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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.16 no.45 México ene./abr. 2009

 

Dossier

 

La locura se topa con el manicomio. Una historia por contar

 

Cristina Sacristán

 

Instituto Mora

 

Resumen

En la historiografía actual sigue teniendo un gran peso la interpretación encabezada principalmente por Foucault, quien considera al manicomio como un instrumento del Estado establecido para silenciar a quienes, con su manera de pensar, sentir o comportarse, cuestionaban o amenazaban los valores de las clases dominantes, lejos de constituirse en una institución terapéutica, el manicomio desgarró las vidas de quienes tuvieron la mala fortuna de ser encerrados tras sus impenetrables muros donde sólo reinaba el poder de la psiquiatría. Aunque tenemos evidencias probatorias de esta manera de percibir la institución, que por ciento cincuenta años constituyó el eje del paradigma asistencial en psiquiatría, investigaciones recientes dan cuenta de las muchas experiencias que cabían en el manicomio, lugar de reclusión y refugio, espacio terapéutico y de producción del saber. Este trabajo muestra las diferentes miradas que se han construido históricamente sobre estas grandes estructuras asilares.

Palabras clave: historiografía, psiquiatría, manicomios, locura, enfermedad mental, América latina.

 

Abstract

Current historiography continues to emphasize Foucault's idea of the insane asylum as an instrument of the state established to silence those who thought, felt or behaved in a way that questioned or threatened the values of the dominant class. Far from constituting a therapeutic institution, the insane asylum tore apart the lives of those who were unfortunate enough to be locked behind its impenetrable walls. This was a place where only the power of psychiatry reigned. Although evidence demonstrates that asylums, which constituted the backbone of psychiatric assistance for one hundred and fifty years, can be perceived that way, recent research presents the experience of many who found in it a place of refuge, therapy and even learning. This work presents different perspectives that have been constructed about these massive structures used for the asylum of the insane.

Key Words: historiography, psychiatry, insane asylum, madness,mental illness, Latin America.

 

Una casa de alienados es un instrumento de curación;
entre las manos de un médico hábil es el agente
más potente contra las enfermedades mentales.1
Jean–Étienne–Dominique Esquirol (1772–1840)

Yo tenía un buen trabajo. No sé si alguna vez me dejarán ir.
Mi vida está arruinada.
Persona hospitalizada en la provincia de Buenos Aires.
Entrevista realizada el 11 de diciembre de 2004.2

 

La célebre máxima de Esquirol, el médico francés artífice de la ley de 1838 que obligó al Estado a dar tratamiento a los insensatos, ya fuera a través de una red pública de asilos o bien apoyándose en los de carácter privado, sería vista hoy con una gran desconfianza. La sola mención de la palabra manicomio nos trae a la memoria imágenes de un mundo desolado donde el enfermo mental yace en la más absoluta inactividad, expuesto a toda suerte de abusos, encerrado contra su voluntad y sometido al poder de un saber médico que se ha dado en llamar psiquiatría. Medios de comunicación como el cine, la prensa, la televisión y ahora el internet han construido una "leyenda negra" de los manicomios, sus tratamientos y prácticas que ha terminado por convertirse en una "verdad" muy extendida y por momentos incuestionable, acaso por la fuerza de las imágenes. Estos medios se han encargado de difundir cómo proliferaron las terapias de choque que estuvieron vigentes desde la década de 1930, entre ellas el muy controvertido electroshock, las muy famosas e irreversibles lobotomías o la introducción de los primeros fármacos a mediados del siglo pasado, nuevas "camisas de fuerza" que con su acción sedativa daban cierta contención a la enfermedad.

Desde la pantalla grande, en el papel de las rotativas o a través de los testimonios dejados por los propios internos, los manicomios emergen como "depósitos" donde los pacientes se muestran hacinados, en condiciones insalubres de alojamiento, sin recibir ningún tipo de atención médica ni de rehabilitación, incomunicados en celdas de aislamiento y con la mirada perdida en el horizonte, sin rastro alguno de humanidad.3

¿Tiene la historia algo que decir al respecto? ¿Qué tanto se admite hoy esta lectura del manicomio, una institución nacida a principios del siglo XIX que se constituyó en el paradigma asistencial en psiquiatría desde entonces y hasta la Segunda Guerra Mundial?

Por más paradójico que nos resulte, a principios del siglo XIX los médicos que, como Esquirol, creyeron y alentaron la fundación de manicomios lo hicieron precisamente para luchar contra todos estos males que acabamos de mencionar. Para la sociedad de entonces, frente a la desdicha de perder el juicio y mostrarse incapaz de valerse por sí mismo, resultaba muy "natural" auxiliar al desvalido, como se hacía con el resto de los enfermos, inválidos, tullidos o ciegos a quienes se daba abrigo y sustento de formas muy distintas. Pero la insensatez también instaba a la defensa contra quien pudiera ser un peligro para sí mismo o para los demás. Por razones muy diversas, los locos podían ser segregados de la comunidad o, peor aún, eliminados por los medios más insólitos, como entregarlos a los marineros para que se los llevaran lo más lejos posible a un destino incierto, en la enigmática Nave de los Locos [Foucault, 1982:13–74; Tropé, 1997:141–143].

En un momento en que los orates podían ser tolerados, alimentados y cuidados por su parentela sin mayores pretensiones de mejoría, llevados en peregrinación a los santuarios en espera de un milagro, dejados junto a los animales en los establos, encerrados en un ático donde únicamente se les echaba comida, recluidos en las celdas de agitados de los hospitales, injustamente arrojados en calabozos o teniendo por destino el vagabundeo en las calles [González, 1994:47–52; Shorter,1997:1–4; Tropé, 1997:147–149], el nacimiento del manicomio en pleno Siglo de las Luces fue percibido como el símbolo de una civilización ilustrada y progresista que había dejado de ignorar a sus ciudadanos enfermos y que, movida por un espíritu humanitario y abiertamente reformista, les brindaba finalmente un trato digno y dirigido desde la ciencia [Novella, 2008:30]. A su vez, el siglo XIX fue testigo del gran esfuerzo teórico realizado por los médicos de la mente para comprender la naturaleza de una enfermedad como la locura, tan huidiza al modelo de la lesión anatómica vigente durante esa centuria.4 Nada parecía presagiar oscuros nubarrones.

