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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.38 no.109 Ciudad de México sep./dic. 2016

https://doi.org/10.22201/iie.18703062e.2016.109.2577 

Artículos

De la caridad religiosa a la beneficencia burguesa: la dádiva social y sus imágenes

From Religious Charity to Bourgeois Philanthropy: The Social Gift and its Images

Angélica Velázquez Guadarramaa  * 

a Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas


Resumen:

En el contexto de las luchas ideológicas, políticas y militares que libraron liberales y conservadores en México durante el siglo XIX, el texto encadena un conjunto de imágenes religiosas, alegóricas, devocionales y costumbristas con el tema de la caridad producidas en diferentes soportes y para diferentes públicos. A partir de una puntual investigación en la prensa, los archivos y otras fuentes primarias, el artículo da cuenta de las acciones de las Hermanas de la Caridad, de los civiles organizados en Conferencias y, particularmente de las mujeres, para paliar los estragos producidos por la modernidad. El análisis de las obras seleccionadas devela la capacidad simbólica de la cultura visual en el proceso de construcción de una sociedad moderna.

Palabras clave: caridad; mujeres; san Vicente de Paul; Hermanas de la Caridad; Severiano Hernández; José María Medina; José Justo Montiel; Alberto Bribiesca; Manuel Ocaranza; Conferencias masculinas y femeninas de san Vicente de Paul

Abstract:

In the context of the ideological, political and military struggles that set Liberals against Conservatives in nineteenth-century Mexico, this text connects a set of religious, allegorical, devotional and genre images related to the subject of charity. These images were produced in different formats and for diverse audiences. Based on research in written media, archives, and other primary sources, the article examines the activities of the Sisters of Charity and lay individuals organized in “Conferences,” mainly of women, to alleviate the ravages caused by modernity. The analysis of the selected works reveals the symbolic capacity of visual culture in the process of building a modern society.

Keywords: charity; women; St. Vincent de Paul; Sisters of Charity; Severiano Hernández; José María Medina; José Justo Montiel; Alberto Bribiesca; Manuel Ocaranza; male and female lay Conferences of St. Vincent de Paul

En este artículo me propongo analizar un conjunto de imágenes realizadas en el contexto de las pugnas más álgidas entre el Estado y la Iglesia que se dieron en México durante el siglo XIX, en las cuales se representa la práctica social de la caridad. La primera parte se ocupa de una serie de pinturas e impresos en calendarios y revistas ilustradas que revelan el interés que suscitó el establecimiento de las Hermanas de la Caridad y de las Conferencias masculinas de la Sociedad de San Vicente de Paul, estas últimas como una respuesta de los civiles a los problemas de la pobreza y los estragos del capitalismo. En la segunda parte se examina el papel que tuvieron las mujeres en el ejercicio de la caridad, ya fuera como afiliadas a las Conferencias femeninas de la Sociedad de San Vicente de Paul o como laicas activas, y su representación en la pintura, partiendo de la premisa de que ofrecen una visión politizada de la intervención femenina, como agencia moral, en la formación del Estado-nación. En el estudio de las imágenes me interesa destacar las tensiones raciales, sexuales y de clase; así como la secularización paulatina del tema de la caridad y su dimensión política y simbólica, una característica de la cultura visual y literaria en la modernidad.

Las Hermanas de la Caridad y las Conferencias masculinas de la Sociedad de San Vicente de Paul

Vedlas… que pasan en la noche umbría,

y atraviesan las calles silenciosas,

como luces fantásticas, dudosas,

son la salud, la vida y el consuelo,

que implora la doliente humanidad

ANSELMO DE LA PORTILLA, 1844

En el Semanario de las Señoritas Mejicanas. Educación científica, moral y literaria del bello sexo, impreso en 1841 por Vicente García Torres, se publicó un artículo traducido del francés sobre las Hermanas de la Caridad,1 ilustrado con una litografía en la que aparece una de ellas socorriendo a una mujer enferma acompañada de su hija en un escenario que difícilmente podríamos calificar de humilde (Fig. 1). Así lo muestran el sillón mullido en el que se hallan la enferma y la religiosa, el cuadro que cuelga en la pared y la vestimenta y el acicalado peinado de la niña y la madre. Las publicaciones de este género, dirigidas a las mujeres de las clases media y alta, ofrecían textos de literatura, historia, ciencias naturales, geografía y religión, además de útiles consejos para desempeñar los papeles de buenas madres, esposas e hijas que pretendían instruir y guiar la conducta moral de sus lectoras.

1.  Anónimo, Las Hermanas de la Caridad, siglo XIX, litografía en el Semanario de las Señoritas Mejicanas, t. 2, 13 de julio de 1841 (México: imprenta de Vicente García Torres), 266. Hemeroteca Nacional de México. Reprografía: Ricardo Alvarado Tapia. Archivo Fotográfico Manuel Toussaint, IIE-UNAM (en adelante AFMT). 

En este sentido, el artículo “Hermanas de la caridad” exaltaba la labor de esta congregación de origen francés, fundada en 1640 por san Vicente de Paul en París, y describía las numerosas tareas filantrópicas que realizaban en diferentes partes del mundo con niños, mujeres, ancianos, enfermos, presos y “dementes”, destacando la humildad y la entrega con las que ejercían sus funciones como enfermeras en las dolencias físicas y espirituales y de instructoras comprometidas con la niñez, pese al elevado rango al que generalmente pertenecían. Se trataba de un artículo, como todos los que se dirigían a las mujeres en estas ediciones, que tenía la intención de “cultivar”, pero sobre todo de “conmover” la sensibilidad del público femenino, pues para ese momento la congregación de las Hermanas de la Caridad no se había establecido aún en México. Fue hasta 1842 cuando el médico Manuel Andrade y Pastor y la condesa María Ana Gómez de la Cortina iniciaron los trámites para su instalación en el país.2

Entre 1833 y 1836 Andrade residió en París, a donde se había trasladado para perfecccionar sus estudios en medicina. Ahí, durante sus prácticas en los hospitales, tuvo la ocasión de observar “los benéficos auxilios y los consuelos que prodigaban las hijas de San Vicente de Paul, las Hermanas de la Caridad, a los enfermos […] con sus tiernos cuidados y sus palabras de dulzura, tranquilizaban y animaban los espíritus de los pacientes, ofreciendo así una curación moral”.3 Y ahí también fue testigo de la creación de la primera Conferencia de la Sociedad de San Vicente de Paul formada por un grupo de jóvenes católicos (sólo hombres) preocupados por la creciente secularización del mundo moderno y por el anticlericalismo que había desatado la Revolución francesa. Este grupo de jóvenes piadosos decidió consagrarse a las obras de caridad para fortalecer su fe y, al mismo tiempo, auxiliar a los indigentes que pululaban en la ciudad, víctimas de los estragos de la revolución industrial y del capitalismo. Su método consistía en reunirse para orar y deliberar cuáles serían los hogares de familias necesitadas que visitarían para llevarles socorro material y espiritual. Pronto, a estos grupos se les dio el nombre de Conferencias, mismas que se propagaron bajo el nombre de Conferencias de la Sociedad de San Vicente de Paul en memoria de las obras caritativas de este santo; si bien, las Conferencias se mantuvieron como organizaciones laicas independientes.4

Diez años más tarde, ya de vuelta en México, Andrade promovió las gestiones ante el gobierno para que la congregación de las Hermanas de la Caridad se estableciese en el país y, pese a la proverbial lentitud de la administración, el general Vicente Canalizo, entonces presidente de la República, aprobó con presteza el decreto de su asentamiento en todo el territorio nacional el 9 de octubre de 1843. Es probable que para ello haya influido el interés particular que en este asunto tenía la condesa De la Cortina, quien, según Bernardo Copca, su biógrafo y uno de sus albaceas, después de leer la descripción que Walter Scott hiciera de las Hermanas de la Caridad en un pasaje de El pirata, “como si la hubiese herido un destello del cielo, el ingreso a México de este instituto, fue la idea única que la predominó”.5 Sin duda, las diligencias de Andrade poco efecto hubieran tenido sin el apoyo decidido de María Ana, quien solventó los gastos que supuso el traslado y el establecimiento en la Ciudad de México de aquellas religiosas. A su iniciativa se sumaron otras señoras de la antigua nobleza colonial como las hermanas Faustina y Julia Fagoaga, sobre todo la última, con quien la condesa había colaborado en otras empresas de beneficencia,6 y quien sería una de las primeras mexicanas en tomar el hábito de las hermanas vicentinas, junto con Ana Moncada.7

El 4 de noviembre de 1844 la fragata española Isis arribó al puerto de Veracruz con once Hermanas de la Caridad acompañadas de dos padres vicentinos.8 Andrade se reunió con ellas en Puebla para acompañarlas en su trayecto a la Ciudad de México, en donde:

una multitud entusiasta salió a recibirlas hasta el Peñón, y las acompañó por todo el camino y las calles de la capital, hasta que al medio día entraron en el palacio arzobispal, donde fueron recibidas por el Ilmo. Sr. Arzobispo […] Entraron todos al salón de etiqueta, bajo cuyo dosel estaba colocado un lienzo con S. Vicente de Paul, representado en el pasaje de recoger los niños de entre los escombros de la miseria. Allí se ordenó la procesión, que luego salió por la puerta del costado del arzobispado, a la iglesia de Santa Teresa la Antigua, donde descubierto el Divinísimo, el prelado […] entonó el Te Deum, que prosiguieron las monjas carmelitas […] bendijo el mismo prelado a sus nuevas hijas con el Sacramento […] y todos regresaron al mismo palacio donde se sirvió un espléndido almuerzo.

A las tres de la tarde fueron conducidas las Hermanas a la casa de la Sra. Cortina, que tanta parte ha tenido en su venida y establecimiento.9

Poco le duró, sin embargo, el gusto a la condesa De la Cortina, pues dos años después murió el 6 de enero, vistiendo el hábito de las Hermanas de la Caridad y legando a la congregación la suma nada despreciable de 162 000 pesos.10 Andrade no tuvo mejor suerte, falleció el 9 de junio de 1848 víctima de una fiebre tifoidea que contrajo visitando a la “desgraciada familia del general Juan Pérez”, como socio de san Vicente de Paul.11

Si antes de su llegada la prensa había despertado en la opinión pública un genuino interés por las Hermanas de la Caridad, luego del aviso de su inminente llegada al país, los diarios empezaron a anunciar la venta de publicaciones que narraban la historia de la congregación, sus reglas y encomiables obras. Por ejemplo, el Sétimo [sic] Calendario de Abraham López, arreglado al meridiano de México, antes publicado en Toluca para el año de 1845 incluía un grabado de hechura popular de una religiosa de esta congregación (Fig. 2) y un breve relato dedicado a ellas en el que, con agudeza, el autor comparaba a estas religiosas con las monjas recluidas de por vida, sin ninguna función social, a veces sin vocación y que desde la época colonial y hasta entonces habitaban los conventos mexicanos:

Qué diferencia de nuestras antiguas monjas que pronuncian muchas veces sus votos por compromisos particulares […] y cuando el tiempo ha descorrido las circunstancias que las obligaron a un acto involuntario ¡qué de arrepentimientos! Qué vida tan triste […] estos establecimientos no presentan ningún auxilio para los desgraciados, sino tal parece que se calcularon para el bien particular de las que viven en su recinto: las Hermanas de la caridad todas son para el bien de sus semejantes.12

2.  Anónimo, Hermana de la Caridad, siglo XIX, grabado, en Sétimo [sic] Calendario de Abraham López, arreglado al meridiano de México, antes publicado en Toluca para el año de 1845 (México: imprenta de Vicente García Torres), portada y s.p. Biblioteca del Instituto de Investigaciones Históricas-Fondo Antonio Alzate, UNAM. Reprografía: Ricardo Alvarado Tapia, AFMT. 

La tendencia liberal del texto se manifiesta en la postura negativa sobre la clausura y la nula utilidad social de los conventos (que, por cierto, habían visto mermada considerablemente su población en el siglo XIX) nos lleva a considerar como autor del artículo al mismo Abraham López, pues los calendarios que publicó entre 1838 y 1855 se caracterizaron por registrar y comentar desde una perspectiva crítica los sucesos políticos y culturales más destacados del acontecer nacional.13 Por otra parte, la cita permite también calibrar la novedad que debió haber producido entre los habitantes de la ciudad la presencia de las Hermanas de la Caridad en las calles, los colegios y los hospitales, habituados a concebir a las monjas sólo en reclusión; así como la de los estatutos de la congregación, que les concedían la facultad de renovar o renunciar a los votos cada año; a diferencia de las religiosas de todas las órdenes establecidas hasta entonces en el país que los juraban a perpetuidad.

Apenas instaladas en una casa que De la Cortina les cedió en la calle del Puente del Monzón, las Hermanas de la Caridad iniciaron sus actividades en algunos hospitales de la Ciudad de México y abrieron una escuela gratuita para niñas en la planta baja del domicilio que habitaban, antes de asentarse definitivamente en el colegio de Las Bonitas en 1847.14 Las obras que llevaban a cabo en los hospitales y su labor como instructoras les ganaron la simpatía de la sociedad y pronto se convirtieron, tanto ellas como san Vicente de Paul, su patrono titular, en tema de litografías y grabados publicados en revistas lujosas. Ejemplo de ello es La Ilustración Mexicana, que reprodujo en 1851 (Fig. 3) una copia de la conocida pintura La muerte de una Hermana de la Caridad del artista francés Isidore Pils (Fig. 4), fechada en 1850, en la que un numeroso grupo de indigentes, encabezados por una madre acompañada de sus hijos y por otras dos mujeres de un estrato social diferente, asiste al lecho de muerte de su protectora en una imagen que evoca las solemnes composiciones neoclásicas sobre la muerte de los grandes personajes históricos y religiosos. Así, las hermanas lazaristas y su santo patrono se convirtieron en un tema recurrente en las artes gráficas (tanto en suntuosas revistas como en modestos calendarios que se propagaron con amplitud en todas las clases sociales) y, en menor medida, en la pintura.

