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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.20 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Sistema político mexicano

 

Reformas estructurales, reforma del Estado y democratización en México (1982-2009)

 

Héctor Zamitiz Gamboa*

 

* Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

 

Resumen

El artículo explica el ciclo de reformas económicas y políticas impulsadas los últimos treinta años en México, en el que destacan las dificultades de la modernización del país, el desfase de dichas reformas y sus implicaciones en los ámbitos económico y político. A pesar de que las transformaciones representaron un cambio político sin precedentes, no ha sido posible la descentralización del poder político. Por ello, analiza las características de la transición mexicana que se considera incompleta, con una alternancia en el poder presidencial que evidenció las debilidades constitucionales en la estructura política.

Palabras clave: México, reformas constitucionales, democratización, acuerdo político, reforma política.

 

Abstract

The article gives an explanation of the economic and political reforms promoted during the last thirty years in Mexico. The country's modernization difficulties stand out these reform's gap and its involvement within the economic and political field. In spite of the fact that those changes represented an unprecedented political change, political power decentralization has not been possible. Mexican transition experience towards democracy is analyzed as an incomplete phenomena, with a presidential power alternation that made constitutional weaknesses clear at the political structure level.

Keywords: Mexico, constitutional reforms, democratization, political agreement, political reform.

 

Introducción

El proceso de reforma del Estado en México inició hace algunas décadas debido a la necesidad de impulsar reformas económicas, lo cual modificó las relaciones entre el Estado y la sociedad y estableció algunas condiciones iniciales para la inserción del país en el proceso de globalización; no obstante, el ámbito político e institucional quedó rezagado. En la década de los años ochenta se inició un proceso de transición política orientado mediante reformas a la ley electoral que hizo posible la alternancia en la Presidencia de la República en el año 2000. A partir de este hecho el cambio político no ha estado exento de dificultades, puesto que la transición se votó en las urnas, los pactos fueron implícitos y los acuerdos se han obtenido a partir de las transacciones que llevan a cabo las fuerzas políticas, en un sistema de tres partidos grandes y otros menores, con quien establecen alianzas y coaliciones inestables o más bien coyunturales.

El modelo de democracia en el país ha dependido de los acuerdos y reformas políticas y económicas posibles, lo cual no ha implicado todavía un diseño institucional que atienda los frágiles equilibrios políticos, en un país con una economía precaria sobre la que pesa la hipoteca de la pobreza, la desigualdad y en los últimos años de la inseguridad, producto del crimen organizado y el narcotráfico.

Este artículo tiene por objeto explicar el ciclo de reformas económicas y políticas impulsadas por la iniciativa social y gubernamental, en los últimos treinta años. En este proceso destacan las dificultades de la modernización de México (entendida como ordenamiento de la sociedad conforme a postulados derivados del progreso y el universalismo), por el desfase de dichas reformas y sus implicaciones en los ámbitos económico y político.

Se plantea que a pesar de que las transformaciones representaron un cambio político sin precedentes, no ha sido posible la descentralización del poder político, la transformación de los privilegios de los grupos de poder, la inserción plena del país en el proceso de globalización, el crecimiento económico y la redistribución del ingreso.

Se analizan, entre los distintos planos de este proceso, las características de la experiencia mexicana a la democracia, transición que se considera incompleta, con una alternancia en el poder presidencial que evidenció las debilidades constitucionales en la estructura política, puesto que las élites no han podido ponerse de acuerdo para establecer un "arreglo institucional" del sistema político, con mecanismos capaces de resolver las disputas con los grupos que actúan, sin recurrir a la violencia, en el ámbito de la política informal. En este sentido, se plantea que la reforma del Estado en sus dimensiones de reforma al régimen político y constitucional, no ha logrado durante las últimas dos décadas ubicarse, a pesar de los intentos de distintos actores, en el primer sitio de la agenda política nacional, y los retos que ésta enfrenta (fiscales, judiciales, industriales, de energía, educativos, de salud, etcétera) implican su fortalecimiento.

Una de las cuestiones centrales de la revisión de este proceso es que México parece haber perdido el rumbo de dicha modernización iniciada en los años noventa, por lo que las tendencias divergentes y antagónicas de la misma, se deben —entre otras razones— al pobre resultado de las reformas emprendidas una década antes, proceso en el que la falta de acuerdo de las élites políticas y económicas sobre la forma de inserción del país en el mundo y sus implicaciones internas, es una de las variables principales que explican la situación imperante.

 

1. Las reformas económicas y el cambio de modelo económico

Producto de la iniciativa social y gubernamental, las reformas mexicanas de los años ochenta fueron la respuesta a un sistema político y a un patrón de gobierno altamente centralizado y autónomo que, al principio de esa década, llegó a los límites de su control político y de su intervención económica, desplomándose en un histórico déficit fiscal y de credibilidad, por lo que se puede afirmar que 1982 fue el comienzo del fin. La insolvencia fiscal del Estado mexicano que detonó la recesión económica nacional fue interpretada por numerosos sectores sociales como síntoma y desenlace de una profunda patología política: un gobierno interventor que llegó a imaginarse sin límites de poder y sin límites de recursos. En respuesta, ocurrió la insurgencia social que reclamó controles democráticos y asignación eficiente de recursos públicos: libertades políticas (democracia) y libertades económicas (redimensionamiento del Estado) (Aguilar Villanueva, 1992:194).

De 1982 a 1992 fueron años de tensiones, exploraciones, aprendizaje y cambios por parte de los gobiernos. De parte de la sociedad fue el tiempo de la reivindicación democrática: la opinión pública se volvió más crítica de la actuación gubernamental, las iniciativas de individuos y grupos lograron una mayor independencia respecto de las obligadas organizaciones oficiales de representación de intereses, aprendiendo a encontrar soluciones más efectivas sin invocar la benévola o coactiva presencia estatal; se avanzó en dar forma a un sistema competitivo de partidos y se redescubrió y valoró el ámbito privado, despuntando un incipiente cultura de la ciudadanía.

Por su lado, el gobierno llevó a cabo un esfuerzo sistemático por sanear las finanzas públicas, para lo cual revisó y restringió la intervención estatal mediante la liquidación y venta de empresas públicas, cancelación de programas, reducción del gasto público, buscando introducir estrategias alternativas de atención a los agravados problemas sociales. No obstante, la debacle fiscal de 1982, en conjunción con medidas políticas y económicas, muchas de ellas desacertadas, de una presidencia desprestigiada provocó el enjuiciamiento del sistema político mexicano. A diferencia de otros dramáticos percances del pasado, la insolvencia fiscal del Estado y la consecuente parálisis de la economía ya no fue interpretada pacientemente como simple torpeza del gobierno en la formulación y gestión de la política económica. La reivindicación de la "democracia sin adjetivos" de parte de una sociedad "agraviada" por el trato gubernamental fue el estado de ánimo y el programa de acción de esos años (Aguilar Villanueva, 1992:204).

Reformar causaba inestabilidad porque atacaba a los intereses creados que tradicionalmente habían sostenido al régimen, pero no reformar causaba inestabilidad porque el estancamiento económico y la inflación carcomían a la sociedad, deterioraban los niveles de vida de la sociedad, desequilibraban aún más la ya de por sí pésima distribución del ingreso, facilitaban el desarrollo de movimientos fundamentales y mesiánicos y, en general, corroían el tejido social.

