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Cuicuilco

versão impressa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.19 no.53 México Jan./Abr. 2012

 

Dossier "El uso ritual de enteógenos en México"

 

Peyote, enfermedad y regeneración de la vida entre huicholes y tarahumaras

 

Cario Bonfiglioli* y Arturo Gutiérrez del Ángel**

 

* Instituto de Investigaciones Antropológicas. Universidad Nacional Autónoma de México.

** Programa de Estudios Antropológicos. El Colegio de San Luis, AC.

 

Resumen

El consumo ritual del peyote entre huicholes y tarahumaras ha sido documentado desde finales del siglo XXI, pero la imagen resultante de estas etnografías parece llevar a diferencias irreconciliables. En este artículo nos interesa analizar de forma comparativa la relación de este enteógeno con la cosmovisión de los pueblos considerados y, en particular, con el concepto de "regeneración de la vida", base sobre la cual descansa y se articula el sistema de transformaciones presentado en el texto1.

Palabras clave: enteógenos, salud–enfermedad, rituales, huicholes, tarahumaras.

 

Abstract

Ritual use of peyote among Huichols and Tarahumara peoples has been documented from the late XXI Century onwards. However, the resulting image of these ethnographies seem to lead to irreducible differences. In this article we analyse in a comparative form the relationship between this entheogen, the above mentioned peoples' worldview, and specifically with the concept of "regeneration of life". It is upon the later that the system of transformations we are presenting in this text roots and articulates itself.

Keywords: entheogens, healing–illness, rituals, huicholes, tarahumaras.

 

INTRODUCCIÓN

El objetivo principal de este ensayo es indagar la relación de las enfermedades del alma, con la planta popularmente conocida como peyote (Lophophora williamsii) y el entorno cosmológico al que hace referencia. Los grupos que consideramos en este análisis son los huicholes y los tarahumaras, pueblos señalados desde los tiempos en que Lumholtz viajó por la Sierra Madre Occidental como los consumidores de peyote más llamativos de esta parte del continente americano. Los primeros habitan al occidente de México, en la sierra de Jalisco; los segundos al norte, en la sierra de Chihuahua.

Más allá del término comúnmente utilizado para designar esta planta —hikuri (huichol) o jíkuri (tarahumara) y algunas otras semejanzas—, Lumholtz consideró que el uso que le destinaban ambos grupos era completamente distinto y, en efecto, es la impresión que se desprende de un análisis somero. Sin desconocer las grandes aportaciones etnográficas de este autor, el presente ensayo busca demostrar que la relación peyote–cosmología apela, en ambos casos, al mismo sistema de transformaciones simbólicas.

Las diferencias que existen entre los casos y las regiones consideradas, no deben ser vistas como un obstáculo para el análisis, sino un factor que enriquece tanto el diálogo como las perspectivas que se tienen sobre los sistemas curativos de ambos pueblos.

Aunque en varias ocasiones se ha mencionado la importancia del peyote en la religiosidad huichola y su relación con los curanderos [Furst, 1972a, 1972b; Lemaistre, 1991; Gutiérrez y Neurath, 1996; Rossi, 1997], no existen trabajos que vinculen estos elementos con los procesos curativos. En lo concerniente a los tarahumaras, varios autores [Lumholtz, 1981; González, 1982; de Velasco, 1983; Deimel, 1985, 1996 y 1997] han planteado el carácter curativo de la ceremonia, pero, por distintas razones, ninguno se ha detenido en el análisis simbólico del ritual propiamente dicho. En un par de textos, Bonfiglioli [2005; 2006] analizó este complejo ritual considerando el caso huichol para comprender mejor los aspectos más enigmáticos del caso que le concierne, el tarahumara.

El manejo llamativo que los huicholes hacen del peyote, ha propiciado que varios especialistas en sus investigaciones tomen en cuenta su uso y significado.2 No obstante, su uso nunca ha sido estudiado en un marco salud–enfermedad, tal como nos interesa proponerlo en este artículo, y menos aún comparativamente. Un estudio de estas dimensiones permite comprender el significado de este cacto en un amplio sistema de transformaciones.

Los especialistas sobre el tema saben que la cosmología con la cual se relaciona el peyote es compleja. Dado el poco espacio del que disponemos, el siguiente análisis inevitablemente debe recortar esta complejidad sin restarle inteligibilidad. Hemos decidido, por tanto, enfocarnos en tres vertientes analíticas: a) la relación del peyote con su entorno cosmológico; b) la mediación de fuerzas, poderes y actores dentro del campo ritual, y c) la noción de viaje–camino como forma de conocimiento–renacimiento y vía hacia la curación.

Dos advertencias antes de comenzar. La primera: si bien a lo largo del texto se habla, en términos genéricos, de huicholes y tarahumaras, conviene especificar que cuando nos referimos a los primeros estamos hablando, sobre todo, de los huicholes occidentales, y con respecto a los segundos estamos refiriéndonos a los que viven en la región del alto río Conchos.3 La segunda refiere a los planteamientos presentados a lo largo del texto, los cuales son el resultado, llevado a la práctica desde hace tiempo, de un diálogo permanente entre ambos autores. No obstante, cabe especificar que, a pesar de la coautoría, hubo una repartición de responsabilidades: los datos y las reflexiones relativas a los huicholes están a cargo de Gutiérrez, y aquellas relacionadas con los tarahumaras, a cargo de Bonfiglioli.4

 

ENFERMEDADES DEL ALMA ENTRE LOS HUICHOLES

Las diferentes enfermedades concebidas y padecidas por los huicholes son de dos tipos: las asociadas con lo ajeno (alóctono) y con lo propio (autóctono). Aunque no puede hacerse una separación tajante entre ellas, las primeras son sanadas por médicos alópatas o yerberos [Vázquez, 1993]; las segundas —de las que hablaremos— las atiende un tunuwi'iyari5 (curandero, cantador y chamán conocido con el nombre genérico de mara'akame). Las enfermedades autóctonas son mandadas por las deidades o producidas por algún tipo de hechicería; contraer alguno de estos males significa dos cosas muy graves: que algo ha entrado en el cuerpo produciendo un trastorno y que el alma (cupuri)6 ha salido por la mollera conducida por la bruja T+kari Nawakame al lugar de los muertos, el inframundo [Gutiérrez y Neurath, 1996]. De no ser atendido este padecer (nepeukuye), el individuo perderá para siempre la razón y, por una suerte de contagio, algún familiar o su ganado morirá y la milpa se secará.7

A cada enfermedad le corresponde un lugar geográfico al que los dolientes van a dejar ofrendas; empero, todos estos males se asocian con la parte baja del universo y, en términos generales, con la diosa Nakawe.8 El enfermo se percata de su padecimiento porque esta deidad se manifiesta en los sueños con la fisonomía de una mujer blanca y hermosa, "la bruja de la media noche que atrapa vidas, T+kari Nawakame". La principal causa de la enfermedad se atribuye a una falta ética: no practicar el costumbre, es decir, no participar en los rituales del ciclo neixa con los grupos de jicareros (xukurikate) o peregrinos durante los años prescritos por la usanza huichola. En otro artículo [Gutiérrez, 2002b], hicimos ver que un sujeto puede estar involucrado en el costumbre durante toda su vida. Sin profundizar más en este asunto, debe decirse que la pertenencia a una fila peregrinal depende de la memoria genealógica que en ascendencia es de hasta cinco generaciones. Ahora bien, este ciclo está ligado a los trabajos agrícolas y a las exhaustivas peregrinaciones a los cinco rumbos del universo: 1) Wirikuta, en el desierto de Real de Catorce, en San Luis Potosí, lugar donde se recolecta el peyote, asociado con el sol naciente, lo masculino, lo de arriba, el cielo diurno, y con el rumbo cardinal del este; 2) Haramara, en el océano Pacífico frente a San Blas, Nayarit, asociado con Takutsi Nakawe, lo femenino, la noche, la fertilidad, y con el rumbo cardinal de occidente; 3) Xapawiyemete, en la laguna del Alacrán, en Chapala, Jalisco, asociado con el paso de la noche al día y con el rumbo cardinal del sur; 4) Hauxamanaka, en el Cerro Gordo, Durango, asociado con el paso del día a la noche; 5) Tea'akata, lugar ubicado al fondo de los profundos barrancos en el territorio huichol, asociado con Tatewari (Nuestro Abuelo el Fuego) quien representa, junto a Tamatsi Kauyumari, al primer curandero. Los huicholes creen que es aquí donde se reúnen todas las fuerzas del universo generadas en los rumbos mencionados.

Para este pueblo, la participación en los trabajos y peregrinaciones implica comprometerse con un dios coligado a la jícara que cada peregrino lleva y que garantiza el bienestar personal y de los suyos, y que además es un antepasado por línea directa [Gutiérrez, 2002b; Manzanares, 2009]. Si, a pesar de cumplir con sus obligaciones rituales, los síntomas relacionados con la pérdida del alma persisten, las causas se le atribuyen a un familiar muerto que no haya cumplido con el costumbre, dejando a la descendencia endeudada con alguna deidad. Alejandra Manzanares [2009] ha propuesto que la retroalimentación de el costumbre como sistema ceremonial debe buscarse precisamente en el endeudamiento heredable vía el parentesco, lo que, como dijimos arriba, obliga al endeudado a participar en el costumbre durante gran parte de su vida, so riesgo de enfermedad y muerte.