3.  Litografíade José Decaen, copia del cuadro de Isidore Pils, La muerte de una Hermana de la Caridad, en La Ilustración Mexicana (México: imprenta de Ignacio Cumplido, 1851), entre las páginas 256 y 257. Colección de María José Esparza Liberal. Reprografía: Ricardo Alvarado Tapia, AFMT. 

4.  Isidore Pils, La muerte de una Hermana de la Caridad, 1850, óleo sobre tela, 2.41 × 3.05 m. Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia. 

Para complementar la obra social que las Hermanas de la Caridad realizarían en México, en 1844 Andrade inició también los trámites para que se establecieran en el país las Conferencias masculinas como él las había conocido en París. El 15 de septiembre de 1844 se fundó una primera asociación a la que se nombró Sociedad de San Vicente de Paul y el 15 de septiembre de 1845 el Consejo general de París “acordó la agregación de la Asociación de México a la Sociedad de San Vicente de Paul, con el carácter de Conferencia” con la adopción del reglamento francés.15 Enseguida se procedió a la votación de los funcionarios, resultando electos, como presidente, el obispo in partibus de Tanagra y arcediano de la Catedral Metropolitana, Joaquín Fernández Madrid; como vicepresidente, Andrade; y como secretario, Pedro Rojas. El gobierno puso bajo su cuidado el hospital de Mujeres Dementes y el arzobispado les cedió un local para celebrar las sesiones e instalar las oficinas de la sociedad en la iglesia del antiguo hospital del Espíritu Santo.16

En el coro del sagrario metropolitano, la parroquia más importante de la Ciudad de México, se encuentra un óleo de generosas dimensiones de formato vertical rematado en arco, firmado por Severiano Hernández y fechado en 1849 (Fig. 5).17 Es muy probable que esta pintura haya sido comisionada por los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paul a manera de imagen fundacional y como un tributo a la memoria del infatigable Andrade, fallecido apenas un año antes.

5.  Severiano Hernández, La obra de san Vicente de Paul, 1849, óleo sobre tela, 3.56 x 2m. Sagrario Metropolitano, Ciudad de México. Foto: Eumelia Hernández Vázquez, Laboratorio de Diagnóstico de Obras de Arte, UNAM. 

El cuadro se halla en el paso entre la pintura colonial y la pintura de mediados del siglo XIX de temas hagiográficos, anterior al apogeo de la escuela de Pelegrín Clavé, el maestro catalán contratado en 1845 por la Academia de San Carlos para dirigir el ramo de pintura.18 Pero lo que resulta novedoso en la imagen de Hernández es la solución iconográfica que combina la alegoría con el género religioso, el costumbrista y el retrato. Es una obra que bien pudo servir de modelo, a su vez, a José Salomé Pina, discípulo de Clavé, para la realización del óleo San Carlos Borromeo repartiendo limosna al pueblo, hoy en el Museo Nacional de Arte de México, con el que ganó la pensión para estudiar en Europa en 1853.

Sobre un fondo que simula un palacio francés del gusto clasicista del siglo XVII, con columnas dóricas, friso, triglifos, arcos y una elaborada herrería, se ­halla la figura de san Vicente de Paul en el centro de la composición, de pie en un cirro, levantando el brazo derecho en señal de protección a la vez que de exhorto y acompañado de dos infantes (tal como lo representa la iconografía que le es peculiar, por la asistencia que le brindaba a la niñez). Su presencia protagónica domina las escenas celestes y terrenas que suceden a su alrededor. A la izquierda asoma la luz del Espíritu Santo en un rompimiento de gloria que “ilumina” las acciones benéficas del santo; detrás de éste se halla un religioso vicentino asistiendo a un moribundo y una mujer con un niño en brazos.

En la parte inferior, el artista distribuyó las tareas de la comunidad lazarista mexicana en dos partes: por un lado, representó en plena actividad a los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paul y, por otro, a las Hermanas de la Caridad. En el extremo izquierdo (Fig. 6), dos jóvenes vestidos con pulcritud y elegancia auxilian a una numerosa familia menesterosa; uno de ellos socorre a la madre cubierta con un rebozo roto y con un bebé en los brazos a quien le entrega un vale remitido por la conferencia, el parecido de éste con una litografía de Manuel Andrade (Fig. 7) lleva a identificarlo como un retrato. En el primer plano, el otro joven (con seguridad también un retrato) ha llevado el alimento a una niña que, vestida con falda de castor remendada, lo ofrece en una charola a sus hermanos, vestidos con harapos, y a su padre enfermo (con el rostro demacrado y las ropas y los zapatos estropeados en señal de su miseria).

Foto: Eumelia Hernández Vázquez.

6.  Severiano Hernández, detalle de La obra de san Vicente de Paul

7.  Casimiro Castro, litografía de José Decaen, Manuel Andrade, en La Ilustración Méxicana, t. I (México: imprenta de Ignacio Cumplido, 1851), entre las páginas 4 y 5. Colección de María José Esparza Liberal. Reprografía: Ricardo Alvarado Tapia, AFMT. 

En el extremo derecho (Fig. 8), dos Hermanas de la Caridad se ocupan de su misión, la primera en asistir a una anciana que intercambia un vale por un jarro y una botella con una poción medicinal (es probable que se trate, igualmente, del retrato de la superiora Agustina Inza); y la segunda, en atender a tres niñas indigentes, vestidas de manera humilde, pero digna: una va cubierta por un rebozo y la otra por un tápalo, aunque ambas están descalzas: la primera lleva en la mano un papel con las vocales escritas; la siguiente, un cuadernillo con el título “Libro segundo”; y la tercera baja la mirada para leer un libro. La secuencia del proceso de aprendizaje resulta, pues, evidente.

Foto: Eumelia Hernández Vázquez.

8.  Severiano Hernández, detalle de La obra de san Vicente de Paul

La pintura de Hernández trata de evocar las labores vicentinas de las siete obras de misericordia corporales y espirituales que recomendaba la Iglesia19 y la moderna noción de la incidencia de la identidad católica en el mundo contemporáneo: por una parte, la participación activa de los civiles representada por Andrade y su compañero como miembros de una conferencia; y, por otra, las congregaciones religiosas, representadas por el misionero vicentino que auxilia a un moribundo y por las Hermanas de la Caridad, que aquí figuran en su doble papel de enfermeras e instructoras de la niñez desvalida. En este sentido, las escenas aluden a su trabajo en los hospitales y en las escuelas gratuitas para niñas que, como ya se apuntó, las religiosas abrieron inmediatamente después de su llegada a la Ciudad de México. Entre enero y marzo de 1845, varios periódicos de la capital insertaron el aviso que anunciaba su apertura:

Las hermanas de la caridad se esmeran en dar a sus discípulas una educación cristiana, civil y doméstica; su gran cuidado se dirige a inspirarlas el santo temor y amor a Dios; una tierna afección, respeto y obediencia para con sus padres y superiores; la amabilidad y cortesía para con todos. Las enseñan a leer, escribir, la gramática castellana, la ortografía y la aritmética; en la inteligencia de que la enseñanza religiosa constituye su ocupación principal. Las imponen también en toda clase de labores de manos; como hacer medias, tirantes, doblones y elásticos; a marcar, coser, etc., bordar en blanco, sedas, algodón, felpillas y en oro; así como lo que respecta a abalorios […] y algunas otras obras de agrado y utilidad.20

Como se ha señalado, la obra de Hernández se ubica en la tradición de la pintura colonial de representaciones hagiográficas, visible en la producción de artistas como José Juárez, como se puede observar en Milagros del beato Salvador de Horta (Fig. 9), cuya composición parece derivar del prestigioso modelo de Los milagros de san Francisco Javier de Peter Paul Rubens (Fig. 10).21 Es muy probable que esta obra en específico le haya servido de inspiración a Hernández (la pintura de Juárez se hallaba en una de las escaleras del convento de San Francisco en la Ciudad de México),22 pues es claro que ambas forman parte del mismo modelo barroco que para 1849 resultaba un tanto “arcaizante”: la incorporación de diferentes escenas distribuidas en el campo pictórico, el rompimiento de gloria y la manipulación arbitraria del espacio y el orden temporal y narrativo de la representación, son todos ellos rasgos propios de una estética barroca muy lejana de las representaciones hagiográficas del siglo XIX, en concreto de las que, desde la óptica del nazarenismo, el catalán Pelegrín Clavé trabajaría con sus discípulos en la Academia de San Carlos. Y como ejemplo de ello puede compararse la composición de La obra de san Vicente de Paul (Fig. 5) con la pintura ya mencionada que trata igualmente el tema de la caridad asociada a las acciones de un santo: San Carlos Borromeo repartiendo limosna al pueblo, de Pina (Fig. 11), presentada en la VI exposición de la Academia.

9.  José Juárez, Milagros del beato Salvador de Horta, siglo XVII, óleo sobre tela, 3.99 × 3.25 m. Museo Nacional de Arte-INBA. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2016. 

10.  Ignatius Cornelius Marinus a partir de una pintura al óleo de Peter Paul Rubens, Los milagros de san Francsico Javier, ca. 1615-1639, grabado, 57.2 × 44.6 cm. © The Metropolitan Museum of Art— http://www.metmuseum.org. The Elisha Whittelsey Collection 51.501.7134. 

11.  José Salomé Pina, San Carlos Borromeo repartiendo limosna al pueblo, 1853, óleo sobre tela, 2.83 × 2.12 m. Museo Nacional de Arte-INBA. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2016. 

La solución compositiva que adoptó Hernández no desmiente su inspiración en la pintura barroca en pleno siglo XIX con todo y que el arreglo iconográfico parezca innovador, e incluso moderno en el ámbito mexicano, al combinar la alegoría con el género religioso, el costumbrista y el retrato, representando a los personajes con trajes contemporáneos y con una clara intención realista tanto en la exposición de la pobreza y el sufrimiento de los protegidos por la misión lazarista como en su labor educativa. Las divergencias con el San Carlos Borromeo de Pina resultan evidentes: el obispo de Milán, a diferencia del santo francés, no se halla sobre las nubes sino bien plantado en la loggia de su palacio, ayudado por su séquito y repartiendo pan y telas a un numeroso grupo de indigentes compuesto por mujeres, ancianos y niños, todos ellos víctimas de la peste. La vista de la catedral de Milán sirve de fondo a la escena, comentada por un par de caballeros que cabalgan en un plano intermedio entre la escena principal y la construcción religiosa.23 Si bien ambas pinturas poseen dimensiones similares, la de Pina se centra, en contraposición a la de Hernández, en un acontecimiento único que monopoliza la atención del espectador y deja fuera toda alusión a lo sobrenatural.

En poco tiempo, la congregación de las Hermanas de la Caridad y las Conferencias se extendieron a diferentes ciudades del país. En Puebla, a donde habían llegado al mismo tiempo que a la Ciudad de México, las Hermanas se hicieron cargo desde el 17 de julio de 1846 del antiguo hospital de Niños Expósitos de San Cristóbal,24 que funcionaba desde 1703;25 y, más tarde, del colegio de San Vicente de Paul para niñas y señoritas.26 En 1858 el poblano José María Medina remitió a la XI Exposición de la Academia de San Carlos una pintura bajo el título de Interior del hospital de San Cristóbal, ocupado por los niños expósitos de Puebla (Fig. 12).27 La crítica capitalina fue implacable con la obra de este pintor de provincia que no manifestaba en sus composiciones el dominio de la perspectiva en la representación de los interiores arquitectónicos, una asignatura que desde 1855 formaba parte del plan de estudios de la clase de paisaje, bajo el magisterio del italiano Eugenio Landesio en la Academia de San Carlos. El periodista se expresaba en los términos siguientes:

No podemos entrar en un análisis de su ejecución artística, porque se conoce a primera vista que su autor sólo es aficionado y la crítica no tiene lugar en las cosas que se hacen líricamente, mas a juzgar por las cualidades que destella el Sr. Don José Medina en sus cuadritos, creemos que aplicando los preceptos del arte en el género al que se dedica, obtendrá felices resultados, y en el año entrante nos detendremos con gusto delante de otras producciones que nos regale su talento.28

12.  José María Medina, Interior del hospital de San Cristóbal, ocupado por los niños expósitos de Puebla, 1858, óleo sobre tela, 53 × 66.5 cm. Colección particular. Foto: Angélica Velázquez Guadarrama. 

Sin duda, la crítica dejaba fuera la originalidad del tema representado: la vista interior del hospital (un género en el que los pintores poblanos habían sido precursores), con la presencia de dos Hermanas de la Caridad al cuidado de una docena de infantes, una sentada a la mesa y ocupada en alimentar a un niño y otra de pie en el corredor cargando a uno de ellos y llevando de la mano a otro más. A la izquierda se observa el dormitorio con las cunas cubiertas por lienzos blancos y a la derecha, sobre el marco de una puerta, una pintura con la imagen de san Vicente de Paul.

