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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.20 Ciudad de México may./ago. 2010

 

Sistema político mexicano

 

México, democratización de espuma: sin participación ni representación

 

Manuel Villa Aguilera*

 

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Londres, Inglaterra. Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM.

 

Resumen

En México se logró la liberalización política, pero sólo se avanzó en la fase primera de la transición, la alternancia en el 2000. Las reformas desde 1997 han tenido poco éxito, propiciando nuevas distorsiones. El artículo propone que el problema no está en sólo el ámbito institucional, éste sólo lo reproduce, lo que falta es plantear adecuadamente el modelo para construir la representación y su soporte, nuevas formas de organización y participación ciudadana.

Palabras clave: representación política, participación ciudadana, sistema político mexicano, transición democrática.

 

Abstract

Mexico's political liberalization has achieved only the first step, which is the alternation of parties in the year 2000. Political reforms since 1997 have had small success, they have actually created new distortions. The author proposes that the problem is not only at the institutional level, it just reproduces it, what is needed is to develop adequately the model to build the representation and its base, new ways of organization and citizen participation.

Keywords: Political representation, citizen participation, mexican political system, democratic transition.

 

Introducción

En un breve periodo de diez años, México ha pasado de la euforia democrática al desencanto con la democracia o, al menos, al desconcierto y la incertidumbre. No hay duda de que los gobiernos panistas no han sabido responder al reto y la oportunidad abiertos en julio del 2000. Pero eso es sólo parte de la explicación, igualmente importante es reconocer que se toparon con dificultades y límites estructurales de diverso orden, que exigían de los líderes políticos una gran maestría política y una suma de fuerzas excepcionales.

A lo que hay agregar algo que no debe omitirse. Las dificultades enfrentadas por el proceso de democratización y de reforma de las instituciones, no sólo no han sido bien localizadas y asumidas por los gobernantes, tampoco la intelectualidad ha podido plantearlas en un diagnóstico claro que trascienda las posiciones partidarias o los paradigmas polito-lógicos establecidos, ni menos aún ofrecer una explicación aproximada, como no lo han hecho analistas y comentaristas que pueblan los medios.

Apenas explicaciones parciales, lúcidas advertencias y señalamientos precisos e inteligentes de coyuntura y, sobre todo, denuncias. En este sentido, no sin tener notoria responsabilidad, se ha hecho de los partidos políticos y los congresistas "chivos expiatorios" de los males del país. No están desubicados quienes cargan la responsabilidad a los legisladores y al jefe del Ejecutivo, así como a los dirigentes de los partidos, sólo que ello ha conducido a una espiral de reclamos y denuncias, sin consecuencias importantes para cambiar la nociva dinámica. Lo que se ha señalado no es falso, es insuficiente, pues alude sólo a lo que se mira cotidianamente. En esto, las necesidades noticiosas y de novedades de muchos medios, sobre todo los electrónicos, han arrastrado a la opinión pública tanto como a los analistas.

Queda, por ello, en pie una pregunta fundamental: ¿por qué los partidos no tomaron el rumbo del cambio, la reforma del régimen y se acomodaron a la condición partidocrática, asegurando, a sus dirigencias y clientelas, tanto como han podido, sus zonas de poder?

 

I.

Algo fundamental que no trajo consigo la democratización en México, al menos en grado razonable, ha sido organización y participación social. Como consecuencia, tampoco se ha conseguido que la representación política alcance la calidad requerida, propiciando la más conveniente diversificación partidaria y una sólida pluralidad en el Congreso. Como es evidente, las deficiencias de la representación son consecuencia, sobre todo, de las carencias en presencia social organizada y participativa.

Aunque la opinión pública y la de especialistas aprecian el desmantelamiento de las condiciones del autoritarismo y un cambio más que significativo con respecto al dominio priísta, también deploran que pase el tiempo y no se trasciendan las primeras fases de la formación de un régimen efectivamente democrático.

El proceso democratizador no alcanzó ni extensión ni hondura suficiente para dar paso a la mayor organización social y a la participación amplia de los ciudadanos, por el contrario, se han restringido. El relativo desmantelamiento del PRI propició un trasvase de votos a los originales opositores, PAN y PRD, que si bien favoreció la pluralidad también generó el empate técnico. Al reflejarse todo esto en el Congreso, la consecuencia ha sido una pluralidad estéril y precariedad de la representación; legisladores distantes del ciudadano, de hecho independientes de ellos e íntimamente dependientes de intereses que los auspician. Esto es, dominio de partidocracias y desrepresentación ciudadana.

Las partidocracias no predominan aisladas como las únicas configuraciones apropiadas del poder político e institucional, sino que conviven en relaciones de interdependencia, y también de conflicto y competencia férrea con otras élites. Si las partidocracias en lo político son dueñas y señoras, en lo económico, social y cultural, lo son las cúpulas empresariales plutocracias, las oligarquías regionales y las constelaciones intelectuales. Estas últimas integran la Intelectocracia, dueña, casi en monopolio, de las interpretaciones, explicaciones, ideas legitimadoras o deslegitimadoras, y estímulos a la opinión pública en la vida nacional.

