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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.33 no.98 Ciudad de México nov. 2011

 

Libros

 

Morada de virtudes. Historia y significados de la capilla de la Purísima de la catedral de Guadalajara, Arturo Camacho Becerra (coord.)

 

Fausto Ramírez

 

Zapopan, El Colegio de Jalisco, 2010.

 

Este libro, desprendido y publicado como anticipo de un trabajo mayor en proceso sobre la catedral de Guadalajara, se inscribe en una serie de estudios monográficos que desde la década de los años ochenta vienen realizando distintas instituciones sobre las catedrales mexicanas más importantes, de dos de las cuales se tienen ya los resultados impresos: la de México y la de Morelia.1 En todos los casos, los estudios se hicieron en equipos cuya formación ha variado según las instituciones convocantes, pero en los tres ha participado la investigadora de El Colegio de Michoacán, la doctora Nelly Sigaut, a cuya constancia y tesón debemos estar agradecidos.

El libro aquí comentado resulta de una investigación auspiciada por El Colegio de Jalisco, por iniciativa de su presidente, José Luis Leal Sanabria, quien encomendó la coordinación del seminario de trabajo a Arturo Camacho Becerra. El grupo de investigadores involucrado ilustra la actual tendencia historiográfica a propiciar los trabajos interdisciplinarios (lo que, por lógica, suele implicar también las colaboraciones interinstitucionales). La variada nómina de colaboradores incluye a dos miembros de El Colegio de Jalisco (Camacho Becerra y Estrellita García), uno de El Colegio de Michoacán (Nelly Sigaut), uno del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México (Patricia Díaz Cayeros) y uno de la Arquidiócesis de Guadalajara (Tomás de Híjar y Ornelas), quienes desde sus respectivos conocimientos e intereses como investigadores han construido un rico panorama de la "Historia y significados de la capilla de la Purísima de la catedral de Guadalajara" (como reza el subtítulo del libro) en los múltiples campos del arte, la liturgia y la historia política y social de la capital tapatía.

Y esto era tanto más necesario cuanto que el proyecto, la construcción y la decoración de esta notable y plurifuncional capilla catedralicia tuvo lugar en circunstancias políticas muy ásperas, luego de que una prolongada y sangrienta guerra, de índole fundamentalmente civil y a ratos internacional, había trastornado la vida de México a lo largo de casi 10 años. El conflicto entre dos proyectos antagónicos de nación, inicialmente librado en la tribuna parlamentaria, acabó por transferirse a los campos de batalla, y quedó zanjado con el triunfo y la imposición definitiva del proyecto liberal republicano en 1867. El enfrentamiento entre dos poderes, el del naciente Estado laico, en busca de autonomía y consolidación, y el de la Iglesia católica, se hallaba en el fondo de aquel conflicto y se proyectaba, más allá de las leyes y las armas, en el dominio de lo simbólico.

Como es bien sabido, en los tres años que duró la guerra de Reforma, la ciudad de Guadalajara, alternativamente ocupada por los ejércitos contendientes, había sufrido una destrucción masiva, sobre todo la de algunos de sus más connotados edificios conventuales: Santo Domingo, El Carmen y San Francisco que, en los flancos norte, sur y poniente de la plaza, respectivamente, habían sido convertidos en baluartes y alrededor de los cuales los hechos de armas se desarrollaron con desastrosas consecuencias. Éstas, por cierto, fueron recreadas en su tiempo por un par de pinturas memorables, la primera de autor anónimo y la segunda de Francisco de Paula Mendoza, donde se representan sendos asedios de las tropas "constitucionalistas" (o sea, liberales) a la capital tapatía, en mayo de 1860 y en octubre del mismo año, respectivamente. En particular la segunda, tomada por así decirlo en la misma línea de fuego, es un testimonio contundente de las elevadas cotas de fiereza, muerte y devastación que alcanzaron estas batallas.