Para algunos estudiosos de los problemas del desarrollo, unos años más lo que acabó por llamarse la crisis hubiese destrozado todo concepto de nacionalidad, como parece haber ocurrido en otras naciones del sur del continente. La necesidad de reformar era evidente, pero sus consecuencias eran también evidentes. Miguel de la Madrid pudo haber seguido la política de sus predecesores pero optó por la reforma, asumiendo, en las disputadas elecciones de 1988, la revancha íntegra de los intereses creados que se oponían no sólo a la reforma, sino a la necesaria transformación de un país que de otra forma se hubiera mantenido en su nivel de subdesarrollo cada día más (Rubio, 1992: 195).

Pero la inestabilidad política que los intereses creados pueden generar no es permanente. Más bien el problema es de inestabilidad a corto plazo, en tanto los beneficiarios de la reforma van surgiendo, rebasando a los perjudicados y constituyéndose en una nueva base de sustento político. Es por ello que la estrategia del gobierno de Carlos Salinas no fue la de detener la reforma, sino precisamente acelerarla para propiciar el desarrollo de una nueva coalición política, fundamentada ya no —o no principalmente— en los intereses creados, sino en todos los sectores, comunidades y grupos que son los naturales beneficiarios de la reforma (Rubio, 1992: 199).

La transición, sin embargo, se tornó compleja puesto que involucraba una transformación que iba más allá de lo gubernamental: se requería un profundo cambio en la cultura política imperante que privilegiara la competencia sobre el monopolio político, todo ello dentro de reglas del juego claras y establecidas. El proceso de cambio no fue unívoco aunque sí estructural. La sociedad tendía hacia una creciente diversidad con grupos de poder que contrastaban con la centralización del pasado. Además de su complejidad, era previsible que el proceso de transición tuviera altibajos en el camino. Lo que dependía su avance era la combinación de dos factores críticos: la persistencia de la reforma y la construcción sistemática de la coalición, empero, los primeros resultados apuntaron que el impacto en la sociedad prefiguraba dos países muy distintos, donde subsistían estructuras tradicionales y extraordinariamente centralizadas junto con una sociedad que tendía hacia una rápida descentralización.

Así, la reforma —apertura, desregulación, privatizaciones, acuerdo de libre comercio— representó un cambio político sin precedentes en el país. Con dicho cambio se redefinieron las relaciones políticas entre todas las fuerzas sociales, económicas y políticas del país, de la aparición de nuevos jugadores, de la existencia de nuevos perdedores y, sobre todo, de la descentralización del poder político en México. En otros términos, la reforma modificó la relación entre el gobierno y la actividad económica, lo que implicó que se "abrieran las llaves del poder político", en otros términos, que se transfiriera el poder político a la sociedad. A partir de estas transformaciones la pregunta que se hicieron algunos de los analistas fue: cómo se iba a canalizar el proceso de cambio y si éste tendría la capacidad de institucionalizarse (Rubio, 1992: 200).

 

2. La reforma del Estado en el ámbito económico y en el político

Para la revisión de este proceso tomamos como referente la definición de Reforma del Estado que propone Luis F. Aguilar Villanueva, la cual incluye tres dimensiones o niveles, y que consideramos puede ser útil para comprender la diferencia específica de los cambios:

a) La reforma del proceso de gobierno o de la gestión pública que se manifiesta en las nuevas formas de realizar las funciones estatales, particularmente la función económica y social.

b) La reforma del régimen político que se plasma en los cambios del proceso electoral, en nuevas formas de composición de los poderes del Estado, en nuevas modalidades de división de poderes y de articulación entre los diversos niveles de gobierno.

c) La reforma de la misma Constitución política del Estado que consiste en rediseñar normativamente el ámbito privado y el público: el ámbito y ejercicio de los poderes centrales (Aguilar Villanueva, 1992, 193-205).

Aún cuando determinados intelectuales y políticos en la década de los ochenta en México usaron la expresión Reforma del Estado para referirse a las políticas de reforma administrativa y descentralización que impulsaba el presidente Miguel de la Madrid,1 la propuesta de la reforma del Estado como concepción política, incorporó en su articulación interna de manera explícita, el contexto internacional como factor de transformación. El entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, en abril de 1990, explicó las líneas más generales de cómo surgía, cómo se entendía y cuáles eran las causas de dicha propuesta (Salinas de Gortari, 1990:12).

Este proyecto político y económico reconoció que dentro y fuera de nuestras fronteras se vivía una importante transformación que asumía nuevos perfiles en sus arreglos institucionales y en sus prácticas. Particularmente se dijo que México había pasado de una economía cerrada y altamente protegida, con un vasto sector paraestatal que participaba en las más variadas —y sorprendentes— actividades económicas, a otra abierta a la competencia interna y externa (Rebolledo, 1993: 22).

La administración de Carlos Salinas de Gortari sentó las bases para llevar a cabo reformas de fondo. Con ello se generaron espacios suficientes para iniciar las reformas económicas. A partir de 1990 se tomaron decisiones de reformas graduales sujetas a negociación, entre ellas la  reforma electoral y su aplicación inmediata. Posteriormente, se tomaron las decisiones sobre reformas de gran alcance nacional y largo plazo que generaron expectativas favorables a la transformación: la privatización bancaria y la negociación de un acuerdo de libre comercio.

Con la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1994 (TLCAN) se esperaba que México saliera del círculo de estancamiento económico y las crisis por las que había atravesado el país en las décadas anteriores. En los primeros años de vigencia de este tratado las exportaciones crecieron espectacularmente, pero sus beneficios no se extendieron al grueso de la economía, concentrándose en un puñado de actores económicos que debido a su situación de tamaño, capacidad tecnológica y administrativa pudieron adaptarse y sacar partido del nuevo entorno económico. La economía mexicana se volvió más dependiente de la de Estados Unidos. Aunque mediante una integración económica selectiva en la que ciertos sectores como el automotriz y el electrónico han tenido un gran desempeño, otros como la agricultura han sufrido la competencia abierta y han provocado zonas de luces y sombras de la economía mexicana (López Villafañe, 2006: 340).

A la firma del TLCAN no la acompañó un plan o una estrategia de la integración para hacer más efectivos los nuevos lazos económicos. Debido a las enormes asimetrías existentes entre las dos economías no se proyectaron los impactos sectoriales en la industria mexicana. En general, se careció de una política tecnológica que debía dirigirse sobre todo a la pequeña y mediana industria, que salía prácticamente de la égida proteccionista al campo de la competencia global.

 

3. El desfase entre las reformas económicas y las políticas

El problema de la relación entre política económica y la política propiamente dicha no es algo nuevo. Una economía cerrada tiende a crear un sistema político cerrado con instituciones rígidas y poco flexibles. Para México esta relación es crítica como ya lo ha sido en otras etapas de su historia, aunque hay que destacar que la relación entre ambos factores no es determinista, ni unicausal, ni unilateral. Ambos factores —los económicos y los políticos— pueden ser causa o efecto, indistintamente, según las circunstancias. La interdependencia entre la política y la economía es evidente, aún cuando las relaciones de causalidad sean cambiantes (Blum, 2001: 40).

