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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.24 Ciudad de México sep./dic. 2011

 

Sistema político mexicano

 

La reforma no será televisada

 

The reform will not be televised

 

José Alejandro Arceo Contreras*

 

* Licenciado en Sociología por la UNAM. Ganador en la categoría "B" (Egresados titulados de la UNAM u otras instituciones de educación superior afines al área de Ciencias Sociales y Humanidades) del Tercer Concurso de Ensayo Político Carlos Sirvent Gutiérrez de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Marzo de 2011.

 

Resumen

Este ensayo analiza la más reciente legislación acerca de los procesos electorales en el contexto federal de México. Enfatiza la liga entre los medios de comunicación (especialmente la radio y la televisión) y el poder político. Una importante aseveración es que, en años recientes, las compañías de comunicación habían tenido una poderosa influencia sobre los poderes públicos. Los cambios electorales de 2007 responden para crear una situación más equilibrada.

Palabras clave: Reforma electoral, Poder público, Poderes privados, Instituto Federal Electoral, México.

 

Abstract

This essay analyses the most recent legislation about electoral processes in Mexico's federal context. It emphazises the link between mass media (especially radio and TV) and political power. An important asseveration is that, in recent years, communications companies had had a powerful influence on the public authorities. The 2007 electoral changes respond to create a more balanced situation.

Keywords: Electoral reform, public power, private powers, Federal Electoral Institute, Mexico.

 

"La historia política del México independiente demuestra
que la transmisión del poder formal no ha sido un asunto de
elecciones, sino de negociaciones y conflicto".
Carlos Sirvent

 

El prefacio

En 2002 vio la luz un volumen bautizado como Partidos políticos y procesos electorales en México, cuya coordinación, tratándose de una antología, fue obra del Dr. Carlos Sirvent, quien rubricara uno de los textos incluidos: "Reformas electorales y representación política en México, 1910–2000". A lo largo de sus 66 páginas, Sirvent lleva de la mano al lector a través de los cambios legales que han moldeado buena parte de la realidad política de México en el siglo XX, culminando en 1996, año de la "reforma electoral definitiva".

Aunque no lo fue. Y once años después, en otro contexto, emergería la reforma electoral de 2007. Es una pena que la vida de Sirvent se haya extinguido sin haber tenido tiempo suficiente para estudiar el contenido y los desafíos de la nueva reforma, y por lo mismo es pertinente continuar con la reflexión de las enmiendas electorales en México, sin duda un tema importante para el eminente politólogo.

En un primer acercamiento a la más tierna de las reformas electorales, vale prevenir que, pese a lo ambicioso de su perspectiva, no es parteaguas que implique una gran ruptura con el pasado, ni la apertura de un nuevo sistema electoral. Dicha reforma, en contrapartida, es parte de un largo proceso de transformación política y legal que había permitido, a lo largo de tres décadas, la democratización del país, así como el forjamiento de un confiable entramado institucional ad hoc.

A la reforma en cuestión tampoco hay que divorciarla de la metamorfosis que han tenido las instituciones mexicanas, produciendo así la llamada "reforma del Estado". Sólo si es entendida como una fase de ésta, pueden comprenderse, a cabalidad, sus razones de ser, o lo que es igual, las soluciones que propone y la gran apuesta implícita en su contenido.

Por el contrario, si se le analizara como un ente aislado, se diluiría su significado más importante: afrontar ciertos problemas que habían nacido y/o empeorado en los once años previos, y para los cuales la reforma electoral de 2007 busca ser, efectivamente, un bálsamo. Se trata, pues, de un paquete de soluciones a los dilemas políticos de la primera década del siglo XXI; paquete motivado —hay que recalcarlo— por los desafíos que trajo consigo la democratización del país.

Así vista, la reforma de marras no se distingue mucho de las reformas predecesoras. El proceso democratizador, articulado en una larga serie de modificaciones electorales, no encuentra, con ninguna de ellas, la apertura plena y definitiva del cambio político, sino que cada reforma es parte de un proceso gradual que enfrenta los problemas advenedizos, logrando al cabo transformar la realidad política de México.

Tampoco hay que perder de vista que la democratización del país no fue lineal y previsible, sino profundamente marcada por los aprietos que se le fueron presentando. Por tanto, la de 2007 fue una típica reforma electoral de su tiempo, pues —como se verá más adelante— responde a los retos que desde 1996, año de la reforma previa, se habían presentado y/o agravado.

Y es que buena parte de los problemas abordados por las reformas electorales habían sido causados, a su vez, por cada reforma previa, así como por un nuevo entorno imprevisto. Por ello, no es inexacto señalar que la agenda abarcada por la de 2007 está dictada, en buena medida, por el contexto político generado tras los —hasta entonces— últimos cambios integrales a la legislación electoral, que databan de once años atrás.

Pero no se pretende aquí sostener que la reforma de 2007 quedó condicionada, exclusivamente, por los cambios previos, lo que daría pie a su abordaje como una simple consecuencia de 1996. Cada reforma electoral tiene identidad propia; aunque también es cierto que el carácter gradual de la democratización del país ha hecho que las sucesivas reformas tiendan a complementar lo ya realizado, con independencia de las novedades —y las apuestas— que han distinguido a cada una de ellas.

Sirva de ejemplo la propia reforma de 1996, que apostó, exitosamente a la postre, por un modelo de competencia basado en la equidad entre partidos políticos, con resultados satisfactorios en 1997, 2000 e, incluso, hasta 2003. Pues bien, los cambios introducidos en 2007 son, en su conjunto, una consecuencia de aquella apuesta, buscando fortalecerla con un nuevo modelo de acceso a la radio y a la televisión por parte de los partidos, mejorando las condiciones introducidas once años antes. Tal es el sello distintivo de la más reciente reforma electoral.

Cabe señalar, finalmente, que dadas sus características, los cambios de 2007 cuentan con las credenciales adecuadas para ser la séptima gran reforma electoral de la transición a la democracia: tanto por los múltiples asuntos abordados, como por el número de normas modificadas. La de 2007, por lo demás, está al parejo de las reformas logradas en 1977, 1986, 1990, 1993, 1994 y 1996.

En atención a un hecho palpable —que la reforma electoral de 2007 persigue dos grandes objetivos: 1. introducir un nuevo modelo de comunicación política para generar, a su vez, mayor equidad en la contienda democrática y en la relación entre las compañías mediáticas y el Estado, así como 2. actualizar y darle coherencia al resto de la legislación en la materia— es que la estructura de este documento consta de dos capítulos, desglosando, en cada uno, aquéllos dos objetivos. Se realizará primero un resumen de las transformaciones realizadas, para luego comentar por qué sucedieron.

