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versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.19 no.54 México may./ago. 2012

 

Dossier: Dimensiones transgresoras: travestis, transgénero y transexuales

 

Sobre lo trans: aportaciones desde la antropología

 

Joan Vendrell Ferré

 

Departamento de Antropología, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México.

 

Resumen

El presente trabajo aborda lo trans desde una perspectiva antropológica. Se centra especialmente en la transexualidad como forma específica de variancia o transversalidad de género, intentando aportar elementos para su comprensión en relación con el orden de género y con el sistema médico-legal contemporáneo. Se analizan las difíciles relaciones de la transexualidad con ciertos sectores del movimiento feminista, así como las paradojas inherentes al intento de construir una identidad transexual específica. Por último, se apuntan algunas líneas para la investigación antropológica de lo trans, así como sus límites.

Palabras clave: transexualidad, género, feminismo, identidad, antropología.

 

Abstract

This paper addresses trans from an athropological persepective. It focusses particularly on transsexuality as a specific variant, or gender mainstreaming, aiming to contribute elements for understanding in relation to the order of gender in line with the contemporary medico-legal system. It analyzes the difficult relationships of transsexualism with certain sectors of the feminist movement, along with the inherent paradoxes when aiming to construct a specific transsexual identity. Finally, we dedicate some space to anthropolgical trans research, as well as its limits.

Keywords: transsexuality, gender, feminism, identitity, anthropology.

 

Lo trans y el género

La transversalidad de género [Bolin, 2003] adopta en nuestra cultura contemporánea formas muy diversas en cuanto a su contenido, pretensiones y consecuencias.1 Aunque son fenómenos que se suelen asimilar viéndolos como manifestaciones de una misma inquietud, fases de un mismo proceso, o avatares de una parecida subversión, lo cierto es que el travestismo, la transexualidad y el transgenerismo son diferentes en cuanto a sus presupuestos e implicaciones. ¿Qué tienen en común? ¿Qué los hace diferentes? ¿Cómo pueden ser contemplados en una perspectiva antropológica, desde la distancia permitida por el comparativismo etnográfico y etnohistórico? Todos ellos pueden ser vistos como formas de transversalidad de género, la cual es un fenómeno de carácter general rastreable prácticamente en la totalidad de las culturas humanas conocidas, si bien adoptando diferentes formas y contenidos. Una de ellas, sin embargo, la transexualidad, es propia de nuestra cultura, y por ello podría y debería ser añadida, por derecho propio, a la panoplia de tipos hasta ahora detectados de transversalidad de género, junto con "géneros hermafroditas, tradiciones 'dos-espíritus' (que formalmente se denominan berdache), roles transgenéricos tales como los de las mujeres con corazón de hombre de los piegan septentrionales, matrimonio entre mujeres, matrimonio entre muchachos, y rituales en los que están institucionalizados el travestismo y/u otras conductas transgenéricas", todo lo cual demuestra "la existencia de cinco formas de variancia de género que encontramos a escala global" [Bolin, 2003:231]. Dado que se trata de la forma de transversalidad de género emblemática de nuestra cultura contemporánea, en este trabajo nos ocuparemos principalmente de la transexualidad.

