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Estudios políticos (México)

versão impressa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.45 Ciudad de México Set./Dez. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.24484903e.2018.45.67130 

Artículos

Movilización de los desfavorecidos: condición del desarrollo humano y sostenible

Mobilization of the disadvantaged: condition of human and sustainable development

Rodolfo Canto Sáenz* 

* Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesor-investigador adscrito a la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma de Yucatán. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Línea de Investigación: políticas públicas, democracia y desarrollo. Correo electrónico: rodolfo.canto@correo.uady.mx.


Resumen

El autor de este artículo sostiene que el crecimiento económico y la democracia no son suficientes para asegurar objetivos de desarrollo humano y sostenible; aun así, ambos factores deben estar presentes. A pesar de que existan altas tasas de crecimiento y elecciones libres, es posible observar cómo se acentúan la pobreza, la desigualdad y el deterioro ambiental cuando el poder económico y político está concentrado en élites que se resisten al cambio social. Ante este escenario, la organización política de las clases trabajadoras es imprescindible para traducir sus demandas en efectivas políticas públicas. La agitación y movilización de los desfavorecidos, con el apoyo de sus aliados, amplían los alcances del razonamiento público en una sociedad democrática.

Palabras clave: participación política; desarrollo; democracia; pobreza; desigualdad

Abstract

The author of this article argues that economic growth and democracy are not enough to ensure human and sustainable development objectives, even if both factors must be present. Despite the existence of high growth rates and free elections, it is possible to observe how poverty, inequality and environmental deterioration are accentuated when the economic and political power is concentrated in elites that resist social change. Given this scenario, the political organization of the working classes is essential to translate their demands into effective public policies. The agitation and mobilization of the disadvantaged, with the support of their allies, broaden the scope of public reasoning in a democratic society.

Keywords: political participation; development; democracy; poverty; inequality

Introducción

La promoción eficaz del desarrollo humano y sostenible implica la acción política organizada de los más pobres. Ni el crecimiento económico ni la democracia son suficientes para lograr avances significativos hacia ese gran objetivo. Altas tasas de crecimiento económico sostenido pueden coexistir con la perpetuación e incluso el agravamiento de rezagos sociales, y otro tanto suele ocurrir con la democracia: elecciones libres y competitivas también pueden coexistir con la profundización de la pobreza, la desigualdad y la destrucción de los ecosistemas; ambas realidades se ilustran con el caso paradigmático de la India, pero también con los de varios países del mundo en desarrollo, como México y otros países de América Latina. La democracia es necesaria para avanzar hacia el desarrollo humano y sostenible, pero no es suficiente; el crecimiento económico, aunque puede ayudar mucho, tampoco es suficiente y ni siquiera indispensable, como lo demuestran los indicadores del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) acumulados a lo largo de 30 años.

El objetivo de este trabajo es fundamentar la tesis de que la organización política y movilización de las clases trabajadoras, y en particular de los más pobres, es indispensable para inducir a los gobiernos a diseñar e implementar eficaces políticas sociales que mejoren sus condiciones de vida y reduzcan significativamente la pobreza y la desigualdad. La argumentación se basa, por un lado, en la evolución del índice de Desarrollo Humano del PNUD, que ilustra con claridad la paradoja de países que crecen económicamente muy rápido sin que el crecimiento alcance a vastos segmentos de su población -con frecuencia las mayorías−, frente a naciones con menor crecimiento económico e incluso más pobres que, pese a ello, han logrado mayores avances que los primeros; en este sentidola experiencia de la India y sus vecinos es aleccionadora.

Por otro lado, las desiguales trayectorias que en materia de desarrollo humano y sostenible han tenido los estados federados indios los convierten, en palabras de Harriss (2000), en un laboratorio para investigar la relación entre desarrollo y política. Los Estados donde los desfavorecidos han logrado organizarse políticamente y acceder a posiciones de poder, con el concurso de partidos afines y otros aliados, han mejorado sus indicadores de desarrollo humano y sostenible, destacándose sobre aquellos Estados en los que el dominio de las oligarquías permanece incuestionado.

Las políticas redistributivas de la riqueza y el poder implican pérdidas para las élites y las oligarquías (González Rossetti, 2005); y los débiles gobiernos de la mayoría de los países en desarrollo no suelen tener el poder suficiente o la disposición para enfrentar el previsible rechazo de aquéllas a asumir pérdida alguna; por lo demás, suele ocurrir que el poder mismo esté en manos de fracciones de las oligarquías que en principio se oponen a las políticas sociales y redistributivas. En tales circunstancias, la organización política, la movilización y la agitación de los más pobres, con el concurso de sus aliados, contribuye, en palabras de Dreze y Sen (2014), apolitizar la urgencia de las políticas sociales, catapultándolas a la agenda pública. El arribo al poder de partidos afines a las demandas de las mayorías empobrecidas puede inclinar la balanza hacia la promoción de intereses sociales más amplios.

La democracia por sí misma no alcanza a garantizar eficaces políticas redistributivas de la riqueza y el poder; y en estricto sentido, ni siquiera a asegurar el crecimiento económico (Przeworski et al., 2000), pero ofrece posibilidades que pueden ser aprovechadas por los desfavorecidos para movilizarse y agitar en favor de sus demandas. Aun con las élites en el poder, una oposición popular políticamente bien organizada puede ser capaz de lograr políticas sociales y redistributivas que mejoren sensiblemente sus condiciones de vida. La capacidad gubernamental de implementar eficaces políticas sociales y ambientales se incrementa con la organización política de los desfavorecidos y con la presencia de movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales y partidos políticos que hagan suyas las demandas de aquéllos. La organización política de los más pobres, incluidas la movilización y las manifestaciones, contribuyen a ampliar las fronteras del razonamiento público frente a la estrechez de miras de los mercados y la debilidad de los Estados y, por lo mismo, ayudan a resolver el dilema entre eficiencia económica y desarrollo humano y sostenible, lo que a su vez redunda en el fortalecimiento de la democracia.

El trabajo también aborda el tema de la calidad de las políticas sociales y ambientales. Gobiernos afines a los intereses populares pueden, sin embargo, ser completamente ineficaces para diseñar e implementar políticas efectivas que promuevan el desarrollo humano y sostenible si desatienden -como suele ocurrir− el imperativo de una buena gestión pública, o bien si yerran en combatir la corrupción, capaz de hacer fracasar cualquier proyecto. El complemento indispensable de un ambicioso programa de políticas redistributivas y ambientales es una Administración Pública eficaz y eficiente. La organización política y la movilización de los grupos subalternos para llevar sus demandas a la agenda gubernamental, sumada a la calidad de la gestión pública, se inscriben en lo que algunos autores denominan la dimensión política del desarrollo (Vázquez y Rodríguez, 2016), que se sitúa al lado de las tradicionales dimensiones económica, social y ambiental.

El artículo incluye tres apartados principales: el primero es una revisión crítica de la teoría del desarrollo endógeno, particularmente de su dimensión económica, que se revela por completo insuficiente para enfrentar los enormes desafíos de la pobreza, la desigualdad y la destrucción del medio ambiente. El segundo aborda el tema del desarrollo humano y sostenible, tomando como hilo conductor los trabajos y las definiciones del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, así como la importancia de las políticas públicas sociales y ambientales. El tercero, que es algo más extenso, trata el tema central del artículo, que es la relación entre movilización política de los desfavorecidos y desarrollo humano y sostenible, a partir del paradigmático ejemplo de la India, complementado con los de algunos otros países; en este apartado también se analiza el imperativo de una buena gestión pública.

1. Los límites del desarrollo económico local o endógeno

La teoría del desarrollo endógeno ofrece un útil marco de referencia para aproximarse a experiencias específicas de desarrollo en distintas escalas territoriales. Esta teoría se ha enriquecido a lo largo de los años con las aportaciones de muchos investigadores, algunos de ellos citados aquí. A la dimensión económica del desarrollo, la más estudiada por lo menos desde los años setenta del siglo pasado, se han ido sumando otras igualmente importantes. Conforme las preocupaciones ambientales y ecológicas fueron ganando terreno en la agenda global, el tema de la sostenibilidad ambiental se convirtió en una dimensión infaltable en la teoría y hoy en día es un campo de investigación en constante crecimiento; en similar sentido, los trabajos del PNUD sobre desarrollo humano dieron carta de naturalización a una nueva dimensión en la teoría, también hoy infaltable y en expansión, precisamente el desarrollo humano y el universo de políticas sociales que lo promueven.