 

1. La apuesta

El ya mencionado, por novedoso, modelo de comunicación política, tiene las siguientes características:

a) Los partidos políticos únicamente podrán introducir propaganda en radio y televisión a través de los tiempos públicos: suma del tiempo para el Estado y del tiempo fiscal.

b) El Instituto Federal Electoral (IFE) fungirá como la única autoridad facultada para la administración de tales tiempos. Si se llegase a considerar que resultan insuficientes, la autoridad podrá tomar las medidas apropiadas para su ampliación. Asimismo, el IFE será competente para castigar las violaciones a lo establecido, pudiendo ordenar, incluso, la supresión inmediata de los contenidos radiales y televisivos que transgredan las nuevas normas electorales.

c) En el periodo comprendido entre el inicio de las precampañas y la jornada electoral, el IFE tendrá a su disposición 48 minutos diarios en cada canal o estación de radio, los cuales podrán distribuirse en lapsos de dos y hasta tres minutos por cada hora de transmisión en la franja que va de las 6:00 a las 24:00 horas.

d) Respecto a todo ese tiempo, los partidos políticos recibirán, durante las precampañas, un minuto por cada hora de transmisión en canales y estaciones —hasta un máximo de 18 minutos diarios—, mientras que ya en las campañas formales, el espacio a su disposición será, cuando menos, de un 85 por ciento del tiempo total.

e) Para repartir el tiempo al aire, se observará la misma fórmula del financiamiento público: 30 por ciento igualitario y 70 por ciento en función de los votos obtenidos por cada instituto político.

f) A cada partido político nacional sin representantes en el Congreso, se le asignará, como tiempo en radio y televisión, nada más el porcentaje igualitario que se menciona en el inciso anterior.

g) Al margen de las campañas, el IFE contará con un 12 por ciento del tiempo para el Estado. Este porcentaje se dividirá, a partes iguales, entre la autoridad y los partidos —y la mitad que a éstos les corresponde, será igualitariamente repartida entre todos.

h) La competencia del IFE como administrador de los tiempos públicos para fines electorales, será extensible al ámbito local, por lo que también las estaciones y canales que transmitan únicamente para sus respectivos estados y municipios, deberán acatar las nuevas normas electorales.

i) Quedarán establecidas nuevas prohibiciones en radio y televisión. Por ejemplo:

• Al igual que los partidos, tampoco los particulares tendrán permitido contratar propaganda para beneficiar o fustigar a otros partidos ni a los candidatos de éstos, elevando así a rango constitucional lo que ya estaba impedido por el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE).

• No se difundirán en México anuncios contratados en el extranjero.

• No se transmitirán expresiones que denigren instituciones y/o partidos políticos, ni que injurien a personas.

Hecho el resumen, cabe ahora precisar que las causas de una reforma electoral en 2007 eran múltiples y complejas, no reduciéndose a las insuficiencias que presentaba el diseño legal–electoral —con su consecuente necesidad de adecuación a los retos planteados por la realidad política—, sino que tocaban también a la relación guardada entre el Estado y los poderes privados, los cuales poco a poco —a veces discretamente, a veces no tanto— habían llegado a confrontar e, incluso, ¡a condicionar! al poder público. Dedido a esta situación, la de 2007 es quizás, entre todas las reformas que se han emprendido hasta el día de hoy, la más diversa en cuanto a sus razones y, consecuentemente, la más ambiciosa por lo que toca a sus implicaciones.

Es posible argüir que las enmiendas de 2007 no sólo se ocuparon de problemas estrictamente electorales, relacionados éstos con los comicios, sus participantes, las condiciones en que se desarrolla la competencia entre ellos, y con las instituciones electorales y sus atribuciones; no, pues también implicaron una verdadera apuesta, por parte de los poderes del Estado, para redefinir su relación con los medios electrónicos de comunicación, la cual es siempre complicada, pero en los años recientes habíase decantado en circunstancias ya insostenibles de sujeción y condicionamiento por cuenta de los concesionarios que usufructúan, sobre todo, los canales de televisión.

No era para menos, considerando la notoria fuerza que los concesionarios venían consolidando en los últimos años, y que provenía, por una parte, de su creciente capacidad para darle forma a la opinión pública, y por la otra, de su poder económico, el cual no tiende a la mesura, sino todo lo contrario.

Pero el preponderante rol de los medios electrónicos de comunicación en la sociedad no es exclusivo de México. Todos los países con democracias constitucionales encuentran, en el tema de la regulación de esos medios, uno de sus más delicados puntos de equilibrio, y del cual depende un adecuado funcionamiento del juego democrático y sus reglas. Tanto es el peso que la radio y la televisión pueden tener en la competencia por el voto popular, que en más de una ocasión han distorsionado el desarrollo de los procesos electorales.1

Ello es directamente imputable a que ambos medios, al constituir, por mucho, las fuentes de información preferidas por la sociedad —alcanzando una penetración muy superior a la prensa—, constituyen la vía mediante la cual los ciudadanos reciben conocimiento sobre su entorno político. En este sentido, un medio de comunicación que no informa oportuna y verazmente, que distorsiona y sesga anodinamente las noticias, resulta disfuncional para la democracia, pues impide que las personas tengan a su disposición elementos ciertos y suficientes para orientar sus posturas políticas y, de cara a las elecciones, sus votos.

A fin de que una democracia funcione bien, es necesario que los ciudadanos encuentren un adecuado pluralismo en los medios electrónicos de comunicación. Ello supone, consecuentemente, la necesidad de que existan alternativas reales de donde captar información y, consecuentemente, de que no haya el monopolio —ni, como en México, el duopolio— de lo que pueden ver y oír los ciudadanos. Huelga abundar sobre la conveniencia de que las compañías mediáticas reflejen distintas posturas políticas e ideológicas, para que las opiniones acerca de los asuntos públicos no sean inducidas por medio de contenidos cuya forma puede ser en high definition, aunque su fondo resulte monocromático.

Pero esto, para quienes defienden los intereses creados, suele significar un "ataque" a la libre empresa y la libertad de expresión, olvidando —en realidad, más bien ocultando— que ambas libertades, al menos en el contexto democrático, no son, ni pueden ser, absolutas, puesto que, además de su ejercicio responsable, deben ser matizadas y ponderadas con arreglo a las libertades y derechos de los demás.

