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Estudios políticos (México)

versão impressa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.27 Ciudad de México Jan./Dez. 2012

 

Teoría

 

El problema de las facciones en Locke y Madison

 

The problem of factions in Locke and Madison

 

Michelle Vyoleta Romero Gallardo*

 

* Maestra en Estudios Políticos y Sociales por la UNAM. Profesora de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

 

Resumen

Hoy no es posible pensar las democracias sin las múltiples organizaciones que compiten libremente en ellas para que su proyecto político prevalezca. Este artículo analiza los argumentos que al respecto produjeron John Locke y James Madison, referentes complementarios de la tradición liberal. Mientras Locke plantea las facciones en el contrato social, Madison piensa específicamente en Estados Unidos y su oportunidad de virar al federalismo. Con ambas posturas se sientan los precedentes del pluralismo político actual.

Palabras clave: facciones, Locke, Madison, minorías, liberalismo.

 

Abstract

Nowadays it is impossible to think about democracy without considering the many organizations that freely compete within it, in order to make their political projects prevail. This paper analyzes the arguments on the subject written by John Locke and James Madison, both complementary references of the liberal tradition. While Locke features the different factions in the social contract, Madison thinks specifically about the United States and its opportunity to turn in to federalism. Finally, these arguments settle down the precedents of current political pluralism.

Key words: factions, Locke, Madison, minorities, liberalism.

 

Introducción

En la actualidad no es posible pensar a las democracias sin la gran variedad de organizaciones que, movidas por un interés compartido entre sus miembros, compiten libremente para que su propio proyecto político sea tomado en cuenta o que prevalezca sobre el resto. En este sentido, las facciones pueden ser vistas como un referente de la salud de una sociedad, ya que su presencia es indicativa de un régimen amplio de libertades (de pensamiento, de expresión, de asociación, de competencia política, etcétera). Pero la asunción automática de la benignidad de las facciones, dejaría de lado otros elementos que influyen en su formación y que escapan de la mera coincidencia de intereses. Por ejemplo: también se puede hacer proliferar organizaciones cuya actuación dependa enteramente de un sistema corporativista, o se pueden procurar mecanismos para que siempre sea una sola facción la favorecida. De la misma manera, pensar únicamente en las bondades de las facciones equivaldría a soslayar un debate sostenido durante siglos, que se inició con las críticas al ancien régime en Europa, y que se nutrió conforme evolucionaron las nociones modernas de república y democracia.

En ese diálogo filosófico que trascendió nacionalidades, eras y continentes, el juicio sobre las facciones era esencialmente negativo. Pero incluso dentro de esa tendencia pueden rastrearse variaciones notables de las interpretaciones sobre la amenaza faccionaria, que fueron ofrecidas por hombres de estudio, actores pertenecientes a círculos políticos, profesionistas como abogados o combinaciones de los anteriores.

El presente artículo se ha fijado como objetivo analizar los argumentos que a este respecto produjeron John Locke y James Madison. Se han escogido estos dos autores pues la distancia en el tiempo y el espacio entre ambos, lejos de resultar un obstáculo insalvable, sirve para lograr un acercamiento al mismo tema desde frentes complementarios. Mientras Locke plantea en términos estrictamente teóricos1 la situación de las facciones al momento del contrato social y el surgimiento del gobierno, Madison enfatiza el plano de la acción política, y en vez de ocuparse de la fundación de la sociedad, piensa específicamente en Estados Unidos y su oportunidad de dar una vuelta hacia el federalismo. Así, de la teoría a la práctica, del viejo al nuevo mundo, de lo general a lo particular, de la sociedad que deja el estado de naturaleza a los desafíos posteriores de gobierno, el estudio del argumento sobre las facciones en Locke y Madison encierra una relevancia histórica para la teoría política, que actualmente sigue siendo importante revisitar.

 

I. Las facciones a la luz del pensamiento de John Locke

En el principio, era el contrato social

Suele señalarse la presencia de pensadores contractualistas en la Grecia clásica y la sociedad romana, y ya en la Edad Media, Marsilio de Padua escribía sobre la soberanía popular y la expresión de su voluntad según el principio de mayoría. No obstante, si situamos en la era moderna el debate sobre el gobierno, encontraremos que con Thomas Hobbes (cuyo Leviatán fue publicado en 1651), comenzó el cuestionamiento sobre las instancias que suministraban autoridad al viejo régimen: Dios, la naturaleza, la ascendencia (Kersting, 2001). Tras esta primera lectura de la sociedad surgida por la coincidencia de voluntades —en la cual el poder era visto como autojustificado, y el mal gobierno se asumía como una opción preferible a no tener gobierno alguno—, tenemos que es con John Locke que el contrato social finalmente se hermana al rechazo de la pretensión absoluta del gobernante. En medio de la Crisis de Exclusión, camino al exilio, y en anticipación de la Revolución Gloriosa,2 la postura lockeana con la que busca clausurar la era del Derecho divino, es una y clara: el monarca también es un simple hombre, y su gobierno, tiene por objeto salvaguardar el bien público,3 en vez de volverse él mismo una carga para los hombres libres que le dieron el ser (Locke, 2010).4

Para entender cómo encajan las facciones en esta versión del contrato social, conviene recurrir a tres cláusulas a partir de cuyas consecuencias se teje el resto de los argumentos de John Locke sobre la interacción de grupos. La primera de ellas se refiere a la unanimidad que caracteriza a la fundación de la sociedad política. El acuerdo mutuo para dejar el estado de naturaleza,5 supone que "cada uno de sus miembros haya renunciado a su poder natural y lo haya entregado en manos de la comunidad" (Locke, 2010: 102). La unión sin fisuras es importante en este estadio, puesto que las personas que no hayan convenido en despojarse de su capacidad atomizada de juzgar y castigar, seguirán en estado natural. Por lo tanto, su existencia misma encarnará amenazas a la integridad de la vida, la propiedad y la libertad de quienes sí son miembros del Estado.