La transversalidad de género existe porque existe el género, o bien los sistemas de género, que pueden ser vistos como estructuras simbólicas o sistemas de signos, o como sistemas de clasificación y jerarquización, órdenes, es decir, estructuras de dominio. En este último sentido, los órdenes de género conocidos son sistemas de supremacía masculina, sin excepción conocida por más que dichos órdenes, en cuanto a la posición ocupada en ellos por lo femenino, vayan desde "la casi igualdad a la casi esclavitud" [Héritier, 1996]. La universalidad, en el estado presente de la especie humana, de los sistemas u órdenes de género con un polo marcado y dominante —el de lo masculino— y otro sin marcar y dominado —el de lo femenino— no debe interpretarse en términos de naturaleza sino, como ocurre con cualquier otra estructura sociocultural humana, en términos de historia. Es decir, el género tal como lo conocemos tiene una historia o, lo que es lo mismo, tiene un comienzo; ello implica que puede tener también —y probablemente tendrá— un final [Cucchiari, 2000]. Ahora bien, el género ha sido sometido a un proceso de deshistorización cuyo efecto, debido a la concomitante naturalización [Bourdieu, 2000], es que aparezca ante nosotros como algo natural, lo cual, en nuestra cultura contemporánea, equivale a verlo como algo predominantemente de orden biológico. Ello adquiere gran importancia en esa forma específica de transversalidad de género que llamamos transexualidad, dado que la transexualidad supone una re-esencialización —o un refuerzo de la esencialización previa— del género en términos estrictamente biológicos. La transexualidad hunde el género en las profundidades del cuerpo, más allá de cualquier apariencia, más allá incluso de la anatomía. Al identificar la transformación genérica con la recuperación de un pretendido "sexo verdadero", obviamente de filiación biológica, sexo que se encontraría oculto en el propio cuerpo, en alguna parte no visible, y confrontado con la morfología de dicho cuerpo, la transexualidad liga indefectiblemente el género a una verdad profunda de carácter biológico. En este sentido, la transexualidad participa plenamente de lo que Baudrillard [1997:20] llama "lo imaginario sexual de la superficie y la profundidad", que cabe inscribir en una casuística de la latencia. En efecto, de lo que parece tratarse es de recuperar un sexo verdadero que se encuentra latente en el cuerpo y en el inconsciente, aunque se manifieste por medio de una inquietud o desacuerdo con respecto a la identidad sexual —genérica— asignada y en una convicción de que el cuerpo —es decir, su apariencia, su superficie— se encuentra equivocado con respecto a su verdad sexual profunda. El proceso de terapia hormonal y cirugía correctiva seguido por el transexual para transformar su cuerpo, es decir, la apariencia del mismo, sumado al trabajo de las apariencias necesario para ajustar el nuevo cuerpo a la representación del género correspondiente, no supone alteración alguna de la profundidad, es decir, de la esencia, de la verdad de dicho cuerpo. Simplemente, se parte de la constatación de que entre profundidad y superficie, entre verdad y apariencia, existe una disparidad fundamental, y se actúa en consecuencia. Para ello, se dispone de una tecnología ad hoc y de un orden médico —o médico-legal— complaciente, incluso entusiasta. Una vez corregida la apariencia, el/la transexual entiende que el nuevo aspecto adquirido por su anatomía —visible— se corresponde con la verdad de su biología; esto es interpretado en términos de ajuste entre el nuevo cuerpo y el "sexo verdadero". El nuevo cuerpo ya no es entonces un "cuerpo equivocado", sino el cuerpo correcto para el sexo correcto [Vendrell, 2009, 2010]. Este sexo "correcto" es el sexo de alguna forma sentido2 por la persona, el cual, sin embargo, se expresa —no puede hacerlo de otra forma— en términos de género. De lo que se trata con la transexualidad es de transversalidad de género, de un cambio de género, de pasar del género asignado socialmente en función de la anatomía visible al otro género, el cual, dado que no se corresponde con dicha anatomía, se concibe como oculto en las profundidades del cuerpo3 y se concibe como "sexo", es decir, en términos biológicos. Una vez asumido este cambio de género, interpretado como asunción del sexo original, cabe ajustar la anatomía al mismo, con lo cual lo que realmente se opera es una inversión del proceso original y común de asignación del género [Preciado, 2011]. Si éste nos es asignado por el grupo, la sociedad, la cultura en función de nuestra anatomía, lo que hace la transexualidad contemporánea es (re)asignar la anatomía en función del género. "Nací con pene y me asignaron a lo masculino, pero como soy femenino me quito el pene". O viceversa: "nací sin pene y me asignaron a lo femenino, pero como mi verdad es masculina me pongo un pene". La cosa se complica un poco con los caracteres sexuales secundarios, los cuales, sin embargo, plantean menos dificultades, tanto técnicas como simbólicas: "no tengo pechos, pues me hago unos; aumento el volumen de mis caderas y nalgas, me depilo, y luego me dejo crecer el cabello —o me lo implanto, o me pongo peluca—, me pinto y maquillo, me visto adecuadamente de mujer". O a la inversa: "disimulo mis pechos, caderas y nalgas —quizá por métodos radicales—, promuevo mi pilosidad, me corto o me rapo el cabello, dejo de pintarme y de maquillarme, me visto adecuadamente de hombre...". Ya queda claro, leyendo estas simplificadas enumeraciones, que la cosa no funciona igual en un sentido o en el otro. Tampoco ocurre en el caso del centro simbólico —y anatómico— de la diferencia, aquel por el cual fuimos clasificados en un principio: los genitales. En un caso, castración; en el otro, implante. Pero las implicaciones son muy diferentes [Vendrell, 2010], y además aquí ocurre algo, existen límites técnicos —quizá tamb ién simbólicos—, y la transformación no es completa.4 El transexual, incluso una vez completada su transformación, queda reducido al estado de simulacro, de apariencia.5 Ha pasado de un cuerpo juzgado por él como una pura apariencia en relación con su verdad (una apariencia, por tanto, errónea, el "cuerpo equivocado"), a otro cuerpo que sólo puede seguir siendo, en relación con esa verdad de su sexo, exactamente eso, una apariencia, en el sentido de simulacro, de algo construido, artificial. La verdad "natural" del sexo impone la artificialización de la apariencia, pues, en última instancia, la fatalidad no es anatómica, sino simbólica. El nuevo cuerpo del transexual (de hombre a mujer), una vez operado —es decir, sometido a la castración no sólo simbólica, sino también "real"— deviene "parodia triunfante, resolución por exceso, por hipersimulación en superficie de esta simulación en profundidad que es la ley simbólica de la castración" [Baudrillard, 1997:21]. Exactamente lo mismo ocurre en el transexual de mujer a hombre, con el efecto agravado de que ninguna de las soluciones posibles para la resolución de su castración simbólica originaria —implante, prótesis, hipertrofia del clítoris, etc.— puede ser otra cosa que un simulacro disfuncional del pene-falo [Martínez, 2005; Preciado, 2011; Vendrell, 2010].

Pero todo este juego con los signos del género, a pesar de las consecuencias que pueda tener —y que tiene— en los órdenes de lo imaginario, de lo real o de lo simbólico en un plano social,6 sigue siendo un juego delimitado por el campo semántico y las reglas del género. No puede ser de otra forma. La transexualidad no es una transgeneridad en el sentido de trans-cender el género, es una transversalidad de género; a secas, un juego con los polos definidos por el orden de género vigente. Éste no sólo no es puesto en cuestión, sino que incluso —a diferencia de lo que podría ocurrir con el travestismo o con otras formas de transgeneridad tendientes a la anulación de las diferencias de género— se ve reforzado. Todo lo que la transexualidad podría suponer en cuanto a subversión del orden de género, por medio de su parodia por sobresignificación [Baudrillard, 1997], queda "compensado" por la identificación operada entre género y sexo biológico. En este sentido, resulta potencialmente más subversivo el travestismo, donde sí se opera esa sobresignificación y se mantiene el juego con los signos como puro juego, que la transexualidad, donde la posible sobresignificación paródica queda anulada por esa búsqueda de la verdad corporal —sexual— a cualquier precio, a costa de una sucesión de diagnósticos, terapias y operaciones quirúrgicas donde el cuerpo, la anatomía, es puesta de nuevo al servicio del destino, de la esencia, de la Verdad del sexo —es decir, en última instancia, de la del género— con mayúsculas.

