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Cuicuilco

versão impressa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.18 no.50 México Jan./Abr. 2011

 

Miscelánea

 

Antropología y tecnología social. Mitos, saberes y realidades en torno a la mina en Real del Monte, Hidalgo

 

José Luis Anta*, David Lagunas**

 

* Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación Universidad de Jaén, España.

** Departamento de Antropología Social Universidad de Sevilla, España.

 

Resumen

En este texto se presenta una lectura particular acerca del complejo de la minería. Tomando como ejemplo el caso de Real del Monte, y desde una perspectiva que va de lo local a lo global, se plantea la minería como un ejercicio de tecnología social que ha generado tanto represión como miseria y saqueo material. Subyacente a la mina aparecen varios planos semánticos, algunos complementarios entre sí, otros contrapuestos, que se analizan a lo largo del texto.

Palabras clave: minería, tecnología, explotación, mito, cultura.

 

Abstract:

This text presents a particular reading about the mining complex. Taking the example of Real del Monte, from a perspective that goes from local to global, mining arises as an exercise in social technology that has generated so much misery and repression as looting material. Underlying the mine are several semantic levels, some complementary to each others and opposing it that are discussed throughout the text.

Keywords: mining, technology, exploitation, myth, culture.

 

INTRODUCCIÓN

Plantear como objeto de reflexión antropológica la minería en Real del Monte, Hidalgo, abre nuevos horizontes para conectar un hecho local con una realidad global. Del naufragio de esta cultura minera apenas nos quedan los restos, fragmentos de la historia oral, dispersos como un rompecabezas. Es casi una obviedad señalar que cuando un estilo de vida o una cultura del trabajo se extingue, automáticamente diversos campos del saber se dan a la tarea de reconstruir ese mundo desaparecido. Periodistas, historiadores, antropólogos, sociólogos, educadores, filósofos, novelistas, aficionados, voceros, cronistas, ex mineros, y un número cada vez más creciente de personas de diversa índole, luchan por apropiarse de una parte sustancial del patrimonio y el capital simbólico —a lo Bourdieu (1991)— de las minas. Apenas asistimos al inicio de este proceso de reconstrucción de la cultura minera en Hidalgo, con resultados tan dispares como sorprendentes. ¿Cómo reconstruir un mundo que ya no existe? ¿Cómo evitar caer en el discurso de la pérdida —a lo Clifford (1995)— y en la nostalgia del pasado? ¿Cómo plantear un estilo de cultura en términos de reinvención y no de extinción? ¿De qué manera podemos huir del tópico: "los mineros vivían así [...]"?

Esta premisa ha influido decisivamente en la metodología empleada para el análisis sobre un grupo de ex mineros de Real del Monte. De entrada, el acceso a la información lo condicionó la imposibilidad de una observación de los mineros en su espacio de trabajo natural, la mina, ya extinta. Por tanto, el análisis se convierte en una tentativa de reflexión sobre la minería pero sin mineros; de hecho, está ausente la descripción del sujeto en su contexto de trabajo, y se apoya sobre la memoria social y la lucha del presente por las prestaciones sociales y los apoyos económicos, así como las reivindicaciones políticas y culturales. Por tanto, las entrevistas en profundidad realizadas, historias de vida, observación participante (en las casas y también el mercado, el sindicato o la manifestación en la calle) representan un medio para asentar, ampliar y cuestionar una problemática global vinculada con el tema que nos ocupa.

Decir que la historia del estado de Hidalgo está atravesada por sus minas es más acertado que intentar comprenderlo sólo desde uno de los ítems, ya sea la minería o la historia. Evidentemente que las minas son importantes, pero con seguridad lo que explica la historia de Hidalgo es su gente, sus procesos y sus estructuras. Algunos de estos elementos se relacionan con las minas, obviamente, pero lo que explica a éstas es de un corte histórico diferente —por mundializado— que aquel otro que, a su vez, explica al estado de Hidalgo —por local, a lo más nacional—. Hidalgo constituye un territorio amplio, variado, a veces contradictorio y sin duda muy peculiar que, además, tiene minas. Así, si aludimos a todo esto es para determinar cuál es el punto de encuentro entre las minas, la historia de Hidalgo y nuestra particular manera de ver/entender/explicar la realidad. Porque si las minas se explican en el recorrido que va de lo global a lo particular, ya que todas las minas son iguales (en cuanto que unidades industriales extractivas de carácter formal), se hacen diferentes en su experiencia local, en su forma de ser vividas. La historia de Hidalgo, por su parte, se ha de entender desde lo local a lo global. Y en este medio, o, mejor dicho, mediando, está la gente, la de Hidalgo, de los cuales algunos están relacionados con la mina.

