cuando surge la concepción moderna de la infancia.

Por concepción pedagógica moderna de la infancia se entiende, siguiendo a Escolano [1980], aquella que valora esta etapa de la vida humana como un periodo reservado al desarrollo y la preparación para el ingreso en la comunidad de adultos, son una conquista de los tiempos modernos. Puede asegurarse que es a partir del Renacimiento cuando la infancia comienza a adquirir la significación psicológica y cultural que hoy se le atribuye. Esta imagen de la infancia se va gestando lentamente en el ámbito cultural occidental a los siglos XVI y XVII [Alzate 2004: 04].

 

Identidad e infancia

La cultura es un sistema de significados, de redes de sentido que se contienen y se liberan a través del ejercicio de la misma, es decir, cada vez que el sujeto pone en juego distintos elementos a partir de codificaciones paradigmáticas y sintagmáticas; esto implica para la antropología un trabajo hermenéutico sobre dichos procesos de selección [Geerzt 1989]. Pero la interpretación debe trascender la mera valoración estética, ésta es importante pero también debe comprenderse una dimensión ética. Por ello, la investigación debe dar cuenta del modo de producción de estos significados y sus implicaciones en la vida social. Se trata de entender los fenómenos aparentemente similares, diversos, disímiles, que culturalmente configuran a las infancias; de cierta manera, aunque no exclusiva, una semiótica [Luque 1985] de las construcciones determinadas de la infancia.

El objeto que intentamos construir no está concebido como un elemento superficial de la cultura [Luque 1985], sino como un aspecto profundo de la misma; es un aspecto público [Geertz 1989]: significados que son compartidos porque corresponden a codificaciones alojadas en espectros de nuestras acciones, no observables empíricamente. Porque continuar atendiendo a la infancia como una entidad objetiva es seguir con "la adjudicación de las mismas etapas de formación para todos los individuos independientemente de la sociedad en la cual se producen, así como la utilización de los procesos de socialización occidentales como referentes normativos de las prácticas de otras sociedades" [Amodio 2005: 26].

Infancia y sociedad son un todo, como cualquier elemento de la cultura [Luque 1985] que requiere ser diseccionado metodológicamente; es un error interpretar a la infancia como universal de una cultura humana, hay que entenderla en el sistema cultural que la produce y a partir de esta singularidad establecer las relaciones con otras infancias, siempre en el reconocimiento de la diversidad pero no sólo en el ámbito perceptivo, tan promovido por el neoliberalismo, sino el en ámbito ético-político, como ya lo hemos mencionado.

Es un esfuerzo epistemológico en cual se debe traducir [Ortiz-Osés 1986] la comprensión que hace cada sociedad de sus grupos de edades y de la historia biográfica de los sujetos. Es comprender que no existe una infancia dada en la dinámica social, sino que más bien la dinámica determina [Escobar 1999] los procesos de significación en cada una de las infancias. Esto significa romper con mitos de la modernidad, pues en ésta y con ésta se han establecido dicotomías para fundar y legitimar relaciones sociales, desde la cotidianidad hasta la constitución de Estados nacionales. Dichas dicotomías se componen de categorías que se imponen hegemónicamente, negando la alteridad de sus contraparte: "Mujer/Varón, diversas razas, diversas etnias, clases, Humanidad/Tierra, Cultura Occidental/Culturas del Mundo Periférico excolonial" [Dussel 2000: 71].

Adultez/infancia, constituye otra dicotomía fundamental de la modernidad capitalista, y el estudio de la misma requiere del análisis de este grupo de edad en nuestras sociedades, pero definitivamente también de la experticia de otras formas de infancia. Estos dos enfoques son básicos para desnaturalizar nuestras concepciones sobre el tema [Amodio 2005; Colángelo 2003], es decir, comprender la construcción de la infancia en relación con el conjunto social; el modo como se ha producido dicha construcción, y las posiciones y disposiciones de los sujetos con respecto a los dos puntos anteriores.