Pero ¿qué sucede si, a pesar de cumplir tal como debe ser, alguien enferma? No se excluye la posibilidad de que un hechicero (ti'utekom) haya metido una flecha maligna (iteoki) en el cuerpo de quien padece el mal. El curandero es quien determina, según los síntomas aparecidos en sus sueños,9 cuál de las causas está produciendo el sufrimiento. En ambos casos el remedio es el mismo: a) ofrecer durante un ciclo ceremonial (cinco años) un animal para sacrificio —lo que se conoce como fiesta del toro (mawarixa)—, para saldar la deuda contraída con la deidad que produce el mal; b) dejar ofrendas en el lugar de donde proviene la enfermedad; c) abstenerse de tener relaciones sexuales y de comer sal, y ayunar, y d) si el paciente no se cura, dejar ofrendas en los cinco rumbos del universo.

Al conjunto de estas prescripciones se le conoce con el término na'awari [Gutiérrez, 2000:116; 1995:10], que significa "cuando uno renuncia", lo que conduce al bienestar de la persona en sentido amplio, o estado tukari [Severine Durin y George Otis en comunicación personal, 2003]. Este último término tiene una amplia gama de significados, dependiendo del contexto en que se mencione, pero en sentido estricto significa "luz o día". En el contexto de la salud, tukari indica que la persona tiene luz, es iluminada, lo que equivale a "tener salud". Carecer de tukari remite a la noche y a la oscuridad, al estado t+kari, de ahí que a la bruja que roba vidas se la denomine T+kari Nawakame. En concordancia con esto, lo que se hace en los tratamientos curativos es el viaje del tunuwi'iyari a la parte oscura, donde buscará el alma extraviada para ser guiada nuevamente hacia la luz.

¿Qué significa "tener luz" para un huichol? ¿En qué sentido remite a la salud? A diferencia de nuestra percepción fisiológica de la enfermedad, la luz o salud es un estado de cosas que deben permanecer. Esta condición permea al conjunto de los individuos desde lo particular, a un sujeto, y se va extendiendo a la familia nuclear y, en última instancia, a la comunidad. En el sujeto remite a su estado anímico: estar enfermo es estar triste o loco, lo cual conduce a tener malos pensamientos, soñar con la "bruja blanca" (Nawakame), estado que condiciona lo físico, pues se es más susceptible de romperse un pie, desbarrancarse, caerse del caballo; en fin, morir. En términos de la familia nuclear, la enfermedad se hace presente en la muerte del ganado o de un miembro, en que la milpa no crezca, se seque o crezca irregularmente. La comunidad se considera también enferma, sobre todo cuando no llueve o cuando los conflictos internos se agudizan. De ahí que en los rituales los mara'akate concluyan siempre con un discurso sobre la es, importancia de cumplir con el costumbre.

El encadenamiento de la enfermedad en segmentos responde también a la percepción que los huicholes tienen de su propia relación con el peyote; él es parte de la comunidad, un antepasado con características peculiares » entre las que destacan "el saber". El peyote es sabio, como sabios son los o ancianos, llamados también "Hermanos Mayores". Vale la pena decir que entre los huicholes no debe hablarse del peyote en singular, sino en plural, o porque, en realidad, no es el peyote, es la familia de peyotes. En efecto, antes de la recolecta del cacto, los jicareros deben encontrar una familia hikuli a la cual consideran como tal: a unos les llaman abuelo, a otros tíos y a otros más, hermanos. Al encontrar a la familia, el cantador llora por el encuentro y le lleva presentes provenientes de la sierra: maíz, chocolate, carne de animales sacrificados, fruta, etc. A cambio, la familia del peyote entrega su propia esencia, sus hijos, que son la propia luz y el aliento. Vemos así que en el registro salud–enfermedad–renuncia, el peyote forma parte de este circuito al atarse a los humanos, mediante la renuncia de uno de sus miembros a favor de la continuidad de la vida. La renuncia del yo ante la comunidad conlleva la sanación: principio de renovación y sacrificio.

Ahora bien, en este proceso de sanación existen particularidades que deben señalarse. Pasemos a ello.

El tunuwi'iyari, el que canta con el corazón

El término tunuwi'iyari hace referencia al centro (tunu), o lugar del cantador, y el fuego; al habla del cantador (wi) y al corazón (iyari). Mediante la abstinencia, el ayuno, la desvelada, el canto prolongado y el consumo de peyote (régimen impuesto también a los enfermos), el tunuwi'iyari crea un ambiente hierofánico que posibilita las relaciones con el mundo de las deidades. De esta manera, el cantador adquiere el don de la visión. Así, la comunión entre las deidades, el tunuwi'iyari y los participantes en el ritual posibilita tener nierika10 [Negrín, 1986:26]. El nierika es también un estado del sujeto en el ritual, perfectible mediante la práctica constante del na'awari, cuya traducción podría acercarse a la idea de "sacrificio". Entre los huicholes existen muchos curanderos menores, casi todos los hombres que han participado en algún ciclo ceremonial. Empero, ser un auténtico tunuwi'iyari requiere disciplinarse toda la vida mediante el na'awari y dirigir los ciclos ceremoniales.

Los cantadores conocen a profundidad todas las coreografías rituales, la organización y jerarquía de los grupos de jicareros, las leyendas y narraciones mitológicas, los cantos, los rezos, que son y forman parte de la memoria genealógica. Son, como el peyote, los que saben, y este saber les otorga el poder de subjetivar las causas de la enfermedad. En términos estrictos, son los hombres más sabios (sin exagerar, cercanos al concepto de deidad, familiar muy cercano al peyote), quienes poseen el corazón y la palabra del pueblo huichol.

La iniciación de un tunuwi'iyari, denominada tani'iyari, comienza desde que un tunuwi'iyari consagrado —puede ser su abuelo o tío materno— reconoce en él cualidades para dicha faena. Desde entonces, está comprometido a ir al desierto por lo menos cinco veces, aunque, en opinión de algunos huicholes, ellos van toda la vida. Tani'iyari significa "obtener corazón" y tener corazón es pertenecer con integridad a la religión (ye'iyari), es decir, hacer el costumbre. De esta manera, para los tunuwi'iyari, dirigir el costumbre equivale a tener luz (tukari), tener el don de la visión (nierika) y el corazón (iyari); para obtenerlo, es posible sólo mediante el régimen del autosacrificio. Observamos así que la luz, o la salud, no es algo permanente sino renovable por medio de el costumbre, y éste es la renuncia de un bien propio —la familia, la milpa, el cuidado de los animales, del rancho— por el común: los rituales, lo cual renueva una y otra vez esa luz, siempre en peligro de volverse oscuridad. Vemos que en el fondo de esta ecuación se encuentra una comunión que vuelve a todos "un solo corazón", que no deja que lo particular prive sobre lo colectivo.11

Ahora bien, el régimen del sacrificio al que se someten los huicholes puede buscarse tanto en la acción ritual como en la mitológica. Al igual que un enfermo se encuentra sin luz, se dice que en los tiempos míticos, antes de que los humanos llegaran a ser tales, sólo había oscuridad, enfermedad, seres manchados con faltas graves. Tamatsi Kauyumari, el héroe cultural por excelencia, indicó a los antepasados cómo encontrar la luz para no tener frío, no estar ciegos y enfermos. Siguiendo sus mandatos, fue arrojado al fuego un niño enfermo, con granos y cojo. Sucesivamente, el niño bajó cinco escalones hasta encontrar a los seres de la oscuridad, o robavidas (y+w+kate o t+kakate), a quienes tuvo que vencer con ayuda de Kauyumari. Luego, el niño subió cinco escalones y emergió del interior de la tierra por una cueva (Paritek+a o Paritsika) ubicada en Wirikuta, en el Cerro Quemado (Reu'unax+), convertido ya en Nuestro Padre el Sol (Tawewiekame)12 El sacrificio del niño en el fuego figura el paso necesario para una permutación de las carencias que caracterizan a la oscuridad, a las bondades de la iluminación solar, lo que posibilitó el surgimiento del universo. Este paradigma permite entender por qué el cantador, al identificarse con el fuego, tiene la posibilidad de transformar a los dolientes en seres saludables: el fuego, en la concepción huichola, opera como el gran transformador de las cosas, de las conciencias e, incluso, en términos de rituales de paso, de los estatus sociales.

La fuerza del tunuwi'iyari se materializa y condensa en un bastón cargado de poder, el muwieri, instrumento de palo–brasil adornado con plumas de águila (rayos solares, indica la mitología), que el cantador utiliza para extraer los maleficios del interior de los cuerpos. Al otorgárseles estos bastones, los cantadores pueden "hacer" el nana'iyari, término que alude a "encontrar con el corazón el camino" o "hacer camino", "seguir el camino". Por otro lado, al camino trazado por el niño del mito para llegar a ser sol, se le denomina también así; por ello, los cantadores, al hacer nana'iyari hacen el camino, dirigen, llevan a los jicareros en peregrinación y a los enfermos a la salud; son dirigentes sabios que no dejan que nadie pierda el nana'iyari.