Sin duda, durante la década de 1850 la proliferación de las Conferencias y el paulatino crecimiento de la comunidad vicentina en el país29 provocó una demanda considerable de imágenes asociadas a la figura de san Vicente de Paul y como muestra de ello se puede citar, además del cuadro anterior, una copia que el veracruzano José Justo Montiel realizó del San Vicente de Paul de Madrazo30 y la serie de seis lienzos que representaban la vida de este santo ejecutada por él mismo a solicitud de los padres vicentinos de la ciudad de León, Guanajuato, la cual fue expuesta, también con pésima fortuna crítica, en los salones de la Academia en la IX exposición de 1856.31

De las 12 telas que los lazaristas le encargaron, Montiel realizó seis y actualmente sólo se conoce el paradero de dos de ellas, firmadas y fechadas en 1852, las cuales representan a san Vicente y a Ana de Austria presidiendo una asamblea eclesiástica y al mismo santo implorando la misericordia divina en el campo de batalla. Ambas se conservan ahora en el Museo de Arte del Estado de Veracruz y forman parte de la colección del Gobierno del Estado de Veracruz.32 Para la ejecución de las seis pinturas Montiel tomó como modelo los grabados de las 11 pinturas que los padres de san Lázaro de París habían encomendado a diferentes artistas entre los que se encontraban Jean-François de Troy, Jean Restout, Louis Galloche y Jean-Baptiste Féret y fueron colocadas en 1732 en la capilla del leprosario que ocupaba la congregación en el faubourg Saint Denis en París. En 1737, en ocasión de la canonización de san Vicente de Paul, Antoine Herisset grabó las pinturas en cobre a partir de los dibujos de Nicolas Bonnart hijo.33 De esta manera, las composiciones se difundieron mediante los grabados que “circularon ampliamente, sobre todo en el siglo XIX”.34

Para la ejecución de San Vicente implorando la misericordia divina en el campo de batalla o Misiones enviadas por san Vicente de Paul (Fig. 13), Montiel trasladó al lienzo el grabado de la pintura realizada por Jean-Baptiste Féret que actualmente se ubica en la iglesia de Santa Margarita en París bajo el título de Saint Vincent de Paul présente à Dieu les Lazaristes.35 Como Hernández, Montiel recurrió a la composición de escenas múltiples y sucesivas en el campo pictórico. Según Fausto Ramírez, las pinturas ejecutadas por Montiel para la comunidad vicentina de León, acusan su origen gráfico, no sólo en la disposición general y los pormenores, sino en la incorporación de una larga leyenda al calce explicando la escena. Para este autor, la obra de la que me ocupo presenta defectos de dibujo, una confusión en el tratamiento de los planos espaciales, una disposición abigarrada del cúmulo de figuras y episodios y un cálculo deficiente en la escala de los personajes conforme a su jerarquía y al papel correlativo que desempeñan en la narración.36 Entre los episodios representados en la pintura aparecen, en el segundo plano, dos Hermanas de la Caridad socorriendo a un herido en un campo de batalla y, aunque de la misma manera que Pina, Montiel eludió en su pintura a las referencias barrocas celestiales del grabado que le sirvió como modelo tales como el rompimiento de gloria, ubica al santo en el extremo derecho de la pintura, en un campo abierto con los pies en la tierra.

13. José Justo Montiel (1824-1899), Misiones enviadas por san Vicente de Paul, 1852, óleo sobre tela, 4.02 × 2.97 m. Museo de Arte del Estado de Veracruz. Autorización otorgada por el Instituto Veracruzano de la Cultura, Subdirección de Artes y Patrimonio. 

Pese a las novedades visibles en la pintura de Hernández con sus referencias a un hecho contemporáneo, su obra, como la de Montiel, exhibe su deuda con los modelos barrocos y la pintura religiosa colonial, a diferencia de la de filiación nazareniana de Pina. Y en este sentido resulta pertinente la reflexión que Francisco de la Maza hiciera, a propósito de una exposición sobre José María Estrada, de la revaloración que en la década de 1940 se hizo de los llamados “pintores populares” y de “provincia” (en 1942, luego de la presentación de algunas de sus obras en la Galería de Arte Decoración en la Ciudad de México, José Justo Montiel fue “redescubierto” y revalorado como un pintor “popular”):

No es posible sostener ya la hipótesis de la independencia absoluta de los pintores populares de mediados del siglo pasado respecto de sus predecesores académicos, coloniales y europeos. No es sólo la pretendida intuición espontánea, desierta, desheredada, la que les mueve a pintar, sino también haber visto la pintura colonial en iglesias y conventos, la pintura académica y la pintura europea en grabados y aun en originales.37

Con el triunfo del partido liberal en la guerra de tres años en enero de 1861 y el ejercicio de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma, la vida política, social y económica del país se transformó radicalmente. Basados en los principios que emanaban de estos textos, los liberales pretendían llevar a México por la vía de la modernidad con la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia, la secularización del espacio público y de la vida cotidiana, el libre comercio y el control del Estado sobre la población en cuanto al registro de nacimientos, matrimonios y defunciones, educación y salud. Como efecto de las nuevas leyes puestas en vigor, todas las órdenes religiosas, masculinas y femeninas se suprimieron y los miembros que las componían, exclaustrados; los grandes conjuntos conventuales de la época colonial fueron derruidos o parcelados, destruyendo así la antigua traza procesional y el aspecto “levítico” que hasta entonces conservaba la mayoría de las ciudades virreinales. Pese a todas estas medidas, que mucho dividieron y escandalizaron a los habitantes de la capital, el gobierno liberal al mando de Benito Juárez decidió exceptuar a las Hermanas de la Caridad de tales disposiciones por la labor filantrópica que desempeñaban, a diferencia del resto de las congregaciones monjiles.

Sin embargo, los ataques al establecimiento de las Hermanas de la Caridad por parte del ala liberal más radical se habían iniciado al poco tiempo de su llegada. Ya en 1846 Andrade tuvo que salir en su defensa con un exaltado artículo para replicar otro publicado por El Monitor Republicano.38 Más tarde se vieron en peligro de ser expulsadas, primero en 1858 cuando el vizconde Alexis de Gabriac, ministro francés de asuntos exteriores en México, trató de poner bajo la protección de Napoleón III a las comunidades lazaristas izando la bandera francesa en los establecimientos que ocupaban, con el pretexto de que eran de nacionalidad francesa y, luego, nuevamente en 1861, debido a la desafortunada intervención de Jean-Pierre Dubois de Saligny, sucesor del anterior. Antonio García Cubas refiere que este último hecho se suscitó a raíz de la complicidad de las Hermanas al prestarse a guardar en su casa el tesoro de las concepcionistas cuando habían sido obligadas a salir de su convento, como de hecho sucedió (tal vez por la cercanía del convento de la Concepción con el colegio de Las Bonitas, sede de las Hermanas). Saligny se opuso a la ejecución de la orden judicial y el asunto, que hubiera podido terminar en un conflicto diplomático, acabó en 1863 con la salida de los liberales y la instauración de la Regencia y el Segundo Imperio;39 por lo que más tarde Ignacio Manuel Altamirano se referiría despectivamente a las Hermanas de la Caridad como “las vivanderas de Saligny”.40

Una vez derrocado y fusilado Maximiliano de Habsburgo en 1867 y con los liberales vueltos al poder, las Hermanas de la Caridad continuaron con su obra social mientras Benito Juárez ocupó la presidencia de la República, pero no sin el recelo de los liberales más acendrados como Altamirano, quien en 1871 publicó en El Federalista un editorial sobre la educación, en el que descalificaba la labor de las Hermanas de la Caridad como educadoras de la niñez, e incluso como enfermeras:

Para nosotros, la hermana de la caridad es una infeliz mujer llena de ignorancia y de preocupaciones, manejada por un jesuita ambicioso, y que es absolutamente inútil para la enseñanza […]

Pero, ¡qué van a enseñar esas pobres mujeres alucinadas e histéricas! Lo que ellas enseñan es una devoción tan inútil como estúpida; lo que ellas enseñan, es la esclavitud mujeril, la abyección, el odio a la libertad que va perpetuando la generación de mujeres sin patriotismo, la indiferencia a la libertad, todas esas doctrinas malsanas, oscuras, innobles, que nacen en el claustro, en las frías naves de la capilla, en los extravíos del misticismo corruptor, en las peligrosas intimidades del confesionario, y en las lecturas banales de los librillos que vienen de la casa central de París.

[…] Acépteselas, si se quiere, en los hospitales; yo, aún allí les disputaría su utilidad […] sí, aceptémoslas; pero cerrarles las puertas de la escuela republicana, de la escuela del Estado, no sólo es conveniente; es un deber sagrado.41

Una despiadada diatriba surgida en el seno de las enardecidas polémicas que caracterizaron al periodo posreformista y que presagiaba las resoluciones que finalmente tomaría el gobierno. En 1874, el presidente de la República, Sebastián Lerdo de Tejada, incorporó las Leyes de Reforma a la Constitución de 1857 y decretó la expulsión de las Hermanas de la Caridad, bajo el pretexto de que la ley prohibía el establecimiento de órdenes religiosas en el territorio nacional. Una acalorada controversia se desató en la prensa. No sólo los católicos declarados, sino incluso algunos miembros del partido liberal, como Rafael Martínez de la Torre, trataron de echar abajo esta disposición, a la postre sin éxito. Las súplicas de las señoras de la capital y de provincia al jefe de estado para derogar el decreto de destierro también fueron vanas. En enero de 1875, 410 Hermanas de la Caridad, de las cuales 355 eran mexicanas, abandonaron el país en medio de la consternación pública. No cabía duda de que la salida de las Hermanas de la Caridad y los padres vicentinos era la respuesta del partido liberal a los desafortunados sucesos ya referidos, ocurridos durante la guerra de Reforma y la intervención francesa; aunque en realidad, la voz del liberalismo más extremo se opuso desde siempre a su establecimiento en el país.

El tema de las Hermanas de la Caridad, ya fuese referido a su obra filantrópica, a sus protegidos o a su deportación, formó rápidamente parte del imaginario popular y como muestra de ello pueden citarse numerosos textos literarios, piezas teatrales y novelas en las que las heroínas se refugian en esta congregación ya sea a causa de una relación amorosa malograda o para redimirse. Este último es el caso de Clemencia, la protagonista de la novela del mismo título de Altamirano (1869),42 ambientada en Guadalajara durante la intervención francesa. Para expiar su reprobable conducta, Clemencia “la hermosa, la coqueta, la sultana, la mujer de las grandes pasiones” toma el hábito de las Hermanas de la Caridad que la consagra a consolar “a los que sufren” y luego de residir en la Casa Central, parte a Francia. Rafael Delgado, en su novela Angelina (1893), presenta a la protagonista como miembro de la conferencia de damas vicentinas de un pueblo cercano a Orizaba en el estado de Veracruz. Huérfana y fruto de una relación “que no había recibido la bendición de Dios”; Angelina decide renunciar al amor de Rodolfo para unirse a las Hermanas de la Caridad, no por resentimiento, sino por vocación: “Tampoco creas que si elijo un estado distinto del que prefieren todas las mujeres, que lo hago por despecho o atraída por una falsa vocación. No; considera que si no he querido engañar a un hombre, no he de querer engañarme yo misma, ni engañar a Dios”, y al final, sale expulsada del país con la orden de ir a residir a París y luego a la Conchinchina para “servir a los pobres, a los enfermos y a los huérfanos como yo, para quienes el mundo es un desierto”.43

Un relato positivo y detallado de la obra filantrópica que las Hermanas de la Caridad realizaban en Guadalajara en favor de los huérfanos, los enfermos y los ancianos, así como de su deportación en 1875, lo presenta José López Portillo y Rojas en su novela Los precursores (1908).44 Prácticamente el locus de la novela es el Hospicio Cabañas, ocupado por las lazaristas y sus favorecidos, en donde se desarrolla una exitosa historia de amor entre dos expósitos criados por ellas y que culmina con las lamentaciones de los hospicianos por la expulsión de las Hermanas:

Una voz íntima y secreta decía a éstos que iban a perder para siempre […] una gran protección, irreparable y preciosa; que no contarían en adelante con la abnegación heroica de quienes se consagraban a la caridad por amor a Dios y a ellos […]. Íbanse para no volver sus fieles compañeras, sus amigas cariñosas, sus bienhechoras infatigables y santas; y ellos, los desamparados, los llorosos, los pobres de fortuna y espíritu, iban a quedar más tristes, pobres y míseros que nunca […] No, aquel golpe no iba dirigido contra las hermanas, sino contra ellos; contra ellos, que no disponían de escudo para defenderse […] contra ellos; que no tenían más que postración y miseria, sufrimiento y lágrimas.45

Las novelas señaladas y, en especial, la de López Portillo muestran cómo pese al corto periodo de tan sólo 30 años (1844-1874) en que estuvo establecida su congregación en México, las Hermanas de la Caridad llegaron a constituirse como un referente de la filantropía católica y del imaginario romántico sobre la caridad.46 La partida de las Hermanas no suspendió las labores de las Conferencias masculi­nas ni tampoco de las femeninas, creadas durante la regencia; conformadas, como ya se ha anotado, por seglares. Pero, después de la incorporación de las Leyes de Reforma a la Constitución, llevaron a cabo sus actividades filantrópicas en paralelo con las políticas de beneficencia del Estado durante la república restaurada y el porfiriato, sin la subvención de éste, como solía ocurrir en otros países.