Las relaciones sociales son el marco donde se constituyen los procesos identitarios [Erikson 1980]; la igualdad y la diferencia, la semejanza y el contraste; son los factores determinantes para la identidad desde el sujeto pero también las interpretaciones que hacen los otros de aquél. Coincidiendo con García [1996], la identidad se construye en función de la relación entre sujetos significativos, en nuestro caso adultos e infantes, que son femeninos o masculinos, que pertenecen a una determina clase social y que son lo que son en cuanto son definidos por sus roles y rituales de paso. Entre unos y otros, la alteridad se produce por la contraposición de objetos de la cultura, en función de ello cada sujeto adquiere la identidad, identificándose consigo mismo, estableciendo contigüidad de esta identificación con otros y diferenciándose de lo ajeno [Heidegger 1988].

En el caso de la infancia, donde la principal relación de identidad-alteridad está expresada en las relaciones niños-adultos (pero jerárquicamente adultos-niños), uno de los principales objetos culturales que determina este proceso es la experiencia. En las sociedades donde la experiencia es relevante en las dinámicas sociales este fenómeno es más marcado, por ejemplo, en aquellas donde la historia oral es fundamental.

Actualmente en las sociedades occidentales observar este proceso es más complicado, pues la tecnocracia neoliberal ha desplazado la idea de la experiencia por la de la imprudencia, con las nefastas consecuencias que esto trae en las políticas públicas. Por ejemplo, los programas oficiales educativos se enfocan (los pocos que lo hacen) en enseñar la importancia de la historia, de la experiencia. Sin embargo, quienes componen la esfera política no representan en lo absoluto la experiencia, sino más bien la impericia que va en detrimento de la sociedad y en favor de los factores económicos. Por estos motivos vale la pena investigar cómo los procesos políticos y sociales que derivan del modelo neoliberal han trastocado las relaciones generacionales por haber trastocado la experiencia.

En este sentido, la relación de poder entre dominantes y subalternos es determinante en la configuración de los fenómenos culturales, lo cual genera procesos identitarios ambivalentes [Goffman 1995] porque quienes someten logran imponer la forma en cómo los subalternos van a construir su identidad, con todos los procesos de resistencia que ello implica; pero en el caso de la infancia los procesos de alienación son más fuertes, por la legitimidad que le otorga la cultura a los mismos. Hacer esta salvedad no significa que estemos tras la búsqueda de una utopía al estilo de El país de nunca jamás, lo que proponemos es que la antropología dé cuenta de estos procesos, más aún, cuando dentro del sistema mundial de derechos humanos se ha desarrollado una doctrina de protección a la infancia, por su más alto interés; lo que implica una reinterpretación de patrones de crianza y de políticas asistenciales, entendidas como válidas —por lo menos— en los últimos tres siglos.

La comprensión cultural de la infancia significa: a) la cultura es el centro fundamental de la relación adulto-infancia, y no sólo las condiciones biológicas y psicológicas; b) las relaciones entre infancia y adultez no son universales; c) la comprensión de estos fenómenos sólo se pueden hacer desde la interacción con los sujetos y sus contextos y, d) la infancia no es sólo el tiempo cultural para la formación del adulto:

Cada condición es particular y las condiciones de existencia varían según el tipo de sociedad y elaboración cultural. En este sentido, es difícil y hasta contradictorio pensar en las condiciones ideales de existencia de los niños, ya que éstas pueden ser definidas cabalmente sólo en relación con las expectativas de cada sociedad, adaptados a su idea de hombre y de mujer ideal [Amodio 2005: 19].

