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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.34 no.101 Ciudad de México Nov. 2012

 

Libros

 

Alicia Mayer, Flor de primavera mexicana. La Virgen de Guadalupe en los sermones novohispanos

 

Jaime Cuadriello

 

México, UNAM-IIH, 2010

 

Tenemos a la vista un razonado y sistemático análisis de la oratoria sagrada guadalupana, que brinda además un exhaustivo catálogo alfabético de las piezas publicadas entre los siglos XVII y XVIII y sistematiza, en verdad, un corpus admirable que ninguna otra devoción continental (me atrevería a decir hispánica) alcanzó en las prensas de su tiempo. Incluso podemos decir que este libro está realizado al modo de un florilegio contemporáneo, gracias al ojo avizor de su autora, Alicia Mayer González, ya que desde el índice avisa al lector que ha tomado un partido temático, simbólico, tipológico e historiográfico acorde con el contenido de las piezas. Merced a este partido se despliega en sus páginas un abanico de temas y símbolos que mucho dicen del sentido y la importancia social y política que tenía el discurso sagrado entre nuestros antepasados de la Nueva España. Es decir, de la manera tan elíptica y metaforizada como cada predicador se dirigía, no sólo a sus escuchas piadosos, sino desde y hacia la esfera del poder.

Por florilegio se entendía entonces un ramillete de relatos hagiográficos, una poliantea de vidas de varones y religiosas venerables, pero también, a manera de una antología, de la propia colección de sermones, barrocos y tardobarrocos, enlazados por un tema o materia de consideración y especulación. Por su género los podía haber de filosofía moral (para difusión de los valores evangélicos), doctrinarios o teológicos (para los tesistas universitarios o quienes aspiraban a una canonjía) y sobre todo menudeaban los panegíricos, exornativos o festivos. Estos últimos, ya se sabe, eran los sermones favoritos para celebrar las devociones y advocaciones (como casi todos los de tema guadalupano reseñados en Flor de primavera mexicana). En suma, un florilegio de sermones podía constituir una antología literaria peculiar de una patria o ciudad, y cada antologador espigaba, glosaba y comentaba, con un sentido "comunicéntrico" (para modelar la idiosincrasia local), algunas de las piezas más llamativas de este género, tal como en este siglo XXI, me parece, ha hecho la autora: ya por su hondura interpretativa, en el plano teológico, como por su significación política, por lo que hace a la construcción de un peculiar imaginario "al modo del país".

Bien se sabe que el guadalupanismo mexicano, desde el trabajo precursor de Francisco de la Maza de 1952, ha sido un proceso ideológico que nació a mediados del siglo XVII y fue tan peculiar y distintivo de las aspiraciones culturales de la sociedad novohispana. En estos numerosos impresos, realizados en un cuarto de pliego, se puede seguir paso a paso la construcción de un proceso identitario: no sólo del criollismo, sino también del indigenismo o incluso de la agenda realista, mucho antes de la guerra de insurrección y de la etapa nacional.

Luego de que De la Maza tuviera a bien declarar, en un momento de feliz inspiración, que las figuras fundadoras de Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega, Luis Becerra Tanco y Francisco de Florencia eran " los cuatro evangelistas guadalupanos", puedo decir que ahora asistimos a la acuñación de un término similar. O de lo que también podría motejarse, con semejantes metáforas neotestamentarias, como los " hechos de los apóstoles" o a los libros de la exégesis guadalupana que efectivamente divulgaron " la palabra revelada". No exageraremos al decir que se trataba de un ejército de predicadores que propagaban, con potencialidad profética, la exclusividad americana del culto guadalupano. Hay que mirar en estos sermonarios, pues, las actas de profesión (o declaración de devoción) de los más renombrados apóstoles criollos, los cuales prueban la enorme repercusión social del mensaje revelado por los primeros cuatro evangelistas del siglo XVII, todos ellos haciéndose eco de la teología figural y profética del padre Miguel Sánchez, de los razonamientos científicos de Becerra Tanco o de los emotivos relatos persuasivos del jesuita Florencia.

De entre todos aquellos mensajes promisorios, los oradores supieron sacar raja patriótica e ideológica y así, en sus deducciones mariológicas, llegaron a exhibir la Imagen, milagrosamente estampada, como la mejor prueba de sus aseveraciones, tal como reza el salmo: "No hizo nada igual a ninguna otra nación". En estos impresos también se destacaba la necesidad de reformular una pretendida teología de las imágenes para justificar el culto a las mismas y más aún a su estatuto sagrado o como parte o reflejo de la revelación divina; por eso, como ya han venido advirtiendo David Brading y otros estudiosos, en los escritos de los padres griegos y en su pensamiento neoplatónico se buscaban fundamentos para restituir al ayate de Juan Diego su condición de acheiropoieton, de creación ex nihilo, o hecho por manos que no son de este mundo.