El escenario en donde toma forma el universo

Una vez revelada por el tunuwi'iyari la oscuridad del paciente, tienen que programar cinco rituales de curación que denominan mawarixa y que llevan a cabo en el adoratorio familiar del paciente, o bien, dependiendo de la enfermedad que lo aqueje, en algún lugar determinado por el tunuwi'iyari, sobre todo si el cantador sospecha que, más que un incumplimiento de el costumbre, se trata de una brujería. No obstante, tanto el tunuwi'iyari como el doliente prefieren que los rituales de curación coincidan con otra celebración del ciclo ceremonial (neixa), llevada a cabo en alguno de los templos tukipa.13 De esta manera, los suntuosos gastos que generan los rituales de curación son compartidos por el conjunto de jicareros que hacen el costumbre. Además, el tukipa es el recinto de las diferentes deidades que pueblan el panteón huichol, réplica del escenario donde se efectuó la epopeya de la creación.

En términos simbólicos, el tukipa es una microrrepresentación del universo [Schaefer, 1996:338; Neurath, 1996:288; Gutiérrez, 2002b:79–84] dividido básicamente en tres partes: a) en el lado occidental, un patio circular (kie=casa) donde se cimenta un edificio denominado tuki y que en el fondo tiene un altar (niwetari) dedicado a las diosas de la lluvia; en algunas comunidades, el altar está constituido por cinco escalones que terminan en una superficie; b) un patio central (kutsaripa o takwa); c) en el lado oriental, un conjunto de adoratorios denominados xirikite.14 Con respecto a los adoratorios, el tuki es más grande, circular y sumido, en muchos casos, poco más de medio metro en relación con la superficie terrestre; en cambio, los adoratorios son rectangulares, elevados de la tierra mediante cinco escalones. El edificio grande es asociado con lo de abajo, con el mar primordial y lugar de origen [Schaefer, 1996; Gutiérrez, 1910a]; en cambio los adoratorios son un modelo reducido del Cerro Quemado (Reu'unarx+), por donde el niño del mito salió transformado en sol; el patio es el lugar de transición, Wirikuta.Dentro del tuki y tras el fuego, el tunuwi'iyari ocupa su lugar; entre el fuego y él coloca un petate con peyotes y su takwatsi, estuche donde guarda su bastón de poder (muwieri), conocido también con el nombre del héroe cultural Kauyumari. El fuego, el peyote y Kauyumari son el conjunto de seres con el que se relaciona el tunuwi'iyari en el escenario ritual para curar al enfermo. En términos cosmogónicos, son elementos que habitan el centro, lugar destinado a representar las transformaciones profundas, ocupado por entidades caracterizadas por su doble naturaleza: nocturnas y diurnas. En este sentido, en ciertos mitos el Abuelo Fuego aparece con dotes ambivalentes: es un ser horrible que debe ser derribado a flechazos para que ilumine la oscuridad [Preuss, 1998a (1907):381–362] o un ser muy "delicado" que puede incendiarlo todo si la gente no le cumple [Zingg, 1998 (1937):35]. De ahí que se diga que su territorio es la noche para alumbrar a la oscuridad. Su doble naturaleza se manifiesta también en Tamatsi Kauyumari, aliado del Padre Sol [Lumholtz, 1986 (1898, 1900, 1904):151–152; Preuss, 1998b (1908)], quien representa al lucero matutino (Xurawe Tamai), la estrella guía [Aedo, 2001:130]. En la mitología, Kauyumari es el primer cantador encargado de viajar al mundo primario para socorrer a las almas perdidas [Preuss, 1998b (1908):282]. Tiene el poder de ascender y descender los niveles del universo porque, a diferencia de los seres de abajo, posee el nierika, la visión que lo dota de voz y canto [Negrín, 1977:116]. Para viajar entabla, mediante sus plumas (muwieri), que representan su voz, un diálogo con el Abuelo Fuego, Tatewari [Negrín, 1977:116]. La complementariedad de estos seres queda representada en el estuche de los bastones (muwieri), que todo tunuwi'iyari utiliza. Así, el cantador en la acción ritual es todos estos seres, con la intencionalidad de transformar un estado a otro: de la oscuridad a la luz.

Por otro lado, Kauyumari aparece también como un venado [Diguet, 1992 (1899):135] —figura asociada con el Padre Sol y el peyote—, así como con un lobo [Zingg, 1998 (1937):96] —ser de abajo—; otros opinan que es el diablo y la muerte [Grimes y Hinton, 1990 (1969):93], o bien un héroe cultural y un estafador que "no conoce su nombre" [Palafox, 1978]. Según Furst [1997:110–115], estas características hacen que sea un trickster; no obstante, y a pesar de esta naturaleza polivalente, Kauyumari es alguien que "sabe su camino" [Aedo, 2001:126] y que le proporciona a los humanos su vida mediante el peyote [Negrín, 1977:119].

El tunuwi'iyari condensa la naturaleza doble de estas figuras mitológicas, que en conjunto se reconocen con las propiedades más elevadas moralmente, es decir, los que saben. Estas certezas sociales proporcionan a los dolientes la fe en el tunuwi'iyari para operar mediante los rituales de curación, la transición de un estado insalubre, de falta y de oscuridad (t+kari), a otro regenerado, iluminado y reconstituido (tukari). Como dirigente de los rituales traza, mediante su visión (nierika) y su voz (muwieri), que es la del fuego, el camino (nana'iyari) de los pacientes, así como en los tiempos míticos Kauyumari le indicó al niño tullido y enfermo su camino (nana'iyari) para salir de la oscuridad y hacerse sol. Este camino en las curaciones es indispensable. En la mitología son escalones que llevan al niño de la oscuridad primaria a la luz de Wirikuta [Anguiano y Furst, 1978:32]. Por estos mismos escalones, Paritsika (el venadito que camina al amanecer), por orden de su Padre Sol descendió a la tierra para ofrecer su sangre (xuriya) a los primeros seres, quienes así encuentran, en sus huellas, el peyote que les dará vida humana.

Nos parece que la transición de un estado a otro —dígase sol, venados, antepasados o enfermos— se produce por la simbolización en los rituales de un camino materializado en los escalones de los adoratorios xirikite, que suben, y los del tuki, que bajan. Para operar la transición, se establece cn dentro del tukipa una clara oposición entre abajo–occidente–tuki, con arriba–oriente–xirikite. Así, los rituales que se llevan a cabo en los centros ceremoniales reviven, mediante un estado de conciencia alterada por el efecto del peyote, la experiencia que significa la edificación del universo mediante lareconstrucción ritual, coreográfica y mítica del camino que guía su gesta.

En este sentido en el universo, con sus seres incluso factibles de contraer enfermedades y desaparecer, resulta lógico que no hacer el costumbre y estar enfermo, pertenezcan al mismo registro simbólico. Ahora bien, para un doliente, transitar a la luz significa que el cantador ha logrado encontrar su alma para devolvérsela. Lo mismo se hace en el espacio del tukipa en los rituales curativos.

 

LAS CURACIONES: RENOVACIÓN DEL UNIVERSO, RENOVACIÓN DE LOS HUMANOS

Dentro del templo (tuki), cada jicarero ocupa un lugar determinado.15 Vale la pena destacar entre ellos a los cuidadores del fuego (Tatewari Muwieri Mama), quienes disponen de manera especial los leños que darán vida al Abuelo Fuego (Tatewari). Colocan un tronco horizontal (en el eje norte–sur): es la almohada; sobre ésta colocan cinco leños en el eje poniente–oriente, al que en un momento específico del ritual llega el Abuelo Fuego a recostarse. Cuando hay rituales de curación, los enfermos se colocan al lado sur del tuki o del cantador y amarran al toro que será inmolado frente a los adoratorios (xirikite). Los demás jicareros se colocan alrededor del cantador, recargados en las paredes laterales del tuki. En el ritual de hikuli neixa (la danza del peyote) y antes de comenzar las danzas, una mujer (xaki) se encarga de moler el peyote para hacer una espumosa bebida denominada mawari'eiya, ingerida por los presentes a lo largo de la noche. Aunque el peyote no es considerado medicinal ni exclusivo para atender enfermos, llama la atención la similitud lingüística entre los términos mawarixa y mawari'eiya. El primer término significa "hacer ofrendas"; el segundo, "dar ofrendas". En este sentido, consideramos que el peyote, más que curar como medicina, dispara, como en el mito, una transición de un estado fragmentado (t+kari) por la transgresión (robo del alma o falta de ética), a un estado reconstruido (tukari, recuperación del alma, encontrar el camino). Así, el tunuwi'iyari, mediante el peyote y el fuego, transmite la ofrenda a la deidad ofendida que, en última instancia, es la estricta abstinencia de los que han faltado a el costumbre, los que han salido del ye'iyari; es decir, mediante este sacrificio y gracias a la luz del peyote se encuentra la salud. En este sentido, el peyote es un principio que mantiene el equilibrio, sea del universo o corpóreo.

Como se dijo ya, el incumplimiento de el costumbre desemboca en la "pérdida del alma" y sólo el tunuwi'iyari puede remediarlo a través de los rituales de curación (mawarixa), llevados a cabo en algunos de los rituales neixa. La curación comienza cuando el paciente dona un toro para sacrificarlo en la celebración neixa en la que participe. Aunque los pacientes no pertenecen necesariamente a la fila de jicareros, al participar en sus rituales tienen que prestar atención a todo lo que hacen: danzar junto a ellos, rezar cuando ellos lo hacen e incluso se comprometen con los suntuosos gastos que significa el costumbre.

