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Cuicuilco

Print version ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.17 n.48 México Jan./Jun. 2010

 

Miscelánea

 

¿Pueden los indios modernos convertir al hombre blanco? Fiesta patronal y rodeo entre los huicholes del occidente mexicano*

 

Frédéric Saumade

 

Université de Provence, Aix–Marseille, Francia

 

Resumen:

Entre los huicholes (wixarika) del noroeste de México, la etnografía contemporánea indica que el toro de origen hispánico, base de la economía regional, ha vuelto a ser un animal sagrado cuyo sacrificio está vinculado con las especies vegetales y animales que eran, desde entonces, veneradas en tiempos prehispánicos: el venado, el maíz y el peyote —cactus alucinógeno que provoca las visiones chamánicas. En este artículo, basado en etnografía de primera mano, se propone extender el análisis de un contexto festivo no sacrificial en el que el uso lúdico del animal hispánico vincula ciertas actividades de la sociedad indígena con la civilización occidental, cuyos representantes más cercanos son los vecinos mestizos. Así se demuestra que, lejos de corromper la autenticidad del universo wixarika, los elementos de aculturación como son el ganado, el culto de los santos católicos, el modelo occidental de recreación festiva y la economía monetaria, no hacen sino reactivar una estructura profunda en el pensamiento indígena: la tendencia a buscar y valorar los elementos de exterioridad y de alteridad para justificar una representación escatológica del universo.

Palabras clave: huicholes–ganado–fiesta–cultura indígena–cultura occidental.

 

Abstract:

Among the Huichol Indians (wixarika) from northwestern Mexico, contemporary ethnography shows that the hispanic ox, staple of the regional economy, has become a sacred animal whose ritual sacrifice is closely related to plant and animal species that were already venerated during the pre–Hispanic era: the deer, corn and the peyote, a hallucinogenic cactus that causes shamanic visions. In this paper, based upon first hand ethnography, the author extends the analysis by studying a non–sacrificial and festive context where the recreational use of the Hispanic animal appears in a series of activities that all result from the interaction of the indigenous society with Western civilization whose mestizo neighbours are the closest representatives. By the way, he demonstrates that, far from corrupting the authenticity of the wixarika universe, the acculturation elements –the cattle, the cult of the Catholic saints, the Western model of festive leisure, the monetary economy– reactivate a deep structure of indigenous thought: the tendency to research and set apart the elements of exteriority and otherness to justify an eschatological representation of the cosmos.

Keywords: Huichols–cattle–festival–Indian culture–Western culture.

 

En la literatura más reciente sobre los pueblos amerindios, el desencanto que predominó desde la publicación del opus levistraussiano Tristes Trópicos se expresa ahora de manera paradójica. Si bien los autores suelen estigmatizar el efecto degradante que sigue produciendo en las sociedades indígenas y en su medio ambiente el contacto con la civilización occidental, pueden también, en algunos casos, mostrarse desconcertados cuando reconocen la mejoría objetivamente deseable de las condiciones materiales de vida de ciertas tribus. En Estados Unidos, por ejemplo, se ven unas reservas enriquecidas por el negocio de los casinos, por la venta de artesanías, y por la "moda étnica" que se ha difundido por la vía del turismo. Políticamente fortalecidas por un derecho constitucional que se les ha vuelto favorable y por la formación sólida de unos juristas nativos, estas reservas cuentan también con académicos organizados en departamentos de Indian studies y se empeñan, por el intermedio de sus consejos tribales, en defender celosamente el acceso de los demás antropólogos al trabajo de campo. Desde ahora, los investigadores no indígenas que pidan al consejo tribal de una reserva la autorización para establecer un contacto profesional seguido con la población indígena casi nunca reciben la aprobación excepto si proponen hacer un trabajo en el marco de un programa educativo, de salud, de conservación ambiental o bien de desarrollo turístico. Con mayor frecuencia, son los estados, el estado federal, fundaciones privadas u ONG, los organismos que se asocian con las reservas para fomentar estos tipos de intervenciones, pero no es raro que los consejos tribales empleen por su propia cuenta académicos para llevarlas a cabo. Dejamos ya la mera observación participante: ya no se puede comprar con abalorios la benevolencia de los o indios cuando éstos han asimilado los principios de la economía monetaria y del estado benefactor.

Así pues, la sociedad tradicional que ha sido la más representada en el mundo entero por la mediación cinematográfica se ha vuelto impenetrable por las miradas externas cuando éstas no se limiten a explotar una pura imagen de marketing. Los indios de Estados Unidos plantean un desafío a la escuela antropológica norteamericana, o sea, una de las más productivas y clásicas de la historia de la disciplina. Vueltos cautelosos por los siglos de explotación y de despojo que han sufrido, se han capacitado para hacer por ellos mismos una etnografía que quisieran liberar de las reificaciones culturalistas.1 La perspectiva clásica parece menos sostenible hoy día cuando el fenómeno indeginista New age, lejos de provocar el entusiasmo de los antropólogos occidentales, sería más bien considerado por éstos con una condescendencia socarrona que revela la profundidad de su tristeza ante la degradación contínua de las condiciones de vida y formas culturales de numerosas poblaciones indígenas.2

Viene entonces la pregunta: ¿aún se puede ser amerindio hoy en día? La respuesta es negativa si con esto se entiende el quedarse fiel a un modo de vivir que ha caído en desuso a causa de la difusión generalizada del modelo occidental. Pero sería positiva —así como pretendemos demostrarlo en las páginas que siguen— si uno reconoce que sí existen todavía modos amerindios de vivir. Estos modos se combinan sutilmente con elementos típicos de la civilización occidental, como la religión cristiana, la economía de mercado y la ganadería extensiva (en particular en las reservas de las grandes llanuras y del suroseste de Estados Unidos), para reformular con ellos un sistema tradicional de identificación y de ritualización. Así pues, la reacción defensiva de los indios de las reservas, quienes pretenden reconstruir su cultura empleando las armas de los que fueron responsables de su destrucción, no se limita a la superficie de los pow wows, festivales folclóricos e Indians rodeos cuya publicidad llama la atención de los turistas. Fomentada por los considerables ingresos de los casinos, esta fuerza identitaria renovada podría ser la señal de una verdadera estrategia de reconquista de una parte de la soberanía territorial perdida en la historia.

 

La conjunción de las dinámicas de la modernidad y de la tradición entre los indígenas de México

En México, aunque el nivel de vida de las comunidades indígenas sea mucho más modesto que el de las reservas estadounidenses más acomodadas, el dinero y la relación a los flujos de la modernidad —tales como la difusión de las técnicas, la circulación de las divisas y de la mano de obra— se han vueltos indispensables a la sobreviviencia económica de los grupos étnicos. Pero más allá de una dimensión puramente materialista, hay que observar la manera en que los indígenas han sabido integrar esos elementos de alteración en los ciclos de la tradición para seguir distinguiéndose de la sociedad mestiza nacional.3 En nuestros precedentes trabajos, dedicados a las prácticas ganaderas y a las representaciones festivas del toro y del caballo en unas comunidades mestizo–nahuas, otomies y huicholes, hemos medido hasta qué punto las sociedades indígenas dependían de las fuentes exteriores de riqueza: el ganado mismo, siendo de origen hispánico y asociado simbólicamente a la riqueza de los blancos —o sea a los bienes por excelencia—, el culto cristiano, cuyas figuras tutelares son reinterpretadas en la fiesta, y, más aún desde el final del siglo XX, la emigración estacional a los Estados Unidos, gracias a la cual los ingresos comunitarios se incrementan y permiten unos gastos festivos cada vez más ostensos [Saumade, 2004, 2007, 2008 y 2009]. A estos factores económicos y religiosos cabría añadir una dimensión política relativa al papel desempeñado por las instituciones mexicanas, sean el Estado federal, el Estado regional o bien los municipios que administran las comunidades indígenas. Las relaciones entre autoridades mestizas y poblaciones indígenas, que en tiempos coloniales y poscoloniales se limitaban a un trato paternalista entrecortado por unos episodios sangrientos de motines y de represión, se han vuelto, desde unos cincuenta años, más ambiguas. La violencia no está aún definitivamente descartada a pesar de la puesta en marcha de unos programas de cooperación y de "desarrollo sustentable" (o pretendido como tal). Aunque la corrupción y el desvío de fondos estén presentes aquí, las facilidades otorgadas a los indígenas para acceder a la educación nacional han posibilitado entre ellos el auge de una categoría de personas alfabetizadas que saben tratar con los representantes mestizos del poder y aun consiguen a triunfar en las elecciones municipales. Esta promoción política en el seno de la república mexicana se basa inevitablemente en un programa de defensa de los derechos y del "patrimonio cultural" indígena.