Por otra parte, los rezagos sociales, la pobreza y la desigualdad, así como los daños ambientales y la destrucción de los ecosistemas, no se han detenido en los países no industrializados e incluso han empeorado, aun cuando algunos gobiernos diseñaron e implementaron políticas públicas inspiradas en las prescripciones de la teoría del desarrollo económico endógeno o local. Los magros resultados han puesto en relieve la necesidad de la acción política organizada de los pobres -que en los países latinoamericanos suelen ser las mayorías− para impulsar objetivos de redistribución social y de sostenibilidad ambiental, y la conciencia de esta necesidad ha ido perfilando otra dimensión en la teoría que ya suele llamarse desarrollo político (Vázquez y Rodríguez, 2016).

Reducida a su dimensión económica, la teoría del desarrollo endógeno se revela insuficiente para dar cuenta de las acciones y políticas que se requieren para enfrentar los enormes desafíos de la pobreza, la desigualdad y la destrucción del medio ambiente, especialmente en los países en desarrollo. Se ha hecho manifiesta la necesidad de compatibilizar la dimensión económica con las dimensiones social y ambiental del desarrollo, un reto que muy pocos países ‒si es que alguno‒ han logrado superar y que, por lo mismo, es también un reto ineludible para la teoría. Debido a la trascendencia de este desafío, tal vez no sea excesivo afirmar que la supervivencia misma de la teoría del desarrollo endógeno depende de que pueda formular propuestas útiles para hacer posible esa compatibilización que, como advierten Vázquez y Rodríguez (2016), hoy no es más que un deseo.

Empresas y empresarios, ¿motores del desarrollo?

Desde el enfoque del desarrollo endógeno, los procesos de crecimiento económico y cambio estructural se contemplan como fenómenos territoriales y no funcionales. La acumulación de capital es resultado de un proceso de interacción de las principales fuerzas o factores del desarrollo, como la difusión de las innovaciones y el conocimiento, la organización flexible de la producción, la calificación de los recursos humanos, el desarrollo urbano del territorio y el cambio y adaptación de las instituciones. La acción combinada de estos factores da lugar a sinergias que impulsan la acumulación de capital, la productividad y competitividad de las empresas y, por tanto, el crecimiento económico e, idealmente, el progreso social. El territorio actúa como un agente que facilita la interacción entre empresas, organizaciones y actores económicos y sociales (Alburquerque, 2006; Madoery, 2008; Vázquez, 2005).

La innovación ocupa un lugar central en el enfoque del desarrollo económico local o endógeno: se genera como resultado de las decisiones de inversión de las empresas insertas en un entorno de creciente competencia en los mercados y su impacto se multiplica por el efecto sinérgico de la difusión del conocimiento en la red de empresas relacionadas con las firmas innovadoras y después en todo el sistema productivo. Por consiguiente, las iniciativas de política pública que impulsan la difusión de las innovaciones y el conocimiento, son uno de los grandes ejes del desarrollo económico local. Este postulado de la teoría del desarrollo endógeno se inspira en las aportaciones de Joseph Schumpeter, quien ya en la primera mitad del siglo XX sostenía que el empresario y la innovación son las fuerzas fundamentales del desarrollo económico (Vázquez, 2005).

Desde este enfoque, como planteaba Schumpeter, el empresario y la empresa son los grandes protagonistas del desarrollo económico local. Las empresas adoptan nuevas técnicas de producción, diversifican los productos y adaptan los métodos de comercialización y gestión para mejorar su competitividad y su presencia en los mercados internacionales. La dinámica económica misma se explica como resultado de la acumulación de capital y específicamente del excedente generado, al que contribuyen las economías externas de escala y la reducción de los costos de producción y de transacción. El empresario individual o colectivo, escribe Vázquez citando a Fua y Becattini, desempeña un papel singular en los procesos de desarrollo, que lo convierten en el principal motor del crecimiento y cambio estructural debido a su capacidad creativa y su carácter innovador (Arocena, 2001; Vázquez, 2006).

El enfoque postula que las empresas, principal motor del crecimiento y cambio estructural, requieren de un ambiente de confianza. Si las instituciones económicas y políticas generan confianza, las empresas tendrán el entorno adecuado para invertir y asumir los riesgos asociados al aumento de la competencia en los mercados. En particular, afirman Vázquez y Rodríguez (2016), cuando las empresas locales y la sociedad cooperan en el diseño e implementación de estrategias de desarrollo, se alcanzan buenos resultados; en caso contrario, las cosas no funcionarán, por ejemplo, los clusters de empresas. Así, la estrategia y gestión del desarrollo económico local deben estar a cargo de las empresas y las administraciones públicas, con participación de actores privados y la sociedad civil.

Desde luego, continúan estos autores, la gobernanza se facilita con actores que comparten objetivos y programa. Cuando no existen conflictos de intereses entre los actores locales, se logra estimular la actividad productiva. En contraste, si los actores políticos y sociales buscan objetivos que no se ajustan a los requisitos económicos, la gobernanza se dificulta y la dinámica económica se debilita, ya que en tales casos las acciones políticas y sociales no responden a las necesidades de las empresas. Empero, si la sociedad local reacciona positivamente a los cambios y hay acuerdos, las cosas marchan. De este modo, se requiere una gobernanza que estimule la coordinación de los actores con incentivos adecuados a sus intereses. El éxito de la estrategia de desarrollo depende de la fortaleza del compromiso de las empresas, organizaciones y asociaciones con el proyecto; su participación es decisiva y los resultados se alcanzan cuando los actores actúan conjuntamente apoyándose en una efectiva alianza público-privada (Vázquez y Rodríguez, 2016).

Los límites del protagonismo empresarial en la promoción del desarrollo

Los postulados iniciales de la teoría del desarrollo económico local o endógeno, formulados en los años setenta y ochenta del siglo pasado, han debido ser revisados a la luz de la experiencia de las últimas décadas. Los resultados son insuficientes frente a las grandes necesidades de las poblaciones que habitan los distintos territorios, y la mejoría esperada en los indicadores de bienestar de la población ha sido magra, en contra de las prescripciones más bien optimistas de la teoría (González y Orozco, 2015). Esto es particularmente cierto en los países de América Latina o los de Asia del Sur.

Por ejemplo, al escribir sobre la política de desarrollo local en los territorios de desarrollo tardío, Vázquez y Rodríguez (2016) plantean que en América Latina las instituciones extractivas han generado excedentes elevados que no se reinvirtieron sino que se repartieron entre las élites económicas y políticas, lo que afectó al desarrollo de su capacidad productiva, a grado tal que empeoró su posicionamiento relativo frente a los territorios con instituciones inclusivas. Desde el enfoque del nuevo institucionalismo, los autores sostienen, citando a Acemoglu y Robinson, que el entorno institucional en el que se genera el desarrollo local está condicionado no sólo por la interacción de las instituciones económicas y políticas, sino también por los intereses dominantes en la sociedad.

El cambio institucional, continúan los autores, es condición necesaria más no suficiente para el desarrollo territorial, porque éste es un proceso complejo que trasciende al cambio de las reglas formales. Las élites económicas y políticas pueden seguir ejerciendo su influencia económica y social, a pesar de la modificación de las reglas, cuando se mantienen las normas consuetudinarias y las estructuras de poder tradicionales, como resultado de la resistencia al cambio social. Además, en América Latina, como en otras regiones atrasadas, los cambios estructurales asociados a la liberalización económica produjeron un aumento de las disparidades regionales y en general estas regiones se vieron desfavorecidas con la liberalización de las políticas económicas.

La resistencia al cambio social puede afectar no sólo a los objetivos de crecimiento económico, sino acaso de manera más directa, a los otros grandes objetivos del desarrollo local, como la reducción de la pobreza y la desigualdad, la protección del medio ambiente, la cohesión social o la conservación de los recursos naturales y el patrimonio histórico y cultural. Todos estos objetivos, que pasan a primer plano desde el enfoque del desarrollo humano y sostenible, suelen ser contradictorios con el desarrollo económico local visto de manera aislada en los términos arriba citados. El desarrollo económico puede entrar en conflicto con el desarrollo social y la sostenibilidad medioambiental, de modo que conciliar los objetivos de eficiencia y equidad constituye un desafío para planificadores y gestores, ya que la compatibilidad de la inclusión social y la eficiencia en la política de desarrollo territorial, como se mencionaba, no deja de ser un deseo. Vázquez reconoce, citando a Barca, que el aumento de la renta y el crecimiento del Producto Interno Bruto pueden ir de la mano del incremento de la desigualdad en la distribución del ingreso (Vázquez, 2015).

