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Cuicuilco

versão impressa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.17 no.49 México Jul./Dez. 2010

 

Dossier

 

¿Se debe criminalizar el consumo de drogas ilegales?

 

Nelson E. Alvarez Licona

 

Instituto Politécnico Nacional

 

Resumen:

La política prohibicionista del consumo de las llamadas drogas ilegales, entre las que encontramos la mariguana, es consecuencia de la lucha por el control del mercado del opio que se da entre las grandes metrópolis europeas a mediados del siglo XIX en Asia. La participación de Estados Unidos a principios del siglo XX, impulsada por las ideas puritanas, origina la política de lucha contra las drogas. Es en este contexto que el consumo de las drogas llamadas ilegales se criminaliza y su práctica se ve juzgada desde una visión biologista en la que se justifica el prohibicionismo, que es criterio para entender y atender el consumo de este tipo de sustancias.

Palabras clave: Drogas, prohibicionismo, justicia, mariguana.

 

Abstract:

The prohibitive policy of the consumption of the named illegal drugs, between which we found the marijuana, is a consequence of the fight by the control of the market of the opium that occurs between the great European metropolises in the middle of century XIX in Asia. The participation of the United States at the beginning of century XX, impelled by the pure ideas, implements the policy of fight against drugs. It is in this context that the consumption of drugs named illegal is criminalized and his practices are judged from a biologic vision in which the prohibition is justified, that is criterion to understand and to take care of the consumption of this type of substances.

Keywords: Fight against drugs, prohibition, justice, marijuana.

 

Introducción

Mario es un joven de aproximadamente 25 años que estuvo recluido por delitos contra la salud en la Colonia Penal Federal Islas Marías; fue sorprendido con un paquete (vela, tubo) de mariguana. Esto no sería extraordinario si no fuera porque encaneció en el transcurso de ocho meses. Se dice que hay personas que encanecen en poco tiempo debido a condiciones de gran estrés y Mario encaneció por el temor, por el terror que se vive en este lugar. Las cárceles, prisiones, reclusorios, colonias penales, centros de readaptación social o penitencierías tienen como característica que las personas paguen con penas (castigos impuestos) el delito cometido. En la mayoría de los casos, la pena está dada por la inhibición y la frustración, de modo que las agresiones y la violencia son comunes en estos espacios. Las cárceles son lugares en los que se inhibe al interno, ya que éste se encuentra privado de su libertad, de las posibilidades que tiene de realizarse como persona estando en libertad, y aunque esto no sea exacto, es cierto que en la libertad se tienen muchas más posibilidades de ser, sin frustración. "La expresión inhibición>frustración>agresión no abarca todos los casos de violencia, no es válida para todo, pero sí nos explica un buen número de los actos y fenómenos de violencia interpersonal o intergrupal" [Genovés, 1991:155]. Las cárceles son lugares de violencia, donde, como en pequeño pueblo, todo se sabe, en que hay que cuidarse de todos y de todo. La violencia en estos lugares se debe también al espacio reducido en las habitaciones, lo cual genera conflictos producidos por la incomodidad y debido a la lucha por los recursos, que en estas condiciones son muy escasos; así, la distancia entre las personas determina en gran parte el comportamiento, de manera que la relación del hombre con el tiempo y el espacio varía según la situación en la que éstos sean percibidos. Meses, años compartiendo el mismo espacio, conflictos a flor de piel en los lugares de aislamiento, escenas de terror se viven en estos lugares donde la violencia es cotidiana. Fueron estas condiciones las que llevaron a Mario a encanecer en un periodo de ocho meses, como consecuencia de haber sido sorprendido con un paquete de mariguana, producto de la política prohibicionista que encuentra su lógica en el marco de la lucha contra las drogas.