En segundo término, y en contraste con la fase anterior, una vez que se instituye el gobierno éste ya no opera por consenso absoluto (imposible de obtener). En su lugar, la toma de decisiones obedece al principio de mayoría (ibid.). En la fundamentación de este punto, Locke está consciente de que en tanto las opiniones varían y los intereses se contraponen, si el Leviatán dependiera de la unanimidad para funcionar, estaría condenado a muerte ab initio. Finalmente, el gobierno deja de ser legítimo si es incapaz de garantizar las libertades y derechos de su población, o si ejerce un poder despótico sobre ella. En ese caso, "el poder revierte a la sociedad, y el pueblo tiene el derecho de actuar como autoridad suprema, y el de asumir la legislatura; o si lo estima beneficioso, puede erigir una nueva forma de gobierno, o depositar la vieja en otras manos" (ibid.: 232).

Con estos elementos, Locke busca hacer plausible su esquema filosófico del nacimiento estatal, su postura sobre lo que las sociedades pueden aceptar de sus gobernantes, y lo que resulta sencillamente inadmisible en esa relación vertical. Sin embargo, las implicaciones de estos tres pilares inspiran más que la mera celebración por la irrupción en la historia del pensamiento antiabsolutista. Los supuestos empleados dan pie a tantas tensiones, como problemas buscaban resolver. Y es que tras el triunfo con que usualmente se asocia la acción de basar la autoridad en el acuerdo, se queda un amplio espectro de actores inconformes, con sentires e intereses disímiles a los de la mayoría.

El problema de las facciones en Locke se aprecia justamente en ese sector insatisfecho {disconforme no necesariamente por quedar en el sector minoritario en un solo asunto de gobierno, sino porque, como se verá, puede ocurrir que su voz esté en desventaja permanente). Esta tensión queda mejor delineada en la forma de una pregunta: ¿qué alternativas de acomodación tienen las diferentes facciones en una sociedad abstracta, regida por supuestos lockeanos?

 

Primer movimiento: laberintos de la expulsión del conflicto

Aunque Locke confiere el carácter de unánime a la fundación de la sociedad civil, lejos de ser idealista, su análisis no es ciego ante el hecho de que las reglas con las que arranca el Estado podrían no despertar la aceptación de algunas personas en el momento en que son enunciadas e incluso antes de que se pacten.

Una primera solución aplicable a este caso, y que está contenida en el Segundo tratado sobre el gobierno civil (1689), apunta a que el mundo es amplio y abundante en tierras vacías,6 de modo que aquéllos que difieran del orden que nace, están en plena libertad de andar los caminos de la Tierra para fundar su propia agrupación política (Locke, op. cit.: 127). La prueba de que ello puede hacerse, Locke dixit, es que no existe tal cosa como una monarquía universal, sino una multitud de estados, gérmenes de la sociedad internacional. Nótese, sin embargo, que la regla de emigración no aplica una vez que el consentimiento de pertenecer a una unidad política ya ha sido otorgado explícitamente. En ese caso, el nexo entre individuo y Estado es asumido como perpetuo.

Otra solución, correlato de la pasada, remite a que los disidentes no tendrían necesariamente que iniciar desde cero su propio contrato social: podrían también instalarse en cualquier otro Estado ya constituido que los recibiera. Pero la fórmula "si no les gusta, váyanse" es más difícil de aplicar que de sugerir. Casi ineludiblemente, quienes son confrontados con la necesidad de apartarse, reaccionan cuestionando el derecho de quien les invita/obliga a irse. Para Locke, el poder de dictar esa clase de medidas nace de la contemplación de la condición de unanimidad en la fundación de lo social, y de la situación de mayoría que debe primar después para los asuntos de gobierno.

Si se ha insinuado que esta manera de evitar conflictos con facciones (expulsándolas) es la entrada a un laberinto de desafíos mayores, es porque se procede bajo la intuición de en el momento de consolidación —que no en el de instauración—, el contractualismo lockeano describe la mayoría como una "posibilidad" de la toma de decisiones, cuando en realidad, bajo sus términos ésta termina adquiriendo las dimensiones de una calidad, de una tipología de ciudadano.

Puesto en otros términos, en el acuerdo del que surge lo social se estrechan manos de forma unánime, en el entendido de que habrá una libre competencia de intereses. Aquéllos que a posteriori converjan y signifiquen la mayor parte de todos, serán los implementados. Pero esto sólo es inteligible bajo la forma de una promesa: aunque en una situación particular nuestro interés no sea mayoritario y no se ejecute, en alguna otra ocasión no se descarta que los papeles se inviertan. Con la esperanza de que así suceda, es que se acepta acatar los dictados del Estado, incluso cuando no siempre se haga con agrado. Únicamente de esa forma la voz de la mayoría aplica para todo el demos, y para quien no esté conforme con esta maquinaria, las puertas de la ciudad y las fronteras del Estado en principio no tienen problema en ser levantadas.