Me gustaría pasar revista sólo a cuatro de ellos, bien ponderados por la autora como piezas maestras, destacando su encadenamiento en el proceso de las ideas, las identidades compartidas y sus efectos sobre la naciente conciencia de la "mexicanidad" que allí quedó expresada, con el único y simple propósito de que el público se adentre en la lectura de Flor de primavera mexicana y, ojalá, más tarde acuda al Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional para proseguir su lectura en los originales.

1. El de José Vidal de Figueroa no sólo es el sermón fundador de una práctica que daría copiosos frutos sino el de mayor penetración teológica; por eso, dentro de los géneros de la oratoria puede calificarse con toda propiedad como un sermón doctrinal. Su tesis más audaz radica en la predeterminación de la aparición guadalupana como proyecto divino y establece un modelo que, aunque sin citarlo, seguirán muchos más autores haciéndose eco de la potencialidad de sus argumentaciones. Tal como la defensa de la doctrina de la Inmaculada Concepción, la imagen trasuntada en la capa de Juan Diego era una idea concebida desde el origen de los tiempos, o la creación más acabada, visible en América, de un arquetipo celestial. En su paralelo con ese misterio le iba lo mejor de su condición profética, ya que abrigaba una promesa salvífica para los beneficiarios mexicanos, desde su manifestación en el Tepeyac, a pocos años de la Conquista y todo acorde con el interés de la corona. El parecer del censor Francisco de Siles ya saludaba estos hallazgos mariológicos tan significativos, que tuvieron lugar en el entendimiento de Dios Padre, con la siguiente exclamación: "Te llamaré Imagen de Dios, hallada en Dios y copiada en Dios, porque tú sola eres merecedora de ese título".

Desde los "senos de la eternidad", María de Guadalupe no sólo fue escogida entre las criaturas sino que el Dios Artífice la "pintó primero en su entendimiento" como un diseño ab eterno antes que la criase en materia. Por tanto, "aquella imagen aparecida en Guadalupe es copia de la que pensó Dios cuando la eligió para su Madre". El estampamiento de Guadalupe era el centro de un gran misterio escondido desde todos los siglos pasados "entre los más íntimos secretos del mismo Dios". Pero lo más temerario en las deducciones de Vidal era que este nuevo misterio equivalía, en su trascendencia histórica, al de la Encarnación del Verbo, debido a la fuerza de su revelación: para la conversión de toda América y fundación de la Iglesia universal de Cristo en este Nuevo Mundo. Por eso la tilma gozaba de un estatuto cuasi sacramental, como todo misterio revelado, o tener la estatura de una institución o ministerio, propio de la iglesia americana: "un sacramento oculto —dice Figueroa— dentro del mismo Dios, que así había permanecido oculto porque en su inescrutable ánimo no se lo comunicó a nadie, hasta que en México se lo reveló a su Iglesia" en la persona de Zumárraga.

Vidal fue todavía más lejos en sus osadías teológicas y llegó a sostener, nada menos, un nuevo e inédito título de María más allá de los conocidos lauretanos: en su Imagen de Guadalupe alcanzaba a ser un complementum trinitatis o " la parte que permite cerrar el círculo de la Trinidad inmensa e inefable", llenando el vacío de vínculos que dejó Dios Hijo al tomar carne humana para representarse ante los hombres. De esta suerte, la Guadalupana probaba la doctrina de la homoiosis de san Agustín: ciertamente el gran Creador había hecho al hombre a imagen y semejanza nuestra, pero el pecado original lo apartó de ser semejanza, y así, por su gracia, pureza y perfección, sólo María cumplía con esta condición para deificarnos con Dios: el hombre caído conservaba viva su posibilidad de conseguir la apoteosis. En suma: el ayate de Juan Diego era el más nítido reflejo de la perfección de Dios y anuncio de la restauración de su gloria, que hizo visible al Dios invisible cumpliéndose así el último mandato decretado por Dios Hombre hasta su regreso triunfal al final de los tiempos. En suma, se trataba de una teología basada en símbolos promisorios, como dice Alicia Mayer, estrechamente vinculada con el decurso de la historia del cristianismo.

