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Estudios políticos (México)

versão impressa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.43 Ciudad de México Jan./Abr. 2018

 

Artículos

Pueblo, revolución y violencia. Las reactualizaciones revolucionarias del populismo*

People, revolution and violence. The revolutionary reactivations of populism

Daniela Slipak1 

Sebastián R. Giménez2 

1Doctora en Estudios Políticos y Ciencias Sociales (École des Hautes Études en Sciences Sociales-Universidad de Buenos Aires). Investigadora Asistente del CONICET, con sede en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Líneas de investigación: sociología de las identidades políticas, teoría política e historia reciente. Correo electrónico: danielaslipak@hotmail.com.

2Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Investigador asistente del CONICET, con sede en el Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Líneas de investigación: sociología de las identidades políticas, historia argentina y populismo. Correo electrónico: sebasgim82@gmail.com


Resumen

En el presente trabajo se propone analizar los procesos de resignificación identitaria llevados a cabo por agrupaciones que asociaron la reivindicación de los populismos a consignas “revolucionarias” y que consideraron el uso de la violencia como un modo legítimo de intervenir en la escena pública. Para ello, se estudiaron los casos de Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) y Montoneros, los cuales tuvieron lugar en distintos momentos de la historia argentina. El análisis de ambas experiencias desde una perspectiva comparada permite vislumbrar cómo los rasgos específicos de la matriz populista, sus oscilaciones y tensiones, tienden a volverse rígidos frente a las reapropiaciones “revolucionarias” de su tradición.

Palabras clave: populismo; identidades políticas; violencia; revolución; democracia

Abstract

This work aims at analyzing the identity resignificance processes developed by groups who associated populism vindication to “revolutionary” slogans and exerciced violence as a legitimate way of intervening in the public scene. To achieve this, FORJA and Montoneros cases are analyzed; they occurred in different periods of the Argentine history. A compared approach analysis of these experiences reveals how populist matrix specific features, and their oscillations and tensions, tend to turn rigid in the “revolutionary” reappropriation of their tradition.

Keywords: populism; political identities; violence; revolution; democracy

Introducción

Las experiencias populistas que tuvieron lugar en distintos países de América Latina en la primera mitad del siglo XX han sido objeto de innumerables estudios e interpretaciones. De tal modo, contamos hoy con muy relevantes análisis sobre el yrigoyenismo y el peronismo en Argentina (Germani, 1962; Laclau, 1980; de Ípola y Portantiero, 1989; Aboy Carlés, 2001 y 2005; Melo, 2009; Giménez, 2016), el varguismo en Brasil (Weffort, 1998; Groppo, 2009), el cardenismo en México (Córdova, 2004; Aibar, 2008), el gaitanismo en Colombia (Palacios, 1971; Pécaut, 1987; Magrini, 2010; Acosta Olaya, 2014) y el batllismo en Uruguay (Panizza, 1990).

Más allá de la gran heterogeneidad existente entre estos diferentes casos, un elemento que a menudo se subraya como común denominador es la profunda polarización que los populismos introdujeron en la escena política de sus respectivos países.1 De esta fractura comunitaria se desprende otra característica frecuentemente asociada a ellos, como lo es su larga perdurabilidad. En efecto, lejos de ser experiencias que cayeron en el olvido luego de su paso por el gobierno, los populismos supieron permanecer en el tiempo, sostenidos por los fuertes lazos identitarios que contribuyeron a forjar (Aboy Carlés, 2001). La reivindicación de las identidades populistas fue realizada por distintos actores, de muy diversas maneras. En este artículo nos interesa detenernos específicamente en una de las modalidades a través de las cuales se llevó a cabo ese proceso de resignificación identitaria: nos referimos al surgimiento de colectivos políticos que asociaron la reivindicación de los populismos a consignas “revolucionarias” y que consideraron el uso de la violencia como un modo legítimo de intervenir en la escena pública.

La recuperación de la tradición populista por parte de estas agrupaciones ha sido usual en América Latina, y, en no pocos casos, éstas contaron con gran capacidad de movilización y convocatoria. Sin embargo, pese a la importancia que adquirieron, no han recibido de parte de la sociología de las identidades políticas una atención equiparable a la de los populismos “clásicos”. Esto no significa que no existan estudios académicos sobre ellas: son numerosos los trabajos que se abocaron a reconstruir las trayectorias históricas de las diferentes agrupaciones “revolucionarias” que conoció el continente. Pero lo que aún permanece en buena medida sin ser problematizado, salvo excepciones, es el complejo trabajo de reelaboración identitaria que llevaron a cabo. Por este motivo, la pregunta sobre su identidad ha replicado, con frecuencia, los términos del debate político contemporáneo a su surgimiento y desarrollo: mientras sus defensores sostienen que representaron la “verdadera” identidad populista, sus detractores aducen que en verdad constituyeron un “desvío” respecto a ella, cuando no una traición y una apostasía.

Esta fuerte carga valorativa impidió abordar y comprender el complejo trabajo que dichas agrupaciones realizaron sobre la tradición populista. El objetivo del presente artículo consiste precisamente en analizar ese proceso de reinterpretación identitaria. Para ello, abordaremos dos casos que tuvieron lugar en la Argentina: el primero es el de un grupo perteneciente a la Unión Cívica Radical que surgió a mediados de la década de los treinta, luego del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen de la presidencia, la Fuerza Orientadora Radical de la Joven Argentina (FORJA). El segundo es el de la organización político-militar Montoneros, el cual, reivindicando su inscripción en el peronismo, alcanzó enorme visibilidad a principios de los años setenta.

Consideramos que su estudio permite, por un lado, comprender mejor algunas dimensiones de los populismos propiamente dichos, en tanto que obliga a repensar los mecanismos subyacentes a su constitución identitaria, así como las tradiciones políticas que ponen en juego. Por otro lado, el análisis comparativo de ambas experiencias posibilita postular una serie de interrogantes teórico-políticas de gran relevancia para abordar casos similares que tuvieron lugar en Latinoamérica: ¿qué lecturas de los populismos propugnan los grupos que, reclamándose herederos de estos movimientos, proclaman la “revolución” como principal objetivo? ¿Cómo reinterpretan la historia y la tradición de su propio espacio de pertenencia? ¿Qué nuevas formas de concebir la alteridad ponen en práctica? ¿Qué modos de nominación y de representación del “pueblo” realizan? ¿Qué nociones de “revolución” y de “violencia” hacen circular? Tal como tendremos ocasión de mostrar, la respuesta a estos interrogantes exhibirá mecanismos identitarios similares en FORJA y en Montoneros, revelando cómo los rasgos específicos de la matriz populista, sus oscilaciones y tensiones, tienden a rigidizarse en las reapropiaciones “revolucionarias” de su tradición.

Antes de comenzar el análisis de cada caso, creemos conveniente precisar algunas de las herramientas teórico-metodológicas que vamos a utilizar. En primer término, resulta necesario explicitar lo que entendemos por populismo. Es sabido que esta categoría no es exclusiva de ningún paradigma teórico: de ella se valieron, en efecto, autores que se adscribieron al estructural-funcionalismo, pensadores institucionalistas -en general, muy críticos de este tipo de fenómenos-, y también quienes se identificaron con el marxismo, ya sea en su versión tradicional o en sus aproximaciones más heterodoxas. Precisamente del interior de esta última vertiente teórica es que en las últimas décadas han surgido los enfoques más novedosos sobre el tema.

A partir de una creativa relectura de los trabajos de Antonio Gramsci, Ernesto Laclau ha avanzado, desde fines de los años setenta, en una reflexión sobre el populismo ligada a la cuestión de las identidades políticas.2 Esto supuso todo un giro en la apreciación del fenómeno que, de estar vinculado prioritariamente a factores económico “estructurales”, pasó a concebirse en términos discursivos e ideológicos. La teorización de Laclau abrió así un nuevo campo de estudios, muy fértil en tanto implicó una nueva forma de abordar los modos de conformación de las subjetividades políticas y, ligadas a ello, las disímiles maneras de estructuración del orden político y social.