Esta re-esencialización del género operada por la transexualidad tiene efectos colaterales, siendo uno de los más visibles la re-esencialización del género femenino adoptada, reactivamente, por ciertos sectores feministas. Aquí voy a apelar, más que a textos, a observaciones personales efectuadas en mi doble calidad de antropólogo y de académico, dado que han tenido lugar en diversos eventos académicos a los que he tenido ocasión de asistir en mi condición de investigador sobre temas de género y sexualidad desde la antropología. Me refiero a la conocida historia del rechazo hacia las transexuales —es decir, de hombre a mujer, y que por lo tanto, se consideran a sí mismas mujeres—, operado por ciertos sectores del feminismo actual. Aunque he podido observar dicho rechazo, expresado por académicas y militantes feministas, en diversas ocasiones, me limitaré aquí al análisis de lo ocurrido al término de la conferencia inaugural de un evento reciente. Pide la palabra una conocida militante feminista, que se presenta como formando parte de un grupo de "lesbianas feministas revolucionarias" (tres etiquetas definitorias y autoidentificativas)7 y, después de contar lo ocurrido en un determinado congreso feminista8 donde la inclusión de las transexuales generó polémica, afirma que la solución adoptada tras intensas deliberaciones por parte de su grupo es la siguiente: "a partir de ahora vamos a distinguir entre las mujeres biológicas por su origen y las mujeres por elección." Lo cual provoca la inmediata respuesta por parte de una de las transexuales presentes en la sala, también formando parte del público, y que se puede resumir así: "yo me siento y soy mujer, y nadie me puede decir si lo soy o no, o si soy más o menos mujer.". El malentendido está servido, porque la feminista replica: "pero nosotras —las mujeres verdaderas— hemos sufrido opresión y discriminación por serlo desde siempre, mientras que ustedes —los hombres que eligieron ser mujeres— tuvieron al menos esa oportunidad de elegir". Sin embargo, la transexual considerará —o podría hacerlo— dicho argumento como absurdo dado que, desde su perspectiva, ella tampoco ha podido elegir nada: siempre fue mujer, y la única diferencia con la feminista es que ella, la transexual, nació con un cuerpo equivocado y ha tenido que pasar por un proceso de corrección del mismo. La apelación a una categoría de "mujeres biológicas por nacimiento" le parecerá a la transexual especialmente incomprensible, dado que ella también se considera mujer biológica y que precisamente por eso se ha tomado el trabajo de cambiar su cuerpo, para ajustar la apariencia del mismo a su biología, dado que nació mujer encerrada en un cuerpo de hombre.

La mujer transexual no sólo puede considerarse tan mujer como la feminista, sino incluso más: su verdad femenina es tan profunda que se ha visto obligada a un conjunto de sacrificios —patologización, hormonalización, psicologización, mutilación, cirugía.— para ajustar su apariencia corporal a la misma.9 La transexual se considera mujer 100%, lo cual incluye la heterosexualidad. Según José A. Jáuregui [1982:70], una transexual (hombre a mujer) puede ser considerada una "hembra psíquica" y, en cuanto a su orientación sexual, "se trata de un heterosexualismo desesperado". Constituiría entonces un error —por cierto bastante común— incluir a la transexualidad dentro de la homosexualidad.10 Resulta significativo, en este sentido, el comentario efectuado por Pierre Clastres [2010] de un caso de transversalidad de género (él no emplea esta expresión) entre los guayaquís del Paraguay. Según Clastres, Krembegi, que se había "convertido en mujer" renunciando a la actividad propia de los hombres —la caza— y, por consiguiente, al símbolo máximo de la masculinidad: el arco, y pasado en cambio a adoptar el cesto y a dedicarse a las tareas femeninas, era un "homosexual" (Clastres se refiere a él incluso con el término sodomita). El antropólogo parece creer que fue precisamente esa homosexualidad —quizá una "inversión inconsciente" (sic)— de Krembegi la que provocó su feminización. Se apunta que de vez en cuando los hombres de la tribu tenían relaciones sexuales con Krembegi, cuya condición no generaba por lo demás problema alguno, al haber adoptado éste por completo la posición social y las normas de las mujeres. Si esta feminización prácticamente completa de Krembegi es cierta, no se entiende por qué Clastres sigue refiriéndose a él como "homosexual". Es obvio que ni Krembegi ni los hombres que tienen relaciones con él ven esto en términos de homosexualidad, dado que Krembegi, de hecho, es una mujer. En este caso, el prejuicio parece estar —como en tantas otras ocasiones— del lado del antropólogo, empeñado en ver a la mujer transgénero Krembegi como todavía un hombre. Cabe señalar que el trabajo fue publicado originalmente por Clastres en 1966, y puede ser considerado como representativo de los prejuicios dominantes en su época.

Como ya hemos apuntado, se sigue viendo a la mujer transexual como en realidad un hombre, y la insistencia de ella en su condición femenina no se interpreta como algo real sino como un simple signo de afeminamiento, asociado también a determinadas imágenes y figuras populares de la homosexualidad —la vestida o el joto—. Es más, en el caso de la transexual, la feminidad suele encontrarse sobresignificada: la transexual exhibe públicamente la panoplia completa de los signos de la feminidad, lo cual la feminista puede hacer o no con mucha más tranquilidad, convencida como está de su "verdad" en tanto mujer. A esto la feminista podría responder que, precisamente por ello, por ser ella una verdadera mujer, biológicamente mujer por nacimiento, no necesita sobresignificar la feminidad. En el evento donde ocurren los hechos analizados aquí, la mayoría de las transexuales presentes —si no la totalidad— exhiben ostensiblemente un conjunto de signos de la feminidad: peinado, pintura y maquillaje, joyas —en especial las arracadas o pendientes— y, por supuesto, la ropa —faldas y vestidos, zapatos de tacón—. Esto hace que en muchos casos aparezcan sobresignificadas como mujeres, o en cuanto a su feminidad. El contraste con las "otras" mujeres, es decir, no transexuales, es evidente: peinados menos ostentosos, menos pintura y maquillaje —o supresión de los mismos—, sin joyas o con simples aretes, y una ropa más "casual", incluyendo pantalones, zapatillas planas o tenis. Es dicho contraste, claro está, el que comporta la sobresignificación, la cual puede hacer que a una transexual (con el proceso de transformación ya completado) se le siga preguntando qué es en realidad; la feminidad sobresignificada introduce la sospecha sobre su realidad.

El resultado de esta confrontación siempre será el mismo: un refuerzo del orden de género vigente. Además, se produce una re-esencialización del género, en este caso concretamente de la feminidad, la cual las propias feministas (determinados sectores del feminismo) se ven llevadas ahora a resituar en lo biológico como reacción a la biologización del género que la transexualidad comporta. Mientras nos peleamos por ver quién es más mujer, o mujer verdadera, el orden que nos feminiza permanece inalterado.