Las diversas interferencias del proceso de occidentalización que acabamos de enumerar generan desde luego una transformación de los ritos antiguos pero esto no afecta la tradición sino en sus rasgos externos. Desde un punto de vista estructural, el cambio puede fácilmente entrar en el marco tradicional porque éste es en parte la herencia de una concepción mesoamericana del mundo que preexistía al contacto con el Occidente. Las cosmologías prehispánicas, en efecto, nunca han expresado una representación petrificada del universo sino que han sido desde siempre atormentadas por las ideas de degradación, de desperdicio energético, de transformación cronológica y ontológica.4 Así que en ellas la idea del movimiento perpetuo nunca fue el resultado novedoso de la influencia moderna: si bien los traumas consecutivos de la conquista y de la colonización son los síntomas de una catástrofe, esta deflagración en la historia proveyó a los indígenas una temática que fue fácilmente añadida a un imaginario escatológico preexistente, temática figurada por el poder del hombre blanco, con su dinero, sus animales domésticos y su dios auto–sacrificado [Saumade, 2008].

 

En contra del posmodernismo: un culturalismo que trate antes de relaciones que de esencias

Nuestra perspectiva sobre los efectos del contacto y del mestizaje entre los amerindios nos lleva a poner en tela de juicio algunos tópicos de la antropología contemporánea, como son los conceptos de "atomización de las culturas", el paradigma posmodernista por excelencia, y la nueva realidad "transnacional", "transcultural", o bien "poscolonial" que supuestamente habría revolucionado el mundo [Hannerz, 1996; Appadurai, 1996]. En un principio, la posición posmodernista se fundaba en una crítica de los paradigmas epistemológicos y metodológicos de la antropología clásica, como los de neutralidad axiológica y de observación participante. Cuando estos principios habían sido eregidos como dogmas inmutables y únicas garantías para comprender la realidad objetiva de la alteridad indígena, las vigorosas deconstrucciones hiperrelativistas a las que llevaba el análisis posmodernista nos invitaban a desconfiar de la reificación de los patterns culturalistas y de la reducción etnocéntrica de las culturas a unos objetos homogéneos devueltos por la escritura "distanciada" del etnógrafo [Clifford y Marcus, 1986]. Esta crítica de la objetivación antropológica se dirigía principalmente a dos teorías célebres: el organicismo malinowskiano, que suele presentar cada cultura bajo la forma de un conjunto coherente y autosuficiente, y la resolución lévi–straussiana, igualmente organicista, de las estructuras del parentesco —o sea de la cultura misma, definida por oposición a la naturaleza— cuya razón última estriba en el mecanismo del intercambio matrimonial.5

En la crítica posmodernista del proceso de reificación de las entidades culturales, parece que las nociones de "etnia" y de "área cultural" son por sí mismas sumamente sospechosas porque resultan del proyecto, sesgado desde el inicio, de una antropología históricamente inseparable del colonialismo, y cuya meta, hasta después del colonialismo, vuelve a consolidar el dominio occidental del mundo por el énfasis puesto en la clasificación jerarquizada de las culturas [Amselle, 1990]. El mundo actual, desquiciado por la generalización del contacto entre las sociedades y la interfecundación de las formas culturales, no podría ya ser definido como una conjunción de culturas propias, sino más bien como una especie de mosaico infinitamente lábil en la que hasta las combinaciones más improbables puedan producirse dentro de la tupida red mundializada de las comunicaciones.

Ahora bien, parece que en este punto la crítica saludable cae en la trampa de las categorizaciones reificantes que quiere estigmatizar. La mirada posmodernista, que pretendía escapar del esencialismo de las culturas, creó en realidad un esencialismo del mestizaje generalizado y de la multiplicación ilimitada de las escalas y de los niveles a la hora de la "globalización". Dicho en unas pocas palabras, este nuevo esencialismo afirma dogmáticamente que las culturas ya no existen pues todo es mestizaje. Considerada desde México, la postura posmodernista deja mucho que reflexionar, pues este país es probablemente la primera nación moderna que haya basado su independencia en una ideología oficial del mestizaje que es, paradójicamente, nacionalista y esencialista hasta tal punto que lleva a exaltar de una manera más que ambigua la Raza a partir de una representación homogénea de la población mestiza–indígena. Paralelamente, la riqueza etnolinguística original de México, con respecto a otros países latinoamericanos y a Estados Unidos, ha dado lugar al desarrollo de una etnografía defensiva que ha querido proteger la autenticidad indígena con respecto a un mestizaje que sería su exacto contrario.

Este complejo mexicano mestizo/indígena ha inspirado los trabajos muy estimulantes de García Canclini [1990] que subrayan los límites de los o enfoques indigenistas recogidos en una dimensión estrictamente comunitaria, cuando existen, hoy en día, miles de modos de ser indígena, tanto en los medios rurales como el los medios urbanos y migrantes [op. cit.:229]. Dicho sea esto, no es tan claro que tal perspectiva posmodernizante se desvíe radicalmente de la línea trazada por la gran tradición antropológica nacional. Ésta, en efecto, preocupada por el problema del mestizaje desde Aguirre Beltrán [1958] hasta Bonfil Batalla [1986], se caracteriza por una reflexión profunda y evolutiva en la que la defensa culturalista del indígena (o bien del afromestizo, aún más marginado en la ideología nacional) se dirige al final hacia el problema del contacto y de los fenómenos de apropiación. De este esfuerzo sobresale una definición de lo indígena mexicano que excluye el estereotipo racial y toma en cuenta los procesos de modernización.

Partiendo de esos avances, proponemos salir de una concepción totalizante del mestizaje, o de la hibridación, la cual se está desviando del camino hacia los mismos callejones sin salida a los que llevó la clásica concepción totalizante de la cultura. Según la hipótesis que defendemos, el mestizaje no es nada de por sí, lo mismo que una cultura indígena no es nada de por sí; no se trata de esencias sino más bien de términos dinámicos entre los cuales se componen unos sistemas de relaciones de oposiciones, de interferencias, de influencias, de reacciones y transformaciones. Es lo que nos permite explicar, en contra del purismo de la etnología clásica, que en una sociedad amerindia contemporánea, tal como la de los huicholes, la cultura autóctona no existe sino porque ésta ha integrado la relación con la contemporaneidad —y la economía de mercado en particular— cuyas manifestaciones más tangibles son la figura del mestizo vecino con sus tradiciones. Sin embargo, la característica de aquella cultura, y por eso tal vez ha permanecido amerindia, es su capacidad a utilizar el poder del blanco hasta el mimetismo. Este talento de alteración no lleva al indígena a conformarse servilmente al mestizo sino que le permite transformarse puntualmente en él, y hacer de este otro idealmente próximo, una especie de nahual moderno. Así que se puede reencontrar en el contacto la necesidad simbólica de la transformación que marcó por lacras a las civilizaciones mesoamericanas desde tiempos inmemoriales.

 

La civilización huichol: ganado y dinero ganado

El estudio etnográfico que sigue, basado en un trabajo de campo efectuado en la comunidad de San Andrés Cohamiata Tatei Kie (Municipio de Mezquitic, Jalisco), ilustra la manera en que un grupo indígena mexicano recrea una configuración simbólica propia que estriba en unos elementos de exterioridad mestiza como son la fiesta patronal y el espectáculo de "rodeo". Más allá de la referencia a los Estados Unidos que conlleva este último término, en México el rodeo tiene su versión oficial, el "deporte nacional" que es la charrería. En sus orígenes la charrería era una tradición popular vinculada con la actividad ganadera que volvió a ser, en el siglo XX, un deporte de lujo dominado por la élite criolla–mestiza y caracterizado por la representación patriótica que enaltece. Para los huicholes, se trata de una costumbre extranjera, típica de sus vecinos más próximos que son los rancheros mestizos asimilados por ellos en el mundo de los blancos. Sin embargo, si bien el rodeo huichol y todo lo que lo rodea se acerca a un propósito mimético, no cabe reducir este aspecto fingido a un mero elemento de aculturación. Así como lo veremos, cuando trata de imitar a lo extranjero, al cual reconoce una posición estructural dentro de su cosmogonía propia, la cultura indígena, absorbiendo y aprovechándose de la influencia externa, afirma espectacularmente la contemporaneidad de su existencia.6

Localizados en el sur de la Sierra Madre Occidental, entre el extremo norte de Jalisco y pequeñas partes de Durango, Nayarit y Zacatecas, o sea en una región serrana difícil de penetrar por vía terrestre, los huicholes (wixaritari, wixarika en singular, es el etnónimo vernacular) pasaron, desde la época colonial, de una economía de caza y agricultura de roza, tumba y quema, a una economía dominada por la ganadería bovina originaria de España [Weigand, 1992; Neurath, 2008; Saumade, 2009]. Hoy en día, la posesión de numerosas cabezas de ganado es el signo exterior de riqueza de un linaje. No obstante —y esto marca la diferencia con la empresa capitalista ordinaria—, la principal salida para la ganadería está vinculada con el ritual: el ganado es la materia prima de los inumerables sacrificios propiciatorios que señalan las celebraciones inscritas en el calendario tradicional y que son dirigidos por los mara'akate (en singular mara'akame, "chaman"). Muchas veces descrito por los etnólogos de la zona [ver por ejemplo Torres Contreras, 2000; o Neurath, 2002] este ciclo festivo, el "costumbre wixarika", se alarga nueve meses en el año e integra unas celebraciones de origen hispánico totalmente transformadas en el contexto local (Carnaval, Semana santa, fiesta del toro o la lluvia en septiembre). Esas fiestas se caracterizan por una multitud de sacrificios bovinos, cazas, peregrinaciones y por el gasto suntuario que supone una actividad ritual tan abundante. Los huicholes creen que su celo ritual, en su desmesura misma —considerando la marginalidad socioeconómica que padecen—, es el único poder capaz de favorecer la regularidad de los ciclos de la naturaleza y de contrarrestar puntualmente las fuerzas de entropía que amenazan el universo.