Sin embargo, una institución que nació motivada por deseos aparentemente tan nobles —liberar al loco de las cadenas y lograr su curación para reintegrarle a la sociedad— se desvirtuó de tal manera que incluso hoy la palabra manicomio parece llevarnos de forma inexorable al terreno de la exclusión. Según la etimología de la palabra, del latín "manía" y del griego "cuidar", la manía es una "especie de locura, caracterizada por delirio general, agitación y tendencia al furor", donde expresiones como delirio, agitación y furor la inscriben en el campo médico y apuntan a lo que por siglos se conoció simplemente como furiosos, es decir, peligrosos. Pero en otro de sus sentidos significa "extravagancia, preocupación caprichosa por un tema o cosa determinada", "inclinación excesiva" y "afición apasionada", donde voces como capricho, exceso y pasión la trasladan al mundo de lo social aludiendo a los que experimentan sus emociones de manera diferente [http://www.rae.es].

En su significado literal, el manicomio sería ese territorio destinado a cuidar, tanto en el sentido de atender como en el de vigilar, a peligrosos y diferentes. A propósito, el psiquiatra inglés Roy Porter nos recuerda que todas las sociedades identifican a los seres diferentes, casi siempre los creen peligrosos, de ahí se sigue apartarlos para después buscar las causas que expliquen esa desviación de la normalidad [Porter, 2003:67–68]. Es por ello que este lugar de la locura ha sido percibido como un espacio para silenciar a todos aquellos cuya manera de pensar, sentir o comportarse resulta intolerable o amenazante para la sociedad.

Pero al poner la etiqueta de patológica, la medicina no sólo traza una línea entre unos y otros, sino que establece los comportamientos que pueden ser "tratados", aunque los elegidos podrán objetar que tal marca de apariencia científica no es sino una construcción social.5 Éste fue el caso de la homosexualidad, que apenas en 1973, ante la presión política de activistas a favor del movimiento gay, dejó de ser considerada un trastorno mental por la American Psychiatric Association, que la había incluido en la sección de "desviaciones sexuales" del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales.6 Menos conocidas son las investigaciones realizadas durante la posguerra española por el jefe de los servicios psiquiátricos del ejército franquista, Antonio Vallejo Nágera, con los prisioneros de las Brigadas Internacionales para "demostrar" la relación entre desorden mental y marxismo, y así justificar la persecución y el "tratamiento" de quienes simpatizaran con el comunismo [Huertas, 2002:99–104; González Duro, 2008].

No sólo los medios de comunicación han hecho del manicomio un objeto de la exclusión. La historia comenzó a documentar, desde la década de los sesenta del siglo pasado, este territorio que margina al enfermo mental de manera institucional, con el aval de la ciencia y de los poderes públicos [Fuentenebro y Huertas, 2004:26]. Como suele suceder, ello ocurrió precisamente cuando algunos psiquiatras se percataron de que mantener este dispositivo asistencial entrañaba un riesgo para el futuro de la profesión, dada la escasa reputación de los manicomios como espacios terapéuticos, momento en que la psiquiatría también se movía en los territorios de la marginalidad dentro de los servicios médicos y en competencia con profesiones emergentes como los psicoterapeutas de formación psicológica [Novella, 2008:19–21]. Debido a que hasta la introducción de la psicofarmacología en los años cincuenta la psiquiatría estuvo apartada de las prácticas médicas convencionales, ésta se vio sujeta a cierto ostracismo respecto al resto de la medicina, aunado al hecho de que los manicomios solían quedar en la periferia de los centros urbanos [Comelles, 1992].

Llegados a este punto cabe preguntarse si desde el campo de la historia esta visión que concibe al manicomio como un instrumento del Estado puede dar cuenta de las múltiples experiencias que cabían tras sus muros. No es ocioso cuestionarnos si el manicomio se puede reducir al ejercicio del poder psiquiátrico y la locura a la voz de los excluidos o si este enfoque ha impedido ver la complejidad de una institución que, según interpretaciones recientes, hizo las veces de un lugar de reclusión, desde luego, pero también de refugio, de espacio terapéutico y de producción del saber [Campos y Huertas, 2008:471]. Igualmente enigmática sigue siendo la locura, cuya naturaleza no cabría sólo bajo el concepto de transgresión, pues a veces lo que hay detrás es simple y llanamente una persona que sufre [Porter, 1989:20–21].7

En este trabajo busco mostrar las diferentes miradas que se han construido sobre estas grandes estructuras asilares, miradas que primero imaginaron al manicomio como el lugar que le devolvió la humanidad a la locura, una auténtica obra filantrópica, para luego considerarlo un espacio médico y judicial que condena, punto de ruptura entre la locura y la cordura, interpretación que también fue objeto de una relectura para calibrar los límites del poder psiquiátrico hasta, finalmente, aquellos trabajos que resignifican las experiencias de enfermos, médicos y familia en un microcosmos donde los estrechos marcos institucionales podían ser frecuentemente rebasados, ofreciendo las mil y un caras de la locura encerrada. Al analizar esta última apuesta historiográfica nos centraremos en la historiografía latinoamericana por ser la más cercana a nosotros, pero también porque la tradición cristiana, y luego católica del mundo latino, imprimieron un sello particular a esta historia dada la temprana creación de instituciones para dementes y su amplia difusión en este espacio geográfico, en parte animada por el espíritu de caridad.8

Antes de analizar cómo desde la disciplina histórica se configuraron estas visiones del asilo psiquiátrico, señalaremos de qué manera la ciencia médica se apropió del campo que ahora conocemos como trastornos mentales para ubicar históricamente la invención del manicomio.

 

Una máquina de curar

Si bien desde la Grecia antigua la locura fue considerada una enfermedad, en occidente los primeros hospitales que acogieron a fatuos, simples de espíritu, dementes o frenéticos respondieron a un fenómeno urbano que comenzó en el mundo hispánico en la transición del medievo al Renacimiento y se difundió plenamente en la Edad Moderna. La fundación de los primeros hospitales para locos estuvo motivada por los valores cristianos de la caridad y de la misericordia, así como por la creencia de que asistiendo a los pobres y desvalidos los ricos podían salvar su alma. Los animaba el mismo principio que regía para la asistencia hospitalaria hacia los enfermos e indigentes en general, pero en el caso de los dementes las razones de orden social prevalecieron sobre las religiosas y terapéuticas, ya que preservar la tranquilidad pública siempre estuvo por encima del aspecto médico [Tropé, 1996:307–318]. El perfil de los locos admitidos en estos primeros hospitales es elocuente, porque si bien una parte de los internos podrían haber sido llevados por razones de salud, por ejemplo, cuando la familia solicitaba el ingreso, por mandato de las autoridades eclesiásticas o militares (si un clérigo, monja o soldado enloquecía) o procedentes de otros hospitales donde se les habría desatado la locura; otra parte correspondía claramente a grupos de conducta desviada: los que enviaba la Inquisición, quienes eran remitidos desde las cárceles por haber delinquido o los que vagaban por las calles "haciendo locuras", como causar destrozos, atentar contra sus semejantes, provocar escándalos o transgredir el orden moral [López, 1988:50–79].

