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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.16 no.46 México may./ago. 2009

 

Miscelánea

 

Cuando el otro nos comprende: los retos de la interculturalidad ritual

 

Leopoldo Trejo*, Mauricio González**, Carlos Heiras*** e Israel Lazcarro****

 

* Museo Nacional de Antropología, INAH

** Colegio de Psicoanálisis Lacaniano, A.C.

*** Escuela Nacional de Antropología e Historia

**** Universidad Nacional Autónoma de México

 

Resumen:

La intensa relación que diferentes pueblos en el sur de la Huasteca sostienen, permite establecer lazos que les hace compartir numerosos dispositivos. ¿Qué tan lejos se puede ir con ello? Tal es el reto que enfrentamos en una región cuya diversidad etnolingüística y cultural es emblemática, donde ordinariamente conviven nahuas, otomíes, tepehuas y totonacos. Un ritual de desagravio a la Sirena, la dueña del Agua, será el detonador de una reflexión teórica acuciante: si el ritual es la vía regia donde la cosmovisión se manifiesta ¿cómo entender los rituales interétnicos? En este trabajo exploramos algunas aristas del problema, cuestionando la univocidad simbólica que los antropólogos han atribuido a las prácticas rituales, advirtiendo la importancia que guardan los equívocos, la ambigüedad, la eficacia de lo confuso y el lugar privilegiado del plano de la expresión donde se podrá apreciar que es posible cohabitar haciendo uso de diversas formas de comprensión mutua.

Palabras clave: Ritual interétnico, Huasteca, praxis, comprensión, ideas entendidas a medias.

 

Abstract:

The intense relationship different people in the south of Huastec support let establish bonds that make them share numerous devices. How far can we go with that? That is the challenge we face in a region where ethnolinguistic and cultural diversity are emblematic, where Nahua, Otomi, Tepehua and Totonac people live together. An indemnifying ritual to the Sirena, the Owner of Water, will be the detonator of a pressing theoretical trouble: if ritual is the royal way where worldview manifests, how can we understand interethnical rituals? In this article we explore some angles of the problem, enquiring the oneness symbolic way attached by anthropologists to ritual practices and adverting the importance of the equivocal, ambiguity, the efficacy of the confuse and the privileged place of expression plane where we can appreciate how is possible to live using diverse forms of mutual comprehension.

Key words: Interethnic ritual, Huastec, praxis, comprehension, half understood ideas.

 

Introducción

Desde que se configuró el concepto de interculturalidad, los antropólogos se han enfrentado a una serie de interrogantes a las que no es fácil dar respuesta. ¿Qué es? ¿Hasta dónde llega? ¿Cuáles son sus límites? La etnografía y el posterior análisis etnológico nos han llevado a enfrentar esas interrogantes ineludibles. La Huasteca, espacio complejo y diverso, supone un reto en ese orden de ideas. Este trabajo, más que exponer hipótesis y resolver problemas, quiere reconocer cómo viejos supuestos en torno a la cultura han sido heredados al abordaje de la interculturalidad. Su complejidad deriva del hecho de que aun cuando las expresiones culturales son heterogéneas, es posible vislumbrar elementos de compatibilidad con lo diverso. ¿Qué tan lejos se puede ir haciendo comparaciones y tejiendo continuidades sin anular las diferencias? Continuidad y discontinuidad ¿Hasta dónde se puede hablar de uno u otro caso? Tal es el reto que enfrenta toda investigación en una región como la Huasteca. La exposición de un caso etnográfico ilustrará y compartirá de mejor manera las dificultades analíticas a las que nos enfrentamos, explorando posibles explicaciones que echan mano de otras prácticas nutricias a la mirada etnológica de las últimas décadas.

 

El Mixún

A principios de octubre de 1999, apenas pasado el siempre peligroso cordonazo de San Francisco, la Sierra Norte de Puebla y el declive costero veracruzano sufrieron una de las desgracias naturales más dramáticas en su historia reciente. Para la mañana del día 8 de octubre, los diarios estatales hablaban de más de 200 muertos por las torrenciales lluvias y de cerca de 35 municipios afectados tan sólo en Puebla.

Entre las jurisdicciones afectadas por el siniestro estuvo Pantepec, donde según el periódico El Sol de Puebla, en su edición del día 9 de octubre, 17 personas murieron, en su mayoría niños, consecuencia del desgajamiento de un cerro que sepultó con toneladas de lodo a una pequeña escuela. Pasados los días, una vez que las aguas volvieron a su cauce, los gobiernos estatal y municipal iniciaron la reubicación de la comunidad totonaca de El Mixún, la cual, a partir de aquel momento, pasó a formar parte del asentamiento de Santa Cruz localizado a no más de un kilómetro de la cabecera municipal.

La dolorosa desaparición del Mixún como comunidad y el extraordinario carácter de la desgracia, significó el inicio de una detenida y prolongada reflexión sobre sus posibles causas. Así, desde diferentes sistemas culturales y lenguas distintas, tanto totonacos como otomíes, nahuas y tepehuas de los municipios del sur de la Huasteca, de Pantepec (Puebla), Ixhuatlán de Madero, Chicontepec (Veracruz) y Huehuetla (Hidalgo), convinieron en atribuir a la temida Sirena la responsabilidad de la tragedia.

Si bien es cierto que los atributos, potencialidades e importancia de tal ente divino varían según el pueblo indígena, sin embargo, podemos hablar de un acuerdo general según el cual se trata de la "dueña del agua". Como dueña que es, a cambio del don que ofrece —el agua—, exige que el hombre le ofrende con "comida" a través de un costumbre. Si este intercambio no se mantiene, la Sirena se verá en la necesidad de celebrarse a sí misma provocando catástrofes como la del Mixún.

