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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.39 Ciudad de México sep./dic. 2016

 

Artículos

De la anfibología de los conceptos de la filosofía política

Amphibology of the concepts of political philosophy

Germán Osvaldo Prósperi* 

* Doctor en Filosofía. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FAHCE), Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina. Línea de investigación: Filosofía política contemporánea. Correo electrónico: gerprosperi@hotmail.com.


Resumen:

En opinión del autor, la ontología, según Giorgio Agamben, ha sido el a priori histórico del Homo sapiens, ya que ha abierto el espacio de la vida humana, desde el arte hasta la política. Sin embargo, esta solidaridad -continúa el autor- entre ontología y política ha conducido a la filosofía política contemporánea a un callejón sin salida. Por ello propone un análisis que permita mostrar algunas de las dificultades que se presentan cuando se confunden ambos conceptos.

Palabras clave: anfibología; ontología; política; pueblo; Estado

Abstract:

In the author's opinion, ontology, according to Giorgio Agamben, it has been the historical a priori of Homo sapiens, as it has opened the space of human life, from art to politics. However, this solidarity -the author continues- between ontology and politics has led contemporary political philosophy to a dead end. Therefore, proposes an analysis to show some of the difficulties that arise when both concepts are confused.

Keywords: amphibology; ontology; politics; people; State

1. Introducción

En uno de sus trabajos más recientes, Giorgio Agamben señala la función trascendental que ha desempeñado la ontología a lo largo de la historia de Occidente. La filosofía primera ha sido el a priori histórico del Homo sapiens, ya que ha abierto el espacio de la vida humana, desde el arte hasta la política. "La filosofía primera (...) abre y define cada vez el espacio del actuar y del saber humano, de lo que el hombre puede hacer y de lo que puede conocer y decir" (2014: 151). Por esta razón, en tanto la arqueología filosófica se define como el intento de sacar a la luz los a priori que han condicionado las diversas épocas de la historia humana, se trata, para Agamben, de realizar una arqueología de la ontología (2014: 151-154). Y lo que muestra esta aproximación arqueológica o esta "genealogía del dispositivo ontológico" (2014: 154) es una completa solidaridad entre filosofía primera y política. "Política y ontología, dispositivos ontológicos y dispositivos políticos son solidarios, porque tienen necesidad unos de los otros para realizarse" (2014: 176).

Ahora bien, creemos que esta solidaridad entre ontología y política, este esfuerzo por pensar la política con categorías ontológicas, por mantener una suerte de coherencia (innecesaria, pues se basa, como veremos, en una falsa contradicción) entre un pensamiento del Ser y un pensamiento del Hacer, esfuerzo presente incluso en los análisis del mismo Agamben, como intentaremos mostrar en su debido momento, ha conducido a gran parte de la filosofía política contemporánea a un callejón sin salida. Por ello, preciso no confundir las categorías ontológicas con las categorías políticas, o más bien, no confundir su sentido cada vez que se pasa de un registro de análisis a otro. En este trabajo intentaremos mostrar algunas de las dificultades que se presentan cuando ciertos conceptos filosóficos son empleados indistintamente para pensar la filosofía primera y la política. Asimismo, mostraremos algunos ejemplos de pensamientos atentos a esta distinción entre ambos registros conceptuales.

2. El concepto de anfibología

El término anfibología, en su uso habitual, se refiere a una situación o una sentencia que posee un doble sentido, una ambigüedad semántica inherente a su estructura. Ya Aristóteles, por ejemplo, en Poética 1461a, utiliza el término ἀμφίβολος con el sentido de ambigüedad. De todas formas, es sin duda en el apéndice del tercer capítulo del libro segundo de la Crítica de la razón pura, dedicado a mostrar lo que Kant llama la anfibología de los conceptos de reflexión, que el término asume su estatuto propiamente filosófico. Según Kant, la reflexión trascendental permite determinar a qué facultad (sensibilidad o entendimiento) corresponden las diversas representaciones. El desdoblamiento del sujeto trascendental en sensibilidad y entendimiento genera una doble posibilidad de proveniencia de las representaciones. En ello radica el aspecto anfibológico de los conceptos de la reflexión.1

Para no confundir este lugar de proveniencia, es decir para no adjudicar una representación intelectual a la sensibilidad ni una intuición sensible al intelecto, es necesaria la reflexión trascendental. "Sin esta reflexión, haré un uso muy inseguro de esos conceptos y se originarán supuestos principios sintéticos, que la razón crítica no puede reconocer y que se fundan simplemente en una anfibología trascendental, es decir, en una confusión del objeto del entendimiento puro con el del fenómeno" (Kant, 1928: 206). La reflexión trascendental, entonces, nos permite distinguir correctamente las representaciones sensibles de las inteligibles. Para ello, debe tener presente la doble naturaleza, es decir la anfibología de las representaciones. El error de Leibniz, según Kant, así como el de Locke, aunque en un sentido contrario, consistió en ignorar este aspecto anfibológico que la reflexión trascendental pretende sacar a la luz.2

Ahora bien, creemos que es necesaria una reflexión trascendental y crítica de los conceptos de la filosofía, similar a la propuesta por Kant, pero destinada a no confundir las categorías ontológicas con las categorías políticas o, al menos, como hemos indicado, a no confundir su sentido. Consideremos, para ilustrar nuestro enfoque, un concepto paradigmático de la ontología y la política: la identidad.

3. El principio de identidad

Como se sabe, el principio de identidad remite a la Metafísica de Aristóteles. Y si es verdad, como sostiene Agamben, que "el dispositivo ontológico aristotélico (...) ha garantizado por casi dos mil años la vida y la política de Occidente..." (2014: 177), abordar el problema de la identidad es de la mayor importancia para nuestro escrito. Citemos el célebre pasaje de la Metafísica:

Hay un principio, en las cosas que son, acerca del cual no es posible caer en error, sino que siempre se hace necesariamente lo contrario, o sea, estar en la verdad: que "no es posible que lo mismo sea y no sea a un mismo tiempo", e igualmente en el caso de los otros predicados que se oponen entre sí de este modo. De tales principios no hay demostración en sentido absoluto, pero sí que la hay como refutación ad hominem. En efecto, no es posible deducirlos silogísticamente a partir de un principio más cierto, lo cual debería hacerse, sin embargo, si se tratara de una demostración en sentido absoluto (XI, 5, 1061b-1062a).

Tenemos aquí, como resulta evidente, una definición o un principio ontológico: no es posible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo. La definición concierne al ser. Una cosa no puede ser mesa y silla al mismo tiempo; o es mesa o es silla. Pero ¿qué ocurre cuando trasladamos esta categoría al plano de lo político, cuando la utilizamos para pensar no ya una identidad ontológica o substancial (en el sentido aristotélico), sino una identidad política? Es evidente que no se puede mantener el sentido ontológico del concepto. En política, como veremos, es posible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.

El problema de confundir categorías ontológicas con categorías políticas, o más bien un uso ontológico de las categorías con un uso político, se pone de manifiesto tanto en las ontologías trascendentes como en las inmanentes. La inmanencia absoluta, traducida en términos políticos, ¿no conduciría por necesidad a una anarquía, es decir, a una ausencia de toda forma de trascendencia, incluso construida?3 Lo mismo ocurre, e incluso con efectos más catastróficos, con una ontología de la trascendencia. Si el Ser es trascendente, y por lo tanto supone una organización jerárquica e invariable, ¿qué sentido tiene hablar de política? Una respuesta a este interrogante la encontramos sin duda en Aristóteles. Como se sabe, la política aristotélica, y en general la política del mundo antiguo, se deduce de la ontología.