De hecho, estas feministas parecen darse perfecta cuenta de que la transexualidad, o al menos su elemento travesti (dado que la transexualidad puede ser vista como un travestismo llevado a sus últimas consecuencias, por medio de una transformación corporal que además se pretende irreversible —aunque sepamos por ciertos casos que no tiene por qué serlo), supone una parodia de lo femenino cuyo efecto paradójico (desde la óptica transexual, no necesarimente desde la travesti) sería mostrar que la mujer "real" puede ser reducida a la mujer "signo", en tanto producto del imaginario masculino, sin nada de lo que el feminismo reivindica como un ser propio de las mujeres: una naturaleza, una escritura, un goce propios. Como apunta Baudrillard [1997:21], "'sobresimular' la feminidad es decir que la mujer sólo es un modelo de simulación masculino", y es decir "en contra de cualquier búsqueda de una feminidad auténtica, palabra de mujer, etc., [...] que la mujer no es nada [...]". Si asumimos, con Baudrillard, que esta posición pueda ser "más lúcida y radical que todas las reivindicaciones ideopolíticas de una feminidad alienada en su ser, podemos comprender que determinados sectores feministas, comprometidos con esa desalienación de una supuesta feminidad auténtica, puedan resentir la reivindicación transexual como una injerencia e incluso como un peligro, lo cual explicaría el rechazo y esta re-esencialización reactiva de "lo femenino". Baudrillard concluye que quizá en ese no ser nada de la mujer resida precisamente su poder, lo cual, cabe decir, parece muy alejado de las reivindicaciones de un movimiento, el feminismo en sus distintas variantes, que sólo existe y se justifica por la existencia de algo, un ser, llamado "la mujer", sean cuales sean las diferencias entre las mujeres reales (etnia, raza, clase...).

De igual modo, se mantiene dentro de los límites trazados por el sistema de género esa otra forma de lo trans o de la transversalidad de género: el travestismo. Aunque, siguiendo a Baudrillard, pareciera que su potencial subversivo es mayor, lo cierto es que hasta ahora no se ha traducido en una alteración sustancial del sistema. La sobresignificación del género operada por el travestismo se agota en sí misma, incapaz de trascender el orden de signos con que opera, y en ello se parece a formas tradicionales de transversalidad de género cuya posición en el orden social se encuentra perfectamente definida y que no plantean especiales problemas para lo instituido mientras reconozcan "cual es su lugar".11

Quedaría, por tanto, considerar lo transgenérico propiamente dicho. Pero lo transgenérico, para resultar verdaderamente efectivo en cuanto al cuestionamiento del orden de género vigente, debería intentar trascender las categorías definidas por ese orden, en lugar de limitarse a jugar con las mismas. No basta con resaltar los elementos femeninos presentes en lo masculino, o viceversa, o la ambigüedad presente en la mayoría de nosotros en cuanto a lo que nos define como hombres o como mujeres. Ir más allá del género implicaría negarse a jugar ese juego con las reglas y los signos predefinidos por el mismo; es decir, negar el género mismo en tanto orden, en tanto estructura simbólica, en tanto sistema de signos y en tanto jerarquía. Lo cual nos llevaría a concluir que del orden de género sólo se puede escapar escapando del género mismo (y ello, por supuesto, siempre que realmente queramos escapar del género). Parafraseando lo dicho por Foucault [1994] con respecto a la sexualidad, de lo que se trata no es tanto de liberar a tal o cual género, o incluso de liberar ese potencial de transversalidad que, dada su dualidad fundamental, presenta el sistema de género en sí; más bien, de lo que se trataría es de librarse del género. Existen suficientes indicios para intuir que las reformas dentro del sistema de género sólo pueden ser limitadas, y que siempre toparán con las paredes definidas por el propio sistema. De ahí que se plantee la necesidad de optar por una revolución que cierre lo que en su momento fue la "revolución del género" [Cucchiari, 2000] y abra perspectivas para una sociedad post-género. Esto implica ir más allá de lo trans como juego dentro del sistema; lo que se requiere ya no son nuevas formas de transversalidad de género, sino trascender el género; es decir, una transgeneridad capaz de ver —y de ir— más allá del orden vigente y de sus categorías, hasta disolverlos por completo.

 

Dilemas trans o los enredos de la identidad

El "manifiesto contrasexual" de la filósofa y activista queer Beatriz Preciado, publicado recientemente en español12, dice lo siguiente en su artículo 7°:

La contrasexualidad denuncia las actuales políticas psiquiátricas, médicas y jurídicas, así como los procedimientos administrativos relativos al cambio de sexo. La contrasexualidad denuncia la prohibición de cambiar de género (y nombre), así como la obligación de que todo cambio de género deba estar acompañado de un cambio de sexo (hormonal o quirúrgico). La contrasexualidad denuncia el control de las prácticas transexuales por las instituciones públicas y privadas de carácter estatal heteronormativo que imponen el cambio de sexo de acuerdo con modelos anatómico-políticos fijos de masculinidad y feminidad. No hay razón política que justifique que el Estado deba ser garante de un cambio de sexo y no de una cirugía estética de nariz, por ejemplo [Preciado, 2011:31].

Desconozco hasta qué punto esta declaración pudiera ser suscrita por los colectivos trans actuales. Sin embargo, me caben pocas dudas de que la frase final generaría controversia y puede que incluso rechazo: ¿es realmente posible equiparar un "cambio de sexo" a una cirugía estética de nariz?

Desde el punto de vista de una lectura estricta de la expresión "razón política", Preciado parece estar en lo correcto. ¿Por qué el Estado debería "ser garante" de un tipo de operación —o de proceso transformativo— y no del otro? Si de lo que se trata es de corregir el cuerpo, de subsanar una "equivocación" de carácter natural, ¿por qué los narigudos o los chatos no deberían gozar del derecho a considerarse tan agraviados como los transexuales con respecto a su "cuerpo equivocado"? La cuestión que Preciado no parece tener en cuenta aquí —quizá porque simplemente no le interesa— es que las "razones políticas" no existen en un vacío, sino en un determinado contexto histórico-cultural. Y lo que ocurre es que en nuestro mundo hay algo que pasa por el sexo mientras que no lo hace por las narices, y ese algo es la identidad. El "cambio de sexo" se convierte entonces en una cuestión central, y por lo tanto política, porque afecta a la forma en que las personas se identifican, mientras que el cambio de nariz —o cirugías estéticas similares— no cuenta con dicho poder de afectación en lo concerniente a la identidad.

La propuesta de Preciado hubiese sonado distinta —aunque quizá también menos provocadora— si la autora hubiese hablado de una cirugía de reducción de estómago, por ejemplo. ¿Cuál es la diferencia? La clave se encuentra en la patologización. El Estado, por medio de todo su aparato médico-legal y administrativo, se va a convertir en "garante" de una intervención médica, del carácter que sea, si se encuentra frente a un fenómeno catalogado como patológico. En un momento en que algo como la obesidad se está convirtiendo en una patología y en un problema de salud pública, el Estado puede empezar a intervenir para garantizar las acciones correctoras que se precisen. Ocurriría lo mismo si la forma de la nariz —o sus posibles efectos sobre la psicología de las personas, léase sobre su identidad— se convirtieran en una cuestión de patología y no meramente de estética. Como apuntó Judith Butler [2006] en un concienzudo trabajo sobre el tema, la patologización es el precio a pagar precisamente para asegurar la "garantía" estatal en todo el proceso de "cambio de sexo", lo cual incluye el punto esencial de su financiamiento.