Al estudiar a México podemos reconocer la relación bidireccional que guardan los procesos políticos y económicos. El proceso de modernización de la economía implicó necesariamente cambios fundamentales tanto en el comportamiento y la relación como en las demandas políticas de los actores. La reforma económica primeramente tuvo consecuencias políticas, pues erosionó las viejas estructuras políticas que eran altamente dependientes de la estructura política imperante. Asimismo, hubo cambios en las relaciones políticas. Las manifestaciones más evidentes fueron, en primer lugar, el resentimiento de burócratas, de políticos desplazados, trabajadores y empresarios que estuvieron en contra de la liberalización económica; este resentimiento fue acaparado por la oposición y se tradujo en la obtención de cuotas de poder político. El surgimiento de cambios en las relaciones entre los diferentes actores sociales y políticos por efectos de la liberalización, implicó cambios en las relaciones entre empresarios y sindicatos, entre estos últimos y el gobierno, pérdida de la esfera tradicional de la burocracia al perder las fuentes discrecionales de su antiguo poder.

Las decisiones en materia de política económica y la evolución política a partir de 1982, pero sobre todo desde 1985, demuestran que la interacción entre lo económico y lo político es constante y siempre bidireccional.

Por lo tanto, la racionalidad detrás de la transformación que el gobierno ha impulsado es tanto económica como política, pues ha existido la convicción de que una economía más fuerte traerá consigo una nación políticamente más sólida. De esta manera, la reforma económica es vista como un vehículo tanto para la recuperación económica como para la consolidación política (Blum, 2001: 44).

El presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) tuvo que lidiar desde el principio de su gobierno con los problemas políticos y económicos que se habían venido acumulando en los últimos años del sexenio de Carlos Salinas de Gortari. El gobierno de Zedillo dedicó buena parte de su periodo a resolver la crisis que se había generado en 1995. En estas difíciles circunstancias el gobierno bajó el ritmo de las reformas económicas que se habían iniciado y se dedicó básicamente a administrar la crisis económica provocada por los "errores de diciembre" de 1994.

Sin embargo, las reformas económicas realizadas en el sexenio salinista, la apertura comercial y la estrategia con la que se condujo la política económica nacional, permitieron la estabilización de las variables macroeconómicas; en consecuencia el país contaba con buenas condiciones para iniciar el crecimiento sostenido en el siglo XXI.

Es importante destacar que a partir de 1991, después de las elecciones federales, se llevaron a cabo las transformaciones sociales y económicas de largo plazo: la reforma de la tenencia de la tierra, la reforma en el marco jurídico de las iglesias, la reforma de la educación, la reforma política para el Distrito Federal y la autonomía del banco central. Sobre la base de estos cambios, el Ejecutivo reunió un importante nivel de aprobación y un significativo consenso a favor de dichas reformas.

Durante el periodo 1994-2000 no se continuó la profundización de las reformas económicas, el gobierno permitió que se llevaran a cabo reformas políticas importantes. Se prosiguió la reforma electoral y se logró construir un sistema electoral y las elecciones ganaron en transparencia y credibilidad.

La reforma política de 1996 financió con dinero público a las dirigencias partidistas. Unos 3,000 millones de pesos de los contribuyentes fueron otorgados para que los partidos representaran una oposición organizada para competir con el PRI. Estos cambios en la economía y la política hicieron posible un periodo de expansión para muchas empresas, y el surgimiento de una gran cantidad de iniciativas individuales para crear riqueza en la nueva economía global. El balance podía ser favorable si lo vemos como oportunidad para no comerciar con aranceles más bajos, como se hacía anteriormente, sino para crecer y formar parte de las redes económicas mundiales.

Los avances electorales que se generaron con la reforma política de 1996 son sin duda reconocidos, pero conviene señalar que el proceso de reforma institucional en México se había tornado complejo desde los acontecimientos de 1994. El levantamiento de Chiapas, el secuestro de prominentes empresarios, el asesinato de Luis Donaldo Colosio —candidato presidencial del partido gobernante—, y de José Francisco Ruiz Massieu —secretario general del PRI—, y por el interés internacional y nacional sin precedentes en la transparencia de las elecciones celebradas, no sólo intensificaron el escrutinio del proceso de reforma, sino que subrayaron también la apremiante necesidad de un análisis profundo y de una adaptación, a medida que se pretendió avanzar en cada una de las reformas.

Otra de las implicaciones de las nuevas relaciones bilaterales entre Estados Unidos y México, fue la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en 1993. La apertura económica entre ambos países acentuó el interés del gobierno de Estados Unidos en la capacidad y disposición de los líderes mexicanos para solucionar los problemas sociales y políticos como complemento importante de la modernización económica y financiera realizada durante el sexenio del presidente Carlos Salinas de Gortari. Asimismo, la proliferación de organizaciones no gubernamentales (ONG's), con diferentes convicciones sociales y políticas, en particular el respeto y defensa de los derechos humanos, revela el grado de la fuerza, inimaginable una década antes, que adquirió la sociedad civil en nuestro país (Roett, 1996: 238).

 

4. Las reformas políticas: la experiencia mexicana de la "transición a la democracia"

En 1996, algunos analistas señalaron (Alcocer, 1996: 85) que el ciclo de reformas electorales —que abarca las iniciadas de 1977 a 1994— había concluido. En lo sucesivo se requeriría que se llevaran a cabo elecciones limpias y creíbles. También se aseguró que ningún grado de imparcialidad y credibilidad en la conducta de la política electoral de México podría desviar la atención de la conducta de la política parlamentaria del país. En este sentido, una condición esencial para que el acto de votar tuviera algún sentido sería romper con dos tradiciones que se reforzaban mutuamente: la política pluripartidista de aparador y la total subordinación del Congreso al Presidente de la República.

Con lo anterior se apuntaba ya que dependiendo de la dirección y el ritmo como se llevara a cabo el siguiente paso hacia una democracia verdadera, requeriría de una secuencia determinada, es decir, el sistema de partidos debía configurarse primero, antes que el Congreso pudiera funcionar como un cuerpo representativo.

La hipótesis simple que sustentaba esta afirmación era la siguiente: si cambia el sistema de partidos, cambiará el Poder Legislativo, con lo cual se apuntaba la necesidad de discutir las posibles reformas en el Poder Legislativo, que si bien ha sido un espacio en el que han existido reformas, se ha señalado la necesidad de llevar a cabo otras (Alcocer, 1996: 105).

La transformación de la hegemonía del PRI en pluripartidismo tuvo repercusiones de muy largo alcance sobre el funcionamiento del sistema político en su conjunto. Entre otros efectos podemos anotar los siguientes: disminuyó el margen de discrecionalidad de la Presidencia de la República, incrementó su sensibilidad a la opinión pública; ésta, por su parte, se convirtió en un factor de peso en los equilibrios políticos. Después de más de una década de instaurado el pluripartidismo, se fortaleció la función de contrapeso del Poder Legislativo en relación con el Poder Ejecutivo, y se impulsó el ascenso del poder de los gobernadores y la descentralización política.

A diferencia de otros procesos de transición que se caracterizaron por cambios súbitos, desmoronamientos, colapsos institucionales o rupturas dramáticas, en las que el punto de partida para la construcción de un nuevo orden político podía ser una tabula rasa, así no fuera más que simbólica, la experiencia mexicana se distingue porque siguió un camino largo, gradual y acumulativo en el que jugaron un papel central continuidades institucionales representadas por determinadas formaciones partidistas —concretamente el PAN y el PRI— y legislaciones electorales reformistas. De modo que aún tomando en cuenta las presiones que ejercieron los votantes que desde principios de los años ochenta optaron por la oposición partidista para limitar el autoritarismo del PRI, la experiencia mexicana ilustra un proceso de transición por transacción. En él habrían intervenido tanto grupos de la élite gubernamental y priísta animados por una intención reformista, como grupos de las élites políticas de oposición que a lo largo de más de 15 años adoptaron alternativa y sucesivamente estrategias reformistas —que los llevaban a cooperar con la élite del PRI—y rupturistas que derivaban en confrontación (Loaeza, 2008: 235).