Entre los siglos XV y XVIII la terapéutica de la locura era tan variopinta como las posibles causas a las que se achacaba. Así, la Iglesia recurría a los exorcismos para alejar al demonio; la medicina empírica de curanderos y hechiceros recurría a las hierbas medicinales, los sortilegios y las prácticas supersticiosas; y los médicos diplomados y boticarios recurrían a estrictas dietas, duchas de agua fría en la cabeza y a las tan temidas sanguijuelas, por mencionar algunas [González, 1994:79–133; Porter, 2003:21–66].

Bajo esta pluralidad de intervenciones, entre fines del siglo XVIII y principios del XIX, en Francia, Inglaterra e Italia nacieron los primeros alienistas, quienes crearon la esperanza de que mediante una cura de aislamiento podrían reintegrar a la sociedad a aquellos desdichados frente a los cuales la medicina no había logrado más que míseros paliativos. Idearon entonces una terapéutica denominada tratamiento moral basada en una estrecha relación médico–paciente, la cual partía de la posibilidad de entablar un diálogo con el resto de razón subsistente en todo enajenado, reconducir su voluntad a partir de ciertas rutinas diarias que se creía harían innecesario el uso de la fuerza, y, desde luego, establecer un severo régimen de aislamiento al que se consideraba capaz de curar por sí mismo. El tratamiento moral sirvió para legitimar a esta naciente psiquiatría como el conocimiento experto en los trastornos mentales, y descalificar las prácticas médicas y no médicas que habían estado dirigidas a la locura durante siglos. La invención del manicomio supuso una ruptura con la tradición de asilo y custodia que mezclaba razones caritativas, médicas y de defensa social para hacer de esta institución un espacio esencialmente terapéutico dirigido por médicos y donde el confinamiento se constituyó en el factor clave de la curación, pues al aislar al enfermo del mundo exterior quedaba alejado de las personas, los hechos o las pasiones que podrían haber originado su locura [Castel, 1975:71–96; Gauchet y Swain, 1980:68–100; Swain, 1982:64–71; Shorter, 1997:8–16, Weiner, 2002].

A partir de ese momento se constituyó un saber apoyado en un código teórico (las nosologías médicas), un cuerpo de profesionales (los alienistas), un conjunto de terapéuticas (el tratamiento moral), un dispositivo institucional (el manicomio) y un estatuto de enfermo (el alienado) que le va a permitir a la medicina de la mente convertirse en la primera especialidad intrínsecamente ligada al hospital en un tiempo en que la práctica hegemónica de la medicina seguía siendo familiar y a la cabecera del enfermo, pues estamos apenas transitando al siglo XIX [Castel, 1980:13–26; Comelles, 1992: 348–352].

 

El manicomio, un objeto disputado por la historia

Aunque la psiquiatría ha estado en constante mutación, y en el último medio siglo ha vivido grandes transformaciones en la investigación, la terapéutica y los marcos legales orientados a preservar los derechos de los enfermos, uno de sus mayores hitos fue aquel que puso fin al modelo asistencial basado en la institución clave del asilo o manicomio, paradigma sobre el cual se constituyó la psiquiatría como especialidad médica en el mundo europeo prometiendo la cura de la alienación mental. Si bien el manicomio existió junto a otros modos alternativos de comprender y tratar la locura, en sus inicios, allá por el 1800, gozó de un gran consenso entre el cuerpo médico porque el proceso de curación se sostenía sobre una fe inquebrantable en la necesidad de aislar al paciente de la comunidad. Incluso cuando la segregación dejó de ser el eje de la teoría y la praxis asistencial, tras comprobar su ineficacia, los psiquiatras siguieron aferrándose al manicomio como signo de identidad [Novella, 2008:10–11].9

Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando en Inglaterra y en Estados Unidos la profunda crisis del asilo como institución terapéutica colocó en primer plano el debate sobre las alternativas a la atención institucional, estimulado por las lecciones de la psiquiatría de guerra —como el exterminio de enfermos mentales en los hospitales psiquiátricos del Tercer Reich— [Platen–Hallermund, 2007], y la influyente presencia del psicoanálisis en la psiquiatría estadounidense [Schwartz, 2000]. Hacia los años sesenta se llegó a un consenso de alcance internacional sobre la necesidad de un cambio de timón en la asistencia psiquiátrica y en las políticas de salud mental. Ante el convencimiento de que los enfermos mentales ya no debían ser confinados en instituciones que los aislaban de la sociedad, se optó por promover un sistema de atención en la comunidad que pusiera fin a la segregación, pues para ese entonces ya había quedado muy claro que el manicomio, más que un espacio de cura, era un espacio de enfermedad cuyo remanente más visible era la cronificación. Pronto se acuñó el término desinstitucionalización para referirse a este viraje "del asilo a la comunidad", aunque luego fue desplazado por el de reformas psiquiátricas, más apropiado si tomamos en cuenta que algunos pacientes externados de los viejos hospitales como parte de esta "vuelta a la comunidad" fueron llevados a instituciones de distinto tipo [Novella, 2008:11–12].

Actualmente, la Organización Mundial de la Salud recomienda la sustitución de los grandes hospitales psiquiátricos por centros de atención comunitaria con el apoyo de camas psiquiátricas en los hospitales generales y asistencia domiciliaria a fin de "limitar la estigmatización aparejada al hecho de recibir tratamiento" [Organización Mundial de la Salud, 2001:110–111].10 Aunque en algunos países desarrollados se ha logrado poner en marcha un sistema diferenciado que incluye programas de prevención, servicios de consulta externa en la atención primaria, esquemas de rehabilitación e internaciones a corto plazo en instituciones de pequeño tamaño y en el ámbito comunitario [Novella, 2008:29–30], la terapéutica de la salud mental sigue siendo muy variada, pues los acercamientos dependen de los recursos, las instituciones, las patologías y la orientación teórica de los propios médicos.11

Muy posiblemente la centralidad del manicomio en la praxis asistencial durante ciento cincuenta años convirtió a esta institución en uno de los objetos más estudiados por la historiografía psiquiátrica,12 pero fue la obra del filósofo francés Michel Foucault, Folie et déraison. Histoire de la folie à l'âge classique, publicada en 1961, la que inauguró una nueva mirada y desató un nuevo interés al descubrir la otra historia de la psiquiatría.13 Él mismo lo explicó en la Memoria que redactó para su candidatura al Collège de France donde expuso su trayectoria:

hay una dimensión que me parecía inexplorada; había que investigar cómo eran reconocidos, marginados, excluidos de la sociedad, internados y tratados los locos; qué instituciones estaban destinadas para acogerlos, y para retenerlos, para tratarlos algunas veces; qué instancias decidían su locura y según qué criterios; qué métodos se empleaban para someterlos, castigarlos o curarlos; resumiendo, en qué entramado de instituciones y de prácticas se encontraba atrapado y definido a la vez el loco [Foucault, 1992:423].

