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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.22 no.63 México may./ago. 2015

 

Diversas temáticas desde las disciplinas antropológicas

 

¿Es posible una arqueología de la experiencia?

 

Iván Leibowicz

 

Instituto de Investigaciones Antropológicas, Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Recepción: 1 de abril de 2014.
Aprobación: 28 de octubre de 2014.

 

Resumen

En el intento por comprender algunas de las percepciones y experiencias que los seres humanos pudieron tener al habitar distintos lugares o poblados pretéritos, se discuten las posibilidades de realizar acercamientos fenomenológicos al registro arqueológico. Para ello se tomarán en cuenta ciertos conceptos y preceptos propios de la fenomenología, y se analizará la pertinencia de utilizarlos como herramientas analíticas y metodológicas antes que como un rígido marco teórico a seguir. Así intentaré demostrar la potencialidad de este tipo de estudios, a los que he decidido denominar experienciales, y cómo los mismos colaboran, junto con otras líneas de evidencia, a un entendimiento más profundo de las sociedades pasadas.

Palabras clave: experiencia, fenomenología, percepciones, paisajes, arqueología.

 

Abstract

Aimed at unveiling some of the perceptions and experiences that people may have had when dwelling in different towns and villages in the past, possibilities are being discussed with a view to adopting a phenomenological approach to archaeological records. Therefore, the pertinence of certain concepts and precepts from phenomenology being used as analytical and methodological tools will be taken into account, in preference to a rigid theoretical outline. Accordingly, I aim to demonstrate the potential of what I refer to as "experiential studies," and how this idea may work in collaboration with independent lines of research so as to achieve a deeper understanding of past societies.

Keywords: experience, phenomenology, perceptions, landscapes, archaeology.

 

Cambiar de piel y quemar el pasado, dejar atrás un futuro atormentado.
El mágico doctor Churuwia

 

Introducción

En la búsqueda de una mejor y más amplia concepción del pasado, las arqueologías posmodernas, en sus múltiples encarnaciones, acercaron a la disciplina una infinidad de teorías y conceptos provenientes de la ciencia social contemporánea. Allí, y fundamentalmente en el estudio de la espacialidad y los paisajes pretéritos, se desarrollaron diversos acercamientos que, en un sentido amplio, podrían denominarse como fenomenológicos.

En este trabajo me interesa discutir las posibilidades reales de aplicar este tipo de ideas, en pos de acercarnos a las percepciones y experiencias que los seres humanos pudieron tener al habitar distintos lugares o poblados. No pretendo abrevar en ellas de un modo dogmático, ni caer en la rígida aplicación de un marco teórico sino, más bien, hacer hincapié en su dimensión analítica y sus posibilidades metodológicas.

Intentaré mostrar la potencialidad de este tipo de estudios, a los que he decidido denominar experienciales antes que fenomenológicos, y cómo los mismos colaboran, junto con otras líneas de evidencia, a un entendimiento más profundo de las sociedades pasadas.

 

Experiencia y subjetividad

La cultura material, y dentro de ella los espacios y los paisajes, es evocativa, corporiza y fija determinadas narrativas, dejando otras de lado, produce imágenes mentales formando, estimulando, produciendo y reproduciendo memorias.

Todas las sociedades, tanto las actuales como las que estudiamos y analizamos, orientan y orientaron (y seguramente orientarán) sus acciones en el presente con el pasado en la mente. Es una ironía que nosotros, como arqueólogos, veamos el mundo en términos históricos pero pocas veces adscribamos una conciencia histórica a las personas y sociedades que intentamos estudiar [Gosden y Lock 1998].

Afirmar que el paisaje y el tiempo son elementos subjetivos de la experiencia humana no implica caer en posturas cercanas a un relativismo extremo. Esto simplemente significa que son observados y considerados como variables particularmente históricas, imbricadas profundamente en relaciones sociales y políticas [Bender 2002].

La concepción de paisaje que se maneja en este trabajo puede sintetizarse con las siguientes palabras de Acuto [2013: 32], las cuales remarcan que este término en arqueología "surge en contraposición de aquellas perspectivas que abordaron el espacio en términos cartesianos, funcionales y despojados de sentidos, emociones, conflictos e inclusive de personas", y que entonces, "cuando hablamos de paisaje, y si tenemos en cuenta la trayectoria teórica con la cual está conectado este concepto, estamos haciendo referencia a un espacio subjetivo (experimentado por personas), socialmente producido, cargado de significados y articulado dialécticamente con prácticas y relaciones sociales" [Acuto 2013: 32].