Omiten señalar que países con una larga tradición democrática así lo han reconocido y garantizado en sus Constituciones. En España, por ejemplo, algunas sentencias históricas de su Tribunal Constitucional establecieron que la emisión de contenidos informativos debe ser veraz y objetiva, pues la existencia de una opinión pública informada es necesaria para el desarrollo democrático.2

México no es ajeno a esta tendencia, y las reglas para las concesiones de radio y televisión han sido objeto de jurisprudencia por parte de diversos tribunales. Una muestra emblemática fue la sentencia emitida por la Suprema Corte un 7 de junio de 2007, mediante la cual declaró inconstitucionales varios artículos tanto de la Ley Federal de Radio y Televisión, como de la Ley Federal de Telecomunicaciones, modificadas ambas unos meses atrás. También fueron muy aleccionadoras las ocho sesiones plenarias que los ministros sostuvieron en los días previos a su resolución.

E incluso antes de 2007, el Tribunal Electoral ya había precisado, en algunas de sus sentencias, el rol de los medios electrónicos en las contiendas electorales, y cómo su involucramiento ilícito en ellas podía constituir, en casos extremos, una causa para su nulidad.3

No obstante, más allá de los escasos precedentes judiciales en México, es un hecho probado que los medios electrónicos de comunicación llegaron a consolidarse como una fuerza capaz de condicionar a los poderes del Estado, a fin de que las decisiones públicas favorecieran sus intereses.

Considerando a la radio y la televisión como los conductos privilegiados para que las ofertas de los partidos lleguen a un amplio número de potenciales votantes durante las campañas, y bajo la lógica —o ahora dogma, si se quiere— de que las fuerzas políticas que están fuera de los medios también lo están de la contienda, no es de extrañar que los concesionarios adquirieran una condición más que privilegiada para entrar y, eventualmente, incidir en la política.

Semejante fuerza llegó a niveles inusitados en el pusilánime gobierno de Vicente Fox, durante el cual tuvieron lugar tres funestos episodios de presión y chantaje a los poderes públicos, que redundaron en un ya obvio sometimiento del Estado a los dictados del duopolio Televisa–Televisión Azteca:

• El primero aconteció con el llamado "decretazo", cuando en octubre de 2002 se modificara el reglamento de la Ley Federal de Radio y Televisión, para reducir en casi 90 por ciento el tiempo aire que cedían al Estado, como pago en especie de sus contribuciones fiscales por el usufructo de concesiones, los titulares de las mismas. De esta manera, aquel tiempo se redujo del 12.5 por ciento del total transmitido —equivalente a tres horas al día—, a unos magros 18 minutos diarios en televisión y 35 en radio. Además, estos nuevos tiempos se concentrarían en la figura presidencial, en vez de darle cabida a contenidos con más impacto social, como la educación, el medio ambiente, la seguridad pública, etcétera. No conformes con recibir un trato fiscal privilegiado, ahora los concesionarios pagarían mucho menos que antes. En consecuencia, de poco o nada habían servido las mesas de trabajo que la Secretaría de Gobernación venía realizando desde 2001, orientadas, merced a la concurrencia de especialistas y políticos, a generar una Ley Federal de Radio y Televisión más moderna e incluyente, si a fin de cuentas el propio Poder Ejecutivo federal las hizo a un lado groseramente.

• El segundo transcurrió la madrugada del 27 de diciembre del mismo 2002, cuando un comando armado asaltó la antena y demás instalaciones que el antiguo Canal 40 mantenía en el cerro del Chiquihuite. Después se supo que los asaltantes eran esbirros de Televisión Azteca, empresa que así quiso zanjar el ya largo e intrincado diferendo legal que mantenía con el 40. Si las autoridades federales primero fueron indiferentes —sí, las vacaciones decembrinas…—, pues más tarde actuarían con parsimonia y una gran descoordinación. Todo mientras la empresa de Ricardo Salinas Pliego sacaba del aire a su antiguo socio e imponía programación propia. Pero lo que más indignó en cuanto a la intervención gubernamental, fue el aseguramiento del 40, decretado hasta el 9 de enero de 2003, luego de 14 días de una intrusión que no sería objeto de castigo alguno. Tan ilegal fue el accionar de Televisión Azteca, que debió abandonar lo que antes había tomado por la fuerza, pero la administración foxista, en vez de restaurar al legítimo concesionario, prolongaría más su desazón, asegurando el 40 a partir de una muy chapucera interpretación del artículo 104 bis de la Ley Federal de Radio y Televisión, que sanciona a quienes exploten el espacio radioeléctrico sin una concesión o permiso. Al final tuvo que ser el Poder Judicial, mediante un amparo interpuesto contra aquella medida oficial, quien diera por concluido el "Chiquihuitazo", que mostraría, sin embargo, cuán timorato y condescendiente fue Vicente Fox con el duopolio, y es que la mañana del 6 de enero, mientras realizaba un recorrido inaugural por la nueva sala de prensa de Los Pinos, al ser increpado por Roberto López, subdirector de noticias de CNI,4 quien cartulina en mano exigía su intervención, el presidente salió con su tristemente memorable "¿y yo por qué?": sin duda, la frase más representativa de todo un sexenio desilusionante.

• El tercero fue el modo expedito con el que se aprobaron en la Cámara de Diputados, sin discusión alguna y por unanimidad, las modificaciones tanto a la Ley Federal de Radio y Televisión, como a la Ley Federal de Telecomunicaciones, pariendo así la coloquialmente llamada "Ley Televisa". Esto sucedió el 1 diciembre de 2005. Aquellas modificaciones serían ratificadas, el 30 de marzo del año 2006, con las campañas electorales en pleno apogeo, por la mayoría de los senadores, pese a un prolongado y encarnizado debate en el que se evidenciaron los desproporcionados beneficios que pretendían obtener los concesionarios de radio y televisión —como, por ejemplo, la perpetuidad de sus respectivos títulos, pues con las nuevas disposiciones, cada concesión se renovaría en automático. Por si esto no fuera suficiente, los concesionarios de televisión podrían explotar todo el ancho de banda ocupado por sus canales, y es que gracias a los adelantos tecnológicos, en cada uno de ellos, además de la señal televisiva, ya cabían servicios de voz y datos, como telefonía e Internet, mismos que podrían ser suministrados a los consumidores sin el pago de alguna contraprestación al Estado.5

Tres ejemplos, los cuales mostraban un panorama muy desalentador. Todos los signos visibles hacían suponer que el Estado no aplicaría más su potestad soberana de regular a los poderes privados. Las perspectivas de que ello cambiara, por otra parte, eran remotas, ya que bajo el modelo electoral imperante, la dependencia o, dicho más llanamente, la adicción de los partidos políticos a la publicidad pagada en radio y televisión, era ya muy grande, visto el desagregado calendario electoral del país, el cual orillaba a que prácticamente todos los años, en algún estado de la República, hubiera comicios.

