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Estudios políticos (México)

versão impressa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.24 Ciudad de México Set./Dez. 2011

 

Reseña

 

Adrián Gimate–Welsh H. y Pedro F. Castro Martínez, Sistema político mexicano, ayer y hoy, continuidades y ruptura

 

Marcela Bravo–Ahuja Ruiz*

 

México, Senado de la República/Miguel Ángel Porrúa, 2010

 

* Doctora en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesora de tiempo completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

 

El libro Sistema político mexicano, ayer y hoy, continuidades y rupturas, es una obra colectiva muy completa e interesante escrita en el marco del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, que reflexiona —como el título lo indica— sobre las continuidades y discontinuidades de nuestro sistema político en una perspectiva a mi parecer más histórica y constitucionalista que politológica, y más centrada en el análisis del siglo XIX que en el del siglo XX. Los temas abordados rescatan el estudio de la construcción de la identidad de la nación, las disputas ideológicas que se desarrollaron en el naciente país sobre la forma de organizar el gobierno y las instituciones, particularmente el Congreso, sobre el diseño de las constituciones políticas y la definición de los sistemas electorales y de partidos.

Asimismo, si bien resultan secundarias, aparecen también en este libro, regadas en algunos artículos y concentradas en algunos de ellos, ciertas reflexiones sobre las prácticas políticas, así como sobre las formas de articulación de los intereses y de la representación. Sin embargo, es mucho más pobre la referencia a la conformación de los arreglos no formales que permiten a lo largo del tiempo la pacificación y la gobernabilidad del país, y el estudio de los contextos en que dicha gobernabilidad se imposibilita al grado de dar pie a períodos violentos, léase sobre todo la Revolución. En este sentido, el libro es más un estudio del régimen y no tanto del sistema político en México.

A continuación voy a comentar once de trece artículos que comprende la obra. En mis comentarios iniciaré una crítica que profundizaré en un segundo momento.

Sobre los conflictos ideológicos, en términos de Pedro Castro, el siglo XIX se caracterizó por el triunfo de la posición liberal que representa lo moderno, el progreso social y el desarrollo económico sobre la posición conservadora de cuyo lado se posicionó la Iglesia. Inicialmente fueron los federalistas en oposición a los centralistas. Montado en este triunfo es que terminó de cuajar el espíritu nacionalista, sus héroes y símbolos. Si bien en principio es cierta esta visión, creo que es incorrecto entender a los conservadores como opuestos a la modernidad. Luis Medina, en su libro Invención del sistema político mexicano (Fondo de Cultura Económica, 2005), precisa qué tan moderna era la solución monárquica constitucional como la republicana, el centralismo como el federalismo. El conflicto, dice, no se debe plantear en una matriz tradición–modernidad, sino como resultado del conflicto del ejército y la élite cuya fuente de poder se sitúa en la cúspide estatal con las clases políticas regionales.

Otro punto que se pierde en este esquema es el papel de los moderados, los cuales quedaron eliminados del panorama político por haber firmado el tratado que reconoce la pérdida de casi la mitad del territorio nacional, tras la derrota en la guerra de 1847. Esta guerra, y anteriormente el fracaso de la primera República centralista y el mal manejo de la crisis texana, fortaleció paulatinamente a los liberales sobre todo cuando emergió una nueva generación de políticos.

En una revisión del ejercicio del poder en México, Erika López estudia la construcción de la legitimidad desde el siglo xix más allá de las normas pactadas y de los discursos racionales, dando pie a un problema que arrastramos hasta nuestros días, que es la pérdida de la cultura de la legalidad. Sin embargo, se pierde la visión crítica de los arreglos mismos, de las insuficiencias que solamente se pudieron subsanar mediante la capacidad de control político que edificó ejecutivos fuertes y autoritarios. La división de poderes, una vez que se conquistó tras las Leyes de Reforma, quedó así rezagada al ámbito de lo formal.

No por lo aquí expresado deja de ser importante el análisis que hace de este último punto, la división de poderes, Genaro Gallegos en las constituciones de 1824, 1836, 1843, 1847, 1857 y 1917. Como bien lo indica el autor, la democracia pasó a ser una paradoja. En este mismo sentido es que lamento que esta obra no haya incluido un artículo, al menos, sobre los retos actuales de la relación entre Ejecutivo y Legislativo de cara a una Reforma Política tan necesaria, los posicionamientos que al respecto se han dado, las iniciativas que se han presentado, los acuerdos que se han logrado y los elementos que han obstaculizado un avance en la materia.