Sin embargo, los activistas trans, o al menos sectores importantes de los mismos, piden actualmente la despatologización de la transexualidad, o, mejor dicho, de todo el conjunto de "las identidades travesti, transgénero y transexual (trans), para así promover en la sociedad la no discriminación y los derechos humanos de esta población" [Rea Tizcareño, NotieSe, 2010a]. Nada que oponer a esta reividicación, desde luego. Lo que ocurre es que, en el caso de lograrse, probablemente implicaría automáticamente la pérdida de cualquier garantía estatal sobre el proceso de "cambio de sexo", financiación incluida. La cirugía de reasignación sexual, pero también "el suministro de hormonas, el apoyo psicoterapéutico y la realización de acciones preventivas y de tratamiento médico correspondiente en materia de infecciones de transmisión sexual y VIH/sida", reconocidas ahora por la Ley de Salud del DF, podrían pasar a tener el mismo estatus que las cirugías estéticas de nariz. En resumen, el colectivo trans perdería la capacidad de reivindicar cualquier derecho especial al "acceso a servicios públicos de salud para la reasignación de género" [Rea Tizcareño, NotieSe, 2010b],13 con el que no cuentan actualmente otros colectivos o personas para reasignaciones corporales del tipo que sean. La "tutela psiquiátrica" de la que pretenden desprenderse, conservando al mismo tiempo los derechos especiales a servicios de salud provistos por el Estado, es precisamente lo que les garantiza esos derechos especiales.

Podemos ver, entonces, el dilema trans: mantenerse por una parte como colectivo "especial", lo cual incluye derechos especiales, pero evitando, por otra parte, la tutela del aparato médico-legal del Estado, es decir, el control de dicho colectivo por medio de etiquetas patologizantes como la de padecer "trastornos de identidad de sexo (género)" [Flores, 2009]. Para comprender mejor esto, puede ser útil establecer una comparación con casos de lo que podríamos llamar "terciarización genérica" presentes en otras culturas. En realidad, dichos casos son pocos y controvertidos [Bolin, 2003; Cucchiari, 2000; Martin y Voorhies, 1978; Whitehead, 1996], y por ello me centraré en uno de los más difundidos y quizá mejor comprendidos: el nadle de los antiguos navajo. La figura del nadle presenta similitudes interesantes con los transexuales contemporáneos. Se trata de una opción que puede ser encuadrada y estudiada dentro de la "transversalidad de género" [Bolin, 2003], al igual que, como he venido proponiendo [Vendrell, 2009, 2010], la figura del transexual contemporáneo. Se basa, al menos en su versión "auténtica", en una interpretación determinada del sustrato biológico en términos de género. En el caso del nadle "auténtico", dicho sustrato lo constituye el hermafroditismo,14 condición que en nuestras sociedades actuales da lugar a la intersexualidad, grupo diferenciado actualmente en busca de una identidad propia.15 Pero hay nadle "inauténticos" que no presentan rasgos hermafroditas o intersexuales de ninguna clase, y la diferenciación entre ambos tipos no parece haber sido muy precisa en términos de su interpretación y reasignación en el sistema de género de la sociedad navajo. ¿Cuál es la posición que tienen asignada en dicha sociedad? Constituyen el caso más claro de un posible "tercer género" o "sexo supernumerario" [Martin y Voorhies, 1978], aunque no todos los autores estén de acuerdo con dicha interpretación [Cucchiari, 2000]. Sin pretender resolver la polémica —entre otras cosas porque ya no resulta posible estudiar a los nadle en su medio cultural original—, podríamos quizá hablar de una tendencia a la terciarización: se haya cumplido realmente o no la constitución de un tercer género, la tendencia al menos parece clara. Esto se mostraría, a mi juicio, no tanto en el asunto del hermafroditismo como en el del carácter "especial" de los nadle, visible en el hecho de que, al parecer, hayan gozado de un carácter sagrado y de derechos especiales —por ejemplo en lo referente a la actividad económica— asociados al mismo.16 Ahora bien, ¿qué podemos observar con respecto a esto en el colectivo trans contemporáneo, y más concretamente en el caso transexual?

Beatriz Preciado ha dicho, a mi parecer correctamente, que la tran-sexualidad no supone ninguna transgresión real del orden binario de género —ni, por lo tanto, de la heteronormatividad que lo sustenta—, dado que de lo que se trata con el "cambio de sexo", de cuerpo o de género es de reconstituir una identidad plenamente coherente con el conjunto del sistema. Ya se trate de MtF (cambio de hombre a mujer) o de FtM (de mujer a hombre),17 el resultado final se pretende completamente acorde con la nueva identidad de género asumida una vez ajustado el cuerpo, es decir, la parte visible del sexo biológico, a la misma. Ahora bien, si lo que se pide ya no es el reconocimiento jurídico de la nueva identidad, masculina o femenina, sino el de una identidad propia, trans, o la de personas trans, la cosa cambia. Entonces nos encontramos, como en el caso de los nadle, con una terciarización genérica: los trans se reivindicarían como un tercer género, es decir, como un tipo especial de personas.

Solicitar derechos especiales, por ejemplo en lo referente a la salud, sólo puede hacerse desde una condición especial, y aquí es donde encontramos el dilema y quizá también el malentendido. ¿Qué es lo que establece y garantiza una condición especial en nuestras sociedades secularizadas contemporáneas? Ya no se trata, por supuesto, de la sacralización. Excepto, quizá, desde algún grupo religioso, es improbable que nadie ponga sobre el tapete o reivindique un carácter "sagrado" para las personas transexuales. La especialización no puede provenir entonces más que desde la instancia que ha sustituido a la Iglesia en la tarea de clasificar y asignar —mediante el diagnóstico— a las personas: la ciencia y, más concretamente, en este caso, la medicina. Las sacralizaciones contemporáneas son de carácter "científico", y sólo determinados colectivos científicos, en connivencia con el Estado, gozan de la prerrogativa de otorgar o retirar derechos especiales. Uno de esos colectivos, puede que el principal una vez establecida la alianza con la judicatura [Foucault, 2002; Peset, 1983], es el colectivo médico en cualquiera de sus formas, con una especial relevancia de la psiquiatría.

