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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.21 no.60 México may./ago. 2014

 

Reseñas

 

El porno como cultura

 

Hilario Topete Lara

 

Naief Yehya, Pornocultura. El espectáculo de la violencia sexualizada en los medios, México, Tusquets (Ensayo), 2013, 336 pp.

 

Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.

 

Conocí a Naief Yehya a través de Uno más uno y, más tarde, cuando éste pasó a ser "Uno más...", lo leí en La Jornada Semanal. Su producción me parecía a momentos difusa, "como que escribía de todo". La idea de entonces cambió con los años porque empecé a percibir áreas temáticas en su producción: crítica de cine y literaria, nuevas tecnologías, erotismo y producciones diversas de material sexual explícito; luego me sería vagamente referido en otros terrenos de las letras. Prolífico y diverso sí, difuso no, aunque siempre percibí en él cierta proclividad a escribir sobre los medios. Luego, distraído —yo— por el quehacer antropológico, lo encontraba fortuitamente en otros diarios, como Reforma y El Financiero. En los últimos años lo hallaba más referido por sus andanzas en la cibercultura, de la cual es uno de los referentes obligados.

Ignorante de su producción novelística, de cuento y ensayo; acostumbrado además a sus escritos, tan irreverentes como breves, relampagueantes, mi sorpresa fue mayúscula cuando encontré en un estante su —quizá— más reciente libro: Pornocultura. El espectáculo de la violencia sexualizada en los medios. Una obra inquietante y polémica, escrita con crudeza y desprejuiciada, por momentos provocadora, iconoclasta y fría, pero no exenta de valoraciones (el autor, pese a su amplia familiaridad con el porno, no le prodiga elogio alguno y tampoco tiene empacho en llamarle así); un ensayo, además, espléndidamente documentado en treinta y siete libros, nueve textos en Internet, casi un centenar de películas con material de violencia (real o simulada) y sexo (actuado o no), múltiples visitas a sitios en internet y revistas especializadas en lo que Yehya llama pornografía. Por sus páginas desfilan a vuelapluma —y de manera tan sintética como útil— descripciones hardcore,1 snuff,2 mondo,3 gore4 y, entre otras, alguna referencia al pornosoft,5 que curiosamente no captura la atención del autor. Esto resulta menos llamativo que, indagando en el terreno de las agresiones sobre el cuerpo (la violencia es el otro gran tema que constituye la columna vertebral del libro) y sobre preferencias sexuales alternas, el que no hubiese atraído al ensayo las zoofilias (bestialismo).

Polémico, anoté, porque el propio significado de cultura aparece como si la producción audiovisual, el producto y el destinatario, además de detractores de lo que llama pornocultura, fuesen sus elementos estructurales; si eso fuese así, podríamos hablar de una telecultura, una comiccultura y una westerncultura (vaquerocultura) como subgéneros de una videocultura, pero ésa sería una disquisición menor ante el desparpajo con el cual se hace del concepto "pornografía" para denotarlo más allá del sucedáneo con el cual se le nombra para evitar las connotaciones valorativas; es decir, del material sexualmente explícito, y refundarlo así con toda su connotación peyorativa. En efecto, al autor ha dejado de preocuparle el uso del término y confina su significado, decía, al proceso de producción, el contenido, la detracción y el consumo de materiales con contenido sexual explícito —o destinado a producir placer— con una intención política y, más aún, como una política:

La pornografía no es una cosa sino una política, es una estrategia de un grupo con poder destinada a limitar el acceso de una parte de la población a determinadas formas de expresión. El porno es sólo otra denominación de la censura, es un género de naturaleza contestataria que únicamente tiene sentido por su antagonismo con lo aceptable. De allí que el contenido de la pornografía no importe tanto como los mecanismos que la prohíben [Yehya, 2013: 304].

En esta acepción el porno no es para el autor la simple exhibición de humanos copulando o en práctica sexual alguna, y tampoco es, como suele sostenerse, una expresión de odio o cosificación sobre el cuerpo; es, sí, "sólo otra denominación de la censura, es un género de naturaleza contestataria que sólo tiene sentido por su antagonismo con lo aceptable" [p. 304]. Así, al cambiarle la acepción, lo presentado/ representado matiza la vieja idea de que lo pornográfico no es la imagen, sino lo que se tiene en la mente (el material explícitamente sexual no es ni bueno ni malo; ni pecaminoso ni ofensivo... simplemente, es) para proveerlo de un contenido adicional, el que le dan la transgresión, el control y su manejo: lo pornográfico es, además de ese material destinado a la producción de placer, la restricción para el acceso al mismo; por eso mismo el porno abarca algo más que sexualidades. Paradójico, sin duda, incluso a la luz del propio texto en el cual se reconoce que la web rebasa las dos décadas de existencia y de una masificación creciente [p. 217] al extremo de que, en determinados espacios, la Universidad de Montreal, por ejemplo, para un estudio sobre los efectos del mismo en la población juvenil, no se pudo encontrar un solo estudiante que no hubiese consumido porno [pp. 280-281].