Mario es uno más de los muchos que injustamente viven en un régimen en el que la penalización del consumo es un hecho que va más allá de lo establecido en la legislación. Lo que habría que preguntarse es: ¿debió ser penalizado Mario por ser sorprendido con un paquete de mariguana? ¿Cómo se aplica la categoría de justicia en el caso de Mario? ¿El consumo de drogas ilegales en sí mismo es un acto criminal?

 

Planteamiento del problema

Plantear la despenalización del consumo de drogas ilegales y la criminalización del consumo de éstas, en particular de cannabis, es partir de un planteamiento erróneo, ya que se tendría que proponer la modificación de la legislación y modificar a su vez lo criterios de criminalización que juzgan el consumo de este tipo de sustancias, demostrando que existirán ventajas a partir de la despenalización y la no criminalización del consumo de cannabis, lo que prácticamente sería imposible; ¿cómo poder anticipar que los consumidores de drogas ilegales y la sociedad en general recibirían un beneficio si la legislación que castiga el consumo se modificara o los criterios de valorización que lo juzgan cambiaran?

El consumo de cannabis realmente es una práctica que implica relaciones problemáticas. ¿Se estructura como relación problemática en la vida del sujeto?, ¿existe como problema el consumo de cannabis en todos los casos de usuarios? Las modalidades del consumo dependen de los contextos y así el consumo se penaliza de acuerdo con los sujetos consumidores que se estructuran como grupos, donde el consumo forma parte de habitus [Bordieu, 1991] donde la permisibilidad, las facilidades y las libertades no sólo posibilitan, sino que incentivan el consumo.

Partir del planteamiento ¿debe despenalizarse el consumo de drogas? es abordar el problema de modo incorrecto, ya que los defensores de las políticas prohibicionistas del consumo no tendrían que argumentar nada a favor de la criminalización del consumo de estas sustancias, pues sólo les bastaría refutar una reflexión difícil, que no se puede demostrar como efecto anticipado, pues no se podrían adelantar las consecuencias de un supuesto beneficio, resultado de la modificación de la legislación que prohíbe el consumo de drogas [Douglas, 2003].

El problema debe plantearse de la siguiente manera, propone Douglas [2003:22], ¿se debe criminalizar el consumo de drogas ilegales? Esta pregunta se puede plantear de distintas formas: ¿es correcta la penalización del consumo de drogas ilegales?, ¿el consumo de drogas ilegales debe estar contemplado dentro del derecho penal?, ¿el consumo de drogas es un acto criminal? La pregunta así planteada lleva a la siguiente conclusión: si no existen elementos suficientes para penalizar el consumo, entonces la política de drogas debe ser replanteada, de modo que las legislaciones que criminalizan el consumo se deben modificar para despenalizarlo, como sucede en la práctica respecto al consumo de cannabis, aunque la legislación no lo penalice. En todo caso hay que regularizar el consumo de cannabis, considerando también la atención médica a los sujetos consumidores que tienen problemas de salud a partir del consumo de este tipo de sustancias.

Establecido así el cuestionamiento, tenemos que preguntarnos: ¿cuál es la premisa de la política que castiga a los consumidores de drogas ilegales? Se argumenta en torno a la intención de proteger la salud del sujeto consumidor, pero si esta fuera la razón por la que se penaliza el consumo, entonces debieran ser incluidos otros productos dañinos a la salud y cuyo consumo no se criminaliza. Desde esta perspectiva, debiera incluirse dentro de los productos de consumo prohibidos el tabaco, el alcohol, los refrescos embotellados, también los alimentos ricos en grasas saturadas; si así sucediera, ¿la salud de la población estaría garantizada con esta política prohibicionista?; y no sólo eso, desde esta lógica se podría uno preguntar ¿se crearían mercados negros con este tipo de productos?