La terciarización genérica, acompañada de derechos especiales —a la salud, por ejemplo—, no puede provenir entonces de otra instancia más que del campo médico, el cual, como es lógico, impone sus condiciones. La conversión de las personas trans en un colectivo especial, "sagrado", ha sido efectuada al precio de la patologización porque ésta es precisamente la única forma moderna de sacralización fuera de lo religioso. Lo sagrado siempre ha estado asociado a nociones como el peligro y la contaminación; lo sagrado es lo que está separado, por encima o por debajo, del mundo ordinario, del ámbito "profano". En torno a lo sagrado las sociedades establecen un cordón "sanitario", y éste es precisamente el sentido de la patologización y la tutela psiquiátrica del colectivo trans. Resulta incongruente, entonces, pretender liberarse de esa tutela, pedir la despatologización, y reivindicar al mismo tiempo un derecho especial de acceso a los servicios públicos de salud para la reasignación del género o el "cambio de sexo". ¿Por qué debería el Estado "garantizar" en modo alguno el suministro de hormonas, el apoyo psicoterapéutico o la realización de acciones preventivas y de tratamiento médico especiales para un colectivo en situación de normalidad, es decir, no patológico y no necesitado, por ello, de "tutela"; en definitiva, un colectivo no especial?

Éste es el envite, y la cuestión en juego, como ya ocurrió con otros colectivos, por ejemplo el "homosexual"; es, o bien el mantenimiento de un carácter especial y una identidad propias, de tipo étnico [Zanotti, 2010], o bien la asimilación y disolución progresiva en la sociedad heteronormativa dominante. El dilema transexual es diferente porque, a diferencia del colectivo homosexual, la renuncia a la patologización pone en riesgo el acceso a todo el proceso de reasignación, largo, costoso y complicado, dependiente de tecnologías complejas. Los homosexuales fueron sometidos en su momento a terapias "curativas" y "normalizadoras" para convertirlos en heterosexuales, mientras que los transexuales quieren ellos mismos ser sometidos a acciones normalizadoras de su cuerpo "equivocado". Para los homosexuales, librarse de la tutela médica significa poder vivir libremente como tales, poder dedicarse a la construcción de una identidad propia, mientras que en el caso transexual librarse de dicha tutela implica en la práctica renunciar a la corrección del cuerpo —excepto en un sentido "estético" y para quien pueda pagarlo— y, por lo tanto, a un elemento esencial en la construcción de la propia identidad.

Todo esta nos lleva a constatar, una vez más, que no hay transgresión verdadera alguna en lo trans, al menos en lo referente a poner en peligro al sistema heteronormativo dominante y a sus aparatos de poder médico-legal. De hecho, se puede afirmar sin demasiado temor a equivocarse que lo trans está resultando funcional al sistema, como ha llegado a serlo igualmente lo gay. Ambos colectivos, al tiempo que proporcionan combustible a los aparatos de control y de normalización del Estado, permiten a la comunidad de los "normales" reconocerse mejor como tales, facilitando así su identificación con una normalidad preestablecida. Por otro lado, sin patologización el colectivo trans se disolvería en la sociedad mayoritaria, como ya está ocurriendo con el gay, así que quizá haya que llegar a otra conclusión paradójica: ¿no sería precisamente el carácter patológico lo que mantiene actualmente una identidad específicamente trans, o al menos su posibilidad? Y como corolario: ¿no sería más adecuado, en lugar de buscar la integración a todo precio por la vía de la normalización, optar por mantener la disidencia por la vía de reivindicar la patología en positivo, como diferencia y quizá también como desviación?18

Dejando aparte lo que pueda pensar el propio colectivo —o los diversos sectores que lo componen— al respecto, pienso que con demasiada frecuencia se atribuye a lo trans un sentido transgresor19 del que en realidad carece, y que cabría sospechar que no constituye ni de lejos su verdadero objetivo. En primer lugar, puesto en relación con el sistema de género, hemos visto que lo trans no solo encaja en él perfectamente, sino que contribuye a reforzarlo. Si consideramos que el género es en gran medida, por no decir en su totalidad, un sistema de supremacía o dominación masculina [Vendrell, 2011], la transexualidad, como hemos visto, puede incluso contribuir a debilitar la posición feminista provocando nuevas divisiones en el interior de la misma, sustentadas en reacciones re-esencializadoras; todo ello, en última instancia, al servicio del orden de género vigente. Ciñéndonos a la transexualidad, encontramos que contribuye a la re-esencialización biologicista del género, al ligarlo indefectiblemente al "sexo biológico". Por otro lado, refuerza el aparato médico-legal debido a su dependencia del mismo para "corregir" los cuerpos, con todo lo que ello conlleva de expansión y consolidación de la tutela ejercida por dicho aparato sobre las poblaciones contemporáneas, por medio de todas sus ramificaciones y teniendo detrás al Estado.

El colectivo transexual carecerá de una verdadera capacidad transgresora como variante de género alternativa mientras no consiga resolver los dilemas y paradojas de intentar construir una identidad específica a partir de una condición patológica, de algo equivocado que debe ser corregido. Como hemos visto, los y las transexuales quieren efectuar el salto de una a otra de las posiciones de género establecidas, y, al leer el género a partir del sexo biológico, pretenden transformar su cuerpo para que se ajuste a su nueva posición de género. En este sentido, constituyen una deriva extrema de la biologización del género operada en los dos últimos siglos [Laqueur, 1994], la cual legitiman y refuerzan. Podríamos decir que su posición frente al sexo-género es perfectamente esencialista. Pero lo que ocurre en la realidad, como también hemos apuntado, es que se quedan en un intermedio, en una especie de limbo. Por un lado, las tecnologías de reconstrucción corporal no se han desarrollado de una forma que permita la transformación completa [Preciado, 2011], mientras que, por el otro, al menos en el cambio MtF, la mujer resultante tiende a presentarse de una forma sobresignificada, lo que plantea dudas sobre su "realidad". Pienso que existe una tensión entre la identidad de género normalizada que se pretende asumir tras el "cambio de sexo", femenina o masculina estándar, y la tentación de adscribirse a una identidad "trans" específica, tensión que es el reflejo de algo prácticamente innombrable: la incompletitud del cuerpo corregido en cuanto a su carácter masculino o femenino. Lo que queda una vez concluido el proceso de reasignación de sexo es lo que, en términos lacanianos, podríamos llamar un ser que es más de lo que es; es decir, el ser y su plus de realidad, o resto. Las "mujeres trans", como la expresión lo indica, son mujeres y algo más, y lo mismo cabría afirmar de los hombres trans.20 Es decir, por ellas y ellos, por medio de sus cuerpos, lo que asoma es lo real, algo irreductible en términos del imaginario simbólico de género vigente. Pero el potencial transgresivo de dicha irrupción resulta anulado por la negativa a asumir una posición intermedia entre lo masculino y femenino por parte de los propios transexuales. Ellos y ellas tienden a considerarse "incompletos" sólo mientras se encuentran en alguna de las fases intermedias de la reasignación de sexo, pero no una vez completado el mismo. Después de la cirugía se es un "hombre" o una "mujer", o al menos es lo que se defiende, pero, como vimos en el segundo apartado, subsiste la tentación de considerarse asimismo parte de un colectivo especial, las "personas trans", como estrategia de defensa de derechos especiales. Separación, pues, o integración, pero en ningún caso un cuestionamiento serio del sistema de género vigente (la persona trans, aún con el plus trans, sigue considerándose fundamentalmente un hombre o una mujer).