La experiencia espacial variará en relación con el conocimiento que se tenga del entorno, y al tiempo que se esté en contacto con él [Bender 2001]. De este modo, distintas tareas y acciones generan disímiles sensaciones del tiempo y de experimentar el paisaje. Personas con diverso bagaje cultural, y pertenecientes a comunidades diferentes, pueden ocupar o compartir espacios en forma paralela en un determinado entorno físico, obteniendo cada uno valores, tanto materiales como no materiales, válidos, aunque potencialmente opuestos, de aquellos lugares que experimentan y a los que les dan significado [Anschuetz et al. 2001].

Sin embargo, más allá de los múltiples significados que un espacio o una construcción puede tener para los distintos actores involucrados, hay por parte de éstos un intento de estabilizar, de manipular el significado, de asociarlo a un orden moral, a una ideología [Hutson 2002]. Y estos espacios cargados de significado son construidos a través de las temporalidades de actos históricos [Tilley 1996].

Si bien resulta utópico acceder a los esquemas de pensamiento o modelos sensoriales de culturas diferentes, el estudio de las percepciones o las experiencias en el presente nos puede otorgar diferentes maneras de ver los objetos y paisajes del pasado, ampliando nuestra capacidad de interpretación [Pellini 2010b: 12].

Esta postura no implica negar nuestra constitución social, nuestra corporeidad, como un producto de la posmodernidad, y tenemos claro que esta lógica cultural en que estamos fundados embebe cada una de nuestras interpretaciones. De este modo el acercamiento fenomenológico pretende problematizar y poner en relieve la experiencia, sin asumir una unidad de la subjetividad humana [Johnson 2006: 129].

Tenemos en cuenta y nos sirven como advertencia las palabras de Sahlins [1985]: "La experiencia social humana es la apropiación de percepciones específicas mediante conceptos generales: un ordenamiento de los hombres y los objetos de su existencia de acuerdo con un plan de categorías que nunca es el único posible, sino que en ese sentido es arbitrario e histórico" [Sahlins 1985: 136].

Con estas palabras y precauciones en la mente, creemos que también vale la pena intentar acercarnos a la percepción y a la experiencia, explorarlas como una línea más de evidencia que coadyuve a sostener nuestra visión del pasado que analizamos.

 

Espacios y sentidos

La dialéctica entre espacio y mundo social, así como la polisemia de los espacios, son ideas y concepciones que han estado presentes desde los primeros intentos de integrar a los sujetos en el espacio, y de reconstruir algunas experiencias sensoriales del pasado.

En virtud de ello, antes que poner el énfasis en los aspectos técnicos de las edificaciones se ha propuesto como principal punto a analizar el espacio que generan las construcciones, considerándolo como la realidad en la cual se concreta la arquitectura [Zevi 1951], teniendo en cuenta que la arquitectura es uno de los principales correlatos materiales respecto de la temporalidad y espacialidad del habitar, y una de las formas con las que se intenta dar una medida humana a esas dimensiones. La arquitectura domestica el espacio eterno y el tiempo infinito para que la humanidad lo tolere, lo habite y lo comprenda [Pallasmaa 2005: 16].

De esta manera se pretende ver al espacio como un sitio donde existe el poder, el conflicto, las emociones, abandonando el paradigma visual que impera en los conceptos y principios funcionalistas (modernos y posmodernos) de urbanización, donde las plantas de las ciudades son visiones altamente idealizadas y esquemáticas, vistas desde arriba o a través del "ojo de la mente", donde se refleja la "higiene de lo óptico" [Pallasmaa 2005: 29].

Los seres humanos no siempre han estado dominados por la vista, incluso hoy en día existen numerosas culturas en las que aquellos sentidos considerados por nosotros como privados (el olfato, el gusto y el tacto) siguen teniendo una importancia colectiva, e influyendo en el comportamiento y la comunicación [Pallasmaa 2005].