Tras la salida de las Hermanas de la Caridad, su presencia visual en la prensa ilustrada como en la pintura disminuyó hasta casi desaparecer. En la última exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes, celebrada en 1899, el pintor valenciano Joaquín Agrasot exhibió en la sección española el cuadro Las Hermanas de la Caridad (Fig. 14),47 en el que representó a las religiosas en su papel de enfermeras en el interior de un hospital, como hiciera Medina casi 50 años antes. Por el contrario, su figura en la cultura literaria como un referente romántico del reciente pasado nacional no sólo se mantuvo sino que se incrementó y como ejemplo de ello están no sólo las novelas ya mencionadas, sino una constante alusión a la congregación en la prensa diaria, desde noticias que informaban en 1877 que “circulaban varias listas, firmadas ya por miles de personas, pidiendo al gobierno que se permita a las Hermanas de la Caridad que regresen a México”,48 seguramente en ocasión del cambio de gobierno, hasta una nota que instruía a los lectores sobre el origen de la toca de las Hermanas de la Caridad49 o las recriminaciones de la prensa católica en las conmemoraciones de la muerte de Sebastián Lerdo de Tejada por haberlas desterrado.50

14.  Joaquín Agrasot, Las Hermanas de la Caridad (ubicación actual desconocida), reproducido en El Mundo Ilustrado, 15 de abril de 1899. Hemeroteca Nacional de México, s.p. Reprografía: Ricardo Alvarado Tapia, AFMT. 

Feminización y secularización de la caridad, su representación visual

La caridad tiene mucho de celestial,

y hermana a las mujeres con los ángeles.

Baronesa de Wilson, Biografía de Carmen Romero Rubio, 1902

Desde finales de la época colonial, la caridad había constituido para las mujeres una actividad prestigiosa, auspiciada por la Iglesia y aprobada por la sociedad, que les permitía salir al espacio público para visitar hospitales, hospicios y las viviendas de las clases más necesitadas; en realidad, estas actividades eran consideradas una extensión de sus tareas en el ámbito doméstico. Los problemas sociales que agudizaron el proceso de modernización en el siglo XIX tales como las epidemias, las guerras, las crisis económicas, la industrialización, la pobreza, la prostitución, el alcoholismo, la violencia, la mendicidad y el desvalimiento de la niñez abandonada, intensificaron a su vez la participación en las labores filantrópicas de las mujeres, reunidas en numerosas asociaciones laicas y religiosas.

Como las labores domésticas que realizaban en sus casas, las relativas a la caridad eran igualmente gratuitas, pero altamente prestigiosas. Fue así como las siete obras de misericordia, corporales y espirituales, cuya práctica preconizaba la Iglesia católica y que fueron representadas en grandilocuentes composiciones pictóricas a partir de la Contrarreforma —entre las que pueden citarse las de Caravaggio, Murillo y Rubens, así como los grabados de Abraham Bosse—;51 se transformaron, desde la segunda mitad del siglo XVIII, en meritorias actividades representadas en la pintura costumbrista y celebradas por una élite culta e instruida. Los aristócratas y los burgueses ilustrados, algunas veces identificados y otras anónimos, empezaron así a convertirse en los protagonistas de edificantes escenas de género y sustituyeron gradualmente el repertorio hagiográfico asociado a la caridad. Un caso aparte lo constituirían los estadistas, quienes utilizarían las escenas de beneficencia como una forma de autopromoción.

En México se encuentran numerosas referencias en la literatura y en la prensa como testimonio de las actividades que las mujeres realizaban en este campo, anteriores a la creación de las Conferencias de las Señoras de la Caridad de San Vicente de Paul. Una de las más interesantes, por su elocuencia, es la que hace Frances Erskine Inglis Calderón de la Barca sobre la obra de las señoras mexicanas en la Casa de Cuna cuando fue testigo del pago a las nodrizas contratadas por este establecimiento:

Estos infortunados niños, cuyo linaje procede de la pobreza más abyecta o del delito, les depositan en la puerta del establecimiento, en donde se les recibe sin más averiguaciones; y desde ese momento se les protege y se les cuida por las mejores y más nobles familias del país. La Junta se compone de personas de ambos sexos, pertenecientes a la mejor sociedad de México. Los hombres proporcionan el dinero; las mujeres, tiempo y solicitud.[…]

Cada señora de la Junta atiende a cierto número de niños, y hace donación de aquellos vestidos, que, aunque suyos, no han de desentonar con la manera de vestir en el pueblo. […]

Era un placer contemplar la bondad de las señoras con estas pobres mujeres [las nodrizas]; cómo encomiaban el cuidado que se habían tomado criando a los niños; cómo admiraban la salud y la robustez de algunos, que lo eran en su mayoría; cómo se interesaban en aquellos que se miraban pálidos o menos robustos, y qué aficionadas y orgullosas se mostraban de su carga las nodrizas, tan inmunes a ese tufo alquilón y mercenario de “hospital”.52

Otra referencia es la nota que publicó en 1850 el diario El Universal bajo el título de “Señoras caritativas”, durante la epidemia de cólera que azotó la capital:

Hemos sabido que en algunos puntos de la ciudad, unas señoras recorren todos los días las calles que se han designado para asistir a los enfermos indigentes, llevándoles además de ropa, medicinas y todos los recursos posibles para aliviar su situación. Así es como estas nobles y piadosas damas hacen sentir los dulces efectos de la caridad y de la beneficencia. Su presencia en la casa del pobre, del desvalido que yace en su lecho de dolor y miseria, es la de un ángel que trae consigo el alivio y el consuelo.

Al consignar nosotros en estas pocas líneas hechos tan hermosos de abnegación y poseídos del más dulce enternecimiento y caridad cristiana, ofrecemos a estas señoras tan dignas y virtuosas un humilde tributo de gracias en nombre de la doliente humanidad.53

Como se ha visto, durante el siglo XIX el tema de la caridad se representó en su vertiente religiosa y, paulatinamente, como virtud laica. Al igual que otros temas de la pintura, el de la caridad pasó también por un proceso de secularización en el que las imágenes de ésta convivieron en contextos religiosos y civiles; si bien, estas últimas fueron ganando más terreno a partir de 1850. Como muestra de ello están las pinturas exhibidas en las exposiciones de la Academia de San Carlos, la mayor parte de las cuales conocemos ahora sólo por su descripción o por sus títulos, registrados en los catálogos de las exposiciones de 1849 a 1899, compilados por Manuel Romero de Terreros.54

Además de las obras registradas en los catálogos de las exposiciones, la prensa informa también sobre otras pinturas con el tema de la caridad como la que realizó Petronilo Monroy a solicitud del notable editor, impresor y filántropo, Ignacio Cumplido.55 Hoy, desafortunadamente, con pocas excepciones, la mayoría de estos cuadros se hallan en paraderos desconocidos; en cambio, se conocen otros que no fueron documentados por las fuentes de la época, como La caridad, atribuido a Manuel Ocaranza, y otro con el mismo tema, firmado por José Carbó.

En la actualidad, la pintura de La caridad forma parte del acervo del Museo Nacional de Arte, no está firmada ni fechada, pero ha sido atribuida a Ocaranza (1841-1882) (Fig. 15). Como ya se ha señalado en otros textos, la atribución se basa en un argumento un tanto endeble: el diseño del marco de la ventana en otra obra de Ocaranza (El amor del colibrí, 1869) es el mismo que se percibe detrás del cepo de limosnas en La caridad; sin embargo, esta semejanza puede deberse a un modelo común, o bien, a que el autor de esta última lo haya retomado de Ocaranza.56 La ausencia de firma en el cuadro no es un obstáculo para asegurar que lo realizó una mano instruida en los preceptos formales académicos, patentes en el dibujo, la composición y en la acertada gama cromática; pero si, desde sus primeras obras, Ocaranza se caracterizó por firmar sus lienzos ¿por qué habría de ser esta obra la excepción? Además, a estas consideraciones, debe añadirse el hecho de que la tela se hallaba en la Caja Infantil de Ahorros de la Secretaría de Educación Pública, de donde se trasladó a las galerías de la Academia de San Carlos en 1942 a solicitud de Juan de Mata Pacheco,57 lo cual indicaría su anterior paradero en un hospicio. En cuanto a la fecha de su ejecución, el diseño del vestido con polisón de la protagonista de la obra la ubica en la década de 1870, lo mismo que la estampa de san Vicente de Paul, pues fue en estos años cuando a raíz de la expulsión de la comunidad lazarista el tema volvió a despertar el interés en la sociedad mexicana.

15.  Manuel Ocaranza (atribuido), La caridad, 1871, óleo sobre tela, 1.40 × 1.03 m. Museo Nacional de Arte. Foto: Ramiro Valencia. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2016. 

La imagen representa el interior de una iglesia en la que una mujer de tez blanca y de cabello castaño, vestida con un lujoso traje de terciopelo carmesí y cubierta con una fina mantilla negra, lleva en brazos a su rubio bebé y le toma la mano para que deposite una moneda en un cepo. Sobre éste se alza un tablero con la leyenda: “PARA LOS HUÉRFANOS POR AMOR DE DIOS”, rematado con una imagen de san Vicente de Paul. En el extremo superior izquierdo del cuadro se observa una pintura con el tema de la Anunciación. Si bien esta obra ha sido ya estudiada,58 me parece que podría ser objeto de una relectura a la luz de la expulsión de la congregación vicentina y, muy particularmente, con relación a las Conferencias de las Señoras de la Caridad de la Sociedad de San Vicente de Paul, fundadas en agosto de 1863 durante la regencia, las que rápidamente se extendieron por todo el país llevando a cabo una importante labor filantrópica paralela a la del Estado.

La historia de las asociaciones femeninas de la caridad ha suscitado un interés académico en los últimos años como lo prueban los excelentes artículos de Silvia Arrom “Filantropía católica y sociedad civil: los voluntarios mexicanos de San Vicente de Paul, 1845-1910”, ya citado con relación al establecimiento de las Hermanas de la Caridad y a las Conferencias masculinas, y “Las Señoras de la Caridad: pioneras olvidadas de la asistencia social en México, 1863-1910”,59 así como algunas otras investigaciones.60 Con todo, no existe aún un estudio que dé cuenta en forma sistemática de la destacada labor que realizaron las mujeres en este rubro, agrupadas tanto en asociaciones civiles como religiosas y a veces actuando por cuenta propia; su actividad ha permanecido al margen de la historiografía sobre la beneficencia. Como bien señala Arrom, aunque las Conferencias femeninas o Sociedades de las Señoras de la Caridad se habían establecido 14 años después que las masculinas, la nueva Sociedad pronto superó a su homóloga varonil con un número mayor de socias, benefactores, conferencias y, sobre todo, con un total superior de asistentes. Para 1894 la Conferencia masculina contaba con 1,536 socios activos, mientras que la femenina en 1895, con 9,875, en esta misma fecha la masculina había visitado 1,110 familias cuando la femenina había visitado 70,537; es decir, que “cada señora visitaba un promedio de 7.1 familias cada año, en comparación con 7 familias visitadas por cada señor”.61 La diferencia entre una y otra era que la organización femenina estaba controlada directamente por los padres vicentinos y los párrocos. Y no conformes con cumplir con las tareas básicas que su reglamento les señalaba, fundaron además hospitales, hospicios, escuelas, talleres para artesanos y costureras y cajas de ahorro, con el objeto de aliviar la pobreza mediante un cambio en lo material y lo espiritual.

Una muestra de la eficiencia de las actividades de las Conferencias femeninas en momentos difíciles fue la colecta y venta que organizaron Ángela Andrade de Ortega (probablemente hija del doctor Andrade), Soledad Paredes, Consuelo Fernández, Francisca Obregón de Iberri y Concepción Arnaldo, todas ellas miembros de la Sociedad de Caridad de San Vicente de Paul, exhortando al público de todas las condiciones sociales y de todas las edades a cooperar con dinero o con objetos para aliviar los estragos de la rebelión tuxtepecana en enero de 1877. Para ello redactaron una nota persuasiva que se publicó en varios diarios de la capital:

Las que suscriben, pertenecientes a la sociedad de caridad de San Vicente de Paul, hondamente conmovidas por la espantosa situación que guardan las familias de la clase más pobre de la sociedad, las que, acosadas cada día más por la epidemia, aniquiladas por el hambre, sumergidas en la orfandad por la guerra, corren locas por conseguir trabajo de cualquiera clase que sea, no encontrando ninguno; ocurren al triste recurso de pedir limosna y se les niega también; acuden esas madres desvalidas, esos padres desventurados, a nosotras, pues saben somos socias de la caridad, pero ¡ay! también los recursos de nuestra sociedad se han agotado y sólo lágrimas les podemos dar. Hondamente conmovidas, decidimos, al palpar tan alarmante situación, creemos llegado el momento de hacer una invitación universal, así a nacionales como extranjeros, a todas las clases, a todos los partidos, a que cooperen con nosotras a aliviar de algún modo tan desesperada situación, siquiera mientras el tifo y la guerra dejan algún reposo a las infelices familias. Para conseguirlo sin grandes sacrificios, hemos concebido el siguiente proyecto […] Cada persona se dignará cooperar con la cantidad que pueda por pequeña que sea, más si no puede con dinero, que dé algún objeto de gusto o utilidad: las señoras un juguete de sus tocadores, una obra curiosa de sus manos; el comerciante alguna pieza de género, sencillas, objetos de mercería; el artesano, los sirvientes, los niños, un centavo aunque sea, y así todos los demás […].