El protagonismo de la empresa privada en el desarrollo económico puede ser muy eficaz en la búsqueda de la eficiencia, pero no necesariamente de la equidad. Si se trata solamente de promover el desarrollo económico en el marco de una economía de mercado, las redes de actores público-privados serán una buena opción. Pero cuando se considera redistribuir la riqueza y el poder para combatir la pobreza y la desigualdad, o simplemente cuando se intenta controlar el comportamiento de los agentes privados con políticas regulatorias −como las medioambientales−, las redes pueden conducir a resultados que no siempre coinciden con el interés general (Canto, 2012). Como reconoce Vázquez (2015), la política de desarrollo endógeno busca generar riqueza y empleo, pero no es una política redistributiva. Las políticas redistributivas (Lowi, 2013) que buscan reducir la pobreza y la desigualdad, imprescindibles en América Latina y en todo el mundo en desarrollo, han de diseñarse e implementarse en marcos que trascienden con mucho a los partenariados público-privados y al protagonismo empresarial.

2. El desarrollo humano y sostenible

En realidad, los teóricos del desarrollo endógeno o local coinciden en que el crecimiento económico puede ayudar -si bien no de manera automática− a conseguir objetivos de redistribución social y desarrollo humano (Alburquerque, 2006; Arocena, 2001; Boisier, 2006; Madoery, 2008; Vázquez, 2016). Un mayor crecimiento del PIB normalmente se traducirá en un volumen mayor de impuestos, que en principio hará posibles políticas sociales de mayor profundidad y alcance, por ejemplo en educación, salud, seguridad social, alimentación, servicios públicos, vivienda y otras materias de relevancia directa para el bienestar humano. Por esta razón, las estrategias de promoción del empleo y la generación de riqueza que plantea el enfoque del desarrollo endógeno, mantienen plena vigencia; el enfoque es necesario, pero no es suficiente cuando se habla de desarrollo humano y sostenible, y en particular resulta claro que cuando se persiguen objetivos que trascienden al mero crecimiento económico el protagonismo, ya no corresponde al sector privado sino al público.

Un notable ejemplo de la divergencia que puede darse entre crecimiento económico, por un lado, y desarrollo humano y sostenible, por el otro, es India, que en las últimas dos décadas se ha destacado entre los países con mayor crecimiento en el mundo, con tasas anuales del 8 o 9 por ciento de incremento de su producto interno bruto, sólo comparables a las de China. A pesar de su elevado crecimiento, India no solamente no ha podido revertir sus graves rezagos sociales, por ejemplo, en materia de educación, salud y nutrición −también entre los mayores del mundo−, sino que se ha rezagado todavía más frente a sus vecinos, algunos incluso más pobres y con crecimiento económico mucho menor, como Bangladesh, Bután, Nepal y Sri Lanka. Ante estas realidades, autores como Amartya Sen y Jean Dreze (2014) no dudan en calificar el caso de India como un enorme fracaso social, ocurrido de manera simultánea a su impresionante crecimiento económico.

Con toda su importancia, el crecimiento económico tan sólo es un factor que puede o no coincidir con el desarrollo humano y sostenible. En India, escriben Dreze y Sen, no solamente se reparte de manera desigual el nuevo ingreso generado por el crecimiento, sino también los nuevos recursos públicos no son adecuadamente utilizados para aliviar las gigantescas carencias sociales de los más pobres. Por ejemplo, en las últimas dos décadas todos los componentes necesarios para la nutrición (calorías, proteínas, micronutrientes, salvo la grasa) han disminuido y la incidencia de anemia infantil ha aumentado; el resultado es que la desnutrición infantil en la India supera el 40 por ciento de los niños menores de cinco años, frente al 25 por ciento del África Subsahariana, una región mucho más pobre en términos económicos (Dreze y Sen, 2014: 50 y 63).1 Los autores concluyen que mantener o incluso incrementar el crecimiento económico tiene que ser sólo una parte de un compromiso incomparablemente mayor. En otras palabras, hablar de desarrollo humano obliga a ir mucho más allá del tradicional enfoque del desarrollo económico local con su énfasis en las empresas, la innovación y el protagonismo empresarial.

Una tesis que tiende a ganar consenso entre los estudiosos del tema es la íntima conexión que existe entre indicadores sociales, como educación, nutrición, salud y seguridad social, por un lado, y la productividad y competitividad de la economía, por el otro. El mejoramiento de las capacidades humanas genera un crecimiento adicional, como ejemplifican las prósperas economías de Asia del Este; sin embargo, esta íntima conexión suele ser oscurecida por lo que Dreze y Sen llaman “la ensordecedora retórica de la prioridad del crecimiento” (Dreze y Sen, 2014: 308). Esta retórica suele conducir, en países en desarrollo, a descuidar las políticas sociales o incluso a eliminarlas, bajo el supuesto de que reducir el gasto social liberará recursos para la inversión productiva y el crecimiento económico.

El enfoque del desarrollo humano

Promovido activamente por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el enfoque del desarrollo humano enfatiza el mejoramiento de la calidad de la vida humana en un entorno sostenible. La creación del Índice de Desarrollo Humano (IHD) por el PNUD en 1990 y la publicación de sucesivos informes anuales sobre el IDH en los distintos países permitió distinguir y comparar logros nacionales en materia de educación, salud e ingresos. La evolución del IDH a lo largo de tres décadas ha puesto en relieve una falta de correlación entre crecimiento económico y avances en materia de salud y educación, como ejemplifica el contraste antes citado entre la India, por un lado, y Bangladesh, Bután, Nepal, Pakistán y varios países más, por el otro (PNUD, 1990, 2010, 2011, 2013, 2014, 2015).

De hecho, el monitoreo permanente del IDH revela cierta convergencia de los países en salud y educación, simultánea a una creciente divergencia en ingreso, por lo que el PNUD afirma que es posible impulsar el desarrollo humano con avances en educación y salud, aun si el ingreso no mejora e incluso si retrocede. El PNUD adelanta una posible explicación de esta falta de correlación: los países que llegaron antes a ser ricos invirtieron enormes recursos en educación y salud, lo que hoy no siempre es el caso en los países pobres; sin embargo, el actual intercambio de ideas y la difusión de conocimientos y tecnologías de salud y educación tienen un efecto transformador en estos últimos, alentado por organismos internacionales y facilitado por el bajo costo de innovaciones fundamentales como vacunas y prácticas de higiene (PNUD, 2010).

Desde luego, el PNUD se asegura de no dejar la impresión de que menosprecia al crecimiento económico. Afirma que el ingreso y el crecimiento son cruciales, y que pensar o sostener lo contrario es ignorar su papel en la expansión de las libertades humanas; añade que el ingreso es indispensable para conseguir alimento, techo y abrigo; también para conseguir mejores alternativas de vida como un trabajo gratificante o más tiempo con la familia, y es el origen de los impuestos, base de las políticas públicas y los programas redistributivos. El PNUD reconoce que el ingreso sigue siendo una prioridad a la hora de formular políticas públicas y por ello es fundamental la política de promoción de empleos dignos o decentes. Sin embargo, con la evidencia aportada por la evolución del IDH, concluye que el crecimiento económico no es suficiente, ni tampoco indispensable, para mejorar la salud y la educación en países con ingreso medio y bajo, lo que considera una buena noticia porque hasta la fecha el crecimiento económico sostenido ha sido un objetivo difícil de alcanzar (PNUD, 2010).

El Informe de Desarrollo Humano se ha enriquecido en los últimos años con nuevos índices, como el IDH ajustado por el coeficiente de desigualdad (IDH-D), el Índice de Desigualdad de Género (IDG) y el Índice de Pobreza Multidimensional (IPM). También modificó la definición original de desarrollo humano, que era: “Proceso que ofrece a las personas mayores oportunidades y que pone énfasis en la libertad del ser humano para tener salud, educación y disfrutar de condiciones de vida dignas”. Veinte años después de su primer informe, el PNUD reconoció que el desarrollo y el bienestar humanos son mucho más que la salud, la educación y el ingreso, y se traducen en un abanico más amplio de capacidades que incluye la libertad política, los derechos humanos y -citando a Adam Smith− “la capacidad de interactuar con otros sin sentirse avergonzado de aparecer en público” (PNUD, 2010).

