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Cuicuilco

Print version ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.22 n.62 México Jan./Apr. 2015

 

Reseñas

 

La gestión episcopal de Manuel Posada y Garduño. República católica y arzobispado de México, 1840-1846

 

Pablo Mijangos y González

 

Berenise Bravo Rubio, La gestión episcopal de Manuel Posada y Garduño. República católica y arzobispado de México, 1840-1846. Editorial Porrúa. México. 2013. 211 pp.

 

Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).

 

Es casi un lugar común sostener que la Iglesia y la religión católicas son dos factores de enorme relevancia en la historia de México. Desde cualquier perspectiva ideológica resulta innegable que buena parte de los conflictos que han definido el rostro nacional están vinculados, de una u otra manera, al debate sobre el papel que ha tenido y debe tener el catolicismo en nuestra vida pública (un debate que, claramente, aún no hemos resuelto de manera definitiva). A pesar de su importancia capital, la historia eclesiástica no ha sido uno de los temas favoritos de nuestra historiografía. Aunque durante las últimas décadas se ha hecho un gran esfuerzo por recuperar y rehabilitar el pasado de la Iglesia católica en México, la lista de temas y preguntas pendientes sigue siendo muy extensa. En lo que hace al siglo XIX, por ejemplo, contamos con algunos estudios excelentes sobre la desamortización y nacionalización de bienes eclesiásticos, y también con varias obras de altísimo nivel sobre los antecedentes, momentos y dinámica del conflicto Iglesia-Estado, pero seguimos ignorando mucho sobre la historia social del clero católico y su relación cotidiana con la feligresía, un tema fundamental que sólo puede entenderse adecuadamente a partir de la extensa documentación judicial y gubernativa resguardada en los archivos eclesiásticos.

A la luz de este vacío historiográfico se advierte la importancia de la obra más reciente de Berenise Bravo Rubio, La gestión episcopal de Manuel Posada y Garduño, cuyo modesto título, a mi parecer, no refleja la riqueza de su contenido. Más que una biografía del primer arzobispo metropolitano nombrado después de la Independencia, este libro ofrece una fascinante y pormenorizada radiografía del clero secular del arzobispado de México bajo el régimen de la república católica. Tomando como modelo la obra clásica de William Taylor, Ministros de lo sagrado, Berenise Bravo nos muestra los entresijos de la estructura institucional y la composición social de una poderosa corporación que estaba presente en todos los ámbitos de la vida pública y privada del México independiente, y que, muy a su pesar, no tenía más remedio que compartir el espacio público con las autoridades de una joven república inestable y empobrecida. Para elaborar esta radiografía la autora consultó varios fondos bibliográficos y archivísticos hasta ahora insuficientemente aprovechados. Entre ellos destaca el magnífico Archivo Histórico del Arzobispado de México, tal vez el mejor archivo eclesiástico del país, y en cuya preservación, catalogación y difusión Berenise Bravo ha colaborado de manera más que entusiasta.

El libro está estructurado alrededor de dos inquietudes centrales. La primera tiene que ver con los cambios y permanencias en la vida eclesiástica mexicana tras la Independencia: ¿qué innovaciones trajo el régimen republicano en la relación cotidiana entre la Iglesia y el Estado? ¿Hasta qué punto el clero del arzobispado de México logró adaptarse al nuevo régimen e incluso beneficiarse del mismo? Nada ilustra mejor la magnitud de los cambios provocados por la Independencia en la vida eclesiástica que la propia biografía del arzobispo Manuel Posada y Garduño. Como bien advirtieron los contemporáneos, la elección de Posada para la silla episcopal metropolitana fue un "evento extraordinario", pues por primera vez el cabildo eclesiástico del arzobispado había podido participar significativamente en el complejo proceso de nombramiento de su prelado. En efecto, aunque Posada había sido "presentado" a la Santa Sede por el presidente Anastasio Bustamante, quienes realmente eligieron al candidato fueron los canónigos del cabildo catedral, atendiendo a su excelente formación académica en ambos derechos, y a su larga experiencia en el gobierno eclesiástico y en la arena política nacional. A diferencia de su antecesor, el prelado aragonés Pedro Fonte, Manuel Posada provenía del clero mexicano, conocía bien su realidad e incluso había participado en la creación de la primera República federal. Su principal preocupación no era ya promover la lealtad a la "Majestad Católica" española, sino preservar los bienes, prerrogativas, supremacía y decoro de la Iglesia mexicana.