El proceso mexicano puede imaginarse como resultado de un complejo cúmulo de interacciones y presiones encontradas "desde arriba" y "desde abajo", el cual, sin embargo, transcurrió dentro de los márgenes institucionales que fijaban organizaciones partidistas y ordenamientos electorales.

La transición, empero, supone acuerdos políticos, arreglos diversos entre los distintos actores, lo que no tuvo lugar antes ni después de la alternancia en el poder. La incapacidad del acuerdo responde a que la estructura política y la gran mayoría de sus instituciones no se han redefinido para dar cabida y voz a los actores que ahora pululan en el sistema político. La alternancia política ocurrió dentro de la estructura política autoritaria y para impulsar la transición es necesario romperla: hasta ahora no se ha hecho, o no se ha podido hacer.

México se benefició de otros procesos de cambio democrático entre los que sobresalen las experiencias de España y Chile. Pese a que la mayoría de los países de la región latinoamericana han dejado atrás (con la excepción reciente de Honduras) sus regímenes violentos, militares y represivos, por lo que podría afirmarse que la transición en la región se ha realizado con lentitud. El desmantelamiento de la cultura autoritaria es una tarea compleja, que lleva tiempo, pero principalmente implica talento por parte de los actores políticos para llegar "al meollo" de todo proceso de cambio que suponga un paso hacia un desarrollo político superior: el acuerdo en lo fundamental, aunque subsistan diferencias múltiples de menor envergadura (Reyna, 2006: 158).

En este sentido es importante subrayar que en México la transición política no tiene como punto de partida una cruenta dictadura como en el caso de España. Es una "transición", si acaso merece el título, que recorre el trayecto de un sistema de partido único (hegemónico) a uno pluripartidista; es decir, parte de un sistema político altamente centralizado a uno que empieza a mostrar síntomas de cierta independencia entre sus partes: los poderes de la unión, por un lado, y los mismos partidos políticos, por el otro. Sin embargo, pese a los cambios significativos que señalamos anteriormente, producto de la alternancia, que han modificado la estructura política y —tal vez peor aún— la "mente" de los políticos, no se modificaron lo suficiente para darle paso a ese factor esencial en que descansa la transición hacia la democracia: el acuerdo político entre los distintos actores. Fueron muchos años en que la imposición vertical de arriba hacia abajo, sin discusiones ni oposiciones, hacía innecesario el acuerdo, pues éste era sustituido por las decisiones personales que tomaba el Presidente de la República. Si bien el desarrollo de la sociedad y las repercusiones de los cambios económicos jugaron un papel significativo en la alternancia del poder, en tanto la cultura política se convirtió en un obstáculo para impulsar una transición firme hacia la democracia (Reyna, 2006: 163).

 

5. La alternancia en el poder presidencial: la reforma política del Estado interrumpida

El 2 de julio del año 2000 dio inicio una nueva era política en México. Después de siete décadas de gobiernos priístas los mexicanos votaron por la alternancia y el Partido Acción Nacional llegó al poder presidencial. A partir de ese momento la nación se colocó bajo los auspicios de la política democrática. Sin embargo, aunque no puede subestimarse el impacto de la derrota del PRI, la mayoría de los mexicanos, puede decirse, no experimentaron directamente los beneficios de la nueva democracia. La ciudadanía descubrió que las decisiones eran más lentas bajo un gobierno democrático y que las expectativas de mejoras rápidas en la vida cotidiana fueron hasta cierto punto excesivas.

Al optar por un Presidente con una filiación partidaria diferente al PRI (un hecho sin precedentes en la historia moderna de México), los mexicanos esperaban rápidos cambios en la política del país, así como mayores beneficios económicos. Ya bastante avanzado el periodo de gobierno de Vicente Fox, la ciudadanía se dio cuenta que era necesario cambiar algo más que el ámbito electoral para que la democracia cumpliera sus promesas.

La democracia en México todavía está incompleta. Por una parte, el poder pasó de un partido a otro como consecuencia de una elección, lo que nos indica que el país empezó a desarrollar instituciones y mecanismos capaces de resolver disputas sin recurrir a la violencia. Esto creó la posibilidad de cambios adicionales dentro de un entorno de estabilidad, algo que hasta hace pocos años ningún mexicano daba por sentado.

Aquí debemos señalar que en el plano político existe un aspecto fundamental que se relaciona con una descentralización del país heterogénea, cuya ruta se encuentra trazada tanto por la agenda de la población como por la que encabezan los gobiernos. Sin embargo, aquí los cambios políticos nos demuestran una descentralización política con fragmentación del poder. Las preguntas necesarias son: ¿hacia dónde va el federalismo?, ¿lo impulsa la Federación?, ¿las entidades federativas están en espera de cambios o son los municipios que comparten una problemática común que con su dinámica impulsan tales cambios?

Muchas de las decisiones políticas se han reflejado en el gasto, es decir, en el presupuesto. Los gobernadores encontraron una forma de acrecentar su poder sumando esfuerzos y uniéndose en la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO). A través de constantes reuniones han hecho planteamientos importantes respecto a una regulación más eficaz para lograr un mayor equilibrio distributivo, mediante "una puesta al día" de las haciendas públicas, federal estatal y municipal, reclamando mayores potestades para transmitir atribuciones y responsabilidades a las entidades federativas en materia de ingresos, deuda y gastos. A pesar de los cambios existentes no deja de haber una especie de anarquía por los altibajos de los recursos que reciben las entidades federativas y los municipios, lo que sigue siendo uno de los elementos más discutidos en la redistribución de los ingresos generados por el país, por lo que se hace necesario un análisis social del manejo presupuestal, pues se supone que el gasto debe estar destinado a elevar las condiciones de vida de la población (Martínez Assad, 209: 197-225).

Sin embargo, para los observadores y analistas dos características, continuaban presentándose como desafíos para la democracia mexicana:

a) Al quedar la Presidencia fuera del control del PRI, se evidenciaron debilidades constitucionales en la estructura política de México, lo que generó —entre otras cosas— un enfriamiento en las relaciones entre el Ejecutivo y el Legislativo, con el consecuente estancamiento de los procesos políticos del país. Además, aunque se necesitaban urgentemente nuevas reglas institucionales, no existieron los incentivos necesarios para ejercer un liderazgo o forjar los compromisos para crearlas;

b) Aunque las instituciones políticas formales de la Nación (la Presidencia, los partidos políticos y muchos grupos de interés) han empezado el complejo proceso de ajustarse a una política competitiva, hay grupos cuyo comportamiento opera desde la negación de toda institucionalidad, que todavía no inician ese ajuste, además algunos de ellos se encuentran dispuestos a promover sus propios intereses por medios legales, de facto y en ocasiones violentos, los cuales son una amenaza para la democracia mexicana y la estabilidad del país (Rubio, 2006: 17).