Así, el buey (empleamos la palabra en su sentido genérico), animal sacrificial por excelencia, ha vuelto a ser un animal indígena. En la economía simbólica wixarika, se forma un sistema semántico con las especies vegetales y animales ya veneradas en tiempos prehispánicos, el venado, el maíz y el peyote, así como lo hemos demostrado en un artículo anterior [Saumade, 2009]. Sin embargo, el buey también se asocia con las fuerzas del mundo exterior, la lluvia, cuyo acontecimiento estacional depende de la abundancia de los sacrificios celebrados en la temporada seca, las divinidades cristianas y el dinero.

Éste último es también el objeto de un proceso de naturalización que confina a la sacralización. Los huicholes lo llaman tumini, un término vernacular derivado del nombre de la antigua moneda colonial, el tomin, que los blancos, antaño, fabricaban a partir de un material sacado de las entrañas de la tierra que no dejaban de violar con su actividad minera intensiva en la sierra.7 Venido del mundo externo pero también de la explotación del mundo indígena por los teiwarixi (en singular teiwari, "vecino", o sea "mestizo" y por extensión "extranjero"), tumini es la substancia seminal, extranjera y ctoniana a la vez, cuya circulación permite a los huicholes mantener la costumbre. Las peregrinaciones y las cazas en las que los indígenas deben participar, los obligan a desplazarse lejos de su territorio, durante varios días, hasta varias semanas, y por consiguiente a soportar el costo de esos viajes y la pérdida correspondente de tantas jornadas de trabajo remunerado. Más aún, desde hace unos veinte años, la evolución del sacrificio del buey es claramente inflacionista, en particular en ocasión de la Semana santa, cuando en la comunidad de San Andrés Cohamiata Tatei Kie se inmolan entre 40 y 60 reses, lo que representa un gasto de entre 10 mil y 15 mil dólares. Esta economía suntuaria es fomentada por la venta en el mercado externo de una parte de la cabaña local, así como por el pequeño comercio doméstico y por un turismo en fase de despegue (en los últimos años, se ha creado un complejo hotelario ekulturístico y un servicio tri–semanal de taxi–avión que facilita las comunicaciones). Más allá de todo esto, el gasto festivo estriba en los ingresos generados por las actividades de los numerosos huicholes migrantes. Regularmente, unos se van a cosechar tabaco en el estado de Nayarit, otros a vender artesanía muy apreciada en los medios urbanos, en particular en Guadalajara, en Monterrey, en la ciudad de México y en las estaciones balnearias de la costa del Pacífico, otros más, van a Estados Unidos desde donde envían remesas a la comunidad. La búsqueda del dinero supone, lo mismo que los ritos de caza del venado o de recolección del peyote —dándose esta última actividad en Wirikuta, en el desierto de San Luis Potosí, o sea a unos 500 kilómetros de la sierra— una serie de movimientos crónicos de ida y vuelta entre el mundo externo y el territorio huichol. La existencia de la civilización wixárika misma depende de ese contacto regular con la alteridad, pues, así como dicen a menudo los indígenas, "ser huichol" significa antes que nada "sacrificar" todo el año, es decir inmolar ganado y gastar su dinero para que se cumplan los ritos.8

 

Costumbre huichol, cultura mestiza charra: una dualidad bien estructurada

La relación establecida por los huicholes entre ganado, dinero y mundo externo debe de comprenderse en su contexto circundante, o sea en una región serrana caracterizada por la ominipresencia de la ganadería extensiva y de las tradiciones rancheras de los "ricos" mestizos vecinos. La expresión más emblemática de esta cultura ranchera es la charrería, un deporte que suscita fervor en Jalisco. Nacida a partir de la época colonial de un proceso de creolización de las técnicas ibéricas de ganadería bovina extensiva y de la tauromaquia [Saumade, 2008], la charrería es tanto más asociada al mundo externo por los huicholes cuanto que este deporte ecuestre anima casi todas las fiestas públicas de los ranchos y municipios mestizos circunvecinos. Ahora bien, estos pueblos teiwarixi, aunque físicamente próximos, están relativamente alejados de los indígenas dadas las dificultades de las comunicaciones terrestres en la sierra. Por ejemplo, el pueblo de Mezquitic, cuya presidencia municipal ejerce una tutela administrativa sobre tres comunidades huicholes (San Andrés Cohamiata, Tatei Kie; Santa Catarina Cuexcomatitlán, Tuapurie; y San Sebastián, Teponahuaxtlan Wautta), se encuentra apenas a unos cincuenta kilómetros a vuelo de pájaro de estas comunidades, pero viajando en camioneta en los caminos de la sierra, estrechos, llenos de curvas y de baches, se tardará unas seis horas en llegar de un punto al otro.

No obstante, este aislamiento no descarta la formación de unas estrechas relaciones entre los universos huicholes y charros. En efecto, algunos ganaderos mestizos suelen recorrer la sierra para comprar ganado a bajo precio a sus colegas indígenas, que están siempre en búsqueda de dinero. Ellos dirigen a las reses compradas hasta sus ranchos, donde las engordan durante una temporada antes de venderlas al matadero al precio del mercado. Mientras tanto, pueden prestar o rentar algunas de esas bestias a los organizadores de una charrería de pueblo o de ranchería para que se utilicen en el juego. El "toro huichol" es muy apreciado por los charros de la región. Salido de un sistema de crianza que lo deja en un estado casi salvaje —quedándose los ocho meses de la temporada seca en libre pastura, buscando su agua y alimentación pasando por los senderos rocallosos de las barrancas, a la manera de ciervos o de cabras montesas—, este toro resiste mejor que el ganado ordinario los ejercicios de carrera y de contacto que se le impone en el lienzo. Paralelamente, de vez en cuando los ganaderos huicholes más acomodados compran (a precios elevados) a un ganadero mestizo, un toro que dicen "charro", para que éste monte a sus vacas y mejore la calidad de la reproducción de su rebaño de raza corriente. El "toro charro", producto de cruces entre excelentes razas de carne (Angus, Charolais, Simmental etc.), es considerado por los huicholes como lo mejor de lo mejor, pero dicen que, tras una temporada de montas, el animal muere porque no es capaz de aguantar las duras condiciones de vida del ganado en la sierra.9

Para los huicholes el "charro", la palabra es empleada para designar a los hombres o bien al ganado, es un extranjero por excelencia, pero un extranjero valioso, imprescindible, y esto a pesar de que se sepa muy bien que, en un pasado más o menos remoto, muchos rancheros mestizos de los alrededores usurparon partes del territorio de las comunidades indígenas.10 Aún hoy, no es raro que los huicholes denuncien a un ganadero teiwari por haberse apropiado abusivamente un pasto o bien robado unas cabezas de ganado. A pesar de ello la charreada, así como todo lo exogéno, produce una atracción ambigua entre los indígenas. A este respecto, notamos la existencia de un contraste etnogeográfico en la sierra, que separa las comunidades huicholes localizadas al este del río Chapalagana, San Sebastián Teponahuatzlan Waut+a y Santa Catarina Cuecomatitlán Tuapurie, y las que están situadas al oeste del mismo río, Guadalupe Ocotán Xatsitsarie, San Miguel Huaistita y San Andrés Cohamiata Tatei Kie. En las dos primeras comunidades, se considera como un mal el jugar con animales sagrados como lo son los toros, a la manera de los teiwarixi en sus corridas y o charreadas. Por el contrario, en las tres comunidades citadas, se aprecia la charrería de la que se quiere recrear el ambiente, con las posibilidades locales, cuando se organiza, una vez al año, el rodeo de las fiestas patronales. Estas comunidades que adoptaron el juego taurino de origen hispánico son, desde luego, las que más han sido penetradas por la aculturación y por la economía monetaria.