Hasta entonces la historiografía previa de corte biográfico, narrativo y lineal había ofrecido una visión de continuidad desde Hipócrates hasta Freud destacando los grandes logros de la psiquiatría. Desde esta perspectiva, el alienismo combatió el oscurantismo que confundía a enfermos mentales con endemoniados o brujas salvándolos de una muerte segura en la hoguera, y humanizó el trato dado a los insensatos al liberarlos de las jaulas donde, en franca cercanía con la animalidad, se encontraban encadenados, sucios, desnudos y hambrientos. La filiación médica de estos primeros autores y el hecho de que escribieran durante la primera mitad del siglo XX, antes de la introducción de los fármacos, los llevó a reproducir una imagen heroica de su pasado para legitimar científica y socialmente un ejercicio como el de la psiquiatría que alcanzaba pocos éxitos terapéuticos, pese al considerable esfuerzo realizado durante esas décadas [Zilboorg, 1968; Huertas, 2001:16–19; Berrios, 2004:31–32; Álvarez y Esteban, 2006:660].14

Ante esta manera de concebir la historia de la psiquiatría, Foucault rastreó en el racionalismo del siglo XVII las raíces del proceso que redujo la locura al silencio y que se plasmó en el llamado Gran Encierro, un movimiento por el cual, a partir de 1656, fueron confinados en París con el decreto que creaba el Hôpital Général, todos aquellos que portaban la bandera de la sinrazón, entre ellos, criminales, prostitutas, mendigos, librepensadores, blasfemos, homosexuales y locos, claramente los diferentes y peligrosos. Este encierro, que alcanzó cifras nunca antes vistas,15 iba más allá de la detención, ya que durante su estadía los recluidos eran obligados a trabajar a fin de contrarrestar un modo de vida basado en la ociosidad, totalmente opuesto al espíritu burgués inspirado en una exaltación de valores como el esfuerzo y el trabajo. Según Foucault, por primera vez en la historia, la locura fue percibida en el horizonte de la pobreza, la improductividad y la inadaptación social y se convirtió en un problema moral, de dimensiones éticas, y por primera vez, también fue excluida y confinada bajo una actitud distintiva de la Época Clásica, si se la compara con el trato recibido por el loco en los siglos anteriores. La locura como enfermedad continuó existiendo, pero en otro destino, el Hôtel–Dieu, un hospital donde entraban los locos considerados curables, experiencia que remitía a la tradición asistencial de fines de la Edad Media, pero que cohabitó con el internamiento, donde los locos no eran recluidos con fines terapéuticos [Foucault, 1982:1:75–210].

Además de indagar en los espacios físicos de la locura, Foucault escudriño en la conciencia de los hombres las nociones en torno a la alienación mental construidas desde el Renacimiento en las artes plásticas, la literatura, la filosofía, la teología, el derecho y, desde luego, la medicina, llegando a concluir que éstas siempre habían existido por referencia a una razón históricamente cambiante, siendo la enfermedad mental una de sus manifestaciones, de ahí que incluso la definición médica de la locura tuviera un componente moral, social y cultural [Foucault, 1982:1:276–390]. Al interesarse por los sistemas de representaciones literarios e iconográficos de la enajenación, Foucault mostró de qué manera factores sociales y culturales habían incidido históricamente en las nociones de locura, rechazando la visión de que el conocimiento psiquiátrico se constituyó por acumulación de observaciones de las cuales emanaban teorías. Por ello, la locura no podía considerarse una "variable científica ahistórica", sino una "construcción social altamente variable" [Gutting, 1994:332]. En este descubrimiento Roland Barthes vio una de las aportaciones más importantes de Foucault porque transformó "en hecho de la civilización lo que tomábamos por un hecho médico", y con ello la locura dejó de ser una alteración orgánica asentada en un individuo [v. Eribon, 1992:165].

Foucault también se planteó iluminar la naturaleza de la psiquiatría moderna al ver en el tratamiento moral y en el nacimiento del asilo la normalización de los sujetos, quienes a juicio de los médicos quedaban "curados" cuando se estabilizaban en un tipo social moralmente aceptable. Para él la misión filantrópica y liberadora de la psiquiatría constituía uno de sus mitos fundantes, ya que la coerción física se había sustituido por la sumisión a las rutinas y al orden religiosamente seguidos gracias a métodos inspirados en el miedo y la intimidación, donde la locura era constantemente juzgada:

el asilo de la época positivista, de cuya fundación corresponde a Pinel la gloria, no es un libre dominio de la observación, del diagnostico y de la terapéutica: es un espacio judicial, donde se acusa, juzga y condena, y donde no se libera sino por medio de la versión de ese proceso en la profundidad psicológica, es decir, por el arrepentimiento.

Todo ello era posible, evidentemente, gracias al médico, quien se constituyó en la única autoridad del asilo [Foucault, 1982:2:190–263, y251].

Pese a los elogios que su obra recibió en el medio francés, Foucault no quedó contento con el "débil eco" que proyectó su libro, posiblemente por tratarse de un texto muy académico —fue su tesis de doctorado en filosofía—, pero también de difícil lectura. Por el contrario, la traducción al inglés de una versión más breve, con el título de Madness and Civilization, tuvo una acogida radicalmente distinta, sobre todo por el interés que despertó entre los "antipsiquiatras". La obra fue publicada en una colección dirigida por Ronald Laing con prólogo de David Cooper, dos psiquiatras para quienes la esquizofrenia era consecuencia directa del dispositivo represivo que representaba la familia y ante la cual la psiquiatría reaccionaba con la violencia del encierro [Eribon, 1992:170–174]. En la misma sintonía se encontraba la obra de otros dos autores, aparecida exactamente el año que Folie et déraison, la del sociólogo Erving Goffman, Asylums, y el libro del psiquiatra Thomas Szasz, The Myth of Mental Illness, momento, además, en que Franco Basaglia iniciaba en la provincia de Gorizia, Italia, la primera experiencia desinstitucionalizadora. Sin duda, la tesis sostenida por todos estos autores de que la sociedad y la propia psiquiatría eran patógenas, se vio fortalecida con la obra de Foucault que, desde la historia, la reafirmaba [Roudinesco, 1996:13].