Todas estas celebraciones se inician al atardecer con el encendido del fuego central en el tuki. El cantador y dos ayudantes ocupan su lugar tras el fuego, luego el tunuwi'iyari canta para llamar a los antepasados (kaka+yarixi). Una vez que ellos llegan, toman su lugar al lado del cantador y el fuego. Cantarán juntos y la voz del cantador será el vehículo mediante el que se exprese la voz del Abuelo Fuego para narrar diferentes pasajes mitológicos. Es un momento único del ritual, pues el cantador expresa que ahora pueden saber lo sucedido con el alma del enfermo y diagnosticar si ha sido raptada, hechizada o existe alguna falta ética.

En el momento en que se intensifican los cantos, los jicareros se reúnen en el interior del tuki e inician sus danzas neixa. En sentido levógiro pasan del interior del tuki al patio y de ahí se dirigen hacia los adoratorios orientales para, finalmente, regresar al interior del tuki y reunirse en el centro.

Varios huicholes han dicho que danzar es seguir el camino del sol, quien camina en las postrimerías del día. Danzar así es "ayudarlo a subir para que no sea comido o se caiga". Por ello, durante toda la noche repiten cinco veces las danzas hasta que aparecen los primeros rayos solares, momento en que el cantador saluda con su bastón al sol levante. Se dice que el amanecer es el triunfo del Padre Sol sobre las fuerzas nocturnas, victoria que en la mitología convierte a los primeros antepasados, los kaka+yarixi, que vivían en la oscuridad, en seres que pueden tener luz materializándose en humanos.

A la media noche —y una vez que el cantador, los jicareros y los pacientes han entrado en un estado de conciencia alterado por el efecto del peyote, las danzas, las desveladas y los ayunos prolongados— comienzan las prácticas curativas. Al lado del fuego, el cantador recuesta en un petate al paciente y le pasa por el cuerpo su bastón (muwieri); luego toca el hígado, el corazón, las muñecas, y finalmente le succiona con la boca la parte que cn considera afectada; escupe en su mano el mal extraído de las entrañas del paciente, materializándose en pedazos de maíz podrido, vidrios, piedras, tornillos, etcétera. Con el amanecer, el paciente debe estar curado. No obstante, para que el mawarixa sea eficaz y quede liberada el alma del paciente, debe repetirse el tratamiento por lo menos cinco veces.

Puede suceder que, a pesar de los rituales de curación, la enfermedad no se cure. Si es así, entonces el cantador considera que su alma ha sido atrapada por un hechicero (ti'utekom). Para romper este encantamiento, se requiere buscar las flechas del mal colocadas por el brujo en los cuatro rumbos del universo. Así, el tunuwi'iyari y el enfermo se dirigen al occidente del territorio huichol, al cerro Reu'utarx+, considerado el lugar en donde termina la luz e inicia la oscuridad. Una vez ahí, el tunuwi'iyari traza un círculo en el que quedan incluidos paciente y cantador. En seguida rezan mirando al poniente y luego al oriente. El tunuwi'iyari pide (+xatsika'iyari) a los antepasados (kaka+yarixi) que lo socorran en la búsqueda de las flechas para liberar el alma del paciente. Posteriormente, se colocan en el poniente y el cantador limpia al doliente mediante succiones, lo cual repetirá en el oriente. De ahí se dirigen al desierto de Wirikuta, donde hacen lo mismo, y luego a los otros rumbos. Al terminar estas macrocuraciones deben dirigirse a Tea'akata (lugar del fuego, centro) para quemar lo que el cantador ha encontrado, que incluye: las flechas iteoki; un insecto denominado marikukui, que lleva el maleficio al interior del organismo; un caracol k+r+pu, que es un "sexo femenino", y el extracto de un agave asociado con una planta denominada kieri. Los tres elementos en conjunto conforman la esencia de la mujer de los sueños, la T+kari Nawakame; encontrarlos significa haber extraído del cuerpo las flechas que no permitían que el paciente tuviera luz. Una vez hecho esto, el doliente se encontrará en el estado tukari, es decir, con luz. Los rituales de curación no se hacen en un solo momento, sino que pueden durar de cinco a diez años, dependiendo de la voluntad y disponibilidad del cantador y el paciente.

En conclusión, para el pensamiento huichol, el viaje (nana'iyari) —una serie de peregrinaciones o ritos en el espacio de sus centros ceremoniales— alude, en términos generales, a un renacimiento ritualizado que conlleva salir del estado t+kari y acceder al tukari, que es lo mismo que salir de la muerte para encontrar la vida. Este renacimiento curativo no es privativo ni de los ritos de peyote ni de la cultura huichola. Se trata de un principio estructurante que subyace en diversas culturas y a muchos rituales, posiblemente a todos aquellos que, al hacer hincapié sobre el simbolismo bifronte muerte/vida, postulan la transformación de los participantes hacia un nuevo estatus social, o incluso la transformación de la misma sociedad.

Vemos también que curarse es seguir el buen camino; es decir, significa la renuncia que se establece ante el yo y el otro y permite el estado de la cultura, tal como se la conoce, quedando el participante proyectado en el modelo de familia que incluye a los seres que saben, los antepasados, que son los mismos huicholes deificados, los familiares que iniciaron el gran viaje que llevó a los huicholes a estar donde están.

Por ello, el acto curativo, al igual que otros elementos rituales, no lo encontramos en la acción ritual de la misma forma entre los tarahumaras, pero sí está presente en el concepto del que es portador: la vehiculización de influencias divinas mediante el viaje, por lo que un trabajo comparativo entre estos grupos resulta pertinente.

Tres diferencias

El conjunto de conductas y conceptos que giran en torno al uso del peyote entre los tarahumaras y los huicholes muestra tres diferencias importantes:

1) Entre los huicholes, la relación con el peyote es un asunto que involucra a toda la comunidad y que, sólo secundariamente, puede aprovecharse para realizar curaciones individuales. En cambio, entre los tarahumaras, el peyote se utiliza para curar las enfermedades del alma, prevenirlas y, en ciertos casos, favorecer el desarrollo de ciertas habilidades personales; la más importante es sin duda, la iniciación chamánica.

2) Por otra parte, entre los tarahumaras, pese a ser considerado el más poderoso de los protectores, al peyote se le teme por su naturaleza caprichosa, lo que es diametralmente opuesto al sentir de los huicholes. Cuando se usa ritualmente en una curación, las normas de comportamiento son aun más estrictas, y esto marca nuevamente un contraste importante con el trato que le reservan los huicholes.

3) En contraste con las cuantiosas ingestas colectivas que los huicholes realizan en un clima de exaltación en el espacio comunitario, los tarahumaras llevan a cabo ceremonias más íntimas, en su espacio doméstico, en las que se puede participar sólo con invitación. La cantidad de cactáceas ingeridas en sus rituales es de uno a dos botones, entre diez y quince personas.

 

INTERCAMBIO, PREDACIÓN, ENFERMEDAD EN LA COSMOVISIÓN TARAHUMARA

En las páginas de El México desconocido, Lumholtz [1981:354] afirma que fue Tata Dios (Onorúame, El–que–es–Padre, en los rituales plenamente identificado con el Padre Sol), la gran divinidad creadora, el que dejó en la tierra cn a su hermano gemelo, el jíkuri, como gran remedio. Remedio y peligro, aliado y ser temido, son las dos características asociadas a este ser–planta.

Hablar del peyote como potencial generador de enfermedades no contradice su condición de aliado. De hecho, ninguno de los seres que habitan el cosmos rarámuri se caracteriza por la unicidad de sus cualidades, más bien la afirmación contraria debe ser considerada como operativa. Toda  alianza implica potenciales peligros y toda enemistad no excluye la posibilidad de establecer cierto tipo de alianzas. Incluso con el diablo, dueño de las riquezas y poderes inframundanos; así es posible llegar a ciertos pactos y obtener ciertos beneficios. Por tanto, es más por comodidad como se establecen propiedades aparentemente estables para unos u otros seres; sin embargo, estas oposiciones en el plano ético no se presentan como referentes fijos. Lo que sí existe son buenas o malas relaciones entre los seres humanos y entre éstos y otros seres (el peyote entre ellos), y son precisamente las malas relaciones las que conducen a la enfermedad. Abordemos con detenimiento esta última cuestión.

Tal como se consigna en la exégesis nativa, todos los cuerpos humanos se constituyen de componentes sólidos (carne y huesos), líquidos (sangre y otras excreciones) y etéreos (alma/almas).16 Esta última, el alma, o almas, cuyo crecimiento y vicisitudes están en el centro del discurso y de la práctica chamánica, es insuflada dentro del cuerpo por Onorúame en el momento de nacer y, de acuerdo con cierta exégesis nativa, circula(n) por los caminos internos del cuerpo (vasos sanguíneos) a través de la sangre. Sin embargo, es durante el ciclo de vida y en los procesos de intercambio socio–cósmicos cuando la unidad cuerpo–alma humana va adquiriendo, bajo el cuidado del chamán (owirúame) y entre las amenazas constantes de la brujería (preocupación constitutiva del ethos tarahumara), su plenitud como persona.