Es por ello que debemos ir más allá, abandonar el ocularcentrismo y hacer hincapié en que los paisajes no sólo se perciben desde lo visual, sino que se experimentan con todos los sentidos [Bender 2002]. En este tipo de estudios es crucial entender que la gente no se limita a pensar y ver las cosas, que las experimenta física y emocionalmente [Bender et al. 1997] de una forma simbiótica, donde la naturaleza no está alejada ni es externa al hombre [Pellini 2010b: 4]

Es importante, entonces, intentar acercarnos a los sentidos, como el oído, el tacto y el olfato, que se encontraban cargados de constantes estímulos en los paisajes que estudiamos. Lo anterior se puede hacer mediante el desarrollo de metodologías tendientes a mensurar no sólo aquello que se ve, o a sólo dar cuenta de cómo y desde dónde se observan determinadas construcciones, sino también, como objetivo primordial, registrar aquello que se oye, se huele y se toca, incorporando nuestras experiencias al registro.

Esto es significativo, ya que en las culturas no occidentales "la arquitectura está fundamentalmente conectada con el saber tácito del cuerpo en lugar de estar dominada visual y conceptualmente. La construcción está guiada por el cuerpo. Las arquitecturas indígenas parecen haber nacido de sentidos musculares y hápticos más que del ojo" [Pallasmaa 2005: 25].

El paso de una cultura oral a una escrita acarreó cambios en la conciencia, la memoria y la comprensión humana del espacio [Ong 1987]. La transmisión y representación oral de historias y narrativas, centrales en la vida de una comunidad, abandona el predominio del espacio sonoro para convertirse en propiedad de la vista. La sonoridad de la palabra hablada o cantada pierde lugar ante la palabra escrita, la cual se experimenta, sobre todo, individualmente. Como seres humanos estamos formados por los sonidos que oímos, éstos nos traen temor, alegría, ansiedad, excitación o incluso desconcierto [Schofield 2014: 290]. Éstas son características que no debemos dejar de lado al momento de analizar la espacialidad de las sociedades ágrafas que investigamos. Más teniendo en cuenta que el sentido de la audición estructura y articula tanto la experiencia como la comprensión del espacio, y que el sonido provee el continuum temporal en el que se insertan las impresiones visuales [Pallasmaa 2005].

A su vez, el olfato es un sentido muy importante al momento de intentar mensurar ciertas experiencias, ya que a menudo el recuerdo más persistente que nos queda de cualquier espacio es su olor. "Un olor particular nos hace volver a entrar sin darnos cuenta en un espacio completamente olvidado por la memoria retiniana: las ventanas de la nariz despiertan una imagen olvidada y caemos en una vívida ensoñación. La nariz hace que los ojos recuerden" [Pallasmaa 2005: 55].

Percibimos de una forma total, con todo nuestro ser, y captamos una estructura única de las cosas, una única manera de ser que habla a todos los sentidos a la vez [Merleau Ponty 1964]. Cada experiencia conmovedora en el mundo se vive de un modo multisensorial, las cualidades del espacio, de la materia y de la escala se miden a partes iguales por el ojo, el oído, la nariz, la piel, la lengua, el esqueleto y el músculo, implicando distintos ámbitos de la experiencia sensorial que interactúan y se fusionan uno con el otro [Pallasmaa 2005]. Un individuo se enfrenta a su entorno, al poblado donde vive a través de su cuerpo, sus piernas miden la longitud de los espacios, la anchura de los caminos y los recintos que atraviesa. El peso de su cuerpo se relaciona con los otros cuerpos y masas vivas e inertes, sus manos se apoyan en las paredes, se toman de los vanos al atravesar esos caminos. Se siente a él mismo en el sitio y éste existe a través de su experiencia encarnada. El poblado y su cuerpo se complementan y se definen uno al otro. Habita en el sitio (o lugar o paisaje) y el sitio lo habita a él [Pallasmaa 2005].

 