Esta novedosa autonomía de la Iglesia se reflejó también en la asignación de curatos, un asunto que era de sumo interés tanto para el clero como para las autoridades civiles. En este punto, Berenise Bravo advierte un sutil pero decisivo cambio con respecto al periodo colonial: si durante la época novohispana los virreyes habían gozado de la facultad de elegir y confirmar al titular de un curato vacante a partir de una terna propuesta por el arzobispo, a partir de 1829 el presidente y los gobernadores estatales conservaron únicamente el llamado "ejercicio de la exclusiva", que consistía en el derecho a vetar a tres de los cinco candidatos a un beneficio eclesiástico, dejando "al menos dos" para que el arzobispo pudiese hacer "la libre provisión". La autora señala que este derecho no fue utilizado durante la gestión de Manuel Posada, lo cual atribuye sobre todo a la buena relación que mantuvo el prelado con las principales autoridades civiles de su jurisdicción. Éste es un dato importante, porque indica que la defensa de la autonomía eclesiástica no implicaba necesariamente una actitud antagónica contra el Estado. De hecho, subraya la autora, el arzobispo Posada "apoyó e hizo que sus curas secundaran las decisiones y peticiones provenientes de las autoridades civiles, siempre y cuando no afectaran el bien de la Iglesia".

Las nuevas libertades del régimen republicano, sin embargo, también tenían un lado peligroso para la Iglesia. Mientras que en el periodo colonial la Iglesia católica había logrado evitar y contener escándalos vergonzantes gracias a la ausencia de una verdadera "opinión pública", la introducción de una considerable libertad de prensa a partir de 1812 facilitó una mayor divulgación de las prácticas abusivas y los delitos cometidos por los clérigos. Esta amenaza permanente al prestigio social de la Iglesia explica que el arzobispo Posada pusiera tanto esmero en la elección, supervisión y disciplina de su clero, pues el prelado sabía que sus decisiones debían dejar satisfecha "la causa pública" en la medida de lo posible. Todo parece indicar, sin embargo, que esta política de moderación y autovigilancia no fue suficiente para evitar el surgimiento y la difusión de voces anticlericales en el arzobispado, lo cual, a su vez, nos lleva a la segunda gran inquietud que estructura el libro de Berenise Bravo: ¿el creciente anticlericalismo del periodo republicano es un indicio de que México ya estaba atravesando por un irreversible proceso de secularización? Ésta es una pregunta fundamental, pues tradicionalmente los historiadores han asumido que, al menos desde las reformas absolutistas del siglo XVIII, las sociedades de la cristiandad occidental comenzaron a separar los asuntos públicos de los religiosos, relegando la fe a la esfera privada.

A contracorriente de este lugar común de la historiografía, Berenise Bravo sostiene explícitamente que en el México de la primera mitad del siglo XIX "no prevalecía un proceso de secularización de la sociedad". Esto resulta claro si consideramos que la Iglesia seguía siendo omnipresente en los espacios y festividades públicas, y que las autoridades civiles demandaban constantemente la bendición religiosa de sus leyes y cargos: basta recordar que, aun en los peores momentos del conflicto Iglesia-Estado en 1857, los diputados liberales juraron la nueva Constitución frente a un crucifijo y exigieron anunciar su entrada en vigor con repiques de campanas y un Te Deum en la Catedral. Más que un impulso secularizador, lo que la autora detecta es una feroz competencia entre las autoridades civiles y las eclesiásticas por la supremacía en el espacio público, así como un creciente descontento social frente al incumplimiento de los deberes que tenía el clero hacia la feligresía. Para ilustrar y entender ambos fenómenos, Berenise Bravo va mucho más allá del arzobispo Posada y emprende un amplio estudio de la distribución, la movilidad y los problemas recurrentes del clero del arzobispado, el cual ocupa las mejores páginas de la obra.

Apoyándose en la documentación de la secretaría arzobispal, la autora señala que los cerca de 500 presbíteros seculares del arzobispado de México estaban distribuidos de manera desigual en tres grandes zonas. La primera, en el norte del territorio arzobispal, comprendía alrededor de 60 parroquias ubicadas en la Sierra Gorda y la Huasteca; la segunda, en el extremo sur, abarcaba 25 curatos de la costa del Pacífico y la Tierra Caliente; y la tercera, finalmente, comprendía poco más de 160 parroquias ubicadas en los fértiles valles de la meseta central. Mientras que las dos primeras zonas eran temidas por su pobreza, su clima nocivo y sus caminos intransitables, los curatos de la tercera región eran muy solicitados porque garantizaban un sustento seguro y un clima salubre, además de la posibilidad de aspirar a una prebenda en el cabildo catedralicio o en la Colegiata de Guadalupe, las dos corporaciones eclesiásticas de mayor riqueza e influencia en el arzobispado. Esta competencia por la congrua digna y los cargos de prestigio nos habla de un clero humano, demasiado humano, cuyos miembros no sólo deseaban ejercer un apostolado religioso, sino vivir cómodamente del mismo y ganarse de paso una buena posición social.