La definición original, aunque fundamental, resultaba insuficiente, toda vez que el desarrollo humano implica sostener los logros obtenidos en el tiempo, luchar contra los procesos que empobrecen a la gente y frenar la opresión y la injusticia estructural, por lo que son indispensables los principios pluralistas de equidad, sustentabilidad y respeto a los derechos humanos. La nueva definición es la siguiente:

El desarrollo humano supone la expresión de la libertad de las personas para vivir una vida prolongada, saludable y creativa; perseguir objetivos que ellas mismas consideren valorables y participar activamente en el desarrollo sostenible y equitativo del planeta que comparten. Las personas son los impulsores del desarrollo humano, ya sea como individuos o en grupo (PNUD, 2010).

En cambio, el PNUD confirma dos premisas originales del enfoque de desarrollo humano:

  • i) El desarrollo humano es distinto del crecimiento económico;

  • ii) Es posible lograr adelantos significativos incluso en condiciones de crecimiento lento y aun de estancamiento o retroceso.2

Para ilustrar sus premisas, el PNUD pone como ejemplos al estado indio de Kerala y a Costa Rica, Cuba y Sri Lanka; todos ellos han avanzado mucho más en desarrollo humano que otros países o regiones con ingresos similares o incluso superiores (PNUD, 2010). A la vez, el PNUD plantea la posibilidad de que el crecimiento se desligue de los procesos que determinan los avances en las dimensiones del desarrollo humano no referidas al ingreso, como ejemplifica el caso de la India.

La explicación de esta paradoja la encuentra el PNUD en las limitaciones de la economía de mercado para promover el desarrollo humano: ella es necesaria más no suficiente. La principal falla de los mercados que encuentra el PNUD es su irresponsabilidad ante las dimensiones humanas y la sostenibilidad ecológica del desarrollo: los mercados fallan en la provisión de bienes públicos como salud, educación, estabilidad y seguridad. Por ejemplo, afirma, una empresa con empleo intensivo de mano de obra barata no estará muy interesada en mejorar la educación y la calificación del trabajo; tampoco le preocupará mucho la salud si cuenta con una amplia reserva de trabajo. En el mismo sentido, los mercados carecen de la fortaleza necesaria para velar por la sostenibilidad del medio ambiente, y el PNUD ofrece varios ejemplos de esto, como los deslizamientos de la tierra en Java, el desastre de Bohpal en la India y el derrame petrolero en el Golfo de México (PNUD, 2010).

Después de citar la conocida frase sobre los mercados de Karl Polanyi, “la autorregulación es un mito”, el PNUD plantea que la regulación de los mercados exige un Estado capaz y el compromiso político de las autoridades, pero advierte que ambas cosas son difíciles de encontrar y señala la gran variabilidad de los contextos locales en este campo, por ejemplo, en América Latina y Asia Oriental. Además del Estado, afirma el PNUD, la sociedad civil ha demostrado en algunos casos su capacidad de poner límites a los excesos del mercado y resalta las dinámicas virtuosas, poco frecuentes pero posibles, de países que cuentan con instituciones políticas sólidas, mercados inclusivos y sociedades civiles participativas.

La importancia de las políticas públicas

El objetivo de mejorar las capacidades humanas conduce al tema de las políticas públicas, y específicamente a las políticas sociales. Sen sostiene que ignorar el papel de las políticas públicas en el combate a las discapacidades o desventajas sociales es una enorme laguna en la teoría del desarrollo; a su juicio, buenas políticas públicas pueden erradicar el hambre y muchas enfermedades y disminuir sensiblemente la pobreza y la desigualdad, por esto no duda en llamar a las políticas sociales “fuente de libertad” (Sen, 2015: 337). Por supuesto, en el diseño e implementación de las políticas sociales el protagonista ya no es el mercado.

Por ejemplo, desde los años setenta del siglo pasado, Sen demostró que las hambrunas no se explican por falta de alimentos, sino por su mala distribución; ilustra su tesis con varios casos en los que se ha evitado la hambruna mediante políticas públicas que aseguran el acceso de los más vulnerables a la alimentación básica; por razones como ésta, Sen y Dreze recomiendan no confiar sólo en el ingreso para mejorar las condiciones de vida de los más pobres ni tampoco esperar a que el crecimiento aumente su ingreso lo suficiente para cubrir sus necesidades de alimentación, educación o salud; se requieren políticas sociales activas para atender tales necesidades, toda vez que el mercado no las atenderá eficazmente, como previene el PNUD (Sen, 2015; Dreze y Sen, 2014). Boiser (2006) expresa la misma idea con otras palabras: intervenir con eficacia y eficiencia para promover el desarrollo de los seres humanos es un imperativo categórico: una obligación moral que debe ser cumplida en toda circunstancia, lugar y tiempo, y que no puede ser subordinada a otros objetivos, por lo que resulta inadmisible la receta neoliberal de primero crecer para después desarrollarse.

Por lo demás, en general se reconoce que el mercado y el Estado (o la política pública, si se prefiere) son complementarios en la gran tarea de impulsar el desarrollo sin adjetivos (Boisier, 2006).3 El problema es más bien la subestimación o incluso la negación del papel que corresponde a uno u otro, que suele obedecer a supuestos ideológicos en sí mismos no muy difíciles de rebatir. El mercado o las empresas privadas son indispensables para promover la productividad, la competitividad y la innovación en la industria, la agricultura o el comercio, como demuestran los teóricos del desarrollo económico antes citados; pero cuando se trata de la salud, la alimentación, la educación o la seguridad social, los incentivos privados son muy débiles para promoverlos a la altura de las demandas sociales.

Para ilustrar la necesaria complementariedad entre mercado y Estado, Dreze y Sen recurren al ejemplo de China: las reformas económicas en ese país, emprendidas a finales de los años setenta, lograron revertir la exclusión del mercado en áreas en las que podía hacer mucho bien, como la agricultura y la industria; pero fueron mucho más allá, llevando el mercado incluso a la atención sanitaria, con muy malos resultados: al desmantelar el sistema médico cooperativo rural, la proporción de la población rural con atención sanitaria gratuita cayó al 10 por ciento, con efectos desastrosos en la salud de la población. En 2004, el gobierno chino dio marcha atrás, devolviendo la atención sanitaria al Estado; desde entonces, la salud pública ha retomado su tendencia ascendente (Dreze y Sen, 2014: 31 y 206).

Algo semejante ocurrió en los Países Bajos, donde la seguridad social fue privatizada en los años noventa. Los resultados de la privatización fueron negativos, entre otros factores por el deterioro de la accesibilidad de los servicios para los usuarios y por la imposibilidad de una supervisión pública eficaz, ante la facilidad con que las empresas privadas podían ocultar sus conocimientos y sus procesos comerciales. A finales de 1999 los Países Bajos decidieron poner fin al experimento privatizador, convencidos de que quien debía administrar la seguridad social no era el mercado sino el gobierno central (Van Gestel y Teelken, 2004).

Los efectos negativos de la incursión del mercado en la salud pública también se ilustran con la experiencia de la India. Dreze y Sen mencionan dos ejemplos: las compañías comerciales que venden sustitutos de la leche materna han sido con frecuencia muy hostiles al bienestar nutricional de los bebés y los niños, a grado tal que las autoridades han debido enfrentar los intereses comerciales con la Ley sobre Sustitutos de Leche Materna, Biberones y Alimentos Infantiles. El otro ejemplo son los almuerzos escolares gratuitos en las escuelas públicas, una innovación social nacida en el estado de Tamil Nadu y adoptada después en todo el país. Además de sus beneficios nutricionales directos, las comidas calientes preparadas por las madres de familia han conseguido otros objetivos importantes, como la generación de empleos locales y la integración social en un país todavía afligido por un sistema de castas. El gobierno de la India libra hasta la fecha una batalla legal contra empresas privadas que pretenden sustituir las comidas calientes por los alimentos envasados y las galletas que venden (Dreze y Sen, 2014: 267).