Reconocido esto, a partir de aquí todo son dudas. No queda claro hacia dónde puede derivar el orden político, menos se tiene un diagnóstico del proceso, no hay certeza de la consolidación, se perciben cada vez más vicios y costos desmesurados. Y no se advierten los efectos saludables en términos de bienestar personal, crecimiento económico, erradicación de la corrupción, eficacia de gobierno, seguridad personal.1

El problema es que para lograr esos objetivos, antes se requiere de salvar escollos históricos e intereses sociales dominantes; de otra manera, nada garantiza su consecución y quedan solamente como una posibilidad. Esto apenas si se contempló, sólo a poco de lograda la alternancia se empezaron a reconocer estos riesgos. Previamente, casi nadie quiso prestar atención a la cautela con la que la transición y la democratización empezaban a ser vistas desde mediados de los noventa por los mismos teóricos e impulsores norteamericanos.2 Apenas cumplido el primer tercio del gobierno de Fox, las dudas se generalizaron y las incertidumbres crecieron por sobre las certezas predictivas del pasado inmediato.

Las instituciones electorales, por su parte, sólo en su primera etapa avanzaron consistentemente, y ya pasan por una pésima época, quizá sea su peor momento. Baja autoridad y estatura institucional de los consejeros del IFE, dudas acerca de la pulcritud del comportamiento de algunos magistrados del TRIFE, diseño de reforma que beneficia el dominio partidocrático y elitista que reducen la presencia ciudadana y la fiscalización que desea ejercer.

Las corrientes dominantes de la politología indican que, en buena medida, mucho de ello resulta de problemas de diseño institucional, pero hay razones para pensar que se trata de algo más complejo y de mayor profundidad. ¿Es la de México una situación excepcional para la que no pareciera haber antecedente conceptual ni histórico? No es así, más bien se le está viendo desde el lente de la experiencia contemporánea de las transiciones, y no se considera lo que de antiguo se sabe, que la democratización no tiene ni siempre ni necesariamente un desenlace único y feliz.

Desde luego que en el sistema representativo las instituciones son fundamentales, de ahí que el institucionalismo represente un avance notorio en el pensamiento norteamericano y en parte europeo, sobre el problema de la política, con respecto a los paradigmas mucho tiempo dominantes del behaviorismo y el individualismo; sin embargo, también deja importantes aspectos sin resolver, entre los principales, los siguientes:

a) No hay consenso acerca de la definición de institución, y las más aceptadas no discriminan entre instituciones en general y las propiamente políticas, las del régimen, en particular;

b) La ausencia mayor es con respecto al problema del Estado. Se deja en vacío y de hecho se sustituye por algo vago como es el arreglo institucional. Al no reconocer ni plantear la cuestión del Estado, no se puede contar con criterios suficientes para la definición de instituciones políticas;

c) El problema del diseño institucional, con todo, ha encontrado respuestas interesantes y prácticas sectoriales, pero parciales, por ejemplo, ha sido fácil rediseñar las instituciones financieras, como el Banco Central, pero extraordinariamente difícil las procuradurías u otras áreas de atención ciudadana;

d) A pesar de la conciencia del problema y los cuidados epistemológicos, priva la idea —con algún grado voluntarismo—, de que el diseño institucional es asunto de destreza, voluntad política y capacidad de operación. Lo que parece certificarse muy aleatoriamente. Por ejemplo, es válido en el Japón, pero el caso es que ahí hay una tradición de administración rigurosa y autoritaria, eficiente, previa a la modernidad capitalista.

Cuando todo lo anterior resulta insuficiente, parece necesario volver a la clave principal en el componente originario, es decir, la representación mediante elección popular. Ésta es la que genera la única forma de legitimidad en el Estado contemporáneo, la racional legal. Sólo que las contradicciones y conflictos encerrados y no resueltos en la construcción de un poder nacional, dejan zonas de controversia irresolubles. Sobre esa base, el asunto del diseño institucional, o del régimen y de los instrumentos de políticas estatales o políticas públicas, requiere, entonces, de que se consolide previamente el acuerdo nacional y los intereses que habrán de sostenerlo, haciéndolo perdurar, depurándose de tiempo en tiempo. Dicho de otra manera, se plantea el problema de la hegemonía, o de la clase dirigente, y no sólo como ocurrió en la república priísta, reforzando el autoritarismo de la clase gobernante.

Reflexionando sobre la teoría de las formas de gobierno, varios autores, sobre todo Norberto Bobbio y Giovanni Sartori, han hecho hincapié en que los clásicos consideraron siempre dos opciones para las formas arquetípicas, monarquía, democracia y dictadura.3 Es decir, no necesariamente una es óptima y otras desastrosas. Si esto se tiene en mente, quizá se encuentre una buena pista para estudiar el fenómeno que se está volviendo característico de la era de la democratización, cada vez más evidente en México, el del predominio de las consecuencias no deseadas de las reformas y la propia democratización.

 

II.

Las teorías o planteamientos de las transiciones y la democratización han adolecido de un sesgo valorativo y en la práctica, ideológico, es decir, el sentido progresivo-positivo del cambio. La democracia es buena en sí misma, la democratización sólo puede traer buenas consecuencias.