Por otra parte, existe también una fotografía impresa en enero de 1859, insólita por su temática para este medio y en aquel momento, que atestigua y registra el estado en que quedó el ala oriental del palacio de gobierno del estado de Jalisco, luego del estallido accidental del cuarto de municiones allí ubicado, en un sector del edificio que también albergaba la cárcel y algunas oficinas administrativas. La explosión, ocurrida cuando Guadalajara estaba ocupada por el gobierno conservador, causó cerca de 200 víctimas entre muertos y heridos y una gran conmoción en la ciudad. La foto (cuyo autor, según Arturo Camacho, pudo ser Justo Ibarra) muestra a un grupo heterogéneo de uniformados y civiles, niños incluidos, buscando sobrevivientes entre los escombros.

Es pertinente mencionar estos testimonios visuales para comprobar el desastroso y lamentable estado que la ciudad de Guadalajara presentaba todavía al ser restaurada la República en 1867, luego de la victoria del ejército liberal. La consigna, ahora, sería la reconciliación social y el aprendizaje de la convivencia y la restauración y reconstrucción de lo destruido, un deseo que, por lo que se refiere al palacio de gobierno tapatío, no se verá satisfecho sino hasta la gestión de Ignacio Vallarta, a partir de enero de 1872, cuando se erigió el noble recinto parlamentario en el ala oriental, decorado con las efigies de Miguel Hidalgo y Benito Juárez y con 31 retratos más que el gobierno jalisciense encargó a Felipe Castro, y embellecida la sede gubernamental con la "perspectiva" de trampantojo, imitando una escalinata, que el pintor italiano Carlo Fontana realizó en el muro frontero de la escalera principal (justo donde se yergue hoy día, gigantesco, el Hidalgo de José Clemente Orozco blandiendo la antorcha purificadora). También se reemprendió y concluyó la edificación de la penitenciaría de Escobedo y, entre otros trabajos, se fueron transformando las plazas en jardines.

Por otra parte, en lo que atañe a los conventos antes nombrados, Santo Domingo desapareció en su totalidad, incluyendo la iglesia (en aquel lugar, y en tiempos del arzobispo Pedro Loza, se levantaría la de San José y, más tarde, un templo protestante), lo mismo que el del Carmen y el de San Francisco, de los que sólo han subsistido algunos vestigios de sus claustros y, en el último caso, el antiguo templo.

En este contexto se ubican los trabajos llevados a cabo en la catedral tapatía durante la República restaurada. Entre dichos trabajos, los más importantes fueron la realización del nuevo altar principal, confiada a la notoria destreza de los escultores de Génova como tallistas del mármol y que, aunque había sido proyectada a mediados de los años sesenta, no será sino hasta 1869 cuando logre verse materializada; y, por supuesto, la construcción de la magnífica capilla de la Inmaculada Concepción.

Tal como lo ponen en claro los ensayos de este libro, la capilla se edificó en un área del flanco meridional de la fábrica catedralicia, donde antes se abría una puerta hacia la Plaza de armas. Ya, de hecho, esta puerta había perdido su función al levantarse el edificio del Sagrario a partir de 1808. La nueva capilla fue dedicada al culto de la Inmaculada Concepción, pero, además, cada año, al llegar el Jueves Santo, su altar se convertía en el gran monumento tradicionalmente dedicado a celebrar la institución de la eucaristía. Un doble propósito y función se acumulaba, pues, en la nueva construcción, cuya idea originaria se debe al obispo y, desde 1863, arzobispo Pedro Espinosa, aunque fue su sucesor, Pedro Loza, quien a finales de 1873 dio los primeros pasos conducentes a su ejecución. Se encomendó ésta al maestro de obras Teodoro Rentería, y para el 8 de diciembre de 1877 la capilla fue consagrada, si bien no con toda la ornamentación pictórica puesta en su sitio.

Estrellita García en el primer capítulo del libro sigue paso a paso el proceso constructivo correspondiente. Contextualiza dicho proceso trazando el paralelismo entre las acciones edilicias auspiciadas por el gobierno estatal y las mejoras materiales realizadas por el gobierno diocesano. Analiza los ajustes que hubo que hacer en los espacios del costado sur de la catedral a fin de darle cabida a la nueva capilla y la solución morfológica de los elementos arquitectónicos de la fábrica. Es ella la primera en referirse a la capilla Paulina del Vaticano como el modelo explícitamente nombrado de la metamorfosis funcional de aquel espacio litúrgico, tema que desarrollará con mayor extensión Patricia Díaz Cayeros en su ensayo. También García proporciona la información sobre otros maestros involucrados en la ornamentación de la capilla: Anselmo Tama-yo, para los trabajos de estucado y dorado, y el carpintero Fernando Romo, responsable de la manufactura del piso de madera. Es el suyo, pues, un texto que sienta la información básica imprescindible y ya plantea algunas cuestiones que serán objeto de análisis e interpretación en los capítulos restantes.