2. El sermón del jesuita Juan de Goicochea, llamado La maravilla inmarcesible, debe clasificarse como un panegírico festivo, es decir, está concebido como un jubiloso sermón de función de estreno, ya que en 1709 fue la pieza que se pronunció en la inauguración del santuario basilical, erigido como una reconstrucción novohispana del templo de Jerusalén. Por tanto, celebra con variadas metáforas la atrevida arquitectura de sus componentes, pero más aún exalta su relación con los símbolos fundacionales de México y la Nueva España.

Da comienzo con un típico desplante de derroche criollo: "Un templo nos pediste en este monte y tres con este, os ha consagrado, la sin igual mexicana largueza". Desde 1695 en que se derribó el antiguo santuario, los patrocinadores ya tenían en mente erigir un templo de cuatro torres y un gran domo central que fuera evocación del templo sagrado de Jerusalén, para depositar allí la imagen guadalupana, tenida como Arca de la Alianza. Ya se sabrá que, de la misma manera como la fórmula eucarística estaba prefigurada en la incorruptibilidad del arca, la Virgen mexicana en su imagen era un "milagro continuado", tal como el maná que se atesoraba en la misma arca. Dice Goicochea: "Pues si al sacramentado sol, que acompaña vuestra Imagen, si a vuestra sagrada Efigie, Imagen del Sol Sacramentado y Sacramento de las Imágenes, conviene esta duración en el templo [que ahora se estrena]". Pero todo el salomonismo de la arquitectura elogiada por el predicador reclamaba un nuevo significado específicamente nacionalista y programático en aras de arraigar el culto con un intencionado sentido político. La planta misma de los arquitectos Durán y Arrieta era un calco del águila fundacional de México y así los fieles resguardados bajo sus bóvedas eran los polluelos cristianizados y puestos al cobijo de sus alas explayadas y protectoras. Esta manera de simbolizar el espacio, mediante el uso de figuras o emblemas en parangón, era un recurso que los retóricos de entonces llamaban paráfrasis. No nos sorprenda que María misma fuera entonces la Mujer Águila posada en Tenochtitlan, prefigurada en el capítulo 12 del Evangelio de san Juan y así componiendo, mediante este emblema propio de la ciudad de México, dos partes de un mismo retrato fundacional.

La pieza termina, como muchas más, con un emotivo exhorto o llamado a los fieles, dirigiéndose directamente a la Virgen para que en su "sacramentada pintura" perdurara hasta el fin de los tiempos, y lo mismo que la Eucaristía acompañando al hombre en su destierro terrenal. Todo conforme a las ideas profético-marianas del beato Amadeo de Portugal, que había sufrido una revelación en la Italia del siglo XV, donde la Virgen le había asegurado que permanecería en cuerpo en sus imágenes, de forma análoga a la transustanciación. De tal suerte, eucaristía y rosas del ayate aseguraban el triunfo final de la Iglesia universal y la consecuente derrota del mal.

No dejan de sorprendernos estas elucubraciones sobre la imagen guadalupana de mensaje tan elevado, que la interpretan como sacramento o la fundamentan en una revelación asociada a los tiempos por venir, si bien sobre las bases de una teología de la patrística griega y los místicos tardomedievales. Alicia Mayer, con abundantes referencias a las "autoridades", pone de manifiesto la importancia de todas estas estrategias de interpretación, presentes y actuantes en el proceso ideológico del guadalupanismo de los criollos. En suma: una notable preponderancia de la exégesis bíblica, como dice la autora, aplicada a encumbrar la idea de México como un lugar originario y un territorio predestinado.

3. Francisco de la Maza hablaba con cierta desmesura del "nacimiento mexicano de Guadalupe", es decir, que la Virgen del Tepeyac poco o nada debía desde sus orígenes a otros cultos mariales venidos de Europa. Esto quedaría muy bien expresado en el sermón del dominico fray Juan de Villa Sánchez, como bien advierte Alicia Mayer. Me parece además que es el que mejor encuadra en el género del sermón parafrástico, basado en una interpretación tipológica, o que hace la comparación de múltiples figuras, antes prefiguras en la escritura antigua y luego transfiguras insertadas en el devenir histórico de la propia Nueva España. Esta idea nació en las obras de Miguel Sánchez y allí ya oponía, a la voluntad de la Virgen al aparecerse como mexicana, la derrota de la idolatría. Todo como una explicación satisfactoria para contar la manera como América tuvo que esperar más de 15 siglos para conocer los beneficios de la revelación del Evangelio.