Al respecto, es importante aclarar que los humanos no son los únicos seres dotados de alma. En potencia, hay componentes anímicos en todas partes (animales, árboles, rocas, etc.), lo cual implica una tierra poblada por una infinidad (igualmente potencial) de seres, cuya existencia y agencialidad, en la mayor parte de los casos, no parece interferir en la vida de los tarahumaras.17 En efecto, no todo lo que está animado se constituye en sujeto de una relación (por lo general, onírica, que es cuando un alma aparece en forma humana) y, menos aún, de una relación ritualizada, como es el caso del peyote. Sin embargo, entre estos seres hay algunos a los que se atribuye un tipo de socialidad parecida a la de los seres humanos. Se trata de un tema complejo que no abordaremos en el poco espacio del cual disponemos. Sólo considérese, por el momento, que, a pesar de mostrarse a los comunes mortales (indígenas y no–indígenas) como una planta, en su forma anímica —únicamente percibida por los chamanes de cierta jerarquía— se presenta en forma de un ser dotado de vida comunitaria, con sus propias autoridades, sembradíos, fiestas, etc. Ahora bien, la principal diferencia entre el peyote y el humano está en el poder que se le atribuye para enfrentar a cualquier enemigo, o para desarrollar determinadas habilidades. Lo interesante es que, gracias a la intervención chamánica, parte de este poder se transfiere y es incorporado por los humanos (con fines protectores) a un pacto que consiste en intercambiar con este ser alimentos y otro tipo de cuidados.

En términos más amplios, la capacidad de activar y mantener buenas relaciones se sustenta en el conjunto de nociones y prácticas que Onorúame transmitió a los tarahumaras al comienzo de los tiempos y que les sigue transmitiendo en los tiempos actuales, a través de sus chamanes. Planteado en términos de relaciones sociales, la principal clave de este saber es el intercambio. Un tarahumara que tiene buenas relaciones es un tarahumara que "piensa y camina bien", expresión que, relacionada con la noción nativa de persona, se traduce en que es conocedor y practicante de las modalidades del intercambio entre los miembros de la comunidad y entre ellos y las deidades creadoras u otras más; por ejemplo, el peyote. Aquí, es importante enfatizar que, para un tarahumara, el pensamiento no es una cuestión de química cerebral; no es algo que se origina en la cabeza, sino algo que se transmite de Onorúame a los chamanes (durante sus desplazamientos oníricos) y de estos últimos (y los ancianos) al resto de la comunidad. De igual manera, la idea de camino no debe entenderse como una metáfora más sobre la ética de las relaciones sociales, algo común en muchas culturas, incluyendo la del antropólogo. En su sentido literal, la noción de camino es una puesta en práctica de estas relaciones, mediante los desplazamientos humanos en un territorio montañoso caracterizado por un patrón de asentamiento en rancherías, territorio donde pensar y caminar son evidencia de la socialidad misma; socialidad que pone énfasis en las reuniones festivas y laborales. Los correlativos cósmicos de este andar son el camino solar — tema sobre el cual regresaremos más de una vez a lo largo del texto—, el camino danzado y el camino de las almas humanas después de la muerte, aquel que conduce al riwigachi (al cielo, al piso de arriba, al lugar donde se vuelve a nacer, a caminar y danzar).

Dentro de esta cosmovisión, la noción de intercambio es coextensiva a la de circulación de fuerzas y sustancias vitales contenidas: las primeras, a manera de componentes anímicos presentes en la sangre de los animales sacrificados —mencionados en el mito como sustitutos de los humanos—; las segundas, a manera de alimentos; unas y otras ofrendadas y elevadas al cielo por los humanos a través de los caminos recorridos en el ritual.18

Lo anterior se relaciona de manera directa con el tema que aquí nos ocupa por las siguientes razones: las personas que participan de las redes de intercambio no deben temer a la enfermedad, puesto que sus vínculos con las deidades y con el resto de la sociedad se reflejan en el equilibrio de sus componentes anímico–corporales; aun así, nadie está realmente librado de los peligros de las interferencias del diablo —patrón de los chamanes mal intencionados (sukurúame), sembradores de pereza, envidia y discordia humana—, menos aún aquellos que no participan de alguna forma en este tipo de reciprocidad socio–cósmica; de acuerdo con la ética tarahumara del intercambio, son justamente estos últimos los más próximos a la enfermedad (como afectados o como causantes) y a la oscuridad inframundana.

En efecto, los seres que producen enfermedad operan sobre todo de noche, cuando el cielo "está volteado" y los seres del mundo ctónico dominan, idealmente, la superficie terrestre. La razón es evidente: la noche es el momento en que la gente sueña y las almas vagan afuera del cuerpo, exponiéndose a los peligros del mundo extrarradio. De acuerdo con esto, la enfermedad sobreviene cuando una de las tres o cuatro almas que habitan el cuerpo (junto con las componentes anímicas que fluyen a través de la sangre) se queda afuera del mismo por un tiempo prolongado, raptada y aprisionada por seres que obran en perjuicio de la gente, sea a manera de castigo o por la naturaleza tendencialmente maligna del raptor. En los casos más graves, la pérdida permanente del alma conduce a la muerte.

Entre los responsables de esta sustracción de almas se encuentran diferentes seres, todos ellos capaces de relacionarse con el diablo. Es justamente en esta esfera de relaciones donde el peyote actúa como aliado–protector. No obstante, la alianza con el peyote debe refrendarse mediante ciertos cuidados. Con regularidad, hay que brindarle comida, sahumarlo y mantenerlo alejado de fuentes de calor o de comportamientos que lo irritan. Incurrir en faltas tiene el efecto (altamente peligroso) de que el peyote capture el alma del ofensor y se la lleve a su morada en el desierto chihuahuense. No importa que el transgresor sea un niño, un adulto o un pariente muerto (lo cual implica, como en el caso huichol, heredar la falta y la deuda que de ella deriva). Tampoco importa que la ofensa sea intencional o involuntaria.

El efecto es el mismo: la pérdida gradual y repentina de fuerzas anímicas con consecuencias físico–emocionales.

Una parte fundamental del trabajo chamánico consiste justamente en descubrir (subjetivizar), a través de los sueños, quién es, entre los seres–peyotes, el responsable del rapto del alma y negociar con él la restitución de ésta.19 En el caso que nos ocupa, la recuperación de la entidad es parte fundamental de este trabajo.

Traducido en términos de código alimenticio, conviene aclarar que un cuerpo enfermo es un cuerpo cuyas entidades anímicas se han transformado potencialmente en alimento de otros seres. Aunque no hay pleno consenso al respecto, se dice que el peyote también puede comerse a las almas apresadas, a menos que no se le pague el alimento debido. Se trata de una lógica que opera de manera inversa a la lógica sacrificial, la cual, como sabemos [Bonfiglioli, 2008a], no sólo renueva, a través del ritual dancístico llamado Yúmari, una relación de mutua dependencia entre los Padres dadores de la vida —Onorúame y Eyerúame— y los Hijos endeudados, también a través de la "raspa" del peyote (jíkuri sepawáame) se renueva la relación de alianza con este tipo de ser.

La diferencia entre una lógica y otra adquiere así una connotación socio–cósmica: al operar de acuerdo con las leyes de intercambio, la lógica sacrificial renueva alianzas, mientras que la lógica predatoria es el producto de malas relaciones. No obstante, la sustracción de los componentes vitales puede subsanarse mediante el pago compensatorio de alimentos (canónicamente, el sacrificio de ganado vacuno).

El sipáame, intermediario y guía

El owirúame, palabra tarahumara que líneas arriba hemos traducido con el controvertido término de chamán, es un especialista a quien la comunidad le reconoce, en primera instancia, la capacidad de "saber soñar", es decir, de saber controlar e interpretar su acción en los sueños, dimensión ontológica en la que esa parte constitutiva del ser llamada arewaka (alma), libre de su armazón corporal y de las constricciones perceptivas ordinarias, está en condición de experimentar otro tipo de mirada y de relaciones con los seres que habitan el mundo (el cosmos). Es en esta dimensión donde plantas, animales, cristales, etcétera, muestran una interioridad anímica semejante a la de los humanos, y es aquí donde la humanidad es potencialmente percibida como una propiedad compartida con otros seres, y donde las dimensiones espacio–temporales se comprometen a una suerte de condensación–dilatación equiparable a la de los relatos míticos. Mas la gente común, a diferencia de los owirúame–chamanes, no tiene la capacidad de interpretar esta "otra realidad", ni de controlarla, por lo que necesita de la ayuda de los chamanes. No obstante, el tipo de habilidades desarrolladas por estos especialistas es variado y diferenciado: algunos sólo aprenden a sacar gusanos; otros, a tratar con bakánoa, y otros más, con el peyote.

Dentro de la jerarquía chamánica, los que ocupan el grado más alto son denominados sipáame, únicos entre los owirúame, dotados del conocimiento y poderes necesarios para negociar con los peyotes y conducir el rito a través del cual llevar a buen término la relación entre esta peculiar clase de seres y aquellos humanos que, por diferentes razones, se han involucrado en ella.

Con respecto a la forma en que los poderes les son conferidos por Onorúame, interesa recalcar la importancia del desplazamiento anímico —el camino chamánico— por los diferentes niveles del cosmos: el riwigachi (mundo celeste) o el rerégachi (mundo de abajo). A uno de estos dos niveles20 el alma del chamán debe aprender a llegar, en su proceso iniciático, para desempeñar su labor de caminante anímico, de negociador y recuperador de las almas perdidas o capturadas por otros seres. Más que un acto notorio, el caminar onírico del chamán es entonces un aprendizaje que, en el caso de los sipáame, debe completarse con un desplazamiento corporal a la morada del peyote, esto es, viajando tres veces a una localidad del desierto llamada Santapolio. Los motivos de los tres viajes son: conocer el camino al desierto; completar las enseñanzas recibidas de Onorúame con aquellas que le transmitirá el peyote, y recolectar una cantidad suficiente de plantas para llevar a la sierra y realizar los rituales de curación que sean necesarios. En estos viajes, el futuro sipáame funge como acompañante de un sipáame reconocido. Después de la recolecta, realizan una breve ceremonia, parecida, en algunos aspectos, a las que se llevan a cabo en la sierra. Y, una vez de regreso en la sierra, los sipáame organizarán una raspa, con el fin de ofrecer a la planta alimentos con los que sancionará el comienzo de una alianza. A partir de este momento, cada sipáame comenzará a caminar de rancho en rancho para cuidar de las personas que necesitan de su ayuda, de las cuales recibirá generosas cantidades de alimentos y pagos en dinero, a cambio de sus servicios.