En el planteamiento democratizador, con voluntad y decisión siempre se irá adelante. Sin embargo, los males que dominan la alternancia están a la vista: polarización social, parálisis gubernamental; déficit de gobernabilidad; sobrepeso improductivo y paralizante del Congreso; insularidad de los gobernadores; predominio más que oneroso de las partidocracias; insuficiente pulcritud electoral y pérdida de prestigio del IFE, además de resultar dispendioso y precario en autoridad; influencia desmedida del dinero en las campañas y deformaciones por el efecto de la publicidad y los medios de difusión; escamoteo de la participación ciudadana por imposiciones de los poderes informales, fácticos y oligárquico regionales. Y, cada vez más, debilitamiento de las instituciones, deterioro de la unidad de poder nacional y de los mecanismos estatales de defensa de la nación, la Seguridad Nacional y la Seguridad Pública. Todo esto en el marco de la incapacidad para estimular el crecimiento económico, apenas compensado por exportaciones, sin o bajo valor agregado por la industria nacional, precios del petróleo, remesas del exterior —ambos, por cierto, en declive— y economía informal; en fin, como gran consecuencia social, inequitativa distribución de los beneficios sociales y las oportunidades.

Lo que revelan los últimos lustros es que si bien las tasas de participación electoral se han mantenido en un nivel razonable, especialmente en elecciones presidenciales, otras formas de acción ciudadana apenas si se registran. Excepto en casos de formas extremas, ya sea de protestas en situaciones desesperadas o, sobre todo, de grupos extremistas. Incluso, hay razones para advertir un declive en la organización de sectores de la sociedad civil que tuvo un importante avance durante los años ochenta.

No sólo en términos de participación se observa un declive, también hay razones para considerar que la Representación política no se construye por vías eficientes, precisamente, las que expresan organización ciudadana. El dato más evidente es la clara oligarquización de las grandes organizaciones, especialmente las sindicales, y la pérdida de militancia en muchas otras. Sin duda, el dato más revelador está en la indiscutible deformación de los partidos sometidos a las partidocracias, aspecto que impacta al Congreso, lastrando la representatividad del colegiado.

El debilitamiento de organizaciones y hasta la extinción, se revela incluso en el declive de los estudios sobre actores y organizaciones.

A diferencia de lo que caracterizó la ola participativa de los ochenta, ahora parece detenida, permaneciendo en las condiciones del despegue. Un recuento de esos años y los noventa del siglo pasado revela que "...en el panorama actual de los actores sociales mexicanos destacan tres procesos: a) el reflujo de la mayoría de los actores sociales tradicionales, independientes y corporativizados; b) la refuncionalización de una parte de ambos, y c) el surgimiento de otros nuevos".4

Como es bien sabido, la mayor parte de los actores colectivos y sus organizaciones, básicamente de carácter sindical, encontraron sus límites con la crisis del estatismo y las transformaciones estructurales efectuadas durante el gobierno de Salinas de Gortari. El dato esencial es que estaban armados orgánica y programáticamente en función del Estado de Bienestar y la forma específica que éste tomó en México. Los grandes sindicatos que han sobrevivido permanecen más bien atrincherados, tratando de maximizar el beneficio de su poder para coaccionar al Estado, sin preocuparse de su rediseño, ni de su proyecto ni menos de su reorganización democrática, tal como ocurrió con los sindicatos del Seguro Social, el ISSSTE, PEMEX. La excepción sería el SNTE, que permaneció en la misma condición oligárquica; sin embargo, ha podido desplegarse simultáneamente como organización electoral.

Por lo que toca a las organizaciones nuevas, en el sentido de surgir de la sociedad civil, modeladas de acuerdo a este discurso y un declarado antiestatismo, es un hecho que las más sobresalientes prácticamente han desaparecido o se han deformado, reduciéndose a una suerte de grupalismo de confrontación cíclica. Quizá las más distintivas fueron el Barzón y Alianza Cívica. El primero junto con otra corriente importante, la Asamblea de Barrios de la Ciudad de México, sucumbieron al clientelismo partidario y quedaron atrincheradas en las franjas perredistas de esta modalidad. Alianza Cívica, junto con otras organizaciones ciudadanas de menos impacto, prácticamente desaparecieron, al menos del primer plano de las acciones. Y sólo se mantienen algunas interesadas en materia ciudadana de corte más bien elitista y restringido en participación colectiva.

Es difícil saber el número de organizaciones efectivamente activas, con una membresía estable y actuante, y menos aún se puede disponer de algún tipo de indicador de sus logros. A la luz de lo observado, el criterio principal de evaluación resulta de la capacidad de activismo e impacto mediático de los dirigentes.