Pero tan importante como la fábrica arquitectónica en sí resultaba la planeación y ejecución de su mobiliario litúrgico, su solución técnica y estilística y su decoración simbólica. Y es en la investigación de estas cuestiones donde apreciamos los datos y las reflexiones que Patricia Díaz Cayeros y Nelly Sigaut aportan en sus respectivos ensayos.

Díaz Cayeros, interesada desde hace años en demostrar que la decoración de los espacios sagrados rebasa con mucho la noción del ornamento como un "arte menor", usualmente desatendido por la historiografía artística convencional, pero que requiere ser evaluado con arreglo a criterios propios, se aboca a descifrar el sentido simbólico del aparato litúrgico que permitía hacer de la capilla de la Inmaculada el receptáculo del monumento tradicional del Jueves Santo y analiza las estrategias para llevar a cabo tal "metamorfosis". Hace un repaso erudito de la tradición de estos aparatos efímeros en el mundo hispánico y de las prácticas litúrgicas en torno a ellos, lo que le ha permitido definir algunos parámetros iconográficos que encontrarían su analogía en el programa decorativo de la capilla y marcar la ruptura que el nuevo "altar-monumento" supuso con respecto a aquella tradición.

Otro aspecto fundamental de su ensayo es el análisis que hace de la correspondencia cruzada entre el provisor del cabildo catedral tapatío, Francisco Arias y Cárdenas, y la compañía mercantil de Eduardo Santos, domiciliada en París en la Chaussé d'Antin y que mantenía una estrecha vinculación comercial con Palomar Gómez y Compañía, de Guadalajara, "empresa por medio de la cual se cerraban las operaciones" (según informa Nelly Sigaut en su texto, p. 90). Para Díaz Cayeros, dicha correspondencia entraña "una fascinante historia de patrocinio" que duraría de 1874 a 1877, y esto queda cabalmente demostrado a lo largo del libro. La fuente en que se basan los análisis de este epistolario es un grueso legajo titulado "Referente al altar de la Purísima en Catedral y su ornamentación", que fue localizado en el Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Guadalajara por María Laura Flores Barba y José Alfonso Ayala Muñoz, asistentes de investigación del proyecto (a cuyos nombres hay que sumar, según lo consigna debidamente Arturo Camacho en su nota introductoria, el de Cynthia Daniela Gutiérrez Cruz).

El canónigo Arias, vocero y agente de las instrucciones del arzobispo Loza y del cabildo catedral, estableció los requerimientos funcionales y litúrgicos que debían cubrir el "altar-monumento" y sus "accesorios", pero garantizaba libertad de diseño al artista que el intermediario Santos determinase seleccionar. Se establecen dos categorías de criterios en estas transacciones, una de orden simbólico y estético y otra de índole económica, en una época en que los recursos disponibles eran relativamente limitados. Los intercambios de argumentos y propuestas entre ambos corresponsales se van refiriendo al "Arca santa", a las colgaduras, los candelabros, relicarios, perfumeros y ramilletes de metal, así como a las pinturas que debía ostentar la capilla para cubrir su doble función de sitio de culto a la Inmaculada Concepción y albergue del monumento eucarístico.

El uso de "intermediarios" empresariales para la comisión de todo lo relativo al "mobiliario litúrgico" se había convertido en una práctica usual durante el Segundo Imperio en Francia, cuando los talleres de París y algunos de Lyon (centro principal de la manufactura de vestiduras sagradas) lograron penetrar en "todas las sacristías" del mundo católico. Dichos "intermediarios" fungían también, muchas veces, como árbitros del gusto, ya que estaban muy familiarizados con los medios artísticos y conocían el mercado, entre otras cosas (Eduardo Santos, por cierto, disuadirá al cabildo catedral, con argumentos estrictamente comerciales, de la idea de enviar a París para su venta el famoso cuadro de la Purísima atribuido a Murillo que, proveniente de la iglesia de la Soledad, atesoraba la metropolitana de Guadalajara). También deben de haber tenido sus nóminas de diseñadores que suministraban los modelos en los talleres industriales y que comprendían tanto a arquitectos como a escultores y "artistas industriales".