También de este lado del Chapalagana, y más allá en las comunidades de Durango, se ha difundido una mitología que no parece haber marcado el imaginario colectivo por el otro lado del río, y cuyo personaje central es un trickster mestizo, el charro negro, Tamatsi Teiwari Yuawi, "Nuestro Hermano Mayor Teiwari Azul Oscuro".11 Este charro negro es asociado con un temible alcalóide, el kieri, o sea un tipo de alucinógeno que no se encuentra solamente en una planta sino en cuatro diferente especies de Solandra, Datura, Brugmansia y Apocynaceae [Neurath, 2002:217]. Estrictamente reservado a los iniciados, el kieri produce unos efectos devastadores que lo colocan, en la escala de los sicótropos, en oposición con el peyote sagrado.

Las visiones que éste último provoca son interpretadas como mensajes que las divinidades envían a todos los huicholes, incluso a los niños que los ancianos eligieron por sus predisposiciones chamánicas; los eventuales efectos perversos del alucinógeno, también causados por las divinidades, son invariablemente explicados por el desorden moral que afectaría la persona que los sufre. "Hoy el peyote no me ha querido", me dice el rostro lívido y como aturdido por la intoxicación y el sentimiento de culpabilidad, mi amigo Rogelio tras haber, en Semana santa, comido la carne anaranjada, de sabor excesivamente amarga, de varios cactus, y vomitado hasta la bilis una hora más tarde. En cuanto al kieri, el que lo comiese sin tener la claridad de espíritu y la preparación de un gran mara'akame se volvería loco; su uso, individual y oculto, sólo se da en prácticas de brujería [Medina Miranda, 2006:271]. A pesar de ello —aquí vemos la clásica ambivalencia que estructura las representaciones mesoamericanas— el kieri es necesario, como el viento que es también teiwari, también ambiguo, pues trae la lluvia a la comunidad llevando las nubes pero puede también alejarlas cuando las dispersa [Neurath, 2002:217]. El kieri es necesario, como el charro, teiwari por excelencia cuyo ganado invade las márgenes del territorio huichol pero también favorece la reproducción de la cabaña bovina huichol (cuando el semen de un toro "charro" fecunda a las vacas indígenas), lo que significa que favorece la abundancia de los sacrificios y de las lluvias que resultan de éstos.

Así pues, la dualidad entre el universo charro mestizo y el universo indígena es parte constitutiva de éste. Se ve tan profundamente integrada que podemos proyectarla en la dualidad de la geografía física de la sierra huichol; la espectacular cesura del cañón del Chapalagana, infranqueable con un vehículo de ruedas, separa dos conjuntos culturalmente diferenciados: de un lado las comunidades que mantienen el folclor charro en sus afueras, del otro lado, las que han hecho de este folclor un elemento de su práctica festiva y de su panteón.

 

La fiesta patronal y el tumini del antropólogo

El rodeo de San Andrés Cohamiata Tatei Kie se da el 30 de noviembre, el día del santo patrón cuando termina la semana de una fiesta que los huicholes y los etnógrafos —éstos últimos nunca se interesaron en ella— no relacionan con el ciclo de la costumbre. En el calendario festivo tradicional, se observan dos temporadas en las que se suspende la actividad ritual. La primera se desarrolla entre los meses de julio y mediados de agosto, o sea en la temporada de aguas que los huicholes asocian con la noche, con la feminidad y con el vacío del poder político y religioso manejado por los hombres. La segunda temporada "muerta" es durante el mes de noviembre, al inicio de la temporada seca, cuando los huicholes presentes se empeñan en recoger el maíz (pizca). No hay sacrificio durante estos dos periodos del año. En la fiesta patronal, sí se encuentra el buey, así como en las celebraciones mayores del año, pero esta vez no es el objeto de ningún trato ritual, sólo sirve para el juego en el lienzo, al final de una fiesta cuyos diferentes episodios son imitados del escenario de las fiestas patronales de las rancherías mestizas vecinas.

En el ciclo calendario, el tiempo de la fiesta patronal de San Andrés Cohamiata Tatei Kie se sitúa en oposición con la Semana santa. Al contrario de esta última celebración, que implica un desarrollo ritual máximo cuyos protagonistas son los mara'akate, los judíos (que son jóvenes encargados de ordenar la fiesta) y los miembros del gobierno tradicional. La fiesta patronal está organizada por unos benévolos sin estatuto particular, que son designados cada año para encargarse de unas "comisiones de coordinación" que recuerdan en modo caricatural la burocracia de las ciudades. Reunido más o menos espontáneamente en la plaza del pueblo unos días antes de la fiesta, un "comité" nombra así un "coordinador de las inauguraciones", un "coordinador de la música", un "coordinador de las bailarines", un "coordinador de la venta de cerveza", un "coordinador del baile", un "coordinador de los puestos de comida", un "coordinador de las candidatas en la elección de la reina", un "coordinador de los adornos" y un "coordinador del ganado".

Los huicholes están muy apegados al protocolo y a los oficios, tanto en el gobierno tradicional —con sus títulos de origen colonial, gobernador, alcalde, capitan, topil etc.— como en la organización de las fiestas. Sin embargo, si bien esta manía es inspirada, una vez más, por el mundo mestizo y su rigor administrativo, no trae más consecuencias que una organización bastante borrosa en la que impera el arbitrario de unas figuras sobresalientes en el pueblo, unos hombres alfabetizados quienes acostumbran entretener las relaciones exteriores con las autoridades mestizas. El antropólogo que se presenta ante ellos no puede escapar a su empeño de controlar los movimientos entre la comunidad y su entorno, aún menos porque aquel representa un tipo de teiwari bien conocido por los indígenas. Antropoloco es un chiste afectuoso que se le dirige con mucho gusto, y la cárcel comunitaria, el cepo, a veces se designa bajo el nombre de casa de los antropólogos. Se trata de un pequeño local situado en la planta baja de la casa de gobierno, cuya ventana armada con una reja gruesa se ofrece a la mirada de los paseantes quienes pueden ver, como si se tratase de un escaparate siniestro y grotesco, quiénes son los borrachos, robadores de ganado... o antropólogos que están encerrados ahí. Los más experimentados de entre nosotros, tal como Denis Lemaistre, no pudieron evitar el encarcelamiento, a menudo por motivos absurdos y con una evidente mala fe por parte de sus opresores del día.12 Esta amenaza, y la de ser expulsado de la comunidad, obliga aún más al antropólogo a respetar los usos locales.

De este modo, así como lo hacen todos mis colegas, cada vez que regreso a San Andrés, no olvido pedir a las autoridades tradicionales la autorización para quedarme una temporada y seguir realizando mis investigaciones. En ello suelo pasarme unos días persiguiendo al secretario del gobierno, al gobernador, al coordinador municipal (que se comunica regularmente con el municipio mestizo de Mezquitic), para que se me otorgue esa autorización. Inevitablemente me contestan que el asunto debe de ser debatido por el consejo de ancianos (kawiterutsixi). Al fin y al cabo, el lío se resuelve con el pago de una suma supuestamente destinada a la comunidad, pero que en realidad, según dicen muchos sanandreseños, inevitablemente es desviada por algún "burócrata" local.

Esta vez, en lo que me concernía —lograr la autorización para realizar un estudio sobre la fiesta patronal de San Andrés— me obligaron a aguantar una sesión de justificación ante un consejo informal de personalidades del pueblo reunidas casualmente en la cantina comunitaria, entre los cuales se encontraba un astuto y tremendo individuo quien ocupaba, el año anterior, el cargo de secretario de gobierno. Con un poquito de experiencia, se aprende que con los huicholes siempre hace falta dar, pues para ellos el blanco es dinero, pero también es importante no perder el prestigio y evitar dar demasiado, gastar rápidamente todo el dinero efectivo que se ha traído a la sierra, hasta volverse tan pobre como un indio. El año anterior esta investigación costó mil pesos para obtener el derecho de presenciar todo el conjunto del ciclo festivo de la costumbre, o sea, el derecho de quedarme diez meses. Basándome en este baremo, esta vez propuse al "consejo de la cantina" pagar 500 pesos, argumentando que se trataba sólo de tres días de fiesta y que proporcionalmente me parecía ser un precio más que honesto. A cambio, me comprometí, como siempre, a participar en todas las tareas en las que pudiera ser útil y a ofrecer a la comunidad unas copias de mi reportaje fotográfico después de la fiesta. La reacción de mis huéspedes fue una inmediata carcajada colectiva, seguida por una serie de sarcasmos en lengua wixárika cuyo sentido preciso se me escapaba. Mientras me desesperaba, creyendo haber provocado la hostilidad de los que más importan ahí, un joven, que participaba en el comité de la fiestas y que había simpatizado conmigo, vino a decirme que en realidad estaban de acuerdo, sólo esperaban que diera un poco más. Entonces propuse un poco más, 700 pesos, y así se concluyó el negocio. De hecho, no importaba cuánto iba a incrementar mi cuota, sólo importaba que añadiera algo a la proposición inicial que, fuera cual fuera, habría sido considerada como insuficiente. Si yo hubiera propuesto mil pesos al inicio, me habrían probablemente reservado los mismos silbidos para que ofreciera mil 200.