Si bien la potencialidad de la propuesta de Laclau es ampliamente reconocida en el campo de la teoría política contemporánea, también ha suscitado cuestionamientos. Algunos de estos suponen un rechazo a los términos en que Laclau entiende el populismo, y, más ampliamente, lo político.3 Otros, en cambio, valoran la productividad de la conceptualización del autor argentino para pensar el problema de la hegemonía y las identidades, y recuperan algunos de sus términos para proponer otros modos de entender el populismo. Dentro de este segundo conjunto de autores -entre los cuales se encuentran Sebastián Barros (2013 y 2006), Benjamín Arditi (2010 y 2004), Alejandro Groppo (2009) y Francisco Panizza (2008)-, consideramos particularmente fructífera la propuesta de Gerardo Aboy Carlés y Julián Melo, quienes desarrollaron sus propias teorizaciones a partir de un detenido y riguroso estudio de los populismos clásicos argentinos (Aboy Carlés, 2001 y 2002; Melo, 2009) y latinoamericanos (Aboy y Melo, 2012). Ambos autores encontraron que la característica saliente de los movimientos nacional-populares no fue la exclusión pura y “radical” de sus adversarios (como se desprende de algunos de los planteamientos de Laclau), sino un mecanismo específico de gestionar la tensión entre la afirmación de la propia solidaridad y la tentación de expandirse más allá de los límites instituidos en la fractura inicial.

El populismo, desde la perspectiva de estos dos autores, se caracteriza por el hecho de agudizar dicha tensión, al punto de tomar la forma de una inestable desaparición y reinscripción de sus fronteras comunitarias. Entonces, lo específico del populismo está dado por un uso extremo de los mecanismos de inclusión y exclusión de alteridades presentes en toda identidad con pretensión hegemónica. Un rasgo que se desprende de este característico movimiento pendular es el de no fijar definitivamente los límites de la exclusión comunitaria: la tentativa de ganar al otro para el propio campo, plantea, en efecto, la existencia de un espacio para la negociación y la posible regeneración de los adversarios.

Dos corolarios se desprenden de esta definición de populismo. El primero de ellos alude a la relación de estas experiencias con las democracias liberales. Al respecto, el énfasis se ha puesto en el carácter problemático de dicha relación: si por un lado el mecanismo pendular tendió a mellar la institucionalización de un espacio político pluralista (debido sobre todo a la expulsión recurrente del espacio legítimo de la representación de una parte de la comunidad); por otro lado, la dimensión regeneracionista habilitó la posibilidad de una convivencia con los adversarios previamente execrados, limando así las aristas más autoritarias de estas experiencias y bloqueando el camino de una deriva totalitaria del régimen político (Aboy, 2013 y 2016). El segundo corolario tiene, sobre todo, consecuencias en lo metodológico. En la caracterización del populismo (como en la de toda identidad política), ocupa un papel de primer orden de importancia tanto el vínculo que se entabla con los otros, como el modo en que se gestiona la frontera temporal que separa el hoy del ayer; por este motivo, las dimensiones de la alteridad y de la tradición son fundamentales a la hora de examinar una identidad y las transformaciones que en ella operan a lo largo del tiempo.

El análisis de los dos casos abordados en el presente trabajo se inspira en este conjunto de reflexiones teóricas y metodológicas. Al seguir un criterio cronológico, el artículo se detiene, en un primer apartado, en la experiencia de FORJA, y en un segundo apartado, en la de Montoneros. En ambas secciones, incluimos al inicio una breve contextualización histórica del momento en que dichas agrupaciones surgieron; luego -basándonos en el análisis de fuentes primarias-- nos preguntamos por las concepciones de la alteridad y la tradición que desarrollaron, con la intención deber hasta qué punto es posible encontrar una dimensión regeneracionista en ellas, y en qué medida introdujeron torsiones en la forma de entender la historia de su propio espacio de pertenencia. Proseguimos el análisis con una indagación sobre sus visiones de la democracia y, finalmente, en un último sub-apartado, examinamos lo que FORJA y Montoneros, respectivamente, entendieron por “revolución”; debido a que lo que ellas resaltaron como rasgo específico de su identidad fue su carácter “revolucionario”, creímos conveniente detenernos a examinar qué entendieron por ello, y en qué medida dicha adscripción tuvo repercusiones sobre su visión de los otros, de la tradición de su espacio de pertenencia, y de la democracia.

Luego del análisis de cada uno de los casos, el artículo realiza una serie de inferencias teóricas; en este sentido, el objetivo del tercer apartado consiste en avanzar en la caracterización de las diferencias que las agrupaciones “revolucionarias” mantuvieron respecto a los populismos “clásicos” de los cuales se reclamaban herederas. Finalmente, en las conclusiones, recuperamos los argumentos centrales del trabajo, y esbozamos algunas líneas de interpretación que pueden ser útiles para analizar otras experiencias que tuvieron lugar en América Latina.

1. La reactualización revolucionaria del populismo yrigoyenista

El surgimiento de agrupaciones revolucionarias en el radicalismo

En septiembre de 1930, tuvo lugar en la Argentina un Golpe de Estado que buscó no sólo desplazar de la presidencia a Hipólito Yrigoyen, sino también dar por finalizada la experiencia de gobiernos electos a través del sufragio universal masculino iniciada con la Ley Sáenz Peña en 1912. Así, l golpe septembrino abrió un nuevo tiempo político en el que distintas alternativas de reordenamiento institucional fueron ensayadas. Primero, José F. Uriburu intentó implantar un régimen militar autoritario y corporativo, el cual suscitó fuertes resistencias, que obligaron al retiro de su mentor a través de un rápido llamado a elecciones. En éstas, celebradas en noviembre de 1931, participaron todos los partidos políticos, menos el radicalismo, cuyo candidato, Marcelo T. de Alvear, fue vetado. A raíz de ello, la UCR proclamó la abstención electoral.

Sin la participación del partido mayoritario, el régimen que siguió a la dictadura tuvo una frágil legitimidad de origen. No obstante, el nuevo presidente, Agustín P. Justo, supo integrar al resto de los partidos opositores en el esquema de gobierno, y de esa manera aislar al radicalismo.4En consecuencia, éste quedó en una difícil situación. Algunos sectores partidarios llamaron a alzar las armas para resistir al gobierno “ilegal e ilegítimo” de Justo, pero fueron pocos los dirigentes radicales dispuestos a seguir ese camino.

La violencia no era en rigor ajena a la tradición de la UCR: en sus orígenes, ella había acudido a las armas para oponerse al régimen conservador,5 y fue en gran medida por la presión que ejerció a través de éstas que logró que en 1912 se modificara la ley electoral. Pero, una vez obtenida esta conquista, el radicalismo abandonó la alternativa armada para privilegiar su dimensión partidaria electoral. La UCR demostró una gran capacidad para adaptarse al contexto de un régimen político ampliado, y pronto se convirtió en el primer partido de masas de la historia argentina. El sustento identitario y material de la organización como partido político dependía entonces de su estrecho vínculo con la práctica del sufragio. Esto explica que la alternativa revolucionaria no encontrara muchos adeptos en el radicalismo, y aclara también el fracaso de la táctica abstencionista: el partido que se concebía como primordialmente electoral no podía sino entrar en una profunda crisis si abandonaba el terreno en el que encontraba su principal razón de ser. Fue por ello que en enero de 1935 las autoridades radicales decidieron retornar a los comicios.6

El regreso a la participación electoral implicaba abandonar la orgullosa postura “intransigente” asumida por el partido luego del Golpe de Estado. Las autoridades de la UCR creían, sin embargo, que no había opción, y el amplio consenso que la decisión tuvo en las huestes radicales pareció avalar la idea de que, de no seguirse ese camino, la disgregación partidaria se haría realidad. Pero eso no implicaba que el retorno a los comicios no significase aceptar -aunque no fuera implícitamente-la legalidad del gobierno de Justo, cuestión que hasta ayer el partido se había negado a hacer. Fue proclamando la lealtad a la originaria postura “intransigente” del radicalismo que, luego del levantamiento de la abstención, surgieron al interior de la UCR agrupaciones que se reivindicaron como “revolucionarias”. Aunque nunca protagonizaron ningún alzamiento armado, se concibieron como continuadoras de los movimientos que en la primera mitad de la década delos treinta desafiaron por la vía de la violencia a los gobiernos de Uriburu y Justo; acorde a ello, desarrollaron una prédica que, al tiempo que renegaba de la estructura partidaria y de los mecanismos electorales, reivindicaba fuertemente el uso de las armas como modalidad de intervención política. De las diferentes agrupaciones “revolucionarias” que surgieron en este período, la más relevante fue FORJA. En los diez años en que estuvo activa (1935-1945), expresó el malestar hacia el radicalismo a través de un coherente discurso contestatario y “antiimperialista”, con el cual logró conquistar una considerable capacidad de convocatoria. La agrupación surgida en el distrito metropolitano, pronto extendió su presencia a muchas regiones del país, constituyéndose en un importante actor al interior del movimiento radical.7 Nos centraremos en esta agrupación, para mostrar las transformaciones que este tipo de experiencias introdujeron en la identidad populista.

