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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.47 Ciudad de México may./ago. 2019  Epub 31-Mayo-2020

 

Reseñas

¿Qué pasó con el socialismo?

José Fernández Vega* 

* Doctor en Filosofía. Posdoctotorado en la Humboldt-Universität zu Berlin (Beca DAAD) y en la New School University de Nueva York (Fulbright Scholar). Investigador de carrera independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET, Argentina) y Profesor Adjunto regular de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Campos de especialidad: teoría y filosofía política, estética. Correo electrónico: joselofer@gmail.com.

Honneth, Axel. 2017. La idea del socialismo. Una tentativa de actualización. Calderón, Graciela. Buenos Aires: Katz, 216p.


La gravitación del socialismo no les podía resultar indiferente a los pioneros del estudio de la sociedad, aun cuando no coincidieran con la idea. Honneth recuerda la lista de nombres en su libro, entre otras figuras incluye a Émile Durkheim y a Max Weber. Un siglo después, la situación cambió de manera radical. La palabra desapareció de las disciplinas sociales o tiene una presencia marginal. El derrumbe de la URSS parece la primera causa de esta mutación. Para Honneth, sin embargo, ese colapso no la explica completamente.

La paradoja es que mientras el malestar social en Occidente es mayor hoy que en cualquier otro momento desde 1945, las perspectivas de cambio se hallan más debilitadas que nunca. Pareciera que el fetichismo de la mercancía, famosamente teorizado por Marx, se hubiera deslizado desde el plano de la alienación económica hacia un nuevo tipo de enajenación política. Las grandes mutaciones de la globalización han logrado cosificar las perspectivas de transformación. La fuerza de las cosas impera sobre una población que se considera impotente; el status quo habría llegado para quedarse y ningún esfuerzo colectivo podría alterarlo.

El socialismo, desprestigiado y arrinconado, se encuentra fuera de la agenda colectiva. Asociado con la ineficacia económica y la represión política, pocos lo consideran una alternativa al dominio del capitalismo ilimitado. Pero las paradojas no terminan allí: China comunista se ha convertido en una especie de modelo capitalista; en contraste, desde la última campaña presidencial, y gracias al influjo de Bernie Sanders, la palabra socialismo superó los tabúes de la Guerra Fría y comenzó a circular de nuevo entre los jóvenes de Estados Unidos para sorpresa del establishment.

Honneth, sin embargo, no se ocupa de temas coyunturales o geopolíticos. En su ensayo, producto de una serie de conferencias, comienza retratando el transfondo filosófico de las ideas socialistas clásicas para luego pasar a criticar sus límites, y finalmente, intentar una actualización para relanzarlas a un mundo que aparenta haberlas olvidado justo cuando más las necesita. El tono es académico y su perspectiva se centra en una argumentación ética; las variantes de la palabra “normativo” dominan el discurso. El análisis estructural de la sociedad o la crítica económica, el suelo intelectual a partir del cual floreció el socialismo a principios del siglo XIX, apenas surgen en su exposición. La orientación es metapolítica antes que estratégica; presenta argumentos teóricos más que indicaciones para la acción.

El socialismo, para Honneth, fue una reacción esencialmente moral surgida de la indignación por las incumplidas promesas -libertad, igualdad, fraternidad- de la Revolución Francesa. Surgió como respuesta ante la constatación de que libertad e igualdad se habían vuelto un asunto formal y la fraternidad había acabado relegada en nombre del liberalismo competitivo y la acumulación privada.

Los pensadores del siglo XIX -utópicos, anarquistas o marxistas- defendieron la necesidad de una libertad social opuesta al individualismo burgués, pero habrían pasado completamente por alto la dimensión política de las libertades liberales confiados en una filosofía de la historia cuyo viento soplaba, inexorable, a favor de la superación del capitalismo. Aunque el reclamo moral por un orden más justo constituyó su marca de nacimiento, el socialismo no se limitó a exigir un proyecto de distribución radicalmente distinto, sino que pretendía establecer una nueva forma de vida comunitaria donde dominara la fraternidad intersubjetiva a partir de la cual se construiría la voluntad social.

