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Estudios políticos (México)

versão impressa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.23 Ciudad de México Mai./Ago. 2011

 

Reseña

Las difíciles y perpetuas apuestas por la modernización

 

José Woldenberg*

 

Elisa Servín (coordinadora), Del nacionalismo al neoliberalismo, 1940–1994, tomo 6 de la obra coordinada por Clara García Ayluardo e Ignacio Marván Laborde, Historia crítica de las modernizaciones en México, México, FCE, 2010, 415 pp.

 

* Maestro en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

 

Lo primero que hay que destacar es la ambición de la obra coordinada por Clara García Ayluardo e Ignacio Marván: un intento no solamente de reconstrucción de los proyectos de modernización del país, sino de relectura de su historia. Una historia que en otras obras ya ha sido fragmentada por períodos, abordada en sus distintas dimensiones (económica, política, social, cultural, etcétera), desmenuzada a través de conflictos sin fin o de coyunturas específicas o de personalidades destacadas, y que ahora se lee a través de una tensión fundamental: los esfuerzos modernizadores enfrentados a realidades difíciles de remover.

Se trata de una diversidad de voces enteradas (politólogos, economistas, abogados, historiadores, sociólogos) que a través de cortes en el tiempo y temáticos ofrecen una reinterpretación del proceso de construcción de nuestra convivencia social. Esas voces no siempre son armónicas y más bien construyen un relato con énfasis y subrayados distintos y en ocasiones con visiones enfrentadas. Pero en conjunto ayudan a repensar nuestro pasado.

La noción de "modernizar" requeriría en sí misma todo un tratado como lo sugiere en su ensayo Luis Medina Peña, pero para los fines de la colección, modernizar es sinónimo de cambiar para mejorar —como lo dice Clara García Ayluardo y como lo asumen persistentemente sus promotores— pero eso que se enuncia con facilidad invariablemente entra en tensión y conflictos con normas, instituciones, intereses, actores sociales y políticos. De ahí que no exista intento de modernización que no tenga que contemporizar por necesidad o por virtud con la tradición fuertemente asentada. O para decirlo de otra manera: nunca existe posibilidad de refundar desde cero una sociedad, una historia.

Voy solo a referirme al sexto de los tomos. Aquel que abarca de 1940 a 1994. Lapso en el que se suceden dos muy importantes procesos modernizadores, el primero durante los años cuarenta, en el marco de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la posguerra, y el segundo que transcurre luego de 1982.

1. Rafael Loyola y Antonia Martínez, en "Guerra, moderación y desarrollismo", reconstruyen el ambiente y las políticas orientadas a la industrialización del país. Intentan demostrar, para mi sorpresa, que en materia de política económica y desarrollo se registra una continuidad entre las administraciones de los generales Lázaro Cárdenas (1934–1940) y Manuel Ávila Camacho (1940–1946) y la del licenciado Miguel Alemán Valdéz (1946–1952).

Su lógica es que luego de la expropiación petrolera, momento estelar de la política cardenista, el propio Presidente se vio obligado a moderar sus iniciativas y a buscar un acercamiento y conciliación con los Estados Unidos, y a partir de ese momento se construye una política que intenta fomentar la industrialización del país y que supone altas dosis de proteccionismo.

Si mal no entiendo, unas páginas después Elisa Servín pone el acento precisamente en una lectura contraria: cómo los esfuerzos modernizadores de Ávila Camacho y luego de Miguel Alemán tienen que enfrentarse (mucho más los segundos que los primeros) con muchos de los actores, instituciones, rutinas y concepciones generadas por el cardenismo. En "Los enemigos del progreso: crítica y resistencia al desarrollismo de medio siglo", ilustra cómo en el campo, en el mundo laboral e incluso en el terreno electoral se producen movimientos de oposición contra las políticas gubernamentales inspirados en el aliento del sexenio de 1934–1940.