Cuando una persona sospecha que el peyote es responsable de sus malestares físico–anímicos, visita a un sipáame de confianza. Su labor se enfocará, en esta primera etapa, a tratar con el peyote, mediante vía onírica, para obtener la liberación del alma del enfermo. Después de algunos meses, comenzará la serie de ritos curativos, conocidos como "raspa". Dado que las razones siempre tienen origen en una transgresión o un incumplimiento, cometido en primera persona por el afectado, o bien heredado de algún pariente cercano, el enfermo deberá reparar la deuda para recuperar el equilibrio psico–físico y renovar la alianza con este ser poderos.

Las raspas se realizan espaciadas en el tiempo —una al año, por lo general—, y la curación definitiva se obtiene después de tres participaciones —cuatro si se trata de una mujer— como invitado, en raspas organizadas y costeadas por otro enfermo. Para completar el ciclo, el enfermo debe participar en una raspa más —la cuarta, en el caso de los hombres, y la quinta, para las mujeres— esta vez en calidad de organizador. En esta última se le ofrece al peyote el alimento compensatorio antes mencionado, un animal vacuno o varias chivas, generalmente.

La raspa: reparación, viaje y renacimiento

La época del año en que se realiza la raspa va de noviembre hasta la Semana Santa, lo que para un tarahumara es el "tiempo de frío", cuya terminación es marcada en el calendario con una fecha muy precisa: el último viernes de cuaresma o Viernes de Dolores, que, idealmente, abre paso primero al "tiempo de calor" y luego, a las lluvias. Lo interesante de estos periodos climáticos para el tema que nos ocupa, es que corresponden al tiempo de floración del peyote (mayo y septiembre), según se dice, época en que estos seres, hembras y machos, paren a sus "crías" y cuidan a sus sembradíos, asuntos que les impide atender a las cuestiones de los seres humanos.

Toda raspa se lleva a cabo en las primeras horas de la noche, hasta el amanecer. La razón es que los desplazamientos anímicos sólo pueden realizarse de noche porque, libres de su armazón corporal, las almas caminan ligeras, cubriendo fácilmente largas distancias que separan la sierra del desierto. Mas la ligereza termina con los primeros rayos del día, porque es preciso que las almas regresen a habitar dentro de sus cuerpos. De acuerdo con las palabras ceremoniales es, en efecto, con la llegada del sol cuando los enfermos "despiertan" y retoman el camino, contentos por haber cumplido con su deuda. A pesar de que, para ese entonces, el rito ha terminado, no debemos olvidar que, visto desde el espacio–tiempo del rito (es decir, desde un punto de vista particular), el camino aludido no es concebido como un camino cualquiera, sino, canónicamente, como el "camino solar", que comienza justamente en el sector oriental del patio, lugar donde los enfermos terminan su acción ritual.

La forma circular del patio donde se realiza la raspa es análoga a la superficie terrestre —en palabras de algunos rarámuri, redonda como un tambor o una tortilla [González, 1984; Merrill, 1992 (1988]—. En este espacio, las ofrendas se disponen en el lado este, mientras que en el oeste se sientan el sipáame y los enfermos: los hombres a su izquierda y las mujeres a su derecha. Alineados sobre este eje este–oeste, se encuentran el jíkuri siríame ("peyote gobernador") y el fuego; el primero, en el centro de un hoyo escarbado enfrente del sipáame, y el segundo, en el centro del patio, bajo el cuidado especial de una persona encargada de mantenerlo encendido toda la noche.

El hoyo donde se encuentra el jíkuri siríame (como aliado del chamán) es cubierto por una jícara que sirve como caja de resonancia de los raspadores, bastones frotados por el chamán a lo largo de las sesiones dancísticas que los enfermos realizan durante la raspa. En otros escritos21 señalamos que el conjunto de bastones —uno con muescas y otro liso—: jícara, hoyo y peyote, debe considerarse una de las claves interpretativas de la labor del sipáame durante el rito. Aunque de forma sintética, retomaremos algunos argumentos presentados en esos escritos porque, en articulación con otros elementos de la parafernalia y con la misma acción ritual, permiten apreciar una analogía importante con el contexto mítico huichol. Con respecto al contexto tarahumara, contamos, en primer lugar, con un dato de Lumholtz [1981:358], que indica que uno de los dos bastones, llamado sipíraka, simboliza "el camino de Tata Dios" debido a sus líneas sesgadas diagonalmente en una parte del instrumento. A este dato se agregan otras consideraciones. Para conectar los distintos planos del cosmos, este camino es concebido a manera de escalera, objeto con el cual la sipíraka guarda una semejanza física relevante.22 Pero, vistas en clave cósmica, las montañas (o cadenas montañosas) también son concebidas como un tipo de camino–escalera que conecta el abajo con el arriba y el oeste con el este (y viceversa). En tanto representante de Tata Dios en la tierra, caminante y guía por excelencia, el chamán es quien más recorre estos caminos–escaleras, ya sea en los sueños de iniciación o de curación, en los viajes al desierto y en los desplazamientos que realiza en la sierra para atender a quienes requieren su ayuda. Debido a estas y otras características para el contexto raspa, proponemos interpretar la sipíraka como una escalera–camino cósmico que permite al alma del sipáame desplazarse por los planos del universo.23

La cuestión de la escalera cósmica está asociada, en el contexto huichol, a cuatro figuras míticas de gran importancia. En primer lugar, con el niño mítico que después de arrojarse al fuego sagrado asciende al cielo por un camino escalonado para convertirse en Sol, y deja atrás la oscuridad, la enfermedad y el frío. En segundo lugar, con la deidad Bisabuelo Cola de Venado, quien usa una escalera para realizar un viaje sobre el eje oeste–este para ir al país del peyote [Lumholtz, 1986:96]. En tercer lugar, con los venados Parítsika y Kauyumari [Lumholtz, 1986:283–284], el primero de los cuales, consignado por el mito como Hijo del Sol, baja por los cinco escalones que unen el cielo con la tierra, para entregar a los hombres el peyote, que les indicaría el camino de la vida, así como su propia carne, a manera de autosacrificio y caza ritual. Algunos mitos huicholes agregan que, para encontrar su camino, los antepasados son guiados por la emblemática figura de Tamatsi Kauyumari, venado de grandes astas, quien con sus flechas y su bastón de poder les indicó cómo encontrar el cactus vital, en las huellas del Parítsika.

Entre los tarahumaras no encontramos narraciones de este tipo; sin embargo, hay datos que permiten apreciar analogías importantes entre los venados míticos huicholes y el líder de la danza del peyote tarahumara. Una de las herramientas utilizadas por este último personaje a lo largo de las danzas actuales es una faja de piel de la que cuelgan laminillas de metal o casquillos de bala. Al respecto, es interesante notar que, en lugar de las laminillas y de los casquillos actuales, lo que colgaba de ese cinturón, hace más de un siglo, eran pezuñas de venado [Lumholtz, 1981:359]. La relación metonímica entre pezuñas y huellas es evidente. Unas y otras se presentan como una suerte de molde, no sólo del peyote entregado a los hombres por el venado Hijo del Sol, sino también del peyote suministrado a los enfermos por el líder de la danza tarahumara, quien, en tanto representante del chamán y portador de las pezuñas de venado, puede interpretarse como la transformación tarahumara del Parítsika huichol.

La analogía entre estas figuras no se circunscribe únicamente a la función de suministradores–dadores de peyote. En los sermones declamados por el chamán tarahumara en los momentos iniciales de la raspa, se plantea una igualdad de funciones entre su labor y la del Hijo de Dios (Jesusi), por ser este último el primer doctor y ancestro de los curanderos. De manera equivalente, los huicholes también plantean una analogía entre Paritsika y Cristo, por ser estas dos figuras los emisarios del Padre (Sol).

Cerremos este paréntesis analógico y retomemos de manera más directa la etnografía de la raspa. Terminados estos sermones iniciales, sigue la ingesta de unas cuantas cucharadas de peyote por parte de los participantes. Cabe aclarar que éstos no experimentan, dentro del rito, una alteración de los sentidos.24 Todo pasa a través del chamán. Es él quien tiene los poderes de ver y referir lo que sucede.

Mientras el sipáame comienza a raspar acompañando la acción con un canto sin palabras, los participantes comienzan a bailar en círculo, encabezados por el ayudante del chamán. Estamos en una fase en la que el fuego, en el centro del patio ceremonial, también hace de protagonista. Tratado como un ser sagrado que cuenta, únicamente en este rito, con el cuidado de un encargado que desempeña esta función por designación del mismo chamán, parece estar ahí para coadyuvar, con su luz y calor, a la labor de este último. En efecto, concentrado en su acción sonora, el chamán mira hacia la morada del peyote, dejando que su mirada atraviese la luz del fuego. Basándonos en una nueva analogía con el contexto huichol, no dejamos de apreciar, a pesar del silencio exegético al respecto, las potencialidades del fuego como generador de luz y visión chamánica: canto, mirada, fuego, luz y peyote, todo parece alinearse sobre el mismo eje semántico.