Afortunadamente, y de forma inesperada, la historia cambiaría poco después, cuando 47 senadores, casi todos del PRD, lograron constituirse, en las semanas siguientes a la aprobación de la "Ley Televisa", como la proporción de 33 por ciento de su Cámara, exigida por la fracción segunda del artículo 105 de la Constitución, pudiendo así presentar, el 4 de mayo de 2006, una acción de inconstitucionalidad contra varios artículos de las dos leyes (contra) reformadas.

Un año después, tras una serie de intensas sesiones en la Suprema Corte, mismas que principiaron con la presentación del proyecto de sentencia el 22 de mayo de 2007, y que culminaron con la resolución del 7 de junio, pudiendo sintetizarlas con el apotegma "no saben de lo que estamos hechos", espetado por el ministro Sergio Aguirre Anguiano, autor del proyecto y dirigido contra quienes afirmaban que también el máximo tribunal sucumbiría ante las presiones de la radio y la televisión, fueron revocados muchos de los artículos impugnados. Se trató, para decirlo sin ambages, de una decisión histórica, merced a la cual el Estado recuperó su potestad soberana frente a los poderes privados.

En suma, no es descabellado afirmar que la apuesta contenida en la reforma electoral de 2007, al establecer un nuevo modelo de comunicación que prohíbe la compra de publicidad política en los medios electrónicos de comunicación, al tiempo que convierte los espacios gratuitos a que tiene derecho el Estado en espacios para los partidos políticos, concuerda con el sentido que la Suprema Corte diera a su sentencia contra la "Ley Televisa".

Los concesionarios pagarían caros sus abusos de 2006–2007, cuando presionaron más que nunca a todos los poderes del Estado —al Congreso, a la Suprema Corte y bueno, al Poder Ejecutivo federal ya lo habían domeñado tiempo atrás—, y llevaron a tal extremo sus chantajes o "cabildeos", como se les llama asépticamente, que el resultado les sería adverso. Así, para desagravio propio, y pretendiendo que no volvieran a repetirse aquellas presiones, fue que las fuerzas políticas representadas en el Congreso, cuando menos temporalmente, se unificaron y negociaron para sacar adelante, en un periodo razonable, una reforma electoral pensada para arrancar de raíz la adicción partidista a la publicidad pagada en radio y televisión, de la cual brotaba y se robustecía, día tras día, el influjo de los concesionarios. El nuevo modelo de comunicación política responde a dicho fin, y por eso representa una apuesta para garantizar, en los hechos y en las normas jurídicas, la autonomía de la política y la supremacía del Estado frente a los poderes privados.6

 

2. La retardada

Sobre el resto de la legislación electoral, con la reforma de 2007 se dispusieron las siguientes actualizaciones y coherencias:

a)Los partidos políticos tendrán cambios en su constitución y obligaciones: cuando algunos de ellos busquen una coalición, por ejemplo, el nuevo régimen les será más flexible; aunque, simultáneamente, ya no podrán burlar el cómputo de los votos recibidos en tiempos electorales, cosa que solían hacer algunos partidos coaligados. Asimismo, se establecerá un muy necesario proceso de liquidación y reintegro de los bienes partidistas, cuando haya pérdida del registro.7 Y habrá límites más precisos para la intervención —y eventualmente el control— que las autoridades electorales puede ejercer sobre la vida interna de los institutos políticos.

b) Se modificarán las condiciones de la competencia electoral a través de una igualmente necesaria disminución del financiamiento público a los partidos, hecho facilitado por fórmulas de cálculo actualizadas. Habrá nuevos límites para las aportaciones privadas que los mismos pueden captar. Se reducirá considerablemente, de paso, la duración de las campañas en el ámbito federal, regulando, asimismo, las "precampañas", empezando por su definición, pero sin dejar de lado su financiamiento y duración. De remate, los calendarios electorales de los estados tendrán homologación, para que sus comicios se realicen el primer domingo de julio —en los años cuando no deban celebrarse comicios federales.

c) Las autoridades electorales trabajarán con atribuciones fortalecidas:

• En cuanto al IFE, los cargos de consejero presidente y de consejero electoral tendrán cambios en su duración: ahora serán seis años para el primero —pudiendo reelegirse un periodo igual— y nueve para los segundos —sin posibilidad de reelección. Se suprimirá la figura del consejero suplente y, si llegasen a faltar, con carácter definitivo, el consejero presidente o alguno de los consejeros ciudadanos, se nombrará un reemplazo, nada más para cubrir el periodo que le restaba al ausente. Y se dispondrá, ahora en la Constitución, que quienes hayan fungido como consejeros no podrán ocupar, dentro de los dos años siguientes a su retiro del IFE, ningún puesto en el gobierno cuya elección hubieran organizado.8 Bajo esta misma lógica, el consejo general se irá renovando escalonadamente, dando así por cumplida una vieja demanda para preservar la experiencia acumulada. Consejo que también verá modificada la composición de sus comisiones, permitiendo la rotación de sus integrantes y un ejercicio más ágil de las tareas ejecutivas del IFE. Se fundará la Unidad de Fiscalización de los recursos pecuniarios de los partidos, siendo nombrada por el consejo general, pero dotada de autonomía técnica y operativa, pudiendo, además, trascender los secretos bancario, fiduciario y fiscal para el correcto desempeño de sus funciones.9 De manera concluyente, quedarán bien afinadas las sanciones y los procedimientos que para la aplicación de las mismas puede llevar a cabo el instituto.

• Por lo que toca al Tribunal Electoral, también se renovarán, gradualmente y no de un tirón, la sala superior y las cinco salas regionales. Además, estas últimas trabajarán permanentemente, lo que implicará una nueva compartición de competencias con la sala superior. Por otra parte, se planteará una serie de medidas de apremio para que las resoluciones del tribunal sean cumplidas, pues su poder previo, así como las sanciones por no respetarlo, carecían de la claridad suficiente. Las salas del órgano quedarán expresamente facultadas para juzgar la constitucionalidad de las normas electorales, pudiendo incluso no aplicarlas en casos concretos, de lo cual darán conocimiento a la Suprema Corte: más garantías para que los derechos políticos no sean vulnerados por normas contrarias a las establecidas por la Constitución.