De forma concomitante, las relaciones entre lo global-local, pero también entre lo local-local, lo translocal y lo trasnacional, han posibilitado una serie de transformaciones en la organización de la sociedad hidalguense, así como la economía ha acelerado el cambio cultural. En este sentido, cabe destacar la creciente tematización del territorio hidalguense al servicio de una economía de servicios, de lo cual Real del Monte es un exponente inmejorable puesto que la historia, la gastronomía o el paisaje mineros son ya productos de las intersecciones culturales y de la mercantilización y circulación transnacional de la cultura.

 

UN JUEGO DE MIRADAS

Teniendo en cuenta este contexto más amplio, evitaremos la tentación de ver a la gente por debajo del territorio y sí explicar a una gente que vive plenamente sobre un territorio: no es la cartografía de Hidalgo lo que nos atrae, sino el mapa vital de su gente. El territorio sólo ha tenido vetas de mineral, la gente es la que ha padecido, trabajado y construido la mina. En efecto, la ruptura de los discursos totalizadores del capitalismo industrial y postindustrial en los últimos 30 años ha posibilitado al antropólogo social capturar mejor la especificidad, la arbitrariedad, la localidad y la heterogeneidad de la experiencia social, y al mismo tiempo poner de relieve las relaciones capitalistas en el mundo global. Que todas las minas se parezcan, que tengan tantos elementos en común, incluso que la vida minera y todo lo que la rodea sea tan parecido no es por una aparente universalidad cultural de la mina, es, más bien, por la desarrolladísima ambición occidental por ciertos metales, materias y productos. Es, sobre todo, por el modelo occidental de desarrollo, de colonización occidental. La minas de Real del Monte se mueven bajo este patrón, todas las fases históricas por las que han pasado, desde el siglo XVI, han supeditado a la mina y, por extensión, a su gente, a los intereses ajenos. La capacidad de generar historia ha sido realmente pequeña y, lo que es más dramático, la forma en que se ha llegado a crear toda una vida en torno a la mina estaba siempre en función de elementos que no eran ni consultados, ni establecidos desde las bases sociales de Real del Monte. La riqueza e intensidad de la vida minera es, consecuentemente, un juego de miradas desde un Occidente capitalizado que fabrica artificialmente una existencia que ya sólo puede ser vivida de esa forma, con ese contenido. La mina concentra de tal manera el espectro de lo social que las personas que en ella trabajan sólo terminan por saber ser mineros. Pero el minero es la parte blanda del sistema, es tan reproducible como prescindible, y las muchas innovaciones técnicas que desde hace siglos se secundan hace al minero más dependiente de la mina y de su particular forma de vivirla.

La dureza del trabajo en la mina le hace exclamar a Dolores Juliano que la minería constituye un trabajo más duro que la prostitución pero, a diferencia de ésta, "no existe un prejuicio social" por ejercerla. En efecto, el trabajo en la mina, libre del prejuicio, plantea una serie de reflexiones en torno a la explotación del minero, pero también abre las posibilidades de explorar las subjetividades, cómo los mineros responden con el machismo, sus discursos y sus prácticas. June Nash [1993] planteaba en una de sus obras más destacadas sobre los mineros en Bolivia que éstos poseían un alto sentido de dependencia respecto a las minas, pero a la vez un alto sentido de su explotación, tanto en la conciencia de la pérdida de su salud por enfermedades de larga duración como por los reducidos salarios por su trabajo. La conciencia de los mineros bolivianos no está demasiado alejada de los ex mineros de Real del Monte, quienes expresan algo similar: por un lado, el sentido de dependencia de las minas ("la mina fue mi vida" es una de las frases más repetidas por los ex mineros realmontenses) y por otro, el lamento por el control y la conformidad creadas por los empresarios que ejercieron el poder. En este sentido, en todos sus años de duro trabajo los médicos difícilmente reconocían como "enfermedad del trabajo" la silicosis y la insuficiencia pulmonar, con el fin de evitar el costo de las indemnizaciones a la empresa y el Seguro Social. En las tablas de contratación no se reconoce la silicosis, se dice tuberculosis u otra cosa. Toda enfermedad pulmonar se niega ocultándola. Por ello, si se quiere hacer una historia médica debe hacerse una historia de represión.