Entre una sesión de danza y otra, se suceden las declamaciones de las palabras ceremoniales, evidencias verbales del contenido de aquellas miradas, aquellos cantos, fisionomía de un escenario dilatado, dentro del cual el agenciamiento chamánico parece perder su linealidad temporal. Conforme avanza esta secuencia declamatoria, lo que se impone es la recursividad de los contenidos, que hace eco a la circularidad de las coreografías realizadas, efecto sapientemente incrementado por la velocidad de las declamaciones. Lo que más traducen las palabras, con retórica recursiva, es la circularidad del tiempo y de los desplazamientos espaciales. Aun así, es posible vislumbrar los tenues perfiles de una secuencia de acontecimientos.

En sus últimos sermones el sipáame advierte que los efectos de la negociación con el peyote están a punto de dar los resultados esperados.

Continúa la curación final con los raspadores.

Después de frotar los bastones raspadores toda la noche sobre la jícara que cubre el peyote, el sipáame los frota ahora sobre la bóveda craneal de los enfermos. Al terminar la curación, viene la despedida del peyote, la purificación–fortificación final de los componentes anímicos de los participantes con intensas bocanadas de incienso y la ingesta de otras medicinas líquidas. El viaje ha llegado a su conclusión. Unas últimas palabras ponen el acento sobre el nuevo estado anímico que debe prevalecer entre quienes han participado en la raspa, pese a la desvelada y al cansancio. Después de recoger la ofrenda, el peyote vuelve contento a su morada, mientras que lo ingerido por los enfermos queda dentro de sus cuerpos, protegiéndolos de la brujería. Ya es hora de que los participantes al rito "despierten" contentos, sobre todo el enfermo, que al organizar su última raspa y al ofrendar la carne saldó su deuda, terminando así el ciclo de curaciones. El hecho es evidenciado mediante un emblemático jicarazo de agua gélida arrojada en la cara de todos los participantes, entre risas y bromas de los demás.25 De esta manera termina el rito, y en los tres o cuatro días que siguen, todos deberán observar tres normas de conducta: comer sin sal, abstenerse de tener relaciones sexuales y mantenerse alejados de las fuentes de calor, normas que, de ser transgredidas, podrían comprometer los efectos de la curación.26

Amanecer por el camino del padre–sol

Para los huicholes, la enfermedad de las almas deriva de un descuido de las normas éticas del grupo, las que les fueron enseñadas por las deidades creadoras al comienzo de los tiempos. No atenerse a ellas implica exponerse a la brujería y, consecuentemente, a la enfermedad, contexto donde la relación con el peyote es importante, ya que permite —por medio de visiones— el acceso a la rectitud y el costumbre. Puede decirse que estos principios generales valen también para los tarahumaras, y una persona que se atiene a el costumbre está, en principio, menos expuesta a este tipo de enfermedades. Sin embargo, es importante evidenciar que en ningún momento los huicholes piensan que pueden cometerse infracciones en contra del peyote; en todo caso, la falta es indirecta así como las enfermedades que pueden derivar. Esto es justo lo contrario de lo que sucede con los tarahumaras, pueblo que está en constante preocupación por los efectos causados directamente por la brujería. Como ya comentamos, para protegerse de los hechiceros buscan una alianza con el peyote, el mejor de los remedios y de las medicinas preventivas. Pero el trato con este ser poderoso no está exento de peligros y, al desatenderse ciertas obligaciones, el apoyo puede revertirse en contra del protegido y desembocar en un rapto del alma. Para bien o para mal, la relación con el cacto exige —contrariamente a los huicholes— un trato directo, y es sólo en el fondo del escenario donde se vislumbran los valores genéricos de del costumbre. Esta diferencia tiene repercusiones tanto en el papel que desempeñan los curanderos como en los ritos de curación que llevan a cabo.

El curandero huichol obtiene su poder moral y curativo del peyote y del fuego, el primer taumaturgo. Del primero recibe el don de la visión (nierika); es decir, la habilidad de ver más allá de la realidad empírica de las cosas, ver las causas de la enfermedad y saber cómo expulsarla; descubrir a los responsables y actuar en su contra, y buscar el lugar del individuo afectado dentro del orden primigenio. Los poderes que le otorga el fuego son aquellos que le permiten vencer la oscuridad y el frío, peculiaridades asociadas a la enfermedad y a la muerte. Estos poderes también los encontramos reunidos en el sipáame tarahumara, dotado además de una "escalera" con la cual se desplaza por los planos del universo y se mantiene en contacto con Onorúame, su guía y protector. Pese a estas semejanzas, la manera en que los dos curanderos se dirigen al peyote es distinta. En los cantos del tunuwi'iyari huichol, el fuego funge como interlocutor directo y se dice, incluso, que uno y otro son la misma entidad. Los contenidos del canto remiten a un escenario cosmogónico del cual el peyote es uno de los actores; sin embargo, al estar dentro de su cuerpo (y en cantidad relevante) es quien permite que las demás deidades, y en particular el fuego, se manifiesten por medio del cantador. En los cantos del sipáame tarahumara y en particular en sus palabras ceremoniales, es el peyote quien funge como interlocutor, mientras que el fuego forma parte del escenario cósmico en el que actúan los participantes en el rito.

De todos los argumentos presentados a lo largo del texto, nos parece importante subrayar, a manera de conclusión, que tanto la obtención del poder chamánico como su expresión en las curaciones son entendidos, en ambos casos, y en consonancia con otras tradiciones amerindias (sobre todo de Norteamérica), como la puesta en práctica de dos nociones básicas: la de viaje–camino y la de sacrificio. Los tres viajes que realizan los sipáame al desierto y el conjunto de peregrinaciones que efectúan los tunuwi'iyari se fundamentan en un principio de sustracción–adicción; alejamiento–regreso. Mediante la abstinencia de ciertos alimentos, y en particular de la sal —en un fragmento mítico tarahumara, mencionada como origen de la enfermedad—, así como de las relaciones sexuales, el chamán se aleja de las imperfecciones en el espacio comunitario para hacer presente al mundo de las deidades compartiendo así sus poderes creativos. Contrariamente al caso tarahumara, en el caso huichol este tipo de viajes no son privativos de los chamanes sino —por lo menos idealmente— de toda la comunidad, la cual, al hacer el costumbre participa en la renovación del orden cósmico y se solidariza con el sol en su lucha permanente por salir de la oscuridad. La correlación entre el viaje que realizan los chamanes para obtener sus poderes y el viaje que tuvo que hacer el niño–sol para madurar en un astro iluminado (devenir en luz) y construir el universo es, en este sentido, paradigmática de la noción de salud huichol. Asimismo, el viaje que, guiados por el curandero, realizan los enfermos a los cuatro rumbos del universo —comenzando por el oeste y siguiendo al sur, al este, al norte— indica también una transición de la oscuridad, asociada a la enfermedad, hacia la luz, asociada a la curación. Esta relación entre el contexto cosmológico y el contexto curativo muestra una continuidad entre los principios que gobiernan el cosmos, y en particular la epopeya del astro diurno, y aquellos que rigen la salud del cuerpo.

En la raspa tarahumara de peyote, la noción de viaje presenta características distintas. Lo que los huicholes realizan durante años por los amplios espacios geográficos mencionados, el sipáame y los enfermos tarahumaras lo llevan a cabo en un círculo de pocos metros de diámetro y en una noche. Los desplazamientos son de las almas más que de los cuerpos, aunque éstos se mueven, claro está, a través de la danza. Gracias a los palos raspadores, el curandero recorre el "camino de Tata–Dios" en ambas direcciones: el cielo y la tierra, la tierra y el inframundo y viceversa. Al igual que Cristo es un intermediario entre los poderes de Onorúame y del peyote, es un taumaturgo y también viaja al desierto. Su analogía con el hijo de Dios–Onorúame no se expresa solamente mediante las palabras ceremoniales, sino también con los tres crucifijos que lleva colgados al cuello para marcar su jerarquía. Las referencias a la morada del cacto y a la comunicación que establece con él aluden a un desplazamiento anímico del sipáame a esos lugares, esta vez sobre el eje este–oeste. Por otra parte, hemos visto que la función que desempeña el líder de la danza tarahumara plantea analogías de este último con el Parítsika huichol, una suerte de Cristo indígena, por lo menos en una de sus manifestaciones [Gutiérrez, 2010a:220]. Al igual que este venado mítico, el líder de la danza indica a los demás danzantes, los enfermos, un camino. El recorrido dancístico comienza y termina en el este; no obstante, cada paso por los demás puntos cardinales es marcado con un giro sobre su propio eje. La preeminencia levógira de los giros y de las trayectorias circulares parece remitir, como en el caso huichol y en la iconografía de varios pueblos indígenas del noroeste de México y del suroeste de Estados Unidos, a un movimiento ascendente, el primigenio, que recorre el sol para nacer, y que también recorren los ancestros para subir a la supericie terrestre en semana santa. El análisis parece indicar que lo que propicia la vida, y en particular el renacimiento, termina en el este, en dirección levógira y al amanecer. En el centro el fuego, calor, luz, vida. La recuperación del alma implica que los enfermos se desplacen por el camino del sol y que renazcan bajo la acción transformadora del fuego.