Hay que recordar que arquitectos restauradores como Viollet le Duc y otros menos renombrados hoy día, pero entonces muy prestigiados (como Pierre Bossan), se esmeraban en crear ambientes estilísticamente homogéneos dentro de los edificios religiosos, lo que suponía el diseño de todo el mobiliario y los ornamentos litúrgicos; para ello, trabajaban de consuno con los talleres industriales, proporcionándoles modelos. El auge que fue cobrando la producción de estos talleres llevó en 1868 a la fundación en París de la École Profesionelle de Dessin et Modelage. Pensemos, además, que ya desde 1845 se había establecido en aquella ciudad la Société d'Art Industriel, la cual fue cambiando de nombre al paso de los años hasta convertirse en 1863 en la Union Centrale des Beaux Arts Appliqués a l'Industrie, cuyas actividades incluían publicaciones, conferencias y exposiciones habitualmente bienales (1861, 1863, 1865, 1869...). Además, los talleres de objetos religiosos exhibían sus productos con regularidad en las grandes exposiciones universales, tanto de Londres (1851, 1862) como de París (1855, 1867, 1878.). Algunos artistas industriales incluso recibieron la condecoración de la Legión de Honor francesa, y uno de los más célebres, Placide Poussielgue-Rusand, se anunciaba desde 1857 en el Almanachdu Commerce como "fabricant de N.S.P. le Pape".2

¿Qué pretendo al dar toda esta información? Creo responder con ello a una inquietud de Patricia Díaz Cayeros (que supongo compartida por algunos de sus compañeros en el seminario) acerca de por qué si la manufactura del altar principal de la catedral tapatía fue encargada a Génova, el mobiliario litúrgico de la capilla inmaculista lo fue a París. Tanto el arzobispo Espinosa como el arzobispo Loza fueron a Europa y vivieron una larga temporada en Roma, el primero de ellos durante su destierro, entre 1861 y 1864, y el segundo para asistir, entre 1869 y 1870, al Primer Concilio Vaticano, convocado por Pío IX. También sabemos que el canónigo Arias visitó Roma. Lo más usual era que antes pasaran por París. Interesados en asuntos "de sacristía", deben de haber comprobado la popularidad creciente de la producción artístico-industrial francesa, en lo que se refiere sobre todo a los objetos del culto, mientras que, por otra parte, el renombre de los marmolistas italianos seguía siendo imbatible. Tengo para mí que a esta notoria distinción, tocante a la excelencia y el prestigio de las labores respectivas, puede obedecer la diversidad de los encargos mencionados. En el caso concreto del Concilio Vaticano, es bueno saber que un grupo de dignatarios eclesiásticos participantes le obsequiaron a Pío IX un servicio de altar muy suntuoso, consistente en copón, cáliz, báculo episcopal, cruz procesional, cruz pectoral, aguamanil, vinajeras y palmatoria, obra ejecutada por uno de los artistas industriales más reconocidos, domiciliado en Lyon, Thomas-Joseph Armand-Calliat, sobre diseños de Bossan.3 Pedro Loza debió de haber visto y admirado este ajuar.

Por lo que toca al encargo tapatío negociado entre Arias y Santos, figura como proveedor de diseños un tal arquitecto Gusette, sobre el que habrá que conseguir mayor información. Por cierto, entre los que proporcionaban modelos a los talleres industriales franceses se contaba un buen número de los llamados "arquitectos diocesanos".

La interpretación simbólica de la ornamentación de la capilla de la Inmaculada, que en el ensayo de Díaz Cayeros se centra en el mobiliario y la estructura del altar-monumento, se extiende a las pinturas y a la totalidad del conjunto en el capítulo elaborado por Nelly Sigaut. Su ubicación central en el libro me parece un acierto editorial, puesto que la autora teje los muchos hilos que se desenvuelven en los demás ensayos, conjugándolos de mano maestra.