 

Concluyendo: lo trans y la antropología

La antropología puede aproximarse de muchas formas a lo trans, y aquí nos hemos ocupado únicamente de una de ellas. Pueden efectuarse estudios sobre la cultura o las culturas trans, incluyendo a los movimientos activistas, o aproximaciones desde el método biográfico a los itinerarios vitales trans. También se puede enfocar el fenómeno desde su "recepción" por parte de la sociedad heteronormativa mayoritaria. Aquí nos hemos limitado a aportar elementos para una comprensión de lo trans, y más especialmente de la transexualidad contemporánea, desde una perspectiva comparativa, intentando ver este fenómeno como una forma de transversalidad o variancia de género, dentro de un conjunto de fenómenos que aparecen también en la literatura bajo la denominación de "géneros cruzados".

Desde mi punto de vista, expresado ya en trabajos anteriores, la tran-sexualidad no es comprensible sin un análisis de género. Se trata de un fenómeno que tiene que ver primeramente con el género y que, como tal, resulta comparable con otras formas de variancia de género mejor o peor conocidas y estudiadas por los antropólogos. Podemos, en este sentido, tomar la transexualidad, y en menor medida el travestismo o el transgenerismo, como reveladores del funcionamiento del sistema de género en nuestra sociedad contemporánea. El añadido clave, en el caso concreto de la transexualidad, es el "sexo". La transexualidad no existiría como tal, no tendría ningún sentido, en una cultura que careciera de un concepto biológico del sexo, lo cual solo ha ocurrido en la nuestra contemporánea y sólo desde hace menos de dos siglos. En este sentido, las personas transexuales constituyen un tipo de variancia o transversalidad donde el género es visto como "sexo", y donde el cruce, entonces, ya no puede limitarse a un juego con las ropas "masculinas" o "femeninas", los campos de actividad u otros signos culturales del género, sino que debe implicar al propio cuerpo. Sólo una vez convertido en signo máximo del género, a partir del cual ha sido construido como "sexo" (y no al revés), es posible concebir al propio cuerpo como "equivocado" en relación con la propia identidad. Para abonar dicha posibilidad, la de considerar que el cuerpo y la identidad no se corresponden, la ciencia proporciona un amplio abanico de saberes, hipótesis y teorías, basado en un juego incesante con conceptos clave como "gónadas", "cromosomas", "hormonas" o "cerebro". Resulta dudoso que el género pueda encontrarse escondido en todos o en parte de dichos entes, plegado como en una mónada leibniziana, esperando a desplegarse en forma de una determinada anatomía y unas determinadas conductas. El género parece ser más bien algo externo al cuerpo, al que sólo llega a partir de programas culturales inculcados mediante el proceso de socialización. Sin embargo, cuando es visto como "sexo", el género se encuentra esencializado y determinado a partir de la biología, una biología imperfecta capaz de proporcionar cuerpos falsos disociados de sexos verdaderos. A partir de aquí puede ponerse en marcha todo un aparato de corrección que no hace otra cosa que duplicar el aparato de generización y sexualización primarias al que todos estamos sometidos.

Cuando le pedimos al "sexo verdadero" que se exprese, éste lo hace con el lenguaje del género. El hombre o la mujer que transforman su cuerpo para ajustarlo a su verdad sexual, no hacen otra cosa que cambiar su posición de género dentro del orden vigente con resultados, como hemos visto, inciertos, y al precio de convertirse en piezas de un engranaje médico-legal encargado de reinsertar socialmente cualquier disidencia. La transexualidad, en cierto sentido, es un producto de dicho engranaje, sin el cual su misma existencia resulta más que dudosa. ¿Cómo podría concebirse una identidad transexual sin todo el aparato de reasignación de sexo, incluyendo la tutela psiquiátrica, la ayuda psicológica, el tratamiento hormonal y la cirugía? Más bien parece que la transexualidad tendría que replegarse a posiciones transgenéricas más tradicionales, desarrollando el cruce genérico a partir de otras premisas.

La antropología nos permite ver todo esto pero no nos autoriza, sin embargo, a contestar la pregunta sobre las causas, o al menos no de una forma rotunda. ¿Corresponden los tipos de variancia de género que encontramos en las sociedades tradicionales no occidentales, o algunos de ellos, a la expresión de una transexualidad que todavía no encuentra su nombre; es decir, las técnicas que le permitirán adquirir definitivamente la condición de tal? ¿O se trata dicha transexualidad, más bien, de una reformulación específica de la transversalidad de género en términos de la biología del sexo contemporánea? Quizá la clave, insisto, esté en contemplar el problema en los términos y a partir del sistema de género y del juego de identidades definido por el mismo. Desde mi punto de vista, ésta es, si no la principal, una de las mayores aportaciones que puede hacer la antropología a nuestra comprensión de lo trans.

 

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Notas

1 La expresión "transversalidad de género" se emplea aquí a partir del trabajo de Anne Bolin [2003]: "La transversalidad de género. Contexto cultural y prácticas de género". Debe ser entendida, entonces, en su sentido antropológico, similar al de "variancia de género" o "géneros cruzados", sin ser confundido con la "transversalización de la perspectiva de equidad de género" en tanto política pública aplicada hoy a diversas instituciones públicas y privadas mexicanas. Sobre esta última, véase el trabajo de Lucía Pérez Fragoso y Emilia Reyes Zúñiga [2009].