Contra la simplificación de la experiencia

En pos de desarrollar una investigación en los términos que se plantean aquí, es menester dejar a un lado los análisis que sólo se basan en planos o mapas, así como tener en cuenta e intentar superar su imposibilidad de transmitir o representar ciertos escenarios. Un ejemplo de este tipo de estudio es el que se realiza a partir de la elaboración de mapas gamma basados en el trabajo de Hillier y Hanson [1984]. Si bien los mismos tienen una evidente utilidad en arqueología, pero fundamentalmente en arquitectura, urbanismo, etc., en determinadas ocasiones son utilizados para acercarse a la circulación (a la experiencia de circular), en el interior de poblados arqueológicos y a determinadas percepciones (experiencias sensoriales), brindando como resultado (en la mayoría de las veces) una simplificación atroz de la experiencia de los humanos en ese espacio. A modo de breve ejemplo mencionamos la posible circulación al seno de un conjunto de recintos dispuestos de modo circular, lo que idealmente se grafica de modo lineal. De este modo, la experiencia humana de transitar por medio de recintos dispuestos de distintos modos (circular o zigzag) se representa de la misma manera, como una línea recta. Otro ejemplo es el que da Cornejo [1990], y la razón por la que se elige éste es porque el autor no plantea intencionalmente esta problemática. Allí destaca las dificultades que traen aparejados los trabajos en el sitio Turi, en el norte de Chile, dada "la compleja planta del pukara, imposible de reflejar en cualquier levantamiento topográfico, y lo difícil que es el desplazarse a través del sitio" [Cornejo 1990: 129]. Es claro, entonces, que en esta tentativa de hacer maleable y manipulable el mundo, los planos y los mapas se constituyen en un instrumento para su deshumanización [Thomas 2001: 170].

Dentro de este marco, el deseo de humanizar estos paisajes, de imaginarlos con gente viviendo allí, experimentándolos cada día, impulsa el desarrollo de nuevos acercamientos teóricos y metodológicos, que buscan comprender la forma en que los sujetos percibían y se conducían en ese espacio tridimensional [Thomas 2001]. Dentro de la arqueología andina existen muchos ejemplos de trabajos arqueológicos que han intentado transitar este camino [Acuto 2007; Acuto y Gifford 2007; Gifford y Acuto 2002; Isbell y Vranich 2004; Leibowicz 2007, 2012 y 2013; Vaquer 2010; Vranich 2002]. Trabajos en los cuales se abandona la idea de que los paisajes son algo meramente visual o separado de la experiencia humana, y se reconoce que son parte de un mundo de movimiento, memoria, historia y relaciones [Bender 2001]. Ya no viendo al mundo como un espectáculo [Cosgrove 1984], como algo que se observa a través de un vidrio, dejando de lado este simulacro del mundo y la vida que nos propone la hipermodernidad, donde tan sólo observamos o experimentamos simulaciones y marginamos la experiencia corporal. Se intenta así renunciar a la separación entre cuerpo y mente, ya que somos sujetos completos habitando el mundo, inmersos mental y corporalmente en el mismo [Acuto 2007; Ingold 2000; Thomas 1996].

 

Experiencias presentes

A partir de lo hasta aquí expuesto se presenta con claridad la necesidad de comprender la espacialidad y materialidad del pasado de otra manera, en otros términos, de hacer incluso el intento de entender cómo éstos "se formaron en el corazón y en la mente de cada uno de los pueblos del pasado" [Pellini 2010b: 4]

No obstante, tenemos claro y lo especificamos al comenzar este trabajo, que la idea de llegar al real conocimiento del significado en el pasado se presenta como una empresa bastante complicada, si no es que imposible. Ciertamente, no es posible ingresar, mediante actos de empatía, en las mentes de aquellos que habitaron los paisajes y poblados pretéritos en estudio, pero sí colocarse dentro del conjunto de circunstancias materiales que se integraban en un universo significativo en el pasado [Thomas 2001: 180-181]. Existe entonces una potencialidad en la experimentación de algunos aspectos de los antiguos paisajes que se conservan hoy, así como también la probabilidad de reconstruir rasgos de lugares que los antiguos pobladores construyeron y habitaron [Isbell y Vranich 2004], pensar y reflexionar sobre las distintas experiencias que vivieron en un sitio los habitantes locales, y aquellos que llegaban desde otros lugares [Acuto y Gifford 2007; Isbell y Vranich 2004; Vranich 2002], probando recrear en nuestra imaginasción algunas de sus experiencias. Intentar esto requiere imaginaciones bien informadas, imaginaciones que se benefician de analogías, ya que es imposible ingresar a estos mundos pasados sin una dosis de ensoñación y fantasía [Isbell y Vranich 2004; Pellini 2010a].

No es un hecho menor la ventaja que otorga, en el intento de comprender las experiencias pasadas, contar con un corpus de información contextual sobre cómo los seres humanos experimentan el paisaje que les rodea [Johnson 2012: 279]. En esta dirección las antes citadas investigaciones en las sociedades tardías del mundo andino son más útiles para este fin que las de otros espacios y contextos temporales, por ejemplo, las del Neolítico europeo.