En sus primeros renglones, fray Juan saludaba al águila mexicana de la fundación como si se tratase de una prefigura envuelta en sombras, que ya aseguraba la ocurrencia de las mariofanías de 1531: "Opulento Imperio mexicano, cuya generosa águila, que fue el agüero de sus felices principios". Siguiendo también las ideas de fray Gregorio García sobre el origen de los primeros pobladores del continente, afirmaba que los indios eran descendientes de los navegantes tirios y cartagineses y que así la Divina Providencia los reservó para el anuncio de un segundo y definitivo evangelio a cargo ya no de los apóstoles, sino de María misma como principal predicadora en el Nuevo Mundo. Esto no había sido un olvido de la Divina Providencia sino una muestra de la mayor fineza de Jesús, que reservó a su Madre en sus verdaderos afectos, y así la mostró de raza india, copiándola de su mismo corazón como imagen suya, para evangelizar el nuevo continente que había permanecido oculto por sus designios. Por eso también su ekphrasis de la Imagen está densamente simbolizada como una "princesa que reinará sobre todas las naciones del mundo", como una forma de exaltar el papel histórico que venía a cumplir la Iglesia americana fundada por ella directamente. María de Guadalupe era misionera, apóstol e hija de la misma tierra; por eso allí se encerraba el misterio de la epifanía tripartita en Belén, adonde ciertamente no llegó el rey que representaba a la cuarta parte del mundo porque la Virgen misma, desde Belén, ya estaba investida con este papel histórico: venir y residir en imagen en América y con todos sus poderes para fundar el imperio final de su Hijo.

En este orden de ideas, la Virgen recibió de los indios su ser corporal, su traje de huipil e ytzpoztle mexicano, su investidura de cacica y su aspecto de indiecita doncella, todo para dignificar su raza, calidad y condición. Éste fue sin duda el tema más exitoso en la historia del guadalupanismo mexicano, explotado por los intelectuales católicos o ateos durante el siglo XIX (el padre Agustín Rivera) y sin duda el que está vigente con mayor fuerza en nuestros días: su condición étnica indisolublemente ligada a la raza. En suma: una hermenéutica ad hoc de los textos sagrados, como dice la autora, dedicada a distinguir la raza como piedra fundamental de "un pueblo escogido".

4. El sermón de Cayetano Antonio de Torres, el hombre más respetado y poderoso entre la clase clerical de mediados del siglo XVIII, protector de Clavijero y de los jesuitas en el exilio, ya supone una inflexión ideológica con todos los demás. Por un lado saluda apoteósicamente el reconocimiento pontificio de 1754 a la jura de la Virgen como patrona universal de la Nueva España, y por el otro es la muestra más acabada de la apropiación de las nociones de territorialidad y soberanía, que hasta entonces había alcanzado la eclosión del culto, pero también en medio del naciente escepticismo de la ilustración y el resentimiento que eso le provocaba. Posee también un atractivo narrativo por demás revelador: es la más emotiva crónica del encuentro entre el papa Benedicto XIV y el procurador jesuita Francisco López, que llegó hasta Roma a solicitar estos reconocimientos. Este último sacerdote se fue provisto de una copia de la Imagen, obra del príncipe de los pintores novohispanos, Miguel Cabrera, que finalmente funcionó como un recurso visual (más legendario que real) que sedujo al pontífice, venciendo su ánimo dubitativo para poder pronunciarse por medio de una bula donde Roma arropó, por primera vez, el culto mexicano.

De una manera por demás exultada y celebrativa, desde el púlpito don Cayetano ponía punto final a las dudas expresadas en la Nueva España y la misma Roma acerca de que el papa finalmente no canonizó el milagro, al tiempo que las nociones de territorialidad e identidad ya se expresaban con un carácter programático de cara al futuro. En suma, como concluye Alicia Mayer —y yo mismo en algún otro momento—, en los párrafos de Cayetano de Torres se puede escuchar la plena autodefinición de un territorio compartido y que la afirmación de que "la nación mexicana toda" ya no sólo es una geografía política unificada e indivisible, sino una comunidad constituida. Desde luego, es mi sermón favorito.