Se requiere que partamos de cuestionarnos si la política prohibicionista actual sobre el consumo de drogas ilegales, y en particular el consumo de cannabis, tiene como motivación la protección a la salud o responde a la imposición–acuerdos dictados por la política estadounidense en el marco de la lucha contra las drogas. Si hacemos un repaso de cómo se ha ido construyendo la relación sujeto–sustancia, como problemática, habría que buscar en las explicaciones biologistas el prohibicionismo moderno respecto al uso de algunos fármacos, característico del siglo XX. Este prohibicionismo se centra en los medicamentos que se utilizan para el control del dolor y el delirio, los llamados hipnóticos. La configuración del uso de drogas como problema se vio influida por la llamada Guerra del Opio del siglo XIX y el prohibicionismo en Estados Unidos que se da en el siglo XX.

 

La lucha contra las drogas1

A principios del siglo XIX, el consumo del estaba muy extendido en Europa. Este producto era traído de China y comprado con plata que provenía principalmente de América. Con la independencia de las colonias americanas, la plata dejó de llegar a Europa y fue sustituida por el opio, que había sido introducido por los holandeses a Indonesia durante el siglo XVIII, mientras los ingleses controlaban la producción de opio en Bengala. Así, el opio se introducía de contrabando a China y era pagado con plata, que a su vez servía para comprar el que se enviaba a Europa. En China, la dinastía Manchú impuso una política de represión, tanto a los introductores de opio como a los consumidores. Esto tuvo su reacción en Europa y en una alianza anglo–francesa mediante las dos guerras llamadas del opio [1839–1842 y 1856–1860]: impusieron a China el libre comercio del opio, convirtiendo a este país en un mercado de cien millones de consumidores, quienes se volvieron los proveedores de la tercera parte de las rentas del imperio británico. Esta situación se verá relacionada con los acontecimientos que se dan en Estados Unidos a principios del siglo XX, con la propagación de las ideas puritanas que se imponen dentro del gobierno federal y que se expresan en cuanto al consumo de estimulantes como "la lucha contra las drogas".

En 1898, con la derrota de los españoles en Filipinas, los Estados Unidos entran a controlar el mercado del opio, que había estado bajo el control español mediante una política de control del Estado, regulando las cantidades fijas de compraventa y regulando también el consumo mediante los llamados "fumaderos de opio". La política estadounidense, impulsada por las corrientes moralistas e higienistas, impone en el Congreso el dictamen de un comité formado por el obispo Brent (impulsor de las políticas puritanas), quien, apoyado por el gobernador W. H. Taft (quien después sería presidente de Estados Unidos), instaura un sistema de criminalización del uso del opio. La política prohibicionista se muestra en Estados Unidos con la "Ley Harrison", que se promulga en el Congreso el 17 de diciembre de 1914, en el que el consumo de opiáceos y de cocaína se somete a controles que sólo permiten su uso por prescripción de facultativos. Cinco años después se introduce la Decimoctava Enmienda a la Constitución, llamada Ley Volstes, mejor conocida como "Ley Seca", donde la prohibición se extendía al alcohol: la fabricación y venta se castigaba con prisión de seis meses y la reincidencia, con cinco años. En 1937 se incluirá a la mariguana como sustancia bajo control penal [González, 2000:190].