Y, por decirlo desde ya, las minas tienen, en cuanto formas del capitalismo mundializado, unos ciclos que hacen rentables su explotación mientras den beneficios, luego sólo queda el patrimonio, las altas chimeneas, los edificios desmantelados de las oficinas y, sobre todo, la añoranza de una vida febril, de la vida minera, del tiempo en que todo funcionaba. Y, claro, también los viejos mineros que sólo sabían ser mineros. Al estudiarse históricamente se observa cómo la economía realmontense se articula con características regionales, dentro de un funcionamiento típico del sistema capitalista. En Real del Monte aparecen dos formas, grosso modo, de capitalismo: 1. Un capitalismo rígido, el de la gran compañía, la Real del Monte, más vinculada al Estado, 2. Un capitalismo práctico, con los sitios de trabajo más dispersos, y el Estado más desviado del capital, con poco poder de regulación. Este capitalismo práctico lo representan los contratistas, los que contratan a mineros en los terreros y las cooperativas, personas que forman parte de la comunidad y que deben hacer equilibrios: ser flexibles con los suyos, pensando en ellos, y estrictos ante el empresario para que haga negocios con él. Los contratistas, dado que tienen mucha relación con el pueblo en el ámbito familiar y de vecindad, contratan para trabajar a los que trabajan bien y no se quejan, estableciendo una relación de lealtad de la cual se beneficia la empresa. Este tipo de modelos de interacción y cultura del trabajo, que ligan a unos y a otros horizontal y verticalmente, constituye una intrincada red de relaciones interpersonales y de patronazgo, atravesando los niveles de estatus. Éstos y otros elementos poco explorados son un claro contraste al modelo de comunidad sistémica, la folk society de Redfield o el "pueblo corporado" de Wolf. Este modelo, basado en pequeños pueblos mexicanos, se define por la unidad moral del pueblo como un todo, en detrimento de los lazos de clase, y considera la solidaridad social un elemento básico. Sin embargo, resultan difícilmente traspasables a otros pueblos más grandes, obviando los conflictos [v. cierta crítica en Gilmore, 1980].

 

SEMÁNTICA DE LA MINA

La mina tiene varios planos semánticos, algunos complementarios entre sí, otros contrapuestos. Éstos se desarrollan, fundamentalmente, en cuatro discursos diferentes: primero, la mina como elemento donde el hombre penetra, horadando, la tierra, y que da lugar a una simbiosis entre el hombre y la naturaleza. Es evidente que se trata de la generación de un discurso muy común, por tópico, pero muy local —adaptado a los ambientes propios—, que tiende a una cierta poética, con un tono nostálgico y romántico que es patente en múltiples leyendas, pequeños cuentos y saberes comunes. Segundo, la mina como industria, donde se establece un discurso desde la eficacia, la racionalidad, la explotación, pero también como negación y desesperación ante lo ajeno. Tercero, la mina como frontera entre la vida y la muerte, con su crueldad, su desesperación vital ante lo inevitable —muchas veces evitable— y la impotencia. Y, cuarto y último, la mina como creadora de un estilo de vida donde sobresale la flexibilidad, la solidaridad, el compañerismo y, sobre todo, la autonomía personal y la masculinidad exagerada y exaltada. En cierta medida, todos estos elementos se establecen en un nexo que cristaliza en un discurso transversal, que se relaciona con la mina como lugar de trabajo. Se establece una comunitas formal en torno a lo que la mina es desde sus múltiples puntos de vista, aludiendo a uno u otro discurso según sea el interlocutor, los intereses o la posición de poder que se ocupa.

No olvidemos que se trata de un trabajo en el subsuelo, con cuadrillas y equipos, en el cual no es determinante la competencia sino la dependencia hacia una "inclinación natural" por el grupo, en favor de la solidaridad. En los túneles se llevan a cabo los rituales de los mineros defendiéndose de la alienación: jugar cartas, desayunar juntos, tomar pulque. El minero no trabaja más de la cuenta, no explota más unidades de trabajo, sino que cumple con una medida ordenada por el ingeniero: "10 metros excavados para hoy". Medida, que no siempre se alcanza por diversas circunstancias (la dureza de la roca, el estado de la maquinaria y las herramientas, los diversos turnos, etc.). Por ello el minero se arriesga poco, pues trabaja conjuntamente, y se recrea en las relaciones sociales. La cultura de los mineros, su edificio, es tanto económico como social, puesto que crean continuamente relaciones sociales. Es difícil encontrar a alguien al interior y al exterior de la mina. La individualización es una marginalidad voluntaria. Los mineros poseen una base empírica que se combina con los hechos convencionales y variables de mercado. Crean riqueza pero también crean sociedad, manteniendo a la sociedad (es interesante reseñar que Martínez [2003], desde la etnografía, y el trabajo ya clásico de Ross [2001], critican seriamente este punto de vista). Esta fuerte solidaridad de grupo es algo que puede observarse en otros planos como la movilización política actual de los ex mineros en defensa de pensiones dignas, en la cual se realizan constantes donaciones y préstamos de dinero a los más necesitados, así como intercambios de comida y bebida. Y en efecto, es en el momento presente cuando estas experiencias compartidas contribuyen a crear una "memoria colectiva" para la acción política, como parte de esta dimensión del trabajo en común, del estar unidos.

