SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.21 número61Las cuentas pendientes de la laicidad y sus fronteras conceptualesNuevas perspectivas para los estudios de laicidad índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Cuicuilco

versão impressa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.21 no.61 México Set./Dez. 2014

 

Debate contemporáneo: las cuentas pendientes de la laicidad

 

Laicismo y laicidad. Escudos para promover agendas ideológicas

 

Anne Staples

 

El Colegio de México.

 

Las definiciones, como la estadística, pueden esconder un mundo de motivos ocultos. El autor de este artículo que comentamos en este "debate" no esconde su punto de vista. Lo insinúa desde el principio y lo hace explícito al final: devolverle su lugar a la Iglesia como actor político dentro de las actividades del Estado moderno y revertir la separación de Estado e Iglesia, todo en nombre de una ciudadanía reunida en una comunidad incluyente e integral. Éstas son palabras clave en el discurso del autor: la inclusión y lo integral. Es su manera de justificar una participación intensa de la religión en la vida social del conjunto de ciudadanos, supuestamente dominados por cuestiones políticas y económicas impuestas por una sociedad burguesa que deja de lado lo espiritual, evidente necesidad social según González Martínez. El planteamiento de González Martínez va encaminado a comprobar la necesidad de una presencia religiosa, sancionada y protegida por el Estado, dentro de sociedades que ya no exigen, mayoritariamente, esa presencia. El autor cree realmente que la presencia del elemento religioso resolverá los problemas de convivencia que aquejan a las sociedades del siglo XXI.

El autor define la laicidad como el dominio del Estado sobre las manifestaciones religiosas, sobre todo las populares. También indica que laicidad significa: 1) la autonomía recíproca entre los Estados civiles y los poderes eclesiásticos, 2) la autonomía de la persona respecto del poder público del Estado, delimitando el ámbito privado y el público, y 3) el reconocimiento y salvaguarda de la libertad de conciencia. El autor pregunta cuál papel puede desempeñar la religión sin vulnerar los derechos sensibles y la paranoia del Estado frente a una fuerza que teme: la Iglesia. Encuentra una respuesta en los ejemplos de culturas que incluyen aspectos religiosos en su formación e historia y en sociedades que tradicionalmente han incorporado grupos heterogéneos. Con base en ello explica que si la Iglesia hoy día no goza de exclusividad entre los creyentes (por haber otros credos e incrédulos), de todas maneras tiene el derecho a participar activamente en las áreas del quehacer social que los políticos no están capacitados para atender. El autor busca tender un puente entre el viejo, intransigente y venerable laicismo (que él ve como una secularización llevada al extremo de negar el elemento religioso en la vida nacional, incluso en la privada), y lo que considera la actitud moderada y tolerante de la Iglesia actual. Sin embargo, recurrir, como argumento, a la figura de una laicidad pragmática, cuando de hecho el autor describe la tolerancia obligada por las circunstancias históricas. Las negociaciones por el poder, por las investiduras eclesiásticas, por la convivencia de pueblos de religiones varias, son para el autor pruebas de "laicidad pragmática".

El autor se centra en los aspectos positivos de la actuación de la Iglesia y echa de menos la posibilidad de su restablecimiento como dirigente moral, sobre todo para atender a los sectores populares. Su alegato, construido sobre la base de múltiples ejemplos desde la Edad Media europea en adelante, retoma la idea de la "sociedad perfecta católica", un anhelo presente sobre todo en el catolicismo social de finales del siglo XIX. Sin embargo, el autor incurre en imprecisiones cuando relaciona esta sociedad perfecta con la democracia y la tolerancia, una tolerancia, según él, encaminada a permitir la libre actuación de la Iglesia. Se cura en salud al renegar de una iglesia absolutista y al apoyar las medidas que es necesario tomar para que no volviera a serlo, pero su preocupación por los posibles abusos no es prioritaria. Hace hincapié más bien en una laicidad incluyente e integral, léase espiritual, religiosa y moral. Llega todavía más lejos cuando afirma que el Estado debe exigir a las iglesias "su inclusión en las responsabilidades sociales que, como instituciones ciudadanas y parte de la sociedad civil, tienen el derecho y el deber de asumir" [González Martínez]. En esta larga historia de la laicidad y del daño que supuestamente ha hecho al cuerpo social, sobre todo en los países latinoamericanos oficialmente laicos, el autor se brinca dos etapas importantes que constituyen la base de lo que es, ahora, la laicidad. El regalismo de la corona española estableció una Iglesia prácticamente nacional en la cual el Estado determinó, en gran medida, el papel que desempeñaría el catolicismo en la vida de los países pertenecientes a la monarquía. La ilustración, que menciona el autor sin profundizar en cómo se relaciona con el laicismo, buscó reducir la religión al círculo de la responsabilidad individual y de la vida privada, para que dejara de ser formalmente materia de Estado. La secularización, un concepto que brilla por su ausencia en este trabajo de González Martínez, cambia la dirección de la vida cotidiana pública al ubicarla en el aquí y en el ahora.