Es bueno recordar que antes de las transformaciones arriba enlistadas, la reforma electoral de 1996 había nacido con una pretensión muy grande: resolver, definitivamente, los pendientes que para mediados de los 1990 presentaba el proceso democratizador del país. El propio Ernesto Zedillo, en su discurso de toma de posesión como presidente de México, el 1 de diciembre de 1994, reconoció la insuficiencia de los avances democráticos, sobre todo por las aún vivas condiciones de inequidad en la competencia por los votos, así que instó a legislar una "reforma electoral definitiva".

Más allá de la retórica implícita en la arenga de Zedillo, ninguna legislación electoral puede, ni debe, finiquitar la discusión y, menos aún, el ajuste de las normas que rigen el juego democrático. Lo que pasó en los años siguientes a la reforma electoral de 1996, lo demuestra contundentemente, y es que la dinámica vertiginosa que impulsa a un país democrático —o en vías de serlo— ocasiona, con frecuencia, que las normas se desfasen aceleradamente y queden cojas a la hora de cumplir sus fines originales. La intensidad con que se desarrolla la lucha por el poder en los sistemas democráticos actuales, implica el surgimiento de fenómenos imprevistos por los legisladores; fenómenos que, a su vez, suelen causar controversias y bretes que socavan la estabilidad democrática. Así, los procesos electorales, que tienen como objetivo encausar pacíficamente la lucha por el poder, pueden convertirse en la fuente misma del conflicto. Esto acontece cuando las reglas en la materia no se actualizan periódicamente. La evolución tiene que llegar algún día, así sea con retardo.

A diferencia de lo acaecido hasta 1996, en los once años que siguieron a la reforma de entonces, los cambios legislativos en materia electoral fueron mínimos y circunscritos a temas muy particulares. Es más, todas las reformas que sucedieron a la de 1977, y hasta la de 1996, sirvieron, en el mejor de los casos, para normar, solamente, un proceso electoral federal. Durante la vigencia de los cambios de 1986, nada más se realizaron las controvertidísimas elecciones presidenciales del año 1988. La reforma de 1990 sólo tuvo aliento para los comicios de 1991, antes de tener adecuaciones de fondo. Sin embargo, cuando éstas sucedieron con la reforma de 1993, tuvieron que someterse a una cirugía mayor en los primeros meses de 1994, a fin de encarar mejor las votaciones presidenciales de ese año, aunque no llegarían más allá. Las modificaciones de 1996, como en los años previos, recompusieron el marco normativo, pero con su empuje se organizarían cuatro elecciones federales: 1997, 2000, 2003 y 2006.

Por consiguiente, la única de las reformas electorales que durante el periodo transitorio a la democracia podría equiparse, por su duración, con la de 1996, fue precisamente la de 19 años antes, en cuya vigencia tuvieron lugar las elecciones federales de 1979, 1982 y 1985. (Las correcciones de 1977 permitieron —entre otras cosas— que para el año 1982 contendieran siete candidatos por la Presidencia de la República, cuando seis años atrás José López Portillo había sido el único abanderado, en una situación típica de las repúblicas bananeras.10)

Se deben considerar, sin embargo, las distintas explicaciones acerca de la longevidad en las reformas electorales de 1977 y 1996. La principal diferencia radica en el contexto político de ambas. Los cambios de 1977, si bien permitieron abrir el sistema político, se presentaron en una época de dominio hegemónico de un partido sobre todos los órganos del Estado, incluidos los electorales, lo cual hizo lento el cambio. Las mutaciones de 1996, por el contrario, advienen bajo circunstancias muy diferentes, creando, además, el ambiente propicio para ciertos fenómenos netamente democráticos, tal es el caso de los llamados "gobiernos divididos" —esa carencia de una mayoría parlamentaria afín al titular del Poder Ejecutivo—, y de la alternancia en los cargos de gobierno en prácticamente todos sus niveles. Ambos fenómenos, dicho sea de paso, azolvarían la realización de cambios profundos al marco legal durante más de diez años, pues la generación de consensos fue más complicada.

La falta de cambios puede imputársele también al hecho de que, vistos en términos muy generales, los grandes problemas del funcionamiento democrático —el financiamiento público a los partidos políticos, la equidad en la contienda electoral y el acceso a los medios de comunicación (sobre todo a los electrónicos)—, se creyeron resueltos con la "reforma definitiva" de 1996, así que los nuevos fenómenos políticos carecían de la penetración necesaria, que no de notoria gravedad, como para cambiar, integralmente, las normas electorales.

Aunque ni los gobiernos divididos, ni la excesiva fe puesta en los logros del 1996, justifican que por más de un decenio haya permanecido incólume la legislación electoral. No, porque algunos escollos que aparecieron en los lustros posteriores al año 1996, eran grandes y precisaban tratamiento legislativo: negocios familiares disfrazados de partidos, reivindicación política de los mexicanos emigrados, adicción partidista a la publicidad pagada en radio y televisión, exceso de financiamiento público, la tentación del crimen organizado y su dinero, etcétera. Sobre todos éstos, además, ya existían diagnósticos compartidos entre las fuerzas políticas representadas en el Congreso, hecho que bien podía propulsar los cambios necesarios… y factibles, lo que se demuestra con las varias modificaciones hechas al COFIPE entre 1996 y 2007. A saber:

• Se fijó una cuota mínima de género11 en las candidaturas partidistas a cargos de elección popular, y se incorporaron las figuras punitivas de la amonestación y la negativa del registro de candidaturas, todo lo cual se anunció mediante un decreto en el Diario Oficial de la Federación el 24 de junio de 2002.

• Fueron endurecidos los requisitos para el registro de nuevos partidos políticos, hecho divulgado en el Diario Oficial de la Federación del 31 de diciembre de 2003.

• Se introdujeron, tanto el derecho de los mexicanos a votar en el extranjero como su mecanismo de aplicación, enmienda anunciada en el Diario Oficial de la Federación correspondiente al 30 de junio de 2005, y ejercida, por primera vez, durante los comicios del año siguiente.

No obstante, aun cuando estos ajustes sirvieron para solventar ciertas demandas, más bien fueron específicos y de corto alcance: ninguno implicó la adecuación integral de las normas respecto a los nuevos problemas que se iban dando en la realidad política nacional.