 

Etnografía de la infancia

Éste es el ámbito fundamental para nuestro propósito, sin embargo, lograr referencias documentadas sobre la temática no es sencillo, pues la infancia en la teoría y práctica antropológica generalmente es difusa, tangencialmente dispersa en la descripción de las dinámicas sociales [Colángelo 2003]. Sin lugar a dudas, el principal aporte ha sido el de la escuela de cultura y personalidad, sin embargo, como lo propuso la propia Margaret Mead, el objeto de esta antropología es observar el "proceso mediante el cual el niño se transforma en un ser adulto" [1962: 9], pero como lo hemos advertido, esto tiende a invisibilizar a niñas y niños como sujetos activos en la cultura porque se desplaza la noción de cambio, la cual implica interpretación, hacia la acción dentro la cultura. Esto deriva en estudios sobre la niñez para observar cómo se convierten en adultos, sin comprender en plenitud la vida de aquéllos. La incomprensión se traduce socialmente en imposición.

Aquella antropología es importante porque estableció la relación entre las variables psicológicas y culturales, es decir, la dualidad entre la cultura y personalidad. Pero la aproximación etnográfica que proponemos debe reflexionar acerca de una categoría fundamental en dichos estudios: el desarrollo, la cual implica razonamientos un tanto maniqueos entre normalidad y anormalidad, porque el principio en esta noción es el de homogeneidad y uniformidad en la continuidad biográfica de los sujetos, un atentado contra la diversidad, un problema de carácter ético. En este sentido, es necesario tener claro:

El hombre no es, ni ha de realizar ninguna esencia, ninguna vocación histórica o espiritual, ningún destino biológico. Sólo por esto puede existir algo así como una ética: pues está claro que si el hombre fuese o tuviese que ser esta o aquella sustancia, este o aquel destino, no existiría experiencia ética posible, y sólo habría tareas que realizar [Agamben 1996: 31].

Como el desarrollo se plantea en términos de un destino inexorable, el mismo conlleva un contrasentido genético con cualquier reflexión ética, ejemplo de ello lo encontramos en los sistemas educativos y formulaciones conductistas desplegadas en la sociedad occidental. En el siglo XVII niños y niñas fueron considerados "adultos pequeños", lo cual implicó que la infancia como tal no existía; con el surgimiento del hombre de nuestra época [Foucault 1988], la infancia brotó como un espacio determinado de la vida humana, pero socialmente relevante por ser la reserva de los adultos. Por ejemplo, Gruson [2004] afirma que la investigación en pautas de crianza y procesos de socialización permiten el conocimiento de los aspectos profundos que determinarán el comportamiento del adulto. Esto es un hecho objetivo, no lo negamos, pero la infancia y todo lo asociado con ella y desde ella no es solamente eso.

La edad y el sexo son las diferencias básicas en los humanos, plantea Dufrenne [1959], y con respecto a estas dos existen distintas formas de categorizar culturalmente los roles y "las actitudes [que] las diferentes sociedades asignan a una misma edad o a un mismo sexo" [Dufrenne 1959: 193]. Cada edad, y cada sexo, produce un tipo de personalidad de acuerdo con las variables culturales y sociales. El trabajo etnográfico debe investigar cuál es el acento que el grupo o la clase social le pone a cada una de estas "personalidades"; pero a la vez escuchar las voces de quienes las viven, observar el diálogo entre los roles sociales y quiénes deben ejercer dichos roles. En este sentido, la interacción etnográfica con la infancia debe tomar en cuenta algunos aspectos metodológicos que permitan una relación más democrática con niños y niñas, según Papalia [1997] se debe tomar en cuenta:

a) Intimidad: respetar la información más íntima de los sujetos para evitar consecuencias contradictorias a los mismos en su desenvolvimiento biográfico.

b) Verdad: la información no puede recabarse a través de estrategias que oculten los fines reales de la investigación.

c) Dar consentimiento basado en el conocimiento, a niños y niñas se les debe participar de los contenidos de la investigación.

d) Autoestima: no se pueden plantear problemas a resolver, a niños y niñas, que estén más allá de sus competencias (roles).