Lecturas de la tradición, concepciones de la alteridad

Al recuperarlas reflexiones que hicimos en la introducción del presente artículo, ponemos de manifiesto que la alteridad y la tradición son dimensiones clave para el estudio de las identidades. Los colectivos políticos definen sus espacios de pertenencia diferenciándose de los “otros” con los cuales rivalizan; este intento de demarcación de límites conlleva necesariamente una reinvención de la tradición de origen.8 Por ello, resulta relevante prestar atención a los modos en los que desde un determinado espacio se concibe a los otros y cómo, en función de ello, se reinterpreta la historia: en este doble movimiento podemos encontrar elementos significativos de constitución identitaria.

La lectura de la historia radical propagada por FORJA9 proyectaba hacia el pasado la oposición que mantenía con los dirigentes partidarios. El rasgo que caracterizaba a estos dirigentes, para los forjistas, era el del “electoralismo”, concepto con el cual aludían a la práctica de participar en política sólo para postularse a cargos públicos y obtener beneficios del Estado. Por lo tanto, ésta era una práctica confortable, ajena al sacrificio y a la lucha, las cuales, afirmaban ellos, habían marcado los inicios de la UCR. No siempre, en efecto, el movimiento radical había estado dominado por el “electoralismo”. Éste comenzó a ser el rasgo saliente del partido cuando la UCR ingresó a la arena electoral.

Al advertir la gran capacidad del radicalismo para obtener éxitos electorales, la dirigencia acomodaticia cobró importancia. Pronto -siempre según la prédica forjista-ésta se hizo con el control del partido, lo utilizó para sus objetivos personales, y desvióal movimiento de su original impronta contestataria. En esos dirigentes se descargaba entonces la responsabilidad por la parálisis en que se encontraba la UCR: durante las gestiones radicales, los dirigentes partidarios atendieron a sus propios intereses. Cuando Yrigoyen fue derrocado en septiembre de 1930, no hicieron nada por defenderlo, y permanecieron al margen de los movimientos armados organizados para hacer frente a los gobiernos de la Concordancia. Finalmente, al retornar a los comicios, revelaron que para ellos el radicalismo se agotaba en la práctica del sufragio, a la que permanecían apegados porque les habilitaba el acceso a los anhelados cargos públicos.

De tal modo, la prédica forjista no dudaba en plantear un cisma al interior del movimiento radical. Existía, por un lado, la dirigencia partidaria, que era acusada de convertir a la UCR en un “partido de orden” -la equiparación del radicalismo con un partido político más, al interior de un sistema organizado en torno de elecciones periódicas, era vista como una desviación introducida por esa capa de la dirigencia--. Por otro lado, estaban los sectores que pugnaban por recuperar la esencia revolucionaria perdida y retomar la orientación emancipadora y contestataria que Yrigoyen había impreso a su movimiento.

En efecto, los jóvenes forjistas reivindicaban, frente a esa dirigencia “corrompida”, el legado de Hipólito Yrigoyen, a quien le asignaban la creación de una obra “reparadora” que había quedado a mitad de camino, y que necesitaba, para completarse, del compromiso de una nueva generación de radicales. La idea de que Yrigoyen había sido el máximo exponente de una misión emancipadora, y de que lideró un proyecto que había quedado abandonado con su muerte, fue uno de los leitmotiv del ideario forjista. En julio de 1936, cuando se conmemoraba el tercer aniversario del fallecimiento del viejo caudillo, FORJA lanzó una publicación para reivindicar “la obra del ilustre maestro”. El cuaderno titulado “El pensamiento escrito de Yrigoyen” proclamaba, ya en el prólogo -el cual llevaba la firma de “La Redacción”-, la necesidad de “volver a Yrigoyen”:

Se había arriado la bandera de la Reparación Nacional, apenas tronchada la noble vida de Yrigoyen [… ] Ante la orfandad esperada, las fuerzas de reacción, agazapadas dentro de la UCR, se recobraron de pronto [ …] Fueron enunciadas fementidas posibilidades de concordia, de conciliación, para restaurar la legalidad, mediante el comicio [ sic. ], como si la voluntad de la Nación pudiera manifestarse libremente dentro de los cuadros de fraude y de violencia que caracterizan la pseudo legalidad vigente [ …[.

Lanzamos, en la emergencia, ante el trágico contraste de la efeméride con la realidad, la consigna de “Volver a Yrigoyen”. Volver [ …] cuando sus discípulos y colaboradores de ayer se entregan al más crudo fariseísmo, renegando de la intransigencia, de la abstención, del reclamo heroico que exige libertad y honradez [ …]. El 90, el 93, el 905, Concordia, Paso de los Libres, son jornadas que han ido rubricando con sangre tal exigencia reparadora. Las nuevas generaciones deben ponerse a tono de tal heroísmo, yendo a las fuentes de los grandes postulados de la Reparación Nacional (FORJA, 1936a: 3).

¿Qué significaba, para los hombres de FORJA, la consigna “Volver a Yrigoyen”? Como puede verse, los forjistas valoraban especialmente la actitud intransigente que el viejo caudillo había mantenido frente a las fuerzas de la reacción, actitud puesta de manifiesto en el recurso a la violencia por él utilizado en diferentes ocasiones para hacer valer la “voluntad de la Nación”. Acorde con ello, los acontecimientos que rescataban del pasado eran aquellos en los que se había acudido a las armas para revertir una situación considerada injusta. “Volver a Yrigoyen” significaba, por lo tanto, y ante todo, retomar el camino revolucionario iniciado por el líder, y que ya otros, en la primera mitad de los años treinta, habían proseguido. Los forjistas, en efecto, establecían una línea de continuidad entre los alzamientos que recientemente se habían organizado contra los gobiernos de Uriburu y Justo, y aquellos que, a fines del siglo XIX y principios del XX, dieron origen a la UCR. La agrupación, para legitimar su accionar al interior del movimiento radical, realizaba una relectura de la historia partidaria según la cual eran los hechos de armas los que marcaban los principales jalones en el decurso de la organización.10

Todo proceso de invención de una tradición implica caer en omisiones y parcialidades. En este caso, resulta evidente que los hombres de FORJA “olvidaban” que Yrigoyen había sido tanto el revolucionario que ellos reivindicaban, como el artífice del más grande partido de masas que conocía la Argentina. Al recuperar en Yrigoyen no al creador del partido electoral sino al revolucionario que había conspirado en sucesivas oportunidades contra el régimen oligárquico, los forjistas pretendían reforzar la idea de la existencia de un radicalismo que de ningún modo se agotaba en los organismos partidarios y en los mecanismos electorales. Según su punto de vista, estos no representaban sino un modo en que podía expresarse la voluntad de los radicales. Pero, junto con él, existían otros medios de canalizar las demandas y solicitudes del pueblo radical. Desconocer vías alternativas de manifestación del radicalismo, y circunscribir la acción política a los actos comiciales, significaba, para ellos, caer en el “electoralismo”.