Datos reelaborados por Roderic Ai Camp correspondientes al año 2000, reportan las siguientes cifras de organizaciones no gubernamentales. Bienestar y Asistencia, 1,883; Ambientalistas, 1,027; Derechos Humanos, 952; Feministas, 437; Atención a Indígenas, 270; Arte, Cultura y Ciencia, 248; Desarrollo Rural, 200. Un total de 5,017.5

Esta información difícilmente permite ir más lejos, para saber si son muchas o pocas, o si su membresía es considerable. Quizá para el tamaño de un país como México, en población y territorio, resulten pocas. Más aún, de acuerdo a lo que se desprende de informaciones periodísticas, no hay nada que indique un impacto considerable de sus actividades, y todavía más, ni siquiera se puede estar seguro de que muchas no sean ya más que membretes.

Por su parte, las inercias de la cultura política de los mexicanos, remantes de los condicionamientos sobre los que operó la era priísta, apenas sí parecen diluirse, más bien resisten el paso del tiempo. Duarte Moller y Jaramillo Cardona analizaron el problema con datos de la segunda Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas. Algunas de sus conclusiones resultan muy sugerentes y sintomáticas del rezago de fondo que entorpecen la puesta al día de la organización ciudadana como basamento de mecanismos actualizados para construir la representación efectiva. En breve síntesis, indican:

1. Los resultados de la encuesta como el análisis que distintos autores han realizado del carácter autoritario del régimen político surgido después de la Revolución mexicana, son consistentes con los supuestos teóricos considerados en este trabajo, por lo que es válido afirmar que, en general, las actitudes y comportamientos de los mexicanos están influidos por factores culturales que fueron internalizados durante el régimen autoritario y que dieron lugar a la formación de una muy pobre cultura política democrática, circunstancia que ha tenido efectos en el proceso de democratización que se vive en México.

2. No obstante los cambios logrados en la construcción de normas legales e instituciones para garantizar el respeto al voto de los ciudadanos y en el desmantelamiento de instituciones que caracterizaban al sistema político autoritario mexicano, como el presidencialismo y el corporativismo, los valores y las normas democráticas no han sido internalizados aún por la inmensa mayoría de los mexicanos.

3. El desfase entre la existencia de una normatividad que corresponde a un sistema democrático y la escasa cultura democrática de los ciudadanos, constituye un factor de riesgo de gran importancia para el proceso de democratización del país, pues hace lento su desarrollo y provoca la insatisfacción con el sistema democrático.

4. El riesgo por la insatisfacción con la democracia pudiese alentar nuevas aventuras autoritarias que retrasasen el proceso de democratización o, en su caso, diesen pie a un proceso de involución, de regreso al autoritarismo. No hay que descartar, basados en los supuestos establecidos por la perspectiva marxista, la posibilidad de que la escasa participación de amplios sectores de la sociedad en los asuntos políticos sea un producto deseado, planeado y alentado conscientemente por las minorías dominantes en la sociedad, toda vez que "en un sistema político caracterizado por una difundida apatía, los márgenes de maniobra de las élites son muy superiores" (Bobbio, Matteucci y Pasquino). Frente al triunfo histórico del sufragio universal, las élites alientan la apatía y el abstencionismo políticos. La manipulación de la información sobre los asuntos políticos constituye hoy por hoy una de las herramientas más formidables de que disponen las élites para preservar el estado de cosas. En los países subdesarrollados, donde las características socioeconómicas que distinguen a los abstencionistas son compartidas por la mayor parte de la población, dicha manipulación encuentra un campo sumamente fértil. El papel de la televisión como instrumento de socialización política es fundamental en este proceso.

5. Las instituciones tanto públicas como privadas, las organizaciones políticas y ciudadanas, así como los ciudadanos en general auténticamente comprometidos con el proceso de democratización del país, requieren involucrarse de manera responsable en el diseño y ejecución de una estrategia orientada a propiciar la socialización de los valores, los hábitos y las actitudes democráticas a fin de garantizar la superación de ese desfase entre normatividad y cultura democrática en un plazo lo más breve posible.6

En cualquier caso, la información disponible no parece reportar un grado siquiera deseable de organización y participación ciudadana. Y como ya se advirtió, la carencia de estudios y análisis al respecto parece ser también reveladora de esta precariedad.

En suma, el conjunto de rezagos que corresponden a una cultura pre-democrática y más precisamente, pre-ciudadana, amalgamada sobre todo, pero no sólo, con el paternalismo, ha llenado de manera diversa el proceso institucional, el de democratización y ha acotado los alcances del mismísimo Estado de Derecho.

Desde el punto de vista de la transición, sobre estas bases, lo que se consiguió fue una democratización de espuma, sólo en la cresta de la ola, democrática sólo en la superficie, pero armada con el agua turbia de las contradicciones de la configuración de poder propia de la nación.

En tales condiciones, los usufructuarios y actores de la transición fueron las diversas elites. No podía ser de otra manera. Elites empresariales, elites de los medios, elites intelectuales y académicas, elites del poder público, tecnocráticas, élites de género y posición social. Todas ellas se presentaron como sociedad civil y contribuyeron a dar la imagen de modernidad democrática de los partidos opositores al PRI. La ficción no duró mucho, dio para poco, apenas para la alternancia. Alcanzada ésta, las elites cada vez menos pudieron influir en el proceso y tomaron el camino del descontento y la inconformidad, recurriendo a explicaciones circunstanciales.