Imploramos, pues, de todos los corazones dignos, cooperen con nosotras a un fin tan loable. Uníos todos a nuestra idea, hacedla vuestra […] Un obsequio para los que mueren de hambre y de dolores, es todo lo que imploramos de vosotros: ¿nos lo negaréis?62

El Reglamento de la Asociación de las Señoras de la Caridad, publicado en 1863, estipulaba que quienes desearan ser aceptadas como miembros deberían “estar lejos de las ociosidades y de las vanidades mujeriles; de la ira, del enojo, de las imprecaciones y de las palabras obscenas que tan comunes suelen ser hoy, aun a su sexo”. El segundo capítulo señalaba que “las señoras usarán de toda la caridad posible, particularmente para con los pobres enfermos, les socorrerán no sólo con las limosnas de la Asociación, sino también con prestarles cualquiera otro servicio, como sería barrer el cuarto, hacer la cama y cosas semejantes; y sobre todo, manifestándoles la más viva compasión y consolándolos”.63 La asociación debía contar con un presidente, que tenía que ser un párroco, una presidenta, una vicepresidenta y una tesorera, todos ellos elegidos por votación; un secretario, un procurador y socias activas y honorarias. La presidenta debía man­tener y aun fomentar la incorporación de nuevas socias, custodiar la ropa blanca y “tener en la capilla de San Vicente o en la iglesia sede una caja fuertemente asegurada en la pared, cerrada con dos llaves de las que ella tendrá una, y la otra el señor cura […] Sobre dicha caja se escribiría: LIMOSNAS PARA LA ASOCIACIÓN DE LA CARIDAD, O PARA LOS POBRES ENFERMOS”.

Desde esta perspectiva, es muy probable que la pintura atribuida a Ocaranza esté vinculada a las sociedades de las Señoras de la Caridad. No sólo por la inclusión de la caja rematada con la imagen de san Vicente de Paul, antes mencionada, y el interior religioso que era el lugar de operaciones de las Conferencias femeninas; sino también por el origen étnico y el ostentoso atuendo de la mujer, pues en sus inicios, como lo señalaba el reglamento de fundación, éstas debían componerse “de las señoras principales de los lugares en que se establece”. Si bien en las décadas siguientes, y particularmente en provincia, las Conferencias estuvieron también integradas por personas de la clase media, e incluso por mujeres provenientes de familias de artesanos o costureras. Así, aunque la imagen remite a un espacio religioso que exhibe, no por azar, una imagen mariana y otra del santo lazarista, el tema se centra en la acción de la caridad realizada por las mujeres católicas en su papel de madres, depositarias y transmisoras para las nuevas generaciones de los valores morales y religiosos.

Como bien apunta Arrom:

Las Señoras de la Caridad lograron construir una vibrante organización nacional. Se hicieron aliadas indispensables de la Iglesia en su proyecto de reforma social. Aliviaron la miseria de cientos de miles de mexicanos. Ayudaron a resolver —aunque de modo parcial— los problemas de la pobreza, el hambre, la enfermedad, el analfabetismo y el desempleo […] La eficacia de sus esfuerzos mostró la capacidad de la mujer y reforzó la ideología del marianismo que a finales del siglo XIX la romantizaba como moralmente superior al hombre.64

Así, sin conocer el nombre del autor de la pintura ni el del comitente, La caridad demanda una lectura vinculada a la obra de las Señoras de la Caridad que revela, en este caso, el papel que la Iglesia otorgó a la mujer como el catalizador moral y benefactor de la sociedad.

Las tareas capitales de las Conferencias consistían en las visitas a las casas de los indigentes y los enfermos para llevarles alimento y medicinas, la asistencia a los moribundos y a los muertos y la instrucción de la niñez; en cambio, “la limosna” otorgada a los mendigos en las calles se desaprobaba, pues se creía que fomentaba la holgazanería y perjudicaba el camino a una vida dignificada por medio del trabajo.

Pero no sólo para los católicos asociados a las Conferencias, sino también para el Estado, la mendicidad era uno de los grandes problemas sociales del mundo moderno. La posición de Justo Sierra en 1875, periodo de la realización de las obras de Ocaranza y Carbó, parece pertinente:

Turgot ha dicho: “Aliviar los sufrimientos de los hombres desgraciados es el deber de todos y la obra de todos.” Este bello principio, de donde puede deducirse la fórmula de la caridad social, tiene, entre otras, esta rigurosa consecuencia: los desgraciados tienen el derecho no sólo al auxilio directo de sus semejantes, sino a que la sociedad separe de ellos a los que no siendo desgraciados sino en apariencia, disminuyen la parte que toca al verdadero infeliz. Además de ésta hay otras consideraciones que ha tenido presentes la sociedad moderna en tan grave materia: el mendigo daña la libertad general, el mendigo es por regla general un individuo inmoral y desmoralizador, empieza por matar en su conciencia toda noción de pudor, su lema es la resistencia al trabajo […] La indigencia es santa, pero la mendicidad es criminal.65

Resulta interesante comparar la postura de Sierra —basada en una frase de Jacques-Robert Turgot, uno de los reformistas económicos más ilustres del siglo XVIII y colaborador de la Enciclopedia—, que, aunque temprana en su carrera política, se encuentra vinculada a la postura “oficial” y a la afinidad con el pensamiento y acción de las sociedades vicentinas que, superando la antigua noción de caridad como limosna, concebían la ayuda al prójimo necesitado como parte de una acción global o integral, que iba desde la educación y la asistencia espiritual hasta la atención a sus necesidades materiales más inmediatas, de la cuna a la tumba. Y en esta acción, la sociedad civil, fiel a sus convicciones religiosas, ejercía una acción filantrópica en el seno mismo de la población más vulnerable. La práctica religiosa dejaba de ser así un acto ritual y personal para convertirse en un apostolado social como manifestación de la verdadera caridad, tal como llegó a entenderse este término como sinónimo de amor a Dios mediante la ayuda a “los miserables”. No por acaso los miembros de las Conferencias se veían a sí mismos como “reformadores sociales”. Las aportaciones de estas sociedades habían sido ignoradas por la historiografía oficial hasta entonces por diferentes motivos. No cabe duda, sin embargo, que su labor fue fundamental, principalmente la de las mujeres, en un momento en que el Estado carecía de la estructura y las posibilidades materiales para dotar con suficiencia las instituciones educativas y de salud de las que la Iglesia se había ocupado desde el siglo XVI y que el Estado no pudo atender cabalmente en el turbulento siglo XIX hasta su consolidación política y económica en las postrimerías del porfiriato y después de la institucionalización de la Revolución de 1910.

En la pintura de José Carbó (Fig. 16) es justo una escena de “limosna” el tema de la obra. Este artista cubano había llegado a nuestro país procedente de Filadelfia en 1876, muy probablemente alentado por su compatriota José Martí, quien se encontraba en la Ciudad de México y le dio la bienvenida en una nota periodística, informando al público sobre su relación con Pina en Roma.66 Al parecer, sus intereses se dirigieron a los tipos y a las escenas de costumbres como lo anunciaba Martí y como lo muestran las obras con las que participó en las exposiciones de la Escuela Nacional de Bellas Artes: Una indita tomando agua bendita en Santiago Tlatelolco (1877) y ¿Qué dirá mamá? (1881).67

Foto: Angélica Velázquez Guadarrama.

16.  José Carbó, La caridad, ca. 1877, óleo sobre tela (ubicación actual desconocida). 

La pintura de Carbó representa el cubo de la escalera de un patio de vecindad en el que una mujer blanca, vestida de azul, con una capa corta y la cabeza cubierta, todos ellos signos que revelan su clase social, detiene su paso y se inclina para entregar una moneda a un músico callejero de piel morena y evidentes rasgos indígenas que va cubierto con un sarape roto, un sombrero viejo y calza huaraches. Dos mujeres de condición humilde son testigos de la escena, una de pie llevando un cántaro sobre la cabeza y otra sentada amamantando a su pequeño bebé. Otros dos personajes completan la escena; en el primer plano, un perro echado sobre el piso rascándose el cuello y, detrás de la caritativa mujer una niña vestida de blanco con un cinto rosa y una muñeca en la mano. Podría pensarse que la mujer vestida de azul ha visitado esta vecindad acompañada de su hija (la niña vestida de blanco) para auxiliar a los menesterosos que ahí habitan. Sin embargo, sería posible imaginar también que ella misma viviera ahí.

Sabemos, por las novelas costumbristas publicadas en la segunda mitad del siglo XIX, que en las vecindades, muchas de ellas construidas en la época colonial, convivían familias de diferentes orígenes sociales y económicos. En general, en la planta baja se encontraban las viviendas de los vecinos más pobres y en la planta alta las de los que contaban con mejores medios de subsistencia, en la mayoría de los casos, familias “decentes” venidas a menos. Así lo atestiguan novelas como El fistol del diablo (1845-1846), de Manuel Payno, Historia de Chucho El Ninfo (1871), de José T. de Cuéllar y La Calandria (1891), de Rafael Delgado, entre otras. Sin embargo, el texto literario que mejor ejemplifica esta circunstancia es La clase media, de Juan Díaz Covarrubias (1858), en la que el autor titula al segundo capítulo “La casa de vecindad”; en éste hace una descripción de la arquitectura:

En el piso inferior hay de ambos lados unos cuartos pequeños y oscuros que habitan algunos miserables artesanos.

Al final del patiecito hay una escalera angosta, que expuesta completamente al desamor de la intemperie, se ha destartalado, de modo que se ven las piedras desnudas de su pasamano; se termina por un corredor ancho y bastante largo, hacia el cual dan las cinco puertas de las únicas cinco viviendas que en el piso superior tiene la casa.

Ciertamente no debe esta finca medio arruinada y situada en uno de los barrios más solitarios de la ciudad atraer muchos habitantes ni dar gran producto a su poseedor.68

Luego de hacer la relación del aspecto lamentable del inmueble, el autor describe a los moradores que ocupan la planta alta: la viuda de un militar muerto en la batalla de Padierna y su hija adoptada, “una niña hermosa, modesta, con una fisonomía dulce y resignada como la de un ángel, con unos ojos azules vueltos naturalmente hacia el cielo”; un estudiante de derecho, discípulo de Juan Bautista Morales, el Gallo Pitagórico, quien entretenía a la viuda y a su hija con la lectura de las obras de Lamartine; una joven “vestida pobremente de luto”, pero que “por sus maneras y su traje aseado, aunque modesto, revelaba que sólo la miseria podía haberla obligado a vivir en tan aislada habitación”; un joven médico de “fisonomía interesante y distinguida”; y, por último, una familia formada por un ex militar que había combatido para defender el territorio nacional y que había quedado paralítico a causa de las heridas de guerra y “medio loco” al verse en la miseria, su esposa, ejemplo de “todas las virtudes domésticas”, dos niños, una “hermosa niña” de 18 años y un joven de 25, poeta, músico y sostén de la familia.69

La estrategia narrativa de Díaz Covarrubias, en este breve capítulo, era contrastar el aspecto ruinoso y miserable del inmueble con las virtudes morales de sus habitantes, quienes, como suele suceder en las narraciones literarias de la época, sobre todo para el caso de las mujeres, son blancas y de ojos azules, y sólo algunas veces, pocas, de “tez apiñonada”. No sería, pues, disparatado considerar que la mujer caritativa que aparece en la pintura sea una inquilina de la vecindad, lo cual avaloraría aún más el acto de beneficencia dada su limitada situación económica, mejor que la del músico callejero, pero totalmente diferenciada y superior desde el punto de vista de la educación y los valores morales. Tal y como Díaz Covarrubias describe a los inquilinos de su vecindad: honrados, limpios, trabajadores, educados, comprometidos con las causas patrióticas por las que han dado la vida y, como si fuera poco, lectores de Lamartine.

De la misma forma en que Díaz Covarrubias exalta en su novela la superioridad moral de la clase media comparándola con la clase baja y, particularmente, con la inmoralidad de la oligarquía de la Ciudad de México; Carbó enaltece la acción benefactora de una mujer de apariencia burguesa dando una moneda a un pobre músico callejero a la vista de su hija, con la intención de darle un ejemplo de virtud. Pero ya se trate de una inquilina “decente” de la propia vecindad o de una mujer que ha visitado la vivienda para llevar el alivio material y espiritual a los indigentes (como suele ocurrir en numerosas novelas extranjeras y nacionales entre las que se encuentran, por sólo citar las más conocidas, Los misterios de París (1842-1843), de Eugène Sue, Los miserables (1862), de Víctor Hugo, El fistol del diablo (1845-1846), de Manuel Payno o Ironías de la vida, de Pantaleón Tovar),70 las habilidades plásticas del artista exponen con claridad la supremacía moral, social y étnica de la mujer de azul. Gracias a su emplazamiento en las escaleras, e incluso con su postura inclinada, ocupa el nivel más alto en la escala compositiva, por encima del viejo músico, quien con todo y su enorme sombrero, apenas llega a la cintura de su benefactora y sin atreverse a verla, baja la mirada en signo de gratitud y sumisión. Las mujeres del extremo izquierdo aparecen en un segundo plano y en una escala menor, como testigos mudos de la escena, pero imprescindibles en la composición para marcar el contraste entre su situación miserable y el de la bienhechora; su contraparte en el extremo opuesto, es la niña, quien con su vestido blanco y su muñeca, detrás de su madre, marca igualmente, el estado de desigualdad entre su afortunada posición y la del bebé asido del pecho de su progenitora.