Visiones de la democracia

Los forjistas escindieron, en efecto, “lo democrático” de “lo electoral”. Según su punto de vista, una fuerza política podía permanecer al margen de los dispositivos electorales sin por ello dejar de ser “democrática” (y allí estaba el ejemplo de Yrigoyen para certificarlo).Inversamente, podían existir partidos que hicieran uso del mecanismo electoral, pero que no por ese motivo fueran “democráticos” (socialistas, conservadores, y radicales “alvearistas” eran la prueba de ello). Uno de los más importantes intelectuales de la agrupación, Arturo Jauretche, en un artículo aparecido en Argentinidad -periódico forjista de la ciudad de Gualeguaychú-dejaba sentada su posición sobre este asunto del siguiente modo:

Democracia y electoralismo no son términos equivalentes y sí muchas veces incompatibles. Por ejemplo, ahora. Porque el voto es sólo un medio y no un fin. El medio para expresar la voluntad del pueblo cuando existe el mecanismo legal del gobierno democrático. Pero cuando éste no existe, no queda excluida la democracia, pues el pueblo tiene otros modos de expresión; la lucha armada, por ejemplo.

La democracia argentina ha existido desde Mayo y no votaba, pero peleaba para afirmar el gobierno propio de los pueblos. Contra España primero y contra las minorías unitarias después. Un pueblo en armas para expresar su voluntad de gobierno se pronuncia de una manera tan categórica detrás de una barricada o en una montonera, como en el mejor y más garantido de los comicios y mucho mejor, desde luego, que en los comicios que ahora conocemos (Jauretche, 1939: 1).

Jauretche legitimaba la lucha armada, como vemos, no sólo en contextos donde el voto sufría restricciones; concebía, antes bien, que en las montoneras o en las barricadas se producía una expresión más directa y categórica de la voluntad popular. En sus primeros tiempos, el radicalismo, según Jauretche, había sido una fuerza cabalmente “democrática”, puesto que como agrupación revolucionaria había sabido expresar la voluntad del pueblo y de la nación: “El radicalismo en la abstención o en la acción revolucionaria vivía cívicamente. El radicalismo, resignado el civismo a un sufragio vicioso o a una participación en el gobierno que subsiste contra el pueblo, es electoral pero no es cívico y no siendo cívico no es democrático” (Jauretche, 1939: 1). Se trataba, en consecuencia, de retrotraer la fuerza radical a esos orígenes situados antes de la sanción de la Ley Sáenz Peña. Jauretche consideraba, en este sentido, que no alcanzaba con restablecer el radicalismo vigente antes de 1930. Había que recuperar el que no se había contaminado con las mañas del “electoralismo”:

La primera derrota del radicalismo [ …] no fue el 6 de septiembre de 1930, sino el día de su primer triunfo electoral, pues al hacerse fuerza electoral se colocó en la contienda a la par de los partidos políticos y aceptó una transacción con el estado de cosas imperantes, legalizando lo que ya existía. Esto se hizo contra la voluntad de Yrigoyen [ …] Aunque cueste hacerse entender, hay que repetirlo constantemente; no nos situamos atrás de la concurrencia electoral decretada en 1934, sino atrás de la de 1912, porque estamos antes del primer error (Jauretche, 1939: 2).

En idéntico sentido, un artículo anónimo aparecido en una publicación metropolitana de la agrupación sostenía:

La ley Sáenz Peña que vino a consagrar en la letra lo que estaba en el espíritu de la Nación, por el radicalismo, tuvo por sobre todos los méritos uno: dignificó la argentinidad en la ciudadanía y cada uno fue más argentino por el solo hecho de poder ser en el estado. El criollo, por primera vez desde que dejó la lanza, volvió a ser alguien. Pero en cambio al radicalismo como destino le tendió una zancadilla al abortarle la finalidad revolucionaria. Llegó al gobierno herido en su fibra heroica e infiltrado de aquellos a quienes combatía. Y a medida que la burocracia y el oficialismo se afirmaban en sus direcciones perdía el sentido original y restaurador de la nacionalidad. Sólo Irigoyen y la multitud permanecieron fieles. Las direcciones intermedias comenzaron a pertenecer en su totalidad a hombres de la otra mentalidad que no tuvieron cabida en el régimen (FORJA, 1936b: 3).

Lo que los jóvenes forjistas reivindicaban, a fin de cuentas, era aquella agrupación revolucionaria que había sido capaz de poner en vilo al régimen conservador. Según su opinión, allí residía el “verdadero” radicalismo, y eran ellos los continuadores de esa tradición. Los dirigentes que erigieron un partido electoral confiscaron la voluntad popular, levantando una pantalla entre la expresión directa del pueblo y sus líderes. Para recuperar la esencia revolucionaria perdida, se imponía el deber de acabar con esa dirigencia que había tergiversado el sentido original que a la UCR le había impreso Yrigoyen.

Un rasgo específicamente jacobino,11 que revela toda una concepción sobre la democracia y sobre el pueblo, se evidencia aquí: la radicalización del movimiento político, vía la eliminación de los cuerpos intermedios sospechosos de moderados, constituye una característica habitual de aquellas fuerzas políticas que se proponen profundizar un proceso revolucionario que se cree truncado a causa de una mediación política que impide la fusión entre el pueblo y sus representantes. De tal modo, se concibe al pueblo como “Uno” e indivisible, un pueblo que no existe más que como totalidad activa, y que no es, ni puede ser, ni una suma de individuos, ni un conglomerado de cuerpos o secciones. El voto, como manifestación de la opinión individual que expresa un juicio propio y “secreto”, aparece incluso como un procedimiento sospechoso. Por ello, tienden a reivindicarse otros mecanismos de expresión popular -como la organización de grandes asambleas, barricadas o “montoneras”-, en donde las opiniones de los individuos se borran para fundirse en una única voz. El “pueblo” es visto como un principio moral que sólo se revela en la acción; acorde a ello, la democracia no se concibe como representación de voluntades individuales, sino como aquella forma de gobierno que organiza la fusión combatiente del pueblo y sus representantes. La lucha es el catalizador de esa fusión. De aquí la continua reivindicación retórica de la guerra (aun cuando esta podía no llevarse a la práctica).

¿Qué revolución?

Tal como se desprende de lo dicho, cuando los hombres de FORJA hablaban de “revolución”, aludían prioritariamente a la eliminación de una capa de la dirigencia acusada tanto de asumir una actitud dócil frente a los conservadores en el gobierno como de adormecer la actitud combativa del “pueblo” radical. El concepto de revolución que esgrimían era, en consecuencia, eminentemente político. En este sentido, puede trazarse un paralelismo con el uso que Yrigoyen hacía del término, quien, como vimos, había planteado como objetivo para la UCR el combate contra un enemigo irreductible, al que bautizó como el “Régimen”. Sin embargo, no existe pura continuidad entre la retórica del viejo caudillo y la de FORJA. Dos diferencias nos parecen dignas de mención: la primera, a la cual ya hicimos referencia, es que en los forjistas esa vocación “revolucionaria” no estuvo acompañada, como sí en Yrigoyen, por la alternativa partidaria, sino que se concibió como contraria a esta. Los frecuentes cuestionamientos al “electoralismo” no harían sino reforzar esa vocación antipartidaria, alejando a la agrupación no sólo de la forma partido, sino también del aval que en un primer momento sus militantes habían prestado al régimen político que esta sostiene: la democracia liberal.