Hasta aquí entonces se han acumulado dos promesas: que se puede ser parte de la mayoría (incentivo del que en cierta medida brota la sociedad), y que se puede ser parte de otra colectividad (incentivo para no estorbar ni amenazar a la sociedad de origen). No obstante, para todo fin práctico ambas opciones ofrecen más obstáculos que facilidades para cumplirse, y Locke mismo las despliega ante sus lectores en otros puntos de su argumentación. Así, para la facción de disidentes vueltos emigrantes, más adelante se lanza la siguiente advertencia:

Pero someterse a las leyes de un país, vivir en él pacíficamente y disfrutar de los privilegios y protecciones que esas leyes proporcionan no hace de un hombre miembro de esa sociedad; ello es solamente una protección local y un homenaje que se debe a todas las personas que [...] entran en los territorios pertenecientes a un gobierno, cuyas leyes se extienden a cada región del mismo. [...] Vemos, así, que los extranjeros, por el hecho de vivir sus vidas bajo otro gobierno, y disfrutando de los privilegios y de la protección que éste les proporciona, no se convierten por eso en súbditos o miembros de ese Estado [...] En rigor, nada puede hacer de un hombre un súbdito, excepto una positiva declaración, y una promesa y acuerdo expresos (ibid.: 132-133).

De la exploración que cierra esta cláusula, se desprende el siguiente saldo sobre las herramientas del universo teórico de John Locke para lidiar con la presencia de facciones dentro de la nación:

i) Por su declaración expresa de pertenencia, la facción disidente no tiene más opción que permanecer en el Estado. Si sus posiciones jamás se ven reflejadas en lo que decida y asuma la mayoría, no hay un mecanismo capaz de rescatar sus necesidades particulares.

ii) Si todavía no existe la declaración expresa que haga indisoluble su vínculo al Estado, los disidentes pueden intentar asentarse en uno diferente. A pesar de eso, no serán auténticamente parte del mismo hasta que no hagan su positiva y expresa declaración de pertenencia.

iii) Si la facción de disidentes emigrantes procedieren de esa forma para ganar un status completo de inserción política, y aún así sus voces jamás permearan al lado mayoritario del debate de su nueva nación, una vez más carecerían de cualquier mecanismo que hiciera eco de su interés. Adicionalmente, ya no podrían irse del segundo Estado, por haber conformado un nexo irrenunciable.

Lo que se busca exponer con esto es la latência, para una facción dada, de una situación de desventaja permanente, que hace de la condición de minoría y disidencia algo irrompible, en algunas ocasiones incluso con la característica de la inmovilidad física. El impulso fundamental del contrato social está dirigido al bien común, y con la vista puesta en él, se sobreentiende que más allá de cierta variabilidad aceptable, la mayor parte de los ciudadanos se sentirán cómodos conformando el bloque más amplio unas veces, aunque estén fuera del mismo en otras. En el dinamismo de esas posiciones, y la alternancia de ganancias y pérdidas, radica la perpetuación del juego político. Empero, para quienes siempre pierden con estas reglas, la mayoría lejos de transmitir la idea de un número, se vive como un mecanismo de contención. Se trata de una clase de persona que los integrantes de la facción simplemente no son.

Una sola salida parece abierta para la acción colectiva de la inconformidad crónica: la sublevación. Pero ésta queda rápidamente descartada para las facciones supuestas por Locke, aunque no sin antes ofrecer algunas inconsistencias explicativas a este respecto.

Previamente se hizo mención del derecho de rebelión formulado por este pensador inglés, pero dicha prerrogativa se levanta sobre múltiples condicionantes. Cabe señalar que este tema no se trata de un aspecto menor en el Segundo tratado sobre el gobierno civil, pues tal y como apuntan los grandes estudiosos de esta obra y de su autor, el objetivo mismo del texto era justificar un levantamiento (Thomas, 2002) que impidiera el poder absoluto de los Estuardo, depositado, por si no fuera suficiente, en los monarcas Carlos II y Jacobo II, de dudosas e insatisfactorias credenciales religiosas.

La lectura más general de la capacidad del pueblo para alzarse contra el gobierno, sugiere que Locke sólo admite este escenario cuando se trata de que la mayoría sea la que emprenda la revolución. Para afirmar esto, nuestro autor recurre, con toda intención y no poca elegancia, a las propias palabras de William Barclay, un defensor de la monarquía por Derecho divino, según el cual:

[...] la autodefensa es una parte de la ley de naturaleza y no puede serle negada a la comunidad, aunque vaya contra el mismo rey. [...] Por lo tanto, si el rey muestra odio, no sólo hacia algunos individuos en particular, sino hacia todo el cuerpo del Estado de que él es cabeza, y con intolerable abuso tiraniza cruelmente a todo el pueblo o a una parte considerable de éste, el pueblo tendrá entonces el derecho de resistir y de defenderse a sí mismo de daños (Locke, op. cit.: 223).

Los agravios entonces, lo mismo que el método de decisión del gobierno, deben obedecer a un carácter generalizado. Pero este perfil no está igual de claro en todos los segmentos del contrato social dibujado por Locke. Él mismo escribe al entrar en materia de las injusticias que minan la legitimidad del gobierno, que éstas se diagnostican "allí donde el pueblo tomado en conjunto, o cualquier hombre en particular, son privados de su derecho o están bajo el ejercicio de un poder ilegal" (ibid.: 170), y así también que: "tanto si [algún acto ilegal] llega a afectar a la mayoría del pueblo como si la maldad y la opresión sólo han llegado a indignar a unos pocos [...] todos están persuadidos, en lo íntimo de sus conciencias, de que sus leyes, y con ellas sus bienes, sus libertades y sus vidas, están en peligro" (ibid.: 204).