Algo diferente, y muy notable, sucedió en los estados. Hasta la reforma electoral de 1996, el ritmo del cambio democrático había sido básicamente federal, orillando a los congresos locales a empatar las leyes estatales con las enmiendas hechas a la Constitución. Pero a partir de aquel año, y debido al letargo de los legisladores federales en materia electoral, sus colegas de los estados comenzaron a incorporar soluciones legales para los nuevos dilemas. Así, por ejemplo, las precampañas fueron reguladas en varias entidades federativas. También se instrumentaron diversas fórmulas para calcular el financiamiento público a los partidos políticos: una consistió en multiplicar el número de ciudadanos inscritos en el padrón electoral por un porcentaje del salario mínimo —y que inspiraría, por cierto, a la reforma federal de 2007. igualmente se crearon dependencias especializadas en fiscalización, pero separadas del órgano electoral, tal y como sucedió en Chiapas, donde primero se creó, en 2004, la Contraloría de la Legalidad Electoral, relevada tres años después por la Comisión de Fiscalización Electoral. Y en varias entidades, como Coahuila, Sinaloa y Zacatecas, se acuñó un nuevo modelo para la compra de tiempo destinado a la propaganda en los medios electrónicos, responsabilidad que recaería no en los propios partidos, sino en la autoridad electoral.

Por todos estos antecedentes, no es errado sostener que la reforma federal de 2007 se nutrió con muchas experiencias estatales, en una forma inédita de influencia que caminó de la periferia al centro, y no al revés, como ha sucedido en casi toda la historia mexicana.

Esto causó también que los órganos encargados de conocer la constitucionalidad de las normas electorales —la Suprema Corte por medio de las acciones de inconstitucionalidad, y la sala superior del Tribunal Electoral por medio de los juicios de revisión constitucional y los juicios para la protección de los derechos políticos— pudieran pronunciarse acerca de los cambios legales en el ámbito estatal, generando así la jurisprudencia que pudo vaciar —parcialmente— las lagunas existentes, incluso, en el ámbito federal.

Es de subrayarse que semejante jurisprudencia, más el trabajo reglamentario del IFE, hayan permitido la fijación de reglas y procedimientos no explícitamente contenidos en la legislación federal, produciendo un paliativo que permitió afrontar, no sin apuros, los fenómenos nuevos e intrincados que urgía regular.

Pero no hay que pasar por alto que la mejor vacuna contra la desconfianza en los comicios, es precisamente la claridad de las leyes, debiendo ser exhaustivas y fijadoras, ex–ante, de las modalidades y alcances de la contienda democrática. Así se les quitan márgenes de discrecionalidad a las autoridades electorales, con la consecuente ganancia de certidumbre entre todos —o la mayor parte de— los contendientes.

Es bueno que de todo esto se hayan dado cuenta, así fuera con un retraso de once años, los legisladores federales, quienes tuvieron que sentarse a negociar para no verse rebasados, ya no se diga por la fuerza del duopolio Televisa–Televisión Azteca, sino por sus colegas estatales, por el Poder Judicial y hasta por el IFE. De las normas que lograron generar, muchas son benignas, y de otras, sólo el tiempo dirá qué tan efectivas, inútiles o dañinas resultaron.

 

El final (y un poco más allá)

Así como perseguía dos grandes objetivos, a la reforma electoral de 2007 se le plantean dos grandes retos: 1. El propio IFE, que nunca antes había tenido tantas responsabilidades —aunque ahora esté bien equipado en cuanto a facultades legales—, y 2. El resquemor que aún sienten los concesionarios de radio y televisión, que son poderosos y maquiavélicos.

Por lo que hace al IFE, se trata, a pesar de todo, de la institución más pulida y, en consecuencia, la que mejor ha funcionado para la transición a la democracia. Su aparición, allá por 1990, sí que fue un parteaguas, constituyendo el primer órgano constitucional autónomo del país, encargado de organizar las elecciones federales con la máxima confiabilidad posible, aun cuando su presidente fuera, hasta 1996, el secretario de Gobernación en turno.

Pero la gran expansión del financiamiento público a los partidos, con la derivada necesidad de inspeccionar sus finanzas, cosa incorporada merced a la reforma de 1996, le impuso al IFE una atribución fiscalizadora no prevista en su mandato original. Además de organizar comicios creíbles, el instituto ya también debía auditar las cuentas partidistas y aplicarles sanciones a quienes hubieren cometido irregularidades. Nada de esto fue fácil: hubo muchas resistencias y trabas —como el secreto bancario—; empero, la autoridad electoral cumplió relativamente bien su tarea, hecho demostrado con los paradigmáticos casos "Pemexgate" y Amigos de Fox.12

Con la reforma de 2007, sobre las espaldas del IFE ha caído un tercer fardo: administrar los tiempos públicos a que tienen derecho los partidos en radio y televisión, así como castigar las violaciones a la nueva legislación en la materia. Menudos encargos, y si antes había que lidiar con la rijosidad partidista, ya también hay que hacerlo con una ojeriza empresarial que no desaparecerá pronto.

Entonces, para ganar la apuesta, se requerirá de un IFE que maniobre con estricto apego a la ley, sin temores, sin temeridad…

Desde que la más tierna de las reformas electorales tan sólo era un proyecto discutido en el Senado, comenzó a ser objeto de una intensa cuan agresiva campaña en su contra, orquestada principalmente, aunque no tan sólo, por las empresas aglutinadas en la Cámara Nacional de la industria de la Radio y la Televisión. Esta misma protagonizó, por cierto, uno de los episodios más memorables y lastimeros en la historia de los medios electrónicos en México, cuando el 11 de septiembre del año 2007 mandó, como grupo de choque, a los más prestigiados conductores, lectores de noticias, actores y actrices —el Star System—, a enfrascarse con los senadores en un debate muy tenso, transmitido en directo por casi todos los canales abiertos, varios de cable y las radiodifusoras. Deliberaciones públicas antes de una ley, pues han existido muchas; pero ninguna televisada en tiempo real, intimidando a los legisladores con un claro mensaje: "los ojos y oídos de todo México están sobre ustedes".

Pedro Ferriz de Con, destacado notilector, lo dejaría más palmario aún:

Y ¿saben qué? […] Sí tenemos una base democrática los dos, ustedes [los legisladores] y nosotros [los voceros de los medios] nos regimos del pueblo [sic], pero si hacemos un sondeo hoy, para ver quién está más harto de ustedes o nosotros por parte del pueblo, no tengo la menor duda del resultado.13

Durante la misma jornada, Javier Tejado, ejecutivo de Televisa, señaló al Congreso por su pretensión de imponerle un "modelo soviético" a la televisión. Rogerio Azcárraga, de Radio Fórmula, tildó de "expropiatorio" y "arruinador de ratings" al proyecto de reforma electoral. Y así, como en cadena, muchas otras sandeces fueron dichas aquella tarde septembrina, cuando aparentemente se defendía la libertad de expresión; sin embargo, lo que se buscaba era conservar el pingüe negocio de la publicidad electoral. De toda la reforma, esto sería lo único televisado.