 

III.

¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo ha sido posible una democratización sin una creciente sostenida, al menos en las primeras etapas, de participación ciudadana? ¿Cómo se ha diluido el entusiasmo participativo que produjo la derrota electoral del PRI y el avance gradualista hacia una nueva gobernabilidad? ¿Cómo explicar que el régimen se liberalice, gane en pluralidad partidaria y la representación sea deficiente y deformada en beneficio de partidocracias y poderes ajenos a la ciudadanía?

El conjunto de teorías políticas no arrojan explicación. Ya sea lo poco que queda del marxismo, como las que derivan de las escuelas más bien enfocadas a dimensiones de lo político. Las corrientes más influyentes, casi todas procedentes de la academia norteamericana que se engloban en el Institucionalismo, tampoco dan cuenta del problema. En la mayoría de los casos, denuncian rezagos, deformaciones, que siempre se espera que supere una nueva generación de reformas.7

Se trata de cuestiones que están demandando gran imaginación y penetración analítica a las ciencias sociales y que no es posible tratar aquí en conjunto. Por lo pronto, conviene fijar la atención en el que parece ser un principal problema de origen en el planteamiento reformista en México. Lo que apenas si se ha considerado en la democratización del régimen político mexicano es que hay dos procesos que deben atenderse simultáneamente, son altamente interdependientes y, por lo demás, hasta ahora muy defectuosamente resueltos en las democracias. Los procesos son: el de la representación y el de la participación. En el entendido de que la pretendida antinomia entre democracia representativa y democracia directa carece de sentido práctico, lo único cierto es el sistema representativo, y éste no conlleva mecánicamente formas específicas e igualmente amplias de participación. Es decir, hay que diseñarlas, acordarlas y construirlas según cada situación nacional.

En otros términos, el problema no está, simplemente, en el equilibrio de poderes, sino en lo que lo hace real, posible, eficiente, es decir, la presencia de fuerza social real en cada uno de ellos. Lo que lleva directamente al tema de la representación. Para Montesquieu, el problema era simple, pero se quedó muy corto, la división de intereses representados en el cuerpo legislativo obedecía también a una división de funciones. Para garantizar la libertad del ciudadano, el Ejecutivo y el Legislativo no deben estar reunidos en la misma persona. El Poder Legislativo tiene amplios poderes, pero limitado por el derecho de veto del Ejecutivo; a su vez, el pueblo se expresa en la cámara baja, y la nobleza en la alta.

Rara vez se considera que, desde su origen, la idea o el principio de la representación generó severas dudas. Los más conservadores o cautos, especialmente en Estados Unidos, temían que ésta podía quedar sujeta a minorías facciosas; los más radicales, reprochaban que se diluyera la presencia del pueblo, se perdiera la opinión popular, que sólo podría expresarse en la democracia directa.

De aquí que convenga referirse sucintamente a los tipos clásicos de la representación y sus limitaciones. En el modelo norteamericano, consolidado en la Constitución de Filadelfia, dominó el temor a las mayorías, y a las asambleas deliberativas de la ciudadanía, al debatir cuestiones de interés público. El Federalista fue claro al razonar que el interés básico de la Carta Magna estaba en impedir que las facciones controlaran la vida política de la nación. Madison dijo que la facción era un número de ciudadanos que corresponde a una mayoría, o a una minoría del total, que se unen y actúan, motivados por la pasión o el interés común, contra los derechos de los demás ciudadanos, o los intereses permanentes y agregados de la comunidad."8 En realidad, el temor no era a minorías sino a una mayoría, incluso no les preocupaba la minoría porque en un tiempo razonable podía ser vencida. Por ello es que se reconoce, claramente, un sesgo contramayoritario en la Constitución norteamericana y en su sistema electoral y de formación de la representación, que supone que las mayorías no son capaces de tomar decisiones sabias sobre el interés público.9

Los padres fundadores buscaban preservar el papel dirigente de las minorías. La idea es elitista y corresponde a la importancia de los pocos, the few, ricos y bien nacidos, así se busca proteger a éstos de una posible mayoría. El propio Rober Dahl lo ha precisado.

La forma del argumento madisoniano resultó en una ideología destinada a proteger a las minorías con riqueza, status, y poder, que desconfiaban de sus más encarnizados enemigos, los artesanos y granjeros inferiores en riqueza, status y poder, que eran vistos, precisamente, como las mayorías populares.

Aún así, el arreglo institucional, especialmente en lo que toca al sistema de pesos y contrapesos, no intentó una protección totalitaria de las minorías, sino sólo su salvaguarda. Mediante, a) evitar que las tendencias facciosas de las mayorías se impongan; b) conseguir que tanto el sector mayoritario como el sector socialmente privilegiado tenga un influencia equilibrada dentro del sistema político.

Por otra parte, están los dos grandes modelos europeos de las formas de la representación; algo de más fondo que el falso dilema entre formas de gobierno, presidencial o parlamentaria, al que las corrientes de las transiciones los reducen con gran frecuencia.

Giovanni Sartori lo ha planteado con toda precisión.