Para hacer congruente esta tímida apertura a las aflicciones faccionarias con el principio de que debe ser la mayor parte de los ciudadanos la que denuncie las fallas gubernamentales, podría hacerse uso de la interpretación de Lloyd Thomas, para quien la obra de Locke parece decantarse, porque si la mayoría no se involucra en las faltas a los derechos de uno o unos cuantos, y no considera que ellas sean motivo para retirar su confianza al gobierno, entonces el descontento de los menos no nos coloca a las puertas de la rebelión por su causa (Thomas, op. cit.).

De tal suerte que de vuelta con los disidentes/faccionarios estructurales, mientras la mayoría considere que el gobierno se conduce con observancia de la ley y con eficiencia para la protección de su propiedad, no hay derecho de insurrección del que los primeros puedan valerse.

Esta pieza termina de completar un panorama que se antoja poco optimista para los actores cuyo déficit de representación es un continuum. Pero aunque cierta clase de disidentes del demos está atrapada en los entreverados caminos del principio de mayoría (particularmente por una nula incidencia en la vida pública), debe subrayarse que incluso en tal desventaja, nada hay que justifique cualquier tipo de ataque hacia ellos.

Lo anterior puede inferirse de la unidad más básica del pensamiento lockeano: la ley de la naturaleza. Ésta, homologable a la razón, dicta cómo se debe conducir el Estado, pero como su nombre sugiere, antes siquiera de que él exista ya rige también las vidas de las personas en estado natural o presocial. Con la medida suprema de que "siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones" (Locke, op. cit.: 38), la ley de la naturaleza lleva a que en Locke pueda identificarse un límite en el trato hacia las minorías disidentes del demos: no se deben conducir transgresiones a sus personas, en tanto ningún hombre puede dañar a sus semejantes sin causa, so pena de ponerse en estado de guerra, y dar ocasión a la sociedad para que lo extermine o esclavice. Al menos en teoría, ese horizonte de interacción frente a la facción previene la amplia gama que va de la hostilidad al exterminio.

Y si se cuenta en el cuerpo de la nación con una facción que: a) no puede dejar el Estado por haber consentido explícitamente en formar parte de él cuando se fundó; b) representa una comunidad tan particular, que sus inclinaciones nunca alcanzan el pódium de la mayoría en la toma de decisiones; c) no puede rebelarse contra el orden, por no resultar significativa su indignación, o porque decantarse por la violencia le colocaría en un estado de enemistad con la sociedad que sería legítimo combatir;7 y d) que de permanecer pacífica, no puede ser acosada, porque la ley de la naturaleza prohíbe al Estado y a otros hombres interferir con la vida y libertades de cualquiera de sus pares del género humano... ¿Qué puede hacer esa suerte de facciones marginadas del principio de mayoría? ¿De qué manera sí se puede lidiar con dicha fuente de inquietud en las sociedades de vocación unívoca en su composición y aspiración mayoritaria en su proceder?

 

Segundo movimiento: vivir con la fuente de conflicto

Frente a una presencia minoritaria que se muestra fincada irreductiblemente dentro de las fronteras del Estado, todo parece orillar a vivir con esa facción, se desee esto o no. Pese a dicha percepción, sería una omisión grave no hacer notar que la respuesta a la cuestión de qué hacer con los disidentes del demos depende, enteramente, de a quién se acuda con la pregunta. Así, por ejemplo, está ampliamente estudiado cómo para Jean Jacques Rousseau la existencia de grupos con intereses particulares era diagnosticada como una amenaza abierta a la voluntad general del Estado. De esto dan cuenta diferentes secciones del Contrato Social (1762), donde se presenta como leitmotif que la sociedad debe ser gobernada exclusivamente de acuerdo a la voluntad general (Rousseau, 2004). Según Rousseau, para que la voluntad sea general y responda a dicho interés no se requiere de unanimidad, sino de que todas las voces sean escuchadas.

Empero, también nos dice que

[...] cuando los intereses particulares comienzan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir sobre la [sociedad] general, altérase el interés común y la unanimidad desaparece; la voluntad general no sintetiza ya la voluntad de todos; surgen contradicciones y debates y la opinión más sana encuentra contendientes" (ibid.: 100).

Prevalece la lectura de que, para el pensador ginebrino, el problema con las facciones radica en que su interés de grupo podría imponerse al interés público y corromperlo, pues "el verdadero interés es el que señala la voluntad general, que no tolera divisiones, partidarismos o localismos" (Cardiel en Rousseau, 1984: XXI). En el fondo, estas aseveraciones evidencian la centralidad que Rousseau confería a la razón, pues al hacer uso de ella, los ciudadanos podrían identificar la voluntad general y coincidirían en las medidas (i. e. leyes) para alcanzarla. Por el contrario, al ser esclavos de sus apetitos, los hombres fallan en esta tarea, muchas veces para perjuicio de todo el conjunto societal.8

Así, Rousseau se muestra alerta a los grupos con inclinaciones consistentemente distintas a las de la mayoría, y resuelve la presencia faccionaria diciendo que "Si las facciones [...] se hacen inevitables, es decir, 'si existen sociedades parciales, es mejor que haya el mayor número posible y que se evite la desigualdad entre ellas'" (Rousseau citado en Colomer, 2009: 233). Pero mientras Rousseau encuentra una salida en la multiplicación, Locke ofrece su solución a la convivencia con las facciones que ya existen, apelando a la vía de la tolerancia, con lo que indica que podemos abstenernos de interferir con las prácticas de una persona o un grupo, aunque tengamos razones para pensar que dichas prácticas están equivocadas (Waldron en Mendus, 1988).