El problema con estas ambiciones clericales es que la realidad mexicana de la primera mitad del siglo XIX no daba para mucho: el país se hallaba sumido en una fuerte crisis económica desde los años de la guerra de Independencia y las autoridades de la joven república también buscaban afirmar su autoridad y allegarse de los recursos necesarios para gobernar y, en la medida de lo posible, sacar algún provecho del cargo público. De ahí que a los curas se les exigiera frecuentemente que llevaran una "conducta arreglada", privilegiando el anuncio del Evangelio por encima de pasiones y preocupaciones terrenales. Según demuestra Berenise Bravo, la feligresía y las autoridades civiles del arzobispado habían asimilado la imagen del clérigo virtuoso promovida por el Concilio de Trento y los concilios provinciales mexicanos, esto es, la del "cura de almas" que celebraba de forma puntual los oficios religiosos, administraba oportunamente los sacramentos, visitaba a los enfermos, promovía la erección de escuelas y la "magnificencia del culto divino", y, sobre todo, no era mujeriego, borracho o jugador, ni trataba de forma violenta y despótica a los fieles. Cuando esta imagen no coincidía con la realidad, tanto la feligresía como las autoridades civiles acudían a las instancias judiciales del gobierno episcopal, o bien, hacían uso del tribunal de la opinión pública para demandar el cumplimiento de la disciplina eclesiástica.

A mi parecer, el tercer capítulo es uno de los más originales e interesantes de la obra, porque ofrece un excelente análisis de los asuntos ventilados en el Provisorato del arzobispado de México, el tribunal que conocía de "todas las demandas promovidas por autoridades, particulares, corporaciones e incluso clérigos en contra de todo aquel individuo o institución que gozaba de fuero eclesiástico". Según la información recopilada por Berenise Bravo, durante la gestión de Manuel Posada se presentaron 192 denuncias en contra de clérigos del arzobispado, 78 por causas criminales y 53 por causas civiles. Entre las causas criminales destacan aquéllas por golpes, injurias y malos tratos a los feligreses, así como por el cobro excesivo de obvenciones parroquiales. Es notable que buena parte de estas denuncias fueron interpuestas por jueces de paz y que el agravio mencionado con mayor frecuencia fuera el desprecio patente de los curas a la investidura civil. En su contestación formal a estas denuncias, muchos clérigos alegaban que tanto los feligreses como los funcionarios locales no reconocían la superioridad de su dignidad eclesiástica. Aquí resulta por demás explícito el siguiente testimonio del cura José María Orihuela, quien en 1841 fue denunciado ante el Provisorato por el juez de paz de Acapetlahuaya:

Se han creído que los párrocos estamos sujetos en nuestra persona y autoridad a los subprefectos y demás jueces civiles... [cuando] realmente tenemos [una] autoridad [puesto] que no sólo somos padres para misa, bautismos, casamientos y responsos [..].

Con base en éste y otros testimonios similares, Berenise Bravo concluye, siguiendo a William Taylor, que durante la década de 1840 seguía viva la vieja disputa dieciochesca entre el clero parroquial y las autoridades seculares locales por el derecho a ejercer "la primera autoridad" en sus comunidades. La diferencia con el periodo borbónico radicaba en el contexto político e institucional en que dicha disputa se estaba desarrollando: si la Iglesia gozaba ahora de una mayor autonomía y los clérigos sólo debían su cargo a la opinión favorable de su prelado, también los adversarios del clero tenían una mayor libertad para publicar sus denuncias y cuestionar la autoridad de los curas como rectores de la vida social. Puede ser que la relativa paz del sexenio 1840-1846 se debiera a los buenos oficios del arzobispo Posada, pero es claro que ya existía una brecha profunda entre un clero escandalizado frente a la corrupción y la litigiosidad de sus fieles, y un laicado que a veces calificaba a los ministros del culto como "lobos carnívoros", "inmoralizados" y "avarientos". La autora no lo dice de esta manera, pero creo que a partir de la información que ofrece también podría concluirse que la guerra civil de la Reforma fue la consecuencia y el desenlace dramático de estas tensiones cotidianas de la vida local, más que un simple enfrentamiento entre dos proyectos antagónicos de nación. De esta manera, este libro tan sugerente de Berenise Bravo es ante todo una invitación a repensar la historia política y eclesiástica de México a partir de la experiencia social, cuya infinita riqueza puede apreciarse todavía en la casuística judicial y administrativa generada cotidianamente por la Iglesia y el Estado.

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