Otro artículo con un enfoque comparativo y constitucionalista es el de Ignacio López Sandoval, quien además en su trabajo parte del marco teórico de la elección pública y del nuevo institucionalismo en tanto considera que los distintos diseños se vieron afectados por los contextos coyunturales y los intereses de los actores y grupos políticos involucrados. En ello concuerdo plenamente, pero no así en su conclusión relativa a que esto es la fuente principal de la inestabilidad del sistema político mexicano. En estricto sentido al enfoque sistémico, los sistemas siempre están sometidos a tensión y tienen la capacidad de responder a través de adecuaciones y modificaciones; incluso pueden hacer de cierta inestabilidad su esencia.

Hay cinco artículos en el libro que reseño dedicados al tema parlamentario. Por lo mismo, es quizás este tema la contribución más importante de la obra. En su artículo, Adrián Gimate revisa a la representación como sustento del Estado mexicano y al Congreso como depositario de la soberanía. Este trabajo otra vez repasa el itinerario de la ingeniería constitucional, la cual —según el autor— se movió entre el modelo romano y la tradición anglosajona. Destaco en particular la visión señalada de la inestabilidad que caracteriza al arreglo plasmado en la Constitución de 1857, inestabilidad que digo yo sólo fue resuelta mediante los arreglos informales que hicieron posible la gobernabilidad, situación que se repite en el siglo XX mediante la hegemonía priísta. Pienso que llegada la pluralidad política, acotado el presidencialismo y conquistada la alternancia, estos arreglos son disueltos sin que sean sustituidos ni por modificaciones suficientes a las normas, ni por la adecuada capacidad política para evitar la actual debilidad estatal.

Este tema del surgimiento de mecanismos metaconstitucionales que dieron funcionalidad al ejercicio del poder y generaron orden político, es abordado casi únicamente por Álvaro López Lara. Estoy de acuerdo con él en que, a través de este medio, la práctica política sorteó la polarización de las élites. Fue de esta manera que Porfirio Díaz logró ser el factor de unidad de un Congreso muy fraccionado del que nunca prescindió. Pero aun con anterioridad al porfiriato, este organismo político mostró una admirable continuidad en relación a otros organismos. En medio de pronunciamientos y crisis, fue uno de los refugios de la política institucionalizada. La diferencia es que Díaz logró el control del Congreso a través de un compromiso que se obtenía desde el momento mismo de la designación de los candidatos que él acordaba con los gobernadores, a cambio de respetarles su autonomía en asuntos regionales. Lo que explica menos en detalle el autor, es cómo este control se perdió con la Revolución y se volvió a recobrar con el surgimiento de un partido hegemónico, el PNR–PRM–PRI, cuyo líder a partir de Cárdenas es el presidente en turno, el cual obtiene de parte de los legisladores una disciplina absoluta. Dicho control duró hasta la apertura política que llevó a los gobiernos divididos, a partir de 1997, con lo que el Congreso se ha convertido en obstaculizador del desarrollo de las políticas públicas.

Sin embargo, el tema de los gobiernos divididos no es ajeno a este libro. Lo abordan en su artículo Alicia Hernández y Jorge Lora, quienes analizan cómo el Congreso ha sido escenario de conflictos y fuertes tensiones políticas y cómo en los últimos años el color partidista de diputados y senadores detiene el trabajo parlamentario. Por eso hablan de crisis del Poder Legislativo, cuando yo creo que la crisis es más bien del Poder Ejecutivo, que no logra generar negociaciones y conseguir acuerdos.

Otro de los artículos sobre el Legislativo toca el tema del Senado. Guillermina Bermúdez estudia la forma en que ha concentrado y desconcentrado el ejercicio del poder y cómo ha servido de moderador de las decisiones parlamentarias. En este sentido, dice la autora que se ha convertido en el resguardo ideológico de las fuerzas reformadoras, cuestión que creo que es discutible en la actualidad de frente a las pruebas de la existencia de una Cámara de Diputados más ineficiente en resultados que la Cámara de Senadores. En todo caso, sí estoy de acuerdo que fue la pluralidad la que le otorgó dinamismo a dicho órgano, convirtiéndolo en un espacio de reacomodo de una élite profesionalizada. No obstante, creo que la defensa que se hace del principio de selección de senadores por representación proporcional ha dejado de ser vigente.