A grandes rasgos, y sin entrar en detalles, entendemos por costumbre todo proceso ritual autóctono ajeno en dirección, espacio y lógica a cualquier celebración dependiente de alguna iglesia institucionalizada en un dogma. De ahí que para poder hablar de un costumbre es necesaria la presencia de un especialista ritual —comúnmente conocido en español como curandero— quien es el encargado de disponer los espacios, determinar los tiempos y dirigir los actos prescritos.

Por otro lado, a pesar de que el costumbre puede implicar visitas al templo católico (u ortodoxo, puesto que esta denominación religiosa tiene notable presencia en la región de estudio), el centro del proceso ritual no es éste, sino que, sea que se trate de un ritual terapéutico o con fines agrícola–meteorológicos, tendrá como eje espacial una casa particular o comunal a la que llamaremos casa de costumbre. Finalmente, distinguimos dos grandes tipos de costumbre según su finalidad e importancia social, siendo el primero pequeño, centrado en una persona o familia, o bien, costumbre grande, del pueblo, de interés general.

En resumen, sabemos que la dueña del agua, enojada porque los hombres no cumplieron con su promesa de celebrarla, decidió festejar a su manera, desatando una tormenta que sólo terminó cuando se hizo por cuenta propia del alimento solicitado, que en este caso fueron niños, principalmente. Seis años después, y ante el rumor de que podría desatarse otro desastre, desgajándose esta vez el cerro de Pantepec o Calvario, un grupo de familias totonacas de la comunidad de Nuevo Jardín, Pantepec, decidieron organizar un costumbre grande para agasajar y atemperar a la santísima Sirena.

Hasta aquí no parecía haber motivo para mayores complicaciones, pues solamente se trataba, aparentemente, de un conjunto de comunidades totonacas organizándose para ofrendar a la Sirena, deidad que reconocen, además de como dueña del agua, como pareja terrestre del gran dios de la lluvia y la tormenta, preso en el fondo del mar: el famoso Juan Aktsiní'. Se imponía un ritual totonaco consecuente con una cosmovisión totonaca.

No obstante, para nuestra sorpresa, descubrimos que el especialista ritual elegido, y por lo tanto el encargado de dirigir cuatro de los cinco rituales que constituyeron este largo y costoso costumbre, no sólo no era totonaco, sino que ni siquiera hablaba tal lengua pues resultó oriundo de la comunidad otomí de Molango, en el vecino municipio veracruzano de Ixhuatlán de Madero. Así, los otomíes se encargarían de realizar un costumbre totonaco. En algún momento del proceso de organización, los "encabezados" totonacos1 tomaron esta decisión que, desde nuestro punto de vista, evidencia un fenómeno cuya descripción será vital para el buen entendimiento de la dinámica ritual, no ya de los totonacos en particular, sino de los varios pueblos indígenas que cohabitan en el sur de la Huasteca.

Quizá porque los totonacos han interiorizado una jerarquía étnico–regional de curanderos en donde ellos ocupan el estatus más bajo, mientras que los otomíes el superior [v. Cabrera, 1992:115–116; Valle, 2003:281–282]; tal vez porque la Sirena es una deidad que asocian más con sus vecinos otomíes, quizá atendiendo al prestigio personal del especialista, lo cierto es que decidieron invitar a un curandero otomí en lugar de uno totonaco o de los otros pueblos vecinos.

El asunto no es menor. Si el ritual es una de las expresiones privilegiadas de cualquier cosmovisión ¿cómo es que otomíes y totonacos emprenden un ritual conjunto?, ¿comparten elementos pese a las diferencias de contenidos culturales? Responder que ambos pueblos son parte de la región con tradición religiosa mesoamericana sólo agudiza y desplaza el problema, pues denota la dificultad entre lo idéntico y lo equivalente, entre lo trascendental y lo inmanente. ¿Cómo hablar de una cultura mesoamericana que incluya las patentes diferencias entre sus componentes?, y cuando se trata de pueblos etnolingüísticamente diferenciados ¿cómo es que se engarzan en un mismo ritual? Este hecho no sólo cimbró y resquebrajó nuestros supuestos de universos cerrados, sino que además evidenció una ingenua certeza que desde nuestra primera instrucción antropológica venimos arrastrando y que creemos compartir con muchos otros colegas: la recepción antropológica, comúnmente llamada teoría Sapir–Whorf, que supuestamente afirma que todo —entiéndase todas las posibilidades del ser en la cultura— pasa a través de la lengua. Queremos ser enfáticos, no hablamos de los relevantes aportes de Sapir y de Whorf en el campo de la lingüística, sino de una reducción que de ello se hizo en las ciencias antropológicas y que cabalga abiertamente por varias etnografías. El ritual de Nuevo Jardín cuestionó de muchas maneras la validez de esa interpretación.

 

¿Cuántas culturas caben en un ritual?