Según Aristóteles, la política consiste en hacer felices a los ciudadanos de la polis según su naturaleza. "La comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad (...). De aquí que toda ciudad es por naturaleza, así también lo son las comunidades primeras. La ciudad es el fin de aquéllas, y la naturaleza es fin" (Política, I, 1252b). La política, aquí, sigue el orden natural del ser. Por eso, para Aristóteles, hay quienes nacieron para mandar y quienes nacieron para obedecer. "Mandar y obedecer no sólo son cosas necesarias, sino también convenientes, y ya desde el nacimiento algunos están destinados a obedecer y otros a mandar" (Política, I, 1254a). En esta perspectiva, la política concierne a la actualización de una potencia, al desarrollo de una condición ontológica preexistente. Este ha sido, en cierto sentido, uno de los grandes ejes de la tradición política occidental. Sin embargo, el pensamiento político contemporáneo, y la figura de Nietzsche ocupa en esta perspectiva un lugar central, ha demostrado que las ontologías de las cuales se derivan los regímenes políticos son ellas mismas construcciones políticas. Esto significa que la política no se deduce ya de la ontología, es decir, que la praxis, el hacer no se funda en el ser, en la naturaleza. Quizá habría que decir incluso lo contrario: la ontología se deduce de la política; el ser, del hacer. Como sea, la política, al menos a partir de Nietzsche, se vuelve contingente.4

La historia misma, en la óptica nietzscheana, es una confirmación de esa contingencia. En efecto, si la identidad y la subjetividad poseyeran un estatuto fundamental, si se constituyeran en el fundamento del Ser, entonces no habría posibilidad de cambio; el Ser, aquí, atentaría e imposibilitaría al Hacer. La ontología, de nuevo, fagocitaría a la política. La política sólo puede aparecer cuando el fundamento, la trascendencia, se vuelve contingente, infundado, sin transformarse, por eso, en un mero caos anárquico. El concepto de "fundamento contingente" propuesto por Judith Butler (Butler, 1992: 3-21) marca el espacio mismo de lo político, y la anfibología inherente a toda conceptualización de lo político. Sólo porque el fundamento (primer sentido) es contingente (segundo sentido), o lo que es lo mismo, sólo porque la contingencia (primer sentido) se vuelve precariamente fundamental (segundo sentido), puede haber política. En el primer caso puede haber política porque los fundamentos, es decir, las identidades, pueden ser modificadas y creadas, es decir porque no designan identidades substanciales o esenciales (ontológicas). En el segundo caso, porque la contingencia no excluye la construcción de identidades (fundamentos); es deci,r no excluye la construcción de sujetos trascendentes (aunque plásticos y necesariamente variables).

Cuando se confunde el sentido ontológico de una categoría con su sentido político se produce, por lo general, una operación metonímica, se confunde la parte con el todo. Esto ocurre porque no se tiene en cuenta el aspecto anfibológico de los conceptos políticos. De todas formas, es necesario distinguir entre dos niveles anfibológicos o entre dos anfibologías diversas. Una que concierne al doble registro, ontológico y político; otra que concierne exclusivamente al registro político. Por un lado, la reflexión trascendental nos debe ayudar a distinguir si una categoría se está usando en un sentido ontológico o político. Por otro, las categorías políticas en sí mismas poseen por necesidad un estatuto anfibológico. Consideremos dos conceptos políticos paradigmáticos: el Estado y el Pueblo. Cada uno de estos términos designa una entidad que es y no es al mismo tiempo. Intentemos aclarar esta aparente paradoja.

4. El Estado y el Pueblo

Varios filósofos políticos contemporáneos5 han pensado la noción de Estado, cuyo modelo sin duda remiten al Leviatán de Thomas Hobbes, como la forma paradigmática de la identidad política y de la soberanía. De la misma manera que han pensado la noción de Pueblo, remitiéndolo ahora a un modelo hegeliano, como el Sujeto por antonomasia de la historia política. Ambos términos, Estado y Pueblo, designan en consecuencia, para estos pensadores, casos eminentes de identidades políticas. Y como el concepto de identidad, desde un punto de vista ontológico, ha sido radicalmente deconstruido por gran parte de la filosofía del siglo XX, y ya incluso por cierta filosofía del siglo XIX (Nietzsche, por ejemplo), han desestimado e intentado deconstruir también el concepto de identidad política. Creemos que esto es un error grosero, pero también muy característico del llamado "posmodernismo".6 El problema está en extender la deconstrucción ontológica al terreno de la política, es decir, pensar que lo que debe ser deconstruido es el concepto de identidad tout court. Si se pasa por alto la anfibología de los conceptos políticos, se incurre en equívocos (tanto teóricos como prácticos) ingenuos; por ejemplo, confundir el Estado tout court con el Tercer Reich o el Pueblo tout court con el Volk hitleriano; confundir, en suma, las democracias occidentales con el campo de concentración.7 Esto significa proceder, según las observaciones críticas de Kant, o bien como Leibniz, que "intelectualizó los fenómenos" (Kant, 1928: 206), o bien como Locke, que "sensificó los conceptos" (ibid.). Ambos, en todo caso, tomaron la parte por el todo: Leibniz, la parte intelectual; Locke, la sensible.

En lugar de buscar en el entendimiento y en la sensibilidad dos fuentes totalmente distintas de representaciones, las cuales, empero, sólo enlazadas pueden juzgar de las cosas con validez objetiva, se atuvo cada uno de esos dos grandes hombres a una sola de las dos, que, en su opinión, se refería inmediatamente a cosas en sí mismas, no haciendo la otra nada más que confundir u ordenar las representaciones de la primera (Kant, 1928: 206).

Creemos que autores como Giorgio Agamben o Roberto Esposito, por sólo citar dos nombres, aunque también podríamos mencionar a Toni Negri o Maurice Blanchot, son equiparables a Leibniz o Locke, y que la crítica que les formula Kant es igualmente aplicable en un sentido político. Es evidente que todos estos autores han intentado pensar una política y una ontología que no caiga en una concepción metafísica de la identidad; es decir, en una concepción substancial o esencialista. Sin embargo, las tesis políticas que se derivan de tal ontología de la contingencia siguen estando determinadas por una concepción metafísica de la identidad y del sujeto político. El caso de Agamben, sin embargo, es interesante porque percibe con agudeza el aspecto anfibológico del Pueblo, pero las consecuencias que deriva de esa constatación no dejan de ser problemáticas. En Mezzi senza fine (1996), en efecto, sostiene:

Una ambigüedad semántica tan difusa y constante no puede ser casual: ella debe reflejar una anfibología inherente a la naturaleza y a la función del concepto pueblo en la política occidental. Todo sucede como si lo que llamamos pueblo fuese, en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por un lado, el conjunto Pueblo como cuerpo político integral; por el otro, el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos necesitados y excluidos; allí una inclusión que se pretende sin residuos, aquí una exclusión que se sabe sin esperanzas; en un extremo, el Estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, del otro el bando -corte de los milagros o campo- de los miserables, de los oprimidos, de los vencidos (1996: 20).