El último de los artículos dedicados a la cuestión parlamentaria curiosamente aparece separado de los otros cuatro ya mencionados y analiza el funcionamiento interno del Congreso durante la etapa posrevolucionaria, en el cual los autores Ricardo Espinoza y Lorenzo Arrieta denominan democracia limitada al funcionamiento que le permitía proporcionar legitimidad a las acciones del jefe del Ejecutivo y se encontraba sustentado, como acertadamente se afirma, en el presidencialismo.

En el trabajo en cuestión se explica cómo los presidentes obtuvieron el control casi absoluto de ambas Cámaras a través de un sistema de representación corporativa, que pasaba por el partido hegemónico. Concuerdo en especial en la importancia de señalar que entonces la práctica de cabildeo y negociaciones era práctica común, pero estaba circunscrita al mundo de los priístas. Cabe señalar —sin embargo— que los trabajos de Jeffry Weldom en general han demostrado que no siempre fue cierto lo que se afirma sobre que los presidentes eran los grandes iniciadores de leyes. Con el control que tenían sobre el Congreso, ni siquiera lo necesitaban ser siempre. La apariencia de la autonomía del Legislativo era benéfica para el sistema político.

Los dos restantes artículos que mencionaré se centran en los sistemas electorales y de partidos. El primer tema lo aborda Citlali Villafranco. De entrada no me queda claro el por qué escoge ella como períodos de estudio únicamente 1821–1824, 1911–1917 y 2007–2008. Desde luego que revisar la evolución completa de la reformas en materia electoral hubiera sido demasiado ambicioso. Sin embargo, si el trabajo no abarca, como éste no lo hace, los cambios que produjo la Reforma al pasar la elección indirecta de tres niveles a dos, lo cual se relaciona con la aparición fundamental de las jefaturas políticas, o no abarca la reforma de 1946 que centraliza un sistema electoral hasta entonces disperso, el estudio resulta incompleto. Por otra parte, también cuestiono que el se refiera de forma demasiado amplia al período que va de 1996 a 2009 (desconozco a qué reforma se refiere la autora aquí), en vez de remontar el análisis del proceso de apertura política gradual a sus orígenes en 1977. La simple reforma de 2007 y los asuntos que han quedado pendientes hubieran merecido una investigación independiente. Por todo ello y además por relacionar el tema principal con el de la autoridad, o parodiando a Josep Colomer con el asunto del qué se vota, el documento resulta un tanto confuso.

Este artículo y el de Gustavo Emerich y Jorge Canela sobre los sistemas de partidos en la historia de México, por ser más cercanos a los temas a los que me dedico, son los que me produjeron más observaciones. Manejando a mi manera de ver un concepto demasiado amplio de partido, estos últimos autores señalan que en el siglo XIX se puede hablar de bipartidismo, a lo más de tripartidismo (ellos sí reconocen el papel de la corriente moderada), antes del Porfiriato durante el cual se impuso un sistema de partido único. A principios del siglo XX, a su parecer, el sistema de partidos se fragmenta, la Revolución de por medio. Luego vienen con el PNR casi cincuenta años de partido hegemónico, y de 1978 en adelante se da la apertura política que condujo a un sistema multipartidista moderado en el que destacan tres partidos grandes: PAN, PRI y PRD.

Ahora bien, ni una perspectiva amplia del concepto de partido político justifica que se diga que en el Porfiriato había un partido único. Para echar a andar su maquinaria electoral, Porfirio Díaz requirió de la organización de efímeros clubes políticos y en su momento de la Unión Liberal, pero siempre vio con renuencia la formación de partidos políticos que le disputaran el poder. No obstante, lo que sí resulta interesante explicarse es la estabilización del sistema político actual en un tripartidismo que incluso amenaza con reducirse. Baste señalar que, por su origen mismo y su composición en tribus, el prd ha corrido en varias ocasiones con el riesgo de dividirse; por ejemplo, recientemente en el contexto de la elección de su candidato para gobernador en el Estado de México y el cambio de su dirigencia. Por otra parte, está el hecho de la consolidación más bien bipartidista de los sistemas de partidos a nivel regional.