La lucha contra el opio se concreta en la Conferencia de Shangai en 1909, donde se propuso dentro de las nueve recomendaciones que los gobiernos tomasen medidas graduales para la supresión del opio fumado y que las naciones no exportaran opio a las naciones cuyas leyes prohibieran la importación. En la Conferencia de La Haya, en 1912, se propuso un convenio en que se establecía la necesidad de instrumentar un control mediante pruebas científicas en la preparación y distribución de opio, morfina, heroína, cocaína; salvo las que resultaran de necesidades médicas y científicas. Después de otros dos intentos, con resultados limitados, los de 1925 del Convenio Internacional contra el opio y el de 1931 en Ginebra, no será hasta después de la Segunda Guerra Mundial y con la creación de las Naciones Unidas que se crea un mecanismo para que se apliquen las resoluciones para el control del comercio de estupefacientes a escala universal que obliga a los países firmantes, y que da lugar a tres convenciones: 1ª. La Convención Única de Estupefacientes de Nueva York de 1961, donde se establecen listas en las que se especifica las sustancias que deben ser objeto de persecución penal, limitando al uso médico y científico la producción, el comercio y la posesión de los estupefacientes, quedando sometidos al control estatal, así como el otorgamiento de licencias para el cultivo de adormidera, coca y cannabis; también se establecen las medidas represivas al tipificar como delito con penas de prisión el cultivo, producción, distribución, compra, venta, importación y exportación de cualquier estupefaciente; incluso se establece castigo para quienes intenten participar en las conductas ilícitas antes citadas. 2a. El Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de Viena en 1971. En este convenio se someten a control las sustancias no incluidas en el Convenio de 1961, que serán las anfetaminas, los barbitúricos y los alucinógenos, bajo las condiciones que ya habían sido establecidas en el convenio de Nueva York de 1961. 3a. La Convención Contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas de Viena en 1988, donde se ocupan de la persecución y represión perfeccionando este propósito; en este convenio se combina el castigo y el tratamiento dirigido a los consumidores, añadiendo ahora precursores químicos precisos para la elaboración de sustancias y los equipos y materiales destinados al cultivo, fabricación y tráfico de estupefacientes; en este convenio se incluye también como conducta punible el cultivo, la adquisición y la posesión para el consumo personal, así como tentativas de comisión de los actos y encubrimiento; además, conductas agravadas, como el uso de armas, violencia, utilización de menores o la difusión del uso de estas sustancias; y aunque las penas que se proponen deben ser proporcionales al delito, la suspensión del fallo o la remisión de la condena no deben hacer que se pierda el carácter intimidatorio que se consigue con el castigo, por lo que la suspensión de ejecuciones o la libertad condicional deben otorgarse con un carácter muy limitado; además se fomenta la figura del delator y del arrepentido, buscando la testificación contra otros; así como la entrega vigilada para identificar personas involucradas [González, 2000].

La construcción de la nación americana, fincada en el genocidio hacia las comunidades indígenas que ya habitaban esos territorios, promueve mediante "la lucha contra las drogas" el modelo de vida anglosajón y protestante con el que justificaban la eliminación de cualquier otro tipo de modelo que no fuera el modo de vida americano.

Las drogas resultaron un buen chivo expiatorio para no enfrentarse a las verdaderas causas de todos los tipos de conflictos con los que se tropezaba la construcción de la gran nación, y se le atribuyó la causa de los grandes males, los cuales se identificaban con diversas minorías étnicas que el modelo no contemplaba: el alcohol de los irlandeses parranderos, el opio de los chinos intrigantes, la coca de los enloquecidos negros del sur, la mariguana de los mexicanos indolentes [Romaní, 1999:47].

En el fondo se trataba de la visión racista y del control social, imponiéndose el prohibicionismo moderno mediante el "modelo penal". El control de la venta de drogas, si bien no prohíbe el consumo, sí lo regula llevando una regulación rigurosa sobre la venta en farmacias y la expedición de recetas médicas que lo avalan. Esto lo único que logra es que los consumidores se vean lanzados a la compra de las sustancias en el mercado negro. La medida trae como consecuencia el consumo de productos no controlados, lo que repercute en la salud de los consumidores y en la violencia que se desencadena entre los proveedores, así como la corrupción que se dio entre los encargados de vigilar el cumplimiento de las medidas prohibicionistas; lo que trajo como resultado que en diez años la ley contra el consumo del alcohol fuera prohibida, no así con las otras sustancias, particularmente las derivadas del opio. Esto dio lugar al surgimiento de la llamada industria del crimen, que se mantiene e incrementa hasta la fecha, y que llega incluso a controlar Estados nacionales.