Vecinas centenarias, cuatro lenguas (náhuatl, otomí, tepehua y totonaco) han convivido dentro de un estrecho territorio, lo que resulta altamente atractivo para nosotros. Esta zona se ha erigido, pues, en nuestro centro de estudio, un centro que podemos ubicar en los límites que comparten los estados de Hidalgo, Puebla y Veracruz, pero cuyas fronteras no nos atrevemos siquiera a plantear, pues como veremos, los límites aparecen y desaparecen dependiendo las prácticas puestas en juego. Este punto nos invita a repensar la tradicional idea de unidad étnica, la cual, como bien apunta Díaz Cruz, tiene precisamente en el ritual uno de sus más sólidos cimientos. El ritual: "[...] ha sido de fundamental importancia en la historia de la antropología para gestar, sostener y defender la idea de que las culturas y los sistemas sociales conforman unidades integradas, coherentes y bien delimitadas en sí mismas" [Díaz Cruz, 1998:308], y es que en realidad resulta incómodo pensar que las sociedades entre las que estudiamos no conforman de alguna u otra manera una unidad. De ahí que, por lo general, estemos dispuestos a aceptar que los límites entre grupos humanos tienen como justificación la propiedad exclusiva de un determinado acervo simbólico o material. De esta forma, la manera más sencilla de reconocer una frontera sería a través del recuento de ausencias y presencias, una taxonomía de elementos culturales. Sin embargo, esta lógica traería serios problemas. En primer lugar, en tanto resultado de modelos de análisis, estos acervos exclusivos no son realidades empíricas, sino constructos del investigador quien es, finalmente, el que dirige el recuento de elementos. El ritual constituye en sí uno de estos acervos. Por otro lado, y en este punto es necesario reparar más de una vez, la potestad de un rasgo emblemático jamás será suficiente para definir o determinar un universo cultural, de tal forma que aseveraciones tales como "las fronteras de la lengua son las fronteras de la cultura" no hacen sino restringir las posibilidades de análisis a partir de hipótesis difíciles de validar.

Dicho lo anterior, y en el supuesto de que existe cierto acuerdo en esa afirmación, aún corremos el riesgo de querer hacer entrar en armonía al conjunto de acervos, proponiendo correspondencias del tipo "a cada grupo una forma ritual, a cada forma ritual una mitología, a cada mitología un territorio, a cada territorio una lengua". Con este silogismo pasamos por alto las naturalezas divergentes que definen y caracterizan a nuestros útiles analíticos, omisión que, sin lugar a dudas, nos obligará a hacer entrar en cuadrículas estrechas, realidades con múltiples aristas. En otras palabras, deseamos evitar reducir las prácticas y contenidos culturales a un cuadro de correspondencias unívocas que impiden mostrar la complejidad de relaciones que se establecen entre los diversos pueblos de la región. Pero si en lugar de concebir la "cultura" de estos pueblos como un todo homogéneo, isomorfo en su interior y contenido en fronteras estables, la consideramos como el resultado constante de la interacción de un conjunto de dimensiones culturales relativamente autónomas y sin relaciones necesarias, multívocas, entonces no hay contradicción alguna en proponer la existencia simultánea de fronteras relativamente estables entre dimensiones homólogas pertenecientes a universos culturales distintos, al mismo tiempo que fronteras borrosas o inestables entre dichos universos.

De esta manera, de tener color la cultura, el de la Huasteca resultaría un abigarrado mosaico polícromo. Claro está que los colores no se suceden bajo manchas claramente delineadas, sino que se difuminan creando un continuum que va de norte a sur sin conocer purezas. Nuestra región de estudio es una de esas zonas con colores distintos pero familiares que a base de convivencia e intensa interacción política, económica y cultural durante largos siglos, han desarrollado espacios comunes, de mutua comprensión, aun cuando sean colores–culturas distintos. En la Huasteca sur podemos observar que uno de esos espacios donde las diferencias lingüísticas, míticas, territoriales y cosmológicas son superadas es justamente en el ritual.

Es a partir de este supuesto, ya enunciado por James Dow en torno a la región [2004], que hemos iniciado el análisis del ritual en la Huasteca sur, una hipotética región donde, desde hace centurias, conviven cuatro pueblos indígenas lingüística y territorialmente bien diferenciados. Para el caso, fuimos cuatro los etnógrafos que conformamos un equipo de investigación del proyecto nacional "Etnografía de las regiones indígenas de México en el tercer milenio" del INAH, cada uno avocado al estudio de uno de los grupos etnolingüísticos ya mencionados, y aunque a la fecha no hemos determinado con precisión qué es exactamente eso que llamamos Huasteca sur o meridional, nos dimos a la tarea de estudiar la vida ritual en este universo plurilingüe.

Podrá argumentarse que nuestro trabajo pecó de impericia, pero no de falta de documentación, pues en realidad responde, de una u otra forma, a lo que la historia de la etnografía de la región nos ha enseñado. Sabemos que en la literatura etnográfica mesoamericanista a cada uno de estos pueblos le corresponde al menos una obra e investigador emblemático, de ahí que podamos hablar de los totonacos con Alain Ichon [1990], de los tepehuas con Roberto Williams [2004], de los otomíes con Jacques Galinier [1987, 1990] y de los nahuas con Alan R. Sandstrom [1991].2 Algunos retirados, otros en activo, procedentes de distintos países, y por lo tanto profesantes de diversas posturas teóricas, estos clásicos de la antropología huasteca tienen en común el haber consagrado su atención a lo que ellos (o sus lectores) entienden como un solo pueblo, heredándonos lo mismo valiosas interpretaciones y minas de información, que imágenes coherentes y, por lo tanto, hasta cierto punto, excluyentes las unas de las otras: cada universo cultural perfectamente esférico, con un color definido y coherente consigo mismo.

Así, con la enorme responsabilidad de hablar sobre lo que autoridades intelectuales ya han dicho, nos cobijamos cada quien en un pueblo para describir formas rituales particulares. Sin embargo, cometeríamos una injusticia si intentáramos afirmar que ninguno de aquellos destacados investigadores reparó en las enormes similitudes entre pueblos vecinos, pues más allá de que es prácticamente imposible pasar por alto algo tan evidente, es precisamente gracias a los parecidos que es posible inferir las particularidades, siendo el mejor ejemplo de ello Pamela y Alan Sandstrom [1986], quienes comparan las similitudes y divergencias de los muñecos de papel recortado de las tradiciones nahua, otomí y tepehua.