El disenso es crucial para la democracia, y no es posible —ni deseable— que sobre los asuntos públicos existan opiniones siempre homogéneas. Pero una cosa es el disenso y otra, muy distinta, la manipulación para mantener cotas de poder y dinero.

Además de los concesionarios, contra la reforma de 2007 también se abalanzaron: el Consejo Coordinador Empresarial —mismo que un año antes violara el COFIPE con sus spots en contra del candidato Andrés Manuel López Obrador, acción impune a la postre, por no haber una sanción específica—, y quince ciudadanos empleados, ex–empleados o recurrentemente presentados por el duopolio,14 quienes incluso pidieron, y obtuvieron, la intervención de la Suprema Corte luego de solicitar un amparo contra la reforma.

Conjuntamente con la libertad de expresión, en sus primeras embestidas hondearon otra bandera: la autonomía del IFE. No les gustó que la Constitución tuviera un artículo transitorio para sustituir, antes de tiempo, al Consejero Presidente, Luis Carlos Ugalde, y a cinco de los ochos consejeros electorales. Olvidaban —o pretendían que la gente olvidase, o no supiese— que todas las reformas electorales, a partir de 1993, implicaron, de una forma u otra, la reconfiguración del consejo general; además, para que la renovación escalonada surtiera los efectos deseados, era necesario implementarla cuanto antes, no hasta 2010, año en que debían salir aquellos funcionarios. Ugalde, chantajista, llegó a declarar que sustituirlo iba a ser como "reconocer que en 2006 hubo un fraude". Aun así, el 5 de septiembre de 2007, apareció, en defensa suya y de los consejos a punto de ser cambiados, un desplegado en la prensa, rubricado por varias personalidades, muchas de las cuales, pese a lo reconocido de sus trayectorias, nunca se habían pronunciado públicamente —y ni siquiera, quizás, en sus fueros internos— sobre el IFE. Un fragmento del desplegado dice así:

[…] La permanencia de los consejeros no puede estar sujeta a que todas las fuerzas políticas queden conformes con la actuación del árbitro electoral, cuyo trabajo no es dar gusto a los contendientes, sino cumplir la ley y garantizar la voluntad ciudadana […].

Siendo así, ¿por qué no sacaron un desplegado en 2003, cuando el PRI y el PAN, en el Congreso, no quisieron ratificar a ninguno de los entonces consejeros del IFE, pese a sus buenos resultados, para meter todo un neófito consejo general, en franca represalia por el castigo al "Pemexgate" y a los Amigos de Fox? (Sin dejar de reconocer que, ciertamente, la cabeza de Ugalde fue reclamada por las fuerzas agraviadas tras las elecciones de 2006, que también dejaron su impronta en la reforma electoral del año siguiente.)

Entre 2011 y 2012 quedará echada la suerte de la reforma electoral aquí estudiada. Primero porque la Suprema Corte resolverá si ampara o no a los quince quejosos. Como en los días previos al 7 de junio de 2007, la presión del duopolio es muy intensa; además, los quince tienen de estratega legal a Fabián Aguinaco, reconocido como el mejor amparista de México —aunque no pudo lograr que Jorge G. Castañeda, por cierto uno de los quejosos, fuera registrado como candidato presidencial. El asunto, originalmente, había recaído en el ministro Juan Ramón Cosío, de tendencia progresista, pero al final quedó en manos de su colega Alberto Ortiz Mayagoitia, de tendencia ambigua. Si se niega la protección de la justicia federal, no pasa nada; pero si es concedida, y dados los alcances personalísimos del juicio de amparo, ¿será que en 2012 veremos spots del tipo "el matrimonio Héctor Aguilar Camín–Ángeles Mastretta votará por el PRI" o "las diez razones de Federico Reyes Heroles para votar por el PAN"? Suena tan descabellado que el Congreso, muy probablemente, se vería orillado a legislar una contrarreforma, para la cual ya está más que preparada, porque fue expresamente integrada con tal objetivo, la diputación del Partido Verde, que en la 61 Legislatura tiene de integrante a Ninfa Salinas, hija del mandamás de Televisión Azteca.

Y segundo porque ya en año electoral, si la Suprema Corte no invalida una gran porción de la reforma de 2007 —pudiendo, por ejemplo, pronunciarse nada más sobre la libertad de expresión, manteniendo el impedimento para contratar publicidad política—, los maquiavélicos concesionarios podrían aplicar marrullerías más grandes que en 2009, primer round para la reforma en cuestión. Entonces enfrentaron a televidentes con partidos políticos y, sobre todo a principios de año, cortaron súbitamente varios programas, incluido el Super Tazón, insertando una cortinilla negra en donde, palabras más, palabras menos, se "avisaba" que "la transmisión de los siguientes promocionales ha sido aprobada por los partidos". Aunque éstos tampoco quedaron libres de culpa, y los "verdes", para no variar, en contubernio con Televisa, insertaron supuestos promocionales de las revistas TVyNovelas y Cambio, en los que ¡invitaban a conocer la oferta del Partido Verde!

Anexo

 

Fuentes consultadas

1. Bovero, Michelangelo (2001), "Sobre el presidencialismo y otras malas ideas. Reflexiones a partir de la experiencia italiana", traducción de Miguel Carbonell, en Hugo A. Concha Cantú et al. (coords.), Estrategias y propuestas para la reforma del Estado, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, pp. 15–24.         [ Links ]

2. Córdova Vianello, Lorenzo y Ciro Murayama (2006), Elecciones, dinero y corrupción. Pemexgate y Amigos de Fox, México, Cal y Arena, 236 p.         [ Links ]

3. Lajous, Alejandra (con la colaboración de Concepción Ortega et al.), Vicente Fox. El presidente que no supo gobernar, México, Océano, 2007, 546 p.         [ Links ]

4. Mendoza Elvira, Gabriel, "El papel de los medios de comunicación masiva en las elecciones", en Revista de la Facultad de Derecho de México, tomo LVI, número 245, enero–junio, 2006, pp. 119–131.         [ Links ]

5. Murayama, Ciro, "En defensa propia", en Nexos, núm. 359, noviembre, 2007, pp. 3–8.         [ Links ]

6. Sartori, Giovanni, Homo Videns. La sociedad teledirigida, 2a edición, traducción de Ana Díaz Soler, México, Taurus, 2001, 208 p.         [ Links ]