La llamada de John Locke a tolerar no es desarrollada en sus tratados sobre el gobierno civil, sino en sus Cartas sobre la tolerancia, elaboradas a lo largo de 1685, 1690, 1692 y 1702 (Soriano, 2003). La preocupación que Locke profesa por los actos de intolerancia hacia las facciones minoritarias se circunscribe especialmente en el ámbito de la religión. De aquí se sigue que sus observaciones más prácticas para el bienestar de las facciones tengan que ver con la separación estricta de la Iglesia y el Estado, así como de lo público y lo privado (esfera esta última en donde se atendería toda expresión de religiosidad), con miras a que no se pueda prescribir por la fuerza una única iglesia y religión verdaderas (Cabedo, 2006). En esta tesis, la tarea del Estado se vuelve garantizar la tolerancia, entendida como goce de libertad de culto para las facciones.

Pese a este primer cimiento para que el Estado no sea intrusivo de la preferencia religiosa de las minorías, John Gray hace notar la vocación universalista y ulteriormente homogeneizadora de la tolerancia lockeana, que se proponía soportar inclinaciones tenidas por falsas. Después de todo: "Locke concebía la tolerancia como un camino hacia la única religión verdadera. No extendía la tolerancia a los católicos o a los ateos [...] La defensa de Locke de la tolerancia es la que nos permite descubrir la mejor vida para la humanidad" (Gray, 2001: 12). Para Gray, esta tolerancia pres-criptora de un régimen universal contrasta con aquélla concebida como fórmula de coexistencia para diferencias que no buscan corregirse, del tipo defendido por Thomas Hobbes y David Hume.9

No obstante, y ya que Locke discute en sus cartas no sólo el respeto entre la mayoría de las comunidades cristianas, sino la irracionalidad misma de la intolerancia, su invitación a garantizar la libertad faccionaria puede ser extrapolada a áreas no religiosas de tolerancia (Chin, 1999), lo cual ayudaría a dar un cierre al panorama original de la disidencia en el demos en términos amplios.

Si rescatamos el núcleo de la doctrina de la tolerancia de Locke, hallaremos que la actitud negativa hacia la diferencia de una facción minoritaria —que, después de todo, se cree que vive en el error—, se combina con una norma de no interferencia coercitiva con ella (ibid.). Dicha aceptación (quizá sin más remedio) de vivir al lado de la otredad, se apuntala con la convicción de que ésta no debe suprimirse, y delinea así la que puede asumirse como la solución al hoyo negro del principio de mayoría en el gobierno lockeano, en lo referente a la interacción con grupos de intereses recurrentemente disímiles de los de la generalidad.

 

Menospreciar es mejor que destruir, pero no es suficiente.

En virtud de lo expuesto, es seguro afirmar que el pensamiento de John Locke descansa sobre una regla de no violencia hacia los disidentes del demos. Esta salida, que bajo una luz contemporánea se antoja insatisfactoria por el menoscabo que hace de quienes no piensan como nosotros, encarnó un espíritu significativamente avanzado, en la época en la que los Estados-nación se edificaban mediante la guerra encarnizada contra los particularismos. En las elaboraciones de Locke persiste la incomodidad de quien preferiría no tener que lidiar en el territorio con facciones de diferencia radical, pero resulta diametralmente opuesto plantear medidas para evitar el conflicto con ellas —como la emigración, o asumir fuera del ámbito del magistrado la declaración de cuál es la salvación de los hombres—, de frente al Zeitgeist tendiente a homogeneizar por las armas o contundentemente exterminar las disidencias.

Dicho esto, permanece a la vista que la decisión de i) no expulsar a quienes expresamente son parte del Estado, y ii) no violentar a las facciones minoritarias en atención a la ley de la naturaleza, no resuelve la cuestión de su marginalidad en la toma de decisiones. Puede que la posición de Locke sea dejar que las facciones en situación de minoría profesen sus credos libremente, y si se interpreta ampliamente su crítica a la intolerancia, que se garantice su derecho a expresar otra clase de intereses y preferencias particulares, aunque se les juzguen erróneos. Con todo, esa concesión que clarifica la interrogante sobre la presencia misma de los disidentes, sigue soslayando su incapacidad de tomar la voz en la plaza pública, donde todo se decide por mayoría.

Aun en la obra del inspirador del liberalismo, los marginales, marginados son. La discusión de la existencia de estados dentro un Estado, de la garantía de representación a las minorías o de su autonomía política, sencillamente no era concebible al momento del surgimiento del contractualismo moderno, tan preocupado por racionalizar cómo la sociedad llegó a ser una, aunque tal presunción, la mayor parte de las veces, se tratara de una ficción.10

 

II. Las facciones de James Madison

Otra era, otro continente

Cuando casi había transcurrido exactamente un siglo desde la publicación del Segundo tratado sobre el gobierno civil, veía la luz otro texto que llegaría a ser un referente sin fronteras de teoría política, aunque sus aportaciones estuvieran pensadas en su origen para el ámbito doméstico de Estados Unidos, y de forma más restringida aun: para los electores del Estado de Nueva York. En un episodio que ha desarrollado una extendida celebridad, del puño de Alexander Hamilton, John Jay y James Madison,11 fueron dados a conocer entre 1787 y 1788 ochenta y cinco ensayos en periódicos, que posteriormente serían congregados en un libro de dos volúmenes bajo el título de The Federalist (Epstein, 1986a).