Bajo estos reflectores y a la luz del activismo pos sesenta y ocho en lucha por reformas penitenciarias y manicomiales, la obra de Foucault adquirió un alcance político que no tuvo en sus orígenes, pues muchos movimientos se valieron de ella para hacer una crítica radical de las instituciones opresoras [Eribon, 1992:173–176]. Aunque este uso político alentó muchos estudios, también levantó la airada crítica de psiquiatras, psicólogos e historiadores, ya que "denunciaba todos los ideales sobre los cuales se basaba el saber de ellos", como las buenas intenciones de los primeros alienistas, al tiempo que declaraba la guerra a cualquier reforma que implicara continuar con la institucionalización de los pacientes. Por ejemplo, a fines de 1969 el muy prestigiado psiquiatra francés Henry Ey dijo en unas jornadas académicas que el libro mantenía "una posición psiquiatricida" con "graves consecuencias para la idea misma del hombre" [Citado en Roudinesco, 1996:12–13,18].

Además de adversarios, Foucault aglutinó a numerosos seguidores que centraron su mirada en el nacimiento del manicomio, ocurrido más de un siglo después del Gran Encierro, y que continuaron la renovación historiográfica iniciada por él. Coincidieron en sostener que el manicomio, tal y como se instrumentó a lo largo del siglo XIX, no representó ningún avance en términos científicos ni logró una mayor comprensión del ser humano, ni siquiera la autoridad del médico director, de cuya figura dependía el éxito del tratamiento moral, procedía de la ciencia sino del orden ético dominante que él representaba, de ahí que el manicomio en realidad evidenció las fuentes de la dominación de la que daban fe los abusos cometidos, como los internamientos arbitrarios. El manicomio fue visto por esta historiografía como un instrumento regulador de las tensiones sociales y protector de la sociedad frente a las amenazas de sus miembros. Mientras en las sociedades tradicionales el equilibrio entre el comportamiento de los individuos y los intereses comunes estaría regulado principalmente por la acción de los controles ejercidos por la familia y la Iglesia, en las sociedades modernas se habrían creado formas de control propias de I un mundo secular bajo la competencia del Estado y legitimadas por la pretensión de verdad de los discursos científicos. Desde este papel de defensa social el manicomio cumplió funciones diversas como asegurar la cohesión de la sociedad en tiempos de inestabilidad y de transformaciones políticas, dando soluciones institucionales a problemas que antes se resolvían en el seno de la familia, o bien, siendo un instrumento para la conformidad y al servicio de las exigencias de la sociedad capitalista por el énfasis puesto en combatir la ociosidad y la falta de productividad. En clara sintonía con los atributos del espacio manicomial, se sostuvo que los diagnósticos médicos eran más reveladores del sistema social que del individuo, de cómo la sociedad reaccionaba frente a los comportamientos no convencionales en tanto los conceptos clínicos no estaban libres de valores. [Rothman, 1971; Rosen, 1974; Donner, 1974; Scull, 1983:120–122; Grob, 1994b:263–275].

Para las interpretaciones más radicales, los psiquiatras hacían las veces de auténticos guardianes del orden y los manicomios de instituciones represoras. Incluso se afirmó que el alienismo fue la primera "medicina social" porque utilizó el manicomio como un "laboratorio" para experimentar dispositivos de resocialización de los individuos y para ensayar técnicas de control que después se extenderían a las clases populares, de ahí que su aportación no estaría en el campo de la ciencia, sino en las formas de intervención para mantener el orden [Álvarez–Uría, 1983; Gauchet y Swain, 1980; Huertas, 2001:17–19; Campos y Huertas, 2008:475–477].16

La influencia de Foucault traspasó ampliamente las fronteras de occidente, tanto así que sirvió para interpretar el potencial de control del Estado en China, al menos entre 1731 y 1908, cuando por órdenes gubernamentales se implantó un programa de registro y confinamiento de locos bajo "arresto domiciliario". Cada familia estaba obligada a "empadronar" a sus locos y a mantenerlos bajo estricta vigilancia. La ley preveía medidas punitivas de considerable dureza para obligar a su cumplimiento haciendo responsables a los parientes en caso de suicidios y homicidios cometidos por el loco. Si la familia no podía demostrar que disponía de condiciones apropiadas para asegurar al insensato, éste se destinaba a prisiones del gobierno como los criminales comunes, ocurriendo lo propio con quienes vagaban por las calles [Ng, 1990:6375,166–168].

Tras esta historiografía del control social que extendió la interpretación de Foucault a otras latitudes, una serie de historiadores reaccionaron por considerar que algunas afirmaciones no parecían sostenerse a la luz de la metodología propia de la historia.

 

La réplica a Foucault

Las críticas al enfoque foucaultiano se movieron, sobre todo, en tres frentes: tanto Foucault como sus seguidores habrían sido especulativos en el manejo de las fuentes, pues se apoyaron en textos médicos y legales que expresaban los deseos de los alienistas y las normas que debían imperar en el manicomio, pero los interpretaron como si esas pretensiones y esos marcos coercitivos se hubieran plasmado en cada una de las instituciones tal y como se planearon. En segundo lugar, la interpretación de Foucault se aplicó mecánicamente a otros países buscando elementos de prueba, pero sin considerar que el contexto local prácticamente hacía inviable el establecimiento del llamado poder psiquiátrico como, por ejemplo, una red asistencial insuficiente, legislaciones que limitaban la capacidad de maniobra de la psiquiatría frente a otros poderes como la familia o los jueces, y escasez de alienistas, por no ser una profesión tan atractiva entre los médicos, lo que restringía el número de peones dispuestos a dar esta batalla. Finalmente, se argumentó que la conexión de esta historiografía con el movimiento antipsiquiátrico devino en una historia "profundamente presentista y ligada a los debates políticos". Los críticos de la historiografía del control social consideraron que dicha conexión proyectó a la comprensión del pasado los ataques que en esos años la llamada "antipsiquiatría" le lanzaba a la psiquiatría manicomial [Huertas, 2001:19–22; Campos y Huertas, 2008:472–477].