La mina ocupa un lugar en las formas del colonialismo, ya sea interno o externo,1 y en consecuencia tiende a ser vivida de manera radical, y aunque tiene muchas formas, sólo se establece desde un único contenido. Crea, en los que la viven, una cierta desesperanza, ya sea porque los devora poco a poco, ya sea porque se administra en función de unos intereses ajenos que sólo piensan en la maximización de la ganancia y la reducción del coste de ejecución. El minero vivirá siempre en frente de la empresa y ésta, a su vez, a pesar de sus accionistas. Explotar la tierra a través de la explotación de los trabajadores en un mundo de explotaciones empresariales. La tecnificación de la mina, una constante histórica que resuelve la minimización de los gastos de explotación, termina por ser tecnología social. En Real se ha vivido esto de manera dramática. Históricamente, porque la incorporación, en forma consecutiva, del calentamiento de la veta, las barrenas, la amalgama, los talleres propios y, ya más recientemente, la incorporación de la electrificación, mecanización e informatización no son sino elementos formales que quedan en un segundo plano ante la creación de una tecnología social encaminada a proveer al minero de una dimensionalidad única. El minero, de manera individual en las diferentes escalas por las que pasa en su vida laboral, y de manera social, con los conflictos, las huelgas y la creación de sindicatos, ha ido, poco a poco, conformando la verdadera dimensión de la mina y, a su vez, de su ser minero.

La mina es, así, una enorme red de tecnología social: cuando observamos cómo el minero intenta escapar de alguna manera a su posición, ya sea dentro del tajo, ya sea en su vida fuera de la mina, termina por caer una y otra vez en sus redes. Y, como si se tratara de una telaraña, cuanto más trata de zafarse más atrapado queda. Y como en toda tecnología, todo el cambio recae sobre lo social, dando lugar a que la historia de las minas es, sobre todo, la historia de sus conflictos. No importa que la plata que se extraiga sirva a tal o cual interés, en la mina sólo existe la vida minera, en el Real todo está en función de la vida que alimenta la mina y ésta se hace a jirones, sobre la piel del minero, que lucha, primero, por sueldos justos que nunca llegan y, segundo, por condiciones laborales que sólo son parte de una maquinaria con la que la empresa espera sacar mayor beneficio. No es sólo una mirada de marxismo blando lo que aquí proponemos, sino poner de relieve que entre los ex mineros realmontenses existe la autopercepción de pertenencia a un grupo y del despojo al cual ha sido sometido a lo largo de la historia. Paralelo al saqueo del subsuelo, existe un saqueo a los derechos laborales más elementales del trabajador. Thompson [1989] planteaba en La formación de la clase obrera inglesa que debía existir una conciencia moral de que "se es obrero". No servía medir el tipo de clase social por la percepción económica sino que era fundamental la existencia de una conciencia de clase, dicho coloquialmente, "de que te están tomando el pelo", de que se aprovechan de tu trabajo. Thompson rechaza la preeminencia de las categorías conceptuales, de los términos abstractos y grandilocuentes del marxismo. A éste le sustrae toda la parafernalia metafísica para invocar una perspectiva más humana. Es esta perspectiva la que permite entender por otra vía el proceso de formación de clase entre los mineros en México [Cárdenas, 2001], el cual siempre estuvo condicionado por la peculiar debilidad de los sindicatos, la rígida política de la empresa, el propio aislamiento de los mineros respecto a los intelectuales mexicanos, y las necesidades de los mineros para no perder lo poco que tenían, a riesgo de caer en una mayor indigencia y pobreza.

En suma, sobre todo se trata de entender que la vida en el Real ha sido la creencia firme de que la mina es todo y que, consecuentemente, la única posibilidad es establecer nexos discursivos con ella. En unos casos estos han sido simples elementos folclóricos, como las múltiples leyendas, en otros como parte de la vida en sus cantinas y las conquistas sindicales, de seguridad y salario que reforzaban el todo minero de Real del Monte. Incluso, en la actualidad, cuando se quiere vivir del turismo, el reclamo es la vida minera más material y superficial, obviamente no podía ser de otra manera, la tecnología social avanza de manera que recrea al visitante en un único discurso. Por todo ello contar la historia de la mina es contar la parte tecnológica: el lugar donde el minero es la parte práctica y asumida de la ingeniería.