Pueden o no ser lecturas complementarias. Loyola y Martínez ponen el acento en la continuidad de una política; Servín, por el contrario, en las diferencias y rupturas. Una muestra elocuente de cómo el pasado puede ser modulado a partir de lentes de observación distintos e incluso contrapuestos. No es casual que en el primero texto lo que aparezca sean los proyectos y programas, las políticas y sus resultados, y en el segundo los actores con sus visiones y ambiciones, sus intereses y movilizaciones. Un interesante ejemplo de cómo la materia prima de la historia puede producir lecturas distintas.

Creo, sin embargo, que la evidencia de Servín, que subraya las discontinuidades, es la que nos permite entender por qué se multiplicaron en aquellos años las movilizaciones anti–gubernamentales, a las que desde el poder se les observaba como "enemigas del progreso". El surgimiento de la UGOCEM o de la CCI, el protagonismo de Jacinto López o de Rubén Jaramillo en el campo, no pueden entenderse sin el congelamiento del reparto agrario; los conflictos petrolero, ferrocarrilero, magisterial, el de los mineros de Nueva Rosita, y los nombres de Demetrio Vallejo, Othón Salazar, Valentín Campa, no pueden explicarse sin el afán gubernamental de subordinar a los sindicatos en aras de una modernización de carácter autoritario; e incluso la campaña presidencial del General Henríquez Guzmán, de tronco cardenista aunque don Lázaro se haya mantenido al margen, sólo adquiere sentido como un proyecto alternativo al del alemanismo.

2. La estructura, funcionamiento e impacto del Poder Judicial han sido tema de abogados. Y por supuesto que sus enfoques resultan pertinentes. A fin de cuentas de sus filas salen los operadores fundamentales de dicho Poder. José Antonio Caballero, el mismo abogado, intenta, sin embargo, reconstruir la historia y el significado político del Poder Judicial en el lapso que va de 1940 a 1968. Y su texto abre una serie de vetas interesantes para comprender el papel del mismo durante la etapa post–revolucionaria.

De su texto uno extrae la conclusión de que en efecto se edificó una vía institucional para "resolver los conflictos entre particulares en paz", pero también la fuerte inhibición que contuvo al Poder Judicial en temas altamente politizados. Resulta interesante y elocuente la historia de las relaciones entre los presidentes de la República y los ministros de la Suprema Corte. Da la impresión que ese poder omnipotente y abarcador en el que se convirtió el titular del Poder Ejecutivo fue capaz de colocar en un segundo plano a la propia Corte. Su capacidad para designarlos y la duración en su encargo por seis años (coincidentes con el período presidencial), construyó un Poder con poder limitado. Y no fue sino hasta la presidencia de Manuel Ávila Camacho, que se estableció la inamovilidad de los ministros, que se colocó una primera piedra para aumentar sus grados de autonomía. Y digo una piedra, porque al mismo tiempo en la Comisión de Responsabilidad y Mejoramiento de la Administración de Justicia, que era el órgano encargado de vigilar a todos los juzgadores federales, participaban funcionarios nombrados por el Presidente de la República (el Procurador General y el del D.F.).

Hoy suena lejano, como el eco de una época ida, pero Caballero reconstruye un debate que marcó durante varias décadas la vida del Poder Judicial y de las relaciones en el campo y de éste con el Estado: el amparo en materia agraria. Si bien la fracción XV del artículo 27 establecía que la pequeña propiedad en explotación era inafectable, la XIV señalaba que aquellos que se vieran afectados por una expropiación no podían interponer medio de defensa alguno, incluyendo el amparo. Y durante una primera fase, prevaleció la segunda sobre la primera. Es hasta 1947 cuando una reforma constitucional abre paso a que los pequeños propietarios con certificados de inafectabilidad puedan recurrir a la vía del amparo.