Como vemos, Agamben es sensible al doble aspecto de la categoría de pueblo: por un lado, el Pueblo como cuerpo político integral; por otro, el pueblo como multiplicidad fragmentaria. Sin embargo, entendiendo la política, en su sentido histórico-metafísico, como la oscilación dialéctica entre los dos pueblos, entre el Pueblo y el pueblo, e intentando correlativamente pensar una política que no suponga esta oscilación, Agamben concluye, comentando a Marx, con el anuncio de un "reino mesiánico [en el que] Pueblo y pueblo coincidirán y no habrá más, propiamente, ningún pueblo" (1996: 21). Es curioso que el anuncio de esta política mesiánica o de este mesianismo político consista en la disolución del pueblo o, más bien, en la detención de esta oscilación. En esa instancia final, en ese punto extremo, el reino mesiánico y el capitalismo, tanto en su vertiente democrática como totalitaria, parecieran coincidir en una comunidad sin fisuras. En efecto, si por un lado "...la obsesión del desarrollo [capitalista] es tan eficaz en nuestro tiempo porque coincide con el proyecto biopolítico de producir un pueblo sin fractura" (1996: 21); y si por otro "sólo una política que haya sabido saldar cuentas con la escisión biopolítica fundamental del Occidente podrá detener esta oscilación y poner fin a la guerra civil que divide los pueblos de la tierra" (1996: 22); entonces, ambos movimientos, el mesiánico y el capitalista, la política que viene y la política que hay, coinciden en la producción de un cuerpo político sin fracturas. No es casual, en este sentido, que Agamben identifique al Pueblo con el Volk alemán. "Y en la lúcida furia con la cual el Volk alemán, representante por excelencia del pueblo como cuerpo político integral, busca eliminar para siempre a los hebreos, debemos ver la fase extrema de la lucha intestina que divide Pueblo y pueblo" (1996: 21-22).

Como podemos observar, Agamben percibe perfectamente la naturaleza anfibológica de la categoría de pueblo: el Pueblo es siempre pueblo, y éste, aquél. Pero el error consiste en pensar que la manera de salvar o redimir al pueblo es eliminar la escisión señalada por Agamben, detener la oscilación de la máquina política.8 En este punto, como hemos dicho, la conquista de un pueblo sin fisuras, sin fracturas internas, es decir, de un pueblo fuera de la lógica de exclusión/inclusión, se asemeja peligrosamente al cuerpo integral del Volk nacionalsocialista. Creemos que la eliminación de la anfibología, de la ambigüedad y de la oscilación, significaría eliminar también la vía, acaso la única, que poseen los pueblos para emanciparse; significaría, en suma, eliminar la política en cuanto tal. No la política, diría Agamben, sino la política tal como ha sido pensada a lo largo de la historia metafísica de Occidente. Pero la política tal como ha sido pensada a lo largo de la historia occidental es sencillamente la política, al menos la política que tenemos. Lo cual no significa decir que no sea saludable, e incluso necesario, pensar nuevas formas de acción política para que los pueblos puedan emanciparse. Pero sí significa que todo se juega, al menos hoy, ahora, en el tránsito que va de la "p" de pueblo a la "P" de Pueblo y viceversa. El espacio de lo político se abre en ese "ida y vuelta" de la minúscula a la mayúscula y de la mayúscula a la minúscula. Pensar una política que prescinda de este vaivén, de esta oscilación, significaría no pensar ya en una política. Significaría, como hemos indicado, confundir el pueblo tout court con el Volk alemán, tomar la parte por el todo. Por tal motivo, la crítica de Kant a Leibniz y a Locke nos parece tan pertinente. No se distancia, en su estructura y su lógica de fondo, de la crítica realizada a Agamben por Ernesto Laclau en el ensayo ¿Vida nuda o indeterminación social? (2008) respecto a la lógica de la exclusión: "¿no ha elegido Agamben sólo una de estas posibilidades y la hipostatiza de modo tal que asuma un carácter único?" (2008: 111).

Este es el mecanismo característico que opera cuando se confunde el plano ontológico con el político: el Estado es el paradigma del poder soberano, ergo, todo Estado, por el hecho de ser soberano, es, en sus raíces, totalitario; o también, la trascendencia es el paradigma de la soberanía, ergo, toda trascendencia, por el hecho de ser soberana, es, en sus raíces, totalitaria. Es evidente que estamos exagerando el punto para volverlo más visible. Ni Agamben ni Esposito afirmarían que todo Estado es totalitario o que toda identidad es totalitaria. Sin embargo, consideremos por lo pronto dos pasajes con cuidado. El primero pertenece al texto de Agamben, L'uso dei corpi (2014):

No se trata, de hecho, de pensar, como se ha hecho hasta ahora, nuevas y más eficaces articulaciones de los dos elementos, jugando una contra la otra las dos mitades de la máquina. Ni tampoco se trata de remontarse arqueológicamente a un inicio más originario: la arqueología filosófica no remite a otro inicio que aquel que puede, eventualmente, resultar de la desactivación de la máquina (en este sentido la filosofía primera es siempre filosofía última) (2014: 336).

El segundo pasaje pertenece a Terza persona. Politica della vita e filosofia dell'impersonale (2007), de Roberto Esposito:

Cualquiera que sea, de hecho la modalidad de su relación - directa o invertida, frontal u oblicua, horizontal o vertical - el tú no asume sentido más que del yo que lo interpela, ya sea en la forma de la orden, ya sea en la de la invocación o de la plegaria. El dos está por fuerza inscripto en la lógica del uno, así como el uno tiende siempre a desdoblarse en dos para poder reflejarse, y reconocerse, en el propio interlocutor humano o divino (2007: 20).

¿Qué observamos en ambos casos, más allá de sus evidentes (o no tan evidentes) diferencias? Observamos un mismo gesto que consiste en ubicar los dos polos de la máquina política al mismo nivel, es decir, en volverlos indistinguibles, remitiéndolos a un único espacio de funcionamiento. En el caso de la máquina gubernamental de Agamben, los dos polos son la soberanía trascendente y la economía inmanente. Una de sus posibles traducciones sería el Estado soberano y el neoliberalismo económico. Agamben sostiene que no se trata de contraponer el Estado al neoliberalismo, el pueblo-nación a las corporaciones multinacionales, ya que ambos términos forman parte de la misma máquina, sino más bien de desactivarla o volverla inoperante. El problema que detectamos aquí, el mismo que ha sido señalado no sólo por Ernesto Laclau (2008) sino también por Georges Didi-Huberman (2012), es que se pierde de vista el carácter anfibológico de las categorías políticas. El Estado-nación no es esencial y únicamente totalitario, no es esencial y únicamente dictatorial. Al inscribirlo en el mismo espacio bipolar de la máquina gubernamental, Agamben le sustrae el doble aspecto, anfibológico, que lo define desde un punto de vista político. En este sentido, pueden servirnos, a modo de comparación, algunas palabras que Eduardo Rinesi escribe en Filosofía (y) Política de la Universidad (2015):

Es verdad que el Estado sirve (...) para garantizar el dominio de unas clases de hombres sobre otras, vistiendo con guirnaldas de flores -según la bella fórmula de Rousseau- las cadenas de hierro de la sujeción y sirviendo a los intereses particulares de los menos en nombre del abstracto 'bien común' de todos. Pero ya hemos dicho que el hecho de que las cosas sean así no debe llevarnos a imaginar, ingenuamente, que es fuera y lejos del Estado, o contra él, que habremos de alcanzar la libertad, la autonomía o la realización. De hecho, en la Argentina y en otros países de nuestra región hemos aprendido amargamente que lo que con más seguridad nos espera fuera y lejos del Estado es la inclemencia de un mundo salvaje y despiadado gobernado por las puras leyes del mercado (2015: 113; las cursivas son nuestras).

Es este doble aspecto del Estado, pero también del Pueblo, lo que estos pensamientos (europeos sobre todo, aunque no sólo) no logran percibir. Y no logran hacerlo porque siguen pensando, de algún modo, las categorías políticas como si fuesen categorías ontológicas. Siguen pensando la iden- tidad política como si fuese una identidad metafísica inmutable. Y como tal identidad, nos ha enseñado en particular la filosofía post-estructuralista, es insostenible, deben ser desactivadas todas las identidades. Philippe Mengue, por el contrario, es sensible a la anfibología inherente a la política cuando sostiene, en una línea muy cercana a la de Rinesi:

El poder capitalista, llevando hoy sus fuerzas de desterritorialización hasta el extremo y extendiéndose por todo el planeta (la 'globalización') encuentra al Estado tradicional no como su instrumento o su 'chargé d'affaires', como Marx lo teoriza en el Manifiesto, sino como su antagonismo. El nuevo modo de poder, que caracteriza al capitalismo globalizado, se sustrae entonces por necesidad a la existencia de los Estados soberanos que están constitutivamente ligados a la existencia de territorios y de fronteras de toda clase (2013: 37).