Este modelo penal se articula con el modelo de tipo médico, que le va a dar la justificación al legitimar científicamente el modelo criminalizador de control penal. Ya en los años treinta encontramos a estos dirigentes puritanos, ligados a los grupos de policías encargados del control del alcohol y a representantes del sistema médico oficial mediante la Asociación Médica Americana. De esta forma, y a manera de cruzada, se trató de imponer a todas las poblaciones su salvación, prohibiendo cualquier uso no terapéutico de este tipo de sustancias. Así, la idea de progreso y modernidad, basadas en las concepciones positivistas en las que el desarrollo de la ciencia y su aplicación en la tecnología tendrían que deparar un presente y un futuro feliz, van sustituyendo al modelo puramente prohibicionista, para enmascararlo con la ciencia, que resulta una aplicación cientificista de las interpretaciones sanitaristas de base científica, donde no existen propuestas críticas en que se ventilen rupturas epistemológicas, imperando los criterios de ciencia que están aplicados sin cuestionamiento. Así, la modernidad llega justificando el mismo planteamiento del siglo XIX, que será la prohibición al consumo de drogas, sólo que ahora apoyada en un discurso científico, que se finca en lo que será su verdad: razón–fuerza que va a imponer la prohibición al consumo de drogas con base en el discurso médico, que vuelve patológicas las prácticas que en otro tiempo estaban prohibidas con base en un cuestionamiento de orden moral, que como se ve no se ha ido, sólo que ahora se oculta en la arrogancia del discurso científico–médico.

Así, el consumo de drogas se convirtió en problemático, pero antes del siglo XIX esto no era así; se ha ido construyendo el carácter problemático del consumo, debido a intereses económicos de control de mercados. Es en este contexto que surge la política de lucha contra las drogas, que ha sido impuesta por Estados Unidos, obedeciendo a intereses no confesados, pero a la vista, en los que justifica la intervención armada a países productores de sustancias que su misma población demanda y en los que tiene intereses económicos y estratégico–militares, nuevamente por el control de las materias primas y de los mercados. Sin desconocer el flagelo del narcotráfico, con toda la violencia que desencadena y las repercusiones en la salud de las poblaciones, lo que hace al problema del consumo de drogas ilegales un asunto de interés de los Estados nacionales. Sin embargo, sería inocente, si no culpable, no reconocer que los intereses, particularmente estadounidenses, principales impulsores de la política de lucha contra las drogas, no descansan solamente en el interés por la salud de su población.

Otro argumento en torno a la prohibición del consumo de drogas ilegales sería que éste se encuentra asociado a conductas criminales. Lo que no implica que el consumo sea en sí mismo un acto criminal. Hay personas que no consumen drogas y cometen delitos, como hay personas que las consumen y los cometen; lo que habría que preguntarse es si el consumo debe estar tipificado como un delito o es un acto criminal. ¡Que se castigue el delito, pero no así el consumo! Es verdad que cuando el consumo de este tipo de sustancias está asociado a algunas actividades que ponen en riesgo a otros, este tipo de consumo debe ser prohibido. La criminalización se apoya en la siguiente estrategia en el marco de la lucha contra las drogas: la criminalización del consumo debe traer como consecuencia la disminución de la demanda y, por lo tanto, incidir en la disminución de la producción y venta de estupefacientes, de modo que las ganancias de la industria del narcotráfico se vean mermadas. Sin embargo, esto no ha sido así, pues no sólo no ha disminuido la demanda, sino que la oferta está desarrollando nuevas estrategias, como la de abrir mercados ofreciendo droga a precios muy bajos.

Para Husak [2003], la pregunta correctamente planteada sería: ¿se debe criminalizar el consumo de drogas? Así planteado el problema, nos lleva a pedir una justiicación en el orden de la justicia, a quienes mantienen este tipo de políticas y prácticas. Partamos, primeramente, de reconocer que las legislaciones y la justicia no son necesariamente coincidentes. Cuando hablamos de justicia, nos referimos a "un principio de acción según el cual los seres de una misma categoría esencial deben ser tratados de la misma manera" [Martínez, 2001].