Quienes tenemos una cierta edad, somos capaces de recordar cómo esa disposición construyó a lo largo de los años dos bandos. Los defensores del amparo en materia agraria que en parte del imaginario público constituía la vía para que grandes propietarios evitaran el reparto, mientras otros señalaban que era la vía adecuada para defenderse de los abusos de la autoridad, y los que lo combatían afirmando que se había convertido un dique para la realización de una reforma agraria completa. Como bien afirma Caballero, esa disposición y su ejercicio desgastaron a la Corte.

También ayuda a la reflexión la forma en que la misma Corte una y otra vez rehúye intervenir en controversias constitucionales. Por supuesto se trata de diferencias entre poderes constitucionales, y nominalmente la Corte tenía facultades para resolver; sin embargo, en el trasfondo creo leer la noción que esos conflictos debían ser resueltos por el verdadero Árbitro Supremo, el presidente de la República. No será sino hasta los años noventa del siglo pasado cuando esa facultad empieza a ejercerse. Fue necesaria la democratización en los órganos representativos, la desconstrucción de la presidencia omnipotente, el re–equilibrio entre los poderes, para que la Corte fuera capaz de asumirse como la auténtica última palabra ahí donde se producen conflictos entre poderes constitucionales.

Resulta ilustrativo el apartado sobre la expansión del Poder Judicial con la creación de los tribunales colegiados de circuito, que fue acicateado por la necesidad de descargar de trabajo a la Corte. Y también el estudio para tratar de aprender los perfiles de los ministros de la Corte de entonces. Destaca que fueran "funcionarios públicos de orden intermedio" quienes ocuparan esos altos cargos.

Caballero enuncia algunos conflictos políticos que se "resolvieron" encarcelando a los dirigentes. Los casos de Vallejo y Campa, líderes ferrocarrileros o los de David Alfaro Siqueiros y Filomeno Mata, todos ellos acusados del delito de "disolución social", son ejemplos paradigmáticos de la subordinación del Poder Judicial a los designios del Ejecutivo y episodios que dejaron su huella en la mala fama de la justicia mexicana. Me hubiera gustado, sin embargo, que el autor se extendiera en esa dimensión de la "justicia", porque se trata de aquella en la que realmente se pueden apreciar las relaciones entre los poderes constitucionales.

3. Enrique Cárdenas Sánchez presenta un texto pedagógico, comprensivo, transparente, sobre "la restructuración económica de 1982 a 1994". Son años definitivos que reorientan el rumbo no sólo de la economía sino también de la política.

Destaco del capítulo de Cárdenas su fórmula expositiva. Lee intenciones manifiestas, describe políticas puntuales y evalúa los efectos de dichas políticas. Alejado del maniqueísmo y de las fórmulas reduccionistas que colocan toda la dimensión de las decisiones en la ideología, el texto destaca los límites objetivos de las políticas. Así, por ejemplo, la austeridad del gobierno de Miguel de la Madrid no aparece como un afán presidencial, sino como una "decisión" impuesta por la "realidad".

Cárdenas constata un hecho incontrovertible y vital: "la tendencia de crecimiento de largo plazo de la economía mexicana se detuvo a partir de 1982", lo que ha acarreado costos sociales elevados y, digo yo, un desánimo público fácil de detectar. El proyecto desarrollista logró un crecimiento sostenido del PIB e incluso un crecimiento sostenido del PIB per capita, lo que significó la emergencia de una clase media, la ampliación de los servicios de salud, educación, el fortalecimiento de la infraestructura y modificó el rostro social del país.

Pero el llamado desarrollo estabilizador portaba debilidades estructurales que lo colocaron en una especie de laberinto sin salida clara: el agotamiento del sector agrícola, la debilidad fiscal del Estado, los límites de la política proteccionista, la dependencia obligada de la economía del exterior, plantearon la necesidad de una reorientación de la política económica. Cárdenas describe y analiza las políticas sucesivas de Luis Echeverría y José López Portillo, que insistieron en profundizar la intervención del Estado en la economía y a partir del gasto público impulsar a la economía. Y en efecto se logró crecimiento económico a cambio de un progresivo déficit fiscal, y debido a que los ingresos tributarios no crecieron, la inflación se desató. El auge petrolero pareció dar un respiro, pero la caída de los precios del crudo, llevó al país a una crisis de enormes dimensiones. Si a ello le sumamos el distanciamiento entre la cúspide de la burocracia estatal y las elites empresariales privadas, tenemos el cuadro que explica los afanes por reorientar el rumbo de la economía.