El Estado, otrora identificado con la fuente de todo Mal, en el capitalismo globalizado actual, se constituye (o al menos puede llegar a constituirse) en un foco de resistencia. Si no se es sensible a esta posibilidad, antagónica, del Estado, se oblitera uno de sus aspectos fundamentales, sino el fundamental. La misma obliteración encontramos en Roberto Esposito. En el caso del dispositivo de la persona, los dos polos están representados por la primera y la segunda personas. Es preciso, sostiene Esposito, apelar a la figura de una tercera persona, o mejor aún, de lo impersonal, para deconstruir la lógica dual de las dos primeras personas.9 De allí el recurso a ciertas figuras de lo impersonal (lo neutro, el afuera, el acontecimiento, etcétera) que permitirían pensar, según Esposito, una lógica diversa a la lógica dual de la máquina de la teologíapolítica de Occidente. El caso de lo neutro, en Blanchot, es paradigmático, por su misma etimología, de esta disolución de las dicotomías. "Lo neutro deriva, del modo más simple, de una negación con dos términos: neutro, ni lo uno ni lo otro. Ni ni lo otro, nada más preciso" (Blanchot 1994: 104).10 De vuelta nos encontramos con la misma estrategia. La segunda persona es funcional a la primera, ambas remiten a una misma lógica; por ende, es preciso desactivar esa lógica a través de una filosofía política de lo impersonal. La misma ceguera ante el doble sentido de los conceptos políticos, ante la anfibología inherente a la política. Incluso la primera persona, incluso la soberanía puede ser libertaria. Citemos, a propósito, un pasaje de Laclau:

La soberanía, finalmente, también puede ser totalitaria en el caso extremo en que implica una concentración total del poder; pero también, profundamente democrática, si implica un poder articulador y no determinante, esto es, cuando 'otorga poder' a los desvalidos. En ese caso, como ya hemos señalado, la soberanía debería concebirse como hegemonía (2008: 121; las cursivas son nuestras).

Es justamente el "pero también" lo que no puede ser visto por estos pensadores italianos. Es una gran deficiencia, puesto que ese "pero también" indica el espacio mismo de la política. Para utilizar el lenguaje de Esposito (y más allá, de Blanchot): el "ni uno ni otro", el espacio de lo neutro, es el mismo espacio de la máquina política, el mismo espacio de la primera y la segunda personas que admiten, en su propia lógica, la posibilidad de no ser lo que son o de ser lo que no son, la posibilidad de subvertir su propia identidad. Ni siquiera de subvertirla, puesto que implicaría una identidad previa que luego se subvierte. Es más bien al contrario, es una identidad que se construye sobre una subversión previa, y que sólo así puede ser concebida como una identidad política. Ya lo dijimos antes: si el fundamento fuera total, si la concentración del poder fuera absoluta, la política sería imposible. Pero si no existiese, por otro lado, ninguna concentración de poder, ninguna articulación posible, la política sería igualmente imposible. Toda categoría política, así como toda identidad o subjetividad política, admite siempre un doble movimiento, un doble funcionamiento. En los términos de Laclau, un funcionamiento totalitario y uno democrático. Descuidar esta anfibología de la política significa, sencillamente, volverla imposible. Significa pensar que el único modo de ir más allá de la máquina dual de la política de Occidente consiste en desactivarla; que no se trata, en definitiva, de cambiar A por B, sino, como decía Artaud, de cambiar de abecedario. Significa ignorar, en suma, que en A y B coexisten, no sólo en potencia sino ya en acto, innumerables abecedarios.

5. Identidad y equivalencia

Hemos dicho que cada vez que se confunde un uso ontológico de ciertas categorías con un uso político, se incurre en problemas complejos. El concepto de identidad, a la vez ontológico y político, nos ha servido de ejemplo para mostrar esta dificultad. Sin embargo, por el momento no hemos dicho nada, salvo algunas citas al pasar de un empleo atento a la anfibología que indicábamos al inicio. Decíamos, por cierto, que se requería de una reflexión trascendental, similar (aunque no idéntica) a la kantiana, para evitar confundir el registro ontológico con el registro político. Veamos ahora qué significaría pensar de dos maneras diversas la identidad ontológica y la identidad política.

El principio aristotélico de identidad se expresa formalmente de la siguiente manera: A = A. Ya en la misma formulación, como veremos, existe un equívoco. De todos modos, por el momento retengamos simplemente la definición aristotélica: no es posible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.11 Ahora bien, ¿es posible aplicar esta fórmula para pensar la política? La respuesta, evidentemente, es no. Lo hemos visto: el Estado, por ejemplo, puede ser opresivo o libertario, la soberanía puede ser totalitaria o democrática. Esto significa que son entidades contingentes. Pero se podría objetar que: un Estado puede ser opresivo o libertario, pero nunca las dos cosas al mismo tiempo. De tal manera que el principio aristotélico (ontológico) serviría también para pensar la política. Sin embargo, sería posible mostrar, aunque excede las pretensiones y la extensión de este trabajo, que un Estado, por más opresivo que sea, siempre dejará un margen de libertad; y al contrario, un Estado, por más libertario que sea, siempre esconderá un margen de opresión. Si esto no fuera así, la política, como hemos dicho, se volvería imposible. Hay política porque las cosas son y no son al mismo tiempo. Esto no significa negar la categoría de identidad; significa, más bien, pensarla como algo que hay que construir, como algo que hay que crear y no como algo dado de antemano, predeterminado, substancial.

Ahora bien, ¿en qué se convierte el concepto de identidad cuando es traducido a un registro político? Se convierte en el concepto de equivalencia. Consideremos la fórmula que hemos apenas empleado: A = A. En sentido 11 estricto, no se trata de una identidad sino de una equivalencia. Por eso habíamos adelantado, al pasar, que existía un equívoco en esta expresión. La expresión correcta del principio de identidad sería, más bien, A es A. No hay que confundir, en consecuencia, la fórmula A es A, que remite a un plano ontológico, con la fórmula A = A, que remite a un plano político. En este último caso, la segunda A es por fuerza diversa de la primera, es por fuerza A'. Nadie lo ha expresado mejor, aunque en un contexto diferente, que Alfred North Whitehead en A Treatise on Universal Algebra (1928):

La idea de equivalencia debe ser distinguida cuidadosamente de la mera identidad. Ninguna investigación que proceda a partir de proposiciones que sólo afirman identidades del tipo A es A puede dar por resultado algo diverso que meras identidades. La equivalencia, por el contrario, implica la no-identidad como su caso general. La identidad puede ser concebida como un caso límite especial de equivalencia (1928: 5-6).

Como ha señalado Massimo Bonfantini, comentando estos pasajes de Whitehead, "la identidad es una noción radicalmente distinta de la equivalencia" (1972: 16). Mientras que la fórmula A es A' supone precisamente la identidad de ambos términos, la fórmula A = A' supone su no-identidad. A y A' pueden ser equivalentes porque no son idénticas. Si lo fueran, serían el mismo individuo y por lo tanto no podrían mantener una relación de igualdad o equivalencia:

El signo = tal como es usado en un cálculo debe ser discriminado de la cópula lógica 'es'. Dos cosas b y b' son ligadas en un cálculo por el signo =, de tal manera que se tiene b = b', cuando tanto b como b' poseen el atributo B. Pero no podemos traducir esta equivalencia en la forma lógica fundamental de la identidad: b es b' (Whitehead 1928: 6).