Tras haber platicado entre ellos, los indígenas decidieron ritualizar mi pequeña donación: yo tendría que entregar el dinero en el momento de la coronación de la reina, para la cual iba a tener el honor y la ventaja de adornar con aretes los augustos lóbulos auriculares. Por otro lado, no se desdeñaron mis proposiciones para ayudar en las tareas colectivas. Así que en los días siguientes tuve el privilegio de limpiar yo sólo, con la ayuda de un machete, el lienzo charro que, desde el año anterior, estaba invadido por la maleza y los brotes de robles. Terminé este trabajo con los músculos lumbares molidos y con las manos bañadas de sangre y con los aplausos de mis amigos. También pude hacer el viaje, montado en una mula, para ir a buscar, junto con mi hospedero, las vacas destinadas al rodeo, mientras que la mayoría de los hombres capaces del pueblo se encontraban acostados con la resaca del aguardiente que habían tomado durante el baile del día anterior. Con esos esfuerzos logré los sinceros agradecimientos de algunos huicholes, un trato de cortesía hacia un teiwari que es bastante raro, y que me llenó el corazón... .

 

Fiesta de pago, fiesta gratuita

El 30 de noviembre, día de San Andrés, es desde luego el gran día, aunque la fiesta comience verdaderamente tres días antes de la fecha, hasta una semana antes, cuando la escuela de la misión franciscana vecina organiza su propia fiesta en el pueblo, con unos torneos de futbol y bailes que anuncian los regocijos por venir. Esos bailes son amenizados por música grabada o tocada en vivo por bandas huicholes que interpretan a su manera un estilo ranchero imitado de los mariachis mestizos —que son, dicho sea de paso, músicos vestidos de charro. El sistema del baile es idéntico al que se observa entre los teiwarixi de los ranchos que rodean el territorio de la comunidad. Delante de la tribuna en donde se quedan las autoridades locales como el animador del baile y los músicos, o bien el aparato de sonorización, se sientan sentadas en fila unas jóvenes huicholes y mestizas que son llamadas veladoras. Ellas son las bailadoras oficiales que los hombres están autorizados a invitar cuando hayan pagado a los organizadores el precio de un boleto (25 pesos) que les da el derecho para tres danzas consecutivas. Todos los hombres mestizos venidos de los ranchos circunvecinos, y con ellos el antropólogo, están fuertemente incitados a demostrar sus talentos de bailadores tras haber ofrecido a sus huéspedes huicholes unas cervezas despachadas en el puesto comunitario.

El baile y todas las demás animaciones de la fiestas, así lo veremos, son una verdadera tragaperras para la comunidad. Los torneos de fútbol, que se dan en los días anteriores del día patronal, en una cancha abollada y calva colindante con la pista de aviación, oponen a los equipos del pueblo de San Andrés y de las rancherías indígenas de los alrededores. El puesto de bebidas comunitario es instalado a orillas del estadio, así como otros puestos de particulares que venden elotes y tamales. Los partidos son amenizados por un locutor, que es una especie de erudito local y animador de la cadena de radio comunitaria al que se le reconoce un cierto talento con el micrófono en las manos. De hecho, empleando un estilo chistoso, se empeña en imitar a los locutores de las fiestas mestizas y de los programas televisados; veremos cual es su papel en el rodeo más adelante. Después de los partidos, todos se reúnen una vez más en la plaza del pueblo donde es el baile. Ahí, algunos vecinos abren su casa donde venden comida mientras que otros rentan un puesto a la comunidad para instalar una cabaña y despachar su restauración. Entre estos comerciantes efímeros se notan unos mestizos venidos de los ranchos circunvecinos, hasta de la ciudad de Huejuquilla, donde está el primer mercado fuera de la sierra adonde suelen ir los sanandreseños para abastecerse.

Ahí, pues, todo se paga. Todo teiwari que quisiera quedar bien con los indígenas (lo que es, como bien se sabe, la mayor preocupación del etnógrafo) tiene que ofrecerles cerveza en intervalos. A este respecto, nos llama la atención la oposición entre esta fiesta y la de Semana santa que se da en el mismo lugar. Para celebrar la pasión pascual, las mujeres de los diversos responsables políticos y otros oficiantes ceremoniales preparan comida delante de las casas que rodean la plaza y que son dedicadas a los cargos civiles y religiosos: la casa de la comunidad cuyo anfitrión es el gobernador, los "comisariados honorarios" de las rancherías vecinas que son San José, Cohamiata, San Miguel, Las Pitayas, El Chalate, Las Guayabas, las casas del "alcalde", del "topil" y del "capitán", miembros del gobierno tradicional que se empeñan en regalar sacrificios y comida a toda la comunidad y a los visitantes extranjeros. La comida festiva, a base de maíz, de frijoles, de pasta y de arroz, así como el nawa o tejuino, la cerveza de maíz artesanal, rellenan hasta el hartazgo todos los estómagos. El Domingo de resurrección, en fin, las mujeres ofrecen tortillas y un caldo hecho con la carne de los toros y de las vacas sacrificados el día anterior. La Semana santa también celebra el retorno de los grupos de peyoteros que traen peyote de su peregrinación anual a Wirikuta. En esta ocasión, el cactus alucinógeno es distribuido generosamente, no solamente a los indígenas sino también a los teiwarixi que están invitados a iniciarse en las visiones inspiradas por las divinidades. Durante la Semana santa, los huicholes no dejan de repetir a sus invitados teiwarixi: "Aqui no se paga nada. Todo es grátis", como si se tratara de marcar la diferencia entre la comida ritual indígena y la que se vende en los puestos de los comerciantes mestizos que pagan una cuota para instalar su negocio en una bocacalle de la plaza. Así también se marca la diferencia entre la Semana santa y la fiesta patronal, celebrada en el polo opuesto del calendario, y que es, según la expresión de un informante huichol, la fiesta del tumini en la cual todo se paga y donde el peyote no aparece.

 

La coronación de la reina y el rodeo, o el gasto ostentoso de los Teiwarixi

Además del baile y del puesto de cervezas, el flujo de dinero no deja de aumentar hasta el 30 de noviembre. Entonces, por la mañana, se da la elección de la reina y de las princesas de las fiestas. Tres candidatas, unas jovencitas de la comunidad que han sido escogidas por los vecinos de una barriada o por el comité, son presentadas delante del palacio del gobierno, engalanadas con trajes y joyas de chaquira salidas de la famosa artesanía local. Ante ellas, la imagen de San Andrés, una figurina de madera groseramente esculpida, vestida con unos tejidos colorados que evocan el traje huichol pero también —el detalle es importante— tocada con el sombrero charro, que simboliza tanto la ideología nacionalista mestiza como el poder de los ricos teiwarixi. San Andrés es, desde luego, el apostol cristiano Andrés, hijo de Pedro quien acabó al igual que Cristo, crucificado. Sin embargo, aquí se ve representado como un ídolo al que se dedica un oratorio situado delante del palacio del gobierno, un pequeño edificio que es también asociado con las varas de mando (itzute) y que está puesto en la plaza en simetría con otra construcción similar, dedicada a Nakawé, la "Abuela del Crecimiento". El santo cristiano con sombrero de charro es fuertemente indígenizado: de hecho, es a la vez San Andrés y Tatei Kie, topónimo vernacular de la comunidad que significa "Las Casas de Nuestra Madre". Sobre la mesa tras la cual están sentadas las candidatas, se pone una urna. Se pide a los ciudadanos, más los teiwarixi y el antropólogo, votar por una de las candidatas echando en la urna que les corresponde la cantidad de dinero que se quiera. El escrutinio que sigue, bonito ejemplo de democracia censataria, es la cuenta de cada candidata: la que más dinero reúne es electa reina, la segunda es "primera princesa" y la tercera "segunda princesa".