Si el Segundo tratado de Locke se había producido en la anticipación de una revolución, los textos de El Federalista irrumpían en cambio en un escenario postrevolucionario,12 en el que la cuestión a discutir era el tipo de acuerdo que vincularía a las excolonias británicas de América del Norte, tras la revisión de los laxos artículos confederativos en torno a los cuales ya se articulaban desde 1781. De la Convención que tomó en sus manos dicha tarea de mayo a septiembre de 1787, se desprendió entonces un proyecto de Constitución (federalista) pendiente de ratificación en cada estado, y a favor de cuya causa Hamilton, Jay y Madison decidieron exponer las virtudes del sistema representativo y republicano de un pacto federal.

De entre este conjunto de escritos (que Thomas Jefferson calificó como el mejor comentario de todos los tiempos sobre los principios de gobierno), David F. Epstein reconoce al décimo texto —de la autoría de Madison— como la pieza más famosa, y quizás incluso la más estudiada de entre todos los escritos políticos estadounidenses (Epstein, 1986b). Dicho capítulo se trata, asimismo, del espacio que alberga la reflexión sobre las facciones pertinentes al presente ensayo.

Al pensar en las bases filosóficas detrás de El Federalista, tanto Francis Fukuyama como Thomas Pangle coinciden en apuntar hacia la obra de John Locke (además de los trabajos de Hobbes, Maquiavelo y Montesquieu), como una de las fuentes principales de las visiones del hombre y del gobierno sobre las que se dio arquitectura a Estados Unidos (Fukuyama y Pangle citados en Glendon, 1993). Pero esta suerte de "paternidad indirecta" no es el único motivo por el cual se hacen converger en un mismo espacio a Locke y a James Madison. Antes bien, a ambos les ocupa la identificación de los peligros de y las soluciones a los grupos dentro del seno de la sociedad.

Aun con este punto de agenda en común, el foco de las preocupaciones de los dos autores difiere considerablemente. Queda la impresión de que para Locke el argumento sobre las facciones está orientado a grupos minoritarios. Como se vio, el filósofo inglés tenía en mente en lo particular a las diferentes sectas cristianas, al ponderar quiénes serían proclives a disentir del conjunto societal, y a quiénes iba a tener que tolerarse. En contraste con esto, desde el primer momento (cuando brinda su definición de facción), Madison da cuenta de una comprensión de esta categoría en un sentido que no enfatiza un criterio cuantitativo.

Como es recurrente citar cuando se somete a análisis las aportaciones del capítulo X, James Madison afirma:

Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto (Hamilton, Madison y Jay, 2001: 36).

De esta manera, y todavía bajo el mismo título de "facción", el terreno de teorización se muda del análisis lockeano de algunos pocos disidentes del demos, a cualquier proporción de ellos, siempre que tengan una cualidad o característica que les motive a actuar juntos. Debido a que ese "actuar juntos" no descartaba en la práctica el escenario en el que una facción dominara la administración pública en detrimento del interés general, el espíritu faccioso era asumido básicamente como un peligroso vicio, proclive a corromper al gobierno.

Violentas, animosas o amenazantes, con motivos reales o ficticios, al frente de todos esos atributos las facciones también eran juzgadas por Madison como inevitables, con lo que se alcanza otro punto de coincidencia con Locke cuando concluye que algunos grupos están irremediablemente en el territorio. Madison señala que buscar que se eliminara su existencia equivaldría a atentar contra la propia naturaleza humana, según la cual divergen las pasiones, las opiniones y las facultades (ibid.: 37). Se procedería además contra la libertad, lo mismo la política que la de propiedad o la religiosa, aunque esta última no recibiera una lectura más alarmante que cualquier otra causa de facción.

Por supuesto, para la época de El Federalista, las minorías religiosas que tanto ocuparon la atención de Locke no se trataban de una realidad superada, pero hasta cierto punto en Estados Unidos dichas agrupaciones eran más una regla que una anomalía. Con todo, el discurso sobre las sectas no fue desprovisto de su carga negativa, como se encuentra en la idea de que "Una secta religiosa puede degenerar en bando político en una parte de la Confederación; pero las distintas sectas dispersas por toda su superficie pondrán a las asambleas nacionales a salvo de semejante peligro" (ibid.: 41).

Este juicio quedó subsumido en la impresión de Publius de que en su joven país reinaba la homogeneidad etnocultural entre la población colonial (Kymlicka, 2003).13 En el extremo de este argumento, la Constitución estadounidense estaba cargada de una fuerte "tradición étnica", en la que se enfrentaba el gran desafío de instaurar un gobierno desde cero, pero no así un pueblo (Burt, 1993). Derivado de ello, no se pensaba que la amenaza primigenia a la federación se tratara de un problema de nacionalismos subestatales ni de células religiosas radicalmente diferentes al resto de la población.

La manera en que esta impresión sobre las facciones se imbrica con la discusión más general de suscitar apoyo para el proyecto federalista, radica en demostrar que este gobierno puede paliar los problemas del ethos faccionario. Para Madison, las soluciones vienen contenidas en el mecanismo de representatividad: las votaciones deberían, en principio, garantizar que el selecto14 grupo de ciudadanos escogido modere los "siniestros proyectos" de un bando específico. Los representantes electos no llegarían a ser un grupo de interés en posición privilegiada, pues su función dentro del gobierno indirecto se desenvolvería en nombre de los múltiples intereses contenidos en el área geográfica de su procedencia.