Las observaciones de Whitehead son interesantes porque nos advierten del error de confundir el principio lógico de la identidad con el principio algebraico de la equivalencia. Esta advertencia, por supuesto, debe ser extendida al pensamiento político-ontológico. No se debe confundir la fórmula A es A' (ontología) con la fórmula A = A' (política). Confundirlas, como hemos mostrado, supone seguir pensando las identidades políticas según el modo ontológico. Y como la identidad ontológica, hemos dicho, sobre todo después de las filosofías de la diferencia (Gilles Deleuze y Jacques Derrida, por citar sólo dos nombres), no puede ser sostenida, se ha concluido en la necesidad de prescindir de cualquier tipo de identidad o trascendencia. Sin embargo, habría que decir que ni Deleuze ni Derrida niegan el concepto de identidad, sino que más bien lo sitúan en un espacio previo de diferencia (o différance). La identidad no es algo dado o substancial, sino un efecto del juego de las diferencias; un efecto, además, que debe ser creado y construido. Este punto, no obstante, sobre todo en el caso de Deleuze, resulta problemático. Si las "identidades" construidas, los agenciamientos maquínicos de enunciación, deben ser siempre inmanentes, no se ve cómo dichos agenciamientos podrían articularse en un sujeto político que tenga relevancia concreta y efectiva, y no sólo teórica. Es el problema al que se enfrentan, por ejemplo, Toni Negri y Michael Hardt, en una clara línea deleuziana, en Empire (2000). El problema consiste en que se sigue pensando la categoría de identidad política como una identidad ontológica. En consecuencia, como estos autores parten de una ontología de la inmanencia, no pueden aceptar ningún tipo de trascendencia, ni siquiera política o estratégica. De allí el reemplazo del concepto de Pueblo por el de Multitud. A diferencia del pueblo, del populos, la multitudo es inmanente y exclusivamente horizontal o rizomática. Ciertos filósofos contemporáneos, sobre todo italianos, tienen un prurito, una suerte de reticencia, a la hora de usar la palabra Pueblo. Lo mismo sucede con la palabra Estado.12 Es probable que se deba a la historia específica italiana, y que ambos términos remitan, de manera más o menos inconsciente, al Estado fascista y al Pueblo hipnotizado por il Duce.13 Por eso siempre que utilizan la categoría de pueblo deben aclarar que se trata de un "pueblo dividido" (Agamben, 2000: 50-52), de una comunidad de "sujetos de la propia falta, de la falta de lo propio" (Esposito, 1998: xvii), de un pueblo definido por su "rechazo instintivo a asumir cualquier poder" (Blanchot, 1983: 54), es decir como "declaración de impotencia" (ibid.). Impotencia, por supuesto, nos dicen, no significa no hacer nada, sino asumir la radical contingencia de lo humano y de lo histórico. El problema es que esta contingencia ya ha sido asumida, y mucho antes que estas teorías, por los propios sujetos políticos: por el pueblo, sin ir más lejos. No es necesario abandonar la categoría de Pueblo o Estado para no caer en el fascismo de una trascendencia totalitaria. Son el mismo Estado y el mismo Pueblo los que encuentran sus modos y sus estrategias para oponerse y resistir a las dictaduras, y sobre todo a la dictadura del mercado neoliberal. Ignorar este doble aspecto, de nuevo, esta anfibología inherente a lo político, conduce a identificar, grosera o ingenuamente, por ejemplo al pueblo en su totalidad, para volver al caso emblemático ya aludido, con el Volk nacionalsocialista.

Para todas estas filosofías [Esposito se refiere a los pensamientos basados en las categorías metafísicas de substancia y propiedad], de hecho, ella [la comunidad] es un 'pleno' - o un 'todo' (justo el significado del lema *teuta que en diversos dialectos indoeuropeos indica el 'ser hinchado', 'potente', y por tanto la 'plenitud' del cuerpo social en cuanto ethos, Volk, pueblo) (Esposito, 1998: x-xi).

Es claro que Esposito intenta deconstruir esta idea de comunidad entendida como plenitud, como presencia o totalidad. En su lugar, propone pensar a la comunidad como una falta, una deuda inapropiable, como "una impropiedad radical que coincide con una absoluta contingencia" (Esposito, 1998: xvii). El problema, nuevamente, está en la identificación de todo ethos, de todo Volk, de todo pueblo con esta plenitud metafísica. Si la comunidad, para Esposito, nunca podrá asumir la forma de un pueblo, es porque sigue pensando la categoría de "pueblo" desde un punto de vista ontológico, es decir, como identidad y no como equivalencia. La identidad, para decirlo en los términos algebraicos de Whitehead, es sólo el caso límite de la equivalencia. Por eso la política concierne, como ha mostrado Laclau, a la equivalencia y no a la identidad. Ello no significa negar la categoría de identidad, sino remitirla a un lazo equivalencial que por definición supone la no-identidad y la heterogeneidad. Pero esta no-identidad y esta heterogeneidad diferencial no se encuentran fuera de la máquina gubernamental (Agamben) o fuera de la máquina de la teología-política o del dispositivo de la persona (Esposito), sino en su mismo espacio de funcionamiento.

Por eso es necesario separar ambos registros, el ontológico y el político; separar, para decirlo de algún modo, lo que Dios, el Logos de la historia de la metafísica, ha unido. Es necesario deslindar, de una vez por todas, la vox populi de la vox Dei.14 La voz del pueblo, de la equivalencia, no es la voz de Dios, de la identidad. Confundir ambas voces, creer que detrás de la vox populi se oye siempre la vox Dei, que la vox populi no es sino un mero eco de la vox Dei, es incurrir en una falacia, por no decir una ingenuidad, teóricopráctica. Este vínculo entre ontología y política, por otro lado, ya había sido detectado, entre otros, por Cornelius Castoriadis. En un ensayo titulado Hecho y por hacer (1998), por ejemplo, advertía sobre el peligro de deducir las categorías políticas de categorías ontológicas:

La idea de que una ontología, o una cosmovisión, pudiera salvar a la revolución le pertenece al hégelo-marxismo, o sea a una concepción muy alejada de la mía. Una búsqueda ontológica orientada hacia la idea de creación da lugar, de la manera más abstracta, tanto a la posibilidad de instaurar una sociedad autónoma, como a la realidad del nazismo y del marxismo. A ese nivel, y en casi todos los demás, creación carece de cualquier contenido de valor, y la política no se deja 'deducir' de la ontología (1998: 22).

Quizá haya llegado el momento, luego de las grandes tragedias del siglo XX y después también de las grandes filosofías de la historia del siglo XIX, de separar (sólo desde el punto de vista del uso de las categorías) el plano ontológico del plano político, de no deducir la política de la ontología. Es verdad que Agamben se formula esta misma pregunta en L'uso dei corpi (2014), luego de constatar que nuestra época no se encuentra determinada por ningún a priori histórico (es decir, ontológico). Pero la respuesta a esta pregunta sigue siendo problemática. Citemos primero el pasaje que nos interesa:

Si la ontología es ante todo una hodología, es decir, la vía que el ser abre históricamente cada vez hacia sí mismo, es la existencia hoy de algo así como una odos o una vía lo que buscaremos interrogar, preguntándonos si el sendero que se ha interrumpido o perdido pueda ser retomado o deba, en cambio, ser definitivamente abandonado (2014: 154).

Esta odos, esta vía que el ser abre en cada momento histórico hacia sí mismo, es precisamente la política. Agamben se está preguntando si debemos buscar una nueva articulación del dispositivo ontológico o bien arriesgarnos en su desactivación. Por supuesto que se trata, para él, de volver inoperante el dispositivo ontológico de Occidente, pero eso no significa abandonar la ontología, sino más bien pensar otro tipo de ontología. "Pero la única vía para resolver las aporías de la ontología hipostática habría sido el pasaje a una ontología modal. Es una ontología de este tipo la que intentaremos desarrollar en las páginas que siguen" (2014: 191).