La persona encargada de coronar a la reina es generalmente un notable del pueblo de Mezquitic, el municipio mestizo de tutela. Hay que precisar que en el conjunto de los administrados de Mezquitic, 70% son huicholes. Así que el resultado de las elecciones municipales depende del voto de los indígenas y este voto depende en gran parte de las redes locales de un clientelismo que la fiesta patronal contribuye a fomentar. Cada año, unos días antes de la fiesta, los miembros del comité organizador avisan a una o persona de Mezquitic de la que se conoce bien su holgura económica, que ha sido designada como coronador de la reina. Este cargo que no se puede rechazar —según dicen los indígenas— supone el pago de una cantidad importante de dinero, o sea, el año en que hice la investigación (2008), 4 mil pesos. En este caso, la persona elegida era un indígena de San Andrés quien fue el primer huichol que llegó a ocupar un alto cargo en el municipio de é Mezquitic: el de secretario del gobierno. Miembro del Partido Acción Nacional (PAN), su promoción política fue producto de una promesa del presidente municipal. Este último, salido de una gran familia de rancheros mestizos y caciques locales, manejó hábilmente la reivindicación política huichol diciendo que quería pasar a la historia siendo el primer presidente municipal que regresaría el poder municipal a los indígenas. Según la sólida tradición mexicana del dedazo, el presidente preparó a su secretario para que, después de él, fuera el primer presidente huichol de Mezquitic. Ahora bien, a la hora de designar el padrino de coronación de la reina, los organizadores de la fiesta patronal de San Andrés del 2008 no podían perderse una ocasión tan bonita, pues las elecciones municipales estaban previstas para el año siguiente: eligieron al secretario de gobierno quien, dada su ambición política, no podía rechazar tal honor.

La ceremonia de la coronación realza el proceso de sacralización del dinero, que es ostentosamente dado en efectivo bajo el control espiritual de un mara'akame quien bendice los billetes entregados por cada donador, utilizando a este efecto, a modo de hisopo, una flor del campo empapada en agua lustral. El protócolo no se limita a la reina sino también integra a las dos princesas, y no basta con coronarlas sino que es también preciso colocarles collares y aretes. Lejos de ser ejemplares de la brillante artesanía local, estas joyas de pacotilla, compradas en la ciudad antes de la fiesta, se parecen a los que se ven en los concursos de belleza de estilo estadounidense. Cada elemento del reluciente atavío es puesto en la cabeza de cada muchacha por donadores distintos, que han sido previamente inscritos en una lista con la suma correspondente. Para poner los collares y aretes, las cantidades son menos elevadas que la que se requiere para coronar la reina, pero no son nada ridículas (entre 500 y mil pesos).

Los donadores son principalmente mestizos de Mezquitic, agentes municipales, amigos del presidente, rancheros vecinos, más algunos huicholes acomodados que quieren entretener su prestigio. Entre los mestizos, si bien se entiende la motivación de los personajes políticos para participar en el gasto festivo, la fuerza que atrae a los demás vecinos a la fiesta de San Andrés permanece un tanto enigmática. Tal vez algunos de entre ellos quieren hacer olvidar su pasado de usurpador de tierras comunitarias que a veces se remonta a varias generaciones para atrás. Para otros, que acostumbran comprar y vender ganado a sus colegas huicholes, prevalece la preocupación de tener buenas relaciones comerciales. En este aspecto, queda por hacer una investigación más profunda, la cual permitirá determinar hasta qué punto el dinero traído por los vecinos en la fiesta puede ser considerado como una garantía en el circuito regional del mercado ganadero, y hasta qué punto los visitantes teiwarixi protagonizan una competencia entre ellos. En cuanto a lo que a mí concierne, debía sencillamente justificar la necesidad de mi estancia en San Andrés, lo que no me otorgaba sino un lugar muy marginado en la jeraquía de los donadores, una clase de esclavitud irrisoria que me condenaba a efectuar voluntariamente, siguiendo la sacrosanta ética de mi profesión, la del participant observer, las tareas que nadie quiere hacer: ¡quitar la maleza del lienzo charro antes del rodeo! Como tal, tuve que pagar mi cuota y poner los aretes de la primera princesa (no los de la reina, por supuesto) durante la segunda ceremonia de coronación. Los organizadores recolectan tantas contribuciones de parte de los teiwarixi que se vieron obligados, para honrar a todos los donadores (o más bien ¡para que los donadores honrasen a todas las princesas!), a repetir la ceremonia de coronación frente del lienzo charro.

Volvamos a la primera coronación, tras la cual se da el desfile de la reina y de las princesas. Precedidas por la imagen de San Andrés, piadosamente llevada en procesión, las tres muchachas van montadas a caballo, cada una dirigida por uno de los principales donadores mestizos a pie quienes sujetan la brida de las monturas. La comitiva cruza la plaza del pueblo y se dirige hacia el lienzo charro, que está situado en la periferia este del pueblo, tras el panteón; allí, alrededor del espacio del juego se instalan numerosos puestos de comida además del inevitable despacho de cerveza comunitario. Las "bellezas femininas" de la comunidad ocupan un lugar central en la tribuna, junto con los notables de Mezquitic, más el mismo locutor que vimos en el torneo de futbol y un cajero encargado de cobrar a todos los participantes del rodeo.

En lo concerniente al juego del rodeo, éste se limita a la repetición de un solo ejercicio de la charrería, la coleada, en el que el jinete persigue un becerro (en este caso una vaca) y trata de derribarlo jalando su cola. Por cada intento, el competidor paga 50 pesos el boleto y por cada coleada exitosa recibe de las manos de la reina una cinta colorada y un chorro de agua lustral por parte del mara'akame presente. En el lienzo se encuentra un rebaño de un centenar de vacas que fueron traídas desde un rancho aislado en la sierra el día anterior. Las reses son acompañadas por un grupo de jinetes entre los cuales están unos pocos huicholes y sobre todo rancheros mestizos montados en mulas —que son los principales équidos en la sierra— y charros de Mezquitic a caballo. Entre éstos últimos, el año de mi estancia, se encontraba, montado en un soberbio caballo criollo, don José, el heredero de un linaje de notables rancheros y caciques de Mezquitic. El abuelo de José, que era del partido revolucionario en los años 20, fue presidente del municipio hasta que, delante de su propio hijo, fue asesinado por los cristeros.13 El padre de José, priísta de siempre, gobernó el pueblo, aún realizando, bajo la presión de sus amigos y a pesar de las reglas constitucionales, dos mandatos a veinte años de intervalo. Hoy, su hijo José es el que se presenta en las elecciones municipales bajo la etiqueta del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Montado en su caballo, abre el concurso de rodeo entregando ostentosamente al cajero mil pesos, bendecidos por el mara'akame, o sea el precio de un boleto para veinte intentos. El locutor, tras haber saludado con entusiasmo la contribución extraordinaria de José, quien la reiterará una vez agotado su crédito, enaltece las numerosas coleadas exitosas de este valioso charro. Campeón del día, José acaba la tarde engalanado por las numerosas cintas que recibió de la reina. Los demás participantes, entre los cuales los charros entregan billetes de 500 pesos mientras que sus discretos contrincantes huicholes pagan cantidades más modestas, intentan colear con fortunas diversas pero sin jamás poder igualar al brillante José y su caballo de clase.

Mientras tanto, en la tribuna, el secretario de gobierno de Mezquitic, que ya dió 4 mil pesos para coronar a la reina, no deja de comprar cervezas en el puesto comunitario para regalarlas a todos sus amigos de la comunidad, actuando como si se preocupara de no perder la cara ante el éxito deportivo y la prodigalidad de su rival electoral. Y alrededor de esta lucha por el prestigio, después de la segunda coronación de la reina y de las princesas, como siempre financiados por los teiwarixi, se forma un nuevo baile delante del lienzo: esta vez aquel que paga 50 pesos el boleto tiene derecho de bailar con una de las tres muchachas, así que los mestizos más acomodados... y galanes hacen lucir en el sol el color marrón del billete de 500 pesos.

Este derroche ostentoso podría recordar el espíritu del potlatch de los indios kwakiutl de la Columbia Británica, sin embargo el caso de la fiesta de San Andrés es particular: la comunidad no pone en escena un enfrentamiento entre notables indígenas sino un enfrentamiento entre institucionales teiwarixi, rodeados por sus partidarios y por otros ciudadanos electores. En este enfrentamiemto los indígenas se meten porque ya entraron, siguiendo el rumbo de sus lejanos hermanos de las reservas estadunidenses, en un proceso de reconquista de su soberanía perdida. Mejor preparados para conocer los arcanos de la política regional y nacional, dan pruebas de suma habilidad para sacar ventaja de su peso electoral, obligando a los notables mestizos a participar en un juego en el que éstos se someten a una obligación de despilfarro que es típica de la ética sacrificial huichol. En la fiesta del tumini, los visitantes están sujetos por la necesidad del don ostentoso que obsesiona un pensamiento indígena según el cual dar hasta arruinarse es la única vía de mantener el equilibrio cosmológico.