 

CULTURA MINERA Y DISCURSO

La mina, que termina por centralizar a todo el pueblo de Real, también supone un plus especial frente a otras actividades tradicionales, que toman una importancia secundaria, cuando no subsidiaria, a la propia mina. Desde la agricultura (con una extensión de casi 15000 hectáreas) a la ganadería (con una media para el siglo XX de más de 15000 cabezas de ovino y por encima de las 3500 para el porcino y el bovino), o los diversos comercios y lugares para el esparcimiento (bares, restaurantes, salas de juego y apuestas e instalaciones deportivas), todos viven en "función de". Este vivir en función de es el gran eje que supone la mina, al punto de que no sólo son éstas las actividades supeditadas a ella, sino que otras de carácter mucho más estructural también lo hacen, en función del significado y la explicación de la muerte, el ocio o el sistema alimentario, que están en relación con la centralidad discursiva de la mina. Nada se le escapa, retornando a su red una y otra vez, para devolverlo a lo social significado para y por la mina. Se crea, así, una suerte de cultura minera, que no es tal, sino simplemente un discurso que ejercita la centralidad de vivir en la creencia de que la mina lo es todo, y tal vez lo único. De ahí, luego, las paradojas vitales y sociales que inundan los enclaves mineros como el Real, donde los viejos mineros se ven como parte de la tierra en la que trabajaron, confundiendo el trabajar para una empresa y el sentirse parte de un algo, la mina, que está por encima de todo. Es como si tomar conciencia de la vida minera fuera también una toma de posición [Nash, 1985], dando al lugar que se ocupa un significado especial, cargado de una fuerza superior todo lo relacionado con la mina. Y, desde el sindicato, a la más de las pueriles supersticiones se entendiera como un elemento concienciador del ser parte de la mina.

Una lectura atenta del libro de José Luis García [1996] permite encontrar sugerentes e interesantes ideas. Sin duda. Pero las diferencias entre la cuenca minera asturiana y esta de Hidalgo son notables, no sólo porque en este último sitio las empresas no practican de manera directa el paternalismo empresarial, sino porque la práctica minera fue una actividad que lo empapó todo en lugares como Real del Monte, era el elemento único, dominante y generalizado, del que sólo se podía escapar en la medida en que se tomaba la decisión de irse del propio pueblo y dedicarse a otra actividad laboral. Por otro lado, sí podemos observar algunos de los elementos característicos a la actividad minera en general, el paternalismo incluido, como son los hospitales, las medidas de seguridad, por lo menos sobre el papel, o la búsqueda de unas relaciones entre mineros y empresa lo más fluida posible. En Real del Monte, tras el conocido como periodo Inglés, porque una compañía de esta nacionalidad tenía la licencia de explotación, se observa con mucha claridad todo este proceso, entre los años 1863 y 1899, el obvio desaliento por el aparente fracaso de la compañía extranjera implicó un periodo de bonanza gracias a dos factores paralelos, uno, la enorme tecnificación de las minas, con la incorporación de maquinaria de perforación, la dinamita y, más tarde, la electricidad y, segundo, el descenso de los salarios y la contratación de personal [Ortega, 1997:20-23]. Probablemente, 1928 es un año clave en la historia minera pues representa el inicio de la recuperación de la economía mexicana en relación con las industrias extractivas (minería, petróleo), además del sector agrícola y el textil. El "pacto social" se estableció con el artículo 123 de la Constitución mediante la revalorización del concepto de trabajo y seguridad social, lo cual pretendía un equilibrio en el reparto de la riqueza. Este periodo de bonanza perfiló, sin embargo, dos cosas bien diferentes, por un lado, que el minero era la parte más blanda del sistema y, segundo, que nos encontramos en el momento en que se crea la imagen estereotipada del minero de Real, sumándose la imagen que habían dejado los ingleses (en las casas, algunas comidas, el cementerio y algunos vehículos de época), que a diferencia de otros sitios aquí llegaron desde la zona de Cornwall (Inglaterra)2 no sólo directivos, sino muchos artesanos y oficiales que con sus familias se quedaron en la zona y siguieron trabajando para las empresas mexicanas. Esta conformación de ciertos elementos tópicos, que también han aprovechado las empresas turísticas, se conforma en esa doble dualidad de toda tecnología, por un lado, crea un lugar común para ciertas ideas muy globales y, por otro, olvida la dureza, inseguridad y falta de condiciones de la vida en la mina; confundiendo, una vez más, la vida minera con trabajar en la mina.

La mina, desde una posición esquizoide [Bateson, 1991], es para el minero un elemento que se entiende como femenino, pero donde los valores tornan sus componentes de manera permanente y donde el único que parece mantenerse inequívoco es el propio minero. Lo seco y lo húmedo se ven plásticamente reestructurados según el momento y el lugar, como si se tratara de equívocos preestablecidos. No se trata de plantear oposiciones estructuralistas, sino de resaltar cómo los mineros poseen una relación de continuidad con el medio. A pesar que se ayudan de la tecnología, los mineros reciben información de la mina, reaccionan con el cuerpo. Están atentos a su cuerpo y a la mina. El minero vive la mina por señales que le dará su cuerpo (variación subjetivada) o por la mina (objetivada). Al interior de la mina, el minero es educado para familiarizarse con el medio, lo cual también corre parejo con su ascenso en puestos de mayor responsabilidad. La paciencia, el cálculo, la tranquilidad, la calma y los entrenamientos de supervivencia resultan en un habitus adquirido, producto de su etnoconocimiento.