Como vemos, la arqueología de Agamben revela una secreta complicidad entre ontología y política. Sin embargo, no se trata de abandonar ese vínculo secreto, sino de pensar de otra manera la ontología, de una manera diversa al dispositivo aristotélico, es decir, se trata de esbozar, en la línea de Leibniz y Spinoza, una ontología modal. El error aquí, creemos, consiste en identificar a ciertas categorías políticas, por ejemplo, el Pueblo o el Estado, con el dispositivo ontológico de Occidente. Como si una nueva ontología requiriese abandonar por necesidad ambos conceptos políticos. Esto podría ser una mera posición teórica, pero desde un punto de vista político es problemático, por no decir ingenuo y peligroso.15 Por el contrario, consideramos preciso mantener al mismo tiempo la posibilidad de una ontología modal y de estas categorías políticas. La aparente contradicción, en verdad, es una falsa contradicción. No hay contradicción alguna entre una ontología de la inmanencia o una ontología modal y una concepción no substancial o no esencial de la identidad. La identidad inmanente (ontológica) puede muy bien funcionar como una identidad trascendente (política) sin implicar una contradicción o una incoherencia teórica. Dicho de otro modo: se puede afirmar, desde un punto de vista ontológico, que es imposible que algo sea y no sea al mismo tiempo, y paralelamente afirmar, desde un punto de vista político, que es posible que algo sea y no sea al mismo tiempo.16 Esto significa que las identidades políticas son contingentes, pero al mismo tiempo que no por ser contingentes dejan de ser identidades.

6. La comunidad que queda

En La communauté inavouable (1983), Maurice Blanchot proponía entender al pueblo "no como persona o sujeto, sino como los manifestantes del movimiento fraternalmente anónimo e impersonal" (1983: 55); es decir, como la exigencia de una potencia que incluye "su virtual y absoluta impotencia" (1983: 55-56). Frente a esta idea del pueblo como impotencia o de la impotencia como don del pueblo, retomada sin duda por Giorgio Agamben, Didi-Huberman, en Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2012), ha intentado pensar precisamente lo que la categoría de impotencia (o la categoría correlativa de inoperosidad)17 no podría pensar: la potencia pertenece a los pueblos, no en tanto impotencia, sino en tanto potencia, incluso cuando no acceden al poder. "Pero no se trata tanto, me parece, de satisfacerse con la impotencia de los pueblos como de verificar lo siguiente: su potencia no cesa cuando fracasa su acceso al poder" (2014: 101). Dos cosas para comentar. Por un lado, no hay que confundir, como ya había mostrado Deleuze, poder y potencia. Por otro lado, los pueblos pueden y deben acceder legítimamente al poder. El acento en la expresión de Didi-Huberman, por más que se acerque a Blanchot, es substancialmente diverso. En Blanchot, y en esto se acerca a Deleuze, el pueblo no puede nunca acceder al poder si no quiere repetir la lógica de las "fuerzas sociales, dispuestas a decisiones políticas particulares" (Blanchot, 1983: 54), y en este rechazo al poder radica la extrema potencia de su impotencia. En Didi-Huberman, por el contrario, se trata de exponer a los pueblos, no ya para redimirlos de toda forma de subjetividad o identidad política, sino más bien para "hacer figurar a los sin parte y los sin nombre en las filas de los sujetos políticos con todas las de la ley" (2014: 107). ¿De dónde proviene esta diferencia fundamental entre ambas perspectivas? De una falta de traducción (o de transducción)18 de las categorías ontológicas a las categorías políticas. El pueblo, en el caso de Blanchot, es pensado como una entidad substancial, homogénea, plena, la cual se define por su ejercicio del poder, por su poder en acto. Por eso la necesidad de abandonar esta noción de pueblo soberano y entenderlo como pueblo impotente o inoperoso. Lo que Blanchot parece descuidar, de nuevo, es el hecho de que la impotencia del pueblo se juega en el interior del mismo pueblo soberano, y no en otro pueblo. Es el pueblo que ejerce, o puede ejercer, el poder el mismo que puede ser impotente e inoperoso.

Como hemos dicho: la categoría de Pueblo, como la de Estado, es necesariamente anfibológica. Este descuido, presente no sólo en Blanchot sino también en otros autores contemporáneos, conduce a que "...la noción de pueblo quede reducida primeramente a la unificación de una esencia (nada de multiplicidades, nada de singularidades, en ese pueblo; y reducida, en segundo lugar, a expresarse como simple negatividad...)" (Didi-Huberman, 2012: 79). Esta aclaración, nuevamente lúcida, de Didi-Huberman nos ayuda a entender que el "pueblo dividido", el "pueblo como resto", el "pueblo menor", el "pueblo impotente" no es, como parecen sugerir ciertas expresiones de Deleuze, un "pueblo que falta" o un "pueblo por venir", o también, esta vez según una expresión de Agamben, un pueblo pensable sólo en una "comunidad que viene", sino un pueblo actualmente dividido, actualmente potente-impotente, actualmente existente.

El pueblo por venir es el pueblo actual, y no virtual ni impotente; es el pueblo de hoy cuyo ejercicio del poder, así como su fracaso para ejercerlo, no lo remiten a ninguna esencia ni substancia plena. Es verdad que tanto Deleuze como Agamben aclaran que las expresiones "que falta" o "que viene" no aluden a un tiempo futuro más o menos lejano, sino al tiempo de ahora, del ahora, a lo que sucede actualmente. Sin embargo, más allá de estas aclaraciones, necesarias para no caer en una visión utópica e ingenua, las expresiones antes aludidas no son casuales. La pregunta que se formula Didi-Huberman, en Survivances des lucioles (2009), en este sentido, es significativa y para nada fortuita: "¿No será necesario buscar primero en las comunidades que quedan -sin reinar- el recurso mismo, el espacio abierto de las respuestas a nuestras cuestiones?" (2012: 115). Pensar al pueblo actual, al pueblo en acto y al pueblo como acto, es decir, pensarlo como una identidad plena y homogénea, según un paradigma ontológico (aristotélico) que se pretende deconstruir, conduce a situarlo, si no se quiere abandonar la noción de pueblo, en una comunidad que viene, pero nunca en una comunidad que queda. ¿Por qué esta imposibilidad de pensar lo otro en el seno de lo mismo, siendo que lo mismo es siempre una mera construcción de lo otro? ¿Por qué esta reticencia a pensar lo que viene, lo que falta, en el seno de lo que queda, de lo que hay? Porque lo que queda, lo actual, es siempre pensado desde una matriz aristotélica en la cual ontología y política se presuponen recíprocamente. El problema es que identificando la máquina política actual con la ontología teológico-metafísica, e intentando en consecuencia desactivarla, se veda la posibilidad de pensar en una forma de contra-poder (todo "contra", hemos dicho, repite la lógica dual o dicotómica de la máquina de la teología-política de Occidente). Citemos de nuevo a Didi-Huberman comentando Il Regno e la Gloria y la identificación de la sociedad del espectáculo con las democracias occidentales avanzada por Agamben en ese texto: "Lo que desaparece en esta feroz luz del poder no es otra cosa que la menor imagen o resplandor del contrapoder" (2012: 68).19

7. Conclusión: Regreso a la política

En un cuento de El Aleph (1949) titulado El inmortal, Jorge Luis Borges relata la historia de un hombre, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una legión romana, que luego de beber el agua de un misterioso río, se vuelve inmortal. En el margen ulterior de ese río, el hombre (ya inmortal, es decir, ya no más hombre) contempla "...la secreta Ciudad de los Inmortales" (1949: 533). Alrededor de la Ciudad moran, en estado de salvajismo infantil, los trogloditas, hombres de piel gris, barbudos, desnudos, "...que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra..." (1949: 534). El inmortal, finalmente, luego de atravesar un laberinto subterráneo, accede a la sobrehumana Ciudad. Los inmortales, al parecer, la habrían abandonado hace mucho tiempo. Al dejar atrás las desquiciadas construcciones, se (re)encuentra con un troglodita al que apoda Argos. Un buen día descubre que Argos es en realidad Homero y que los trogloditas son los Inmortales. "Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales (...). En cuanto a la ciudad cuyo renombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado" (1949: 540). Luego de asolar esa ciudad, los Inmortales construyeron otra sobre sus ruinas, pero sólo para abandonarla tiempo después e irse a vivir a las cavernas. "Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí (...) Aquella fundación fue el último símbolo al que condescendieron los Inmortales (...) Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar a las cuevas" (1949: 540).