En este contexto, la situación en la que se ha encontrado México desde el 2000, ahora agravada por el avance y desafío del narcotráfico y del crimen organizado, reclama responder si las reformas que se han aprobado los últimos nueve años serán capaces de lograr, entre otros efectos, que esos grupos se institucionalicen e incorporen a los procesos políticos formales, a la vez que se deben crear las instituciones necesarias para que funcione la nueva democracia.

Es pertinente anotar que después de haber obtenido el triunfo en las urnas, el Presidente Vicente Fox señaló que estaba tratando de tejer acuerdos en asuntos de reforma del Estado, a pesar de las diferencias existentes con la oposición. La definición de la agenda, además de la voluntad política y de un proyecto de gobierno comprometido con el cambio político, fueron los principales problemas que se presentaron en este proceso. La complejidad de temas hizo difícil el consenso: derechos, libertades públicas, representación política y democracia; forma de gobierno, federalismo, modelo económico y social y hasta globalidad.

Es importante señalar que la crítica ejercida por la mesa de estudios sobre la reforma del Estado fue vista como una especie de "tanque pensante", que tenía como objetivo proponer un cambio de reglas para una nueva institucionalidad. Los partidos políticos consideraron que esa materia era exclusiva del Congreso. A pesar de que manifestaron sus compromisos con los consensos básicos de la reforma del Estado y la gobernabilidad del país, empezaron a ser evidentes las grandes diferencias que se anidaban en el Congreso y que harían muy difícil la negociación política con el Poder Ejecutivo.

En este sentido, el sistema de partidos que se requirió construir y consolidar para transitar a estadios más democráticos, distaba mucho de ser el sistema de partidos posible, habida cuenta que la única vía para procesar la reforma institucional que requería el país pasaría obligatoriamente por su fragilidad. También se señaló que sería deseable un gran acuerdo entre los actores relevantes de la sociedad para definir el rumbo y los i contenidos de las reformas; sin embargo, el modelo de negociación entre las élites gobernantes que ha predominado en México, ha sido poco propicio para alcanzar acuerdos, en función de que éstas se guían por patrones de comportamiento inadecuados en el nuevo contexto de pluralidad política.

Conviene aclarar que las mesas de discusión sobre la reforma del Estado que se verificaron desde la década de los noventa, estuvieron impulsadas por destacados políticos, académicos y líderes de opinión. Por lo que respecta a las conclusiones y propuestas públicas formuladas por la Comisión de Estudios para la Reforma del Estado fueron acotadas por el propio Presidente de la República.2

Más allá de las reformas llevadas a cabo como la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública promovida por el Banco Mundial y la del Servicio Civil de Carrera del gobierno federal, la cual se vino consensuando entre los partidos desde tiempo atrás, el gobierno no le otorgó a la reforma del Estado la importancia necesaria. No comprendió que con la reforma del Estado estaba en juego la definición y puesta en marcha de una renovada arquitectura legal para que el país buscara avanzar en la transición a la gobernabilidad democrática que requiere. Aún sobre la base de la existencia de cambios constitucionales e instrumentales en diversas leyes complementarias, se puede afirmar que la reforma política del Estado, es decir, la reforma del régimen político, quedó interrumpida. Los últimos años del gobierno de Vicente Fox proliferaron las agendas de reforma política, las cuales no acertaron a encontrar su destinatario en ausencia de una convocatoria pertinente de los poderes públicos.

En un contexto en que la política se empezaba a polarizar, la sucesión presidencial se adelantó y el prestigio de las instituciones políticas —empezando por el Congreso y los partidos políticos— se encontraba en uno de sus niveles más bajos, un buen número de los principales líderes de la sociedad, de la política y la opinión pública, coincidieron en que la democracia no se había consolidado y que las instituciones no estaban respondiendo efectivamente a los reclamos de la sociedad.

Si revisamos los resultados de alguna de las convocatorias para discutir propuestas públicas que se realizaron en el país, podemos observar que la agenda de propuestas fue muy amplia; sin embargo, entre los temas que recibieron mayor atención, es decir, el que se puede considerar como la preocupación principal, ha sido el de la gobernabilidad democrática. Se requería que la democracia diera resultados y que los votos se convirtieran en acciones positivas de gobierno favorables a la sociedad; que la mayor efectividad de las respuestas aumentara el prestigio de las instituciones democráticas, lo cual no estaba sucediendo (Camacho y Valadés, 2006: XVIII).

Al respecto aquí se plantean dos preguntas: ¿Cómo convertir el mandato electoral de los ciudadanos que reciben los gobernantes en resultados benéficos para la sociedad? ¿Cómo hacerlo en una situación donde hay tres partidos políticos que previsiblemente se repartirán los votos en tres partes semejantes? Las respuestas han sido disímbolas. Algunos consideraron que los más importante era preservar el régimen constitucional, pues cualquier cambio en la constitución corría el riesgo de ser ilegítimo y debilitar los principios fundamentales que resultaron del pacto de 1917; otros fueron de la opinión de que el principal problema de la política no era el arreglo institucional, sino la falta de liderazgo del gobierno que había llevado a una parálisis y polarización excesiva, algunos otros concluían que el régimen presidencialista que mantuvo la estabilidad política por décadas se encontraba agotado.

Entre quienes consideraban esto último, propusieron diferentes posibilidades de solución. Unos consideraron que se debe conservar el régimen presidencial, aunque con reformas; otros señalaron que se debería avanzar hacia un régimen semi-presidencial, y algunos más optaban por un régimen parlamentario.

Una de las reformas que se consideraron más urgentes en el ámbito político fue nuevamente la electoral, con el fin, en primer lugar, de fiscalizar el dinero que se usa para las elecciones y, en segundo, transparentar la relación con los medios de comunicación; otra reforma considerada importante es la de la administración de justicia, después la reforma del Congreso, la reforma del Ejecutivo y su relación con los otros poderes y la reforma del sistema federal. Sin embargo, la reforma que más llamó la atención es la del Ejecutivo: el establecimiento de un gobierno de gabinete y un jefe de gabinete. La propuesta permitiría modernizar al actual Ejecutivo, introduciendo algunos elementos del parlamentarismo dentro del régimen presidencial.

Esta experiencia fue un intento más para poner a la reforma del Estado en el primer sitio de la agenda política nacional, lo cual no sucedió. No obstante, los convocantes dejaron claro que no se podía perder de vista, que si se tiene un destino común se podría gobernar al país con niveles razonables de consenso, y para que las reformas económicas y sociales caminaran se requería actualizar los mecanismos de toma de decisiones y de solución de las diferencias, así como generar estímulos a la formación  de mayorías y de gobiernos con niveles más altos de responsabilidad y legitimidad (Camacho y Valadés, 2006: XX).

 

6. El gobierno de Felipe Calderón: un nuevo ciclo de reformas posibles

Es importante destacar que la alternancia política que experimentó México en el 2000 no fue capaz de desmantelar los resortes básicos del sistema autoritario. Este es uno de los factores que explican que después de un sexenio de "un nuevo régimen" y de tres años más de continuidad del partido que asumió el poder en el año 2000, la transición hacia la democracia continúe bajo el rubro de "tareas pendientes". Lo anterior sugiere la idea de que México estaba preparado para la alternancia pero no lo estaba para emprender el camino de la transición.