En la idea de minero hay mucho de passage, de lugar de tránsito, y el establecimiento de ese cronotopo que es la mina tiene lugar según el grado de iniciación, según el rumor, según quién sea el que lo viva. El arriba y el abajo, lo húmedo y lo seco, o el cielo y la tierra, tienen formas y valores que sólo se entienden desde la profundidad de la galería, dejando traslucir que sólo hay voces que se escuchan en el interior de la mina durante el trabajo. Esta cultura de lo profundo tiene que ser, a la fuerza, esquizoide —y paranoide, por masculinizada—. Más todavía cuando el proceso racional se relaciona con un lenguaje tan poco universal, como propio y afectivo —para el minero la mina es su mina, su tajo es su vida y sus herramientas, parte de él. Escuchar a un minero contar el proceso de abertura de una galería tiene una mezcla de racional y, a su vez, de enormes especulaciones. Todo el discurso parece estructurado en la técnica, en los pilares, en la barrena, en la dinamita, en los pozos y en los apuntalamientos, que se reestructuran para entender el cielo y la tierra (donde todo es tierra), húmedo y seco (donde todo es agua) y seguridad y control (donde todo es destrucción y caos). Claro que es un mundo autoconstruido, es febril hasta en su simbolización, pero sirve tanto para proteger la vida del minero, cuanto más para reforzar la idea de que el trabajo tiene que salir adelante, dando lugar a ese enorme orgullo de que las carretillas salgan rebosantes de material. Pero también es verdad que la mina es otro mundo.

Cuando vemos el pueblo del mineral sólo podemos apreciar su historia más reciente, incluso ni el presente está, sino en su forma más occidentalizada y patrimonializada sobre lo que el visitante foráneo está dispuesto a creerse. Es una suerte de estratos superpuestos donde todo está construido sobre las ruinas de lo anterior. La historia es en el Real la consecuencia del último presente. La historia, su historia, es, en conclusión, un enorme mito, complejo, que toma ciertas formas y las recrea en imágenes: desde las más evidentes como las chimeneas o los tejados de aluminio ondulado pintados de rojo, hasta las complejas y estructuradas como la muerte y el sufrimiento de los mineros. Es el polvo, las caras negruzcas de los mineros, lo físicamente sucio, la grasa, lo que conforma toda una estética, una metáfora del capitalismo. Pero también, en positivo, la literaria naturalidad de los mineros, su espíritu indomable y todo el romanticismo que le rodea.

Aquí podríamos añadir un quinto discurso respecto a los ya mencionados, del cual no haremos sino pequeñas referencias. Este discurso se establece cuando la mina, ya abandonada su actividad, toma un nuevo sentido —valor de uso— como parte del patrimonio, deviniendo, generalmente, en ejercicios para el turismo. La mina es entendida así de manera positiva y atiende a sus aspectos más formales, materiales y nostálgicos. En los últimos años, después de la conversión de Real del Monte en un espacio para el goce y deleite del turista, la retórica estatal y federal respecto a la preservación histórica del municipio ha enmascarado o higienizado la diferencia y la desigualdad, borrando los efectos de décadas de explotación y otras formas de opresión sobre los mineros. Éstos han tomado la voz frente a los discursos y prácticas hegemónicas que presentan un Real del Monte "auténtico", "tradicional", como si el tiempo se hubiera detenido, de forma que cada vez más se acrecienta la disyunción entre las iniciativas locales para interpretar y preservar la historia cultural y los poderes políticos y económicos. En este sentido, los antropólogos se encuentran cada vez más con que las culturas que estudian ya están textualizadas (v. Knight, 1997:144), es decir, los interlocutores ya han leído a los antropólogos y han leído a otros (sociólogos, filósofos, pedagogos) que reflexionan acerca de ellos, y son ellos los que responden a las preguntas con: "si quiere saber algo sobre este aspecto de nuestra cultura lea a fulano o a zutano". Es más, los interlocutores también escriben y son capaces de crear significado no sólo cuando dialogan y reflexionan con el antropólogo. Ex mineros de Real del Monte, como don Lorenzo, escriben cuentos, leyendas, memorias o diarios, al igual que otros en el resto de México [v. Murillo Carrión, 2003, sobre mineros de Portovelo; Bustamante, 1997]. Por ello, las comunidades con las que se enfrenta el antropólogo son crecientemente autorreflexivas.