El tipo inglés de sistema representativo está basado en el método electoral uninominal que atribuye un limitado margen de elección al elector y favorece un sistema bipartidista; mientras que el tipo francés está basado sobre el método electoral proporcional que permite al elector un amplio margen de elección y facilita los sistemas multipartidistas. El tipo inglés sacrifica la representatividad del parlamento a la exigencia de un gobierno eficiente, mientras que el tipo francés sacrifica la eficiencia del gobierno a la representatividad del parlamento.

Puesto al día el lenguaje del gobierno se diría que

...el tipo inglés de sistema representativo debería llamarse "sistema de gabinete", y el término "sistema parlamentario" correspondería al tipo francés.

Sea cual fuere la terminología, en el gobierno representativo coexisten dos almas, dos exigencias: gobernar y representar. El sistema inglés (y americano) maximiza el requisito de gobernar, mientras que el sistema de tipo francés maximiza la instancia de un parlamento que refleje.10

Así, las experiencias clásicas enseñan que un régimen democrático necesita tomar decisiones claras y bien elaboradas sobre los modos y mecanismos de dar forma al sistema representativo; no es algo que se puede dejar al azar de la tensión entre fuerzas. Con todo, la representación política puede ser muy defectuosa, pero la relación institucional Estado-sociedad puede resolver buena parte del problema. Si cumple dos requisitos, recoge la demanda y a la vez genera capital social, para definirla, jerarquizarla y aportar soluciones.

En cualquier caso —y aquí la tensión con lo anterior— es un hecho reconocido, aunque con insuficiente análisis, que los partidos son los medios por excelencia para integrar la representación; de hecho, en México resultan los medios únicos para tal propósito.

 

IV

¿Cuál es la situación del sistema de partidos en México? Hasta ahora, crecientemente desfavorable para la participación ciudadana y la gobernabilidad democrática, en lo fundamental por las siguientes razones:

1. La apertura del sistema cerrado a uno de competencia abierta entre partidos, sin duda, produjo el fortalecimiento de éstos y la capacidad de operación del sistema.

2. La competencia ha implicado modificaciones en los partidos, sin embargo, todavía están lejos de un diseño adecuado en términos de funciones, estructura y composición orgánica. Son básicamente maquinarias electorales.

3. El proceso de realineamiento de fuerzas y electores entre los tres principales partidos ha resultado positivo, especialmente en términos de equilibrio de fuerzas. En este sentido, la transición del partido hegemónica al sistema de partidos ha sido bastante exitosa.

4. En cambio, la transformación estructural de los partidos está pendiente, lo que implica escasa vinculación con capas amplias de la sociedad y, no menos grave, ausencia efectiva de la militancia.

5. Los tres principales partidos están requiriendo de adecuaciones acordes al espacio ideológico-social que dicen representar y, sin embargo, son muchas las deficiencias y vicios que comparten con sorprendente similitud bajo el dominio de las cúpulas partidocráticas. Aquí se diluye mucho de la virtud del paso del orden hegemónico al competitivo.

6. Los tres principales partidos muestran una saludable amplitud, sobre todo en algunos estados de la República, al abrirse a estructuras paralelas, redes organizativas, conglomerados ciudadanos, incluso, aunque no es lo más deseable, cadenas clientelares. Sin embargo, todo lo que ello tiene de virtuoso, no se consolida en el interior de los partidos, no les retroalimenta, excepto, en el caso de lo negativo propio de las relaciones clientelares.

7. Lo más grave es la aparición de estructuras profesionales de operación electoral, abiertas a la negociación de conveniencia coyuntural, de la que ya han tenido que depender los partidos para compensar la debilidad electoral.

8. En contrapartida, el sistema de partidos padece ya una dependencia enfermiza de los medios de comunicación y los recursos publicitarios, lo que por lo pronto incide en la falta de incentivos y mecanismos para la carrera dentro de la organización, al tiempo que se ha venido cancelando la creatividad ideológica y programática. El llamado fin de las ideologías es, en este caso, sólo una coartada que encubre la pobreza de contenido de las organizaciones.11

En suma, en este sentido, los partidos como organismos esenciales para forjar la representación trabajan muy defectuosamente, generando la precariedad gubernamental. Uno de los principales problemas que han enfrentado los partidos no es simplemente el de la representación, sino el de cómo construirla y renovarla periódicamente. Esto ni lejanamente se ha considerado en México. En el ejemplo de Estados Unidos se ve claro el sentido en que se decidió, asumiendo costos y beneficios.

Los límites al régimen representativo en México no sólo resultan de los partidos sino, más estructuralmente, de la quiebra de un sistema de construcción de las representaciones que funcionó durante muchos años, vía el partido hegemónico durante el régimen de la Revolución Mexicana, especialmente a partir de 1938; orden institucional que al entrar en crisis, no fue reemplazado por un diseño de conjunto. Por el contrario, más bien la descomposición de ese viejo sistema determinó la sobrevivencia de fuerzas y organizaciones que se recolocaron como mecanismos básicos de la representación en el nuevo orden liberalizado, que no necesariamente democratizado, en mucho debido a este defecto.