 

Fiesta del tumini y reciprocidad inequitable entre huicholes y mestizos

La fiesta patronal de San Andrés es la fiesta del tumini, la fiesta del dinero, en "el pueblo de los ricos", como dicen los huicholes de las otras comunidades. Sin embargo, lejos de enajenar su patrimonio cultural, los sanandre–seños afirman orgullosamente su ortodoxia tradicionalista: ellos son unos fervientes mantenedores del ciclo de la costumbre, en el que gastan la mayor parte de sus ingresos. El enriquecimiento (relativo) de algunos repercute en la vitalidad de las ceremonias tradicionales. Aquí, tal vez más que en las otras comunidades, el cargo político, que se transmite según los mensajes que las divinidades difunden a través de los sueños a los ancianos (kawiterutsixi), es aplastante. Un ex gobernador me dice que gastó unos 20 mil dólares en obligaciones festivas (sacrificios, comidas, bebidas etc.) el año en que ejercía el cargo. Y todo eso, claro está, para ejercer un poder que es esencialmente simbólico y ceremonial, siendo el verdadero poder comunitario casi totalmente controlado por los administradores alfabetizados que mencionamos más arriba. En mi última estancia en San Andrés, el que fue gobernador el año precedente, un hombre del cual había apreciado la prodigalidad sin límite durante la Semana santa, no podía ahora sino pedirme una ayuda financiaría —no una limosna, desde luego, lo que hubiera tomado como un insulto—, probablemente para enjugar las deudas que había acumuladas cuando ejercía el cargo. Más allá del gobernador y de los demás miembros del gobierno tradicional, todos los huicholes son regularmente solicitados por los mara'akate para que cumplan con un sacrificio o una peregrinación, sea por razones profilácticas, sea para cumplir con un voto o un proyecto cualquiera.

De una manera u otra el dinero de la fiesta patronal de San Andrés, y aun cuando sea en parte desviado por los que manipulan el poder, es una fuente de ingresos considerable que ayuda a la comunidad para que se cumpla con los compromisos rituales. Pero este sistema es ocultado y la tarea del antropólogo consiste en realzarlo. Los indígenas no se enorgullencen de su fiesta patronal que es una imitación del modelo mestizo, y cuando se les pregunta para que servirán las importantes cantidades de dinero que se vieron pasar de las manos de los teiwarixi a las suyas propias, se nos contesta que serán utilizadas para cuidar el pequeño oratorio del santo. O sea, en resumidas cuentas, unas centenas de miles de pesos para financiar un poco de cemento y el esfuerzo de dar un escobazo semanal. Desde luego, podemos suponer que en realidad buena parte de ese dinero sea usado, directamente o indirectamente, en la devoradora máquina ritual de la costumbre y más particularmente en la costosísima Semana santa. Aun cuando todos esos pesos pasen por unas manos poco escrupulosas y favorezcan el enriquecimiento personal, éste se queda siempre limitado por la obligación social de gastar. Así como pude constatarlo en un trabajo precedente [Saumade, 2009], el desarrollo de las desigualdades y de la capitalización en San Andrés supone una inflación exponencial del gasto festivo. Ahora bien el rodeo apareció en la fiesta patronal hace veinte años apenas, es decir en la misma época en que la institución sacrificial se embaló completamente. Se entiende que el contacto con la modernidad y la adopción del modelo mestizo de recreación festiva no hagan sino fortalecer una economía del gasto suntuario, del despilfarro ilimitado de energía que es la única fuerza susceptible de diferir el plazo de la desintegración a la que el universo wixarika, y más allá todas la cosmogonías mesoamericanas, destinan el ser humano [Duverger, 1979].

Los ciclos festivos implican unos efectos de reciprocidad: así pues, si nuestro análisis resulta correcto, el regreso del don de los teiwarixi a los huicholes en ocasión de la fiesta patronal se daría durante la Semana santa. En este último caso, los vecinos —y los turistas "new age", cada vez más numerosos estos últimos años— no pagan nada, son invitados y se les regala sin contar tortillas, atole, tejuino, carne sacrificial —los productos de la tierra— así como el peyote, el cactus alucinógeno que en ese contexto, y a pesar de los hábitos del narcotráfico que el mundo teiwari ha traído hasta la sierra, sería inconveniente vender.

Empero, si bien es probable que la polaridad calendaria que opone fiesta patronal y Semana santa forme un sistema antropológico que opondría los dones de los teiwarixi a la comunidad y los dones de la comunidad a las divinidades y a los teiwarixi, esta relación de reciprocidad no se vive como tal, ni parece equitativa. Para que haya una reciprocidad conscientemente asumida, sería preciso que los indígenas vayan ellos mismos a las fiestas patronales de los teiwarixi que ellos toman como modelo. Ahora bien este caso no es frecuente, a pesar de las invitaciones reiteradas de algunos teiwarixi a sus conocidos huicholes. Además, si bien los teiwarixi endosan la mayor parte del gasto durante la fiesta patronal indígena, su contribución, aunque ostentosa, no se puede comparar con el despilfarro ritual al que se obligan, nueve meses al año, los huicholes para no dejar de ser huicholes. En ese juego, los teiwarixi son los que ganan y los indígenas los que pierden. Siguiendo la lógica moderna de la inversión, los primeros dan en la fiesta patronal para ganar algo a término medio: uno el poder municipal,14 algún otro unas cabezas de ganado barato o bien el pago de un buen toro charro, algún otro más el olvido de la usurpación del territorio comunitario del que él o su antepasado se hizo culpable, algún otro, en fin, aunque pueda parecer irrisorio, el precio simbólico de una publicación universitaria.

En realidad, los huicholes van mucho más allá de esas consideraciones vanidosas y materialistas. Con su espíritu extraordinariamente etnocéntrico piensan que los teiwarixi, y no solamente los vecinos más próximos, se aprovechan siempre de la cultura huichol. Según dicen ellos, el mundo entero debe su fidelidad a la costumbre, el retorno periódico del sol y de la lluvia, la preservación de los ciclos de la vida y la resistencia a las fuerzas de entropía. Gracias a sus ritos, pretenden tener una influencia decisiva en la continuidad del mundo y, a ese respecto, no pueden sino menospreciar a los teiwarixi que creen tener el mismo poder gracias a su confianza en la razón materialista. Y de hecho, cuando consiguen atraer a los mestizos en el juego del gasto ostentoso a partir de una imitación de la charrería, los huicholes de San Andrés demuestran que son capaces de manipular a sus enemigos de siempre para alimentar a la economía ritual.

 

El mito del charro negro, principio de una cosmogonía escatológica

Los huicholes son conscientes de que la relación de intercambio que mantienen con los teiwarixi es desequilibrada pero la aceptan así porque ese desequilibrio es fundador de una cosmogonía ancestral que se regenera en el contacto con el mundo externo. Por ejemplo, en el mito de origen de los huicholes de Durango, el famoso charro negro, Tamatsi Teiwari Yuawi, es un dios ganadero que no deja de transgredir las normas y de enriquecerse sin respetar la ley de reciprocidad establecida por los ritos indígenas. Así como lo escribe Héctor Medina Miranda en el penetrante estudio que le ha dedicado [Medina Miranda, 2006:271], el charro negro se identifica con San Cristobal, con Santiago (que es el santo jinete) y sobre todo con el cristo muerto, o sea con las figuras católicas que introdujeron en la sierra huichol el dinero, la ganadería, las técnicas agrícolas más productivas de los blancos, y todas las comodidades modernas. En otra versión del mito, recolectada en San Andrés por Arturo Gutiérrez, se hace caso de la colaboración entre el demiurgo huichol y el demiurgo cristiano en el proceso de creación de la comunidad y de su entorno mestizo [Neurath y Guttiérrez, 2003:335–336].

Santo Cristo, que mantiene una relación incestuosa con la Vírgen de Guadalupe que es deseada por todos los hombres, se emplea con todo su genio para escapar a los judíos quienes lo persiguen por todos los rincones del universo para darle el castigo que merece por su crimen. En todos los lugares por donde pasa, él pide a Kauyumari ("el venado azul"), que es su alter ego indígena, llevar sus bueyes para aprender de los mexicanos el arte de domesticarlos y de curtir sus pieles. Cuando Kauyumari cumple con este menester, "Cristo se disfrazó para que los judíos no lo vieran, de charro negro. Entonces la garza graznó nombrándole a Cristo Teiwari Yuavi, que quiere decir Nuestro Señor, el Charro Azul (Oscuro o Negro). [...] Cristo enseñaba a los gringos a hacer fábricas y dólares, los enseñaba a herrar mulas. También les dio a los mexicanos instrucciones para que supieran tocar música de mariachi, y así hacer (ganar) dinero. Luego, ya muy cansado, se fue a la sierra de los huicholes, pero estaba tan cansado que ya no pudo hacer más cosas que el costumbre para los huicholes...".