Rawls [1997] propone dos principios de justicia: "1. El sistema de libertades básicas ha de ser el mismo para todos los individuos, reconociendo como única limitación a los derechos de cada uno, los derechos de los demás" [Sucasas; 2003:83].

Las preguntas obligadas a partir de la propuesta de Rawls serían: ¿tienen los demás derecho sobre el uso que hagamos de nuestros cuerpos? ¿Atenta el uso que hagamos de nuestro cuerpo, aun en perjuicio nuestro, contra los derechos de los demás? De modo que nos tenemos que preguntar: ¿a quién le pertenece nuestro cuerpo?, el de usted, el mío. El cuerpo en tanto tal no es sino nosotros mismos. Si de algo estamos seguros que tenemos como posesión es nuestro cuerpo y estamos seguros porque somos cuerpo, en el que se realizan procesos cognitivos, que tienen como sustento estructuras biológicas (cuerpo) y estructuras mentales, que como sistemas de relaciones y sistemas de representaciones se gestan socialmente. Mi cuerpo: Yo.

Dice Pedro Laín Entralgo: "No <<mi cuerpo y yo>>, sino <<mi cuerpo: yo>>. No la autoafirmación de un <<yo>> para el cual algo unidísimo a él, pero distinto de él, el cuerpo, fuese dócil o rebelde servidor —implícitamente, eso lleva dentro de sí la expresión <<mi cuerpo>>—, sino la autoafirmación de un cuerpo que tiene como posibilidad decir de sí mismo <<yo>>" [Laín, 1995:313].

Es por eso que el ejercicio del poder, en la expresión más brutal que tiene el Estado, es disponer del cuerpo, y es ahí donde se realiza el castigo. "Pero podemos, indudablemente, sentar la tesis general de que en nuestras sociedades hay que situar los sistemas punitivos en cierta "economía política" del cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos o sangrientos, incluso cuando utilizan los métodos "suaves" que encierran o corrigen, siempre es del cuerpo del que se trata —del cuerpo y de sus fuerzas, de su utilidad y de su docilidad, de su distribución y de su sumisión" [Foucault; 1995:32]. Es en el cuerpo donde se realizan el proceso perceptivo–cognitivo, es el cuerpo receptáculo de las sensaciones, lugar de construcción de las interpretaciones y, finalmente, lugar donde se construye la realidad. En el caso de la criminalización del consumo de drogas ilegales donde se plantea la pérdida de la libertad o donde arbitrariamente se realiza al construir el consumo como delito, al margen incluso de la misma legislación, es nuevamente en el cuerpo donde se realiza una de las expresiones más brutales con las que cuenta el Estado. No estoy cuestionando si habría otra alternativa a las cárceles, solamente muestro que es a través del cuerpo, en el cuerpo, donde se realiza nuestra vida. Y que la pertenencia del cuerpo es la pertenencia de uno. De mí. De Yo. Así que habríamos de preguntarnos si el cuerpo, el suyo, el mío, le debe pertenecer a la sociedad, máxime si en el caso del consumo de drogas ilegales el daño sucede en el cuerpo del consumidor. Por supuesto que teniendo en cuenta que el consumo no dañe a otra persona, aceptando la prohibición del consumo, cuando se puede anticipar un daño a otro, cuando el consumo no permite tener las condiciones para ejecutar ciertas prácticas, como conducir un vehículo.

Regresando a la segunda acepción del concepto de justicia propuesto por Rawls.

2. Las desigualdades en la distribución de los bienes sociales (ante todo riqueza y autoridad) sólo se justifican si redundan en beneficio de los más desfavorecidos (tanto en función de sus capacidades naturales, como de su estatus social) y se vinculan a funciones establecidas accesibles a todos en un régimen de igualdad de oportunidades) [Sucasas, 2003:83].