De esta manera, no queda sino preguntarse, como ya lo han hecho Dow, Galinier y Sandstrom, hasta qué punto es viable hablar de universos étnicos particulares cuando en los hechos, aquéllos que ponen en marcha la maquinaria ritual, no parecen ver complicación alguna en que un otro la dirija. De esta manera no nos queda sino encarar este problema, claro está, siguiendo las tesis ya expuestas por nuestros predecesores y contemporáneos, pues es indiscutible que desde muchos ángulos, pero sobre todo aquél de la lengua, los totonacos son totonacos y los tepehuas no son otomíes. Pero, por el otro lado, existe un ámbito en que la comprensión mutua supera las barreras de lo verbal, en el que se entienden sin hablar o mejor dicho, se entienden a pesar de que hablan.

 

Más allá de la lengua

Encontramos similitudes entre las ritualidades indígenas dentro de este abigarrado mosaico pluricultural. Nahuas de la Huasteca sur veracruzana, otomíes orientales, tepehuas orientales y totonacos del norte parecen entenderse, merced a parecidos formales visibles en sus rituales. El caso del ritual de desagravio para la Sirena, en la hoy abatida comunidad del Mixún, es el ejemplo idóneo de un ritual interétnico, donde varios "colores" convergen y donde todos parecen comprender lo que se hace.

El ritual no sólo es extraordinario por la razón que lo motivó (prevenir nuevos hundimientos y deslaves en los pueblos de la región), sino también, y precisamente, por haber dado lugar a esta compleja interacción entre raíces étnicas diversas. Por ese motivo, este ritual fue el espacio privilegiado para entender la lógica que posibilita y da coherencia a la interacción intercultural sobre la cual se monta el concepto antropológico de "región intercultural". Así, si otomíes, totonacos, tepehuas y nahuas participan en un mismo ritual, ¿significa que comparten matrices culturales? Pensamos que la respuesta no es sencilla, es un hecho que se comprenden mutuamente, que empatan similitudes formales, propiamente dicho, en el plano de la expresión [Hjelmslev, 1974 (1943):75; Barthes, 1990 (1985):76], pero ello no niega las diferencias en el plano del contenido entre unos y otros. ¿Hasta dónde llegan las diferencias?, ¿hasta dónde las similitudes?

En este espacio es imposible responder a estas preguntas, pero vale la pena arriesgarse y explorar algunos elementos. Es menester desmontar la máxima atribuida a Sapir y a Whorf, que homologa lengua y cultura para, más tarde, plantear algunos posibles lineamientos heurísticos. Aunque todos sabíamos de ella, y reconocíamos a grandes rasgos su origen, nadie la había leído y, por si fuera poco, tampoco sabíamos en dónde consultarla. Creíamos que existía un libro, redactado por Sapir y Whorf, cuyo título debía ser aproximado a la máxima tan popular. No lo hemos encontrado, pues todo indica, y nuestros colegas lingüistas nos lo han hecho saber, que es una recepción de la obra de esos autores, una interpretación antropológica de dichos trabajos.

Hemos andado por la vida creyendo que la frase "todo pasa a través de la lengua" connota, entre muchas otras cosas, que las fronteras de una lengua son isomorfas con las de una cultura, y ciertamente ésta es una creencia ingenua, pues aunque los estudios antropológicos sobre identidad étnica ya nos habían alertado del inconveniente de homologar al pueblo indígena con la familia lingüística, en realidad, cuando se trata de cosmovisiones seguimos optando por la vía de la lengua, pues las posibilidades de signio ficación que posee parecen ser un terreno seguro para crear, interpretar o descubrir las profundidades de un pueblo determinado.

Al caer en cuenta de que la estructura básica del ritual totonaco parecía ser compartida tanto por tepehuas como por otomíes y nahuas, nos creímos en la posición de poder replantear, según nosotros, la noción de universos culturales, pues resultaba que, contrario al supuesto dogma que reduce la cultura a la lengua, había mucho en la vida ritual de la Huasteca sur que no necesitaba, en lo absoluto, pasar a través de ese tamiz. Obviamente bastó con platicar brevemente con un lingüista y leer algunas de sus recomendaciones para asimilar que nuestro supuesto problema no sólo no era nuevo, sino que pendía, al parecer, de un viejo malentendido que a continuación presentamos.

Hace casi 90 años, en 1921, Edward Sapir publicó en lengua inglesa un pequeño libro de ensayos titulado El lenguaje. Una introducción al estudio del habla. La primera edición en español data de 1954. Desde entonces, Sapir ya señalaba en su ensayo Lenguaje, raza y cultura que:

Los historiadores y los antropólogos han llegado a la conclusión de que las razas, las lenguas y las culturas no están distribuidas en forma paralela, que las zonas de distribución de los tres aspectos se entrecruzan de la manera más desconcertante, y que la historia de cada uno de ellos es muy distinta de las de los demás [Sapir, 1954 (1921):236].

Pero no se conformó con eso, sino que a lo largo de ese breve trabajo afirma, una y otra vez, que entre lengua, raza y cultura no existen, necesariamente, relaciones de homología y, por lo tanto, mejor será estudiarlas por separado. Así, podemos encontrar frases tan contrarias a las creencias antropológicas sobre la tesis Sapir–Whorf, como las siguientes:

En una misma cultura entran a menudo lenguas disímiles, y otras veces ocurre que lenguas muy emparentadas —o aún una sola lengua— pertenezcan a esferas culturales distintas [Sapir, 1954 (1921):242].