 

Coda

La mejor aportación del libro de Alicia Meyer es, a mi juicio, haber distinguido y ponderado la riqueza de esta literatura en toda su diversidad y especificidad discursiva. Más aún las tradiciones teológicas e históricas donde abrevan aquellos oradores o sus esfuerzos por entender la mariología como un vehículo tipológico, para interpretar la propia historia local, o la incorporación de la Nueva España a la historia universal de la salvación. Desde luego, hay que notar su cuidado en el desglose de figuras y símbolos, construidos no sólo para redimensionar el papel de los predicadores gracias a la providencial aparición del Tepeyac, sino para hacer sentir el patriotismo hispánico en el marco de la pietas austriaca o la agenda teopolítica de la Casa de Austria. El capítulo "Guadalupe y la monarquía universal hispana" me sorprende porque es un llamado de atención para redimensionar el dirigismo de la corona sobre los cultos y la manera como los predicadores quisieron, mediante sus artilugios retóricos, sentirse parte de esa agenda metropolitana o poner a la Guadalupana como "defensora del imperio, inmersa en la problemática cultural y geopolítica". Desde luego, también se pondera la notable intervención de los jesuitas forjando un imaginario "inculturizado", de modo dialéctico y alternativo. Y no podía faltar otro tema que Alicia Mayer conoce muy bien: el empleo de las sutilezas de maquinaria ideológica de la Contrarreforma. Algo patente en otro de los espejos fascinantes que desvela la autora: la imagen del indio, tan idealizada o real como se quiera, que transmiten estas piezas. No sólo como el origen "de una retórica indigenista del siglo XX, en torno a una mirada incluyente, cuanto utópica, del discurso nacionalista", sino que en verdad tiene su origen en una agenda "hispánica y contrarreformista que buscaba incorporar a los indios a la Iglesia cristiana Universal", al discutir al infinito su "naturaleza y virtudes".

La introducción ofrece por lo demás un seguimiento puntual de la fortuna crítica que en la historiografía mexicana han tenido las piezas oratorias, tildadas de "decadentes", y ahora vistas como una herramienta propia de la hermenéutica histórica y desde luego válida para varias disciplinas sociales, que no sólo estudian el imaginario y la ideología, sino la iconografía y la religiosidad culta y popular. El nutrido grupo de investigadores nacionales y extranjeros que han sido llamados por estos materiales ya indica que no estamos ante materiales inocuos o estrictamente piadosos. Allí, como dice la autora, se dirime la mejor parte del perfil cultural de la sociedad novohispana, pese a los controles y la llegada tardía de "la modernidad".

Por ejemplo, los pareceres y aprobaciones de los sermones no sólo eran los elementos introductorios y legales de rutina, sino que ahora permiten situar en un contexto preciso la direccionalidad de los mensajes de cada predicador. Más aún, en esos párrafos se atisban los pocos elementos de crítica para saber cómo fue recibido el sermón entre sus escuchas y los vínculos intelectuales, políticos o de mecenazgo que mantenía cada autor. Tal como ha hecho Alicia Mayer, explicando la preceptiva de la retórica, este objeto literario-bibliográfico merece ser apreciado en toda su integridad, al menos por quienes deseamos leer el documento también como un monumento cultural. Desde luego, valorando su posible recepción o el impacto sobre la variopinta población virreinal: allí está el apasionante capítulo sobre los efectos del sermón del padre Mier en lo que sería la emancipación de las conciencias.

Por lo demás, vaya una felicitación a los editores y su equipo, sobre todo extensiva a los ilustradores (con verdaderas novedades en la iconografía guadalupana como la escena cantamisa de Gonzales de Peredo en el altar mayor de la Colegiata o el enigmático grabado del caballo de Troya del sermón de Vidal de Lorca). Mi felicitación más interesada es, desde luego, para la autora junto con sus potenciales beneficiarios: por acercar de forma clara y profunda al público lector la entraña histórica y simbólica de estos textos (otrora empolvados), para que los jóvenes colegas se sientan llamados a proseguir su lectura y escrutinio o para valerse de ellos en sus trabajos intelectuales: una de las llaves maestras para adentrarse en comprender e interpretar la compleja realidad del imaginario novohispano.

Gracias al paciente y puntual análisis de Alicia Mayer, dos siglos de retórica y pensamiento han quedado iluminados, cual un nuevo Espíritu Santo que desde el tornavoz del púlpito emite sus rayos esclarecedores e ilumina al orador para que los escuchas sentados en sus bancas (hoy ciudadanos descreídos de este bicentenario independiente) hagan la crítica de " las trampas de la fe" y, al cabo, se animen a evocar uno de los dominios más expresivos del mundo virreinal. En realidad, una literatura que, sin exageración, está en la génesis de la conciencia histórica nacional y de sus potenciados argumentos para conformar lo que, desde los albores del siglo XIX, llamamos la nación o "una comunidad imaginada" —y profundamente sentida— por todos aquellos que al menos en teoría habitamos estos territorios septentrionales de América.

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