Giorgio Agamben, por su parte, en Il Regno e la Gloria, se refiere a la vida inoperosa, a la forma-de-vida mesiánica, es decir, a la inoperosidad como praxis propiamente humana y política, con la expresión vida eterna ( zoē aiōnios). "Zōē aiōnios, vida eterna, es el nombre de este centro inoperoso de lo humano, de esta 'substancia' política del Occidente que la máquina de la economía y de la gloria busca incesantemente capturar en su interior" (2007: 274). La misma expresión aparece en varios de sus textos y es retomada también en uno de los más recientes, L'uso dei corpi, donde se habla del "paradigma mesiánico de la 'vida eterna' (zoè aionos)" (2014: 290). La pregunta es inevitable: ¿no se asemeja esta vida eterna, esta forma-de-vida inoperosa a la vida de los Inmortales del relato de Borges? Como ellos, los "hombres" mesiánicos de Agamben han desactivado la máquina de la política occidental y han abandonado, consecuentemente, la Ciudad, la polis; como ellos, viven afuera de la política, es decir, del Derecho, de la Ley, del Estado;20 como ellos, no son un pueblo soberano, sino una tribu, una comunidad de singularidades cualesquiera. La vida eterna, sin embargo, es una condena y una maldición. El único propósito que han encontrado los Inmortales para abandonar su "perfecta quietud"21 consiste en descubrir el modo de regresar a su condición humana. Lo único que los impulsa a salir de sus cuevas y dispersarse por el mundo es el anhelo de encontrar el río que, al contrario del arroyo cavernoso que purifica de la muerte, los devuelva a su condición mortal. Los trogloditas dedujeron la existencia de ese río a partir de la doctrina que asegura que no hay cosa que no esté compensada por otra. De tal manera que así como hay un río que vuelve inmortales a los hombres, hay otro que los vuelve mortales. "Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, un día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río" (1949: 541; las cursivas son de Borges). Una vez que el hombre ha conquistado el reino mesiánico de la vida eterna, una vez que ha desactivado la máquina de la teología-política y ha abandonado la secreta Ciudad de la Acción y de la Obra, sólo anhela, en ese limbo22 inoperoso, regresar a su condición mortal, volver a activar la máquina, fundar (de modo contingente, hemos visto) de nuevo la Ciudad, la polis, es decir, la política. El cuento de Borges, raramente, tiene un final feliz. El inmortal logra encontrar, mientras se dirige a Bombay, el río que lo devuelve a su condición de hombre, es decir, a la política. Luego de beber las aguas de ese río, resulta herido por una rama y descubre con asombro su regreso a la mortalidad. "Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer" (1949: 542). La felicidad no se encuentra en la vida eterna del reino mesiánico, sino en la vida precaria de los pueblos actuales. Esto no significa que la actualidad sea el mejor de los mundos posibles; por el contrario, significa que lo actual es desgarrador y en general decepcionante, pero que al mismo tiempo es en los Pueblos y los Estados actuales (en algunos de ellos, al menos) que es preciso encontrar el modo de revertir esa situación. Significa que toda gota de sangre, como la que anuncia al tribuno romano su retorno a la mortalidad, es detestable, pero que es en ella, al mismo tiempo, donde se esconde no ya una promesa futura, sino una certeza de felicidad. A este doble aspecto de las categorías políticas nos hemos referido con el término anfibología. La reflexión trascendental, por eso mismo, debe ayudarnos a no olvidar que acaso sea mejor ser un hombre que un troglodita, que acaso sea mejor vivir en la ciudad que en las cuevas, espantar los pájaros con acciones concretas que dejarlos anidar en nuestros pechos inoperosos.

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1Sobre el concepto de anfibología, véase Kant, 1928: 201-217.

2Sobre la crítica de Kant a Leibniz y Locke, véase Kant, 1928: 205-216.

3No es casual que una filosofía de la inmanencia, como la que proponen Gilles Deleuze y Félix Guattari en L'Anti-OEdipe (1972), conduzca a un anarquismo deseante o a una concepción anárquica del deseo. Así como tampoco es casual que un pensamiento como el de Giorgio Agamben aluda al aspecto necesariamente anárquico del poder, aunque más no sea en el sentido etimológico del término (sin origen, sin principio, sin fundamento). La política de Occidente, según Agamben, ha podido funcionar presuponiendo, como su condición de posibilidad, una radical contingencia, una anarquía. El poder es, originariamente, an-árquico, es decir in-originario. "La anarquía es lo que el gobierno debe pre-suponer y asumir sobre sí como el origen del cual proviene y, a la vez, como la meta hacia la cual se mantiene en viaje" (Agamben, 2007: 80).

4Giacomo Marramao, en una perspectiva compartida por otros pensadores contemporáneos, ha considerado a la contingencia como la condición de posibilidad de la política. En ese sentido, la política, ya desde sus mismos orígenes, supone una problematización del orden natural. "...lo 'político' se constituye desde su génesis como un cuestionamiento preliminar del orden: como una sustracción del orden, de sus jerarquías y de sus leyes al mito de una presunta 'facticidad' natural. En resumen: no existe propiamente la política sino como un problema (y no como un hecho) del orden, como una pregunta acerca de las condiciones de legitimidad del poder" (2013: 21). Como resulta evidente, Marramao no está diciendo que la política, por ejemplo para Aristóteles, no se funda en una ontología jerárquica, sino más bien que esa misma ontología es ya, desde su mismo origen, una construcción política que expresa una relación de fuerzas contingente. La misma idea reaparece un poco más tarde: "Expresado con sencillez: un poder ejercido sobre individuos que por naturaleza no son libres [por ejemplo los esclavos para Aristóteles] no sería estrictamente poder, desde el momento en que faltaría el requisito fundamental de la relación" (2013: 25). Si la política concierne a las relaciones de poder, y si el poder requiere de sujetos libres para ejercerse, entonces la política aristotélica no sería estrictamente política. La observación de Marramao es pertinente; sin embargo, puesto que no niega el intento realizado por Aristóteles para fundar la política en una ontología, sino que indica más bien la profunda contingencia que requiere y presupone esa misma construcción teórica y ese mismo fundamento ontológico.

5Por ejemplo Maurice Blanchot, Jean-Luc Nancy, Gilles Deleuze, Toni Negri, Roberto Esposito, Giorgio Agamben, etcétera.

6Sobre la posmodernidad, además del artículo de Judith Butler antes mencionado, véase Vattimo 1985; también Lyotard 1979.

7Es la célebre y polémica tesis que avanza Agamben en Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita: "El campo [de concentración] y no la ciudad es hoy el paradigma biopolítico del Occidente" (2005: 202).