Ninguna lengua común es capaz de garantizar para siempre una cultura común cuando los factores geográficos, políticos y económicos de esa cultura dejan de ser iguales en toda la zona abarcada por ella [Sapir, 1954 (1921):244].

La tesis de Sapir es perfectamente crítica y contraria a aquella supuesta máxima denominada Sapir–Whorf. En este texto nos proponemos ser consecuentes con ella y dar cuenta de algunos de los varios niveles de análisis desde los cuales el ritual puede ser observado. Misión compleja, pues ninguna lectura podrá ser lo suficientemente abarcadora para definir y determinar qué fue lo que otomíes, totonacos y nahuas interpretaron en ese proceso ritual. De hecho, difícilmente encontraremos "una interpretación" basada en "una lectura", primero porque son muchas y segundo porque nace de algo que no es una lectura, como la de un texto, y si se redujera a ello, lo que se lee en un ritual no siempre es legible por todos. Son múltiples las dimensiones que intervienen en la praxis ritual, desde las aristas emocionales de los participantes hasta los aspectos meramente políticos y prácticos. Hablar de lo que significan los múltiples actos rituales puede ser harto problemático, pues habrá momentos en que si bien existe una "convención" respecto al significado de tal o cual acción ritual, habrá otros momentos en que sencillamente los símbolos no significaron lo mismo o su significado es irrelevante: es preciso advertir y limitar esa pasión semiótica que busca significados en todas partes.3 La experiencia etnográfica nos ha mostrado que pueden haber actos y palabras rituales cuyo valor más accesible sea su mera expresión formal, un privilegio al plano de la expresión en menoscabo del plano del contenido y de su mutua relación: la semiosis.

 

La vía de las formas

Empezamos por hacer un registro minucioso de los varios episodios que comprendieron este costumbre grande, los cuales no nos ofrecían, en sí mismos, la clave de lo que el ritual significaba. Tampoco nos mostraron una rigurosa sintaxis, en la medida en que el desarrollo del proceso ritual mostró una valiosa flexibilidad para acoplar, añadir, suprimir e inventar determinados actos rituales. ¿Cómo abordar entonces el estudio del ritual en esta región? Desde el momento en que se presupone que el ritual, en toda su complejidad, dice algo, asumimos que tiene una función comunicativa. Ahora bien, de la misma forma que la lengua, el ritual se desarrolla en tiempo y espacio y, por lo tanto, es por definición susceptible de ser descompuesto, en primera instancia, en cadenas sintagmáticas.

La simple división de un proceso, que puede responder a una necesidad expositiva o a una exigencia metodológica, requiere prestarle singular atención a cómo operar esta desagregación. La gran influencia de la lingüística en las ciencias sociales hizo que la segmentación de los rituales con fines analíticos adquiriera un matiz sin precedentes. Edmund Leach, por ejemplo, afirmaba que:

[...] en la búsqueda del entendimiento del ritual estamos, en efecto, intentando descubrir las reglas de gramática y sintaxis de un lenguaje desconocido, y esto resulta ser una muy complicada tarea [Leach, 1978 (1976)].

Por lo tanto, creemos que cualquier aproximación al ritual debe identificar las unidades constitutivas que se suceden y / o sustituyen configurando una cadena sintagmática. Sin embargo, desde nuestro punto de vista el programa de investigación abierto por el estructuralismo y continuado por Leach, obvia el hecho de que aunque el análisis ritual pueda tener analogías con el sintáctico, no necesariamente tiene que escalarse a analogías semánticas y, por lo tanto, producir efectos de significación similares a los realizados por estabilizaciones gramaticales. Es decir, no requiere estar organizado en pares binarios que obliguen a una semiosis unívoca, preestableciendo relaciones necesarias de interpretación. El propio intento de establecer una sintaxis ritual estable ya impone una violencia conceptual. Apenas se intenta elaborar una estructura sintáctica y las ejecuciones rituales la hacen pedazos.4

Una de las características que consideramos imprescindible destacar, es el papel que toma el contexto en la producción de significación ritual. Cualquier elemento depende del contexto en que se usa, situación que promueve una prolífica equivocidad que hace más profundos los problemas de la hermenéutica ante los límites de la interpretación. La pragmática ha sido de gran ayuda para asumir esto. Así, apelamos al principio de cooperación que indica que:

Cuando intentamos dar sentido a un enunciado que, en un determinado contexto, no nos parece que pueda ser interpretado literalmente, nos guiamos para su interpretación de una serie de características que consideramos básicas [... ] El significado que se obtiene, una implicatura en términos de Grice, es el resultado de la adhesión al principio de cooperación entendido como principio de racionalidad que guía la interacción verbal entre individuos sociales [Bertuccelli Papi, 1996 (1993):56, el subrayado es del autor].

Para nuestro caso de estudio es no verbal, encontrando protocolos, fórmulas de tratamiento ritual que no se ciñen a una gramática unívoca. Tan no es así, que los malos entendidos, los roces y conflictos consecuentes a las distintas formas de proceder ritual fueron constantes en el costumbre que nos convoca: el enfrentamiento, principalmente entre la praxis otomí y la totonaca, la una oficiante y la otra anfitriona, dio lugar a sutiles atropellos, alteraciones y adaptaciones conflictivas, algunas más evidentes, otras que el ojo poco familiarizado no habría podido percibir. No obstante, otomíes y totonacos se comprendieron mutuamente. ¿Cómo? ¿Hasta qué punto?