Otra batalla se libra en la India contra la privatización de los servicios de salud mediante la contratación de seguros de cobertura médica en clínicas y hospitales privados. Dreze y Sen describen con detalle los lastres de este sistema; por ejemplo, la exclusión de los “pacientes no rentables”, el énfasis en la enfermedad y el descuido de la medicina preventiva e incluso de la vacunación universal, y problemas conexos como el fraude, el exceso de medicación, los precios exorbitantes y la cirugía innecesaria, causados por la información asimétrica entre médicos y pacientes. La prestación pública de los servicios de salud es, a juicio de estos autores, completamente coherente con el razonamiento económico, debido a 1. el carácter de bien público que tiene la salud de la población; 2. el papel de la información asimétrica, y3. el impacto de la desigualdad en el progreso de la salud general de una comunidad y de una nación. La conclusión de los autores es la misma a la que llegaron los Países Bajos y China: garantizar servicios de salud a todos los miembros de la comunidad sin importar su capacidad de pago, es una responsabilidad del Estado (Dreze y Sen, 2014: 200-204).

Dreze y Sen previenen contra el “atajo tentador” de la privatización en la salud, la educación o la seguridad social, sobre todo ante la ineficiencia pública en la prestación de los servicios. Por ello, advierten que la eficacia y la eficiencia, la responsabilidad y la rendición de cuentas, resultan indispensables en el sector público, pero demuestran con numerosos ejemplos que el remedio privatizador puede ser peor que la enfermedad (Dreze y Sen, 2014: 212).4

Al lado de la salud, se encuentra la educación, la nutrición, la seguridad social o la prestación de servicios básicos como el agua potable. Otra área de indispensable intervención del Estado con políticas efectivas, es la sostenibilidad ambiental. Las empresas privadas pueden ser muy eficaces para promover la competitividad y la innovación, pero como se afirma en el PNUD, carecen de la voluntad necesaria (o los incentivos, si se prefiere) para velar por la sostenibilidad del medio ambiente; es este mayúsculo “fallo del mercado” lo que hace imprescindible la intervención pública. El calentamiento global tiene un grave impacto ambiental en los ecosistemas terrestres y marítimos, y es consecuencia de las actividades asociadas al desarrollo económico, social y tecnológico. Los organismos multilaterales promueven acciones de los gobiernos para la mitigación del cambio climático y la adaptación ante sus efectos (Albornoz, 2015). Entre estas acciones se encuentra la generación de información sobre emisión de GEI y otros datos que son esenciales para monitorear la evolución del cambio climático. También se ha desarrollado una rama completamente nueva de la economía, que hoy se conoce como economía ecológica, una de cuyas principales tareas es calcular el déficit o superávit ecológico de una economía determinada.5

En diciembre de 2015, la Convención Marco sobre Cambio Climático suscribió el denominado Acuerdo de París, que establece el compromiso internacionalde reducir el calentamiento global a menos de 2 grados centígrados en relación con la temperatura previa a la Revolución Industrial. El Acuerdo, que sustituirá al Protocolo de Kioto, entró en vigor a finales de 2016 con la firma de Estados Unidos de América y China, los dos mayores emisores de gases de efecto invernadero (GEI) en el mundo.6

3. La dimensión política del desarrollo

Como ilustran los ejemplos citados, al lado del eficaz fomento económico son necesarias eficaces, eficientes y resueltas políticas públicas para combatir la pobreza y la desigualdad, para mejorar sensiblemente los índices de salud, educación, seguridad social y muchos otros indicadores del bienestar humano, y también para asegurar la sostenibilidad ambiental del desarrollo; no obstante, en todas estas materias se aprecian grandes contrastes entre los diversos países, incluso entre aquellos con niveles semejantes de desarrollo económico, como revelan los índices del PNUD y numerosos estudios comparados. Algunos países han diseñado e implementado efectivas políticas sociales y ambientales, situándolas en lugares privilegiados en la agenda pública; otros han colocado a este tipo de políticas en sitios menos prioritarios o las han subordinado al logro de objetivos diferentes, como el crecimiento económico. Existen países que sencillamente las han ignorado, o bien las han situado en lugares tan lejanos de las prioridades públicas, que en la práctica han sido por completo ineficaces, de manera que sus rezagos sociales y ambientales se mantienen o incluso aumentan.

La explicación de estos contrastes, escribe Harriss (2000), hay que buscarla en la política. Que algunos países diseñen e implementen mejores políticas sociales y ambientales que otros, no es fortuito en modo alguno. Factores como la mayor o menor participación política de los distintos grupos o clases sociales y la relación entre ellos, la existencia de gobiernos sensibles a los intereses de los más pobres y de partidos políticos identificados con las demandas populares, la competencia electoral, la vigencia del Estado de derecho, la fortaleza de las instituciones responsables del interés público, la existencia de fuertes movimientos sociales y asociaciones voluntarias, y una gestión pública eficaz, con transparencia y rendición de cuentas, son algunas de las variables que en conjunto ayudan a explicar las diferencias.

La democracia, en particular, es una variable que asciende al primer plano cuando la mirada se extiende más allá del crecimiento económico, hacia el desarrollo humano y sostenible. La democracia, asegura Arrow (1963), es el gran logro político de Occidente, al otorgar participación igualitaria a todos los ciudadanos a través del voto, al margen de la mayor riqueza o pobreza de cada uno. En el mismo sentido, la democracia ofrece posibilidades de participación a todos los grupos presentes en la sociedad para expresar y hacer valer sus intereses, y éste es un logro histórico que nunca debe subestimarse. Sin embargo, la democracia por sí misma no es suficiente: si los pobres no están organizados, o si-como observan Vázquez y Rodríguez (2016)-las élites económicas y políticas siguen dominando y oponiendo resistencia al cambio social, la democracia puede significar muy poco para el mejoramiento de la calidad de vida de los menos favorecidos o para salvaguardar el crecimiento sostenible. Las elecciones mismas, aun si son libres y competitivas, bien pueden ser insuficientes para lograr objetivos socioeconómicos ambiciosos e incluso pueden ser contraproducentes en el corto plazo, si arriban al poder partidos políticos opuestos a las políticas redistributivas.

Acaso por esta falta de garantías de la democracia para asegurar efectivas políticas sociales y ambientales −que suele contrastarse con los notables avances sociales alcanzados en ciertos países no democráticos, como China−, con alguna frecuencia se escuchan en los países en desarrollo voces críticas hacia la democracia, y las más radicales llegan a plantear su relevo por una dictadura comprometida con los intereses de los más pobres. Dreze y Sen (2014) ofrecen argumentos de consideración contra esas voces: China, en efecto, ha logrado espectaculares avances sociales, que contrastan con los notables rezagos de su vecina democrática, India; no obstante, los autores nos recuerdan que al lado de los grandes aciertos, los chinos también han cometido grandes errores, como la hambruna de 1959-1962, que causó al menos 30 millones de muertos, o la ya citada privatización en 1979 de la cobertura sanitaria en las áreas rurales, que significó un profundo retroceso en la salud pública, revertida ya en este siglo. Las decisiones en la cúspide china dejan poco espacio para la presión democrática desde abajo, y las políticas públicas pueden cambiar intempestivamente, según el parecer del liderazgo en turno. Tales son las fragilidades de un sistema autoritario que nunca hay que olvidar. Por lo demás, China es una dictadura que ha logrado un notable mejoramiento social, pero como argumentan Przeworski et al. (2000), son muchas las dictaduras que han marchado en sentido contrario y han preferido los cañones a la mantequilla.

Es cierto que la democracia por sí misma no asegura efectivas políticas sociales y ambientales, aunque tal vez sea injusto culparla de la ausencia de tales políticas. La democracia ofrece, en principio, canales de participación a todo el mundo; pero la participación misma no es tarea del sistema democrático, sino de los distintos grupos sociales. Como afirman Dreze y Sen, la democracia ofrece también a los menos favorecidos el poder de agitar, educar y organizar; si este poder no se utiliza, ello no es imputable a la democracia. En contraste, el desarrollo político bien puede identificarse con los avances y la esperanza de una participación más activa y protagónica de los desfavorecidos y con un principio fundamental de la democracia: una decisión tiene mayores posibilidades de tratar con justicia a los afectados cuando éstos participan en ella (Fung y Wright, 2012).

La participación política de los pobres es, sin embargo, un reto de la mayor magnitud. Las capacidades de organización y participación política son recursos distribuidos desigualmente en la sociedad, y los pobres de forma habitual tienen un acceso mucho menor a esos recursos que las clases medias y las élites. Por ejemplo, los mecanismos de participación que se dirigen a los representantes asociativos permanecen limitados a los habitantes organizados y éstos raramente pertenecen a los grupos sociales más desfavorecidos. Bacqué y colegas escriben en referencia a su país, Francia, que los individuos de estos grupos no están presentes en las estructuras formadas por las clases medias o las fracciones superiores de las clases populares, de tal manera que los objetivos consensuales tienden a descuidar los conflictos sociales y a hacer de las clases medias una norma de referencia sobre la cual deben alinearse las clases populares (Bacqué et al., 2012).