8En Il Regno e la Gloria (2007), Agamben propone la categoría de máquina gubernamental (que aquí llamamos también máquina política) para referirse al dispositivo ontológico-político que ha determinado el destino del poder en Occidente. Sobre el concepto de máquina gubernamental, véase Castro, 2008: 87-114.

9Sobre la estructura dual de la máquina de la teología-política, véase Esposito, 2013.

10Esposito, comentando el concepto de neutro en Blanchot, escribe en Terza persona: "Neutro no es otro que se añade a los dos primeros, sino lo que no es ni uno ni otro - lo que escapa a todas las dicotomías fundadas, o presupuestas, por el lenguaje de la persona" (2007: 21). Sobre el concepto de neutro en Blanchot, véase Zarader, 2001.

11Es cierto que Hegel, en varios de sus textos, desde la Fenomenología del Espíritu a la Ciencia de la Lógica, había criticado este principio, sosteniendo que entre la primera A y la segunda existe un pasaje, un devenir, es decir, tiempo o diferencia. En Génesis y estructura de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Jean Hyppolite explica esta idea: "Por ello [Hegel] critica la filosofía de la reflexión de Kant, de Jacobi o de Fichte, que se queda siempre en la oposición, y parece adoptar la filosofía de la intuición de Schelling (...). Lo que hay que pensar no es sólo la identidad, sino 'la identidad de la identidad y de la no identidad' (...). Las oposiciones no deben desaparecer. Al contrario: para pensarlas hay que desarrollarlas hasta dar lugar a que aparezca en ellas la contradicción" (1974: 137). Fernando Infante del Rosal, por su parte, en el artículo Hegel y la identidad como proceso (2014), enumera las cuatro "transformaciones que Hegel opera en la idea de identidad" (véase 2014: 239), a saber: 1. La identidad comprendida como proceso y resultado dialécticos; 2. La negatividad como constitutiva de la identidad en el necesario momento del extrañamiento; 3. La nueva relación de lo interno y lo externo, divididos en el pensamiento moderno y ahora sintetizados a partir de su propia contradicción; 4. El deseo como tensor que urge al sujeto a rellenar el vacío de su identidad positiva y original con lo otro (véase 2014: 239-240). El problema de Hegel, sin embargo, como han indicado varios autores contemporáneos (Deleuze, Derrida, Foucault, etcétera), consiste en haber pensado a esa diferencia como diferencia dialéctica, es decir, en haberla remitido, teleológicamente, a una identidad ulterior, a una Aufhebung.

12En el ensayo Los ángeles y el general intellect. La individuación en Duns Scoto y Gilbert Simondon, Paolo Virno contrapone lo Común, equiparado a la idea de "naturaleza" en Duns Scoto y al "ser preindividual" en Simondon, a lo Universal. A diferencia de lo Común, que se actualiza en singularidades, lo Universal requiere de identidades para realizarse. En términos políticos, esta duplicidad Común-Universal se traduce en la distinción Multitud-Estado. "La heterogeneidad lógica y ontológica que separa lo Común de lo Universal se presenta, hoy, como alternativa política entre Multitud y Estado" (2011: 183); y un poco más adelante: "El Estado, que se contrapone a la multitud, no hace más que trasponer lo común en un conjunto de requisitos universales, del cual tan sólo él es su legítimo detentor. (...) La democracia representativa y los aparatos administrativos llevan adelante la sustitución sistemática de lo Común, individuable pero no-predicable, con lo Universal, predicable pero no-individuable" (2011: 184). Esta contraposición sin matices entre Estado y Multitud resulta, de nuevo, problemática. Lo Común, sostenemos, no es lo otro del Estado, sino que coexiste en su mismo seno. Buscar lo Común por fuera del Estado, al menos en las sociedades latinoamericanas, es problemático y difícil de implementar.

13Sobre esta idea del pueblo o de las masas sugestionadas o fascinadas por la potencia carismática de un líder o de un Estado soberano, véase Cavalletti, 2011.

14La referencia más antigua de la expresión Vox populi, vox Dei, atribuida erróneamente a Guillermo de Malmesbury (siglo XII), data en realidad de fines del siglo VIII. La encontramos en una carta que Alcuino de York le dirige a Carlomagno: "Y no debería escucharse a los que acostumbran decir que la voz del pueblo es la voz de Dios [Vox populi, vox Dei], pues el desenfreno del vulgo está siempre cercano a la locura" (Partington, 1993: Epistolae, 166, parag. 9).

15Una observación similar avanza Catherine Mills al final de The Philosophy of Agamben (2008): "En la medida en que la teoría de la liberación política de Agamben se basa a fin de cuentas en la suspensión del pasaje de la potencialidad a la acción o a la actualidad (hacer o ser), la dificultad es que su aparente radicalismo filosófico se convierta en su opuesto en el ámbito político. En otras palabras, más que contribuir a una teoría política genuinamente radical, su aparente radicalismo se reduciría a una suerte de quietismo anti-político" (2008: 138).

16Es claro que la mayor parte de las ontologías contemporáneas no afirmarían el principio de identidad aristotélico, y por lo tanto ni siquiera desde un punto de vista ontológico admitirían que es imposible que algo sea y no sea al mismo tiempo. Sin embargo, incluso en el caso en que se admitiera esta concepción de la identidad, no existiría contradicción en afirmar que, desde un punto de vista político, es posible que algo sea y no sea al mismo tiempo.

17Sobre ambas categorías en el pensamiento de Agamben, véase De La Durantaye, 2009: 1-25, 121-155; también Castro, 2008: 138-144.

18El concepto de transducción remite a la filosofía de Gilbert Simondon. Sobre la transducción, véase Simondon, 1989: 13; también Combes, 1999: 9-12 y Bardin, 2010: 8.

19La categoría de profanación (profanazione) es un caso particular en el pensamiento (político) de Agamben. No por casualidad la ha podido definir como un contra-dispositivo. Hacia el final de la conferencia Che cos'è un dispositivo? (2006), por cierto, leemos: "La profanación es el contradispositivo que restituye al uso común lo que el sacrificio había separado y dividido" (2006: 28). Pero si bien esta concepción de la profanación como un contra-dispositivo, opuesto al dispositivo de la sacralización o del sacrificio, parece indicar una suerte de contra-poder, según una idea presente tanto en la conferencia recién mencionada cuanto en el último capítulo de Profanazioni (2005), lo cierto es que los últimos análisis de Agamben, así como su pensamiento en general, o al menos su "gesto" más propio, parecen orientarse en otro sentido.

20En la Soglia con la cual finaliza Altissima povertà. Regole monastiche e forma di vita (2011), el volumen IV, primero de la serie Homo sacer, leemos, en efecto: "Por cierto, gracias a la doctrina del uso, la vida franciscana ha podido afirmarse sin reservas como aquella existencia que se sitúa fuera del derecho..." (Agamben 2011: 177; las cursivas son nuestras). A esta "forma de vida que no asuma nunca la figura de un sujeto libre..." (2014: 148); por otro lado, Agamben se ha referido con el término enigmático "Ingobernable". En varios de sus textos, este término técnico haría referencia a una vida, una forma-de-vida, la zoē aiōnios mesiánica, "...que se sitúa más allá tanto de los estados de dominio cuanto de las relaciones de poder" (ibid.). Este "más allá", de nuevo, en la medida en que alude a un más allá tanto de la macro-física del poder (estados de dominio) cuanto de la micro-física (relaciones estratégicas), resulta altamente problemático, por no decir meta-físico.

21Los Inmortales son efectivamente inoperosos. El protagonista del relato, Marco Flaminio Rufo, consigna lo siguiente: "...recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho" (1949: 541).

22Sobre la relación entre la comunidad que viene y el limbo, véase Agamben, 1990: 5-6.

Recibido: 20 de Enero de 2016; Aprobado: 15 de Mayo de 2016

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