En México, a partir de 1938 y luego en 1946, ya en el PRI, se optó por dar casi todo el peso a la representación funcional, corporativa, de las diversas agrupaciones. Lo que implicaba optar por la estabilidad y gobernabilidad en detrimento de diversidad y pluralidad. Bajo el manto ideológico del nacionalismo y la institucionalidad, bastante más importantes que las metas de la Revolución, se consiguieron varios objetivos de importancia.

1. Que el Estado tuviera mediación real en el conflicto, a través de directas y efectivas representaciones, empresariales y laborales, favoreciendo la concentración de poder en el Ejecutivo al tiempo que la toma de decisiones.

2. Generar formas de acción colectiva en una sociedad débil, poco articulada, especialmente por medio de sindicatos, organizaciones laborales y, de otra índole, como las ejidales, creando así sustento social para el propio Estado y electoral para la institución presidencial.

3. Reducir la presión sobre y desde el Congreso, dejando el proceso de acuerdo y negociaciones en zonas del Ejecutivo, potenciando la gobernabilidad presidencialista, regulando demandas y presión social y de mercado, adecuándose al modelo estatista del capitalismo.

Desde luego, este modelo no podía ser de larga duración y a partir de los años setenta mostró sus límites y debilidades por:

1. Impedir la expansión y el fortalecimiento de la ciudadanía y reducir las bases de ampliación y pluralidad de la representación política.

2. Favorecer la oligarquización de las organizaciones y de la representación funcional, congelando o vaciando el contenido social, y perdiendo mucho de lo ganado en capital social, al que no se dejó evolucionar a su condición relativamente autónoma, definida por nuevas vinculaciones con el Estado, lo que de paso hubiera favorecido la estatalidad.

3. Obstruir o bien no propiciar, los medios de recomposición de la presencia ciudadana, atendiendo a los cambios sociales fundamentales, como la urbanización, la expansión de la educación, y los mayores grados de escolaridad y el cambio cultural iniciado desde fines de los años sesenta.

4. El conjunto de obstrucciones y deformaciones que fue padeciendo la vida ciudadana no fue considerado ni contemplado más allá de sus manifestaciones más gruesas, con frecuencia ideológico inmediatas, cuando no meramente discursivo-denunciativas, al iniciarse el proceso de apertura gradual del sistema y de autonomía del sistema de partidos en 1977, ni tampoco en el curso de la apertura gradual hasta el presente.

De esta manera, las bases de fortalecimiento de la ciudadanía, de efectiva organización social, cristalizadas en formas de capital social, quedaron relegadas, generándose en su lugar la ficción de un gran sujeto colectivo nacional, llamado sociedad civil. Cuando en realidad, ésta apenas si se manifestaba episódicamente. En cualquier caso, suponiendo la existencia de tal sujeto, sociedad civil como actor político real, permanente, se tiene que concluir en que, en términos de representación, ésta se monolitiza considerablemente, perdiendo pluralidad, diversidad y medios de influir en la gobernabilidad.

Lo que, en cambio, sí se favoreció, fueron formas elitistas de activismo político-escénico, mediático, declarativo (abajo firmantes); de presión al Ejecutivo y, desde luego, electoral, con pretensiones de representantes de la sociedad civil; consolidadas, no en la organización ciudadana, sino en ámbitos privilegiados, entre otros, universidades, periódicos, medios electrónicos, empresas culturales, centros de poder regional, foros de alianzas coyunturales entre elites empresariales, intelectuales, partidarias y líderes de agrupaciones.

Esas representaciones, en la mayoría de los casos, vacías, pero influyentes, llenaron un espacio que debió de haberse integrado por relaciones de fuerzas sociales, desde la base, por los partidos políticos, a partir de los años setenta, o por efectivas agrupaciones de ciudadanos movilizados, y cuya mejor oportunidad, al final desperdiciada, o apenas aprovechada, se dio en los prolegómenos a la elección de 1988.

Igualmente grave ha resultado que fracciones de intereses generados por la vía del corporativismo se desprendieran del bloque estatista, y se trasladaran a los partidos, o mantengan vida propia en forma lateral a ellos. Esto se observa, en lo que toca a lo empresarial, en el PAN; en lo que corresponde a lo popular clientelar, en el caso del PRD y el PRI, y en lo que toca a lo laboral, sobre todo en el caso de este último. Pero aún más anómalo resulta que de lo corporativo laboral, se llegara al extremo de que, autonomizadas, algunas organizaciones puedan actuar como proveedoras de servicios electorales, y a veces legitimadores, de los partidos, como es el evidente caso del SNTE, y en otra modalidad, también de los sindicatos universitarios, para citar sólo los más notorios ejemplos.

Esto determina una configuración parlamentaria que se asemeja más al modelo de facciones que buscaban evitar los fundadores del sistema norteamericano. Así, la integración del Congreso refleja más las mayorías dominantes en los partidos, coexistentes oligárquicamente. Ello desde luego, empobrece la política nacional, genera una democracia de mala calidad, dada la precariedad de contenido social de las representaciones y deja al Estado sin sustento social y sometido a un funcionamiento precario de muy bajos rendimientos.