Este mismo encuentro/enfrentamiento entre dos estratos sociales diferenciados y opuestos se encuentra en la obra que Alberto Bribiesca presentó en 1879 en la XIX exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes, la segunda verificada bajo el gobierno de Porfirio Díaz, con el título Educación moral. Una madre conduce a su hija a socorrer a un menesteroso (Fig. 17).71 La pintura recrea con detalle el interior de un acogedor salón burgués iluminado por los destellos matinales y ocupado por una madre y su hija que parecen haber interrumpido su labor de costura (así lo hace suponer el cesto que se encuentra al lado de un mullido sillón Luis XV) para atender el llamado de un anciano que aparece en la puerta en el extremo izquierdo del cuadro. Vestido con un humilde pantalón de manta, chaleco y un abrigo gastado, el mendigo sostiene con la mano izquierda un bastón y con la derecha extiende su sombrero para recibir la moneda que la niña, alentada por su madre, está a punto de darle.

17.  Alberto Bribiesca (1856-1909), Educación moral. Una madre conduce a su hija a socorrer a un menesteroso, 1879, óleo sobre tela, 1.42 × 1.14 m. Museo Regional de Querétaro, INAH. Digitalización: Teresa del Rocío, AFMT. Secretaría de Cultura-INAH-Méx. “Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia”. 

El tema de la madre burguesa socorriendo a un menesteroso lo recreó por primera vez en el arte occidental el artista francés Jean-Baptiste Greuze en 1775 en su cuadro La dama de caridad (Fig. 18), expuesto en su propio taller ubicado en el Louvre. La pintura representa a una mujer de clase alta acompañada de su hija, ambas vestidas con suma elegancia, junto con una Hermana de la Caridad, mientras visitan a una familia venida a menos compuesta por un anciano enfermo que yace sobre el lecho, su esposa y su hijo. Los tres personajes femeninos de la derecha encuentran su contraparte en los de la izquierda: la niña, conducida por su madre, con la del niño de pie detrás del lecho de su padre; la madre burguesa, con la del anciano y, la Hermana de la Caridad, con la esposa del enfermo. La humildad de la habitación y su aspecto rústico enmarcan el acto de caridad realizado por una madre para educar a su hija con el ejemplo in situ.

18.  Jean-Baptiste Greuze (1725-1805), La dama de caridad, 1775, óleo sobre tela, 1.12 × 1.46 m. Musée des Beaux Arts de Lyon, Francia. 

La obra de Greuze se encuadra en el contexto de las ideas ilustradas sobre la educación y el papel social que los pensadores de la Enciclopedia asignaron a las mujeres como educadoras, ya que consideraban que su sensibilidad “innata” las hacía propensas a las obras de beneficencia. Se trataba, además, de un tema inédito en la pintura, ya que tradicionalmente el papel de la educación moral de los hijos había estado restringida a la figura masculina del padre de familia.72 La obra de Jean-Jacques Rousseau, en especial Emilio o de la educación (1762), ampliamente conocida en México, tuvo un papel fundamental en la propagación del ideal social de la mujer como educadora: “A ti dirijo estos renglones, madre amorosa y prudente que has sabido apartarte del camino trillado, y preservar el naciente arbolillo del choque de las humanas opiniones” y en una nota ampliaba su opinión:

La educación primera es la que más importa, y ésta sin disputa compete a las mujeres; y si el autor de la Naturaleza hubiera querido fiársela a los hombres, les hubiera dado leche para criar a los niños. Así, en los tratados de educación se ha de hablar especialmente con las mujeres, porque además de que pueden celarla más de cerca que los hombres, y de que tiene más influjo en ella, el logro las interesa mucho más.73

No es casual así que la escritora, pedagoga e institutriz Stéphanie-Félicité de Genlis, en su novela Adèle et Théodore: ou Lettres sur l’Education, publicada en tres volúmenes en 1782, haya tomado deliberadamente como punto de partida la pintura como una “puesta en escena” para formar parte de la narración. En la carta XXIV, la autora da nombre y edad a la dama de Greuze: la caritativa condesa de Lagaraye de 24 o 25 años y a su hija de siete que la acompaña, así como al anciano (Saint-André de Vilmore) y a su esposa (Blanche) en alusión directa a la pintura, que ella considera “bella”.74 La visita a esta desdichada familia era, para la condesa, una oportunidad para la educación moral de su hija, quien lloraba emocionada por la escena que se le presentaba mientras su madre la exhortaba: “Mirad bien esta recámara y los conmovedores objetos que la llenan, que este recuerdo no salga jamás de vuestra memoria; tened, continuó ella, id a depositar esta bolsa sobre el pie de esta cama; acercaros con respeto, esto se debe a la desgracia; no lo olvidéis jamás, y vuélvase digna algún día de la encomienda sagrada con la que yo la honro.”75 Cabe señalar que las obras de Genlis fueron sobradamente conocidas en México.76 En la novela Pobres y ricos de México de José Rivera y Río, publicada en 1884, doña Úrsula, madre de una familia “arruinada”, solía leer a sus hijas “alguna de las obras de madama Genlis” mientras éstas cosían para ganarse la vida en un miserable cuarto de vecindad.77 Para Genlis como para los pensadores ilustrados como Denis Diderot, la pintura de costumbres era un medio para elevar la moral de los espectadores por medio de la presentación de espectáculos edificantes como el de La dama de caridad. No por azar, la obra se difundió ampliamente a partir de un grabado realizado por Jean Massard en 1778 bajo el título de La dame bienfaisante78 y marcó el inicio, no sólo en Francia sino en toda Europa y América, de una serie de pinturas con el tema de la caridad ya no como parte de los siete actos de misericordia y despojado de sus connotaciones religiosas para convertirse en un tema moderno y laico que fue muy socorrido por los artistas durante el siglo XIX.79

Como en La dama de caridad, los cuadros de Carbó y Bribiesca se centran en la lección moral transmitida por la vía femenina de una generación a otra, pero han añadido un elemento más a este mensaje: la muñeca que ambas niñas llevan en la mano no es sólo un juguete, signo de su género y posición social, sino el símbolo de su maternidad futura y la factura de seguro de los valores morales que más tarde ellas también legarán a sus hijas.80 Otra diferencia notable entre los cuadros analizados es la presencia o ausencia de los beneficiados y los espacios en los que tienen lugar las escenas. En oposición a la obra atribuida a Ocaranza, en la que el destinatario de la caridad es anónimo y virtual y sólo queda sugerido de forma implícita en el cepo de limosnas con la imagen del santo vicentino, el resto de las obras presentan al receptor y a los donantes en un encuentro amable, exento de conflicto entre ricos y pobres. Por otra parte, los espacios representados en las pinturas son las casas de los socorridos (Hernández, Carbó y Greuze), hospicios y hospitales (Medina y Agrasot), recintos religiosos (Ocaranza) y la calle.81 En este sentido, la pintura de Bribiesca muestra el lugar más insólito para este tipo de escenas, ahí el mendigo ha llegado a irrumpir en el espacio más “sagrado” de la cultura burguesa: la intimidad del hogar.

No cabe duda que el modelo que inspiró a Bribiesca para la elaboración del tema, pero sobre todo, para la representación de la madre, fue La dama de caridad de Greuze. La retórica gestual de sus brazos exhortando a su hija a colocar la moneda en el sombrero es una cita literal de la pintura francesa,82 con la diferencia de que en el caso de la pintura mexicana, el beneficiario del acto de caridad no es un “pobre vergonzante” enfermo en el lecho de su casa, es decir una persona de nivel medio o superior caída en desgracia como en las obras de Hernández y Greuze, lo que sitúa casi en el mismo nivel moral a los donantes y al receptor; sino un anciano menesteroso de piel morena y barba encanecida cuya pobreza no le impide vestir con pulcritud para acudir a una casa burguesa en busca de auxilio. Desde esta perspectiva, resulta interesante llamar la atención tanto sobre el aspecto aseado como sobre el perfil clásico con que el artista dibujó al indigente, recursos de los que se sirvió para dignificarlo, lo que lo hace tan diferente del músico anciano de Carbó con sus rasgos claramente indígenas y su ropa roída y sucia. Fue tal vez esta estrategia de fusionar una figura de apariencia clásica cubierta con el ropaje del realismo, manifiesto en la vestimenta y el tono de piel, lo que llevó a Altamirano a considerar en sus comentarios sobre la obra de Bribiesca en el Salón de 1879, como el personaje mejor logrado:

Aquí estuvo mejor inspirado este alumno, que en su cuadro de San José. El pensamiento es bellísimo (una madre conduce a su hija a socorrer a un menesteroso). La ejecución tiene algunos defectos; pero en general es buena. La madre es de un tipo triste y no tiene gran expresión. Valía la pena de haberla dibujado con mayor valentía; la niña también es poco expresiva. En cambio el anciano mendigo es magnífico, su ejecución tiene una naturalidad que encanta.83

Nada dice el crítico sobre el contraste racial de los personajes que componen la obra (él, que era indígena), pero el tema le parece “bellísimo”. En cambio la falta de expresión que atribuye a la madre y a la niña pueden interpretarse como una decisión deliberada del autor, precisamente para evitar un enfrentamiento racial y social. Desde este ángulo, tampoco es fortuita la escala de los personajes, pues como en la obra de Carbó, Bribiesca ha maximizado la altura de la madre en relación con el mendigo, quien aparece empequeñecido frente a ella, inclinado y temeroso de invadir el hogar burgués; de esta manera, cada personaje ocupa el sitio que le corresponde sin transgredir las normas impuestas por una sociedad de enormes contrastes, como lo sigue siendo y lo era la mexicana de la época porfiriana. Cabe subrayar, también, que tanto en la obra de Greuze como en las de Carbó y Bribiesca, el beneficiado es un hombre anciano. Esta diferencia de edad vendría a invalidar cualquier alusión de tipo sexual entre las benefactoras, pues además la madre viste un camisón, y sus inofensivos protegidos ubicados estratégicamente en las composiciones en un plano inferior que revela su mansedumbre. Por otra parte, el estado de ancianidad aunado al de pobreza fue visto durante el siglo XIX como uno de los sectores más susceptibles de compasión. Un buen ejemplo de este tema en la escultura mexicana es La caridad (1881) de Gabriel Guerra, en el que dos ­jóvenes burgueses sostienen a un pordiosero semidesnudo para aliviar sus penas, poniendo en práctica las enseñanzas caritativas, en este caso, de una ­madre ausente en la obra.84

De la misma forma en que en el siglo XVIII Greuze inauguró las imágenes secularizadas de la caridad y planteaba en términos visuales el tema de la beneficencia, uno de los que más interesaron a los pensadores ilustrados, quienes empezaron a ver las desigualdades sociales y económicas como un problema y no como un “estado natural de las cosas”; vista en su contexto, Educación moral exponía un ejercicio de la caridad desprovisto de referencias religiosas, particu­larmente para las mujeres. Así lo pregonaban los ideológos liberales como Altamirano o Sierra; por ello no es casual que en el salón no se encuentre una sola alusión a la religión y, por el contrario, se presenten objetos que remiten al nuevo ideal de la mujer mexicana y su papel como educadora en la conformación de la República, tales como el estante lleno de libros y la lámpara que evocan la imagen de una madre lectora e instruida, capaz de formar buenos ciu­da­da­nos; el mapa de México que además de informar sobre el lugar donde tiene lugar la escena, sugiere el conocimiento que de la historia y la geografía nacionales posee la madre para transmitirlos a las generaciones siguientes, el cesto de costura como símbolo ancestral de la domesticidad femenina y los elaborados marcos de las pinturas cuyo asunto no se alcanza a percibir, pero que son indicadores del ambiente culto y refinado en el que viven las benefactoras.

En un texto retrospectivo sobre su novela inconclusa El ángel del porvenir, publicada por entregas en la revista El Renacimiento durante 1869, Sierra explicaba la trama y el papel de la mujer en el proceso de construcción de la nación mexicana: “La mujer mexicana será el ángel del porvenir, ella nos salvará socialmente, pero se regenerará por el sentimiento religioso, sustituyente de la devoción y la superstición; el amor de la patria será parte integrante de esta religión, como en los Estados Unidos”.85 La cita es reveladora respecto a las transformaciones políticas y sociales que la ideología liberal pretendía establecer entre la población mediante la legislación, la educación, la prensa, la literatura y el arte: la secularización de las costumbres mediante el relevo de los símbolos religiosos por los patrióticos, la exaltación del nacionalismo y el papel social que hombres y mujeres debían cumplir para la consolidación del Estado, con los que Educación moral respondería cumplidamente. No por azar la obra, sorteada entre los suscriptores de la exposición de 1879, perteneció al eminente filántropo poblano Alejandro Ruiz Olavarrieta, fundador del Monte de Piedad Vidal-Ruiz. A su muerte en 1907, legó a la Escuela Nacional de Bellas Artes un lote de piezas de cerámica y pinturas, entre las que se encontraban dos de la autoría de Bribiesca: Educación moral y La Virgen en contemplación. Sin embargo, las obras permanecieron en San Carlos sólo algunos años, pues en 1910 (a solicitud del gobernador de Querétaro, Francisco González de Cosío, y del director de la Academia de Bellas Artes de ese estado, Germán Barragán Patiño), 53 óleos y siete esculturas, seleccionados por Leandro Izaguirre y Gerardo Murillo, fueron cedidos a la academia queretana. 86 En la actualidad, la pintura forma parte del acervo del Museo Regional de ese estado.