Una región sujeta a un permanente flujo poblacional, escenario de desplazamientos y arribos, ha configurado una fisonomía propia, al punto de que es posible hablar de la Huasteca sur como un ente más o menos definido y consolidado. Pero tal unidad no debe confundirse con igualdad: apenas se le confronta etnográficamente, la diversidad hace explotar cualquier intento de homogenización. Entonces, si ha de existir una región meridional huasteca, no podrá fundamentarse ni en rasgos emblemáticos ni en supuestos contenidos estables, sino justamente en sus diversidades. Sin embargo, eso de poco nos ayuda, Mesoamérica misma se debate en los mismos términos y se rebela a todo intento de estandarización.

Creemos que no son los elementos aislados los que definen una región, sino su dinámica, el tipo de interacción que se juega y la posibilidad de acoplamiento formal, el empate de planos de expresión a que largos siglos de interacción han dado lugar. En este sentido, la Huasteca es más un espacio de interacción que una región con límites y fronteras definidas. Buscamos entenderla a partir de las relaciones que se guardan con el entorno, la recurrencia a ciertas expresiones, si bien parecidas, nunca iguales, que configuran un patrón cuyas fronteras difícilmente se ubican, son indecidibles. Cualquiera de estos protocolos recurrentes podrá funcionar adecuadamente como nuestro "centro", a partir del cual entender la región.5 Esto implica que es posible enunciar una región tan sólo a partir de cualquiera de estas expresiones recurrentes, sin privilegiar alguna por encima de otra, sino eligiendo una de ellas como centro, tan sólo como un referente a partir del cual podamos derivar y extender sus apariciones, sus recurrencias, cada vez más distantes, cada vez más diversas.

La intensa relación intercultural de la Huasteca, interétnica, derivó en peculiares configuraciones rituales que, a la vez que buscan empatar significados, acoplan formas —entendidas como planos de expresión— que son capaces de yuxtaponer significados —planos de contenido— y encausar nuevos sentidos, salvando así las diferencias, manteniendo incólume la diversidad. Las comunidades totonacas, los curanderos otomíes y algunos pocos nahuatlatos y tepehuas invitados ejecutaban un mismo ritual, pero estamos ciertos de que no vivían el mismo ritual. En esta ocasión la praxis otomí se impuso a las otras que concedieron una jerarquía coyuntural autoimpuesta al invitar a un curandero otomí a llevar a cabo el proceso.

El ritual es susceptible de descomponerse en diferentes niveles de análisis, como son la dimensión cromática, la numérica, la musical y la espacial, entre otras. Por ejemplo, sabemos que los totonacos relacionan los números doce y trece con las nociones de hembra y macho respectivamente, mientras que el siete y el 17 remiten a la muerte. En cambio, para los nahuas de la Huasteca sur, en el ritual corresponden las cifras cinco y siete con hembra y macho respectivamente. Por otro lado, en el plano musical entendemos que cada pueblo cuenta no sólo con una forma peculiar de interpretar los sones, sino también con un corpus de ellos asociados a distintas secuencias rituales. De tal manera que, en el contexto de los costumbres, un determinado son puede significar "hincarse", o bien, "despedirse" o "salirse". Para el caso otomí Boilés afirma la existencia de sones específicos para cada secuencia del proceso [1969]. Esta relación constante entre secuencias y sones es un claro ejemplo de cómo diferentes procesos de significación se articulan siguiendo diferentes contextos rituales.

Por otro lado, los totonacos practican un protocolo ritual que guarda claras similitudes con el otomí, aunque presenta también grandes diferencias. Mientras que este último protocolo es básicamente el mismo en todos los rituales, en el caso de los totonacos algunas secuencias son claramente distintas, manifestando diferentes propósitos en cada caso. Así, los rituales terapéuticos totonacos hacen entrar en relación una mesa de ofrendas dispuesta frente al altar, con la "estrella compañera" del paciente, mientras que los rituales agrícolas prescinden de ésta. En uno y otro caso, hay parafernalia cuya presencia es imperativa y sin la cual el ritual se arriesga a perder eficacia. Las asociaciones entre colores, números o recorridos espaciales son básicas para cada uno de estos pueblos. Es aquí donde la interpretación aparece más estable, limitada. Siete es muerto, verde es la Sirena. Este universo de significados no es amorfo ni caótico, conforma un patrón interpretativo también limitado. Es éste el espacio de la comprensión sustancial de la que nos ocuparemos enseguida, donde la relación entre el plano del contenido y el de la expresión es lograda, donde la semiosis aparece en toda su magnificencia, pero es también el lugar de la autoridad, pues es aquí donde se impone determinada interpretación por encima de otras. En caso de duda, el curandero siempre es el que sabe. Esto vuelve sumamente intrigante el papel de un especialista otomí en un ritual totonaco: la autoridad que los totonacos confirieron a los especialistas otomíes y éstos detentaron, dejo claro que ciertas interpretaciones totonacas quedaron suspendidas, aunque ello no implicó que fueran desechadas. Les es imposible, pues como dijimos son parte de la sustancia de lo diverso.