La segunda diferencia respecto a la retórica yrigoyenista está determinada por el hecho de que, como bien señalara Gerardo Aboy Carlés, el primer presidente radical nunca identificó al enemigo en ningún actor político o social concreto. Mantuvo, antes bien, a sus adversarios en una permanente indefinición, lo cual le permitía convertir al régimen “en un significante flotante cuyo significado se iría dirimiendo en función de las vicisitudes por las que atravesaron la organización política y el país” (Aboy Carlés, 2001:101). FORJA introdujo en este sentido una importante novedad, puesto que su prédica belicista estuvo dirigida hacia enemigos concretos, que fueron, en primer término, los dirigentes partidarios radicales y los gobiernos conservadores. Muy pronto, sin embargo -y debido principalmente al fuerte influjo recibido de los pensadores nacionalistas, quienes a principios de la década delos treinta habían avanzado en una lectura de la realidad del país según la cual los fenómenos políticos no eran sino la manifestación de otros más estructurales que se ubicaban en la esfera económica-,12 esos dirigentes y esos gobiernos fueron vistos como la cara visible de una realidad más profunda, dominada por el “imperialismo” y la “oligarquía”. El enorme poder económico que estos detentaban hacía que pudieran manipular tanto las instituciones políticas como las de la cultura y la economía. De tal modo, pronto se descubrió que la entera realidad no estaba conformada sino por trincheras dominadas por un enemigo omnipresente, que controlaba infinitos resortes de poder, desde la escuela hasta las finanzas, pasando por toda la gama intermedia de instituciones que fuera factible imaginar.

La frontera identitaria trazada por FORJA dividía así al país en dos hemisferios inconciliables: de un lado se encontraba la institucionalidad política, social y cultural vigente, a la cual se acusaba de promover la condición colonial de la Argentina; y del otro lado se hallaba FORJA, que se erigía en la guardiana de una nueva moral “revolucionaria”. Los forjistas se convertían, de este modo, en los portavoces de una prédica cuya finalidad sería operar una reparación del entero cuerpo moral y político de la nación. La dualidad régimen irrepresentativo Nación real, presente sólo en potencia en Yrigoyen debido a que existía un diferimiento a futuro de la empresa reparadora, se desarrollaba en consecuencia ahora en toda su dimensión, y que planteaba como posibilidad no la inclusión sino la eliminación del adversario. La articulación de un programa de signo claramente contestatario, en este caso, estuvo ligada a una identificación concreta de los amigos y adversarios, que imposibilitó el restablecimiento del juego pendular de inclusión/exclusión de los rivales característico de la identidad yrigoyenista inicial.

2. La reactualización revolucionaria del populismo peronista

El surgimiento de Montoneros

Unas décadas después delas resignificaciones propuestas por los forjistas, la organización Montoneros haría su parte ya no con el yrigoyenismo, sino con la experiencia de masas que simultáneamente lo continuó y desplazó, el populismo peronista. Varios años después del derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, y en el marco de una inestable sucesión de gobiernos de facto y gobiernos constitucionales pero con proscripción del partido mayoritario, nació Montoneros. Su origen se enmarcó, además, en acontecimientos como el Concilio Vaticano II, la Revolución Cubana, la Guerra de Vietnam, la Guerra e Independencia de Argelia y la Revolución Cultural China, entre otros, que conllevaron fuertes transformaciones del marxismo y del catolicismo a nivel internacional.13

Protagonizadas entonces por jóvenes provenientes de los distintos espacios intelectuales, católicos, universitarios y estudiantiles que progresivamente simpatizaron con el peronismo, se sucedieron las primeras intervenciones armadas de Montoneros durante los gobiernos militares de la llamada Revolución Argentina, a finales de la década delos sesenta y comienzo de los setenta. Desde 1972, se fue conformandouna estructura federal compuesta por “ámbitos de superficie” (en barrios, fábricas, universidades, colegios, etcétera) y cuadros armados (Gillespie, 1987). Dicha extensión se dio en paralelo a la aprobación sobria pero creciente de Perón desde su exilio político, que concluyó con la participación de militantes de superficie de Montoneros en la campaña y en las listas del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) para las elecciones nacionales del 11 de marzo de 1973(en las que el peronismo volvía a participar después de 18 años).En poco tiempo, la Conducción Nacional de Montoneros logró hegemonizarlas Juventudes Peronistas Regionales, la Juventud Universitaria Peronista, la Unión de Estudiantes Secundarios, la Juventud de Trabajadores Peronistas, la Agrupación Evita de la Rama Femenina del Movimiento Peronista, el Movimiento Villero Peronista y el Movimiento de Inquilinos Peronistas.

Si bien la relación entre Montoneros y el líder del populismo peronista varió a lo largo de los meses, llegando a un enfrentamiento explícito antes de la muerte del último, ello no obstó para que la organización se inscribiera en la tradición peronista y reclamara transformaciones estructurales de la sociedad de ese entonces. Tampoco dejó nunca de plantear que la violencia era un modo posible, si no fundamental, de intervención en la arena pública. Es más, a diferencia del espacio forjista, recurrió efectivamente a las armas, aun durante los gobiernos constitucionales del periodo (en cuyas instituciones participó, más o menos directamente, durante algunos meses).El examen de sus lógicas identitarias permite echar más luz sobre las resignificaciones del populismo a manos de experiencias que se reivindicaron a sí mismas como “revolucionarias”.

Lecturas de la tradición, concepciones de la alteridad

Al igual que los forjistas, Montoneros propuso una reinterpretación particular de los años pretéritos y, específicamente, de la experiencia peronista. Estableció un esquema dual que delimitaba dos etapas: la primera se emplazaba entre el 17 de octubre de 1945 -fecha en que se produjo una enorme manifestación en la Plaza de Mayo para reclamar la liberación del entonces coronel-- y 1955 -año de finalización del segundo gobierno de Perón por obra del Golpe de Estado de la llamada Revolución Libertadora. Esta etapa, denominada como “Gobierno peronista”, era caracterizada como una edad de oro en la que el pueblo se habría vinculado de manera inmediata y directa con su líder, y sólo a raíz de ello habría conocido la dignidad y la felicidad. La segunda, situada desde 1955 en adelante, era descrita como un periodo de resistencia, en donde el pueblo se habría convertido en un sujeto combativo, al luchar por el regreso de Perón y protagonizar huelgas, “tomas” de establecimientos, sabotajes a la producción, manifestaciones, e intervenciones armadas. Si en la primera etapa la figura de Perón era central, en la segunda el protagonismo lo tenía el pueblo.

Es de notar que esta lectura retrospectiva proponía, al igual que la forjista, varios olvidos. Por un lado, obviaba que el mandato de Perón había comenzado en junio de 1946, y no el 17 de octubre de 1945. De esta manera, Montoneros relegaba las elecciones de febrero de 1946 como dispositivo que otorgaba legitimidad al lazo político, y retomaba, en definitiva, el propio mito de origen del peronismo clásico que Perón había sostenido en sus presidencias (y que también sería disputado por otros actores que reivindicaron su tradición).14Por otro lado, subestimaba que, amén de ese mito de origen, el ordenamiento político peronista de mediados de siglo no había dejado en un lugar secundario a las representaciones institucionales (por ejemplo, las sindicales), concebidas, en verdad, como espacios fundamentales para construir la voluntad popular (Torre, 1990). Finalmente, ignoraba que difícilmente las prácticas que trabajadores, estudiantes y grupos armados habían desarrollado desde la salida de Perón del gobierno podían equipararse en un continuum lineal, tras el colectivo “pueblo”. Ni sus horizontes, ni sus objetivos, ni sus modalidades habían sido homogéneas. Tampoco las acciones armadas se derivaban necesariamente de las huelgas y las manifestaciones.15No obstante, Montoneros las articulaba para posicionarse como su heredero, tanto del peronismo clásico como de la llamada Resistencia.

Íntimamente vinculado a esta reinvención del peronismo, la organización delimitó antagonismos con otros actores de la coyuntura. En sus revistas legales (El Descamisado, El Peronista lucha por la Liberación, y La Causa Peronista), de gran circulación y tirada, afirmaron:

El nombramiento de Héctor José Cámpora como delegado de Perón cancela el ciclo de Paladino que entendió la táctica de “La Hora del Pueblo” (alianza con el radicalismo de Ricardo Balbín) como una “alvearización” del peronismo. Creyó que se trataba de armar un peronismo educado, bien pensante y prolijo, habituado a las prácticas parlamentarias y académicas, sin bombo ni marchita (El Descamisado, núm. 8, julio de 1973: 10).