Berger [1997] propone dos problemas al momento de cumplir con estos criterios: 1) ¿cómo informar de manera objetiva a niñas y niños sobre la investigación a realizar?, y 2) ¿cómo saber si realmente se ha logrado transmitir la información necesaria para la comprensión plena de la misma? Estos son obstáculos propios de la investigación en y de la infancia, pero también es un problema de toda investigación. No podemos afirmar que estos principios sean solamente para el trabajo con niños y niñas, tampoco que se requieran estrategias hiperespecialísimas para ello, porque sería caer en esa noción de infancia que pretendemos trascender. Cada grupo social requiere de que el investigador construya y adapte estrategias para poder interactuar, pero teniendo cuidado con la reproducción de dinámicas sociales que impliquen la naturalización de la infancia.

Hemos observado que diversos trabajos de investigación antropológica usan como estrategia para acercarse a niños y niñas la realización de cursos o talleres, de esta forma reproducen esa visión cultural que nos condiciona a relacionarnos con la infancia sólo en actitud pedagógica. En nuestra investigación sobre la infancia de una comunidad agrícola venezolana tratamos de alejarnos lo más posible de cualquier posicionamiento pedagógico, lo cual generó que la comunidad y los propios niños y niñas nos interpelaran acerca de nuestro rol en esa colectividad, pues no íbamos como "maestros". Esta interpelación y nuestras explicaciones permitieron un diálogo y una interacción más horizontal con nuestros informantes [Chacón 2008].

¿Cómo es posible hacer del conocimiento de niños y niñas la complejidad de una investigación? Para ello el antropólogo requiere conocer los elementos internos de la cultura que le permitan realizar estas explicaciones, a partir del diálogo de sus pretensiones académicas con los intereses de quienes eventualmente puedan ser sus informantes [Hammersley et al. 1994]. Al respecto podemos recordar el planteamiento de Platón sobre mediación: "para que dos cosas puedan juntarse, se requiere de una tercera" [González 2007], el esfuerzo etnográfico es precisamente ése, encontrar cuál es el tercer elemento mediante el cual sujetos (investigadores-investigadoras) y sujetos informantes (niños-niñas) pueden unir sus intereses en una investigación antropológica. En función de ello, el trabajo con la infancia tiene una peculiaridad que en otros estudios no se da en la misma forma: para trabajar con niños y niñas primero se requiere del permiso de los adultos, por cuestiones morales y jurídicas. Si bien, dentro de la generación adulta existen jerarquías, las cuales se deben franquear para llegar al informante, en el trabajo con la infancia primero hay que navegar entre todas las jerarquías de la adultez para ver si después podemos entablar una relación con niños y niñas, con sus propias jerarquías.

En la etnografía se deben hacer conscientes prejuicios y contradicciones, buscando la manera de entablar una relación lo más horizontal posible con niños y niñas; hay que considerar lo que nos comenta Segura [2000]: recientemente es que los maestros se han dado cuenta que niños y niñas piensan, porque la pedagogía ha mezclado intencionalmente la razón y el prejuicio, lo cual produce una exclusión sistemática de la infancia en la producción del conocimiento, y en este modelo estamos imbuidos. Es necesario darle otra vuelta al caleidoscopio: pensar a niños y niñas como sujetos cognoscentes que realizan interpretaciones, no imitaciones de la cultura, como el teatrero al interpretar su personaje, no lo imita sino que le imprime sus propias características, vuelve dinámico algo que estaba estático.

Un grave error del cual hay que saber deslindarse es investigar la infancia desde la propia experiencia infantil de quien indaga, las generalizaciones como "todos hemos sido niños" o "me siento como un niño o niña" o "todos llevamos un niño por dentro" son muy peligrosas, las infancias no son iguales, el recorrido histórico y las dinámicas sociales configuran distintos tipos. No obstante, el investigador tiene una ventaja, ha sido niño o niña, esto le permite establecer ciertos puentes con aquéllos: lo importante es no ver esa infancia como la suya, sin intentar convertirse en niños o niñas es muy perjudicial pretender convertirse en los nativos.