Ya entrando en detalles, algunos de estos autores consideraron que el Gran Encierro ni por asomo existió fuera de Francia con las características y alcances propuestos por Foucault, ya que la mayoría de los pobres continuaron siendo auxiliados por el resto de la población y los locos quedaron bajo el cuidado —o el descuido— de parientes, vecinos, párrocos, etc. Tampoco se encontró una relación entre locura e improductividad desde el punto de vista moral ni que estuvieran mezclados de forma indiscriminada, pues incluso en los hospitales generales estaban separados de los restantes enfermos [Gutting, 1994:340–347; Shorter, 1997:4–7; Porter, 2003:96–102]. Aun en el caso francés se adujo que los locos no fueron objeto de un encierro tan indiscriminado puesto que siempre conservaron un estatuto diferente tanto por no ser responsables de los delitos, como porque no se les condenaba por sus ideas como a los libertinos. Aung que sólo fuera para no oír sus gritos, estaban apartados de los restantes en el Hôpital Général y en las cárceles. Si bien existía un trato diferenciado entre los que iban al Hôtel–Dieu y los que eran encerrados en el Hôpital Général, trato que I respondía a la distinción entre curables e incurables, ambos conservaban su estatuto médico [Quétel, 1996:75–87].

En el caso español se sostuvo que durante el siglo XIX la red manicomial fue tan pobre que no pudo absorber la demanda. En algunas regiones como Cataluña, donde prácticamente toda la psiquiatría era privada, los médicos atendían a la burguesía, más por un espíritu de negocio que por un afán de control social. Igualmente resultaba muy difícil que instituciones públicas en manos de religiosos llevaran a cabo el programa del tratamiento moral, ya que muchos de los edificios no se podían habilitar para separar a los pacientes en pabellones. La escasez de médicos alienistas obligaba a que el médico del hospital, por falta de preparación, sólo atendiera las enfermedades comunes de los internos. Estos rasgos de la psiquiatría española han llevado a concluir en el desinterés del Estado por la locura y en la muy baja probabilidad de que ésta se convirtiera en un problema social [Comelles, 1988; Campos y Huertas, 2008:477–479].

Aunque muchos de los reformadores que auspiciaron la fundación de los asilos bajo directrices médicas creían sinceramente que el confinamiento entre desconocidos era el primer paso para lograr la curación de los locos y rechazaban la crueldad con la que habían sido tratados en otros tiempos [Scull, 1983:132–134], el aislamiento al que fueron sometidos los insensatos fue objeto de críticas desde el último tercio del siglo XIX, algunos psiquiatras pensaron en abrir las puertas del asilo, alternativa que no contó con un amplio consenso, entre otras razones, porque parecía no resolver el problema de los individuos potencialmente peligrosos [Sueur, 1994; Campos, 1997, 2001]. Por otro lado, el crecimiento de los internos que, por ejemplo, en Inglaterra pasó de entre 5,000 y 10,000 a principios del siglo XIX a 100,000 hacia 1900 [Gutting, 1994:334–335] o en Estados Unidos donde hacia 1940 había cerca de medio millón de pacientes recluidos, la mayoría en la categoría de crónicos [Grob, 1994a:165–166], y que podría verse como una muestra de la gran capacidad represora de los poderes públicos, no parece que haya obedecido a razones de control social instrumentadas desde el Estado, sino a otras de tipo social, como la menor tolerancia de las familias hacia los pacientes disruptivos, y de índole médica, como el incremento de enfermos psiquiátricos con padecimientos orgánicos que se fueron cronificando por ser incurables en ese momento (la neurosífilis, las psicosis por alcoholismo, la demencia senil y, aunque de esto hay menor certeza, la esquizofrenia). También influyó el hecho de que con la aparición de los manicomios se produjo una redistribución de los dementes pobres que anteriormente se encontraban en hospicios y hospitales [Shorter, 1997:33–52]. Por ello, antes de terminar el siglo se evidenció la cronicidad que parecía caracterizar a un buen número de enfermos en los asilos, documentada dramáticamente en f las tasas de incurabilidad, la sobrepoblación y la falta de personal calificado que impedían llevar a cabo cualquier tipo de tratamiento derivando en el custodialismo [Lanteri–Laura, 1972].

Pese a la infinidad de precisiones que recibió el planteamiento de Foucault, quien rastreó en numerosas fuentes la representación de la locura y las actitudes hacia el encierro, pero adoleció de sistematización a la hora de documentar el funcionamiento cotidiano de las instituciones que confinaron a los locos [Scull, 2008], no cabe duda que su obra ha sido una aportación indiscutible en la historiografía de la locura, "un antes y un después". Sin embargo, al focalizar su interés en las relaciones de poder del médico sobre el enfermo para imaginar cómo se despliega el poder psiquiátrico, ese dispositivo arquitectónico, médico y administrativo que somete al loco a la dirección del médico para reconducir su voluntad, modificar su conducta y, ya normalizado, reintroducirlo al medio social [Huertas, 2006:267–276], su obra se enfocó en aquello que pasara por el tamiz de la relación saber–poder, otorgando un papel de primer orden al Estado y sus instrumentos, los psiquiatras, dejando de lado la intervención de dos actores con una gran capacidad de interlocución en el espacio manicomial: la familia y el propio loco, que la historia con sujeto se va a encargar de recuperar.

 

Manicomio con sujeto

Hacia la década de los ochenta del siglo pasado tomó auge una tendencia historiográfica conocida bajo diversos nombres, entre ellos, el de historia con sujeto, que cansada de los análisis del discurso y de las estructuras sintió la necesidad de dirigir la mirada precisamente a los seres humanos que padecen y enfrentan esas estructuras, buscar la explicación histórica en la libertad de elección de los individuos haciendo énfasis en la subjetividad y construir nuevas preguntas que brindaran la posibilidad del acceso al otro. En el caso de la historia de la psiquiatría, una nueva generación de historiadores tomó por asalto los archivos administrativos y, en menor medida los expedientes clínicos de los enfermos, para conocer el día a día de las instituciones psiquiátricas. En sus estudios concluyeron que algunos trabajos de inspiración foucaultiana atribuyeron una capacidad desmedida a las instituciones para ordenar la sociedad, ignoraron las formas de contestación de los subalterna nos —desde la negociación hasta la resistencia—, visualizaron al Estado de forma monolítica, como si entre la burocracia no cupiera la disidencia, « e imaginaron un saber perfectamente elaborado por las élites sin considerar la intervención de grupos profanos como la opinión pública o la familia [Di Liscia y Bohoslavsky, 2005:9–22]. Esta historiografía ha tenido un gran impacto en América latina.