Son los intermediarios los que arman todo este clima de violencia. Porque se les está terminando el negocio. Y ahora está llegando la hora [ en alusión al comienzo del tercer mandato presidencial de Perón] en que el General y el pueblo se están volviendo a ver (El Descamisado, núm. 22, octubre de 1973: 3).

[Sobre el ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu] En 1970 era un agente he facto, Pedro Eugenio Aramburu violencia. Porque se les estlas prctica de “La Hora del Pueblo” (alianza con el radicalismo de Ricardo Balbín) como una “alvearización” s (por ejemplo, las sindicales), concebidapara aniquilar al Movimiento [ Peronista], para aislar definitivamente al General [Perón] de los peronistas (La Causa Peronista, núm. 9, septiembre de 1974: 25).

Desde 1958, con la nueva invasión imperialista, y ante la creciente combatividad de los trabajadores peronistas, los burócratas sindicales capitalizan las rebeldías obreras para negociar con sus principales sostenedores: los monopolios (La Causa Peronista, núm.9, septiembre de 1974: 10).

Para Montoneros, la amenaza se situaba en dirigentes sindicales, partidarios peronistas y militares. Muchos de estos adversarios eran catalogados como “burócratas” y, evocando los términos forjistas, como “oligarcas” e “imperialistas”. Además, eran caracterizados como obstáculos, como “intermediarios” de la relación directa e inmediata que, según la definición propuesta del peronismo entre 1945 y 1955, debían tener Perón y el pueblo. Asimismo, eran criticados por realizar negociaciones corporativas. Finalmente, replicando también la impugnación de FORJA al “electoralismo” -como es sabido, la lectura de los escritos de Jauretche fue habitual en las redes que nutrieron la militancia montonera (Altamirano, 2013); de allí el término “alvearización”-, eran cuestionados por efectuar alianzas partidarias. Se explicaba que estos adversarios, con sus negociaciones sectoriales o partidarias, no hacían más que traicionarlas luchas que el pueblo había desarrollado desde el fin del segundo gobierno de Perón. Con este relato, Montoneros unificaba a políticos y sindicalistas de diferentes corrientes, cuyas prácticas durante la Resistencia y su relación con los gobiernos de turno habían distado de ser homogéneas (James, 2010).

Pero, en verdad, lo cierto es que, como exhiben las citas, el enfrentamiento de la organización iba más allá de determinados actores: se extendía, en términos generales, a procedimientos y espacios como las elecciones, los intercambios parlamentarios, las alianzas partidarias y corporativas, y las representaciones sindicales. En definitiva, a cualquier reinvención de la tradición peronista basada en dichas prácticas e instituciones: ya sea un peronismo que se asentara en una organización segmentada de la sociedad a través de grupos intermedios entre el Estado y los individuos; ya sea un peronismo que participara del sistema político propio de poliarquías modernas, presentándose a elecciones, compitiendo con otros partidos y debatiendo en el Parlamento. De este modo, Montoneros negaba no sólo un pluralismo de orden liberal, sino cualquier intento de segmentación y fragmentación institucional que pudiera atentar contra la inmediatez con la cual se delineaba la “verdadera” tradición peronista.16 Las narraciones y la alteridad desde esta reapropiación “revolucionaria” del populismo, por ende, no resultaban nada ajenas a la resignificación que FORJA había propuesto del yrigoyenismo varias décadas atrás.

Visiones de la democracia

Debido a que estudiar lo que un grupo identifica como amenaza no conduce sino a aprehender más cabalmente su interior, cabría interrogar aquí también las implicancias de estos adversarios para la comunidad proyectada. ¿A qué tipo de democracia refería Montoneros? En una sección abocada a comentar las 20 verdades peronistas, uno de los símbolos paradigmáticos del Movimiento Peronista, las revistas legales sentenciaron:

Para conocerlas y analizarlas mejor, las 20 verdades pueden dividirse en cuatro capítulos. Uno de ellos se refiere al movimiento y apunta a la democracia directa como su base esencial [ …]

Siempre el Pueblo y Perón, de un modo simultáneo, “sincronizado” -con el cerebro y con el corazón- aparecían identificados entre sí [ …]. El pueblo y Perón lucharon siempre juntos. [ …] Desde la primera Verdad (“la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del Pueblo”) [ …] casi no hay una verdad que no se refiera directa o indirectamente al único sometimiento que el peronismo admite: el de los dictados populares. La segunda verdad recuerda que el justicialismo es “esencialmente popular” y por eso rechaza a todo “círculo político” que es, por definición, antipopular. [ …] Ahora se desató dentro del propio movimiento una batalla inspirada por los enemigos del justicialismo para quebrar la simbiosis Perón-Pueblo (El Descamisado, núm. 21, octubre de 1973: 3 y El Descamisado, núm. 25, noviembre de 1973: 11).17

Como es de esperar, la democracia poco tenía que ver con el dispositivo electoral. Menos aún con el proyecto de “democracia integrada” que Perón reclamó, no sin oscilaciones, durante su tercer mandato, pretendiendo el diálogo entre diversas fuerzas políticas y corporativas (De Riz, 1981: 73-83). Por el contrario, Montoneros sostuvo la imagen de una comunidad compuesta por un vínculo directo entre un líder y su pueblo, despojado de mediaciones representativas y mecanismos institucionales destinados a construir de manera dinámica y permanente la voluntad popular. Desde este punto de vista, el pueblo no requería de procedimientos para conformarse. Por el contrario, su voluntad les preexistía, era una sustancia evidente en sí misma. De allí que pudiera ser encarnada sin más por un líder. En todo caso, las mediaciones sólo habrían de corromperla, desviando su espíritu combativo y obstaculizando “la simbiosis” con aquel.18 De esta manera, entonces, y en términos nada lejanos a los desplazamientos forjistas, Montoneros evocaba aquella dimensión sustantiva que, aunque recurrentemente olvidada, es parte inherente de la larga tradición democrática y que, llevada al extremo, bien puede desembocar en experiencias totalitarias (Talmon, 1956). Aparentemente, a pesar de las enormes distancias históricas, en ambas interpretaciones “revolucionarias” del populismo argentino, la democracia requería de un pueblo en acto, de un pueblo “en lucha”, reacio a las instituciones, cuya voz sólo podía expresarse en el cuerpo del líder, y no a partir de la sumatoria de las voluntades ciudadanas delos comicios ni de cualquier otra mediación representativa.

No obstante, se impone una precisión. En Montoneros, el proceso de construcción de un referente de legitimidad inmediato fue más complejo y trabajoso que en el caso de la agrupación radical, en tanto que implicó discutir la imagen de “pueblo organizado” construida por Perón, la cual suponía, entre otras instancias representativas, el encuadramiento de la ciudadanía en organizaciones gremiales. FORJA, por el contrario, partía de una experiencia que no había expresado ninguna voluntad de dar forma a la ciudadanía a través de la creación de entidades específicas. Así, por ejemplo, aunque el yrigoyenismo se había mostrado receptivo hacia las demandas de los trabajadores, nunca avanzó dentro del movimiento obrero para crear sindicatos afines (Torre, 2009).

El vínculo que Yrigoyen entabló con sus seguidores y adherentes privilegió ante todo la instancia político electoral. Pero, en rigor, tampoco alrededor de la dimensión del sufragio se constituyó un discurso articulado que enfatizara su importancia como mecanismo de elección de representantes o de fortalecimiento del partido político. El viejo caudillo, en efecto, tendió siempre a presentar su propia figura como la máxima expresión de una Nación que pugnaba por desarrollarse en todas sus potencialidades. Era el propio liderazgo, por lo tanto, el que asumía -independientemente de cualquier acto electoral-la representación cabal del pueblo. FORJA, por lo tanto, para erigir un radicalismo opuesto a los dirigentes intermedios, no hubo, en este sentido, de forzar mucho la interpretación que ya el propio Yrigoyen había hecho de su movimiento.