Un punto muy fuerte del capítulo es la importancia que se le concede a la cuestión del dogma de la Inmaculada Concepción, declarado como tal por Pío IX en 1854, y su función estratégica pivotal en la lucha del pontificado contra el avance imparable del liberalismo y, también, en el proceso de centralización de las iglesias locales en torno a la sede pontificia o "romanización", algo que resultaba particularmente importante en los momentos de crisis que el papado experimentaba desde mediados del siglo frente al proceso de unificación italiana y que habría de desembocar hacia finales de 1870 en la pérdida de sus posesiones territoriales. Como contrapartida, la Iglesia así despojada de su poderío temporal procuró incrementar su autoridad moral mediante una renovación espiritual e intelectual de sus cuadros, una militancia progresiva en la prensa y un creciente protagonismo en la organización de agrupaciones obreras, respondiendo así a la inquietud generalizada por resolver la entonces llamada "cuestión social" (mediante la doctrina del catolicismo social, que quedaría definida en la encíclica Rerum novarum, de León XIII, en la primera mitad de los años noventa), y, también, el impulso dado a algunas devociones, como el culto a la Inmaculada y al Sagrado Corazón de Jesús.

La investigadora —luego de hacer una reflexión profunda sobre los orígenes y el desarrollo del culto inmaculista en los territorios hispánicos y sus repercusiones en el dominio artístico novohispano y sobre las estrategias de la Iglesia universal (de la mexicana en particular) frente a los procesos de despojo y desmantelamiento auspiciados por los gobiernos liberales— procede al análisis e interpretación tanto de la escultura de la Purísima, obra de Victoriano Acuña, como del conjunto de cuadros que adornan la capilla tapatía, y que comprende una serie de cinco lienzos realizados por el pintor francés A. Deschamps y otra más de cuatro alegorías lauretanas tradicionalmente atribuidas al pintor tapatío Tirso Martínez. Se deben al pincel de Deschamps La última cena, un gran medio punto que corona el altar, de inspiración leonardesca, como bien lo señala Sigaut, y las cuatro efigies de personajes del Antiguo Testamento, designadas a la sazón bajo el título colectivo de Los Profetas, cuyo hieratismo y frontalidad —y esto lo propongo yo— no dejan de remitirnos al neobizantinismo que los hermanos Flandrin y otros pintores franceses habían establecido desde los años cuarenta como el estilo ideal de la decoración eclesiástica.4 La investigadora establece las analogías y asociaciones que, tanto en la exégesis textual como en su plasmación pictórica, han sido tradicionalmente postuladas entre la figura de Cristo y las "prefiguras" veterotestamentarias de Moisés, Aarón, David y Salomón. Este conjunto de cuadros subraya el propósito de celebración eucarística al que obedecía aquel espacio sagrado, pero también alude, si bien indirectamente, al papel de María como arca escogida por el Creador para depósito de la divinidad encarnada, idea que se hace explícita con las referencias pictóricas a las invocaciones marianas de la letanía lauretana: Arca de la Alianza, Torre de Marfil, Casa de Oro, Puerta del Cielo., ejecutadas por Martínez y cuyo sutil simbolismo es expuesto claramente por la investigadora de El Colegio de Michoacán.

Al correr de los años, la capilla de la Inmaculada se convirtió también en sepulcro de tres obispos jaliscienses que se distinguieron por la bravura excepcional con que lucharon por defender y sostener los derechos e intereses de la Iglesia católica frente a las exigencias del Estado laico, en sucesivas situaciones conflictivas de la historia moderna de México. Éste es el asunto estudiado por Arturo Camacho en el texto que nos entrega. Los monumentos funerarios de Pedro Espinosa y Dávalos, Pedro Loza y Pardavé y Francisco Orozco y Jiménez (estos últimos dos labrados ya en el siglo XX: 1906 y 1941, respectivamente) son cuidadosamente examinados en su morfología e iconografía y ubicados por el investigador de El Colegio de Jalisco en sus correspondientes circunstancias históricas.