Sin desconocer las críticas al respecto [véase Brück 2005; Johnson 2012; entre otros], estamos convencidos de que nuestras propias experiencias corporales en los sitios y paisajes que investigamos pueden revelarnos algo o acercarnos de alguna manera a las experiencias y percepciones de las personas que alguna vez habitaron dichos espacios en el pasado. No debemos olvidar que la práctica de la arqueología en sí es una forma de habitar y que nuestro conocimiento nace de esta práctica [Ingold 2000: 189].

Es por eso que la experiencia sensorial de explorar y recorrer los distintos sitios y paisajes, de "estar en el lugar", se vuelve un imperativo en el momento de interpretar las relaciones y prácticas sociales de las sociedades pasadas [Richards 1996]. En consecuencia, es necesario exponerse por tiempos prolongados a labores de campo y visitar (y revisitar) los espacios y paisajes en diversas condiciones ambientales con el fin de conocerlos y estudiarlos con mayor profundidad [Bradley 2003].

Estas ideas están lejos de representar algo totalmente novedoso o rupturista, sólo fueron dejadas de lado por mucho tiempo en la arqueología, quizás en la búsqueda de un mayor "cientificismo". En Argentina, por ejemplo, podemos rastrearlas desde los comienzos de la disciplina: "Uno queda convencido cada vez más de que la arqueología de cualquier país es necesario estudiarla en el mismo territorio donde se hallan los objetos, haciendo excavaciones y explorando personalmente los yacimientos" [Ambrosetti 1897: 65].

Este uso de ciertas herramientas y conceptos provenientes de la fenomenología, y estos acercamientos experienciales, se proponen como parte de una serie de métodos de exploración de los lugares y paisajes que pueden enriquecer el alcance de nuestros pensamientos y preguntas, y también la comprensión de los parámetros del comportamiento pasado en relación con los contextos de los sitios [Brück 2005].

Desde esta perspectiva, al analizar la información arqueológica sobre antiguos paisajes y ambientes construidos debe asumirse que hay ciertas regularidades en la forma en que los humanos experimentan el mundo que los rodea. Determinadas características particulares de los elementos, como el agua, las rocas, el fuego, fenómenos meteorológicos, y algunos procesos fisiológicos y cognitivos que son comunes a todos los seres humanos, generan tramas interculturales de significado que persisten en el tiempo y el espacio [Strang 2005: 92].

No obstante, teniendo en cuenta que algunos aspectos de los paisajes, como la vegetación, el caudal de los ríos, etc., varían a lo largo del tiempo, es posible centrarse en aspectos más constantes de los sitios y los paisajes, por ejemplo, las condiciones meteorológicas, las formaciones geológicas y topográficas y las distancias sobre las que es posible el registro de sonidos y la visión en virtud de la máxima humana [Hamilton et al. 2006].

No se intenta aquí adoptar la filosofía fenomenológica como un todo (lo cual sería imposible, pues no existe una fenomenología), ni sumergirse por completo en los aspectos teoréticos de esta postura filosófica, sino utilizar a la fenomenología como una herramienta en pos de ampliar nuestras comprensiones. Se procura entonces incorporar una perspectiva fenomenológica o experiencial, dentro de marcos o metodologías arqueológicas (en sentido amplio). De modo que la fenomenología no se presenta como un enfoque independiente, sino que, a partir de los resultados que la misma nos conceda, se generan nuevas preguntas que pueden ser exploradas por múltiples medios. Así, este abordaje experiencial directo se convierte en una herramienta más a la hora de acercarse al registro arqueológico, el cual debe combinarse con otros tipos de evidencia, así como con criterios más establecidos y aceptados dentro de la arqueología para alcanzar una comprensión más holística del pasado [Hamilton et al. 2006], ya que al contar con más líneas de evidencia, las interpretaciones que se realicen podrán ser más completas. Así, la inclusión de datos fenomenológicos o experienciales y la integración de diferentes tipos de datos sobre un sitio y/o región, otorgará más variables y no sólo redundará en una mejor arqueología, sino en una mejor ciencia [Berggren y Hodder 2003: 431].

 

Experiencias y metodologías

Una arqueología donde estas preocupaciones, estas inquietudes, tengan real sentido, no puede concebirse alejada de las experiencias del investigador. Y estas experiencias se obtienen, se hacen carne, en el trabajo de campo, entendiendo éste no sólo como aquella instancia práctica de generación/recolección de datos, sino extendiendo su potencial a la generación y registro de aquellas interpretaciones que, presumo, sólo podrían ser diagramadas in situ y como función experiencial de quien observa (A. Ferrari, comunicación personal). Más aún, evitando la idea de que su única función es la recolección de datos y la posibilidad de confraternizar con colegas, asumiendo que allí germinan, nacen y se desarrollan gran cantidad de las ideas e interpretaciones que luego serán parte de artículos, tesis, libros, etcétera.