La situación que describen estos autores es semejante a la observada en India, en América Latina y en todo el mundo en desarrollo. Por esto mismo, si se trata de promover la participación más activa y protagónica de los pobres, se revelan como indispensables políticas diferenciales de promoción de la participación para incrementar la presencia de los individuos y grupos sociales menos favorecidos en los procesos de gobierno (Canto, 2016). Sin embargo, estas políticas probablemente enfrentarán grandes resistencias al cambio social, como previenen Vázquez y Rodríguez.

El espacio público pluralista, asegura Habermas, es el más vulnerable a la desigualdad: a causa de su estructura anárquica, resulta mucho más expuesto a los efectos de la exclusión derivada de la desigual distribución del poder social, del poder estructural y de la comunicación sistemáticamente distorsionada (Habermas, 2010a). El trabajo de Dréze y Sen sobre India (2014) es una constatación empírica de las tesis de Habermas: las necesidades más apremiantes de los cientos de millones de pobres de ese país quedan al margen de la atención de los medios masivos de comunicación y de la opinión pública. Como se ha señalado, India tiene una tasa de desnutrición infantil de 43 por ciento, una de las más altas de mundo y considerablemente mayor a la de los mucho más pobres países del África Subsahariana, que es del 25 por ciento; sin embargo, el tema no aparece en los medios ni en los debates de opinión, a pesar de las devastadoras consecuencias de la desnutrición infantil en el desarrollo del país. La comunicación, sistemáticamente distorsionada, simplemente ignora las urgencias de los más pobres.

John Rawls es aún más directo: la deliberación pública es posible “cuando se libra de la maldición del capital”, de otro modo la política cae bajo la dominación de las grandes empresas y otros intereses creados, que a través de sus cuantiosas contribuciones distorsionan e impiden el debate y la deliberación pública. Para reforzar su tesis, Rawls cita a Ronald Dworkin: “el dinero es la mayor amenaza para el proceso democrático” (Rawls, 2001: 163).

El citado trabajo de Dreze y Sen también brinda fundamento empírico a las afirmaciones de Rawls: los poderosos intereses empresariales en India impulsan, con éxito creciente, la privatización de los servicios de salud y seguridad social en aquel país, aun cuando la experiencia internacional revela los desastrosos efectos de la medicina privatizada en las vidas de los más pobres. En el mismo sentido, las políticas sociales son objeto de un constante cuestionamiento en los medios de comunicación, en manos privadas, que a cambio dan cauce a “la ensordecedora retórica del crecimiento” (Dréze y Sen, 2014).

La exclusión asociada a la desigual distribución del poder social y la prevalencia de los poderosos intereses empresariales en la agenda gubernamental, dejan fuera del razonamiento público las demandas y necesidades de los más pobres. La realidad evidente en América Latina, en India e incluso en Estados Unidos −como afirman Rawls y Dworkin-,es que el acceso a la deliberación política no es franco para todo el mundo. Para muchos grupos en las sociedades latinoamericanas, por ejemplo, los más pobres o los pueblos originarios, la participación en la arena deliberativa, donde se construye la razón pública, suele implicar luchas largas, penosas y de resultados inciertos. Particularmente en el mundo en desarrollo, núcleos mayoritarios de la población se sitúan en el polo opuesto a las clases pudientes o bien a las grandes corporaciones y empresas que, con su enorme poder económico, pueden comprar influencia política en todos los niveles, como afirma Rawls e ilustran Dréze y Sen.

El imperativo de la movilización política

La hegemonía de las élites y su resistencia al cambio social son grandes retos para la democracia. De acuerdo con Harriss (2000), la democracia es un ideal que depende de la emancipación de la política frente a los poderes fácticos. El ideal democrático se ve fortalecido si el Estado es relativamente autónomo de la sociedad, con capacidad de diseñar e implementar políticas sociales y ambientales que bien pueden significar alguna disminución de la riqueza o el poder de las clases y los grupos hegemónicos. Traducir el crecimiento económico en bienestar social -a diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en India-requiere no sólo de democracia electoral, sino también de gobiernos fuertes, “capaces de imponer pérdidas a actores con poder, a favor del interés público en el proceso de las políticas” (González-Rossetti, 2005: 17).

A la vez, la capacidad gubernamental de imponer pérdidas a las élites depende también del balance de poder entre las clases o grupos sociales: los intereses estratégicos de los pobres serán tomados en cuenta si están efectivamente organizados. Ni la democracia electoral ni el crecimiento económico bastan; se requiere una efectiva organización de los pobres para cuestionar el poder de las élites. Harriss (2000) describe con detalle los casos de Kerala y Bengala Occidental, estados de India, donde las castas más bajas han logrado poder en el gobierno, que se ha traducido en lo que ese autor denomina políticas pro-pobres. En contraste, donde las clases y castas altas mantienen un poder incuestionado, como en los estados de Uttar Pradesh y Bihar, los rezagos sociales se han mantenido y aun aumentado. La ecuación es sencilla: normalmente las políticas públicas tenderán a favorecer los intereses de los grupos sociales que han logrado posicionarse en la esfera de las decisiones gubernamentales, otra manera de formular el principio democrático antes citado.

Las reformas democráticas necesarias para dar paso a las políticas redistributivas se dificultan en contextos donde crece la influencia de los intereses empresariales en la política pública.7 Como afirman Dreze y Sen, el crecimiento de esta influencia no ayuda a los intereses de los más pobres, tesis que ilustran con numerosos ejemplos, como la privatización de los servicios de salud, educación y seguridad social; también la falta de atención de los medios de comunicación masiva a las necesidades y demandas de los desfavorecidos, o la desacreditación de las políticas sociales y ambientales con la retórica del crecimiento y la disciplina fiscal. No menos importante, el poder incuestionado de las élites económicas conduce a la caída de los salarios reales, fenómeno que se observa lo mismo en India que en México y en otras partes del mundo en desarrollo (Dreze y Sen, 2014; Abeles, Amarante y Vega, 2014). En México, por ejemplo, el salario mínimo oficial se sitúa por debajo de la línea de bienestar mínimo, lo que significa que no basta para adquirir la canasta básica de alimentos. Al cierre de 2017, 41 de cada 100 trabajadores en México no percibían ingresos suficientes para adquirir la canasta básica alimentaria y el porcentaje iba en aumento (Universidad Iberoamericana y Fundación Konrad Adenauer, 2017; CONEVAL, 2018).

Sin embargo, es un error pensar que los intereses de las élites prevalecerán siempre, como también ilustran Dreze y Sen con ejemplos como el alto a la empresa galletera que pretendía convertir los almuerzos escolares en un negocio propio; o la legislación para limitar la promoción y venta de sustitutos comerciales de la leche materna. En el mismo sentido, los avances sociales logrados en los estados indios de Kerala, Bengala Occidental y Tamil Nadu, demuestran que sí es posible imponer ciertas pérdidas de riqueza y poder a las oligarquías para favorecer al interés público. Algunos de los recursos para acotar el poder de los grupos hegemónicos son la legislación para regular la influencia empresarial y el financiamiento privado a los partidos políticos, el derecho a la información, las normas ambientales, la lucha contra la corrupción y el fortalecimiento de los derechos de los trabajadores.

Los recursos de esta naturaleza son importantes y es preciso no desaprovecharlos, pero los principales activos que tienen los pobres para colocar sus necesidades y demandas en la agenda pública siguen siendo la movilización y la agitación para, como afirma Sen, politizar la urgencia de las políticas sociales. No hay garantía de éxito por la sola existencia de instituciones democráticas: se requiere activismo político, agitación pública y también movimientos sociales organizados, cuyo papel es esencial en el terreno de las políticas sociales. Incluso el virtuosismo institucional resulta insuficiente sin la agitación y movilización de los desfavorecidos. La lucha contra la injusticia, afirman Dreze y Sen, debe conectarse con las demandas de servicios públicos y derechos básicos; los cambios positivos son posibles cuando se buscan activamente y con vigor (Sen, 2015; Dreze y Sen, 2014).