Madison encuentra una salida adicional, muy cercana a la dibujada por Rousseau y citada en el apartado anterior, cuando hablaba de hacer proliferar las facciones para que éstas encontraran contrapesos. Para el pensador estadounidense, "O bien debe evitarse la existencia de la misma pasión o interés en una mayoría al mismo tiempo, o si ya existe tal mayoría [...] se debe incapacitar a los individuos que la componen" (Hamilton, Madison y Jay, op. cit.: 38). Y la manera de incapacitarlos, era precisamente "multiplicar los partidos y los intereses para impedir que éstos cristalicen en facciones duraderas y coherentes" (Reynaud y Rials, 2001: 701).

Esa multiplicación tiene su locus por excelencia en la república. Ni siquiera la democracia podría albergarla, entendida como gobierno ejercido de forma directa, por ciudadanos que se encuentran reunidos en asamblea, y en territorios limitados con poblaciones poco numerosas. De ello se infiere la convicción madisoniana de que las sociedades pequeñas presentan unidad de intereses y son terrenos fértiles de una facción mayoritaria opresora. Esto sugiere, a su vez, una operación mental según la cual el aumento poblacional es directamente proporcional a la multiplicación de facciones.

Pero la presencia o ausencia de grupos de interés no era vista por Madison como un asunto exclusivamente de cuantificación demográfica. Se trataba también de una comparación entre el plano ideal y el real. Aunque en el primero de ellos, los miembros de una nación deberían compartir un entendimiento común de los intereses permanentes de la sociedad (Hammack, 1998), la realidad se presenta bajo el signo de la división, de las afiliaciones contrapuestas y las competencias entre grupos:

De acuerdo a Madison, entre más grandes fueran el tamaño y la población de una república, menor sería la probabilidad de la tiranía a través del gobierno mayoritario de una facción de ciudadanos que pensara igual. ¿Por qué? Porque en una república grande usualmente habría una gran diversidad de grupos con intereses políticos diferentes. Entre más grande fuera la diversidad de intereses en una sociedad, menos probabilidad habría de que se formara una mayoría permanente en torno a un solo interés y de que usara ese poder persistente y tiránicamente contra las minorías (Patrick, 1995: 216).

Incluso con la advertencia previa de que las facciones podían ser indistintamente minoritarias o mayoritarias, parece que finalmente eran estas últimas las que ostentaban la peor reputación para la clase de la que Madison formaba parte. En esta conclusión cabe un matiz fundamental: no todas las mayorías eran nefastas. Lo eran las que estaaban integradas por gente de un mismo sentir, mientras que las que llegaran a conformarse por compromisos entre grupos contendientes, harían funcionar a la república saludablemente (ibid.). La negociación dinámica en la que existiera la oportunidad de sumar o restar fuerzas, y de que como resultado se trasladara la mayoría a un grupo y luego a otro, representaba en plenitud la virtud republicana.15

Sin importar la brevedad del capítulo X de El Federalista, Madison deja claro en sus conclusiones que la Federación, sistema que acabaría por instaurarse en Estados Unidos, era la mejor salida contra los vicios de las facciones, en una nación donde la república alcanzaría dimensiones demográficas y territoriales jamás antes vistas. Como William B. Allen y Kevin A. Cloonan hacen notar, si bien este ensayo de Madison es el que desarrolla la temática de las facciones de manera más significativa, la cuestión sería uno de los ejes de revisión recurrente de Hamilton, Jay y Madison en conjunto, al grado de ser un principio vertebrador de sus diferentes posiciones. El tópico puede encontrarse antes de la décima publicación (en los textos 6, 8 y 9), y también abundantemente con posterioridad a ella (los números 14, 15 y 16 son una muestra) (Allen y Cloonan, 2004).

Se cierra en este modo la preocupación por hacer de las incontables facciones que ya existían en Estados Unidos —y de las que se formarían todavía—, una parte íntegra del juego político, en vez de una causa de su entorpecimiento. Esto nos deja en una posición sensiblemente diferente a aquélla en la que nos encontrábamos al clausurar el análisis faccionario en Locke. En contraste con esa primera impresión de marginalidad de los grupos con un interés específico ajeno al voto de la mayoría, Madison abre la puerta a pensar que las facciones, independientemente de si ocupan a gran parte de la población o muy poca, tendrían que estar incluidas en la libre competencia de intereses, lo cual implicaría una mejora constante de la oferta política colocada ante los electores.

 

Conclusiones

El saldo de los dos apartados sobre Locke y Madison es representativo de la percepción clásica sobre las facciones, pero su influencia tendría eco hasta la actualidad. Aunque el tono de ambos es de preocupación y sus esfuerzos se direccionan a hallar soluciones a los desafíos de las facciones, se concluye que debido a que los grupos de interés llegaron para quedarse, su adecuado manejo será crucial para la estabilidad política.

Sin caer en la tentación de forzar conexiones anacrónicas, puede aventurarse que de esa suerte de resignación/disposición inicial para interactuar con las facciones, se proyecta una línea que evolucionaría hasta hacer contacto con argumentos como el esgrimido por Robert Dahl. Para este último, el Estado es el lugar donde entran en conflicto grupos de intereses que no logran establecer un dominio sobre sus pares. De allí que la política sea un proceso de negociación para dar una solución pacífica a esos choques entre facciones. Los supuestos de esta teoría, que recibe el nombre de pluralismo (Marsh y Stoker, 1995), permean a tal punto la comprensión contemporánea de la composición de nuestras sociedades, que "se puede imaginar una estructura pluralista aun en una sociedad no democrática, pero es imposible imaginar una democracia sin pluralismo" (García, 2009: 193).