2 Aquí es donde interviene en el proceso otro tipo de saber y otro orden típicamente contemporáneo, el psicológico.

3 En "lugares" como los genes, las hormonas, las gónadas, o bien las neuronas; en todos ellos o en diversas combinaciones de estos elementos.

4 En Preciado [2011] encontramos un excelente análisis crítico de estas tecnologías de asignación/ reasignación sexual.

5 Los transexuales siguen siendo vistos fundamentalmente como lo que "eran" en su origen, antes de la transformación. Incluso planteando el tema en una clase de antropología (del género), me ha resultado común oír expresiones como: "pero es que en realidad es un hombre" (refiriéndose a un transexual de hombre a mujer, el caso más conocido) o "pero es que en realidad es una mujer" (caso de transexualidad de mujer a hombre). La clave está en ese "en realidad", esa apelación a una verdad del sujeto que no es la misma en su perspectiva ("yo en realidad soy una mujer, y por eso cambio mi cuerpo") que en la perspectiva social ("cambió su cuerpo, pero él en realidad es un hombre"). Un caso fuerte de esa disparidad interpretativa lo tenemos en la actitud de ciertos sectores del feminismo ante las transexuales (de hombre a mujer), como en seguida analizaremos en el texto.

6 Y, por supuesto, en el plano individual, pero aquí no nos ocuparemos de él.

7 Sobre la historia del movimiento lésbico en México desde la óptica feminista revolucionaria, véase Castro [2009].

8 Aunque no disponemos de confirmación absoluta al respecto, es posible que se haya tratado del XI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, el primero donde, al parecer, se permitió la entrada a "mujeres trans" pero que, sin embargo, acabó polémicamente al sentirse estas mujeres discriminadas, en especial por el sector del feminismo definido como "feministas autónomas". Para más información, consúltese la crónica en NotieSe de Rocío Sánchez [2009]. El mismo conflicto puede haberse dado en cualquier otra edición del mismo evento celebrada desde entonces, o en cualquier otro evento similar. Polémicas parecidas han podido ser observadas por el autor de estas líneas en eventos como la Semana Cultural de la Diversidad Sexual, organizada cada año —desde hace 10— en México por el INAH en colaboración con otras instituciones académicas y los gobiernos de diversos estados.

9 Podríamos incluir aquí la necesidad de prostituirse para conseguir financiamiento para el proceso de reasignación sexual, cuando no como única alternativa laboral posible ante la marginación sociolaboral de que son objeto las mujeres trans. Por supuesto, esto no incluye los casos en que el trabajo sexual sea una opción libremente elegida.

10 Nos referimos a esa inclusión cuando funciona como una generalización aplicada al conjunto del colectivo o los colectivos trans. Desde luego, puede ocurrir que una mujer trans prefiera tener relaciones con otras mujeres; quizá lo propio sería, entonces, hablar de lesbianismo.

11 Para el caso de México podríamos citar los ya famosos muxe' del istmo de Tehuantepec, estudiados por Marinella Miano [2002], y los menos conocidos marisoles de Cuajinicuilapan, estudiados por Tania Ramírez [2010].

12 Original: Manifeste contra-sexuel, París, Ballard [2000]. Existe al menos otra edición en español, citada por Juana Ramos Cantó [2005] en su "visión feminista de la transexualidad".

13 El autor de la nota cita las palabras de la activista Angie Rueda Castillo, del Frente Trans.

14 Anne Bolin [2003:236-239] sitúa el caso nadle dentro de la categoría "géneros hermafroditas", una de las cinco formas de variancia de género distinguidas por la autora.

15 El colectivo intersexual, o "hermafrodita", sería el candidato idóneo para ocupar una posición de género alternativa en términos parecidos al nadle navajo, pero la actitud de nuestra sociedad con respecto a la intersexualidad ha tendido más bien a erradicarla por la vía del diagnóstico precoz y la cirugía correctiva, y el activismo intersexual apenas está emergiendo [Chase, 2005].

16 Sólo Cucchiari se refiere abiertamente a dicho carácter, apuntando que "nadle es una categoría sagrada, separada del plano normal de las relaciones sociales. [...] Esto puede explicar por qué los nadle tienen derechos de propiedad especiales no compartidos con las demás personas" [2000:187]. Martin y Voorhies [1978:87] se limitan a destacar los "derechos especiales sobre la propiedad privada de los otros miembros de su familia", un tipo de derechos que "los hombres y mujeres navajos no tienen nunca". Aparte de esto, "la posición definida y respetada que ocupa el nadle es posibilitada porque goza de la aprobación de la ideología social" [1978:88]. No se nos dan mayores precisiones sobre dicha ideología o sobre las formas que adopta en la sociedad navajo, pero podemos suponer una expresión, al menos en parte, de la misma en términos religiosos y por medio de símbolos sagrados, formando parte de la cosmovisión y el ethos navajo. Bolin [2003:237], por su parte, cita también para el caso nadle los "derechos especiales de los que no gozan los demás navajos", pero no aporta precisión alguna sobre el fundamento de esos derechos.

17 Dichas siglas se han construido a partir de las expresiones inglesas Male to Female, y viceversa. Son de uso corriente entre las personas que escriben sobre el tema [Martínez, 2005; Preciado, 2011]. Bolin [2003] las cita como formando parte del argot de las personas "transgeneristas" estudiadas por ella.

18 Empleamos aquí "desviación" en el sentido que da Gilles Deleuze [2006:199-220] a la "depravación" como estrategia de recuperación de un "cuerpo sin órganos" [no organizado, no significado, no subjetivado].

19 El coloquio realizado en octubre de 2010 y donde se presentó una primera versión de este trabajo llevaba por título "Dimensiones transgresoras: travestis, transgénero y transexuales" (cursivas mías).

20 Esta ecuación puede ser invertida mediante la sencilla operación de duplicar las condiciones genéricas "normales", dando así la "mujer mujer" o el "hombre hombre". La "mujer trans" o el "hombre trans" quedan entonces en falta [véase Baudrillard, 1997]. Ya sea por exceso o por defecto, parecería que las personas trans se encuentren condenadas a permanecer en una diferencia irreductible con respecto a las no trans.

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