 

Comprensión formal y sustancial

¿Qué peculiaridades tiene la praxis ritual otomí? Es muy atenta a los despliegues expresivos, que en términos de Barthes denominaríamos planos dennotativos de un sistema connotado [1990:76].6 Su plano de expresión ritual está compuesto por fórmulas orales y figurativas exuberantes, con despliegue de acciones que subrayan una y otra vez su carácter ritual. Los otomíes de esta región ponen especial énfasis en ello, mas en el plano del contenido aceptan enormes gradientes, apuntando hacia amplios campos de significación sin privilegiar contenidos específicos. Evocan significados más que convocarlos.7 No hay diferencias ni contradicciones, cada plano de expresión asume diferentes planos de contenido. Si buscamos estabilidad en los horizontes interpretativos otomíes, acudimos a las relaciones de poder. Pero incluso aquí, tal estabilidad es relativa, pues los especialista rituales (no sólo otomíes), en tanto que detentadores de poder, no niegan necesariamente un discurso en función del propio, no distinguen entre falso y verdadero, sino que lo subordinan en virtud de su "completitud", de su riqueza en la parafernalia y los modos de hacer con ella. Los curanderos aplican esa lógica con notable pericia. La suya será una opinión que ocupará una posición privilegiada sencillamente porque saben incorporar otras, manteniendo la coherencia y los principios de orden previstos en los protocolos culturales de tratamiento ritual. Con esa facultad en mente, el curandero no determina tanto la dóxa del ritual sino su praxis, a lo que el resto de los ejecutantes rituales se atiene. Pero este factor evocativo aparece en todos los pueblos. Basta una sutil acción para desplegar el dispositivo cultural que permite entretejer continuidades de cabo a rabo, así se trate de expresiones completamente disímiles. La atención privilegia más cómo se dice y no tanto lo que se dice, siendo los otomíes quienes explotan más este recurso, sirviendo de eslabón dinámico en el engranaje del sistema ritualístico interétnico, permitiendo suscribir, sin problemas, los diversos protocolos culturales, sin eliminar con ello los desencuentros.

En el contexto de un costumbre intercultural como el del Mixún, son frecuentes los encuentros fallidos. Si de por sí cada praxis ritual hace posible la transferencia de significados diversos y multívocos, en el contexto interétnico esta varianza se potencia. Aquí, la capacidad de empatar planos de contenido fracasa. Cualquier acercamiento teórico que pretenda encontrar un proceso semiológico unívoco, es decir, con estabilidad de contenidos, irremediablemente enfrentará la espesa e inasible coraza de los diversos, de lo múltiple e indecidible.

Ahí donde las expresiones formales suponen una contradicción, cuando los protocolos rituales chocan y se detienen ante una expresión que consideran aberrante, entonces se buscará dar la solución basándose en el protocolo ritual propio: la Silla que los especialistas rituales otomíes emplean para que la Sirena se siente frente al altar de la casa de costumbre, será asimilada por los totonacos de acuerdo a su propio quehacer ritual, haciéndola pasar por mesa de ofrendas, con sentidos y significados completamente distintos en uno y otro caso, y a la vez simultáneos: asiento de la Sirena para unos, plano terrestre para otros.

Así pues, a lo largo de los costumbres que integraron el proceso ritual de desagravio de la Sirena, era evidente, no sólo la sorpresa por parte de los totonacos, sino incluso también molestia por algunas acciones que ellos no reconocían como propias, haciéndolo manifiesto. Sin embargo, es preciso advertir que los totonacos, en el caso señalado, se conformaron, la gran mayoría de las veces, con saber del sentido del ritual, aunque desconocieran los significados que los otomíes daban a sus actos y parafernalia (en este sentido, las exégesis particulares se volvieron casi intrascendentes), evocando significados a partir de planos de expresión compartidos. Por ejemplo, cuando apareció un aro de bejuco los totonacos se apresuraron a quedar amontonados dentro de él para que el chamán otomí los limpiara después de ofrendar a las entidades nefastas, pese a que el número de vueltas que éste les dio (cuatro), no coincidía con el que ellos aplican (siete). Una similitud expresiva que no obstante conservó el sentido del acto ("limpia", expulsión de entidades patógenas), aun cuando el significado era diferente. Así, el contexto permite construir un sentido a partir de significados diferentes.

En nuestra experiencia etnográfica hemos podido constatar que el imperativo de conocer el significado de lo involucrado en un ritual no se impone a sus participantes. En otras palabras, que un sistema simbólico o puede funcionar sin profusión exegética. Más bien, se privilegia una lógica combinatoria basada en los contextos. En este sentido, el dispositivo simbólico cumple con la función de hacer pensable aquello que no es posible expresar mediante interpretaciones verbales. De esta manera, el tratamiento ritual destinado al aro de bejuco que rodeó la ofrenda al "mal aire", al principio y al final del proceso ritual en Nuevo Jardín no significó "limpia", sino más bien sugirió el sentido de limpia a partir del contexto espacial en el que se llevaba a cabo y de cierto aire de familia que la parafernalia poseía.

En la consecución de los procedimientos y la disposición del espacio ritual, en su concatenación lógica, se determinan los posibles sentidos, siempre y cuando los pensemos en sus relaciones contextuales y no a partir de significados emanados de universos culturales cerrados.

Casos como el aro, la sangre sobre los muñecos de corteza totonacos y los recortes de papel otomíes y nahuas, así como la disposición del altar doméstico, nos sugieren que se trata de un plano de expresión compartido, pero no de su plano de contenido, en tanto que su uso no depende del significado que cada pueblo les da, por lo que puede eludir las exégesis y, más aún, la relación significante, la semiosis. Hablamos de procesos en los que la significación se suspende en pro de unidades mayores, del sentido ritual. De ahí que sea posible prescindir del significado.