En el caso que nos ocupa, la pregunta es ¿qué ocurre cuando las historias sancionadas y legitimadas por el Estado son transformadas cuando se articulan en las experiencias cotidianas? Existe una tensión no resuelta entre la historia como concepto y mecanismo de producción y legitimación ideológica frente a aquellos, los ex mineros, que recuerdan y actúan en las sombras, es su historia silenciada. Es interesante apreciar cómo se generan estas tensiones entre la memoria oficial y la memoria social. La apertura al público del Museo y la mina de Acosta fue una acción trascendente que no hubiera sido posible sin la participación de dos ex mineros, don Lorenzo Vargas y Manuel García Castillo, empeñados en rescatar el patrimonio y evitar la venta al mejor postor de las maquinarias oxidadas. Esto demuestra que la formación y la preservación de los espacios mineros puede llevarse a cabo tanto desde arriba como desde abajo —y en realidad toda la globalización y los espacios trasnacionales funcionan así—, y, por otro lado, que la verticalidad del poder es algo que debe conquistarse y no se encuentra adscrita de antemano. En efecto, allí donde el control estatal es débil, los actores pueden disputar el control de los espacios. La última etapa de esta competencia por el espacio es la ocupación del edificio del sindicato de mineros, así como el control sobre las rentas de los antiguos locales de almacenes, convertidos hoy en comercios de souvenirs para el turista.

La reciente inauguración del antiguo hospital para la visita del turista contrasta con las celebraciones, cada diciembre, del aniversario del accidente de 1965 en la mina Purísima, en el cual 21 mineros perecieron aplastados. Esta última conmemoración representa un trabajo cultural de primer orden en la reproducción de la memoria y la conciencia histórica de eventos violentos y dolorosos. Se trata de una herencia que entristece y aflige. Esta conmemoración va más allá del espacio físico de la mina y se integra en la memoria colectiva. En oposición a ello, el turista por su parte asume su propio rol en la producción dispersa de la memoria. La memoria que adquiere cuando visita la mina Acosta o el antiguo hospital es diferente de la memoria de los ex mineros. La narrativa, lo visual y lo material —los artefactos y souvenirs, la documentación (fotografías, mapas)— que el turista consume le permite imaginar un cierto espacio y el tiempo de la cultura minera, conectando la memoria oficial y pública con la memoria local, individual. Pero para los ex mineros existe otra articulación del tiempo y el espacio. Los ex mineros, como sujetos de la historia, recuerdan y como sujetos que recuerdan relatan su experiencia. Ese proceso cuestiona los modos hegemónicos de producción cultural y representaba una contestación a un pasado supuestamente idílico y glorioso. Esta contestación, de naturaleza cambiante, refleja el entrecruzamiento de la agencia, la ideología y las identidades reificadas en la memoria local. Sin duda, parte de los elementos de la historia oficial son incorporados en la propia cosmovisión de los ex mineros. Pero lo trascendente resulta el proceso de hacer visible lo invisible por medio de protestas en la calle y la toma de edificios, poniendo en escena lo que habitualmente estaba oculto: miseria, enfermedad, injusticia, discriminación, explotación, violencia, desprecio, y a la vez, expresar la dignidad, el orgullo, el pundonor. Real del Monte es el contexto donde los actores y sus discursos son representados y focalizados a través de la historia, la estética y la política.

 

EL MITO DE LA MINA

La mina al reconvertirse cristaliza en algo más, en un mito de mitos, ya que cristaliza la política, la sociedad y la economía a un nivel individual, pero también regional, incluso nacional. Todo ello hace que la mina no pueda ser sólo un mito más, sino que dentro de Real del Monte es el mito que marca la diferencia entre lo que se puede y no vivir. La idea y la mitogénesis de la nación, tan reciente, pero vivida como de siempre, ha visto en las minas, como las que aquí encontramos, parte de ese enorme recorrido que significa aunar sangre y tierra. La mina, así, da valor al concepto de patria; y en México sus minas han sido parte constitutiva de la nación. Porque el mito nacional se hace plástico y formal en el mito de la mina, lo que le permite tener un significado, antaño quizás economicista y ahora patrimonial. Pero lo mismo se puede decir de los otros grandes mitos conceptuales del mundo contemporáneo: el progreso, la ambición, el trabajo, lo colectivo, la solidaridad o el individualismo.