Apuntaremos solamente que tras la jornada electoral del 2 de julio de 2006 y con una diferencia entre el primer lugar (Partido Acción Nacional) y el segundo (Coalición por el Bien de todos PRD-PT-Convergencia) de tan sólo 243 mil 934 votos, equivalentes al 0.58% de la votación total, no se pudo identificar de inmediato, con claridad, a un candidato ganador.

La situación se tornó sumamente compleja. Este inédito escenario provocó una intensa discusión sobre la posibilidad de que la elección fuera impugnada, lo cual fue inevitable.

Aún cuando los comicios del 2 de julio de 2006 que se caracterizaron por ser una contienda ideológico-programática (la primera, después de la alternancia) entre el partido en el gobierno y una coalición de izquierda, con el liderazgo popular de Andrés Manuel López Obrador y teniendo como fuerza importante al PRI en el ámbito nacional, parecían los comicios de la consolidación de la democracia; sin embargo, el conflicto político y social y la poca credibilidad que se había logrado en las instituciones y en los procedimientos democráticos quedó seriamente lastimada. México enfrentó las consecuencias de las elecciones presidenciales más cerradas de su historia.

Felipe Calderón tomó posesión como nuevo Presidente de la República. Entonces era necesario pensar en las intenciones y coincidencias entre las iniciativas del Ejecutivo y del Legislativo. Para ello había que partir de un hecho: no había iniciativa que no hubiese estado presente en agendas legislativas o políticas previas, y ahora lo que se requería era buscar que las prioridades de los legisladores y el Ejecutivo coincidieran entre las fuerzas políticas y las iniciativas concretas.

En este contexto se propuso en el Senado una Ley para la reforma del Estado, de vigencia temporal circunscrita a un año, que sentara las bases para analizar, discutir y hacer propuestas para transformar a los órganos que integran el Estado mexicano, estableciendo el proceso de negociación en etapas, delimitando los temas sobre los que deberá de pronunciarse el Poder Legislativo obligatoriamente, tales como: régimen de Estado y gobierno; democracia y sistema electoral; federalismo; reforma del Poder Judicial; reforma hacendaria y garantías sociales.

Es importante resaltar que en dicha ley se reconoce, en los antecedentes, que desde hace varios años en el país se ha debatido un conjunto de reformas sustantivas para el desarrollo político, económico y social; sin embargo, el debate público no ha tenido como resultante la actualización de la Constitución Política y las leyes que de ella emanan en las nuevas circunstancias de un México diverso y moderno, sino que se ha propiciado el desencuentro entre el titular del Poder Ejecutivo y el Congreso de la Unión, al prevalecer inercias propias de un sistema político centrado en el Presidente de la República, con la consecuente incapacidad de los diferentes actores políticos para negociar y establecer una mayoría útil en el Congreso de la Unión en un contexto diferente, caracterizado éste por la pluralidad y la democracia.

A ello se agregan los hechos de una elección federal de 2006 profundamente inequitativa, un debate postelectoral enconado y posturas encontradas en las principales fuerzas políticas que dejaron una profunda herida en el ser nacional, por lo que fue inevitable la polarización de la sociedad y la confrontación o la exclusión como método para conciliar diferencias, encauzar conflictos y tomar decisiones.

Para la formulación de la ley se partió del principio de que no existía dentro del gobierno alguien que tuviera la suficiente autoridad política para emitir una convocatoria, es decir, si al Presidente entrante se le hubiera ocurrido convocar, lo más seguro es que su convocatoria sería insuficiente para ser atendida por todos aquellos que se llamaban agraviados con los resultados de la elección, por lo que se requería facilitar el diálogo y los encuentros de los acuerdos, no haciendo voluntariosa la forma de constituirlos sino dándole ordenamiento legal en la manera de conducirlos.3

Los ejes de la reforma que plantearían sus promotores serían reforma electoral y reforma del régimen político, posiblemente incursionar en una segunda vuelta electoral para lograr la gobernabilidad, o acceder a la reelección de legisladores y presidentes municipales para profesionalizar el trabajo legislativo.

Con esta propuesta se convocó a una nueva etapa de la reforma del  Estado en nuestro país que, por sus resultados, fue para muchos otra oportunidad perdida; no obstante, el proceso sirvió para reflexionar en que la separación de poderes —por no hablar del federalismo casi feudal— no estaba funcionando adecuadamente y se requerían reformas de fondo si es que de verdad se deseaba equilibrio y funcionamiento en las instituciones. Cierto es que la situación sirvió para buscar acuerdos en reformas, para hacer posibles otras reformas; es decir, acuerdos para permitir otros acuerdos posibles, aunque no deseables, e intentar sacar a la política de su marasmo, de su ensimismamiento.

El listado de problemas del país nadie puede seriamente discutir que son grandes desafíos (fiscales, industriales, de energía, educativos, sociales, judiciales, administrativos). Son, en efecto, retos que hablan de la necesidad de fortalecer al Estado y al conjunto de las instituciones públicas de la única forma democrática que se ha desarrollado, es decir, mediante deliberaciones, negociaciones y compromisos de largo alcance.

De forma lamentable, casi todo parece indicar que el sistema presidencialista heredado de otros tiempos vuelve sumamente difícil proponer, elaborar y negociar las políticas de Estado que, además, requieren de plazos amplios para desarrollarse (la política energética, por ejemplo), pero sobre todo con legitimidad que sólo compromisos incluyentes le pueden otorgar.

En este horizonte muchos analistas celebraron la aprobación por el Senado de una reforma electoral (diciembre de 2007), que presentó aspectos dudosos y, para algunos, regresivos, que intentó poner fin a la mediocracia, la cual convirtió las contiendas electorales en un fantástico negocio de los medios de comunicación capaces de imponer leyes, vetos, chantajes y de exigir sumisión total a todo político con aspiraciones (Salazar, 2007:4).

Al respecto conviene recuperar el sentido de otras reformas, las de seguridad y justicia también aprobadas (la primera en distintas fases, y la segunda en diversas etapas), que no sólo contiene trascendentes innovaciones en el terreno de la justicia, sino la novedad procedimental se localiza en la autoría y en la dinámica entre la Cámara de origen (Diputados) y la revisora (Senadores), así como en la interacción de los representantes populares pertenecientes a los distintos partidos políticos y la sociedad civil, incluida la academia. Todo ello en un contexto profundamente adverso, caracterizado por una batalla sin cuartel asumida por el Ejecutivo en contra del crimen organizado.

Debemos señalar que la lógica del poder se impuso una vez más. El tiempo corrió y los trabajos para la reforma del Estado se encaminaron hacia la negociación de otra reforma electoral y otras reformas importantes pero de alcance menor. Es entendible que las coincidencias que se dieron entre los partidos políticos son muy importantes; lo que aconteció es que aún cuando no fue lo más importante sí fue lo más urgente, una reforma al sistema electoral que posibilitara llegar con el menor número de conflictos al 2009.

Se puede afirmar que en la primera parte del periodo presidencial de Felipe Calderón el PRI cooperó parcialmente con el PAN. Sin embargo, a pesar de las reformas promovidas por el Presidente que fueron modificadas por el Congreso, y las promovidas por el propio Congreso, el país resintió una crisis económica, como secuela de las crisis financiera y energética mundiales y la contingencia sanitaria ocasionada por la epidemia de la influenza humana AH1N1.