Como he querido hacer constar, son muchos los temas que se abordan en este libro, es mucha la información que contiene. Por ello es tan recomendable su lectura y yo los invito a que le dediquen un buen tiempo. Además, en él veo una cualidad especial, no siempre presente en obras colectivas, la cual atribuyo a los coordinadores de la misma: Adrián Gimate y Pedro Castro, quienes lograron que los distintos artículos mantuvieran una coherencia y no se dispersaran. Me refiero al hilo conductor que atraviesa los trabajos: a saber, la constante transformación del sistema que se expresa a través de rupturas, evolución que, sin embargo, también refleja continuidades.

Mi comentario global radica en que hasta cierto punto esta visión impide la identificación de las distintas etapas políticas por las que ha atravesado el país.

En esta línea, la primera cuestión sería precisar cuándo quedó conformado el sistema político. No se trata sólo de cómo quedó constituida la ingeniería constitucional, el régimen y el sistema electoral, sino también de identificar quiénes se convirtieron en los actores políticos más relevantes, sus formas de acción, cómo quedó forjado el sentido de nacionalidad a través de un lenguaje, cómo se canalizaron las demandas y se concertaron los intereses en un determinado orden, e igualmente cómo se ejercía el poder, o sea, el conjunto de reglas informales (por ello, he insistido en ellas) que definía la manera en que se hacían las cosas. Luis Medina afirma que dicho primer sistema político fue precisamente el Estado porfirista. Antes no existía un verdadero orden político, un sistema político.

Porfirio Díaz logró ampliar el campo de maniobra del Poder Ejecutivo federal al posicionarse como el árbitro nacional. A los gobernadores les dio autonomía y a la vez logró integrar políticamente a las facciones locales. Este sistema se desequilibró cuando no pudo resolver su sucesión, o sea, en el momento que dejó de hacer centro y se inclinó del lado de los científicos, con lo que los reyistas se volcaron hacia el antirreleccionismo maderista, el cual lo sorprendió.

En el Estado posrevolucionario, segunda etapa del Estado mexicano, este problema de sucesión se resolvió mediante el partido hegemónico. El diseño constitucional no había cambiado, el Congreso quedó igualmente bajo el dominio de un Ejecutivo autoritario, pero el ejercicio de poder se hizo mucho más centralizado. De ahí la evolución del sistema electoral.

Finalmente, este esquema de ver las continuidades y las rupturas se desprende del marco conceptual que ha orientado mi trabajo en los años recientes, que es la teoría del realineamiento electoral.

Los realineamientos deben entenderse como procesos políticos integrales que significan crisis en las esferas políticas. Estas crisis atraen reformulaciones de los esquemas de participación política, la construcción de nuevos consensos y de nuevos sistemas de partidos con organizaciones estructurales diferentes; además, conllevan cambios institucionales y reorientaciones de las políticas públicas para favorecer los nuevos intereses. Dichos procesos definen eras político–electorales. Con cada nueva era se modifican los supuestos básicos que sostienen a un sistema político o, como bien señala Everett Ladd, las grandes alianzas políticas que garantizan el funcionamiento estatal.

No voy a detenerme más en la segunda etapa del Estado mexicano, que ciertamente todos conocemos bien. La gran interrogante es qué ha pasado desde la apertura política del sistema. ¿Se trata de una etapa de transición? ¿Qué es lo que ha cambiado? ¿Podemos hablar de una nueva era político electoral?

Yo creo que sí, creo que del viejo sistema ya no queda casi nada: ni el presidencialismo exacerbado, ni el partido hegemónico que fueron sus ejes, ni tampoco su clase política, ni su modelo de desarrollo. El Estado ha perdido la esencia del Estado posrevolucionario. Por medio de las reformas electorales, el país se liberalizó políticamente y con ello emergió una nueva realidad tras elecciones críticas en las que el voto se movió masivamente, dando luz a un sistema competitivo y plural.

Sin embargo, cabe señalar que este nuevo Estado es un Estado débil, ineficiente. El reclamo democrático de los años setenta y ochenta no culminó en un sistema plenamente democrático. La democracia sigue siendo una asignatura pendiente, así como el pleno respeto al Estado de Derecho, dos hechos que constata esta obra. Del semiautoritarismo se pasó a la semidemocracia, no porque la alternancia fuera fallida sino porque el sistema no ha tenido hasta ahora las condiciones estructurales y de liderazgo para salir de la zona gris en que está empantanado.

Estas reflexiones y muchas más son las que despierta el libro que reseño. Hacía falta una obra tan completa que abordara de manera integral a nuestro sistema político, sus características y transformación, sus bondades y deficiencias, sus retos. Por lo mismo, su revisión es obligada para los estudiosos de la materia.

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