 

Roles e infancia

El análisis del juego es en sí un tema de estudio porque no es un fenómeno asociado exclusivamente a la infancia, todas las generaciones tienen sus expresiones y dinámicas lúdicas. Sin embargo, advertimos que los niños y niñas de la comunidad El Cobalongo, en el estado de Aragua, Venezuela, tenían juegos que reflejaban las dinámicas de su vida social pero también expresaban un interés recreativo o lúdico [Chacón 2008]. La observación de los juegos nos permitió interpretar que los mismos giraban en torno a dos ejes de relaciones: a) roles (según género y edad) y b) contenidos (lúdicos y metafóricos). El primero es explícito en las relaciones de estos sujetos, es decir, hay juegos de niños y niñas, de adultos y de infantes, mientras que la comprensión del segundo eje se construyó en función de lo que advierte Erikson [1959] sobre los juegos: en éstos, la infancia toma experiencias del mundo adulto para establecerlas como metáforas de la realidad social. Dentro de los juegos de contenidos diferenciamos entre lúdicos y metafóricos, en cuanto que los segundos demuestran interpretaciones de la vida social. Los lúdicos son juegos que, sin dejar de ser metafóricos, sus contenidos y formas manifiestan un carácter recreativo o de habilidades psíquicas y motoras. La mayoría de los juegos (del tipo que sean) en esta colectividad agrícola incorporaban a la infancia en la actividad agro productora.

En El Cobalongo, niños y niñas asumían el trabajo dentro de las parcelas desde las seis de la mañana (los que no iban a la escuela o asistían en horario vespertino); sin embargo, como niñas y niños incorporaban juegos en sus labores, los adultos no valoraban sus trabajos como tales, porque de acuerdo con estos últimos, el juego disminuía la responsabilidad en la ejecución del rol. Pero que los adultos afirmaran esto no significa que dejaran sus propias actividades lúdicas de lado. Cuando estuvimos en dicha comunidad logramos observar que los sujetos pasaban de un grupo de edad a otros (en el caso de niño a adulto no percibimos el tránsito de niñas a adulta) cuando "dejan de jugar", pero no suspenden el juego totalmente sino que el sujeto deja de lado el juego de niños y empieza a practicar los de adultos, éste es el ritual de paso.

El dato básico para fundamentar esta afirmación es que en El Cobalongo no observamos diferencias cualitativas entre el trabajo infantil y el de los adultos, es decir, no existía una labor exclusiva para niños y niñas y un trabajo exclusivo para adultos y adultas, pero sí nos percatamos de que hay (de manera explícita en la dinámica social) juegos de la vida infantil y de la vida adulta. El trabajo, en términos cualitativos, lo comprendimos como homólogo entre la infancia y la adultez; al contrario, el juego sí presentaba diferencias sustantivas entre las dos generaciones. Al momento del salto generacional, el varón (y en menor oportunidad la hembra), accede a mejores condiciones de trabajo, pues se reconoce su participación en la producción y progresivamente comienza a ser remunerado por sus labores.

Comúnmente pensamos que el espacio de la infancia es el del juego y el del adulto el del trabajo, pero en El Cobalongo, niños y niñas laboraban y de manera activa o reactiva reconocían su participación en los procesos de producción, a pesar de la invisibilización de sus aportes productivos por parte de la vida adulta, debido a la relación que desde esta generación se construye entre el trabajo y el juego-infantil. Esta asociación entre juego y trabajo es la estrategia cultural para la inserción de los infantes en el mundo de las herramientas [Erikson 1959], ya que el juego como dispositivo cultural permite que la infancia realice las tareas encomendadas. Éste es uno de los mejores ejemplos para explicar que en un mismo conglomerado social confluyen y divergen distintas infancias; en nuestro caso, una positivamente productiva porque aporta al ciclo agrícola; pero otra construida desde la subjetividad hegemónica adulta, que niega los aportes productivos de la otredad.