Las elecciones del 2009 fueron una respuesta de la ciudadanía para reactivar la economía y para la creación de empleos, dejando en segundo plano el apoyo al Presidente de la República en la guerra contra las drogas. El llamado al ejercicio del voto nulo surgió de un malestar tanto del gobierno, como de los partidos políticos (la crítica a la partidocracia fue significativa) y por el modo de gobernar de los mismos.

Esta situación hizo que el PRI obtuviera un triunfo numérico y simbólico hacia las elecciones presidenciales del 2012 que, aliado con otros partidos, le generaría una posición favorable para fijar la agenda de gobierno, situación que puso a Felipe Calderón en el inicio de la segunda parte de su periodo, en proponer cambios más contundentes.

 

Conclusiones

Durante las últimas tres décadas México avanzó en la modernización del sistema político mexicano, con la inmolación inevitable, los últimos años, del viejo presidencialismo; sin embargo, el enorme reajuste político-económico no rindió en la realidad casi ninguno de los resultados prometidos: no se alcanzó eficiencia, competitividad, ni prosperidad sostenida y menos para todos. Las injusticias a enmendar alcanzan tal magnitud que vulneran el principio de la igualdad jurídico-política y, por tanto, contaminan la salud de los procesos democráticos. La política social se focaliza, se torna microsocial para aliviar, sin resolver, pobreza, desempleo e informalidad. La crisis de representación se hace evidente cuando el 50% o más de la población, y un porcentaje similar de la fuerza de trabajo, no tiene voz ni influencia en las decisiones fundamentales para su bienestar (Ibarra, 2007: 406).

Pese a los avances en materia electoral, el tipo de transición no logró  la instauración democrática, vale decir, la construcción de un andamiaje institucional y la elaboración de una Constitución acorde al régimen político, es decir, si tomamos como referencia la definición dada por Aguilar Villanueva, no se han logrado cambios en el nivel dos y tres de la misma. Aunque se abrieron canales para la pluralidad política y para nuevos roles de los partidos políticos, la experiencia democrática no ha logrado traducirse en un desarrollo incluyente, la ciudadanía muestra signos de desafección al igual que la mayoría de las democracias latinoamericanas. La calidad de la política en México constituye uno de los referentes centrales para entender las complejidades del sistema político. Aquí es pertinente preguntarnos: ¿Hemos transitado a un régimen político que permita un estilo democrático, incluyente e institucional de gobernar? ¿La vida pública se ha hecho menos privada o seguimos padeciendo la fragilidad de lo público tanto en la sociedad como en el Estado?4

Una de las respuestas a nueve años de la alternancia es que la "transición a la democracia" vino cargada de una buena dosis de ilusiones y promesas que parecen contradecir una forma de organización social y un estilo de hacer política que descansa en un orden moral de larga duración.

El primer supuesto es el desmedido poder del Estado y la correlativa debilidad de la sociedad. Sin embargo, este supuesto ha sido desmentido por la arbitrariedad y la corrupción, por la incapacidad administrativa y fiscal para recaudar impuestos, la debilidad en lo que atañe al ejercicio y monopolio efectivo de la violencia legítima, el uso privado de la autoridad pública y la impotencia en la universalización y aplicación de la legalidad. Asimismo, por una politización excesiva de la vida social que no significa un fortalecimiento de lo público, sino una estatalidad deforme e incompetente que obedece a la presión de grupos con intereses particulares.

Consecuencia de ello es que en México la gobernabilidad (estabilidad y control) ha sido conseguida a cambio del incumplimiento de la ley y la acción de múltiples intermediarios que permiten negociar la desobediencia y manejar clientelas a costa de las instituciones democráticas como los vínculos entre Estado y sociedad (Vázquez Calero, 2008: 201-230), situación que llevó al gobierno de Estados Unidos hacia el final del periodo de gobierno de George Bush a señalarlo como un "Estado Fallido".

En el ámbito social, el cambio de modelo económico y la estrategia de "desarrollo" ha generado un retroceso en materias que afectan a la ciudadanía, expresiones tales como el subempleo, el incremento de la informalidad, la baja tasa de trabajadores sindicalizados, la disminución de los contratos colectivos y la seguridad social, connotan un escenario de vulnerabilidad social.

Económicamente, las promesas del nuevo liberalismo o del llamado neoliberalismo han mostrado serias insuficiencias y limitaciones, ya que si bien los programas de ajuste y las reformas ayudaron en un primer momento a controlar la inflación y la macroeconomía, el crecimiento económico en los últimos 20 años ha sido uno de los menores de los países latinoamericanos. México, antes de la crisis financiera mundial declarada en septiembre de 2008, ya se encontraba en un escenario complicado: bajo crecimiento, generación de empleos de escasa calidad, pérdida de competitividad, desigualdad en distribución y aumento de brechas económicas de riqueza (Vázquez, 2008: 215).

En este proceso iniciado hace más de tres décadas, las élites aceptaron el acomodo democrático, debilitadas por la crisis de los años ochenta y la inefectividad gubernamental de hacer convivir la prosperidad interna con las demandas de la globalización, pero dicho acomodo no fue gratuito. A cambio de ello se transfirió poder en gran escala del Estado al mercado, se privatizaron las empresas públicas y se hizo de la competencia y de los mercados abiertos el mecanismo regulador por excelencia de la vida socio-económica del país. Desde entonces hay separación entre política, economía y sociedad. A la par se procuran instituciones y disposiciones jurídicas que imprimen permanencia a las orientaciones librecambistas de las políticas públicas o, al menos, tornan extremadamente difícil alterarlas (Ibarra, 2007: 406).

A partir de los años ochenta, la lógica reformista del Derecho redujo la esfera de lo público, fortaleció las libertades negativas, esto es, los derechos económicos individuales, exentos de toda interferencia gubernamental. En este proceso se procedió a adaptar a la legislación y a las políticas a un mundo sin fronteras, suprimiendo el proteccionismo y las políticas industriales, financieras y del empleo. Del mismo modo, se dejó de lado el desarrollo de los derechos positivos, es decir, de los derechos humanos, como resguardo ciudadano frente a la injusticia y los avatares económicos,  sociales o demográficos.

En este sentido, el Estado de Derecho, por más que haya transitado por caminos escabrosos, ha de respetarse en tanto condición ineludible al mantenimiento cotidiano del orden social. Por ello se señala que el pecado original del Estado de Derecho en México residió en haber sido vulnerado por el autoritarismo posrevolucionario que plasmara las trascendentes reformas globalizantes, que preservaron y ensancharon los privilegios de élites propias y extrañas, por ello se requiere regular de iure la distribución del poder político-económico y las directrices rectoras de las estrategias gubernamentales.

Al respecto se pone como ejemplo: la libertad de comercio y los múltiples tratados de libre comercio, las modificaciones a los códigos agrarios que incorporan la propiedad ejidal al mercado; la conversión de la banca de desarrollo en institución de segundo piso; la autonomía del banco central con el cometido único de abatir la inflación con olvido del desarrollo; la ley de responsabilidad hacendaria que impide hacer política fiscal desarrollista o bien contracíclica; la erradicación de las normas regulatorias de la inversión extranjera; la debatida ley de radio y televisión que consagra privilegios a los actuales concesionarios (Ibarra, 2007: 406).

Como resultado de este diagnóstico se señala que México parece haber perdido el rumbo de su modernización iniciada en los años noventa.