En los relatos que transcribió Medina Miranda en las comunidades huicholes de Durango [op. cit.:274–275], el origen de la riqueza minera de México remonta a la gesta criminal de Teiwari Yuawi, el charro negro que, habiéndose transformado en Santiago, apuñaló a Tanana, que es la mitad feminina del Cristo y el avatar de la Vírgen de Guadalupe y del águila de la bandera y de las monedas nacionales de México. La sangre derramada irrigó las tierras de San Luis Potosí (donde está el peyote) y generó los yacimientos de plata que hicieron la fortuna de los que explotaron esta región. Pero "la riqueza minera que se creó con la sangre de Tanana en Wirikuta no estaba destinada a los huicholes. Posteriormente, Kauyumari llevó el mineral a la capital mexicana para cedérselo a los mestizos; a los huicholes sólo les dejó sus rituales y el cultivo del maíz [ibid:274]. Kauyumari inventa todas clases de riquezas, el ganado, el dinero, la tecnología, pero es demasiado torpe para sacarles provecho. Es incapaz de montar a caballo y su esposa no sabe ordeñar las vacas; cede los animales a Teiwari Yuawi, así como el principio del arado, que él mismo había concebido pero que no supo concretar, pues utilizaba materiales demasiado frágiles (barro o zacate, según las versiones del relato)". El demiurgo de los "vecinos", más pragmático, sacará de ese genio huichol el provecho capitalista que bien se conoce por todo el mundo.

Por eso hoy en día los huicholes, quienes se obligan a dilapidar en la costumbre lo que ganan, son pobres y los teiwarixi, quienes capitalizan lo que ganan, son ricos. El charro negro, los santos cristianos y el dinero, y el ejemplo del infernal alucinógeno —el kieri— que se les asocia en el pensamiento huichol y que se reserva a la práctica de una brujería individual, o sea exterior a la vida social, son las potencias individualistas que son fundamentalmente extranjeras a la comunidad indígena. A pesar de ello, los huicholes necesitan absolutamente esas potencias, así como lo ilustra el escenario de la fiesta patronal, que es una especie de "máquina de guerra" para atraer a los "vecinos" imitando su ethos charro y sacarles dinero. Sin embargo, esa dependencia con respecto a los que representan el poder de los blancos no se justifica por un proyecto de desarrollo que acerca a los indígenas al modo de vida occidental. En la "comunidad de los ricos" de San Andrés Cohamiata Tatei Kie, se trata, al contrario, de aprovecharse de los elementos de modernización para arruinarse con más magnificencia, ofreciendo tumini y sangre de buey a unas divinidades ambiguas, salidas de una hibridación, o más bien de una apropiación de la mitología cristiana, de una superposición vertiginosa de referentes entre los cuales alcanza su plenitud la inteligencia de los indígenas y se pierde la de los occidentales. Dicho con otras palabras, los huicholes utilizan el teiwari para quedarse fieles a un modo amerindio de civilización. Desde este punto de vista, y más allá de las apariencias que resultan de un concepto productivista del mundo que no les es propio, se puede decir que los indios sí consiguieron convertir al hombre blanco, pues transformaron sus atributos y sus agentes —ganados, santos, dinero, poder político y administrativo— en un conjunto que es el principio mismo de la continuidad de su universo atormentado por una perspectiva escatólogica.

 

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Notas

* Este artículo es parte del programa Torobullmexamerica, apoyado por la Agencia Nacional de la Investigación Francesa (ANR); dirigido por F. Saumade. La investigación propone una reflexión general sobre las relaciones entre culturas amerindias, mexicana y estadounidense vistas a partir del rodeo, de los juegos taurinos y de la ganadería extensiva. El presente texto se ha beneficiado de las lecturas amistosas de Héctor Medina Miranda, Denis Lemaistre y Miguel Olmos; agradecemos a estos colegas por su valiosísima contribución.

1 Vease la críticas demoledoras que el jurista y politista sioux oglala Vine Deloria Jr. dirigió en los años 1960–1970 a la escuela antropológica norteamericana, a la que acusó de haber reificado las culturas indígenas y de haber así participado en su aniquilación política, poniendo en tela de juicio la pretensión académica de neutralidad científica. Desde entonces, los antropólogos estadounidenses ya no pueden considerar la cuestión de las poblaciones nativas sin pasar por una drástica autocrítica de las mismas bases de su oficio. Ver la muy llamativa publicación colectiva dirigida por T. Biolsi y L. J. Zimmerman, en la que unos eminentes antropólogos, entre ellos algunos indígenas, reconocen lo acertado de la crítica de Deloria, quien da él mismo su conclusión al volúmen [Biolsi y Zimmerman, 1997].

2 Un ejemplo de ese desencanto antropológico se da en el libro de Jacques Galinier y Antoinette Molinié, Les néo–Indiens. Une religion du ille millénaire, [2006].

3 A este respecto, ver la reactualización de la etnología mesoamericanista que se da en la O última edición del Handbook of Middle American Indians [Bricker y Monaghan, 2000].

4 Ver los trabajos de Christian Duverger [1979] y de Alfredo Lopez Austin [1996].

5 Ver la crítica decisiva de la teoría levi–straussiana del intercambio matrimonial que inició el antropólogo francés Emmanuel Désveaux [2002].

6 Nuestra problemática se aproxima a la del historiador Gilles Havard [2007] cuando evoca las ceremonias miméticas que protagonizaban los indígenas de la Luisiana delante de los representantes de la corona francesa, bajo el reinado de Luis XIV. Aquí se entiende que la imitación indígena del hombre blanco —que es regularmente observada por los testigos del contacto colonial, tanto en América del norte como en México—, lejos de limitarse a una señal de aculturación, entra en realidad en una estrategia de negación de la alteridad, como si los indios trataran de "digerir la diferencia ingiriéndola" [op. cit.:567] para afirmar así su identidad.

7 Entre los huicholes, se evoca muy frecuentemente, con más o menos gravedad, los tesoros que estarían escondidos bajo la tierra, cuya eventual búsqueda sería muy peligrosa porque las profundidades ctonianas se asocian al tremendo poder de los ancestros.

8 Sobre las relaciones socieconómicas entre tradición sacrificialista wixarika y mundo externo, que pasan por las redes laborales, del comercio de artesanías y del turismo, ver [Durin, 2003 y 2008] y [Durin y Aguilar Ros, 2008].

9 Para más detalles etnográficos sobre la ganadería y el pastoralismo de los huicholes, ver Saumade [2009].

10 Sobre este problema histórico y los pleitos más recientes relativos a los límites territoriales entre ranchos mestizos y huicholes y entre las mismas comunidades huicholes, ver [Liffman, 2002] o [Téllez, 2006].

11 Sobre la mitología del charro negro en las comunidades huicholes de Durango, ver [Medina Miranda, 2006]. Los ganaderos mara'akate que entrevisté en San Sebastian Teponahuatzlan Waut+a no reconocen al charro negro un papel importante en sus mitos. En San Andrés Cohamiata Tatei Kie, el caso parece más complejo. Lemaistre, gran conocedor de los cantos chamánicos de San Andrés, dice que nunca ha recogido en sus corpus elementos relativos al charro negro (comunicación personal), aunque Guttiérrez [Guttiérrez y Neurath, 2003] sí ha dado importancia al personaje en la mitología de esta comunidad.

12 Ver el relato lleno de humor que se llevó Lemaistre [2003:89] de su experiencia del cepo huichol.

13 La guerra cristera (1926–1929) fue particularmente sangriente en la región de Mezquitic.

14 Volvamos un instante a nuestra crónica de las elecciones municipales del 2009 en Mezquitic. Tras unos tratos cerrados en la sombra, el candidato indígena del PAN —que se lució bastante en la fiesta patronal de San Andrés, como hemos visto— fue eliminado por los líderes huicholes, pues ellos quisieron presentar en su lugar a un miembro de San Sebastian Teponahuatzlan Waut+a, comunidad que está también situada en el territorio administrativo de Mezquitic. Pero este candidato sustituto rechazó el honor que se le hacía, y se convino al final de votar un nuevo presidente mestizo del pan, con la promesa de que en las siguientes elecciones, tres años después, se eligiría por fin un candidato huichol. Esos arreglos políticos y esos compromisos más o menos serios, típicos del clima candente de unas campañas electorales en las que algunos candidatos mestizos recorren la sierra con la pistola en el bolsillo, parecen indicar que existe una tendencia entre los huicholes de dejar a los mestizos el poder asociado con el mundo externo, aunque ellos sean significativamente mayoritarios en el municipio de Mezquitic. En los años que vienen, habría que estar atento a lo que pasa allí en el plano electoral: o bien los huicholes asumen, por fin, el poder municipal y el juego de las instituciones mexicanas, o bien preservan a propósito la exterioridad de este poder ejecutivo con respecto a su comunidad, lo que podría ser interpretado como una estrategia para mantener un particularismo político dentro del marco del estado moderno. En este último caso, se podría entablar una reflexión sobre el paradigma amerindio del poder político y del Estado como potencias externas a las comunidades, a partir del ensayo precursor de Clastres [1974].

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