En cuanto al género, observamos una diferenciación importante: la incorporación de niños y niñas al trabajo agrícola era similar en términos de la edad. Sin embargo, los niños no se sumaban a las labores domésticas. Esto significa que desde muy temprano la niña tenía doble labor que realizar: dentro del hogar y en la parcela, mientras que los niños se incorporan principalmente al trabajo de la tierra.

 

Reflexiones finales, sobre los objetos y los sujetos

La relación entre infancia y cultura nos interesa como expresión y contenido, como ya lo hemos advertido: lo que socialmente se expresa de la infancia y lo que socialmente contiene la misma. Por ello, estudiar antropológicamente este grupo social no significa hacer una antropología de la infancia, como una subdisciplina dedicada al estudio de esta edad biográfica, como una antropología urbana, antropología jurídica o antropología histórica, por citar algunas. Al contrario, el propósito del abordaje antropológico de la infancia requiere comprender que en las sociedades hay niños y niñas y que son sujetos con visiones, criterios, experiencias, significaciones de la vida por la cual transitan, como lo hacemos todos, y como transita la propia cultura. Así, los antropólogos deben, en la medida de lo posible, incluir las visiones de aquéllos en sus análisis.

El esfuerzo disciplinar requiere comprender dinámicas sociales y políticas marcadas por una aparente atención y tensión del grupo social sobre la infancia, lo que complejiza la situación, por ser un tema muy sensible en los últimos tiempos, por el reconocimiento (aunque parece más adjudicación) de derechos a niños y niñas en el derecho internacional de los derechos humanos. Sin embargo, esta abrumadora preocupación no ha transformado sustancialmente las condiciones de explotación de la infancia, al contrario, en los países donde el modelo neoliberal se ha impuesto de manera más brutal son cada vez más los niños y niñas que se enfrentan condiciones de trabajo deplorables. Las prohibiciones legales del trabajo infantil sólo contribuyen a dejar a niños y niñas necesitados de una fuente laboral para sobrevivir, en las penumbras, lo cual imposibilita la capacidad real de conocer el fenómeno, pues el régimen de subcontratación, al cual casi siempre está sometida la infancia, está invisibilizado en las interpretaciones jurídicas y en las políticas públicas de los Estados.

La antropología debe abrirse a terrenos pantanosos en ese escenario. La infancia ha sido un buen negocio para quienes viven realizando "estudios" de sus condiciones, la describen periódicamente sin profundizar en cómo éstas son producidas. El análisis de la cultura, la comprensión de la producción y reproducción del sistema de relaciones sociales que determinan a la infancia, no sólo pasa por el debate académico sino que debe orientarse a una discusión de carácter político que permita desde lo antropológico contribuir a la construcción de políticas públicas, donde la infancia no sólo sea un receptor sino un partícipe. Es una estrategia de seguridad para el sistema que la infancia sea un grupo social receptor, como sucedió en Chile en contra del gobierno revolucionario, como nos lo demuestra Dorfman [1997] en Patos, elefantes y héroes, la infancia como subdesarrollo.

Desde el reconocimiento de la diversidad significa contribuir en el estudio, diálogo, mediación, denuncia y resistencia por hacer entender en Occidente que otras culturas ven a sus niños y niñas de forma distinta. Las políticas educativas, sanitarias y culturales deben construirse desde las perspectivas de las infancias. Comprender la imposición del adulto-centrismo occidental en otras sociedades implica luchar contra los sectores conservadores de esta sociedad, que con preceptos moralistas sin reflexión ética alguna —como en la época victoriana— buscan "proteger" a niños y niñas universales con terribles consecuencias para éstos. Un ejemplo de ello lo describe DeMause [1982] cuando señala que en los inicios de la Inglaterra industrial, las señoras de la clase burguesa convocaban reuniones en sus clubes para recaudar fondos para atender a los niños con problemas respiratorios. Lo paradójico del asunto fue que aquéllos adquirían dichas enfermedades mortales trabajando en las minas de carbón de los esposos de dichas señoras.