Luego de intentar en reiteradas ocasiones poner en práctica estos preceptos, sin subvertir ni trastocar por completo los criterios metodológicos propios de la disciplina (o mejor dicho aquéllos en los que fui educado), considero que, sin negar sus aportes ni su rigurosidad, es necesario dar un paso más allá.

Un paso (o más de uno) que implica moverse hacia una metodología que responda a nuestros intereses, a nuestras ansias, a nuestros sueños, que nos conduzca a la construcción de una metodología que, si es necesario, se rebele contra lo que entendemos como metodología, es decir, ir en dirección a un entramado de relaciones, significados y métodos que se constituyen en sus propios términos.

Para ello es necesario ponerse de acuerdo en algunos conceptos mínimos y comunes. En primer lugar es importante tener en cuenta que la experiencia no se describe de manera acrítica, y que los escritos que se generan a partir de ella deben ser el resultado de un proceso de reflexión intersubjetiva. Un proceso que se enmarca en una actitud crítica (que no implica vivir en un eterno estado de incertidumbre) hacia las condiciones en las cuales se desarrolla nuestra propia experiencia.

Por eso hay que intentar ser explícito en el acercamiento, exponer deliberadamente nuestros deseos e intereses, y asumir que las interpretaciones alcanzadas, como todas las interpretaciones sobre la cultura material, se crean desde el presente y deben ser vistas como parciales y situadas [Shanks y Tilley 1987].

En segunda instancia, la aplicación de estos conceptos en el trabajo de campo es una experiencia presente y personal (y también grupal). Ello implica que se debe lidiar con la idea de que sus resultados, en virtud de la especificidad histórica de los paisajes [Thomas 2001], pueden ser incompatibles con las motivaciones y la conciencia de las personas en el pasado [Hamilton et al. 2006].

En tercer término, esta búsqueda impone la superación de los límites que imponen los métodos positivistas al trabajo de campo arqueológico y dejar de lado la neutralidad a la hora de registrar la evidencia material. Al asumir que la verdad, si es que existiese, no es el objeto de nuestras pesquisas, el trabajo de campo se convierte en un espacio de duda epistemológica, pero también en un fecundo campo de construcción interpretativa [Navarrete 2003].

El dato en sí mismo no (nos) dice como fue el pasado que se está investigando. Más aún cuando son los diseños de investigación (que nosotros mismos delineamos) los que deciden qué se considerará o no relevante, y qué categorías se utilizarán para obtener y analizar la información recolectada. Por ejemplo, un tiesto, una astilla de hueso o una microlasca, sólo serán tales cuando, en primer lugar, exista la decisión de conservarlas y no descartarlas; luego, cuando se resuelva o no mapearla y registrarla en las plantas y, posteriormente, cuando pasen a formar parte de una categoría abstracta, relativa y arbitraria de acuerdo con las unidades de análisis que se vayan a implementar. Por lo tanto, no puede sostenerse la idea de que la arqueología puede funcionar simplemente como un procedimiento de registro descriptivo, ya que esta noción niega la centralidad de la investigación y elimina las exigencias interpretativas de los relatos [Pellini 2010a].

Por todo esto es necesario tomar en cuenta la siguiente afirmación:

En vez de que el sistema de registro sirva a los intereses de la adquisición de conocimiento, la relación se revierte y se excava para registrar. Con la estandarización del registro en todos los niveles de análisis tendemos a seleccionar sólo lo que los procedimientos o formularios nos permiten o exigen registrar. De esta manera, somos propensos a no expresar, invisibilizar o anular las preocupaciones, dudas, impresiones, debates e inconsistencias [Navarrete 2003: 74-75].

Asimismo, en el proceso diario en el campo se generan distintas historias (oficiales, alternativas, paralelas) del sitio y de las personas que lo habitaron, las cuales, posteriormente, de acuerdo con los distintos intereses y posturas teóricas, son abandonadas, olvidadas, perpetuadas o transformadas. Al excavar se dialoga con los demás, se describen las actividades que se han realizado y se tantean diferentes ideas que intentan dar algún sentido a los materiales que se van encontrando [Shanks 1992: 103]. Al dejar de lado este proceso de reconstrucción e interpretación que se da en el campo, se desechan elementos que son de valor para la comprensión de la vida pretérita y se oculta el modo en que algunas conclusiones e interpretaciones, por sobre otras, se convierten en el trabajo o informe final [Bender et al. 1997].