7. Sirvent, Carlos, "Reformas electorales y representación política en México, 1910–2000", en Carlos Sirvent Gutiérrez (coord.), Partidos políticos y procesos electorales en México, México, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales–Miguel Ángel Porrúa, 2002, pp. 61–127.         [ Links ]

8. Trejo Delarbre, Raúl, Mediocracia sin mediaciones. Prensa, televisión y elecciones, México, Cal y Arena, 2001, 563 p.         [ Links ]

 

Notas

1 Giovanni Sartori, en su polémico libro Homo Videns, ha desarrollado extensamente la cuestión, colocando algunos ejemplos de lo acontecido en su Italia natal, país que no en balde ha sido gobernado por Silvio Berlusconi, magnate de la televisión, quien a su vez ha nutrido las reflexiones e indignación de otro destacado politólogo italiano, Michelangelo Bovero, uno de los más lúcidos críticos de la kakistocracia, es decir, "el gobierno de los peores" (kaki es un prefijo que proviene de caca). De Bovero, véase su artículo "Sobre el presidencialismo y otras malas ideas".

2 Y la experiencia española no se ha limitado a juzgar la simple emisión de contenidos, ocupándose también de lo que pasa cuando éstos resultan inciertos o maliciosos. Es justo aquí donde entra el también importante derecho de réplica. Al respecto, el Tribunal Constitucional estableció, en su sentencia 35/1983, que aquél "[…] tiene un carácter meramente instrumental en cuanto que su finalidad se agota en la rectificación de informaciones publicadas por los medios de comunicación y que [quien] solicita la rectificación considere lesivas de derechos propios. Por su naturaleza y finalidad, el derecho de rectificación, que normalmente sólo puede ejercerse con referencia a datos de hecho (incluso juicios de valor atribuidos a terceras personas), pero no frente a opiniones cuya responsabilidad asume quien las difunde, debe ser regulado y ejercitado en términos que ni frustren su finalidad ni lesionen tampoco el derecho que […] la Constitución garantiza a comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión".

3 Lo cual se detalla en el artículo "El papel de los medios de comunicación masiva en las elecciones", original de Gabriel Mendoza.

4 Acrónimo de Corporación de Noticias e Información, que proveía de contenidos al antiguo Canal 40. Y es muy triste que Televisión Azteca, pese a todo, se haya salido con la suya, presentando, el 21 de febrero de 2006, aún durante el foxismo y con la efervescencia electoral despuntando, un nuevo 40. Le bastó con pagar quincenas atrasadas para que se levantase una huelga iniciada el 19 de mayo de 2005, aunque ni es concesionaria de la señal ni accionista mayoritaria de Televisora del Valle de México, empresa depositaria de la respectiva concesión. Se trata, en consecuencia, de una operación irregular. En todo esto han influido también las malas decisiones financieras de Javier Moreno Valle, quien mantuvo a sus trabajadores sin pago durante mucho tiempo, así que no debería ser visto, en una interpretación maniquea de los hechos, como la "víctima" de los mismos.

5 El entorno, derrotero, características y responsables —por acción u omisión— de la "Ley Televisa", son bien descritos por Alejandra Lajous en su obra Vicente Fox. El presidente que no supo gobernar. Vale aplaudir que además de ser una historiadora de rigor, Lajous conozca bien el tema, pues durante 10 años fue directora del Canal 11.

6 En su libro, Mediocracia sin mediaciones, Raúl Trejo Delarbre ha profundizado lo dicho en este capítulo 1.

7 Para que no vuelvan a registrarse casos tan execrables y, triste es reconocerlo, paradigmáticos, como el de un ya extinto Partido de la Sociedad Nacionalista, que más bien fue un pingüe negocio de Gustavo Riojas y su familia —por cierto, él, su esposa y el hijo de ambos, fueron los tres únicos diputados federales que tuvo aquel engendro, durante la 58 Legislatura. Pero desde que su partido perdiera el registro legal tras las votaciones federales del 2003, nada se sabe todavía de los otrora dirigentes, de las cuantiosas subvenciones públicas que recibieron, ni de los bienes adquiridos con ellas.

8 A esta ordenanza, que ya existía en el COFIPE, se le dio en llamar "Ley Molinar", para que no se volviera a dar el conflicto de intereses protagonizado por Juan Molinar Horcasitas, que usó su encargo de consejero electoral del IFE como trampolín para saltar hasta una Subsecretaría de Gobernación en 2001, justo en el momento cuando daba inicio la administración foxista, cuya elección organizara el aludido.

9 Potestad que también será un conducto para que los órganos fiscalizadores en materia electoral puedan, en cada uno de los estados, acceder a la información bancaria y hacendaria que pudieran requerir para cumplir su cometido.

10 López Portillo, en realidad, tuvo "enfrente" a Valentín Campa, postulado por el Partido Comunista Mexicano, pero al no contar éste con registro legal, todos los sufragios por el viejo disidente ferrocarrilero fueron inválidos. Haber legalizado a aquel añoso instituto político, nacido el 24 de noviembre de 1919, sería, por cierto, una de las acciones más audaces de la reforma electoral de 1977, en gran medida originaria y desencadenante del cambio democrático en México.

11 Sistemáticamente burlada por los propios institutos políticos. El Partido Verde ha sido el caso más grotesco, y tras las elecciones federales de 2009, primeras que se realizan bajo el manto de la reforma de dos años antes, varias diputadas electas bajo el principio de la representación proporcional rindieron protesta en sus nuevos cargos… nada más para pedir licencia y separarse de los mismos casi de inmediato, dejando el espacio libre para sus varones suplentes. No en balde, a estas legisladoras "verdes" se les endilgó el mote de Juanitas, en evocación de Rafael Acosta, alías Juanito, cuyas peripecias en Iztapalapa, primero fantoches y luego megalómanas, no serán recreadas aquí.

12 Más extensamente desarrollado en el libro Elecciones, dinero y corrupción.

13 Citado en el artículo "En defensa propia", p. 4.

14 Héctor Aguilar Camín, Jorge G. Castañeda, Luis de la Barreda Solórzano, Gerardo Estrada, Jorge Fernández Menéndez, Luis González de Alba, Miguel Limón Rojas, Ángeles Mastretta, Federico Reyes Heroles, José Roldán Xopa, Luis Rubio, Sergio Sarmiento, Leo Zuckerman, Isabel Turrent y Ramón Xirau.

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