¿Qué revolución?

Como es sabido, en la Argentina de los sesenta y setenta, el lenguaje de la revolución permeó buena parte de los espacios políticos. Desde luego, la retórica de la lucha armada no replicaba los términos de los años treinta. Los aires cubanos habían dado impulso a un marxismo renovado y, específicamente, a la teoría del foco, sin por ello excluir otras modalidades de acción violenta que en varias latitudes de América Latina habían estimulado la constitución de numerosas organizaciones político-militares en reemplazo de las guerrillas foquistas (Rot, 2004: 138-140).

En Montoneros, la revolución tenía un significado, por lo menos, dual. Aludía, por un lado, a aquella edad de oro peronista, ese paraíso perdido en 1955 por el golpe cívico-militar y el posterior exilio de Perón. Al respecto, repetía El Descamisado: “será la vieja alegría, aquella del 17 histórico y las patas en las fuentes. Una explosión de júbilo directo que nadie reprimió durante los 10 años de revolución peronista (núm. 1, mayo de 1973: 8). Una frase que no desentonaba con las innumerables declaraciones de Perón utilizando el término.19 Pero, por otro lado, Montoneros solía referirse a la revolución como al accionar que habría de transformar la sociedad de ese entonces en una “patria socialista”, aunque sin detallar ningún programa específico. Aquí, las diferencias con el líder justicialista se desplegaban más abiertamente. No sólo porque, una vez concluido el exilio, éste había optado por eliminar su gramática previa tendiente a alentar a los grupos armados y, de algún modo, a presionar a los gobiernos militares; sobre todo, por el trato que la revolución montonera en tanto proyecto prometía para los “enemigos”:

Hay ciertos planteos que tienden a engañar al pueblo. Un ejemplo reciente de estos verdaderos engaños que nos pueden conducir a caminos errados y al fracaso final es eso de la paz. Los sindicatos han insistido mucho en sus afiches con ciertas imágenes que no son ciertas. Hablan de “paz”. Dicen que “ya ganamos”. Afirman que “Perón presidente ya es liberación”. Insisten en que “Unidad Nacional” es todo el país. Todo, entero. Unidad nacional es una mayoría popular contra una minoría pro imperialista (El Descamisado, núm. 19, septiembre de 1973: 3).

[Luego de repasar una lista de políticos, sindicalistas, militares y miembros de fuerzas de seguridad asesinados en esos años por distintas organizaciones armadas.[ Estos son algunos de los personajes representativos. Cada bando tiene los suyos. Los que sintetizan algo. Por encima de los nombres está la historia de un enfrentamiento irreductible. No hay alternativas posibles; alguno tiene que desaparecer, alguno tiene que morir (La Causa Peronista, núm. 7, agosto de 1973: 7).

Al evocarlos enfrentamientos rígidos y absolutos de las escenas bélicas, Montoneros se negó a redimir a sus “enemigos”. Práctica que, como vimos previamente, sí había desplegado el yrigoyenismo, y también lo haría el peronismo: actores que en determinadas circunstancias fueron desplazados del demos legítimo se vieron incluidos más tarde (Aboy Carlés, 2005). Alternativamente, los líderes populistas habían incluido y excluido alteridades. Ése fue su mecanismo identitario específico. Por eso, sus contornos no alimentaron un principio de división radical y permanente, sino que se configuraron de manera inestable y difusa, provocando una constante redefinición de la comunidad. Por el contrario, y al igual que la retórica forjista, la interpretación de la tradición peronista en Montoneros olvidaba estos vaivenes y rigidizaba sus fronteras. Subrayaba que la “unidad nacional” siempre había sido y sería la “mayoría popular”, y que nunca se integraría a los rivales de otrora. Además, advertía que la única opción posible era su eliminación física. Es más, como es sabido, a diferencia de FORJA, dicha amenaza sería, no pocas veces, efectivizada.

Populismo, sustancialización y violencia

Como recién se afirmó, una de las características distintivas de las identidades populistas es la fluctuación de sus fronteras. A diferencia de aquellas teorizaciones que tienden a identificar al populismo con la exclusión radical, operada por una parte que reclama ser el único todo legítimo (Laclau, 2005), en este trabajo recuperamos una definición del concepto que, elaborado sobre la base del estudio de las principales experiencias que tuvieron lugar en América Latina en la primera mitad del siglo XX-con particular énfasis en los casos argentinos-, destaca como rasgo decisivo del fenómeno el juego pendular de inclusiones y exclusiones de la alteridad constitutiva(Aboy, 2002; Melo, 2009). Siguiendo esta línea de investigación, consideramos que la no fijación definitiva de las fronteras identitarias y el consecuente establecimiento de un espacio que habilita la regeneración de los adversarios, son las características salientes de los populismos.

Esta alternativa y extrema inclusión y exclusión de alteridades a través del mecanismo regeneracionista tiene, al menos, dos consecuencias paradójicas para las comunidades políticas nacionales. Por un lado, obstruye la estabilidad de un demos legítimo que torna problemática la institucionalización de un régimen político pluralista. Por otro lado, simultáneamente, impide que el conflicto con las alteridades se intensifique al punto de su expulsión o eliminación física, tal como sucede en las experiencias totalitarias. De modo que es la misma lógica la que, a un tiempo, tensiona la democracia liberal y evita el despliegue de otros ordenamientos comunitarios (Aboy, 2016).

En Argentina, las reactualizaciones revolucionarias del populismo, a pesar de reclamar fidelidad hacia la tradición, ocluyeron, entre otras cosas, su regeneracionismo; y entablaron una relación rígida con sus opositores, demandando -y efectivizando, en algunos casos-su eliminación a través de la violencia física. De esta forma, clausuraron el pendular juego de los populismos con una fijación de las fronteras identitarias que anuló todo tipo de negociación. Con ello, borraron del populismo aquel elemento que lo mantenía ligado, en un equilibrio complejo, a la democracia liberal.20 En otras palabras, su reinterpretación de la identidad populista derivó en la constitución de una nueva identidad popular, cuya construcción del pueblo requería una relación particular con las alteridades, atravesada por una exacerbación violenta e irreversible de los antagonismos que atentaba contra el pluralismo característico de las democracias liberales.21

No obstante, si se sigue el análisis realizado, ésta es sólo una cara de la cuestión. Las identidades populares de FORJA y de la organización Montoneros no se agotaron en un vínculo violento con los adversarios debido a que sus coincidencias distan de ser casuales porque, como se ha dicho, los militantes de la última provenían de una generación marcada por la lectura de un intelectual de la primera-. En paralelo, desplegaron hacia su interior un mecanismo específico que buscó sustancializar la comunidad. En sintonía con el modelo jacobino y con el de otras experiencias revolucionarias modernas, ambas fuerzas políticas impugnaron los procedimientos dinámicos y permanentes de construcción de la voluntad popular (partidos políticos, parlamento, sindicatos, alianzas, negociaciones y deliberación; esto es, toda mediación política). Asumieron que el pueblo era un cuerpo combativo evidente y, además, unánime, con intereses y demandas que preexistían a esas instituciones y reglamentaciones. Desde esta perspectiva, estas últimas no podían sino pervertir su esencia.

Con esa antropomorfización y sustancialización del pueblo, las identidades revolucionarias se alejaron de una consecuencia novedosa, aunque muchas veces soslayada, de la compleja mezcla de tradiciones políticas (la liberal, la democrática, la republicana) que articulan las democracias modernas: un vacío que evade toda sustancialización definitiva de los fundamentos de la comunidad (Lefort, 1986; Espósito, 1996). En efecto, para ser tales, aquéllas deben alejarse de la determinación última de sus principios, de su inmanencia y transparencia; deben permanecer inciertas e incompletas. Su realización sustantiva -en definitiva, la del viejo postulado igualitario de la soberanía popular- no puede sino disolverlas. De alguna manera, la presencia de esta ausencia es la arena que abre los múltiples juegos políticos.