Sólo podríamos entender la inserción de la criminalización en esta acepción si reconocemos que la pena (criminalización del consumo, con pérdida de la libertad) no se corresponde a la falta.

"Las desigualdades en la distribución de los bienes sociales (ante todo riqueza y autoridad) sólo se justifican si redundan en beneficio de los más desfavorecidos... " ¿De qué manera la pérdida de la libertad del consumidor, por el hecho de serlo, redunda en un beneficio sobre los más desfavorecidos?, ¿no son precisamente los más desfavorecidos, como el caso de Mario, los que resultan más afectados con este tipo de políticas? De cualquier manera no habría por qué aceptar que se considerara el consumo, en sí mismo, como un delito. Los argumentos que lo sostienen no son convincentes.

Por otro lado, criminalizar está asociado a la estigmatización, pues no se refiere sólo a una relación estrictamente en el orden jurídico, sino al acto de criminar, acriminar: "Acusar de crimen o delito; atribuir, imputar culpa o falta grave" (Enciclopedia Sopena).

Criminalizar el consumo de drogas ilegales debe entenderse también en el sentido del prejuicio, pues la práctica social así lo construye, entendiendo por prejuicio lo plantado por W. Allport [1962:20): "Quizá la definición más breve que se puede dar de prejuicio es la siguiente: "pensar mal de otras personas sin motivo suficiente". Esto hace referencia a lo infundado del juicio y al tono afectivo. Otra definición que da W. Allport: "Una actitud hostil o prevenida hacia una persona que pertenece a un grupo, suponiéndose por lo tanto que posee las cualidades objetables atribuidas a ese grupo". ¿De dónde proviene la atribución de dichas cualidades objetables?, ¿no es acaso la misma política prohibicionista la que obliga a que el consumo se dé en la clandestinidad?, ¿no es precisamente esta política prohibicionista la que orilla a los consumidores a acercarse a los grupos delincuenciales? Es la política prohibicionista la que ha hecho la reiterada imagen de la relación del consumo con los actos delincuenciales.

Esta construcción del consumo como un acto delictivo en sí mismo se ha estructurado en la conciencia de la gente formando juicios inmediatos y no reflexivos, se ha convertido en sentido común, entendiendo por sentido común el conjunto relativamente organizado de pensamiento especulativo; son liberaciones inmediatas de la experiencia y no reflexiones deliberadas sobre ésta [Geertz, 1994:95]. Así, la construcción que resulta de la experiencia, que por otro lado no es directa con el consumidor, salvo en ocasiones excepcionales, ya que el consumo se ve orillado a la clandestinidad, se realiza de forma diferida, en contextos delincuenciales. La prohibición del consumo de drogas ilegales ha traído condiciones propicias para que los verdaderos criminales resulten beneficiados con una ganancia que de otra manera no podrían conseguir.

La construcción del concepto adicción está referida a la relación que se establece entre sujeto y sustancia, la cual implica que el consumo de drogas psicoactivas conlleva relaciones conflictivas, por lo que la relación se entiende como problemática. Sin embargo, habría que reconocer que la relación entre consumidor y sustancia está inmersa precisamente en el contexto a partir del cual a la primera se le atribuye el carácter de problemática o no, pues el consumo de drogas psicoactivas en contextos diferentes puede no sólo ser entendido como normal, sino incluso ser deseable o esperado. Pensemos en el consumo de mezcalina entre los huicholes, quienes ritualizan el consumo del peyote; es, además de normal, deseado, en la medida en que forma parte de la comunicación necesaria e incluso esperada para la integración en los referentes culturales que le dan sentido a los elementos de identidad social en que se construyen los sujetos que comparten la cultura huichol.

Acéptenlo o no los defensores de las políticas prohibicionistas, los consumidores funcionales existen y deben ser replanteados sus derechos.

 

Bibliografía

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Nota

1 La relación histórica que presento se basa en el trabajo detalladamente documentado del dr.Oriol Romaní (1999).

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