En el antecedente que se ha presentado sobre el entendimiento de las facciones, destaca que Locke y Madison, aunque escribían en abstracto acerca de grupos compuestos por cualquier clase de gente, tenían la mirada fija el primero en las sectas, y el segundo —a decir de ciertas interpretaciones—, en las masas de pobres y deudores, que habían desatado protestas por su descontento económico durante la etapa de confederación que siguió a la independencia (Bloch, 2005).

Se concluye en vista de este rasgo, que a pesar de la exportación universal de Locke y Madison,16 la tolerancia faccionaria lockeana era fundamentalmente cristiana, y el juego político abierto para el balance de facciones del que hablaba Madison, operaba entre propietarios. En palabras de Domenico Fisichella:

[...] en su esencia, la democracia madisoniana no olvida su origen como sistema político dirigido a la tutela de unos "derechos naturales de los bien nacidos y de los pocos". En este sentido, el énfasis se pone en las reglas del juego constitucional, porque en una república de bien nacidos y de pocos lo importante es el funcionamiento de estas minorías y sus controles mutuos, que se resuelven en un proceso de negociación (Fisichella, 2002: 113).

También Locke pensaba en los que él entendía como "bien nacidos", cuando los indios y los esclavos, los judíos y los musulmanes, escapaban de sus consideraciones sobre propiedad, participación y protección del Estado. Pese a ello debe asegurarse que de la idea moderna de contrato social, a la fundación de la federación más celebrada de todos los tiempos, la pregunta de qué hacer con las facciones ha sido una constante y, sobre todo, ha implicado una conquista gradual. Pensemos que la opción contraria a ésta, es el lúgubre escenario en el que ni siquiera se da lugar a la disidencia. Es igualmente digno de considerarse, que el estrecho coto de participación con el que se inauguró el gobierno popular no ha parado de ampliarse, y que en ello han contribuido experiencias provenientes de todas las latitudes posibles.

 

Fuentes bibliográficas

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Notas

1 No sin elementos empíricos que estén detrás de su postura. Particularmente la experiencia de las guerras de religión en Europa.

2 Una parte anticatólica del Parlamento inglés intentó, sin éxito, aprobar una ley que evitara el ascenso al trono de Jacobo, heredero de Carlos II. Este episodio fue conocido como Crisis de Exclusión. El involucramiento de Locke con la facción que rechazaba a Jacobo le orilló a marchar al exilio para proteger su vida. El filósofo volvió a Inglaterra al término de la Revolución Gloriosa de 1688.

3 Cuyo centro es la protección de la propiedad.

4 La aspiración al bien común es consustancial a la definición de poder político que se plasma en el Segundo tratado.

5 El Estado natural, aunque armónico, presenta el inconveniente de carecer de una autoridad que dirima imparcialmente los conflictos entre individuos, que de otro modo tenderían a resolverse de forma sesgada por mano propia.

6 Al menos así lucía el mundo en los mil seiscientos, si bien el que estuviera "vacío" era una cualidad discutible, tendiente a obviar la presencia de los pueblos nativos de frente a las potencias coloniales.

7 "Estado de guerra" en el utillaje de John Locke.

8 Como es bien sabido, Rousseau no descarta que a los esclavos de sus propios apetitos haya que obligárselos a que sean libres. De acuerdo a Isaiah Berlin, el sentido de esta frase puede interpretarse como sigue: "Obligar a un hombre a ser libre es obligarlo a comportarse de manera racional. Un hombre es libre cuando obtiene lo que desea; lo que en realidad desea es un fin racional. Si no desea un fin racional, [...] lo que desea no es la auténtica libertad, sino una falsa libertad" (Berlin, 2004: 72).

9 La misma observación de Gray ha sido sostenida por otro gran estudioso de Isaiah Berlin, Michael Ignatieff, en los siguientes términos: "A Locke [...] le parecía inconcebible organizar políticamente una sociedad que contara entre sus ciudadanos con ateos o musulmanes, y se preguntaba cómo confiar en hombres que no juraban sobre la Biblia. De modo que aunque la doctrina de la tolerancia data de la década de 1690, se aplicó sólo a los creyentes, a los que compartían la premisa de la revelación cristiana, independientemente de su grado de aceptación de esa doctrina [...]. Los Padres Fundadores de la república americana se sentaron a crear un nuevo Estado partiendo de esas diferencias. Restringieron su comunidad a los hombres blancos, cristianos y propietarios, en una sociedad esclavista" (Ignatieff, 1999: 66-67).

10 "Una lengua [nacional] es un dialecto con un ejército", Max Weinreich.

11 Todos bajo el seudónimo de Publius.

12 Recuérdese que la guerra por la emancipación de las 13 colonias comenzó en 1775, produjo un texto declaratorio de su independencia en 1776, y que éste no sería reconocido sino hasta 1783.

13 Destaca que esta idea de homogeneidad no reparaba en la población negra ni india.

14 En este capítulo de El Federalista se plantea la tendencia de los electorados numerosos a escoger como representantes a las personas con mayores méritos, aunque en la realidad esto no se cumpla necesariamente.

15 Sin mencionar que en los términos de este ensayo esa condición no fija quién ostenta la mayoría, más bien remite a pensar en una de las principales promesas del contrato social.

16 Como piezas de pleno derecho —y en sitio de honor— del pensamiento político occidental.

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