Pero el socialismo nació despreciando la esfera política y la libertad liberal. La primera traicionaba las promesas de la Revolución Francesa; la segunda justificaba el egoísmo que enfrentaba a los hombres en el mercado. En contraste, el socialismo promovía un concepto de libertad social respaldada en una economía cooperativa y solidaria donde cada uno viviría también para los otros. Además, confiaba que este modelo se establecería necesariamente; era la próxima etapa del desarrollo que desplazaría a la del capitalismo basada en la explotación y el individualismo orientado a maximizar los beneficios de los dueños de los medios de producción.

A partir de estos supuestos, señala Honneth, el socialismo imaginó los lineamientos de la próxima organización social y desechó la experimentación social para asegurar la mejora gradual de la vida en común. Pero las intenciones de una “asociación de trabajadores libres” hermanados horizontalmente se tradujeron históricamente en un poder vertical controlado desde el Estado no democrático e indiferente a los derechos humanos. Los socialistas habían abandonado estos temas en manos de los liberales, porque confiaban en que una nueva economía produciría espontáneamente un espacio emancipado en el cual podrían ensamblarse unos fines comunes que aseguraran la autorrealización personal. Esto sólo sería posible más allá del mercado, al que Marx habría vinculado con el capitalismo al punto de volverlos casi sinónimos y así lo descartó como espacio de experimentación futura. Honneth toma la idea de experimentación de John Dewey para confrontarla con el determinismo histórico. Se buscaría con ella derribar las barreras que obstaculizan la comunicación de los miembros de una sociedad para que puedan determinar de manera autónoma si el control dentro de esa libertad social futura estará asociado al mercado, al Estado de Derecho o a la sociedad civil.

El socialismo carga genéticamente con el contexto de la revolución industrial en el que nació: el economicismo, la confianza ciega en una clase social intrínsecamente revolucionaria cuyo interés homogéneo era la emancipación de toda la sociedad y una idea metafísica de progreso indefinido heredado de la Ilustración y reformulada por el idealismo hegeliano. Se vuelve preciso, según el autor, liberarlo del vetusto andamiaje conceptual derivado del industrialismo temprano que lo vio emerger. Un problema básico es el de la democracia política, para la cual el socialismo no reservaba ningún papel independiente.

El economicismo impidió aprovechar el potencial emancipador de los derechos individuales, sostiene Honneth. Ni esos derechos ni la construcción de una voluntad política fundada en ellos adquirieron importancia ni siquiera entre los socialdemócratas. Para los primeros teóricos del socialismo, las instituciones políticas estaban destinadas a perder relieve en una sociedad emancipada puesto que en ella todo se jugaría al nivel de la participación en la producción colectiva. El poder organizativo de la industria ofrecía un modelo político suficiente. En su crítica, Honneth subestima la extensión y la maduración de la democracia en el siglo de los clásicos. Pasa por alto que como forma de gobierno, sólo comenzó a propagarse, y no sin retrocesos, después de la Gran Guerra. Su consolidación internacional tuvo que esperar hasta las últimas décadas del siglo pasado; pese a este considerable éxito, en la segunda década de ese siglo acaso atravesó por su peor momento.

Para el autor, no se trata de brindar una alternativa apenas normativa como lo hizo el marxismo analítico; o de erigir una idea de justicia que llama a cumplir un deber, según postuló Rawls. Se trata más bien de imaginar -tal como intentaron pensadores tan distintos como Castoriadis y Habermas- una forma de vida distinta en una sociedad realmente social. Ahora bien, el problema es que el socialismo se forjó en un molde crítico “manchesteriano” y su teoría presenta deficiencias que sólo podrían superarse desde una plataforma posmarxista. Visiones análogas comenzaron a animar los debates de la izquierda teórica desde fines de los años setenta.

Honneth formula, entonces, una serie de objeciones más precisas a la tradición decimonónica. En primer lugar, el mercado no florece exclusivamente bajo el capitalismo y la propiedad privada heredable; queda un gran margen para experimentar nuevas configuraciones que no impliquen necesariamente la expropiación revolucionaria. En segundo lugar, fue mérito de Horkheimer, afirma el autor, advertir que el proletariado no tiene esos intereses objetivos en la revolución que le atribuyó Marx en el siglo XIX. La clase obrera ha cambiado sus condiciones y su constitución, por no hablar de su menguante peso social. El socialismo debería dirigirse a todos los ciudadanos, porque sólo ellos, congregados en la vida pública, pueden lograr una transformación. No hay garantías “clasistas” para un futuro socialista fuera de la participación en una deliberación pre-estatal y democrática que determine los fines orgánicos de la sociedad. En tercer lugar, se vuelve preciso actualizar las teorías decimonónicas de la sociedad e integrar en ellas la gran diferenciación funcional que sufrieron las sociedades modernas. La desatención a este proceso llevó a la subestimación de la democracia y los derechos fundamentales, porque se los consideraba excusas para expandir el egoísmo privado en la economía. El monismo económico también afectó el abordaje de las relaciones privadas. La familia o la condición femenina siempre fueron consideradas desde la óptica de la dependencia material, ya que no se reconoció su categoría de subsistemas sociales con exigencias autónomas.