Entre paréntesis, Orozco y Jiménez es un buen ejemplo del proceso de "romanización" que experimentó el alto clero latinoamericano durante sus años de formación sacerdotal en el colegio Pío Latino de Roma, fundado por Pío IX en 1858 con el objeto de conformar una élite de clérigos, provenientes de aquellos países, apegados a las directrices del Vaticano. Resultaría ilustrativo comparar las acciones pastorales realizadas por el arzobispo tapatío con las emprendidas por otros egresados del Pío Latino, como el obispo de Oaxaca, Eulogio Gillow, y en particular con las de su protegido y asistente José Othón Núñez y Zárate, luego consagrado como obispo de Zamora.

Dada la importancia que, para la dedicación de la capilla de la Inmaculada, tuvo la gestión diocesana de Pedro Loza, el padre Tomás de Híjar y Ornelas, cronista de la Arquidiócesis de Guadalajara, dedica un capítulo al estudio de su personalidad, de su gobierno pastoral, de las relaciones que mantuvo con la corte pontificia durante su asistencia al Primer Concilio Vaticano en Roma, y con los otros obispos mexicanos participantes, y de su actuación al reintegrarse a la patria. Presta especial atención a las numerosísimas obras materiales de reconstrucción de la Iglesia en Guadalajara y en todos los rumbos de la diócesis, particularmente en la región alteña, llevadas a cabo durante su gestión, y que no sólo comprenden templos y capillas, sino hospitales y escuelas y, de manera muy particular, aquella que fue la más entrañable y predilecta de las edificaciones de Loza, " la que sintetiza sus afanes y anhelos, y que solventó con sus recursos": la Casa Central del Seminario Mayor. Una nómina abultada e imprescindible, habida cuenta de que, en los primeros incisos de su ensayo, De Híjar y Ornelas se ocupa en enumerar, con escalofriante precisión, los actos de desmantelamiento y despojo de la Iglesia que los gobiernos liberales efectuaron en Jalisco.

En resumen, Morada de virtudes constituye una aportación importante y valiosa a la historia del arte en México. Supera con mucho el nivel regional y plantea una serie de cuestiones acuciantes no sólo en relación con el arte mexicano en general, sino con el patrocinio y las redes de encomienda y circulación del arte religioso en el ámbito internacional, durante el último tercio del siglo XIX. La acuciosidad de los integrantes del seminario en la localización y consulta de fuentes primarias, la requerida familiaridad con fuentes secundarias de muy diversa índole, la densidad y calidad ensayística de los trabajos y la acertada selección de las ilustraciones hacen de este libro una obra de consulta de primer orden. Sólo hay que lamentar la mala calidad de las reproducciones, producto de una selección de color y un proceso de impresión absolutamente fallidos, lo que en un texto de esta naturaleza representa una falencia inexcusable.

El volumen comentado es, lo repito, apenas un resultado parcial de la investigación en curso sobre la catedral de Guadalajara, pero ya lo suficientemente amplio, rico y significativo para demostrar el acierto de la elección de sus autores y el buen camino que llevan para la exitosa consumación del trabajo emprendido, el cual, según me ha informado el coordinador, está a punto de llegar a su término.

 

Notas

1. Catedral de México. Patrimonio artístico y cultural, México, Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología/ Fomento Cultural Banamex, 1986,         [ Links ] y Nelly Sigaut (coord.), La catedral de Morelia, Zamora, Gobierno del Estado de Michoacán-El Colegio de Michoacán, 1991.         [ Links ]

2. Me apoyo fundamentalmente en los textos correspondientes al capítulo "Fine Metalwork and Hard Stones" y en especial, dentro de éste, a las fichas de la sección "Silverwork (Ecclesiastical)", del catálogo de la exposición The Second Empire, 1852-1879. Art in France under Napoleon III, The Philadelphia Museum of Art, 1978 (comisarios: Víctor Beyer, Kathryn B. Hiesinger, Jean-Marie Moulin y Joseph Rishel), pp. 122-146, passim.

3. Ibidem, pp. 139-140.

4. Consúltese al respecto, de J. B. Bullen, Byzantium Rediscovered, Londres/Nueva York, Phaidon Press, 2003,         [ Links ] y de Michael Paul Driskel, Representing Belief. Religion, Art and Society in Nineteenth-century France, The Pennsylvania State University Press, 1992.         [ Links ]

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