Se impone la necesidad de abrir el diafragma y entender que los niños [y las niñas] no son para después cuando sean grandes. Sus problemas son parte indisoluble de los problemas del conjunto; pero también el problema del conjunto no encontrará cabal respuesta si de ellas los niños, niñas y adolescentes no son reconocidos y asumidos como actores, como sujetos de derechos. Aquí se impone no continuar mirando a la infancia como apenas una sumatoria de individuos, sino como una categoría estructural, como un fenómeno social [Cussiánovich 2005: 21].

Las reflexiones expuestas nos llevan a manifestar que las antropólogas y antropólogos, al realizar sus investigaciones sobre los procesos económicos, de identidad, de migraciones y de procesos comunicativos deben conocer lo que niños y niñas viven y piensan en relación con dichos fenómenos, pues no están aislados de los mismos. Por ello es de suma importancia recoger esas voces que generalmente dejamos de lado, cuando partimos de la idea (no realidad objetiva) de que la "comunidad" seria, objetiva, lógica es la conformada solamente por los adultos. Preguntarle a la infancia implica una transformación conceptual relevante de lo que pensamos de las relaciones generacionales. A su vez, quienes se interesan en hacer una antropología de la infancia deben analizar muy cuidadosamente el objeto de estudio que intentan abarcar para estudiarla por lo que es y no por los juicios y prejuicios construidos de la vida adulta.

Ésta es la dirección hacia donde apuntamos con nuestras reflexiones sobre sujetos y objetos, insistimos en que niños y niñas no son objetos de la adultez sino sujetos que han sido invisibilizados. Pero ello requiere de un salto epistemológico y cultural y pasar de la concepción de objetos (manipulables como los objetos de las ciencias básicas) a sujetos que eventualmente manipulan, porque no son observadores de lo que sucede en su entorno sino protagonistas del mismo. Como advertimos de manera directa, sin mayores herramientas metodológicas, en el proceso que se da en los infantes que provienen de sociedades donde se hablan idiomas distintos: son los niños y niñas quienes en sus dinámicas de interacción social transforman las lenguas maternas para producir otra interpretación lingüística, diferente a las de las generaciones que les precedieron. En cierta medida (sin sonar apologético) debemos las lenguas nacionales (uno de los elementos característicos de los Estados-nación modernos, tan alabados en el pensamiento Occidental) a niñas y niños.

El objeto de comprender a los niños y niñas como sujetos consiste en desarrollar investigaciones que nos permitan demostrar que en cualquier aspecto de la vida social, en términos generacionales, existen por lo menos dos puntos de partida, la de infantes y la de adultos, los cuales son dos realidades con expresiones particulares pero atravesadas por condiciones de jerarquía e imposición generacional en correspondencia directa con las relaciones de género y la organización social. Pero es en la cultura donde podemos ubicar estas relaciones y no en aspectos biológicos, psicológicos o pedagógicos, que han funcionado para la creación de prejuicios que imposibilitan la construcción de una dignidad infantil: consiste en trabajar con niños y niñas sin que la imposición de un futuro ideológico se interponga en su presente.

Infancia y adultez se definen mutuamente (pero de manera vertical desde el mundo de los mayores) porque el adulto requiere de su contraparte para construir su identidad. En este proceso, niños y niñas necesitan convertirse en adultos para asumir ciertas posiciones y disposiciones identitarias. Pero en este periodo el adulto llega a tener identidad sin una experiencia biográfica del nosotros y, por lo tanto, desde el punto de vista del recorrido biográfico del sujeto es una identidad artificial, o artificiada, porque la persona pasa de ser un objeto a, hipotéticamente, un sujeto.

 

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