La idea del socialismo constata que ya no existe esa antigua confianza en el carácter autodestructivo del capitalismo. El proletariado, disminuido y aburguesado, tampoco brinda certezas revolucionarias como sucedía antes del voto universal y de las legislaciones sociales. Si bien su libro no aspira a convertirse en un manifiesto, plantea que la acción comunicativa debe superar el desafío de ganar los corazones de los ciudadanos deliberantes y no sólo persuadir mediante razones no distorsionadas por intereses de poder o dinero.

Pero su repaso por el ideario socialista se detiene en el siglo XIX. Apenas apela a pensadores posteriores a Proudhon, Saint-Simon o Marx, a menos que no sea para apuntalar el complemento liberal que exige para la renovación del socialismo. En ese sentido, los autores más citados son los estadounidenses Dewey y Rawls; Lenin o Bobbio -por mencionar dos extremos de una tradición cosmopolita- no figuran en su registro, lleno sin embargo de académicos alemanes contemporáneos y afines a sus posiciones filosóficas. Tampoco se hace mención a la crisis económica mundial en medio de la cual se elaboraron sus reflexiones. Ella exasperó la desigualdad a la que no sólo Thomas Piketty sino el papa Francisco han devuelto al centro del debate contemporáneo. Descarta por anacrónico a El Capital cuando existe un renovado interés en revisar sus diagnósticos en medio del gran desconcierto de su archirrival, la teoría economía dominante, que se reveló incapaz de anticipar una crisis de la que tampoco atina a salir tras una década pérdida.

De acuerdo con Honneth, el sujeto revolucionario debería archivarse junto con la idea de revolución y sería preciso liberar al mercado del capitalismo para erigir una sociedad de la acción comunicativa irrestricta y liberal, un plano político desatendido completamente por los socialistas. En esta transformación no habría que esperar resistencias ni oposición, sino sólo avances institucionales y nuevas formas de vida. Su socialismo “esclarecido en la teoría de la sociedad”, es decir, en una concepción orgánica de la misma (Hegel) que reconozca la diferenciación funcional de esferas (Luhmann) y se permita el ensayo y el error (Dewey), pasa por alto la dominación material e ideológica que lo combatiría. Descartado el sujeto objetivamente revolucionario, el programa defendido por Honneth se enfrentaría al problema recurrente de la política entendida en términos habermasianos: la motivación. Habermas ha recurrido para paliarlo, sin logarlo y sin convencer, primero al “patriotismo de la constitución” y más tarde a lo que denominó el potencial movilizador de la religión, en particular la católica.

Las debilidades, incluso la inexistencia, de una teoría política socialista que pudiera compararse al edificio de su crítica a la economía política o a los aportes historiográficos, es un hecho bien conocido sobre el que Honneth insiste. Marx escribió ensayos políticos relacionados con acontecimientos de su época, Lenin contribuyó con intervenciones coyunturales que inspiraron posteriores orientaciones teóricas entre sus seguidores. Quizá sólo Gramsci, en condiciones muy adversas, legó un conjunto de reflexiones que podrían sostener una teoría política socialista. Por otra parte, el intento de Honneth por vincular al socialismo con una herencia liberal desvinculada del capitalismo y del individualismo posesivo, reconoce asimismo una amplia historia (a la que su libro tampoco remite). La originalidad de La idea del socialismo hay que buscarla en su estilo argumentativo, inspirado en Habermas, y en el rescate de Hegel como pensador de la sociedad. Su contribución más relevante consiste en que en medio de la desolación en la que se encuentra el proyecto socialista, se vuelva sobre él; y aunque sea en términos muy especulativos, se valore su actualidad.

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