La agitación y la movilización de los desfavorecidos, apoyadas por los movimientos sociales, las organizaciones de voluntarios y los partidos políticos que hacen suyas sus demandas, son necesarias para trascender los límites más bien estrechos de la democracia electoral y avanzar hacia la política deliberativa (Habermas, 2010b; Cohen, 1989; Rawls, 2001), que incorpora la discusión y el razonamiento público como base de las decisiones públicas. Un ejemplo del razonamiento público favorable a los desposeídos en una democracia funcional, es la ya citada ausencia de hambrunas, lo que es posible gracias a las alertas que surgen en una sociedad libremente informada y que obligan a los gobiernos a actuar antes de que la hambruna sea una realidad (Dreze y Sen, 1989), un logro genuino de la democracia. Sin embargo, el razonamiento público no siempre es lo bastante profundo para ocuparse de necesidades menos apremiantes de los más pobres, como la desnutrición infantil, la marginación de las mujeres o la inseguridad social, que suelen ser soslayadas por los medios de comunicación. Por esto, la agitación y la movilización de los desfavorecidos se vuelve un complemento indispensable del razonamiento público en una sociedad democrática.

Harriss (2000, 2005, 2007) y Harriss y otros (2010) han estudiado las notables diferencias entre los estados de India en materia de políticas sociales, que a su vez se han traducido en indicadores de bienestar social muy distintos entre unos y otros; las observaciones de estos autores resultan de la mayor utilidad para abordar la dimensión política del desarrollo. Sus conclusiones, de especial relevancia para nuestros países, se resumen a continuación.

Las políticas pro-pobres fuertemente redistributivas son posibles en democracias funcionales con diferentes colores políticos en el poder. La redistribución suele ser un objetivo explícito de regímenes con orientación de izquierda bien organizados, como los que han gobernado Kerala y Bengala Occidental desde hace años, pero hay otros tipos de regímenes exitosos además de los de izquierda, donde las políticas pro-pobres se han institucionalizado, como Tamil Nadu y Andhra Pradesh, estados que lo han hecho muy bien. Hay margen de maniobra incluso para regímenes de centro, en principio identificados con los intereses de los propietarios, como Gujarat y Orissa, que han alcanzado buenos resultados contra la pobreza.

La explicación de las diferencias que se observan entre los estados indios no se reduce a los colores partidistas en el poder e incluye dos variables de la mayor relevancia: el balance de poder entre las distintas clases y grupos sociales -en el caso de India, los grupos sociales más conspicuos son las castas-y la participación política de las clases y castas bajas.8 En los estados donde las clases y castas altas se mantienen bien cohesionadas y su poder no ha sido amenazado, las políticas redistributivas no han avanzado gran cosa; en contraste, donde las élites se encuentran fragmentadas o su poder ha sido desafiado por las castas y clases bajas, los resultados han sido notables. Así, en los tres estados con mejores resultados: Kerala, Tamil Nadu y Bengala Occidental, se tienen fuertes indicadores de movilización política y participación de las clases y castas bajas; a la vez, en ninguno de los tres el dominio de las castas superiores ha estado tan atrincherado como en los estados del norte.

Andhra Pradesh y Gujarat muestran una mayor competencia político-electoral que ha abierto espacios para las políticas sociales aun cuando las élites siguen gobernando. En Andhra Pradesh, las elecciones decidieron la permanencia de los subsidios a la alimentación, lo que confirma que la democracia electoral puede asegurar políticas redistributivas con una oposición política pro-pobres bien cohesionada. En Orissa, donde dominan las clases altas, se ha logrado reducir la pobreza gracias a un liderazgo que concitó el apoyo de las clases y castas bajas y medias; este ejemplo ilustra la posibilidad de reducir la pobreza aun con las élites en el poder. El ya citado caso de Tamil Nadu tiene cierta semejanza con los de Andhra Pradesh y Gujarat: un partido de corte populista logró atraer a las castas bajas y medias, apoyado en una vigorosa competencia electoral que ha mantenido elevado el gasto social.

En los estados del norte y algunos del centro, en contraste, se mantiene la preeminencia de las clases/castas altas en los gobiernos; los partidos de derecha dominan la sociedad política y los de izquierda nunca han tenido influencia; en varios de esos estados la competencia partidista es decidida por la competencia intraélite. En Madya Pradesh y Rajasthan, por ejemplo, predominan las castas altas de los Brahamanes, Rajputs y Banias y gobiernan partidos de derecha. En Maharasthra se mantiene la hegemonía de las clases y castas medias sin presiones electorales; también en Karnataka su dominio permanece incuestionado. Uttar Pradesh, otro estado donde las clases altas y medias siguen dominando, muestra buenos resultados económicos que no alcanzan a traducirse en beneficios para los más pobres.

Con base en estos análisis, Harriss y sus colegas concluyen que es preciso estudiar con detenimiento dos variables que resultan cruciales para el desarrollo político de un territorio:

  • 1. La estructura y composición de las clases y los grupos sociales (castas o etnias, por ejemplo) presentes: su cohesión o fragmentación, su identidad y su organización, así como las relaciones entre ellas.

  • 2. La organización política: tipos de asociación, ideología, organización y alianzas en diferentes regímenes dominados por partidos. De particular relevancia para el desarrollo local o endógeno resulta el hecho de que es precisamente en el nivel local donde tienen un impacto más directo las relaciones de poder entre las clases y grupos sociales, y también el carácter del sistema partidista.

La importancia de la buena gestión pública

Finalmente, la calidad de la Administración Pública es otra variable de la mayor relevancia en la dimensión política del desarrollo. Un gobierno eficaz y eficiente, con transparencia y rendición de cuentas, es indispensable para lograr y consolidar avances en todas las dimensiones del desarrollo y no hay sustituto para él. Sin embargo, la buena gestión pública es un imperativo que por diversas razones suele descuidarse. La izquierda creía hasta hace poco que bastaba llegar al poder para implementar eficaces políticas sociales y no solía considerar la posibilidad de que algunos funcionarios pudieran obstaculizar el bienestar público. La derecha, por su parte, no veía por qué preocuparse demasiado por la calidad de los servicios públicos; su fórmula era simplemente privatizarlos (Dreze y Sen, 2014: 121).

Como argumentan el PNUD y los autores citados en este trabajo, al lado de los campos donde el mercado puede hacerlo muy bien -como la mayor parte de las actividades productivas−, existen otros donde puede hacerlo muy mal, como la salud, la educación, la seguridad social y otros bienes públicos, en cuyos casos la prestación pública de los servicios es claramente preferible. Dreze y Sen (2014) advierten que el escepticismo sobre el sector privado como solución de todos los problemas no puede ser descartado sólo porque dicho sector tiene un sistema de responsabilidad dentro de los límites de su propia lógica, que es la del lucro; sin embargo, agregan, no debería suponerse que una empresa pública lo hará mejor sin un sistema apropiado de responsabilidad y escrutinio público.

Estos autores observan que los notables avances en salud y educación registrados en Kerala, Tamil Nadu y otros estados indios, así como en países de Asia Oriental, de Europa y de América, no se lograron con servicios privatizados, sino con instituciones públicas clásicas como escuelas, centros de salud, campañas de vacunación o de saneamiento público. Sin embargo, advierten: un hospital público puede hacer mucho más por la salud de la población que uno privado; pero una clínica cerrada o sin instrumental ni medicamentos no lo hará mejor que un curandero de aldea.

La corrupción merece una mención aparte. Las más ambiciosas y bien diseñadas políticas sociales y ambientales pueden fracasar rotundamente a causa de este corrosivo factor. La corrupción es especialmente elevada en América Latina, Asia del Sur y África Subsahariana (Transparency International, 2017), y no se limita a tales o cuales colores políticos o ideologías, ni tampoco a la naturaleza del régimen en cuestión; se la encuentra lo mismo en democracias que en dictaduras, y con partidos gobernantes que se ubican a lo largo de todo el espectro político. La lucha contra la corrupción se dificulta por la negligencia o falta de interés de los burócratas en combatir las que suelen ser sus propias prácticas. Esta negligencia cuenta a veces con la connivencia de los partidos políticos y aun de los parlamentarios, lo que da lugar a una “escandalosa autoprotección burocrática” (Dreze y Sen, 2014) que mantiene vivas las prácticas corruptas en nuestros países. La corrupción es, así, un reto mayúsculo para las democracias con frecuencia frágiles del mundo en desarrollo, y también un formidable obstáculo al desarrollo humano y sostenible.