El problema ahora es que no se han fraguado los mecanismos y el entramado de sustento de éstos, para articular el verdadero contenido social de la representación, darle condiciones de pluralidad, equidad en la competencia, y opciones de alianzas reales, ni menos aún, un modelo adecuado a las necesidades de una definición de Estado eficiente para la situación nacional.

Todo lo contrario, lo que existe es el distanciamiento entre poderes, Congreso y presidencia con respecto a la ciudadanía, la que a su vez encuentra cada vez más difíciles las condiciones para su organización, participación, así como para expresarse, y ver expresados y atendidos sus intereses, dados los múltiples mecanismos de exclusión y alienación de la acción colectiva.

La expresión ciudadana ahora es asfixiada, apagada, cuando no francamente derrotada por la vía de los medios de comunicación. Como contrapartida, las fracciones parlamentarias sólo pueden establecer acuerdos muy delimitados, sometidos siempre a las exigencias de equilibrio estable, suma cero, y el Ejecutivo, más allá de sus deficiencias y dada también su baja representatividad de intereses, tiene que operar en el marco de acuerdos de muy acotada amplitud.

 

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Notas

1 Como un ejemplo, entre muchos, dos autores comprometidos con el avance de la democratización ahora se preguntan: ¿Qué resultó de la democratización? "Es muy difícil saber qué es lo que pasó en nuestro país después de esa hecatombe que representó la derrota del PRI en el 2000. Pero no me cabe duda que tendremos que exprimirnos el caletre para indagarlo y llegar a saberlo, porque de ello depende que esta joven y frágil democracia pueda sobrevivir y tener futuro." Arnaldo Córdova, p. 42. José Woldenberg encuentra que se cumplen los requisitos que califican al régimen de democrático, los nueve de Sartori y, también, los siete que define Robert Dahl. Sin embargo, "A diferencia de otros procesos de transición —ya sea en América Latina, en España o Portugal o en Europa del este—, no tenemos en México, ni tampoco entre los estudiosos y observadores extranjeros, un diagnóstico básico ampliamente compartido acerca del origen, la naturaleza y la mecánica de la transición democrática en México", p. 48. Ambos en Antonella Attili (2006).

2 Dos autores líderes en la corriente de análisis y propuesta de la democratización y la liberalización fueron los primeros en llamar la atención sobre las dificultades que empezaba a enfrentar la primera, en textos publicados al inicio de 1994, enero y abril, respectivamente: O'Donnell, G. (1994) y Schmitter, P. (1994). Ambos registraron que la democratización estaba encontrando trabas y que el proceso podría estar sujeto a etapas en las que se estabilizaría sin alcanzar su plena institucionalización. Los autores no analizaron la relación de este fenómeno con los programas de ajuste sino sólo con factores sociopolíticos. Aceptaron entonces la necesidad de reconocer "etapas" intermedias, suerte de situaciones híbridas sobre las que abrieron nuevas alternativas de análisis. Seymour M. Lip-set, (1994) señaló los problemas que enfrenta la institucionalización de la democracia en su artículo: "The social requisites of democracy. Revisited."

3 Norberto Bobbio (2001), Giovanni Sartori (1965) (1999). Vale recordar que uno y otro, refiriéndose a Polibio, hacen notar que puede haber una democracia, buena forma de gobierno y otra que no lo sea, llamada Oclocracia (gobierno de la plebe).

4 J. Manuel Ramírez y Jorge Regalado (coordinadores), El debate nacional. 4. Los actores sociales, 1998, p. 15.

5 Roderic Ai Camp (2003), p. 154. El autor reconcentró datos tomados de: Alberto Ol-vera, "Civil Society in México at Century's End", en Dilemas of Change in Mexican Politics, ed. Kevin Middlebrook, La Jolla, US, Mexico Studies Center, 2002.

6 A. Duarte Moller y Martha Cecilia Jaramillo Cardona, "Cultura política, participación ciudadana y consolidación democrática en México", 2009, pp. 166-170.

7 Por ejemplo, en esta dinámica, en enero de 2010, el Senado de la República ha iniciado algo así como el vigésimo intento de Reforma del Estado, con resultados poco menos que inicuos e inocuos para la dimensión de los problemas, por el sentido juridicista, anacrónico e inmediatista de los objetivos. Y por su parte, el presidente Calderón ha lanzado su propio proyecto en claro disenso con el Senado. Es decir, ni en lo esencial hay acuerdo, lo que importa es el reformismo como arma en la lucha por el poder.

8 El Federalista, 10 (1943).

9 Sigo básicamente para esta problemática a Robert Dahl (1956); Samuel E. Finer (1975); Roberto Gargarella, (2002); Giovanni Sartori (1999). Para México: Luisa Béjar Algazi y Rosa María Mirón Lince (2003); J. García Montaño (2004); Luisa Béjar Algazi y Gilda Waldman (2004); Francisco Reveles (2006).

10 Sartori, 1999, p. 269.

11 Sigo a J. Reyes del Campillo y T. Hernández Vicencio, T., en A. Attili (2006) y F. Reveles (2005).

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