Esto es lo que hacen los huicholes con sus peregrinaciones. Sus viajes es, terminan en Tea'akata, el centro, lugar donde se queman los objetos asociados a la enfermedad. En la mitología huichola se indica que el universo se hizo danzando alrededor del Abuelo Fuego. En las danzas que corren de manera paralela a la curación, las trayectorias circulares en sentido levógiro remiten, también en este caso, a un movimiento ascendente que, parco tiendo del tuki —el templo ubicado en el occidente del espacio ceremonial, e asociado con el mundo de abajo, el mar y la matriz primordial—, suben o los escalones que los conducen hacia los xirikite —los adoratorios ubicados al oriente del centro ceremonial, asociado con el mundo de arriba, con el Cerro del Amanecer, en Wirikuta, lugar del peyote— para luego terminar en el centro, punto donde se concentran las influencias de lo ígneo. De tal modo danzan al caer la noche hasta el amanecer, momento en que termina la curación.

Así, la curación se alcanza, en ambos casos, con la renovación del orden y del camino solar, que es también el orden de Tata–Dios o el Padre–Sol, el orden cósmico, la sanación, la luz. Esto es, en última instancia, lo que propicia la devolución del alma por parte del peyote, en el caso tarahumara, o bien, de la T+kari Nawakame en el huichol. En la experiencia dancística y ritual, la conexión que se establece con el tiempo mítico y el espacio cósmico opera como escenario para la curación y la iniciación: en el caso huichol, para curarse o iniciarse hay que dejar el "aquí" y el "ahora" y entrar libre de ataduras en ese tiempo–espacio mítico; en el caso tarahumara, en cambio, hay que producir una condensación de estas dimensiones espacio–temporales. En ambos casos, hay que dejar los peligros de la noche y del inframundo y viajar al lugar donde nace el sol y donde vive el peyote. Renacer como lo hace el sol y "despertar" siguiendo su camino; como él lo indicó desde el comienzo de los tiempos; tener, como lo afirman los huicholes, luz, tukari, salud.

 

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NOTAS

1 Dos aclaraciones, la primera: el orden autoral se estableció alfabéticamente. La segunda: este texto ha sido elaborado con el apoyo del Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica de la Universidad Nacional Autónoma de México (PAPIIT), proyecto IN402310.

2 Para los propósitos de este artículo sólo mencionamos el que nos parece más importante: People of the Peyote. Huichol Indian, History, Religion & Survival, editado por Schaefer y Furst en 1996 [véase en Schaefer, 1996].

3 Esto es particularmente cierto para el caso tarahumara ya que, si bien el peyote es conocido en toda la sierra, su uso ritual sólo está documentado en dos regiones pequeñas: aquélla apenas mencionada, cuyo conocimiento en la literatura antropológica está documentado desde principio del siglo XX; y otra, cuya identidad —ignorada por esta literatura—, por respeto a la intimidad ritual de los nativos, preferimos omitir.

4 Una tercera advertencia, tal vez la más importante a pesar de encontrarse a pie de página, es la siguiente: una primera versión del texto fue presentada y aceptada en 2003 para ser publicada en una enciclopedia temática española [Bonfiglioli, Carlo, y Arturo Gutiérrez, "Enfermedad y regeneración de la vida: el peyote en los rituales curativos de los huicholes y tarahumaras", Enciclopedia iberoamericana de religiones, Madrid, Editorial Trotta], pero, en diciembre de 2010 nos fue comunicado a todos los colaboradores que la publicación de la obra había sido suspendida por razones extra–académicas. Después de ocho años de haber escrito ese texto, nos vimos frente a una disyuntiva: re–escribirlo por completo, considerando las nuevas publicaciones a nuestra disposición y los nuevos datos recopilados por cada autor, o bien realizar las modificaciones más importantes. Nos inclinamos por esta segunda opción. No obstante, conviene señalar que, de las dos partes, la que ha sufrido mayores recortes y añadidos es la relativa a los tarahumaras. En cambio, las modificaciones de la parte relativa a los huicholes y la sustancia de las conclusiones ("Amanecer por el camino del Padre–Sol") han sido mínimas.

5 Especialistas a los que también se los denomina tunuwame, "cantador del centro" [Perrin, 1992; Rossi, 1997].

6 A la luz de nuevas etnografías, nos parece que debe revalorarse el término "alma", pues, conceptualmente, el alma huichol es un elemento inmaterial que tiene que ver con el aliento. Este aliento, no obstante, puede materializarse gracias a los efectos del hikuri. En el espacio ritual y después de consumir el peyote, el cuerpo de los participantes se transforma en puro aliento, como sus antepasados. Así, se vuelven de una materia particular ajena a los comunes mortales. Para este artículo, utilizaremos "alma" bajo esta advertencia.

7 Vale la pena aclarar que, en una línea de sucesión, el contagio se hereda de una generación a otra. Así, si un padre contagia a la familia, ésta debe pagar con ciertos rituales para saldar la deuda con las deidades.

8 Esta deidad es de las más polivalentes en el panteón huichol. Su nombre completo es Takutsi Nakawe; el primer término remite a la parte positiva de la diosa, mientras que el segundo, a la oscura y maliciosa, relacionada con la muerte, las inundaciones y los seres inframundanos. El poder de los hechiceros es provisto por ella a través de una planta psicotrópica, a la cual los huicholes temen y respetan, denominada kieri [Aedo, 2001:33–36].

9 Existe una equivalencia que no trabajaremos en este espacio, entre sueños y espacio ritual y mítico. Tanto el espacio onírico como el ceremonial se consideran como pares. Así, el sueño como el espacio ritual son los lugares de interacción con las deidades.

10 Niere es el singular de nierika. Cada jicarero que se inicia en las peregrinaciones y en el costumbre, tiene que cargar un espejo redondo colgado al cuello al cual también denominan nierika. Mediante él. pueden mirar el rostro de los antepasados, comunicarse con ellos, estar con ellos.

11 Esto es particularmente cierto a propósito de una reunión que tuvieron las autoridades de las tres comunidades huicholas. Entre ellos existen desde siempre problemas de linderos que han podido palear mediante la "unión de jicareros", que tienen el deber de "ser un solo corazón".

11 Existen muchos mitos que aluden a la creación solar; todos mencionan que en los primeros tiempos el sol era un niño enfermo o cojo; otras veces aparece con granos, y otros más, ciego o tarado. No obstante, todos los mitos coinciden en que se le avienta al fuego para que lo transforme en sol.

13 Estos rituales se llevan a cabo también en los adoratorios familiares xirikite. No obstante, los pacientes prefieren hacer las curaciones en los tukipa.

14 Estos edificios son diferentes a los adoratorios familiares, aunque se denominen igual. En las comunidades huicholas del este, existen en los tukipa hasta 21 edificios xirikite, mientras que en las comunidades occidentales son apenas dos. Lo importante es que, en todas las comunidades, los xirikite ubicados frente al tuki, pertenecen al Padre Sol [Gutiérrez 2010a:147].

15 Por el espacio disponible en este artículo, no es posible señalar la distribución de cada peregrino dentro del tuki, ya que son alrededor de 36 los cargos. Para conocer más sobre el tema, remitimos a la obra de Gutiérrez [2010a].

16 Con respecto a la cuestión del alma, la referencia clásica de la etnología tarahumara es ciertamente el texto clásico de Merrill, 1992 [1988]. No obstante, en los últimos años el tema ha sido abordado de manera importante (en términos de cuerpo–persona, rituales mortuorios y chamanismo) por Martínez [2008, 2010 y 2011]; Fujigaki [2009] y Bonfiglioli [2005, 2006a, 2006b, 2008a, 2008b]. Gran parte de los contenidos de este apartado son el resultado de un intenso diálogo entre estos tres últimos autores.

17 Se trata de un campo de la ontología tarahumara difícil de estudiar porque sólo ocasionalmente aparece en los discursos de sus especialistas, mientras que es ignorado, casi por completo (justamente por su carácter potencial), por el resto de la población.

18 Nos referimos, una vez más, al recorrido del camino solar, cuya dinámica ha sido descrita con detenimiento por Bonfiglioli [2008a].

19 En otros casos, como el de los gusanos–cristales denominados sukí, no se trata de rapto sino de intrusión de agentes anímicos en el cuerpo de uno; pero aquí no tocaremos este tema.

20 Si bien predominan las versiones de que es arriba, en el riwigachi, donde ellos obtienen estos poderes de Onorúame, también hay chamanes que afirman lo contrario, diciendo que es abajo, con Eyerúame, donde hay que caminar para aprender.

21 Véase particularmente, Bonfiglioli [2011].

22 Nos referimos a aquellas escaleras hechas de tronco de pino labrado cuyos peldaños parecen muescas.

23 La propuesta ha sido corroborada de diferentes maneras en las entrevistas ya mencionadas.

24 De hecho, dadas las cantidades mínimas ingeridas, sería sorpresivo que sucediera lo contrario.

25 Al respecto, cabe señalar que los huicholes también terminan sus ceremonias de peyote lavándose la cara; no obstante, en este caso es para quitarse las insignias del cacto, la pintura facial, y no para despertarse. Después de recibir el "jicarazo", los tarahumaras también se lavan, pero no es para quitarse insignias sino para descontagiarse y marcar su reintegración al grupo en una nueva condición.

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