El lector, especializado o no en el tema, puede acompañarlo en un recorrido desde los primeros indicios conocidos del "folclor erótico del stag"6 [p. 95] cándido, aunque atrevido, transgresor y proscrito en su tiempo, hasta el hardcore que, en toda su explicitud, convirtió a aquel género en filmes con cuasiinocentes representaciones de sexo simulado, sin cópulas o felaciones en close up; desde los tiempos de exhibiciones públicas o privadas, del hardcore hasta el asalto de imágenes gonzo o selfies7 en la web para su acceso desde cualquier lugar con Internet.

El segundo gran tema que ocupa al autor es el de la violencia, una práctica insistentemente denostada por el autor, que es rastreada desde los comics aparentemente inofensivos hasta los videos, clandestinos o no, de ejecuciones por militares en Medio Oriente o las que las mafias se han encargado de grabar y hacer circular para que su contenido se constituya en una guisa de ejemplo o "mensajes" sobre el modus operandi en caso de traiciones, silencios, invasiones, etc. El giro deviene iconoclasta porque propone que las imágenes de violencia son pornografía en tanto "haya un público que se excite con ellas y las consuma como material masturbatorio [...] independientemente de cualquier deseo políticamente correcto de eliminarlas del catálogo de lo aceptable".

Naief Yehya encuentra innecesario un tránsito por la violencia desde el arqueolítico y opta por arrancar desde fines del siglo XIX. Aunque muy tímidamente, para efectos del ensayo aplicó de manera magistral el bisturí de la temporalidad. Empero, la reflexión en torno de la violencia o la agresividad está sobreentendida, y por momentos se pueden ver atisbos de Lorenz [2005] y Lorenz y Leyhausen [1985]: el hombre es un animal y, como tal, posee instintos, entre ellos el de la agresión, de allí que Homo homini lupus.8 Este supuesto conlleva riesgos, porque la violencia es distinta de la agresividad: no es lo mismo agredir —incluso mortalmente— para subsistir, para defender el territorio en el cual se garantiza la seguridad, la alimentación y la reproducción, que ejercer violencia para mostrar poder o inducir el placer. A propósito, tampoco le preocupa la historia de las representaciones evidentemente sexuales (desnudos, cópulas e imágenes similares), porque datan de milenios y, como en el caso de la violencia, le interesa su presentidad y su aparición como un fenómeno central en los medios de comunicación masiva; la razón es simple:

La muerte grotesca y el sexo han estado vinculados desde el origen de la cultura. La prensa sensacionalista ha hecho de esa relación su tema principal y su modus vivendi; asimismo, el entretenimiento de explotación ha estado con nosotros desde las primeras representaciones teatrales. Lo que sucede ahora es que dicha relación se ha extendido a todos los dominios de la cultura. El lenguaje de la brutalidad corporal ha infectado el discurso público y, si bien por un lado ha desensibilizado al espectador, por otro ha refetichizado las imágenes más brutales y realistas para reinsertarlas en el discurso como objetos de un macabro deseo [Yehya, 2013: 305].

En la actualidad la violencia explícita destaca más que la simulada, pero no en número sino en osadía, impacto y accesibilidad, por ello al autor le preocupa menos el snuff, al que desmitifica en un capítulo [pp. 199-214], considerándolo como un género cuyas reglas cineásticas están bien establecidas; en cambio, el horror que produce una ejecución, una evisceración o una mutilación real, lo llama más a la reflexión por las repercusiones que puede tener en el espíritu humano. La violencia, como la violencia sexual (infra) representada mediante violaciones (casi siempre simuladas), sadomasoquismo (sometido a reglas), bondage9 controlado y cópulas con monstruos ("truqueadas" siempre) cede gradualmente —a medida que avanza el texto— al tema de la violencia y su uso como una forma alterna de placer; erótica, pues. Al llegar a este punto el autor asalta el sentido común del lector con una idea poco representada por el común de la gente y que hace brotar la interrogante sobre los límites de la sorpresa: la capacidad humana para estimularse no es infinita, y una sobreexposición al sexo y a la violencia simplemente puede producir inmunidad o incapacidad de respuesta (allí el riesgo y la peligrosidad).

Una idea adicional que campea en la segunda mitad del texto es la crítica hacia quienes han satanizado la pornografía en tanto causante de la violencia sexual, al tiempo que aduce la falta de estudios que demuestren la correlación directa entre una y otra, en lo cual no le falta razón; por el contrario, deja al descubierto que la permisibidad, los sesgos y matices introducidos en los efectos del consumo de porno y la falta de políticas dirigidas hacia la producción, distribución y circulación de pornografía, aunadas a la deficiente educación sexual, devienen más riesgosas que el propio e inevitable consumo del porno.

El ensayo, aunque quizá no sea totalmente bien recibido en la comunidad antropológica por la propia concepción de cultura y por el tipo de soporte de investigación (documentos y la vivencia del autor, evidentemente), está llamado a convertirse en una obra de referencia y consulta obligada para cineastas, sociólogos, antropólogos, sexólogos e investigadores —en general— interesados en los temas de violencia y sexo.

 

Bibliografía

Hobbes, Thomas 2010 Leviatán, vols. I y II, México, Gernika, 719 pp.         [ Links ]

Kropotkine, Pedro s/f El apoyo mutuo, un factor de la evolución, Buenos Aires, Biblioteca de Cultura, <http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020025477/1020025477.PDF>         [ Links ].

Lorenz, Konrad 2005 Sobre la agresión, el pretendido mal, México, Siglo Veintiuno Editores, 342 pp.         [ Links ]

Lorenz, Konrad y Paul Leyhausen 1985 Biología del comportamiento: raíces instintivas de la agresión, el miedo y la libertad, México, Siglo Veintiuno Editores.         [ Links ]

Rousseau, Juan Jacobo 2004 El contrato social o principios del derecho político, México, Editorial Porrúa.         [ Links ]

 

Notas

1 "Porno duro". Se basa en escenas explícitas de relaciones sexuales de la más diversa laya: cunnilingus, anilingus, felaciones, sexo anal, sexo vaginal, bukkake (eyaculación múltiple sobre un hombre o mujer), sadomasoquismo, dobles y triples penetraciones (DP o TP), gang bang (uno o una con tres o más intercursores sexuales), fistings (penetración anal o vaginal con la mano), gonzo (el operador de la cámara es a menudo uno de los actores y el productor intenta colocar al espectador en el lugar del actor), urolagnia o golden shower (lluvia dorada).

2 Grabaciones sobre supuestos crímenes producidos con fines de comercialización para entretenimiento. Hasta la fecha, y pese al mito que sirvió de soporte a la película 8 mm, protagonizada por Nicolas Cage, el snuff tiene sus reglas y una de ellas es que el asesinato no debe ser real.

3 Las películas mondo son documentales o pseudodocumentales sensacionalistas con los que se busca impactar (de allí su nombre en inglés: shockumentary) mediante exhibiciones de crueldad, como de ejecuciones, entre otras.

4 Películas que pretenden explotar el miedo, el terror, mediante la violencia ejercida sobre el cuerpo al que se le tortura (torture porn) y hasta mutila, como en el slasher (subgénero de terror que se caracteriza por asesinatos con objetos punzocortantes). Este género también suele ser denominado splatter por el exceso de sangre que se ve correr en las escenas.

5 Representaciones audiovisuales donde la historia es, ante todo, erótica, pero no hay exposición de genitales y la relación sexual (cópula, fellatio, cunilingus, etc.) es simulada. A este género pertenecen películas como las de Emmanuelle e Historia de O, y las de ficheras mexicanas, por citar sólo unos casos a guisa de contraste.

6 Los stag films son aquellas grabaciones que a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX osaron capturar imágenes de desnudos y de relaciones sexuales sin pretensiones estéticas. Los stags, por mostrar las relaciones sexuales por las relaciones sexuales mismas, han sido consideradas como el embrión de la pornografía fílmica; otro tanto había ocurrido ya con la fotografía.

7 Con la aparición en el mercado de las cámaras de video y los celulares con capacidad para fotografiar y videograbar, algunos usuarios han decidido dirigir la lente a sus cuerpos y retratarse desnudos o registrarse mientras realizan actos sexuales. A esta práctica y producto se le llama porno selfy.

8 Esta idea de Plauto, que Tomas Hobbes universalizara en El Leviatán, ha sido ampliase    mente discutida por diversos pensadores, como Rousseau [2004] y P. Kropotkine, s/f.

9 Variante del sadomasoquismo que se caracteriza por la inmovilización de hombres o mujeres, ya sea con cuerdas, cadenas, cintas, correas, etc., con fines eróticos.

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