Es un país que está detenido y que no sabe a dónde dirigirse. Una de las principales razones es el descrédito y el pobre resultado de las reformas emprendidas hace dos décadas. La razón de dicho descrédito se inició con la crisis económica del año de 1995 que afectó al país y sepultó a los gobiernos modernizadores, junto con la promesa de prosperidad; una crisis cuyo origen no fueron las reformas sino el vicio tradicional de las finanzas públicas: una deuda gubernamental muy por encima de las capacidades de pago del gobierno.

El desprestigio de las reformas llamadas neoliberales es global. En todas partes del mundo, particularmente en América Latina se han hecho privatizaciones que no añadieron eficiencia sino costos a sus sociedades. Hubo corrupción asociada a la compra de empresas del Estado. La privatización madre del desprestigio en México fue la bancaria, cuyo rescate costó una fortuna a los mexicanos, y que terminó con la mayor parte de los bancos en manos extranjeras. El escándalo y los costos de la privatización bancaria hacen olvidar el éxito de otras, como la telefónica, y cerraron el paso a nuevas opciones en la materia, tales como la industria eléctrica, la explotación de gas, la industria petroquímica o la exploración petrolera (Aguilar Camín, 2006: 15).

Para algunos especialistas, la pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos, es si la estrategia general de la política económica es la equivocada o si la falla se encuentra en la manera en que ésta ha sido instrumentada. Aunque la discusión ha sido tanto pragmática como ideológica, la realidad demuestra que si bien sobreviven algunos empresarios y muchos políticos que todavía añoran un país fácil, libre de importaciones y un gobierno generoso en subsidios, la mayoría de los empresarios y de los partidos políticos reconocen que la globalización de la economía es un hecho que no puede ser desdeñado (Rubio, 2001: 15-24).

En este contexto, quienes apoyan la política económica, aún cuando desaprueben la gestión gubernamental, ven en la globalización una oportunidad para el desarrollo del país, por lo que promueven una rápida inserción en su dinámica a través de exportaciones, importaciones, inversión extranjera y demás. Por tanto, demandan esfuerzos mucho más intensos para desregular y privatizar, así como para transformar el sistema educativo del país y, en esa medida, elevar la eficiencia y productividad, e insisten en la absoluta transparencia del actuar gubernamental y de las reglas del juego. Su prioridad es el largo plazo, a lo cual supeditan los costos inmediatos del cambio.

Por su parte, quienes reprueban la política económica no necesariamente rechazan la globalización, pero la ven más como una amenaza. Reconocen que el mundo del pasado ya no es posible, pero eso no les impide tratar de preservar algunos instrumentos gubernamentales de intervención económica, así como los beneficios, privilegios y trofeos que en esa época cosecharon. Su prioridad se encuentra en el corto plazo, a través de cambios graduales que garanticen la viabilidad sociopolítica del proceso. Para este grupo, el gobierno debe mantener sus instrumentos de acción política y social, y emplearlos para proteger a los que menos tienen y asegurar que los beneficios se distribuyan más rápidamente.

Hasta hace algunos años, la mayoría de los mexicanos parecía aceptar que la única manera de avanzar era mediante un curso más o menos intermedio entre estas dos posturas; un curso en el que se perseguían los objetivos de transformación económica mientras se asistía a los más desprotegidos; es decir, se había logrado conformar un consenso más o menos tentativo, con respecto a la orientación de la política económica. Sin embargo, como lo han señalado algunos estudiosos del proceso político y económico del país, la crisis económica de 1995 dio al traste con ese virtual consenso, y desde entonces no ha habido no siquiera la intención de volver a obtenerlo. Es por eso que la confrontación de posturas es tan preocupante. No sólo no existe consenso, sino que el clima político de los últimos nueve años ha sido de confrontación. Además de que las disputas en torno a la economía han tomado una gran diversidad de vertientes y los tiempos electorales son siempre propicios para exacerbar los ánimos y polarizar cualquier postura (Rubio, 2001: 17).

En suma, el principal reto de México en la actualidad es el de construir una estructura económica que le permita enfrentar con éxito el enorme reto social que caracteriza al país y darle vitalidad a la sociedad mexicana, aunque "El verdadero reto no es de naturaleza económica, ya que existen soluciones técnicas que han sido probadas en otras naciones. Nuestro desafío es organizarnos de una manera adecuada para poder adoptar las medidas de carácter técnico necesarias. Y éste es un problema político" (Rubio et al., 2006: 19-20).

Definir y adoptar una estrategia de desarrollo económico entraña dos componentes fundamentales. Por una parte, requiere de la definición cabal de un conjunto de factores económicos que son conocidos y sobre los cuales existe una historia larga, tanto en México como en otras latitudes. Es decir, las medidas que sería necesario adoptar para dar un gran salto hacia adelante no son esotéricas ni particularmente complejas. Existe una vasta experiencia en materia económica sobre las formas y medidas que requiere adoptar una economía para crear las condiciones que le permitan crecer de manera sostenida (y sustentable) durante largos periodos. Algunas de esas medidas podrían ser relativamente fáciles de adoptar, mientras que otras requieren decisiones políticas, las cuales, como hemos comprobado en el presente artículo, han sido difíciles.

Entre las primeras se puede hablar de la infraestructura, el ahorro de la sociedad o las instituciones (como los bancos o las entidades reguladoras gubernamentales) que cumplen funciones esenciales para el desarrollo económico. Entre las segundas, se encuentran temas como el de la estructura y contenido del gasto público, la conformación de un sistema de justicia que garantice el respeto a la ley y la transformación de las relaciones laborales, temas que afectan intereses particulares.

Es decir, aunque es relativamente sencillo definir lo que debe contener un plan de desarrollo, dado su carácter exclusivamente técnico, la dificultad de instrumentarlo reside en el terreno de la política, donde tienen que dirimirse diferencias, conciliarse intereses contradictorios y crear condiciones que permitan adoptar las medidas técnicas y económicas propuestas.

 

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Notas

1 Tal es el caso de José Francisco Ruiz Massieu en su libro: ¿Nueva clase política o nueva política?, México, Océano, 1986,162 pp.

2 Consúltese: Comisión de Estudios para la Reforma del Estado, Porfirio Muñoz Ledo (coord.), Conclusiones y Propuestas, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004, 292, pp.

3 "Reforma del Estado por ley", entrevista de Daniela Rea Gómez al senador Manlio Fabio Beltrones, "Enfoque", periódico Reforma, México,10 de septiembre de 2008, p. 4.

4 Para algunos estudiosos lo que sucedió es que en 1997, el régimen político con variables impuestas por el poder institucional en manos del presidente en turno, "periclitó" hacia dos regímenes sobrepuestos y que en 2006 uno de estos regímenes había perdido a favor del otro un régimen imperante, que poco a poco se había venido imponiendo en la lógica de las políticas neoliberales desde los años noventa, y que después de lo sucedido en el proceso electoral del 2006, en el que el poder presidencial más el de los poderes fácticos, hicieron todo lo que pudieron para impedir que "su" régimen político perdiera continuidad, el nuevo régimen político sustituyó al anterior, y que por lo mismo ya no se podía hablar de dos regímenes sobrepuestos —si es que tal afirmación tuvo validez en su momento—; en este sentido, existe la presunción de que el país vive un nuevo régimen político dominado por el pensamiento pragmático-liberal (al que se le puede llamar también tecnocrático-neoliberal). Ver Octavio Rodríguez Araujo, op. cit., pp. 7-8.

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