Secular, como sabemos, se refiere a estar, en cuanto a la dimensión pública de la vida, en el siglo, en el tiempo, en un tiempo laico, no canónico ni ritual. Significa dedicarle un mayor interés a la higiene, a la ciencia, a tenerle menos miedo a la modernización (misoneísmo), a combatir la ignorancia y las consecuencias de no distinguir la ignorancia de la inocencia. Este cambio de actitud hacia la vida pública ayudó a la mujer a librarse del arraigo exclusivo al espacio doméstico. Después de un proceso muy gradual se llegó a admitir que desempeñar el puesto de reina del hogar, encargada de la moral familiar, no era el único destino de la mujer. La secularización libera a la moral de sus ataduras tradicionales, impuestas por la voluntad masculina, de impedir al costo que fuera el divorcio, llevando finalmente a la posibilidad de un nuevo matrimonio. Gracias a la separación de Estado e Iglesia surgieron otros enfoques educativos, otras explicaciones del mundo que son una consecuencia lógica de la ilustración, temida por la Iglesia por novedosas.

A la Iglesia le incomoda la racionalidad y la búsqueda de explicaciones dentro del mundo natural, como algo contrapuesto a la revelación divina, que constituye el alfa y el omega de todas las causas y de los efectos. La lentitud con la cual la Iglesia acepta las explicaciones científicas es un poderoso argumento para promover el laicismo, que el autor percibe más bien en términos negativos.

Los resultados concretos de la secularización son nuevas escuelas, leyes e instituciones a cargo del Estado. Se dejan las herencias a los hijos, no a la Iglesia. Las propiedades y la riqueza se distribuyen de otra manera. Las familias no destinan sus hijos a la vida religiosa; es una decisión personal. Se cuestiona la jerarquía de la familia y de la sociedad. Surge un periodismo, literatura, pintura y escultura sin trasfondo religioso, una historia que no lleva por guía una meta trascendental. Cada quien puede confesarse no creyente sin temer la persecución del Estado. Se puede combatir la hipocresía, a pesar de incidentes como el absurdo juego de jurar y contrajurar la Constitución mexicana de 1857.

Una novedad del siglo XIX es definir la moral no como católica sino como ciudadana. La moral cultural, las reglas de convivencia pertenecientes a una agrupación humana, no tienen por qué ser uniformes para todos los grupos humanos. Ya no hay una moral universal; se admite que el universo es relativo, que depende de la perspectiva desde la cual se le observa. Y esto lleva a descubrir que no hay una verdad, sino apenas verdades. Y que lo mexicano no se define en términos de su catolicismo sino con base en otras características. Al fin y al cabo, es entender que la religión es un fenómeno cultural.

Este largo proceso es lo que quiere revertir el autor al integrar a la esfera pública la amplia gama de influencias religiosas. La Iglesia debe quedar como una institución que promueve valores, actitudes y conductas, con sus propios propósitos, metas y métodos, sin ser protegida por un estatus especial por parte del Estado. Cuanta más libertad tenga la Iglesia frente al Estado, más libre será. Esto, por fin, lo entendieron los que promovieron la romanización de la Iglesia mexicana durante el siglo XIX. Algunos clérigos y pensadores, al comprender sus ventajas, no se opusieron a la separación de Estado e Iglesia. Estaría bien que los feligreses y la jerarquía evitaran una convivencia demasiado estrecha con el poder civil, que pudiera dar lugar, nuevamente, a las luchas que fueron tan desastrosas a lo largo de cuatro siglos de historia mexicana.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons