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Cuicuilco

versão impressa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.20 no.58 México Set./Dez. 2013

 

Diversas temáticas desde las disciplinas antropológicas

 

Ser alfarero en Amozoc, Puebla. La construcción de una identidad laboral artesanal

 

Patricia Moctezuma Yano

 

Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

 

Resumen

La valoración de la alfarería como alternativa laboral va cambiando en la vida de una persona a lo largo del ciclo vital familiar. Aunado a lo anterior, las innovaciones productivas y técnicas han traído consigo diversas consecuencias, entre ellas distintas modalidades de inserción laboral, lo cual ha conllevado a una pluralidad de formas en la construcción de la identidad ocupacional entre los trabajadores de esta loza. El presente análisis tiene por objeto dar cuenta de lo anterior mostrando casos específicos en donde se muestra cómo, además de los aspectos económicos y técnicos, los de carácter cultural, tales como el género y el parentesco, influyen en la auto y heteropercepción laboral de los sujetos, lo que tiene repercusiones en el desarrollo personal del artesano.

Palabras clave: cultura laboral, identidad laboral, género y parentesco.

 

Abstract

The value assigned to producing pottery as an occupational choice is one that changes over the course of a person's life and the family's life cycle. Moreover, the innovations in production and techniques have generated various consequences, including different ways of entering the labor force, which have led to a plurality of ways of building an occupational identity among the people who produce this earthenware. The objective of this analysis is to become aware of the above by demonstrating specific cases, which show, in addition to the economic and technical aspects, that those of a cultural nature, such as gender and kinship, influence in the subjects' self-perception and hetero-perception, which have repercussions on the artisans' personal development.

Keywords: work culture, work identity, gender and kinship.

 

Una aproximación a la construcción de la identidad social

Sin pretender agotar aquí la discusión teórica que prevalece en torno al concepto mismo de la identidad, en este análisis lo vamos a definir como aquel identificador sociocultural que los actores sociales construyen en su diario acontecer a partir de su relación con los demás. Por tradición, la construcción de la identidad social suele asociarse al tema del poder y la hegemonía dado lo recurrente del tema sobre la resistencia étnica o religiosa [Barth,1976; Mintz, 2003]. Sin embargo, desde un enfoque más creativo, el siguiente análisis se inscribe en la vertiente teórica que analiza la construcción de la identidad desde una forma más propositiva: la creación de la cultura en donde los actores se muestran propositivos ante los cambios e instrumentan maneras de adaptación adecuadas conforme a su contexto sociohistórico [Good, 2011; Mintz, 2003].

En Amozoc la alfarería ha persistido como fuente de ingresos y opción laboral gracias a la creatividad de los artesanos para instrumentar estrategias técnicas y organizativas en torno a la producción de utensilios de cocina de gran tamaño. Dichos cambios han traído consigo diversas consecuencias, algunas de las cuales han repercutido en las opciones laborales de los sujetos de este gremio cerámico, entre ellas podemos destacar las siguientes: 1) una mayor especialización en la ejecución del proceso productivo, lo cual ha conllevado a una división del trabajo en dos grandes fases: la de manufactura y la de cocción; y 2) en relación con lo anterior, dicha división del trabajo ha conllevado a una mayor diferenciación socioeconómica y laboral entre los productores de loza tradicional.

Mas las cuestiones técnicas y económicas no son los únicos factores que han favorecido la continuidad de esta alfarería poblana. El consumo de estos enseres se mantiene vigente porque se asocia con la tradición culinaria propia de la estética rural y campesina que caracteriza a esta entidad poblana y pueblos vecinos. Dicha estética da preferencia a los utensilios de J barro para cocinar con leña en la búsqueda de un sazón y consistencia de los 7 alimentos acordes a su tradición culinaria. Cabe destacar que dichos recipientes se utilizan de manera cotidiana para cocinar con leña o en la estufa, pero los enseres de gran tamaño, los cuales representan emblemáticamente a esta entidad alfarera, son elaborados con el propósito específico de coo cinar alimentos en diversas celebraciones, tanto profanas como religiosas, e relevantes desde el punto de vista social para las familias y la comunidad, llámense bodas, bautizos y fiestas de cargos religiosos, entre otras.

La creatividad cultural que subyace en esta tradición alfarera se despliega en dos planos, uno es el de la producción de los enseres y el otro su función cultural culinaria, lo que muestra la capacidad de los sujetos para conferir significados a sus tradiciones utilizándolas como formas de resistencia y para contrarrestar las desigualdades sociales a través de la creatividad cultural [Mintz, 2003; Good, 2011].1 Así, por ejemplo, entre los alfareros de Amozoc se acostumbra que, durante los preparativos de un banquete, todos convivan, intercambien versiones de las recetas de cocina, hagan alusión a los recuerdos que les evocan ciertos platillos y recreen sus diferencias genéricas y destrezas artesanales; todas ellas manifestaciones que retroalimentan sus pertenencias culturales y roles sociales haciendo énfasis en sus diferencias socioeconómicas a la vez que resaltan detalles en torno a la trayectoria artesanal de los presentes, de lo que dan cuenta expresiones como la siguiente: "No, si Narciso, además de saber matar a los guajolotes para el mole, le salen muy bien los cazos para hacerlo, casi parece estoy viendo a su padre, que en paz descanse, tan bueno pa'comer como pa'hacer".

Estas formas de expresar la pertenencia social a través del apego a una estética culinaria nos permitió entender que para analizar la construcción de la identidad ocupacional entre los productores de enseres tendríamos que tener presentes dos dimensiones: la manufactura y el consumo cultural de los enseres. O, para decirlo de otra manera, la identidad laboral alfarera se proyecta en dos actos creativos que utilizan los actores para remarcar su singularidad cultural. Uno de ellos se manifiesta en el ingenio técnico y organizativo de los artesanos para mantener a la artesanía vigente como alternativa ocupacional; y el otro se proyecta en el consumo cultural de estos enseres que singulariza la estética culinaria de los habitantes de Amozoc.

Así, para acercarnos a la construcción de la identidad ocupacional de los artesanos, desde la producción y el consumo de los enseres, seguimos tres dimensiones, a saber: la pertenencia social, los atributos culturales y la biografía personal [Giménez, 2009: 30]. La primera hace alusión a una pluralidad de colectivos a través de las cuales los sujetos se saben incluidos o no en cierta colectividad, llámese familia, gremio laboral, pueblo, etc.; y cada uno puede revestir diferentes grados de adscripción de acuerdo con la normatividad social e intereses personales. Así, por ejemplo, en Amozoc una pertenencia social de gran importancia es la de ser descendiente de una familia artesana, ya que los sujetos advenedizos al oficio son señalados por no ser tan merecedores de crédito en cuanto a sus destrezas como artesanos, dado que éstas no les fueron inculcadas en el seno de una familia artesana de varias generaciones.

Además de las pertenencias sociales, un sujeto se autodefine y es identificado por diversos atributos, que pueden ser idiosincráticos o relacionales, mediante los cuales las personas se distinguen a sí mismas y son distinguidas por los demás; entre éstos tenemos los rasgos de personalidad, el tipo de trabajo, el género y la religión, por mencionar algunos, y todos se manifiestan durante la interacción social, de ahí el carácter social y relacional de la identidad [Giménez, 2009: 34].

De lo anterior se desprende que la identidad social está compuesta por dos procesos que se complementan y se contraponen al momento de la interacción. Uno de ellos es la autoadscripción, a través de la cual un sujeto se adscribe a cierto ámbito de la sociedad (político, religioso, económico, laboral, etc.). El otro proceso, que complementa al primero, es el de la heteroadscripción, en la que los individuos reconocen la identidad que ostenta cierto sujeto. Así, por ejemplo, en Amozoc las mujeres que hacen enseres chicos para vender en crudo no se reconocen a sí mismas como alfareras y suelen asociar este trabajo a la pobreza dado que, desde su punto de vista, "un artesano es quien posee los medios para quemar la cerámica y los demás son simples trabajadores de la loza".

Otro elemento constitutivo de la identidad social es la narrativa biográfica, conocida también como historia de vida, a través de la cual el sujeto reconfigura sus actos y trayectorias personales del pasado para brindarle sentido a su presente [Giménez, 2009: 35]; de modo que la trayectoria como artesano de un alfarero que deja de hacer loza por diversos motivos —salud, edad, otra preferencia laboral— permanece en la memoria colectiva, es decir, el hecho de "ser artesano" funge como un emblema identitario que brinda pertenencia social y se asocia como atributo personal a otros atributos, por mencionar un caso, "ser artesano implica ser originario de Amozoc".

Esta relación complementaria entre la auto y la heteroadscripción social nos deja en claro que la identidad no es algo concreto o una propiedad o intrínseca al sujeto, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional; es decir, la identidad de un actor social emerge y se afirma sólo en confrontación con otras identidades en el proceso de la interacción social [Giménez, 2009: 29]. Así, en el caso de los alfareros de Amozoc, la identidad como artesano se empieza a formar desde su adscripción a un linaje, se ratifica en la pubertad, se empieza a trabajar en la adolescencia y en la juventud y, en la etapa adulta, cuando termina el aprendizaje, se consolida como alternativa ocupacional o se abandona.

En cada uno de estos momentos la identidad laboral alfarera estará regulada por una serie de dispositivos socioculturales que intervienen en una valoración positiva de la artesanía para preservarla y ser heredada de manera intergeneracional. Sin pasar por alto que, además, a lo largo del ciclo vital familiar, las necesidades socioeconómicas de sus integrantes van cambiando, en función de lo cual la alfarería se revalora como alternativa ocupacional y fuente de ingresos.

Como podemos apreciar, existen diversos factores interrelacionados entre sí en el proceso de inserción laboral, por lo que en el presente análisis nos centraremos en el papel que desempeña el parentesco, ya que éste es un factor transversal a otros —técnicos, productivos, comerciales— y nuestro objetivo es ejemplificar el papel que desempeña la cultura a partir del parentesco en el ámbito ocupacional, con el fin de abordar los aspectos que intervienen en la construcción de la identidad laboral entre los artesanos. Vayamos entonces a conocer el entorno sociocultural donde se inscribe esta tradición alfarera poblana.2

 

Amozoc de Mota, una entidad alfarera poblana

Amozoc de Mota se localiza en el estado de Puebla, a 18 km al oriente de la ciudad capital de dicha entidad federativa. Conserva algo de su pasado agrícola, pero en mínima proporción, porque la agricultura de subsistencia —maíz, frijol y calabaza— ha sido debilitada por diversos procesos macroestructurales, llámese la privatización de las tierras ejidales, el desmantelamiento de este tipo de agricultura, la ausencia de los varones por el efecto de la migración al vecino país y, desde luego, por las nuevas ofertas educativas y laborales a las que ahora pueden acceder las nuevas generaciones descendientes de familias artesanas [Arias, 2009].

La orfebrería en plata —espuelas, hebillas, botonaduras— que acompañan el traje típico de charro, la herrería, la extracción de mármol y la alfarería son las artesanías representativas de Amozoc.3 En el pueblo se distinguen básicamente dos géneros cerámicos: 1) los enseres de cocina y 2) las figuras decorativas zoomorfas y antropomorfas de dos clases: a) aquellas que conforman conjuntos escultóricos, como los nacimientos, y b) las piezas miniatura en forma de calavera.4

Hoy en día los enseres de cocina que más se trabajan son los cazos grandes para preparar el mole poblano, el cual a veces se sustituye por adobo, pipián o tinga; así como las cazuelas para guisar el arroz rojo y los frijoles que lo acompañan. También se trabajan en cantidad importante, aunque en menor proporción que los anteriores, las ollas para la elaboración de diversas bebidas —atole, ponche y chileatole—, así como las ollas con las que se hacen las piñatas.

En el proceso productivo de los enseres, las clases de manufactura y cocción se dividen, a su vez, en otras subfases. La fase de manufactura se divide en tres subfases: 1) la preparación del barro,5 2) la manufactura de la parte inferior de la pieza, que se trabaja sobre un molde que después se coloca de manera invertida sobre la cabeza de un torno para terminarla, y 3) la hechura de la parte superior de la pieza, que se termina a mano añadiendo rollos de barro hasta que la pieza alcance la altura deseada.

Una vez terminadas las paredes de la pieza, se pule y se alisa para añadirle las orejas o incisiones decorativas y se deja orear. La etapa de cocción de la pieza se divide en dos pasos: 1) esmaltar la pieza y 2) quemarla. Para esta etapa se emplea el horno de tipo mediterráneo a una temperatura máxima de 900° centígrados, por eso a esta loza se le conoce como de baja temperatura.6

 

La venta se realiza principalmente a través de diversos intermediarios, tanto locales como foráneos, y en menor proporción por el mismo artesano. El circuito comercial abarca las plazas de diversas cabeceras municipales de Puebla, como Tepeaca y San Martín Texmelucan, así como de otras de los estados vecinos, como Tlaxcala, Veracruz, Hidalgo y Oaxaca.

El consumo de los enseres se concentra en las poblaciones de origen rural y campesino que comparten una misma tradición culinaria con las de Amozoc, es decir, el gusto por preparar alimentos en grandes cantidades para muchos comensales en distintas festividades, llámese de carácter religioso —mayordomías de las imágenes religiosas—, compromisos sociales relacionados con el ciclo vital familiar —bautizo, boda, etc.—, o bien, festejos personales, por ejemplo una graduación de grado escolar. Algunos artesanos complementan su producción con la elaboración de cerámica ritual —incensarios, candelabros y ollas bañadas en esmalte negro— que se vende para decorar las ofrendas en la fiesta de Todos Santos.

Respecto de la división del trabajo, si bien quien se encarga de organizar el trabajo es el varón, también las mujeres, los niños y los ancianos participan en distintos menesteres relacionados con el proceso productivo (limpiar las piezas, barrer el horno, llevar herramientas, etc.). En los varones el proceso de socialización como artesanos inicia en la pubertad, y quien se encarga de familiarizar al chico con la manufactura es su padre, y en caso de ausencia de éste, quien desempeña este rol es otro varón de la familia, ya sea el abuelo, tío o hermano mayor. En la juventud, el artesano en formación fortalece y complementa su conocimiento técnico y organizativo; y ya adulto, cuando las necesidades del hogar que ha establecido demandan su aportación al sustento diario, llega el momento de intentar crear un taller independiente al del padre.

Lo de costumbre es que los hijos se interesen en el oficio de su padre, pero no siempre sucede así, ya que los jóvenes de hoy en día, a diferencia de sus antepasados, tienen acceso a nuevas ofertas educativas y laborales como resultado de las mejoras en la comunicación y en los servicios de transporte. Esto conduce a la carencia de mano de obra familiar masculina, una situación que algunos artesanos enfrentan utilizando la estrategia de contratar fuerza de trabajo extrafamiliar o de comprar loza cruda, o las dos.

El desarrollo de estas estrategias ha conducido a que los artesanos se especialicen en la ejecución de alguna de las fases del proceso productivo; esto es, unos sólo manufacturan y otros se concretan a esmaltar y quemar la loza. Dicha especialización ha incrementado la jerarquización laboral y socioeconómica entre los productores de loza. Así, en el peldaño superior está el dueño de horno, quien ostenta mayor prestigio y ganancia, ya que no sólo tiene los conocimientos técnicos y organizativos para supervisar la ejecución de cada una de las fases del proceso productivo, sino que cuenta con los recursos materiales —horno, taller, herramientas de trabajo y solvencia económica para cubrir los gastos de producción—, llámese la contratación de mano de obra o la compra de piezas crudas. También tiene los recursos humanos, básicamente mano de obra familiar masculina y disponible para el trabajo artesanal. El dueño de horno vende los enseres a través de intermediarios y también sale a rematarlos a las plazas del circuito comercial mencionado.

En el siguiente peldaño, en orden descendente, tenemos al manufacturero, quien se limita a hacer las piezas y a venderlas en crudo a algún dueño de horno. La razón por la que se especializa en esta fase es que carece de medios para realizar la cocción de los enseres —horno y dinero en efectivo para costear el material del esmalte y pagar la mano de obra que ayude a esmaltar y quemar los enseres—, también carece de vehículo para transportarlos y, por estar al margen de la venta, desconoce el circuito comercial y a los intermediarios, además de ser ajeno a la fase de la cocción. Él lleva la carga del trabajo más pesado, que es hacer los enseres, digamos que su mayor recurso es su fuerza de trabajo, o la que él mismo explota. Entre los trabajadores manufactureros hay tres tipos de especialistas: los productores de olla, los alfareros de cazo y cazuela, y los torneros que trabajan la cerámica ritual, a los que se nombra así porque usan el torno en lugar de moldes.

La contratación de mano de obra puede ocurrir de varias formas. En una de ellas el trabajador se desplaza al taller del dueño de horno, quien le proporciona barro y herramientas; en otra el trabajador cuenta en casa con todos los medios —espacio para asolear y almacenar loza cruda, barro y herramientas (moldes y torno)— y entrega semanalmente sus piezas crudas, digamos que es una forma incipiente de maquila a domicilio.

Otra forma es aquella en la que las mujeres hacen piezas chicas y medianas para vender en crudo a un dueño de horno, quien a su vez se interesa por estas piezas para tener más variedad de tamaños y estilos que ofrecer en el mercado, y además porque técnicamente es fácil quemarlas durante la cocción de los enseres grandes sin tener que invertir más en combustible.

Y en el último escalafón de la jerarquía de especialistas tenemos al trabajador que se especializa en llevar a cabo la cocción, quien es conocido como hornero; por lo regular es un varón joven, dado que se requiere fuerza física para cargar las piezas y llenar el horno, así como para soportar el humo y el calor que se desprende durante la cocción. El hornero es un técnico que puede o no estar familiarizado con el trabajo artesanal, y no necesariamente proviene de familia alfarera. El dueño de horno le provee la madera y ocote necesario para realizar la quema, y por una cocción de más o me° nos cuatro horas de duración percibe desde $150 hasta $400 pesos, según la capacidad de piezas que se quemen por horneada.

Si bien la base de la producción de enseres de cocina de gran tamaño es la infraestructura que provee la unidad doméstica, la mayoría de los talleres recurren a las estrategias productivas mencionadas, las cuales han llevado a cambios significativos en la división del trabajo basados en diferí rentes criterios, como género, destreza manual, capacidad productiva, calidad de ejecución de las subfases, etcétera.

Estas estrategias, que en la década de los ochenta estaban en una etapa de desarrollo incipiente, se aceleraron con la llegada de los alfareros procedentes de la ciudad de Puebla, sobre todo del barrio de La Luz y de Analco, donde varios artesanos tenían talleres clandestinos montados en casas antiguas abandonadas y de donde fueron desalojados a principios de esa década, cuando el gobierno del estado implementó el proyecto de rescate arquitectónico.

Desposeídos de sus medios, varios de ellos, sobre todo los artesanos que ya tenían contacto con los de Amozoc por la compraventa de loza cruda y cocida, buscaron maneras de integrarse allí al trabajo alfarero. Quienes tenían cierto capital pudieron rentar algún taller que por algún motivo estuviera en desuso —por enfermedad, muerte, abandono del oficio o migración del dueño—, en tanto que quienes carecían de medios entraron a trabajar como manufactureros con los dueños de horno. La renta de talleres y la venta de mano de obra existían desde la década de los sesenta, aunque de manera muy incipiente, pero la llegada de los alfareros poblanos promovió la consolidación de ambas estrategias productivas.

Pese a todas estas innovaciones productivas, que trajeron consigo reajustes en la organización del trabajo —uso de espacio, introducción de nuevas herramientas, adecuaciones diversas para hacer más eficiente la cocción de las piezas, etc.—, prevalece el modelo familiar patriarcal como la infraestructura básica para la organización del trabajo. En la lógica laboral artesana contemporánea se conserva la relación filial padre-hijo como el eje principal de la enseñanza artesana. En el atesoramiento del oficio de alfarero como parte del patrimonio familiar se conserva la función cultural que ejerce el patrilinaje, es decir, el trazo de la descendencia de manera unilineal del lado paterno. También sigue vigente el principio agnaticio, esto es, la relación filial que toma lugar entre parientes consanguíneos del mismo género (hermanos) que se saben descendientes de un ancestro en común (padre), ya que desempeña un papel importante en la generación y consolidación de un taller.

Para ejemplificar el peso de estas normas relativas al parentesco en el trabajo artesanal veremos a continuación el caso de Luis Sosa, que representa muy bien la tradición alfarera poblana más usual, y el cual muestra cómo las estrategias productivas innovadoras mencionadas coexisten en un esquema organizativo fincado en relaciones de parentesco, donde el género también interviene transversalmente en la división del trabajo, y cómo estos criterios técnicos y organizativos influyen en la construcción de la identidad ocupacional.

 

Luis Sosa. El ascenso de un empleado de torno a dueño de horno

Luis tiene 49 años. Creció en una familia en la que tanto los abuelos maternos como los paternos eran artesanos. Él aprendió el oficio de su padre, aunque también sus abuelos y tíos paternos le brindaron muchos conocimientos. A pesar de contar con todo este apoyo, de joven incursionó en otras actividades —fue albañil, ayudante de tapicería y plomería— y adquirió una experiencia que más tarde, cuando tuvo su taller, le permitió tecnificar la ejecución del proceso productivo de la loza. Trabajaba fuera del pueblo, pero en sus ratos libres ayudaba a su padre y abuelo en la producción y quema de ollas y cazos.

Su trayectoria como artesano comenzó al contraer matrimonio. Como tenía tres hijos pequeños necesitaba un ingreso semanal seguro, así que trabajó de tornero en varias fábricas de talavera en la ciudad de Puebla. Aunque con dificultades, pudo ahorrar algo de dinero que después invirtió en la adquisición de herramientas de segunda mano —tornos y moldes, entre otras— para montar su propio taller. Empezó por manufacturar cazos y cazuelas para vender en crudo a dueños de horno. Ocasionalmente quemaba una que otra cazuela con su padre o abuelo, pero como vender loza cocida lleva más tiempo y requiere inversión, en ese entonces vendía sus enseres en crudo.

Más tarde, en un pequeño terreno que le heredó su padre y otro pequeño lote que le dejó su abuelo, edificó un horno y adecuó dos cuartos como área para manufacturar. Hoy en día contrata a dos manufacturadores a los que les proporciona todo para que, en su propia casa, se concentren en hacer cazos y cazuelas, y en ocasiones también ollas. Para aumentar la variedad y cantidad de piezas a ofertar en el mercado recurre a la estrategia comercial de comprar loza cruda —ollas, cazuelas y cazos medianos y chicos— a distintos alfareros del pueblo y vendedoras de crudo.

Fue así como logró consolidar su taller y desde hace unos ocho años trabajar también la cerámica ritual —candelabros e incensarios—, la cual aprendió a manufacturar en los talleres de Puebla. Para poder mantener la producción de ambos tipos de cerámica contrata a un tornero, quien a lo largo del año va manufacturando las piezas, alzándolas para que se oreen y quemándolas en las cocciones que organiza semanalmente. Una vez que los candelabros e incensarios están cocidos, los almacena y, a partir de agosto, contrata a dos trabajadores que, junto con dos de sus hijos, le ayudan a esmaltarlos en negro. Una vez listos, los quema en un horno de gas que usa sólo para la segunda cocción de la cerámica, la derretida, que arde a menos grados centígrados que la primera (aproximadamente a 700° centígrados) y por la mitad de tiempo. La venta de estas piezas se realiza en octubre y es significativa para el ahorro, ya que su sustento lo percibe de la venta de cazos y cazuelas.

Luis es un exitoso artesano y está "orgulloso" de conservar el legado ocupacional que le brindaron su padre y abuelo. Quisiera que sus hijos también anhelaran seguir su ejemplo, deribado al parecer están más interesados en estudiar y buscar otras opciones. No obstante, le ayudan en el taller. Juan, el mayor, tiene 21 años y estudia una carrera técnica, y como llevó cursos de contabilidad lo apoya en los asuntos administrativos del taller y a cargar y descargar el horno. Pedro tiene 17 y lo ayuda a quemar y esmaltar, lo mismo hace Jorge, de 13 años, que además empaca los enseres para entregarlos a los intermediarios. Su hija María tiene 16 años y ayuda a su madre en el quehacer del hogar.

Todos sus hijos desean tener una carrera porque consideran que la alfarería es una actividad propia de los pobres y en la que las personas siempre están sucias. Sin embargo, debido al contexto de pobreza en el que se desenvuelven, aunado al hecho de que los jóvenes suelen contraer matrimonio a muy temprana edad, lo más común es que abandonen su proyecto de estudiar y vuelvan a la artesanía para poder mantenerse.

Así vemos cómo en el seno de un taller coexisten diversas maneras de apreciar la alfarería. En el caso de algunos jóvenes, como los hijos de Luis, el hecho de que sean descendientes de familias artesanas no garantiza que a futuro sigan con el oficio. Este taller llama la atención por las innovaciones técnicas en la ejecución del proceso productivo que Luis introdujo para hacer más atractiva la producción de artesanía como fuente de ingresos, y también por su intención de heredar a sus hijos el oficio como patrimonio familiar y de inculcarles el apego al mismo como un resguardo laboral que a futuro puedan necesitar.

A Luis salir a trabajar fuera y desempeñarse como empleado-tornero le dio la oportunidad de adquirir conocimientos en el uso del torno; los cuales luego aplicó en su taller, de modo que ahora trabaja dos tipos de cerámica —enseres y cerámica ritual—, una diversificación productiva que le permite generar mayores ganancias y hacer de la alfarería una actividad más atractiva.

Así, la aplicación de todos estos conocimientos y haber heredado el horno de su padre le permitió a Luis consolidar su taller, y ahora él desea hacer lo mismo con sus hijos. La construcción de la identidad social de Luis como artesano digamos que toma lugar desde dos vertientes. A diferencia de sus tres hermanos menores, por ser el mayor, Luis gozó los años más productivos en el taller de su padre, cuando su abuelo también participaba y le revelaba los secretos de la cocción. Por la misma razón de hermano mayor, también heredó un mejor terreno, y le tocaron el horno y algunos moldes, ventajas que no tuvieron sus hermanos menores. Además, su desempeño como empleado tornero le permitió construir un horno de gas de tabique refractario, que es el indicado para derretir el esmalte negro con el que se bañan los candelabros e incensarios. Asimismo, como su hijo le ayuda en la contabilidad y tiene empleados que le hacen las piezas, él puede fungir como jefe de producción y especializarse en la quema y la venta.

Este status de jefe de producción nos da cuenta de un cambio en la ideología y ética laboral. Si bien prevalece el peso de las prácticas culturales que se ciñen al modelo familiar patriarcal e influyen en la inserción laboral, según las cuales el oficio y la enseñanza del mismo se heredan a través del vínculo filial padre-hijo, el caso de Luis muestra una visión más empresarial de la producción alfarera, de hecho ha solicitado y recibido apoyo financiero de diferentes programas de apoyo artesanal (Fonart y PACMYC).7

El caso de Luis nos muestra las opciones de desarrollo existentes entre los artesanos de Amozoc, mas ser dueño de horno es una de las opciones más difíciles de alcanzar. Veamos con más detalle cómo opera la construcción de la identidad laboral artesanal entre los diferentes tipos de artesanos que identificamos en esta comunidad.

 

La construcción de la identidad laboral entre los productores de enseres

El caso de Luis Sosa ejemplifica lo que se concibe como un "alfarero" en la ideología laboral de los alfareros de Amozoc. Sin embargo, de los 78 artesanos registrados en la Unión de Artesanos sólo 25 son dueños de horno, el resto son trabajadores, es decir, la mayoría la representan quienes, en el estricto sentido de la palabra, se conciben en la alfarería como "subordinados", "segregados" o simples "trabajadores de la loza".

Interesados en comprender los factores de esta autoadscripción laboral, en un caso de identidad heterodirigida en el que el actor es identificado y reconocido como diferente por los demás, pero él mismo posee una débil capacidad de reconocimiento autónomo [Giménez, 2009: 29], así como en las restricciones a las que se enfrentan los trabajadores para ascender y volverse dueños de horno, nos dimos a la tarea de conocer los factores que constriñen tales oportunidades. Para ello nos preguntamos si la única limitante era el hecho de carecer de recursos humanos y materiales. Y, viendo que la mayoría de las personas que venden piezas pequeñas de loza cruda son mujeres, quisimos saber si el género era una determinante en las oportunidades ocupacionales de este gremio artesano.

El trabajo, como cualquier actividad humana, observa un constante proceso de resignificación de valores y hábitos acorde con los cambios estructurales y las necesidades de los individuos [Reygadas, 2012]. José Simón y María de Jesús nos ejemplifican cómo sus circunstancias familiares y roles genéricos dictados por el esquema del modelo familiar patriarcal influyen en su desarrollo personal como artesanos. Muestran también cómo, a lo largo del ciclo vital, los cambios sociodemográficos conllevan a los integrantes de la familia a revalorar la alfarería.

Las mujeres, por ejemplo, trabajan los enseres tanto o más que un varón, aunque claro, de tamaños pequeños, pero como el papel que les asigna la cultura es el de cónyuge del varón, su participación como alfareras se desmerece o se vuelve invisible o secundaria. Además, como la residencia posmarital es patrilocal, al menos durante los primeros años del matrimonio, esto favorece la socialización de los varones como artesanos. Los hombres desde niños ayudan a su padre, observan a su abuelo quemando y a su tío paterno haciendo cazos, lo cual hace que todos los varones mayores de su linaje sean sus potenciales maestros.

Por si esto fuera poco, en el modelo familiar patriarcal se le da preferencia al varón en materia de sucesión; de modo que tanto la herencia de bienes tangibles —horno, herramienta, etc.— como intangibles —conocimientos técnicos y organizativos para hacer loza— [Moctezuma, 2010] recae en el hombre, lo que coloca a la mujer en calidad de heredera residual, atributo que ideológicamente se traslapa a otros ámbitos, de aquí que en la alfarería también se conciba a la mujer como residual o secundaria, por nombrarla de alguna manera. Muy distinto es el caso del varón, quien siendo la figura preponderante del modelo familiar patriarcal, se inserta de distintas maneras en el ámbito alfarero. Él puede ser desde dueño de horno, manufacturador, tornero u hornero, y hasta un simple hornero gana más que una artesana vendedora de loza cruda. Al respecto, nos preguntamos si el hecho de ser varón es un atributo determinante para explicar estas mejores oportunidades para los varones. O si lo que reviste de mayor prestigio al varón es la fuerza física que le permite trabajar enseres más grandes y utilizar una técnica con mayor grado de dificultad que la mujer.

Nuestra propuesta es que este atributo biológico no es determinante, sino transversal a otros factores de cuya lectura simbólica se desprende la designación de roles genéricos, entre los cuales sobresalen la descendencia y la sucesión manifiestas en las siguientes relaciones laborales sustentadas en el parentesco: 1) la relación filial del padre-hijo en la enseñanza, porque la de madre-hija se desmanteló a raíz de la poca demanda de los enseres de uso cotidiano; 2) la descendencia unilineal vía paterna, el patrilinaje, favorece los vínculos colaterales e intergeneracionales entre los varones y 3) la relación agnaticia que favorece la solidaridad entre hermanos en relación con el padre en el proceso de generación y consolidación de unidades productoras para que cada uno aspire a tener su propio taller. Veamos el siguiente ejemplo.

 

José Simón y Valentín González. El principio agnaticio en la consolidación de un taller

El taller de José Simón y Valentín nos muestra el papel que desempeña el principio agnaticio en la organización del trabajo, en la cual identificamos al menos tres etapas. La primera transcurre durante la infancia y la pubertad, en ella los hermanos, entre juegos, conviven con su padre y lo observan como artesano. Luego, durante la adolescencia, trabajan como manufactureros en el taller de su padre, ésta suele ser la etapa en la que el taller es más productivo debido a que cuenta con la mayor cantidad de mano de obra familiar masculina.

Posteriormente, al contraer matrimonio, los varones adquieren la responsabilidad de sostener a sus propios hijos, es entonces cuando los hermanos tienen que ser lo más solidarios posible y apoyarse mutuamente. Siendo así las cosas, se apoyan prestándose herramientas, intercambiando contactos de intermediarios, quemando loza juntos y, por último y en el mejor de los casos, se dan a la tarea de generar un taller. Veamos más de cerca las interacciones que, bajo este principio, se suscitan durante la socialización de los hombres como artesanos.

José Simón González, como todos los niños de su generación, aprendió el oficio de su padre y abuelo paterno. Con sus cuatro hermanos varones trabajó en el taller paterno y, conforme cada uno fue contrayendo matrimonio, su padre les fue procurando un pedazo de terreno para que a futuro pudieran edificar una casa y lugar para trabajar.

Por el efecto que acarrea la residencia posmarital patrilocal, los hermanos y sus respectivas parejas e hijos compartieron durante muchos años un mismo patio y horno. En él los hermanos jugaban, comían, hacían enseres y asoleaban loza, en tanto que sus hijos pequeños jugaban con sopes de barro y los más grandes empezaban a ayudar acarreando piezas y colocando asas a los cazos, en fin, tareas relativas a la manufactura.

Los hermanos se prestaban herramientas y se ayudaban unos a otros a cargar y manufacturar los cazos. Como los cinco tenían que usar el mismo horno, el padre designaba a cada uno un día, aunque a veces hacían quemas en conjunto. Conforme cada hermano fue teniendo sus hijos, el horno empezó a ser insuficiente; necesitaban aumentar la producción, lo que los impulsó a buscar otras maneras de generar ingresos, de preferencia semanales, tomando en cuenta que en la alfarería se podían tardar hasta tres semanas para ver sus ganancias, porque ése es el tiempo, aproximadamente, que hay entre la cocción y la venta de los enseres.

Raymundo, Eusebio, Próspero, Valentín y el mismo José trabajaron en diversas actividades: como albañiles, plomeros, empleados, jardineros, obreros, etc., pero ninguno de ellos dejó por completo la alfarería. En sus ratos libres hacían enseres para vender en crudo y siempre estuvieron atentos de ayudar a su padre a quemar su loza. Su deseo por mantenerse laboralmente activos en la artesanía se debía, en parte, a su apego al oficio que su familia les legó, pero también a que los sueldos de los trabajos eventuales siempre eran muy bajos y trabajar con horno propio era garantía de mayores ingresos.

En la actualidad todos los hermanos se dedican a la artesanía en distintos grados. Raymundo tiene su propio taller, y como hijo mayor se casó primero, por lo que su padre lo pudo ayudar más, en vida, para edificar e un taller. A Eusebio y Próspero, por ser los menores, no sólo les tocó un pedazo de terreno muy pequeño, insuficiente para edificar un horno, sino que también tuvieron más influencia de la oferta educativa y laboral externa. Procuraron tener algún empleo que les proporcionara el seguro médico del IMSS —Instituto Mexicano del Seguro Social— con el fin de contar con atención médica para sus respectivas esposas e hijos.

Por estos motivos ellos han preferido trabajar fuera del pueblo: Próspero de obrero y Eusebio de jardinero, y en sus ratos libres hacen enseres para vender en crudo a su padre o a sus hermanos.

La situación de José Simón y Valentín, los hermanos intermedios entre Raymundo y los menores, es muy distinta. Como ninguno tenía ni horno ni moldes ni espacio para trabajar, se asociaron y rentaron el taller de un alfarero que murió y que había conservado el horno y las herramientas de trabajo en muy buen estado. El taller además contaba con un horno chico y uno grande, además de muchos moldes y tres tornos. Más aún, tiene un patio grande para asolear el barro y orear los cazos, así como un cuarto para almacenar loza y dos habitaciones para manufacturarla. Todo esto por $ 900 pesos al mes que pagan entre los dos.

La situación familiar de cada uno llevó a que se dividieran el trabajo de la siguiente manera: José manufactura y Valentín quema y vende. Valentín puede fungir de dueño de horno frente a su hermano porque, con lo que ahorró cuando trabajó fuera, de más joven, pudo comprarse una camioneta que le permite transportar los enseres y salir a los mercados a rematar las piezas que no vende a los intermediarios o cuando los precios de la loza andan muy bajos en el pueblo. Valentín tiene solvencia económica, lo que le permite comprar el material requerido para esmaltar —óxido de plomo, cobre, feldespato, leña, etc.— y para pagar a un ayudante, que a veces es su hijo, para acarrear y descargar los enseres del horno.

La situación familiar de Valentín también lo ha favorecido para desenvolverse como dueño de horno. Su esposa trabaja como maestra y aporta al sustento familiar, por lo tanto, Valentín puede invertir las ganancias de la loza en la compra de enseres crudos. Además, como no tuvo hijos hombres, no tiene a nadie a quien enseñarle el oficio, lo que le permite salir a vender.

La situación familiar de José Simón es muy distinta. Tiene cuatro hijos y tres de ellos son varones, y están precisamente en la edad en la que se les debe empezar a enseñar el oficio. Debido a ello no puede salir, pero a esto se suma el delicado estado de salud en el que se encuentra su esposa y los muchos gastos que tiene que hacer en medicamentos, de tal manera que sus posibilidades de ahorrar son mínimas. Dada su situación familiar, tuvo que concentrarse en la fase de la manufactura y permanecer en el pueblo sin tener que invertir en nada, ya que el suministro de barro lo realiza de manera conjunta con su hermano Valentín.

El caso descrito ejemplifica cómo el principio agnaticio solidariza a los hermanos para que cada uno se desenvuelva en lo que le es más factible. Desde nuestro punto de vista, tal parecería que Valentín explota a su hermano. Sin embargo, en la lógica laboral de los artesanos, contar con el apoyo de un pariente consanguíneo significa seguridad y apoyo mutuo, lo que nos recuerda una de las principales funciones culturales del parentesco, que es precisamente brindar ese apoyo y seguridad entre los descendientes de una familia o un linaje. De esta manera, la conceptualización del trabajo observa una cualidad colectiva cuya meta es garantizar la reproducción social y económica de la unidad doméstica a través de los ingresos que aportan sus miembros, los cuales desempeñan distintas actividades laborales [Good, 2005].

Por otro lado, desde la lógica laboral de los artesanos, en términos técnicos y organizativos, hacer enseres y al mismo tiempo realizar la quema y la venta es muy complicado y contrarresta la productividad, dado que mientras se quema y se sale a vender se dejan de hacer piezas y se retarda la cocción, y con ello la venta.

La renta de un taller, como opción para generar una unidad productiva, pone de manifiesto un cambio en la ideología laboral [Reygadas, 2002] y da cuenta del papel que desempeña el principio agnaticio como base organizativa para desplegar funciones culturales distintas a la simple clasificación de parientes [Radcliffe-Brown y Forde, 1982; Collier y Yanagisako,1999]; hecho trascendente en la historia laboral de Amozoc si tenemos presente que dicho principio organizativo es una reminiscencia de la organización social de sesgo mesoamericano [Robichaux, 2005] y, por lo tanto, factible de considerarse como patrimonio cultural. Este caso, además, nos muestra cómo, aun en situaciones adversas, las opciones laborales de los varones incluyen el uso de principios organizativos relativos al parentesco y la solidaridad entre hermanos para salir adelante en el desarrollo artesanal.

En cambio, en el caso de la mujer, este modelo familiar patriarcal restringe sus posibilidades laborales. Al contraer matrimonio, ella pasa a residir al recinto de los padres de su marido, lo que implica su inclusión en el linaje de su esposo y dejar el suyo de origen. Metida en las labores domésticas, bajo la observación de su suegra y sus cuñadas, aun teniendo iniciativa para hacer enseres, debe contar con la anuencia de estas congéneres y de su marido para dedicar más tiempo a la alfarería, siempre y cuando sus obligaciones de madre y esposa la dejen con aliento para trabajar.

Aunado a lo anterior, y en lo que corresponde a herencia, en este esquema familiar la mujer aparece como residual, pues sin un capital que la respalde es difícil que pueda aspirar a generar un taller. Como su rol genérico está subsumido en los roles socioculturales de dicho esquema patriarcal, su papel de cónyuge, es decir, de complemento, conlleva a mirar su participación laboral en la artesanía como algo complementario a lo que realiza su marido; por así decirlo, como una extensión de sus obligaciones como madre y esposa. Incluso en la época en que las mujeres trabajaban los enseres chicos y medianos para el uso cotidiano, su contribución era para ayudar a su esposo en su función de proveedor del hogar, mas la realidad indica otras situaciones. Veamos a continuación un caso que así lo ilustra.

 

María de Jesús Morales Reyes, una vendedora de loza cruda

María creció entre ollas y cajetes. Rosa Reyes, su madre, hacía ollas y cazuelas pequeñas y medianas y las vendía a "medias", nombre que recibe aquella transacción productiva a través de la cual dos artesanas acordaban hacer loza: una manufacturaba las piezas y la otra se encargaba de quemar, y una vez que estaba lista se la repartían en partes iguales. La que hacía la loza ponía el barro y la encargada de quemar ponía la leña y pedía ayuda a su esposo para quemarla. La encargada de cocerla compraba el material para esmaltar, esmaltaban entre las dos y, una vez cocidas las piezas, se las repartían en partes iguales.

Marcelino Morales Huerta, el padre de María, hacía ollas y las vendía a los que hacían piñatas de olla. María y sus hermanas aprendieron a hacer lo que su madre y abuela les inculcaron y lo que era valorado "como lo propio de ser mujer": cajetes, cazuelas, comales, jarritos, ollas chicas y anafres, en pocas palabras, todo lo que una ama de casa necesita para cocinar. Digamos que, para la mujer, la alfarería desempeñaba una función de autoaprovisionamiento. De las cuatro hermanas sólo María y Socorro conservaron el oficio, en gran medida porque los hombres con los que se casaron se dedican a la alfarería.

María se casó en 1958 con Concepción López y tuvieron ocho hijos. Su marido trabajaba en el campo con su padre para procurarse maíz y frijol, pero para generar ingresos hacía ollas que vendía a los decoradores de piñatas. Como él nunca tuvo horno propio, se desplazaba a casa del padre de María para llevar a quemar las ollas y compartía el horno con tres de sus cuñados.

Concepción trabajó las ollas por más de 40 años, hasta que un buen día se desbarrancó del cerro y quedó lisiado de una pierna, lo que le impidió caminar y desde luego trabajar. Desde entonces lo mantiene su esposa y algo recibe de sus hijos. María hace cajetes para vender en crudo a un par de dueños de horno que tienen años comprándole, por lo que en ocasiones le adelantan un tanto del monto total a entregar. Edmundo, el mayor de sus hijos, elabora ollas para piñatas y las vende crudas. Felipe, el segundo, aprendió el oficio pero prefiere trabajar de albañil, sólo en la temporada de invierno, de septiembre a diciembre, hace ollas por las tardes para venderlas en crudo durante la temporada previa a la Navidad a quienes decoran piñatas.

Concepción y Leonardo trabajan de jardineros y en sus ratos libres hacen ollas para vender en crudo. Arturo y Jorge abandonaron por completo la alfarería y trabajan como albañiles. Lidia, la única hija mujer, se casó con un orfebre que hace espuelas, y ella para ayudarlo trabaja de empleada-pintora en un taller de talavera.

El apoyo que le brindan sus hijos es muy poco, así que María trabaja pese a sus 72 años y su problema de reumas en las rodillas, hace cajetes y cazuelas, vende gorditas y cría gorriones y cenzontles para vender en la plaza. Dadas sus circunstancias, puede producir muy poco, y además carece de un sitio adecuado para sentarse a trabajar. En un área muy restringida de su patio improvisa un espacio para sentarse en cuclillas a hacer la loza utilizando herramientas por demás rústicas, las que improvisa utilizando diversos desperdicios (pedazos de cuchillos, trapos viejos, mecates, olotes para alisar la loza, etc.), todo lo cual nos explica la apreciación que María tiene de su trabajo como artesana, lo que expresa así: "No, uno no es artesano, lo que yo hago es cajetes crudos y para dar lástima; un alfarero es quien tiene horno y dinero para quemar y vender a los intermediarios, ése sí pa'que vea... ése sí es un alfarero". María ni siquiera recalca su mérito de mantener a su esposo en esas precarias condiciones de trabajo, no se percata de su destreza para hacer loza en cuclillas, algo de verdad difícil, además de que por el frío del barro se le entumen las rodillas y las manos. Pero en la ideología de las personas de Amozoc, "una esposa debe hacer todo por su cónyuge". Esta forma de valorar su trabajo se conoce como identidad segregada, a través de la cual el actor se identifica y afirma su diferencia independientemente de todo reconocimiento por parte de los otros [Giménez, 2009: 28]; dado que, si bien María no se autoidentifica como alfarera, en el pueblo es bien conocida, igual que lo fueron su abuela y su madre, como "vendedora de loza cruda", una forma de vender asociada con la pobreza y la sobreexplotación si se toma en cuenta que gana entre $200 y $400 pesos a la semana por trabajar cinco horas al día, seis días de la semana.

El papel marginal, por decirle de alguna manera, de las vendedoras de loza cruda en este gremio artesano, no se debe solamente a la precariedad económica en la que viven la mayoría de las familias campesinas de Amozoc, sino a principios organizativos fincados en el modelo familiar patriarcal, que brindan al varón un papel vanguardista que le permite desenvolverse con mayores ventajas con respecto a la artesanía, entre ellas: 1) mantener una asimetría socioeconómica frente a la mujer; 2) postergar las actividades realizadas por la mujer dándoles calidad de complementarias frente a las que él realiza, y 3) fortalecer el lugar sociocultural de la mujer en el ámbito doméstico para dejar en la esfera de lo público al hombre y así alejar a la mujer de la actividad comercial de la loza.

En cada uno de estos procesos en los que la mujer está en desventaja frente al varón, el género aparece como un criterio transversal a las normas de parentesco y refuerza los roles genéricos asignados socioculturalmente, por lo que podemos afirmar que la dimensión biológica implícita en la categoría de género es también un constructo cultural [Lamas, 2007: 89].8

Así, la segregación laboral que viven las alfareras de Amozoc no se debe solamente a una menor demanda de los enseres chicos y medianos, sino al hecho de que en ciertos contextos culturales resulta conveniente mantener a la mujer en el ámbito doméstico y resaltar de diversas maneras semánticas los beneficios que se desprenden para la sociedad de visualizarla esencialmente a través de sus funciones biológicas; derivándose de lo anterior que todo aquello que emprenda fuera de este ámbito será valorado como complementario, verbigracia el trabajo [Mies,1998]. Este hecho constata cómo el papel del parentesco —en el modelo familiar patriarcal—, tiene tanto peso o incluso más que el de género en la asignación de ciertos roles culturales y es, más bien, una categoría que, al igual que la de la generación, resulta transversal a las normas de parentesco [Lamas, 2007; Collier y Yanagisako, 1999]. Además del menor reconocimiento social y laboral que se da a la mujer en el quehacer artesanal, su desarrollo como alfarera también es frenado porque ella hace cosas pequeñas y técnicamente es más meritorio hacer piezas grandes. Otro punto que demerita a las piezas pequeñas que hacen las mujeres frente a las grandes es que las primeras se utilizan cotidianamente, mientras que los enseres grandes se utilizan en el ámbito de lo festivo, lo que les otorga más prestigio.

Además, las pocas vendedoras de loza cruda que existen en el pueblo ya no se desenvuelven bajo la lógica productiva de la complementariedad: los hombres hacen enseres grandes y las mujeres utensilios chicos, por lo que la participación de éstas se mira más bien como residual, hecho que se manifiesta en que las mujeres están cada vez menos dispuestas a inculcar el oficio a sus congéneres —hija, nuera, nieta, etc.— y en el desmantelamiento de las relaciones intragénero femenino en lo que respecta al trabajo artesanal.

Así las cosas, la mujer, de ser una trabajadora de la loza complementaria del trabajo artesanal del hombre, bajó de escalafón para convertirse en una vendedora de loza cruda que se asocia a alguien que desconoce el proceso productivo de la loza en su totalidad y que carece de medios para solventar la producción, contribuyendo así a disminuir las probabilidades de la mujer para ascender en el escalafón ocupacional en este gremio artesanal.

Lo anterior pone en entredicho la facultad estereotipada de los roles genéricos como inamovibles; ya que, de acuerdo con los cambios en la estructura social, estos roles se adecuan para salvaguardar el orden social [Lamas, 2007: 91].9 Sin embargo, vemos que los únicos que se benefician de que las mujeres queden como vendedoras de loza cruda son los dueños de horno, que compran enseres a precios por demás irrisorios.

Sin embargo, hay que recordar que el género también es una categoría que unas veces es central, pero otras es marginal, a veces es definitiva y a veces contingente [Lamas, 2007: 93],10 así lo ilustran los casos excepcionales de mujeres que llegan a ser dueñas de horno independientemente de si son o no descendientes de una familia de alfareros. Si conocen bien el proceso productivo y comercial de la loza porque estuvieron casadas con algún artesano, y además cuentan con cierto capital para costear los gastos de la cocción y con el apoyo de la fuerza física de al menos un par de varones, es factible que se consoliden como dueñas de horno. No son productoras en el estricto sentido de la palabra porque no hacen ni contratan trabajadores para que hagan loza, se concretan a comprar enseres crudos para quemar y vender, por lo que podríamos nombrarlas como compradoras de loza cruda.

Estas dueñas de horno representan la minoría de los casos, dado que de los 30 talleres considerados como de dueños de horno, sólo tres de ellos, o sea aproximadamente 10%, pertenecen a mujeres, quienes encabezan un taller de manera monoparental. Por lo general se trata de mujeres viudas, abandonadas, divorciadas, solteras mayores, o sea, sin cónyuge, que cuentan con un horno y un vehículo para que los varones que las ayudan carguen la loza cruda y la acomoden en el horno para quemar, así como los medios para contratar un hornero que lleve a cabo la cocción. La existencia de estas dueñas de horno pone de manifiesto que en el caso femenino existe una polarización de oportunidades laborales: "dueña de horno contra vendedora de loza cruda", mientras que en el caso masculino no ocurre así, ya que en éste hay otras formas intermedias de insertarse en el trabajo artesanal.

 

Algunas observaciones finales

Hemos tratado de presentar tres casos, bajo la perspectiva analítica de la cultura laboral, en los que incide el peso de la cultura en el trabajo y viceversa. A la luz de los ejemplos analizados, encontramos que el género y la generación son criterios transversales de criterios relativos al parentesco, como la descendencia, residencia y sucesión. Por lo anterior podemos afirmar que, bajo la moral y ética del modelo familiar patriarcal, existen ciertos roles genéricos definidos en términos socioculturales, así, "ser alfarera en Amozoc" es una dimensión que se suma a otras más de la identidad social de ser mujer, llámese esposa, hija, madre, etcétera [Reygadas, 2002].

En el caso de las vendedoras de loza cruda, como María, resalta a primera vista la gran explotación de la que son objeto por los dueños de hornos, dado que les pagan muy poco por sus piezas crudas, aun cuando la manufactura es un arduo trabajo. Pero para las vendedoras de crudo lo importante es conseguir algo de dinero para sobrevivir y asegurar el sustento familiar. Desde esta perspectiva, la identidad ocupacional para el caso femenino no se trata de un oficio especializado, sino de un paliativo laboral, y en ese orden de cosas la alfarería tiene la función de abatir la pobreza. Cabe aclarar que hasta la década de los setenta, cuando las mujeres hacían enseres chicos para autoproveerse, la alfarería, además de abatir la pobreza y garantizar loza suficiente para guisar cotidianamente, aportaba a los bolsillos de las mujeres algo de solvencia económica para un mejor bienestar familiar.

Ahora bien, como pudimos apreciar en los ejemplos mencionados, la valoración del oficio en el caso masculino es muy distinta y más favorable debido a dos grandes factores: uno cultural y otro estrictamente laboral. Respecto del primero, digamos que un atributo constitutivo de la identidad genérica masculina es precisamente ser artesano, y desde la perspectiva laboral, resulta que la alfarería como actividad económica observa una clara separación del espacio doméstico y un perfil más personalizado, características que se manifiestan en los siguientes procesos: 1) una específica atención en tiempo y trabajo al oficio, 2) una búsqueda por expandir el conocimiento técnico alfarero y 3) una disposición del varón para reestructurar la organización del trabajo en el taller, una y otra vez, en búsqueda de mejoras técnicas que repercutan en un aumento de volumen y variedad de piezas a ofertar.

Sin dejar a un lado las mencionadas diferencias entre hombres y mujeres en torno a la valoración de la alfarería, es importante señalar que la mujer tiene dos maneras de adquirir prestigio social en este oficio. Una de ellas, por cierto en extremo difícil de conseguir, es llegar a ser dueña de un horno, mérito que en el caso femenino depende de circunstancias sociodemográficas, como ser una mujer carente de un cónyuge proveedor, pero a la vez contar con dos tipos de capitales, uno de carácter económico, que estriba en tener la liquidez necesaria para comprar loza cruda y el material necesario para esmaltar y pagar al técnico que lleva a cabo la quema de la loza, así como a los ayudantes de éste; y el otro, de naturaleza humana, el cual consiste en tener mano de obra familiar masculina disponible para encargarse de ir a recoger y liquidar las piezas crudas de gran tamaño para llevarlas a quemar en el horno, así como para lidiar con los intermediarios y salir a vender a las plazas.

La otra forma en que una mujer puede alcanzar prestigio social, en lo relativo a la alfarería, es desempeñándose como "guisandera", nombre que reciben las mujeres que son invitadas o contratadas para ir a guisar en alguna festividad. Resulta ser que cuando se aproxima alguna celebración, las mujeres se organizan en grupo, generalmente invitan a sus parientas, aunque también a amigas con experiencia, para confeccionar los platillos festivos propios de la fiesta. Curiosamente, el prestigio que la mujer puede adquirir a través de la alfarería no es por manufacturar las piezas, sino por utilizarlas, lo que suscita una complementariedad de roles genéricos en donde las mujeres emplean los enseres que hacen los hombres.

De lo anterior podemos decir que, desde la perspectiva de la autoadscripción, en la construcción de su identidad social, el rol de "guisandera" le brinda a la mujer un espacio social para distraerse, convivir, dialogar y retroalimentar su referente genérico; y desde la de la heteroadscripción, la mujer adquiere prestigio por el reconocimiento social que le da a su familia y a su comunidad al fomentar la preservación de una vida comunitaria, hechos que simbólicamente refuerzan el papel cultural que desempeña la mujer al satisfacer una de las necesidades vitales más importantes del género humano, el de la alimentación.

La controversial polaridad de los roles que desempeña la mujer, por un lado como productora de enseres y por otro como guisandera, pone de manifiesto que el rol genérico no necesariamente es esencial y que, además, según el contexto cultural, éste puede ser transversal al parentesco. O mejor aún, tal vez nuestra apreciación de roles complementarios en realidad no opera simbólicamente de esta forma dual tan perfecta, lo cual pone en entredicho la eficacia simbólica del género para uniformar procesos sociales [Lamas, 2007: 87; Collier y Yanagisako,1999] y favorece lo que otros autores han señalado con respecto a la actitud voluntarista que puede observar el criterio del género a manera de performance; así, podemos entender que las mujeres adquieren prestigio en el ámbito que siempre ha sido su dominio, el de la preparación de los alimentos; en tanto que los hombres lo adquieren en la generación de los ingresos, en su función de proveedores.11

 

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Notas

1 Véase Good, quien retoma el estudio de Mintz sobre la alimentación en el Caribe, donde los esclavos despliegan una tradición culinaria propia, siendo ésta, como el canto, la música y el baile, las únicas formas para desarrollar sus relaciones sociales, su sentido de la estética, la lógica, para enfrentar el horror que trajo consigo la esclavitud [Good, 2011: 27].

2 El presente análisis forma parte de un estudio mayor sobre las tradiciones ocupacionales y el patrimonio cultural. El trabajo de campo en Amozoc se realizó en el año 2012 con financiamiento del Fonca y el Promep. Levantamos 45 entrevistas a profundidad y de ahí elegimos los casos más representativos para abordarlos como estudios de caso; y, aplicando la técnica de historia de vida, profundizamos en la apreciación de los actores en torno a los factores que intervienen en la construcción de su identidad laboral. La historia de vida es una técnica cualitativa utilizada para obtener un relato autobiográfico del sujeto entrevistado, ésta se realiza en varias entrevistas a profundidad para obtener la apreciación subjetiva y simbólica de lo que es significativo para el actor [Rojas, 2004: 184].

3 Amozoc de Mota hace alusión al nacimiento de Alonso de Mota y Escobar, quien en 1546 fue arzobispo de Puebla. La etimología de la palabra es nahua, de amo (negación) y zoquitl (lodo), que significa "lugar donde no hay lodo"; curioso nombre si tomamos en cuenta que se trata de una entidad donde se hacen enseres de barro. Los alfareros se proveen de barro en las minas cercanas a la sierra y en las faldas meridionales del volcán La Malinche. Limita al norte con el municipio de Puebla y Tepatlaxco de Hidalgo, al sur con Cuautinchán, al oriente con los municipios de Acajete y al poniente con el municipio de Puebla.

4 Figuras miniatura —zoomorfa y antropomorfa— siguiendo el estilo estético de "las Catrinas" del pintor Posada, las cuales se diseñan y venden por mayoreo a otros artesanos, quienes se encargan de montarlas de diferentes formas, escenificando distintos pasajes cotidianos, llámese una familia cocinando, un niño paseando a su perro, etc. También se trabajan, en menor proporción, juguetes de barro: carritos y alcancías, silbatos (ocarinas en forma zoomorfa) y figuras decorativas en miniatura, como el árbol de la vida y portarretratos, entre otras.

5 El barro se extrae de entidades cercanas. Existen dos tipos de barro, claro y oscuro, uno es más poroso que el otro y se combinan en la proporción requerida según la pieza que se trabaje.

6 El horno mediterráneo lleva este nombre porque fueron los árabes quienes lo introdujeron a España y de ahí a la Nueva España. El horno tiene una forma anular, esto es, carece de techo y tiene un diámetro que varía entre 80 cm y 1.40 m. La parte inferior mide unos 50 cm de altura y queda por debajo de la tierra, en el centro descansa un pilar conformado de piedras de origen volcánico, o cualquier otra resistente a las altas temperaturas. Dicho pilar funge como vértice del arco cuyos extremos se apoyan en la pared inferior, distante diametralmente hablando. Puede tener una o dos bocas por donde se alimenta el fuego con la leña. En la base se coloca una cama de tepalcates, encima se dispone la loza que se va a quemar y al último nuevamente se cubre con tepalcates para evitar que salgan las flamas. Cabe aclarar que a este modelo se le han hecho varias adecuaciones. Una de ellas es que el piso se ha puesto de ladrillo intercalado con espacios para que se oxigene más la llama de fuego, también se han diseñado hornos que alcanzan una profundidad de hasta 4 m por debajo del nivel del piso cuando lo usual solía ser 2 m. En este caso la mayor profundidad del horno también ha llevado a los artesanos a diseñar una boca lateral para alimentar el fuego durante la cocción.

7 PACMYC, Programa de Apoyo Cultural a Municipios y Comunidades.

8 Lamas señala que, según las aportaciones de Butler sobre el género, éste está subsumido en la cultura y la naturaleza de manera indisoluble, mas al estudiar este criterio en diversos contextos, Butler se percató de que el género funge también como un dispositivo de performance, o sea de actuación, por lo que el sexo pareciera ser también una categoría cultural y no un determinante biológico.

9 Lamas retoma a Schlegel, quien en un esfuerzo por esclarecer el papel simbólico que tiene el género en distintos contextos sociales, llega a la conclusión de que los roles estereotipados del género no son del todo rígidos, sino que se adecuan en función de la estructura social.

10 Lamas retoma las observaciones de Muriel Dimen de su artículo "Deconstructing Difference: Gender, Splitting and Transitional Space", Psychoanalytical Dialogue, núm. 1, pp. 335-352.

11 Lamas retoma las aportaciones de Butler y de Moore cuando discuten el carácter esencial del género para mostrar cómo en ciertos contextos el género es una categoría más flexible de lo que se piensa [Lamas, 2009: 89].

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