La reconstrucción de las políticas económicas de los gobiernos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari se hace de manera puntual, pero sobre todo analíticamente. Son fruto de la voluntad, pero también de la necesidad. Atienden problemas y generan otros. Como todo: no existen recetas capaces de resolver las trabas que no generen derivaciones no deseadas.

El texto finaliza con un párrafo perturbador:

Al final de cuentas, la realidad es que la falta de crecimiento económico rápido y sostenido en los últimos casi 30 años ha contribuido mucho a la perpetuación de la pobreza y la desigualdad… De haberse mantenido la tasa de crecimiento de la actividad económica que tuvo lugar durante el llamado milagro mexicano, la pobreza extrema ya estaría erradicada del país.

4. Isabelle Rousseau nos presenta la historia de un grupo compacto, joven, educado, audaz y modernizador, que primero se asienta en una secretaría de Estado (la de Programación y Presupuesto) y desde ahí paulatinamente se expande, logra la presidencia de la República de manera dramática y crítica, y emprende un ambicioso programa de transformaciones. "Las nuevas elites y su proyecto modernizador" es el relato de una voluntad, de un proyecto, de una ambición. Pero (recordemos, como si hiciera falta, que siempre hay uno o muchos peros) una insurrección en Chiapas, dos asesinatos políticos, la firma del TLC y la sucesión presidencial, inician la fragmentación de ese equipo cohesionado. Luego de las elecciones, la crisis de diciembre, el encarcelamiento del hermano del ex–presidente, unas elecciones en 1997 y, sobre todo, la división del grupo compacto, hacen que el final resulte anti–climático.

El grupo y su proyecto seducen a la narradora como en su momento lo hicieron con buena parte del país. Pero esa maraña indescifrable a la que solemos llamar realidad al parecer se interpuso entre los deseos y la tierra prometida. No dejan de ser conmovedoras las preguntas de I. R.: "¿Por qué se han desatado tales fenómenos? ¿Qué mecanismos agredieron en el sistema para originar tales respuestas y resistencias?"

5. En "El dinosaurio que no murió: el PRI en México", Joy Langston ofrece un acercamiento a varias rutinas que se han modificado en el PRI, luego que la competitividad electoral creció, que se han producido fenómenos de alternancia diversos, que las fuerzas en el Congreso se encuentran equilibradas. En una palabra, estudia los ajustes que se produjeron en la etapa en la que el PRI pasó de ser El Partido a un partido entre otros.

Describe cómo en la selección de candidatos a los cargos de elección popular se han modificado los actores y las fórmulas de su nombramiento, de qué manera se producen ahora el reclutamiento para ocupar cargos en el Congreso y las fórmulas a través de las cuales se llevan a cabo las campañas legislativas. La observación y las entrevistas son sus insumos fundamentales, y quizá lo único que yo subrayaría es que si bien esos cambios contaron con motores internos, lo fundamental fue el acicate de la inédita competitividad.

Luego de la lectura de los textos de Russeau y Langston salta a la vista una omisión importante en el volumen: lo que sucedió con el resto de los partidos en esa misma etapa, de manera destacada con el PAN y el PRD. Porque sin ese espejo es muy difícil siquiera entender lo que ocurrió con el PRI. A fin de cuentas entre 1977 y 1997 México transitó de un sistema de partido hegemónico pragmático (como lo llamó Sartori) a un auténtico sistema de partidos (equilibrado, competitivo).