Como en Europa, en América latina el manicomio también está ligado al nacimiento de la psiquiatría, pero con una diferencia de varias décadas. Fue entre 1860 y 1880 cuando a través de peticiones o denuncias por el abandono en que estaban los enfermos, los médicos exigieron al Estado la creación de manicomios que pudieran brindar un espacio diferenciado y tratamientos dirigidos específicamente a los enfermos mentales (entre ellos, el tratamiento moral), así como una legislación que definiera las condiciones para el secuestro de un loco y legitimara al psiquiatra como el experto. En la mayor parte de los países este proceso de medicalización de la locura se vio obstaculizado por el débil apoyo estatal, la aprobación de marcos jurídicos en cuyos intersticios el procedimiento de admisión y alta escapaba al control de los médicos, así como falta de recursos materiales y humanos para hacer frente a la demanda. Aunque durante la primera mitad del siglo XX proliferaron los tratamientos somáticos a través de los cuales la psiquiatría buscó legitimarse como ciencia con un fundamento organicista, ello no evitó que estas instituciones tuvieran un marcado carácter custodial debido a su ineficaz arsenal terapéutico que compartía con sus colegas europeos, cuya influencia provenía sobre todo de Francia y Alemania [Ruiz, 1994; Ortega, 1995; Wadi, 1999–2000; Sacristán, 2001, 2002; Rivera–Garza, 2001a, 2003; Ablard, 2003, 2005; 2008; Stagnaro, 2006; Villaseñor, 2006; Ayala, 2007; Venancio, 2007; Casas, 2008; Morales, 2008; Araya, 2009; Ríos, 2009c].

En relación con el "éxito político" del control social, la historiografía en América latina también debatió con el argumento de que el manicomio fue concebido como un instrumento del Estado al servicio de las clases dominantes. Es muy cierto que gran parte de los manicomios fueron producto de la convergencia de intereses entre una psiquiatría en ciernes que requería posicionarse desde la plataforma del manicomio, sectores privilegiados de la sociedad que apoyaron política y económicamente el establecimiento de instituciones encargadas de dar contención a la locura, y un Estado que vio en la construcción de estos modernos manicomios un capital político utilizado para mostrar la importancia que le daba a los grupos más desfavorecidos. Sin embargo, una vez echadas a andar estas instituciones, solían ser abandonadas a su suerte, de ahí que los psiquiatras se quejaran del poco apoyo presupuestal, administrativo y jurídico recibido desde los poderes públicos [Rodríguez, 1993; Wadi, 1999–2000; Sacristán, 2001; Rivera–Garza, 2001a; Ablard, 2003; Bassa, 2005; Ayala, 2007].

Uno de los argumentos que debilita la alianza entre el Estado y la psiquiatría para reprimir los comportamientos desviados es la poderosa influencia que desplegó la familia tanto para forzar el ingreso, como para impedir el alta. Por ello, en muchos casos el diagnóstico médico no hacía sino corroborar el que ya se había dado en el seno familiar conforme a sus propios valores. Aunque los psiquiatras percibían las peticiones por orden de la familia como menos coercitivas que las ordenadas por la policía, lo cual para ellos representaba un signo de la confianza que el manicomio inspiraba en la sociedad, en los hechos, la familia favorecía el internamiento por razones extra médicas, fundamentalmente porque algún miembro de la familia tenía un comportamiento considerado socialmente indigno, escandaloso o infame. Los médicos se vieron envueltos en los problemas familiares porque estos ingresos solían ir precedidos de crisis o tensiones en la familia, admisiones donde los poderes públicos carecían de toda intervención. En algunos casos, los propios parientes rechazaron las altas, por lo que ofrecieron pagar para que pasaran a un familiar a la categoría de pensionista y no fuera externado, por lo que estos trabajos han cuestionado la visión de que las familias fueron víctimas pasivas de los programas institucionales, ya que cuando el Estado anula o disminuye su capacidad regulatoria se abre la posibilidad de que otros poderes actúen en su provecho [McGovern, 1986:15–17; Prestwich, 1994:802–810; Ablard, 2005:203212; Molinari, 2005:379–383; Ríos, 2008:80–83; 2009c:181–208].

La masificación de los manicomios se ha utilizado como un argumento para probar el custodialismo de este tipo de instituciones. Sin embargo, los cientos o miles de pacientes que en un momento determinado podían encontrarse encerrados simultáneamente, han escondido la dinámica demográfica de los manicomios. Afortunadamente las investigaciones que ya se han realizado contienen numerosos indicadores del perfil y la evolución de la población recluida (edad, sexo, estado civil, lugar de nacimiento, lugar de residencia, ocupación, instancia remitente, diagnóstico, tiempo de estancia, condición económica, motivo del alta, causas de muerte, promedio de pacientes) que muestran la movilidad de muchos internos expresada en las altas, los reingresos o las fugas, lo que contrasta con la imagen de que quien entraba en un manicomio sólo salía de él en un ataúd [Ríos, 2009c; Tierno, 2008]. Por otro lado, las dificultades de financiamiento que enfrentaron gran parte de los manicomios condujo a que, en nombre de la "terapéutica del trabajo", algunos de ellos se convirtieran en verdaderas empresas agrícolas sostenidas con la mano de obra gratuita, o casi, de enfermos considerados crónicos —en algunos casos hasta un 70% de la población—, a los que difícilmente se les daba el alta aun estando aptos para salir. En estos casos fueron razones económicas las que llevaron a retener a estos pacientes y no de control social [Vezzetti, 1985:66–79; Grob, 1994a:63–66, 1994b:275–277; Comelles, 1997:90–101; Mills, 1999: 413–429; Eraso, 2002:33–63; Sacristán, 2003:57–65, 2005a:680–689; Wadi, 2008a].

Pero no sólo las familias dispusieron de un gran poder de interlocución con los psiquiatras. Los propios locos dieron muestra de una gran capacidad de intervención: negociaron los diagnósticos, los tratamientos y las normas que regulaban la vida en el manicomio, manipularon su propia condición de enfermos mentales con fines jurídicos o mediáticos, demandaron a los médicos por la vía legal, se negaron a participar en el "trabajo terapéutico" o en terapias que requerían su colaboración, como la hipnosis por considerar que invadían su intimidad, encontraron razones para entrar y salir de la institución por propia conveniencia o mantuvieron comunicación con el mundo de afuera sin encontrar demasiadas trabas, prueba de que la institución no era tan "cerrada" como se ha supuesto [Rivera–Garza, 2001b:653–658; Ablard, 2005:212–214; Ríos, 2004, 2009a, 2009c; Sacristán, 2005b].