En efecto, el mito de la mina se hace fuerte y permite su plasticidad (gracias a su enorme indefinición que le hace moldeable y adaptativo), amalgamándose con otros conceptos, que, en última instancia, no son sino parte de un discurso de un orden superior: el del poder. Y no tanto porque sea una estructura de poder, como centro laboral y como ejercicio de extracción es, sobre todo, un espacio de y para el control, porque confiere poder. Esta mina como cualquier otra mina recrea el estatus del poder. Pero incluso tiene, como mito, la posibilidad del poder-querer, se hace poderosa sobre sí misma: por eso la mina es para la gente del Real un lugar que hace ricos y pobres, que quita la vida y la guarda, es de unos o de otros. En realidad, desde una perspectiva formal, la mina es una estructura de poder y, sobre todo, del poder. Tiene dispositivos de educación, disciplina y vigilancia. Ha sido el principio, la continuidad y el fin de grandes y complejos aparatos empresariales. Ha recreado sindicatos, huelgas y revueltas. Las minas están asociadas a seguros, medicinas y mutuas. Han dado lugar a formas de ocio y a su particular cultura del trabajo. Todo ello es verdad, incluso se puede afirmar que la mecánica social ha sido más cruda, poderosa y controladora que la tecnología que se emplea en sacar el mineral. Pero la mina no es un mito sólo por todo esto, sino porque en ella reside de forma permanente la imagen del poder.

Los mecanismos sociales no son, en definitiva, de la mina, puede que hayan nacido en torno a ella o a raíz de ella, pero son sólo eso, sociales. Por el contrario, la mina lo que permite es ver su mito, los significados en estado primigenio: la ambición, el sufrimiento, la muerte y el pasar de la vida. Así, la mina, en determinadas cosas que mantienen una cierta lógica, la masculinidad por ejemplo, no hace de los mineros más masculinos que a otros grupos, es que la mina y su entorno les refuerza los significados que mantienen en el ámbito social. Por lo tanto, el poder de la mina consiste, por ser el mito de mitos, en un hecho profundamente sustantivizador confiriendo forma a lo que de otra manera sólo sería una verbalización: la mina hace mineros, no sólo trabajadores de la industria de la extracción de la plata. Por eso el acento se pone, en general, en dejar claro quién es y quién no es minero: aquel que está investido de una serie de rasgos que provienen de viajar de forma sistemática a las entrañas de la tierra, luchar cara a cara con ella y tener la suerte de haber sobrevivido. Igualmente, la mina como mito de mitos es sobre todo un hecho social, no se trata de un elemento que entra en las lógicas de abstracto y lo místico (aquello que no tiene más explicación que la de ser experimentado), aunque sea presentado así por los promotores turísticos, aunando en el mismo paquete pasado y presente, es un mito que recrea y sustantiviza lo social y, subsidiariamente, lo político y lo económico. En este sentido, toda la historia del Real pasa a ser un mito. Y no sólo porque la mina es altamente repetitiva y ritual, sino porque los elementos básicos que la componen son significativos como mito, no como historia. Lo social queda, así, enmarcado en el conglomerado mito-historia.

Para el observador ingenuo, lo que queda es la imagen de los turistas en la plaza de la iglesia de Real del Monte, tomándose fotografías vestidos como mineros frente a un escenario de cartón-piedra. Detrás del escenario aparece el viejo edificio destartalado del sindicato de mineros, donde hasta hace poco colgaba una manta que decía "Hay vacantes". Asistimos, siguiendo a Jameson [2001:39], al triunfo de la lógica del simulacro, cuyo efecto es "una sociedad despojada de toda historicidad, una sociedad cuyo supuesto pasado es poco más que un conjunto de espectáculos cubiertos de polvo [...] el pasado como referente se va poniendo paulatinamente entre paréntesis y termina borrándose del todo, dejándonos tan sólo textos". Los autobuses de paseo turístico, las tiendas de artesanías, los restaurantes, los nombres de algunas calles, los monumentos que embellecen algunas plazas, hacen gala de una estética minera. La mina Acosta y La Rica, así como el antiguo Hospital de Real del Monte son de las pocas edificaciones e infraestructuras mineras que se abrieron al turismo, algunas acompañadas del correspondiente museo donde se observan algunos objetos reunidos, los cuales reflejan esa "mentalidad de anticuario" [Prat, 1994], nostálgica y estética, en lugar de convertirse en instrumento educativo sobre un tejido social complejo, que raramente se incluyó en la historia oficial. Éste es el Real del Monte ilusorio y ficticio, donde las ideas anticipadas por Debord [2002:40] cobran su sentido: "en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso".

 

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NOTAS

1 El colonialismo fue la forma que tomó el contacto del sistema de pensamiento dominante en las sociedades capitalistas con las culturas exóticas o con las tradiciones culturales de sus propios países. La base de esta actuación fue la premisa de que la homogeneización cultural era requisito indispensable para cualquier proyecto de dominio y control. En este caso, se emplea en un sentido más amplio, como el control, en el espacio y en el tiempo, que ejercen tanto el Estado como el mercado sobre los recursos mineros.

2 En el siglo XIX llegaron a la región inmigrantes ingleses de Cornwall, quienes trajeron las primeras máquinas de vapor, el futbol y el plato típico, los pastes.

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