6. Todos —o por lo menos todos los que tenemos cierta edad— hemos sido testigos de un alud de cambios constitucionales y legales en las últimas décadas. Pues bien, Sergio López Ayllón y Héctor Fix–Fierro dotan de sentido a lo que a primera vista puede aparecer como una catarata de cambios confusa, difusa y profusa; en "La modernización del sistema jurídico (1970–2000)", no solamente nos presenta una aproximación cuantitativa al tema, sino que además subraya sus tendencias, los rasgos que le dan sentido.

La Constitución mexicana tuvo 397 reformas entre 1917 y diciembre de 2000… 258… se aprobaron entre 1970 y 2000… el 65%…". "Por lo que se refiere a las leyes federales, de 211 que estaban en vigor en diciembre de 2000, 159 habían sido aprobadas... en el período de entre 1971 y 2000". Pero otras 29 habían sido reformadas en el mismo lapso. "75% de la legislación federal vigente había nacido durante el período analizado".

Esos números elocuentes por sí mismos, son acompañados por cifras que documentan el crecimiento del Poder Judicial en la misma época. Se incrementaron el número de tribunales de circuito y los juzgados de distrito, su presupuesto en términos absolutos y relativos, y por si fuera poco hasta la matrícula en las escuelas de Derecho se multiplicó de manera espectacular.

Lo más relevante, sin embargo, es la nueva centralidad que tiene el Poder Judicial. López Ayllón y Fix–Fierro agrupan el torrente de reformas en tres grandes campos: los que acompañaron la modernización y apertura de la economía mexicana, tendientes a la construcción jurídica de productores y consumidores; los que modelaron la transición democrática orientados a la "construcción jurídica de la ciudadanía y la legitimidad electoral"; y los que tienen que ver con la emergencia y expansión del reclamo por el respeto a los derechos humanos que intentan la "construcción jurídica del individuo y sus derechos fundamentales".

Esa auténtica transición jurídica —dicen los autores— reclama e impulsa a la existencia de un Poder Judicial autónomo y efectivo. Y explican convincentemente cómo las facultades de la Corte en materia de acciones de inconstitucionalidad y de controversias constitucionales, está convirtiendo a la Suprema Corte en el árbitro de las disputas entre poderes. Yo sólo agregaría que, en efecto, las reformas de 1994 reforzaron ese papel de la máxima autoridad jurisdiccional, pero ello fue posible por el nuevo arreglo institucional fruto de la transición política, lo cual supuso una presidencia acotada, equilibrio real entre los poderes constitucionales y coexistencia de la pluralidad en los órganos del Estado.

Se trata de un texto claro, sugerente, pedagógico. Que yo agradezco. Pero sólo para meter baza, hay un tema en el que tengo mis dudas. Escriben los autores: "El surgimiento de la figura del ciudadano se expresa con libertad en el campo electoral, pero sigue subordinada y mediatizada... en las corporaciones sindicales y otras organizaciones sociales". Y más adelante dicen: "Las materias que mayores niveles de modernización han alcanzado son sobre todo aquellas que se encuentran vinculadas... con el cambio económico. Pero aun en estos casos existen poderosos intereses corporativos (sindicales) o empresariales…". ¿No están estirando demasiado la cuerda en la contraposición entre derechos individuales y colectivos, entre la autonomía individual y la acción colectiva? El fortalecimiento de los ciudadanos, capaces de apropiarse y ejercer sus derechos, no implica (creo) la desaparición de una serie de organizaciones intermedias (gremiales, agrarias, empresariales, etcétera). Se trata de dos lógicas, pero ambas modernas. Y hasta donde alcanzó a ver, obligadas a coexistir.

En fin, un libro para informarse, para discutir, para abrir nuestro campo de visión. Un esfuerzo que bien vale la pena ante la necesidad de una modernización democrática que para serlo necesita ser incluyente y atender la precaria cohesión social en la que se reproduce nuestra más que asimétrica convivencia.

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