Colofón

En 1861, en la tercera exposición de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes, Jacobo Gálvez presentó el cuadro Redención social, hoy perdido. Sin especificar ninguna obra en particular, el catálogo correspondiente apunta que para su ejecución, el artista jalisciense se inspiró en el marsellés Dominique-Louis Papety, un pintor influido por las ideas de Charles Fourier.87 Según la descripción, la pintura mostraba, con Jesucristo al centro, a una pléyade de personajes del Antiguo Testamento (Moisés), de la Antigüedad clásica (Homero, Platón, Sócrates y Diógenes) y de la época moderna (Newton, Fourier y san Vicente de Paul). Completaban la composición un grupo que “representa los esclavos de Oriente” y “dos figuras agrupadas significando a la mujer de Occidente explotada por la miseria”.88 En el contexto tapatío, no resulta insólita la presencia del santo vicentino, cuya comunidad para 1861 se había extendido en todo el estado; sino su vecindad con el socialista francés, ubicado al lado izquierdo de Jesucristo y, conforme a la indicación del catálogo, “el lado del corazón, lado de honor”.

La cercanía del utopista y de san Vicente con la figura de Jesucristo (que pareciera corresponder a la imagen de un “Cristo social”, articulada en el siglo XIX), revela la preocupación de Gálvez y, probablemente, la de los promotores de la Sociedad Jalisciense por los trastornos provocados por la modernidad hacia los sectores más vulnerables de la humanidad y su solución mediante el cristianismo y el socialismo. Por otra parte, la pintura manifiesta la actualidad del tema en la cultura visual de Occidente, abordado en diferentes soportes y géneros artísticos y desde las más variadas ideologías.

Así, las pinturas de Hernández, Medina y la atribuida a Ocaranza y los impresos de calendarios y revistas ilustradas analizados en el artículo muestran la caridad según las premisas de un “catolicismo social”, en el que los protagonistas (las hermanas lazaristas y los miembros de las Conferencias masculina y femenina) la ejercen como un apostolado, como un medio de servir a Dios y ganar así la propia salvación mediante el auxilio a los menesterosos, mientras que las de Carbó, Bribiesca y Greuze presentan a las mujeres como laicas y a la beneficencia como una forma de compromiso moral en el contexto de la formación de un ideal burgués de comportamiento. Con todo, ambas visiones, la religiosa y la laica, tienen en común la exposición de la caridad como una coyuntura para manifestar la superioridad social, económica, pero sobre todo, moral de los donantes en una línea vertical, de arriba abajo, que subraya la posición antagónica entre los benefactores y los destinatarios y que, sin embargo, gracias a las soluciones compositivas y a los artilugios plásticos, evocan la imagen de una convivencia armoniosa entre las clases sociales en la que los latentes choques económicos, raciales y culturales entre los protagonistas, pretenden anularse. Las obras estudiadas en la primera parte tendrían así la función de enaltecer el catolicismo mediante sus prácticas caritativas y su efectiva respuesta a los problemas de la sociedad moderna, mientras que las de la segunda desvelarían el deseo de legitimar y exaltar el estatus moral de la emergente burguesía en su relación con los desposeídos, encomiando el papel de las mujeres como agentes morales de las futuras generaciones, de ahí que se las represente en su calidad de madres.

Queda pendiente la localización de las numerosas pinturas que con el tema del ejercicio de la caridad, en sus diferentes modalidades, se realizaron en el siglo XIX y el estudio de su coleccionismo vinculado a las figuras de benefactores como Ignacio Cumplido, Vidal Alcocer, Francisco Fagoaga, Juan Abadiano, Francisco Díaz de León o Joaquín García Icazbalceta; pero, sobre todo, a la multitud de mujeres que se entregaron a esas tareas y cuyos nombres permanecen en el anonimato.

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1“Hermanas de la caridad”, Semanario de las Señoritas Mejicanas. Educación científica, moral y literaria del bello sexo, t. 2, 13 de julio de 1841 (México: imprenta de Vicente García Torres), 265-272. Puede consultarse en http://liberalism-in-americas.org/927/

2En 1832 Tadeo Ortiz de Ayala había propuesto ya el establecimiento de las Hermanas de la Caridad sin éxito. Véase el apéndice del artículo de Mario González García, “El Colegio de las Bonitas”, Boletín de Monumentos Históricos, tercera época, núm. 20 (septiembre-diciembre de 2010): 66-67.

3Marcos Arroniz, Manual de biografía mejicana o Galería de hombres célebres de Méjico (París: Librería de Rosa Bouret y Cª, 1857), 46.

4Silvia Arrom, “Filantropía católica y sociedad civil: los voluntarios mexicanos de San Vicente de Paul, 1845-1910”, Revista Sociedad y Economía, núm. 10 (abril de 2006): 69-97.

5Bernardo Copca, “María Ana Gómez de la Cortina, condesa de la Cortina”, en Antonia Pi-Suñer Llorens y Arturo Soberón, coords., México en el Diccionario Universal de Historia y Geografía, vol. IV: Instituciones civiles y religiosas novohispanas, selección y est. introd. Aurora Flores Olea, Daniel Escorza Rodríguez y Othón Nava Martínez (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2004), 321.

6Véase “Escuela en la cárcel de la Acordada”, en El Mosaico Mexicano. Colección de amenidades curiosas e instructivas, t. V (México: Ignacio Cumplido, 1841): 562-563 y las referencias a las obras de beneficencia señaladas por Frances Calderón de la Barca en La vida en México, trad., pról. y notas de Felipe Teixidor (México: Porrúa, 1977), 450, 465-466, 478-486 y 489-490.

7Francisco Fernández del Castillo, Apuntes para la historia de San Ángel, San Jacinto Tenanitla y sus alrededores. Tradiciones, historias, leyendas, etc. (México: imprenta del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1913), 172.

8El Siglo XIX, 9 de noviembre de 1844, 4.

9“Hermanas de la caridad”, El Siglo XIX, 16 de noviembre de 1844, 4.

10Copca, “María Ana Gómez de la Cortina”, 323-324.

11La nota necrológica se publicó bajo el anonimato de “un amigo desconsolado”, en El Siglo XIX, 16 de junio de 1848, 2.

12Sétimo [sic] Calendario de Abraham López, arreglado al meridiano de México, antes publicado en Toluca para el año de 1845 (México: imprenta de Vicente García Torres, 1845), 57.

13Sobre la trayectoria de este impresor y su papel en la historia de la producción de calendarios de la década de 1840, véase el artículo de María José Esparza Liberal, “Abraham López, un calendarista singular”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas XXVI, núm. 84 (primavera de 2004): 5- 52.

14González García, “El Colegio de las Bonitas”, 56-57.

15Sociedad de San Vicente de Paul. Consejo Superior de México (México: imprenta y litografía de Francisco Díaz de León, 1895), 15-16.

16Sociedad de San Vicente de Paul, 22-23.

17Agradezco la sugerencia de Jaime Cuadriello de integrar a mi investigación esta obra, registrada por María Esther Ciancas en su tesis de maestría en Historia del Arte, “La pintura mexicana del siglo XIX” (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 1959), 89.

18Salvador Moreno, El pintor Pelegrín Clavé (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1966), 31.

19Las siete obras de misericordia corporales preconizadas por la Iglesia católica son: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, de beber al sediento, posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar a los presos y enterrar a los muertos; y las siete obras de misericordia espirituales consisten en: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesite, corregir al que se equivoca, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y rogar a Dios por los vivos y difuntos.

20En El Siglo XIX, México, 30 de enero de 1845, 4. El aviso se publicó durante los meses de febrero y marzo.

21Nelly Sigaut, José Juárez. Recursos y discursos del arte de pintar, catálogo de la exposición (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Instituto Nacional de Bellas Artes/Museo Nacional de Arte/Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas/Banco Nacional de México, 2002), 253-259.

22La pintura se hallaba en el cubo de la escalera que subía a la sala De Profundis, véase Bernardo Couto, Diálogo sobre la historia de la pintura en México, ed., pról. y notas de Manuel Toussaint (México: Fondo de Cultura Económica, 1979), 66.

23Véase el comentario de Fausto Ramírez sobre esta obra, “José Salomé Pina. San Carlos Borromeo repartiendo limosna al pueblo”, Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Pintura. Siglo XIX, t. II (México: Instituto Nacional de Bellas Artes-Museo Nacional de Arte, 2009), 187-195.

24Antonio Carrión, Historia de la ciudad de Puebla de los Ángeles (Puebla: Tipografía de las Escuelas Salesianas de Artes y Oficios, 1897), 394.

25Hugo Leicht, Las calles de Puebla (Puebla: Secretaría de Cultura/Lunarena, 2006), 394.

26Carrión, Historia de la ciudad de Puebla, 493.

27Manuel Romero de Terreros, ed., Catálogo de las exposiciones de la antigua Academia de San Carlos de México (1850-1898) (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1963), 306.

28Véase “Exposición de Bellas Artes”, en La Sociedad, México, 5 de febrero de 1859, 2.

29Tan sólo para 1859 la Sociedad contaba con 15 Conferencias en la Ciudad de México y se habían establecido otras tantas en las ciudades de Puebla, Oaxaca, Toluca, San Miguel Allende, Guanajuato, Guadalajara, León, Cholula, Mellado, Morelia, Zamora, Actopan, Celaya, Irapuato, Amoles, Pátzcuaro y Tulancingo. Véase Sociedad de San Vicente de Paul, 50-52.

30“Números premiados en la rifa de objetos de bellas artes, verificada en la Academia Nacional de San Carlos, el domingo 27 de enero de 1850”, El Universal, 29 de enero de 1850, 3.

31Fausto Ramírez, José Justo Montiel: vocación y fortuna de un pintor regional (México: Fomento Cultural Banamex/Instituto Veracruzano de la Cultura, 2015), 29 y 33.

32María Dolores Páez Cruz, “Un pintor orizabeño y su tiempo: José Justo Montiel (1824-1899)”, tesis de maestría en Historia del Arte (Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 2013), 64-70 y 191 y 192.

34Ramírez, José Justo Montiel, 32.

35Véase n. 33.

36Ramírez, José Justo Montiel, 32-33.

37“José María Estrada”, El Hijo Pródigo, año II, vol. V, núm. 17 (15 de agosto de 1944): 96. Esta cita se reproduce también en el texto ya citado de Fausto Ramírez sobre José Justo Montiel, 19.

38El Monitor Republicano, 1 de febrero de 1846, 3.

39García Cubas, El libro de mis recuerdos (México: Patria, 1978), 57-64.

40Ignacio Manuel Altamirano, Obras completas XVIII. Periodismo político, ed., pról. y notas, Carlos Román Celis, t. 1 (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1989), 135.

41Ignacio Manuel Altamirano, “Bosquejos. El maestro de escuela”, El Federalista, 20 de febrero de 1871, recogido en Catalina Sierra Casasús y Jesús Sotelo Inclán, eds. y notas, Obras completas XV. Estudios sobre educación, t. I (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1986), 109-112.

42Ignacio Manuel Altamirano, Clemencia, en José Luis Martínez, ed. y pról., Obras completas III. Novelas y cuentos, t. I (México: Secretaría de Educación Pública, 1986), 153-311.

43Rafael Delgado, Angelina (México: Porrúa, 1985), 122-123 y 420-425.

44José López Portillo y Rojas, Los precursores (Guadalajara: Gobierno de Jalisco-Secretaría de Cultura, 2012).

45López Portillo y Rojas, Los precursores, 374.

46Además de las pinturas señaladas en este artículo con el tema de san Vicente de Paul o con el de las Hermanas de la Caridad, existe un gran número de copias y originales en colecciones públicas y privadas en todo el país; entre las que se pueden mencionar Santa Luisa de Marillac y San Vicente de Paul (catedral de Oaxaca) de Daniel Dávila (Elodia Isabel Rosario Chávez Carretero, “Daniel Dávila Domínguez 1843-1924. Medio siglo de creación artística”, tesis de maestría en Historia del Arte [Universidad Nacional Autónoma de México-Facultad de Filosofía y Letras, 2012], 213 y 295); Una hermana de la caridad (copia), de Bernardino Esqueda; San Vicente de Paul (copia), de Inés Gutiérrez; La redención social, de Jacobo Gálvez; San Vicente de Paul, de Felipe Castro; San Vicente de Paul, de M. Adam (Arturo Camacho Becerra, Catálogo de las exposiciones de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes [Zapopan: El Colegio de Jalisco, 1998], 31, 47, 52, 76 y 95); y San Vicente de Paul, de García (México: Casa de Subastas Morton, 2015), 109, n. 765). Nada se sabe de las pinturas que decoraban la iglesia de San Vicente de Paul en el Colegio de Las Bonitas, que ocuparon las Hermanas de la Caridad.

47Romero de Terreros, Catálogos de las exposiciones, 626.