Sin embargo, el combate eficaz a la corrupción no es imposible. Un factor de la mayor importancia en la lucha contra ella, es el fortalecimiento de la democracia participativa. Por ejemplo, las experiencias de participación ciudadana con carácter vinculante en asuntos públicos, como los consejos vecinales de gobierno en Chicago, las reformas de Panchayat en los estados indios de Bengala Occidental y Kerala, o los presupuestos participativos nacidos en Porto Alegre, Brasil, demuestran que es posible aumentar la transparencia y la rendición de cuentas en los procesos de gobierno, al tiempo que mejoran la eficiencia y eficacia de las políticas públicas (Fung y Wright, 2012). Al lado de los modelos de participación ciudadana con carácter vinculante, otras innovaciones legislativas que ya han dado frutos en varios países son las leyes que aseguran el derecho a la información, los archivos abiertos al público, las obligaciones de presentar declaraciones fiscales, patrimoniales y de intereses de los servidores públicos, o las reglas para gobernar las relaciones entre los negocios y la política, medidas que en conjunto ayudan a mejorar la transparencia de la función pública.

Dreze y Sen mencionan otros factores, como la atención de los medios y el llamado periodismo de investigación, de particular utilidad para poner al descubierto las prácticas de corrupción y alentar la intolerancia ciudadana hacia ellas; la promoción de códigos sociales de conducta para acercar las normas de comportamiento a las responsabilidades del servicio público, y el aprovechamiento de las posibilidades que ofrecen las tecnologías de información, como la informatización en tiempo real de las rutinas de adquisiciones, pagos y distribución de bienes públicos. Estos autores previenen contra el mayor aliado de la corrupción, que es la extendida creencia de que es imbatible y resulta imposible hacer algo eficaz contra ella; recuerdan el caso de Italia, país que hace unos años muchos consideraban un caso irremediable y que hoy ha logrado grandes avances contra la corrupción. Concluyen que probablemente ningún factor por sí solo logrará reducir la corrupción en forma apreciable, pero la constelación de todos ellos puede dar resultados.

Comentarios finales

Tanto desde la experiencia como desde la reflexión teórica se ha llegado desde hace tiempo a ciertas conclusiones que hoy pocos ponen en duda y que obligan a volver la vista a la política; una de ellas es, por ejemplo, que la economía de mercado no basta para proveer la dotación necesaria de ciertos bienes públicos como educación, salud y seguridad social para el conjunto de la población. Y que no sólo no basta, sino que algunas dinámicas e imperativos del mercado pueden llegar a oponerse a la provisión de dichos bienes públicos en la calidad y extensión requeridas, como sostiene el PNUD(2010).

Otra conclusión importante es que el crecimiento económico, aun si es acelerado, no es suficiente para asegurar objetivos de redistribución social y sostenibilidad ambiental. Son posibles altas tasas de crecimiento económico sostenido mientras se mantienen o incluso empeoran los rezagos sociales cuando el poder económico y político está concentrado en élites que se resisten al cambio social. Y otra conclusión, igualmente importante, es que tampoco basta la sola democracia electoral. Son perfectamente posibles elecciones libres y competitivas mientras se acentúan la pobreza, la desigualdad y los rezagos sociales; la explicación es sencilla: puede ocurrir que se trate simplemente de una competencia electoral intraélite, que sólo define cuál de las fracciones dominantes tomará el mando político para seguir manteniendo el statu quo y oponiéndose al cambio social.

Desde luego, muy pocos niegan la importancia del crecimiento económico o de la competencia electoral, pero un número creciente de investigadores subraya su insuficiencia en los países no industrializados para asegurar políticas sociales y ambientales efectivas, aun si ambos factores están presentes. La democracia es un valor histórico que hoy pocos ponen en tela de juicio, y ciertamente ofrece oportunidades de participación en los asuntos públicos a todas las clases y grupos sociales. Pero es un hecho bien sabido que no todos participan, y este diferencial de participación, que favorece a las élites en detrimento de los más pobres, perpetúa e incluso agrava los rezagos sociales.

Una conclusión más, confirmada por la experiencia de varios países y regiones de países -como los estados indios−, es que la participación eficaz de los menos favorecidos para llevar sus demandas a la agenda gubernamental tendrá lugar si están políticamente organizados y logran ampliar, con el apoyo de sus aliados, los alcances del razonamiento público mediante la agitación y la movilización. No hay garantía de éxito por la sola existencia de instituciones democráticas e incluso el virtuosismo institucional resulta insuficiente. Se requiere activismo político, agitación pública y también movimientos sociales organizados, cuyo papel es esencial en el terreno de las políticas redistributivas. La agitación y la movilización de los desfavorecidos amplían los alcances del razonamiento público en una sociedad democrática.

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1La desnutrición infantil es un rezago especialmente preocupante a la luz de las crecientes pruebas científicas sobre cómo queda sellado el futuro nutricional y de salud a la edad de 2 o 3 años. Dreze y Sen citan los trabajos de Heckman y colegas sobre la determinación precoz de las capacidades humanas. A la inversa, la buena nutrición infantil es en sí misma un importante activo económico, debido alos vínculos revelados entre nutrición, productividad y salarios (Dreze y Sen, 2014: 189).

2El pnud cita los casos de Irán, Togo y Venezuela, países con un pib decreciente que, sin embargo, han logrado aumentar la esperanza de vida de su población y la matriculación escolar (PNUD, 2010: 52).

3Sergio Boisier argumenta que el desarrollo es un concepto que posee compleción y de suyo incorpora todas las dimensiones que la razón práctica revela, de modo que los adjetivos son prescindibles y sirven a lo sumo para denotar un énfasis. Por ejemplo, hablar de desarrollo ambientalmente sostenible no deja de ser tautológico: o es ambientalmente sostenible o simplemente no es desarrollo (Boisier, 2006: 155).

4Igualmente sería necesario prevenir contra el tentador atajo de estatizar sectores productivos para evitar el abuso o la ineficiencia empresarial, porque también el remedio puede ser peor que la enfermedad, como ejemplifica PEMEX, la paraestatal mexicana del petróleo con su consabida corrupción interna. Por ejemplo, su director general, Emilio Lozoya Austin, informó que tan solo el robo de combustibles en los ductos de la empresa supera los mil millones de dólares por año (El Financiero, 19 de septiembre, 2014).

5El superávit ecológico significa que la demanda de tierra bioproductiva es menor a la capacidad de carga bioproductiva local, lo que revela una economía sostenible; en contraste, el déficit ecológico indica que la demanda de tierra bioproductiva es superior a la capacidad de carga bioproductiva local, una situación de quiebre ecológico (Albornoz, 2015).

6El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció el retiro de su país del Acuerdo de París el 1 de junio de 2017.

7Dreze y Sen recuerdan la advertencia de Adam Smith contra la interferencia de los intereses empresariales en la política pública, formulada mucho antes de que el poder empresarial tuviera la influencia que hoy tiene: “El interés de los empresarios, sin embargo, en cualquier rama del comercio o de la industria, es en algunos aspectos siempre diferente del público, e incluso opuesto a él […] La propuesta de cualquier nueva ley o regulación del comercio que provenga de este orden debe ser siempre recibida con gran precaución y nunca adoptada sin ser antes larga y cuidadosamente examinada no sólo con la más escrupulosa sino también con la más sospechosa atención” (Smith, citado en Dreze y Sen, 2014: 267). Entre las razones que justifican su advertencia, Adam Smith incluye ésta: “Como su inteligencia [de los comerciantes y los fabricantes] se ejercita por regla general en los particulares intereses de sus negocios específicos, más bien que en los generales de la sociedad, su dictamen, aun cuando responda a la mejor buena fe (cosa que no siempre ha ocurrido), se inclina con mayor fuerza a favor del primero de esos objetivos que del segundo” (Smith, 2004: 240).

8Las castas en la India son un milenario sistema de rígida estratificación social con raíces religiosas, basado en el nacimiento y el color de la piel. La casta más alta, los brahamanes, coincide en buena medida con la clase de los propietarios. Los dalits o intocables son el estrato más bajo y no alcanzan siquiera el rango de casta. Sin embargo, los dalits han logrado organizarse políticamente y llegar a posiciones de poder en los gobiernos de algunos estados como Kerala y Bengala Occidental; sus movilizaciones y luchas son uno de los factores que explican los notables avances sociales en esos y otros estados indios (Harriss, 2000 y 2005).

Recibido: 11 de Octubre de 2017; Aprobado: 20 de Marzo de 2018

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