 

Lo mejor de nuestra piel es que no nos deja huir (o el futuro llegó hace rato)

Antes de concluir este ejercicio reflexivo es necesario dejar una mínima constancia de algunos de los esfuerzos realizados en pos de concretar algo de lo expuesto en estas líneas. Así, y con la intención de que ésta no sea una más de tantas revoluciones que permanecen estancadas en las mentes, nos hemos propuesto, a lo largo de los últimos años de trabajo de campo, desarrollar y perfeccionar diversas metodologías de registro [Leibowicz 2013]. En este sentido, se plantea que no sólo es necesario reconocer, caracterizar y ubicar de manera minuciosa los materiales recuperados, describir las matrices sedimentológicas, etc., sino que también es de máxima importancia llevar un exhaustivo registro de todo aquello que sucede durante el proceso de excavación, documentándolo, tanto en las fichas de excavación como en el soporte fotográfico y de video. De este modo se logra que las percepciones, los intercambios de opiniones y las impresiones personales no se pierdan, y queden registradas en las plantas de cada cuadrícula, en diarios personales y en filmaciones. Este tipo de información se integra, dentro de un método que propone un análisis y una interpretación amplios y permanentes, como parte de la evidencia obtenida en los trabajos de campo [Leibowicz 2013].

De esta manera se intenta aprender, como parte de un constante proceso de formación, a considerar aquellas pistas o evidencias que la mayoría de nosotros pasaría por alto y hacen posible contar una historia más completa o más rica [Ingold 2000: 190].

Para finalizar, soy consciente de que ciertos autores citados en estas líneas, así como algunos de los conceptos teóricos aquí volcados, podrían ser tildados por algunos puristas del pensamiento como contradictorios o como pertenecientes a escuelas filosóficas opuestas, lo cual constituiría una suerte de eclecticismo teórico sin sentido. Claro está que no estamos de acuerdo con esa visión reduccionista que intenta tildar de inconsistente cualquier tipo de mezcla "impura" entre conceptos posmodernos e incluso algunos de raigambre marxista. Se intenta, entonces, conciliar aquellos pensamientos, o doctrinas, que nos parecen los más convenientes para nuestras investigaciones, más allá de sus diversas procedencias. Siguiendo a Edward Soja [1996], se alienta una combinación creativa de diferentes perspectivas posmodernas contraria al reduccionismo de los antiposmodernistas que desvían el poder de la crítica epistemológica al modernismo, asociándola exclusivamente con el nihilismo, con aumentar el poder neoconservador o con una filosofía tipo New Age vacía y que no lleva a ningún lado [Soja 1996].

Es necesario hacer el intento de ir detrás de lo que uno sueña y desea, y rebelarse ante la idea de que investigar o acercarse a ciertas problemáticas no es (científicamente) posible. Esa discusión, la determinación de qué es y no posible en arqueología, es tan seductora como extensa, y seguramente se encuentra fuera de mi alcance como para ser parte de este trabajo. No obstante, es importante tener en cuenta que las ideas aquí propuestas, las ganas de abordar determinadas temáticas no son sólo un acto de rebeldía posadolescente ni la reacción de un niño caprichoso a quien no le dejan hacer todo lo que le viene en gana. Por el contrario, encierran la ilusión de hacer de la arqueología y, por consiguiente, de la propia vida, algo más interesante, entretenido y relacionado con aquellos deseos primigenios que nos acercaron a ella desde pequeños. En este sentido, no por repetida hasta el hartazgo deja de ser válida la ya clásica frase de Einstein: "Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo".

 

Agradecimientos

Este trabajo fue realizado con el apoyo de una beca interna posdoctoral del Conicet, Argentina, en el marco de una estancia posdoctoral realizada en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. También se contó con el apoyo de una beca posdoctoral otorgada por el Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, en el Instituto de Investigaciones Antropológicas. Quiero agradecer a Félix Acuto por su apoyo a lo largo de los años, a Claudia Amuedo por sus comentarios y a Alejandro Ferrari por el fructífero intercambio de ideas.

 

Referencias

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