Un análisis más detallado a partir de los testimonios dejados por los propios enfermos, tanto los que fueron escritos dentro de la institución y que se han encontrado en los expedientes clínicos, como los que se publicaron tras la salida de estos pacientes, ha advertido que algunos tomaron la decisión de ingresar por voluntad propia y encontraron la cura a sus males, otros relatan haberse adaptado aunque al principio les pareció un "infierno", y algunos más rogaron no ser dados de alta por considerar que estarían peor en su casa. Para quienes carecían de familia el manicomio se convirtió en una opción laboral, pues pidieron ser contratados o poner su propio negocio a fin de no verse expuestos a la vida en las calles. Así fue como llegaron a trabajar, incluso de asistentes de los médicos aplicando electroshocks o haciendo disecciones de cerebros. Para todos ellos, no cabe duda de que el manicomio fue un lugar para vivir y no un espacio de terror [Styron, 1991; Lavín, 2003; Sacristán, 2007; Wadi, 2008a, 2008b, García, 2008; Ríos, 2009a, 2009c].

Al focalizar el análisis en las relaciones entre psiquiatría, manicomio y poder, una buena parte de la historiografía que hemos ido mencionando a lo largo de este trabajo ha hecho hincapié en la institución manicomial como un espacio para la construcción de saberes relacionados con el disciplinamiento de la población, dejando de lado otras elaboraciones que se forjaron precisamente en este espacio como parte de la realidad que los médicos enfrentaban cotidianamente y que no pueden comprenderse si se leen desde una perspectiva de poder. Si bien es cierto que el manicomio se convirtió en un lugar de normalización para los que se adaptaron y en un lugar de encierro para los que se rebelaron, investigaciones recientes revelan las múltiples experiencias que cabían en un microcosmos social como éste y muestran que se ha sobredimensionado el papel de control social del manicomio, pues la locura se podía vivir sin que necesariamente implicara un proceso de dominación ni de transgresión.

 

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Notas

1 Esquirol [1847 (1838)].

2 Citado en Mental Disability Rights International [2008:9].

3 Sobre los riesgos de las terapias de choque y las psicocirugías que alcanzaron a miles de pacientes en Estados Unidos, véase Grob [1994a:178–183]. Para la perspectiva desde el cine véase Solá [2006], quien cree que este medio ha ridiculizado los tratamientos psiquiátricos y ha contribuido a estigmatizar la enfermedad mental, y Ferrer et al. [2006], quienes analizan la imagen de psiquiatras y terapeutas en el celuloide. Sobre las denuncias que ha permitido la fotografía a través de la prensa y de otros medios impresos, véase Martínez [2005] y la página http://psiquifotos.blogspot.com/ Un ejemplo reciente del valor testimonial de los escritos de los propios enfermos se puede observar en Penney y Stastny [2009]. De este libro véase también http://suitcaseexhibit.org/indexhasflash.html.

4 El gran pluralismo teórico que va de Pinel a Kraepelin puede verse en Huertas [2004].

5 Sobre la construcción social en psiquiatría puede verse un texto clásico de Scheff [1973].

6 Véase la postura que en ese momento tomaron los dirigentes de la apa en http://www.psych.org/Departments/EDU/Library/APAOfficialDocumentsandRelated/PositionStatements/197310.aspx

7 No hace mucho tiempo todavía Roy Porter [2003:13] se preguntaba: "¿acaso no es la demencia el misterio de misterios? Los mismos profesores de psiquiatría tienen las más sorprendentes opiniones sobre la materia que imparten".

8 Uno de los primeros trabajos que estudia de manera conjunta el caso español y el de los territorios americanos es Viqueira [1965].

9 Desde el nacimiento mismo de la psiquiatría a fines del siglo XVIII se propuso el tratamiento en comunidad [v. Bartlett y Wright, 1999]. Hoy en día se sabe que "la privación prolongada puede exacerbar síntomas psiquiátricos o inducir daño psiquiátrico severo, y « producir asimismo agitación profunda, ansiedad extrema, ataques de pánico, depresión, pensamientos desorganizados y un desorden de personalidad antisocial" [Grassian y Friedman, v. Mental Disability Rights International, 2008:10].

10 Véase una campaña reciente realizada en España destinada a combatir el estigma y la discriminación de los enfermos mentales en la página www.1decada4.es

11 La "filosofía del asilo" no ha sido erradicada ni siquiera en países que conocieron un gran desarrollo en el siglo XX como el caso de Argentina, donde una investigación realizada entre junio de 2004 y agosto de 2007 "documentó violaciones a los derechos humanos perpetrados contra las, aproximadamente, 25,000 personas que están detenidas en las instituciones psiquiátricas argentinas", 75% de las cuales se hallan en instalaciones de 1000 camas o más, es decir, en grandes asilos psiquiátricos [Mental Disability Rights International, 2008:9–10]. Un panorama oficial de todo lo que aún falta por hacer puede verse en Organización Mundial de la Salud [2001].

12 Véase el caso de la historiografía española, Lázaro y Bujosa [2000], donde después del género biográfico, el cual incluye las necrológicas de psiquiatras, en particular, el tema de la asistencia psiquiátrica ha sido el más estudiado.

13 No me considero una experta en la obra de Michel Foucault, de ahí que el impacto de su obra será valorado en este artículo a partir de estudios especializados que han construido una mirada crítica sobre la interpretación foucaultiana de la locura y del encierro de los locos.

14 Aunque con frecuencia se sostiene que los manicomios fueron espacios escasamente medicalizados, lo cierto es que "una vez abandonados los esfuerzos reeducadores impuestos por la terapéutica moral del periodo fundacional, el asilo propició durante decenios algunas de las elaboraciones teóricas más decididamente medicalistas de toda la historia de la disciplina, mientras sus internos eran sometidos de forma relativamente generalizada a todo tipo de tratamientos somáticos", [Novella, 2008:28].

15 A sólo seis años de su fundación el Hôpital Général alojaba seis mil personas, que correspondían al 1% de la población de París en ese momento [Foucault, 1982:1:89].

16 Álvarez–Uría [1983:125–126] señala que "la función política de la medicina mental consiste precisamente en esto: contener a ese potro indomable y pasional que es el pueblo y del que el loco es un arquetipo".

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