48“Las Hermanas de la Caridad”, La Colonia Española, 7 de enero de 1877, 3. La misma noticia se publicó en otros diarios como El Combate, La Voz de México y El Siglo XIX. Es probable que con el cambio de gobierno, después del triunfo de la Revolución de Tuxtepec que llevó a Porfirio Díaz a ocupar la presidencia de la República por primera vez en 1877, los partidarios y partidarias de las Hermanas de la Caridad itentaran su restablecimiento en el país.

49“Origen de la cofia de las hermanas de la caridad”, La Patria, 17 de diciembre de 1879, 3.

50Véase, por ejemplo, el editorial de La Voz de México, 25 de abril de 1889, 1.

51Sobre la representación de las obras de misericordia, véase el libro de Jean Starobinski, Largesse (París: Gallimard, 2007), 80-86.

52Frances E.I. Calderón de la Barca, La vida en México, 464-466.

53“Señoras caritativas”, en El Universal, 6 de junio de 1850, 4. Agradezco a María José Esparza Liberal el hallazgo y transcripción de esta nota.

54Entre éstas pueden citarse las siguientes: Rasgo de beneficencia de María Antonieta, de Édouard Pingret (1850); El buen cura, de Hipólito Bellangé (1852); La caridad, de Lorenzo ­Aduna (1855); El sueño de un mendigo, de Antonio Orellana (1856); Un viejo que recoge una moneda, copia, de Tiburcio Sánchez (1858); El mendigo (1865), de Antonio Bejarano; La limosna, de José Obregón (1871); Educación moral. Una madre conduce a su hija a socorrer a un menesteroso de Alberto Bribiesca (1879); La limosna, de Alejandro Casarín (1881) y Las hermanas de la caridad, de Joaquín Agrasot (1899). A esta lista deben sumarse las tres pinturas realizadas para el concurso bienal de 1883 para el que José Salomé Pina —entonces director del ramo de pintura— propuso “representar un acto sublime de caridad”, en el que participaron Alberto Bribiesca, con El buen samaritano, Gonzalo Carrasco, con La caridad de san Luis Gonzaga y José María Ibarrarán, con La caridad cristiana. Véase Romero de Terreros, Catálogos de las exposiciones, 83, 132, 225, 252, 308, 389, 428, 515, 626 y 567, respectivamente.

55La caridad”, en La Voz de México, 25 de noviembre de 1870, 3. La misma nota se publicó también en El Siglo XIX en la misma fecha y en Le Trait d’Union, el 27 de noviembre de 1870, 3. Lamentablemente, ninguno de los diarios describe o comenta la obra.

56Angélica Velázquez Guadarrama, “Manuel Ocaranza (atribución), La caridad”, en A.V., Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Pintura. Siglo XIX, t. II (México: Instituto Nacional de Bellas Artes-Museo Nacional de Arte/Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 2009), 113-118.

57Velázquez, “Manuel Ocaranza (atribución), La caridad”, 117.

58Velázquez, Manuel Ocaranza (atribución), La caridad”, 113-118, y de la misma autora “La pintura costumbrista mexicana: notas de modernidad y nacionalismo”, CAIANA. Revista de Historia del Arte y Cultura Visual del Centro Argentino de Investigadores de Arte, http://caiana.caia.org.ar/template/caiana.php?pag=articles/article_2.php&obj=113&vol=3 (diciembre de 2013).

59Arrom, “Filantropía católica y sociedad civil”; Silvia Arrom, “Las Señoras de la Caridad: pioneras olvidadas de la asistencia social en México, 1863-1910”, Historia Mexicana LVII, núm. 2 (2007): 445-490.

60Me refiero a los trabajos de Laura Catalina Díaz-Robles, “Medicina, religión y pobreza, las señoras de la caridad de san Vicente de Paul, enfermeras religiosas en Jalisco (1864-1913)”, tesis doctoral (El Colegio de Michoacán), 2010 y a su artículo “Señores y Señoras de las Conferencias de San Vicente de Paul, educadores católicos e informales ¿por tanto invisibles”, Revista de Educación y Desarrollo, núm. 20 (enero-marzo de 2012): 69-76.

61Arrom, “Filantropía católica y sociedad civil”, 82.

62“Invitación”, El Siglo XIX, 1º de enero de 1877, 4.

63Reglamento de la Asociación de las Señoras de la Caridad instituida por san Vicente de Paul en beneficio de los pobres enfermos, y establecida en varios lugares por los padres de la Congregación de la Misión con licencia de los ordinarios (México: imprenta de Andrade y Escalante, 1863), 6.

64Arrom, “Las Señoras de la Caridad”, 482.

65Justo Sierra, “La mendicidad en México”, El Federalista, 6 de abril de 1875, recogido en Agustín Yáñez, ed. ordenada y anotada, Obras completas IV. Periodismo político (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Humanidades, 1984), 306.

66José Martí, “El pintor Carbó”, en Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XIX, t. II (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1997), 405-406.

67Romero de Terreros, Catálogos de las exposiciones, 484 y 531.

68Juan Díaz Covarrubias, “La clase media”, en Clementina Díaz y de Ovando, t. II, est. prel., ed. y notas, Obras completas (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1959), 337.

69Díaz Covarrubias, “La clase media”, 338-343.

70Me refiero, en el caso de Los misterios de París a la visita que hacen tanto Rodolfo como la marquesa d’Harville a la desdichada familia Morel; en el de Los miserables a la que hacen Jean Valjean y Cosette a la familia de Thénardier; en El fistol del diablo a la de Arturo a la familia de Celeste; y en Ironías de la vida a la de don Pedro y doña Ricarda a Tomasa.

71En esta misma exposición Bribiesca presentó también La Virgen María en contemplación, en Romero de Terreros, Catálogos de las exposiciones, 514 y 515.

72Véase el análisis que hace de La dama de caridad, Emma Barker, en su libro Greuze and the Painting of Sentiment (Cambridge University Press, 2005), 177-204.

73Juan Jacobo Rousseau, Emilio o de la educación (México: Porrúa, 2014), 1.

74En una nota la autora revela su fuente para la escena descrita: “No se ha hecho aquí que sino poner en acción el admirable cuadro del Sr. Greuze que representa la Dama de caridad. No se ofrece, es verdad, mas que un muy débil bosquejo del cuadro; pero el original es tan bello, que la copia más imperfecta parecerá siempre interesante”, Stéphanie-Félicité de Genlis, Adèle et Théodore: ou Lettres sur l’Education, 4ª ed., revisada, corregida y aumentada, vol. 2 (París: imprenta de Crapelet, 1801), 222-223.

75Genlis, Adèle et Théodore, 223-224. “Regardez bien cette chambre et les touchants objets qui la remplissent, qu’un tel souvenir ne sorte jamais de votre mémoire; tenez, continua-t-elle, allez déposer cette bourse sur le pied de ce lit; approchez-en avec respect, on en doit au malheur; ne l’oubliez jamais, et rendez-vous digne un jour de l’emploi sacré dont je vous honore”.

76Además de esta novela, las referencias sobre ella en la prensa son numerosas a lo largo del siglo XIX, desde biografías y anuncios sobre la venta de sus obras, hasta la reproducción de extractos de éstas. Véase El Sol, 18 de febrero de 1825, 4; El Recreo de las Familias, 1 de enero de 1838, 25; Panorama de las Señoritas, 1 de enero de 1842, 184-185; El Siglo XIX, 21 de febrero de 1850, 3; La Cruz, 14 de agosto de 1856, 28; El Constitucional, 17 de octubre de 1868, 4; La Voz de México, 15 de julio de 1884, 2; Violetas del Anáhuac, 15 de abril de 1888, 5; El Monitor Republicano, 29 de noviembre de 1892, 2; La Voz de México, 21 de marzo de 1902, 1; y El País, 14 de julio de 1910, 7.

77José Rivera y Río, Pobres y ricos de México (México: imprenta de la Librería Hispano-Mexicana, 1884).

78Véase el artículo de Emma Barker, “From Charity to Bienfaisance: Picturing Good Deeds in Late Eighteenth-Century France”, Journal for Eighteenth-Century Studies 33, núm. 3 (2010): 285-311.

79Véase el catálogo de la exposición Petits Théâtres de l’intime. La peinture de genre française entre Révolution et Restauration (Toulouse, Francia: Musée des Augustins [octubre de 2011 a enero de 2012], 2011).

80Sobre el papel de la muñeca en la proyección de la futura maternidad de las niñas en el siglo XIX, véase el capítulo “El amor a los cinco años. La muñeca”, en Jules Michelet, La mujer, trad. Stella Mastrangelo (México: Fondo de Cultura Económica, 1999), 77-81.

81Muchas de las obras presentadas en las exposiciones de la Academia de San Carlos con el tema de la caridad o la mendicidad tenían como escenario las puertas o los atrios de las iglesias. Como ejemplo de ello pueden citarse las tres pinturas siguientes, hoy en paradero desconocido: La caridad de Lorenza Aduna, cuya descripción es la siguiente: “Un anciano ciego, sentado en el atrio de un templo y con un niño al lado que descansa sobre sus rodillas, excita la caridad de una joven, que al paso pone una moneda de plata en su mano. En segundo término se elevan algunos edificios de la ciudad” (VIII exposición); El mendigo de Antonio Bejarano: “Sentado en un banco, al lado de una iglesia, recibe de un muchacho la colecta del día. A su lado se ve su alforja y un jarro” (XIII exposición); y Una joven mendiga en la puerta de un templo de Marcos Jaso (XVIII exposición). Las descripciones se encuentran en Romero de Terreros, Catálogos de las exposiciones, 225, 389 y 491.

82El pintor José María Ibarrarán y Ponce, condiscípulo de Bribiesca, y alumno de José Salomé Pina en San Carlos, recurrió a la misma composición de Greuze, en el lienzo La familia del mártir, presentado en la misma exposición en la que Bribiesca mostró Educación moral en 1879. El cuadro se encuentra actualmente en el Museo de Aguascalientes. Este hecho indica que el modelo compositivo de ambas obras pudo ser propuesto por Pina.

83Ignacio Manuel Altamirano, “El Salón en 1879-1880. Impresiones de un aficionado”, en La Libertad, 3 de febrero de 1880, 2, reproducido en José Luis Martínez, selección y notas, Obras completas XIV. Escritos de literatura y arte, t. 3 (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1989), 166.

84Angélica Velázquez Guadarrama, “Gabriel Guerra, La caridad”, en A.V., Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Escultura. Siglo XIX, t. I (México: Instituto Nacional de Bellas Artes-Museo Nacional de Arte/Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 2000), 115-118.

85Justo Sierra, José Luis Martínez, ed., notas e índices, Obras completas VI. Viajes (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Humanidades, 1977), 202.

86La donación de Ruiz Olavarrieta a la enba y su posterior cesión a la academia queretana, están aún por estudiarse. Algunos documentos señalan que Ruiz donó su colección completa y, otros, que sólo una parte. Es probable que Ruiz haya cedido la totalidad de su colección a la academia capitalina y que ésta haya hecho la “selección” que mencionan los documentos, desde las premisas del modernismo imperante en 1910. Véase, entre otras fuentes, Eduardo Báez, Guía del Archivo de la Antigua Academia de San Carlos, 1781-1910 (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 2003), 237 y 408-410; Xavier Moyssén, La crítica de arte en México 1896-1921, t. I (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1999), 368 y 398-399; y José Luis Bello y Zetina y Enrique Cordero y Torres, Galerías pictóricas de Puebla (Centro de Estudios Históricos de Puebla, 1967), 113-119.

87Marion Doublet, “Le Rêve d’une société idéale”, Revue d’Histoire de l’Art sur les Peintres Méconnus du xixème Siècle, http://lespetitsmaitres.com/2014/10/le-reve-dune-societe-ideale/

88Arturo Camacho Becerra, comp., Catálogo de las exposiciones de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes (México: El Colegio de Jalisco, 1998), 52.

N.B. Una primera versión de este trabajo la presenté en el seminario Tradición Moderna. La Modernidad en América Latina: Tránsitos y Desdoblamientos, que se realizó en Quito, Ecuador, en 2014, como parte del proyecto Unfolding Art History in Latin America, patrocinado por The Getty Foundation. Agradezco la lectura y los comentarios de mis colegas Fausto Ramírez, Hugo Arciniega, Jaime Cuadriello y María José Esparza Liberal.

Recibido: 11 de Diciembre de 2015; Revisado: 02 de Marzo de 2016; Aprobado: 27 de Abril de 2016

*Autor para correspondencia: Angélica Velázquez Guadarrama, angelicavelazquezg@gmail.com.

Líneas de investigación:

Arte moderno; estudios de género; mujeres artistas del siglo XIX; pintura costumbrista.

Publicaciones más relevantes:

“Juliana and Josefa Sanromán. The Representation of Bourgeois Domesticity”, Artelogie, núm. 5 (2013); “La pintura costumbrista mexicana. Notas de modernidad y nacionalismo”, en CAIANA. Revista Académica de Investigación en Arte y Cultura Visual, núm. 3 (diciembre, 2013); Primitivo Miranda y la construcción visual del liberalismo (México: Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2012); coautora del Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte. Pintura. Siglo XIX, t. II (México: Museo Nacional de Arte, 2009); coordinadora y coautora de La colección de pintura del Banco Nacional de México. Siglo XIX, 2 vols. (México: Fomento Cultural Banamex, 2004).

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