Podría decirse que las identidades populares de FORJA y Montoneros no sólo recurrieron a una violencia física respecto de sus alteridades, la cual erosionó la configuración de un campo plural; sino que también desplegaron una violencia esencialista que buscó colmar el vacío político propio de las democracias liberales modernas. A partir de distintas lógicas de constitución identitaria, que modelaron su vínculo con los otros así como su espacio interno, trataron de deshacer la imperfecta y necesaria opacidad de aquéllas. Intentaron otorgarle contenido a lo que sólo existe como forma, como invocación siempre diferida. En suma, transformaron la inestable identidad populista en un nuevo tipo de identidad popular que, al colmar la democracia, la anuló y disolvió en un espacio de pertenencia sustancial.

Conclusiones

En este artículo nos propusimos analizar los mecanismos identitarios puestos en práctica por aquellas agrupaciones que asociaron la reivindicación de los populismos a consignas “revolucionarias”. Específicamente, indagamos su relación con las alteridades, su reinterpretación del movimiento político al que adscribían, y su representación del propio espacio comunitario. El detenido estudio que realizamos de FORJA y Montoneros nos permitió poner en evidencia las lógicas comunes para estas dimensiones. Ambas agrupaciones, en efecto, demarcaron firmemente sus límites hacia el resto de los actores políticos con los cuales rivalizaban, al punto de no permitir ninguna negociación de sus fronteras; también, reinterpretaron la tradición de sus respectivos movimientos populistas al subrayar el carácter nocivo que habían tenido las instituciones intermedias encargadas de dar forma a la ciudadanía; y, finalmente, pretendieron encarnar completamente al “pueblo”, suprimiendo la dimensión de incertidumbre que necesariamente suponen democracias modernas. Estos elementos resultan decisivos para pensar la violencia implicada en este tipo de agrupaciones.

La exclusión radical y definitiva del otro, la pretensión de ser la única parte legítima y la concepción del pueblo como una entidad inmediata, coadyuvan a erigir un espacio atravesado, si se quiere, por distintas violencias identitarias: tanto una violencia de fronteras como una violencia esencialista interior. En este sentido, cabe advertir la diferencia que separa a las agrupaciones revolucionarias de los populismos propiamente dichos. Estos, efectivamente, contienen una dimensión de ruptura, al tiempo que la pretensión de encarnar al pueblo no les es del todo ajena. Sin embargo, los populismos contienen también una tendencia contraria hacia la reintegración comunitaria, en la que reconocen a los otros como partes legítimas, y en la que sostienen, con mayor o menor insistencia, la relevancia de las mediaciones representativas. Nada de esto ocurre en sus reapropiaciones revolucionarias, las cuales se rigidizan y desenhebranese equilibrio, tan complejo como inestable, del populismo con el pluralismo y la indeterminación de las democracias modernas.

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*Este texto es una versión corregida de “Populismo y violencia política. Una reflexión sobre las experiencias revolucionarias surgidas al interior de los movimientos nacional-populares en la Argentina contemporánea”, que los autores presentaron en el 9° Congreso Latinoamericano de Ciencia Política organizado por la ALACIP en 2017.

1Tal como muestran los estudios relativos a los diferentes países mencionados, la división política ha acompañado con mucha frecuencia a los populismos. De aquí que algunas teorías pongan el énfasis en ese rasgo para definir al fenómeno en su conjunto. El caso más emblemático en este sentido es, desde luego, el de Ernesto Laclau (2005).

2El primer artículo de Laclau sobre el tema data de 1977. Durante los años ochenta, y buena parte de los noventa, el populismo dejaría de ocupar el centro de sus reflexiones, para volver a un primer plano en la primera década del nuevo siglo, en un contexto signado por el auge de estas experiencias en Latinoamérica. En La razón populista (2005) se encuentra sistematizada su nueva mirada sobre el fenómeno.

3Los trabajos de Laclau suscitaron una cantidad tal de respuestas que resulta imposible dar cuenta de todas ellas. Para una crítica particularmente aguda, que pretende desarmar el andamiaje teórico desde el cual el autor argentino construye su perspectiva política, remitimos al lector al análisis de Emilio de Ípola (2009).

4Para un análisis interpretativo de largo alcance sobre la revolución de septiembre de 1930 y las consecuencias que ella tuvo en los años venideros, véase Macor, 2001 y Halperín Donghi, 2004.

5Esto no significa que la violencia fuese la única modalidad de intervención pública del radicalismo en sus primeros años de existencia: en la década de 1890, en efecto, en numerosas ocasiones la UCR participó en elecciones (Alonso, 2000) Cuando Yrigoyen asumió la conducción del movimiento en el cambio de siglo, se acentuó su faceta disruptiva, que incluyó la revolución y la abstención.

6Un estudio de la UCR en las primeras décadas del siglo XX se encuentra en: Persello, 2004. Para un análisis del partido en los años treinta, véase Giménez, 2016.

7Una reconstrucción integral de la trayectoria de FORJA puede encontrarse en Scenna, 1983, y en Giménez, 2016.

8Una sistemática reflexión sobre este punto se encuentra en Aboy Carlés, 2001: 19-74.

9Retomamos aquí los argumentos que la agrupación sostuvo en el volante “Vocación Revolucionaria del Radicalismo” (reproducido en Jauretche, 1962: 93-96). Publicado en enero de 1935, actuó como el puntapié para la posterior fundación de FORJA. En él encontramos ya vertebrada una coherente narrativa histórica que luego se replicaría, sin mayores variantes, en el resto de sus documentos.

10La etapa de gobierno, cuando no era vista como una interrupción en la faceta revolucionaria, era concebida como una acción de “milicia”: “Hipólito Yrigoyen había llegado a ver realizarse en su conciencia individual, la conciencia vasta y profunda del pueblo [ …] Para ese hombre y para ese pueblo, el gobierno fue una forma de la acción revolucionaria, una etapa de su milicia” (Jauretche, 1962: 94).

11Sobre el jacobinismo como empresa política que apunta a la eliminación de las mediaciones y a la imposición de una democracia “inmediata”, véase Pierre Rosanvallon, 1999: 176-178. Por lo demás, esta característica jacobina es recurrente en las distintas experiencias revolucionarias del siglo XX.

12Sobre el nacionalismo autoritario argentino que surgió a fines de los años veinte y que encontraría gran repercusión en la década de los treinta, véase Devoto, 2005: 169-310; y Buchrucker, 1987.

13Sobre estos orígenes, véase Lanusse, 2007.

14Sobre este mito, véase Plotkin, 2007.

15Sobre la legitimación que las guerrillas hicieron de sí al explicar que la “violencia espontánea” debía pasar a una “violencia organizada”, véase Ollier, 2005: 261-267.

16En esta línea, en un documento se afirmó: “Para conducir un proceso revolucionario (…) se hace necesaria una gran acumulación de poder (…) En el sistema demoliberal, esa acumulación y centralización del poder es una contradicción (…) la Constitución Nacional (…) establece entre otras cosas la división formal del poder” Baschetti, 1996: 263). Para más detalle sobre estos mecanismos identitarios, Giménez, 2016.

17Para las “Veinte verdades”, véase Perón, 2002: 451-453.

18Cabe aclarar aquí que los distintos “frentes de masas” de Montoneros no fueron pensados como mediaciones liberal-representativas, sino como organizaciones territoriales que posibilitaran la participación permanente de los militantes.

19Por ejemplo: Perón, 2005.

20La relación de cada populismo clásico con la democracia liberal y con el regeneracionismo no fue constante. En Argentina, el yrigoyenismo conservó hasta el final sus oscilaciones. En cambio, el peronismo endureció sus fronteras identitarias a finales de su primera gestión. En la tercera presidencia, el vínculo con la democracia liberal también fue objeto de múltiples tensiones (Franco, 2012).

21Aboy Carlés sostiene que el populismo es sólo una de las identidades populares, entendiendo a estas últimas como producto de la “articulación y homogeneización relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y la naturalización del orden vigente” (2013: 21).

Recibido: 15 de Junio de 2017; Aprobado: 12 de Septiembre de 2017

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