Atendiendo a esto, se nos impone considerar propuestas teóricas polémicas y a las que nos acercamos no sin reservas. De acuerdo con Dan Sperber [1998], el simbolismo debe entenderse, sobre todo, como una capacidad de aprendizaje que va más allá del saber enciclopédico, en tanto que remite a la memoria de los recuerdos, pues es el "saber de los saberes", aquello que alumbra una ambigüedad propia de los sistemas semiológicos y que es justamente lo que permite tender puentes difusos. Sperber habla de half understood ideas (ideas entendidas a medias), en las que el principio de ambigüedad permite construir semejanzas. Gracias a la ambigüedad, lo distinto se hace parecido, se vuelve propio lo ajeno. A fin de cuentas, sólo lo que es diferente puede parecerse. Así, los totonacos aprehenden las representaciones otomíes sin comprenderlas del todo, sin conocer sus contenidos e implicaciones simbólicas, pues ignoran gran parte de los significados involucrados, pero no por eso dejan de pensarlas y entenderlas. Llamamos a este tipo de entendimiento comprensión formal, pues aparece al momento en que se produce alguna contradicción o ambigüedad, cuando la atención abandona el campo de la significación para instalarse sólo en el plano de la expresión, es decir, fuera de las aspiraciones connotativas, en un territorio donde la eficacia de lo confuso asegura la aprehensión de ciertos sentidos que subyacen más allá de los significados. Por su parte, los significados forman parte de lo que denominamos comprensión sustancial, fundada en la relación del plano de la expresión con los planos de contenido.8 Así podemos explicar la dinámica ritual interétnica. El sentido que subyace a todo ritual y a cada secuencia es la línea rectora que define la ubicación e interacción de los participantes en el ritual, que permite sostenerlo por medio de una comprensión formal evocando contenidos imprecisos que provienen de una comprensión sustancial de los protocolos rituales del pueblo al que se pertenece.

La paridad en los planos de expresión ritual de totonacos y otomíes posibilita tender puentes de comprensión formal (como cuando los totonacos, los nahuas, tepehuas y otomíes reconocían el momento de la ofrenda y el fin del costumbre), pero ello no significa que las diferencias, roces e interpretaciones divergentes se nulifiquen. Todo lo contrario, las diferencias de pronto emergían, se visibilizaban e interpelaban. Así, los otomíes nunca comprendieron (sustancialmente) la importancia que tenía para los totonacos armar ramos de doce y trece flores, imponiendo el uso de ramos de flores con significados totonacos de macho y hembra. En tanto que la silla que usaría la Sirena según los otomíes, fue tratada como una mesa de acuerdo al protocolo totonaco, lo que relativiza la precisión de nuestros dos tipos de comprensión, pues frente a una expresión ritual dos personas pueden tener una comprensión sustancial que, al referirse la una con respecto a la otra, la del otro siempre parecerá formal. Es decir, señalar una comprensión formal en el otro denuncia que alguien posee una comprensión sustancial, lo cual puede ser cierto para quien lo enuncia, pero no necesariamente para aquél al que se hace referencia, pues esta puede tratarse de una comprensión sustancial de otra cepa cultural.

 

A manera de conclusión

En los rituales interculturales encontramos un terreno fértil para registrar las ideas entendidas a medias. No nos es posible en ese tipo de rituales hablar de significados interétnicos, y por lo tanto de una metacultura, pero sí de un sistema de interacción paralingüístico que posibilita acoplar contenidos culturales distintos a partir de acciones rituales compartidas. En ellos no hay mucho espacio para la comprensión sustancial, sino más bien para la comprensión formal. En este nivel, el ritual no tiene como objetivo comunicar algo, sino posibilitar que algo transcurra, que ocurra un acontecimiento.

 

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Notas

1 Promotores y anfitriones del costumbre encargados de la organización del ritual.

2 Hablamos de autores paradigmáticos, pero por supuesto esto no eximió considerar obras de connotados investigadores como Stresser–Péan [1998, 2008], Dow [1974, 1986] y Gómez Martínez [2002], entre muchos otros.

3 Exploramos los límites a la consigna de que "estamos condenados a la significación", hegemónica desde el giro lingüístico y que no necesariamente es atribuible, como imperativo, a los participantes de los rituales que registramos etnográficamente. Con ello no queremos decir que los rituales o actos rituales dejen de tener sentido o significación, sino sólo señalamos que el privilegio a la significación es probable que venga de cierta forma epistemológica, propia de culturas como la occidental, que no es necesariamente compartida por otros pueblos e incluso tampoco por algunas esferas del propio occidente, como lo muestran las elaboraciones sobre la cura en psicoanálisis [v. Lacan, 1999 (1966)].

4 El propio Leach era cuidadoso en los excesos a que esto podía llevar y aconsejaba "que se trate la analogía entre ritual y lenguaje, entre ritual y lengua escrita, con alguna precaución" [op. cit.:130].

5 Es llevar la consigna de reivindicación zapatista, "todos los rincones son el centro", a un plano analítico. Tomar a las fronteras como centros y a los centros como fronteras.

6 "Se diría pues que un sistema connotado es un sistema cuyo plano de la expresión está constituido por un sistema de significación" [ibid., las cursivas son del autor].

7 Sperber afirma que "el simbolismo determina, pues, un segundo modo de acceso a la memoria: una evocación adaptada al punto en que fracasa la convocación" [1988 (1978):151].

8 La elección de los términos de cada uno de los tipos de comprensión se inspira en los componentes que Hjelmslev dio a los planos de la expresión y de contenido, en donde potenciaba el alcance explicativo de Saussure en lo referente al signo, distinguiendo para cada plano su componente formal y sustancial [op. cit.:78–84], aunque no se pliega a sus definiciones, pues en semiología los primeros remiten a elementos lingüísticos sistematizados dentro de un código, y los segundos a elementos extralingüísticos [Barthes, op. cit.:39–40]. Habíamos elegido nombrarlas como entendimiento y comprensión, haciendo un símil con las palabras anglosajonas understanding y comprehension, pero producía equívocos que disminuían el potencial explicativo de la distinción haciéndola parecer despectiva.

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