SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.33 número98Helen Escobedo (1934-2010)Trajes y vistas de México en la mirada de Theubet de Beauchamp índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.33 no.98 Ciudad de México nov. 2011

 

Libros

 

Pintores y doradores en Sevilla. 1650-1699. Documentos Duncan T. Kinkead (comp.)

 

Rogelio Ruiz Gomar

 

Bloomington, Indiana, Autor House, 2006.

 

La prolongada y paciente revisión que el recientemente fallecido investigador norteamericano Duncan T. Kinkead llevara a cabo en archivos españoles durante cerca de 40 años le permitió extraer importantes materiales relacionados con la historia del arte hispano que ha ido publicando en trabajos de los que muchos nos hemos beneficiado. Por ello nos congratulamos de la aparición de este nuevo libro, dedicado por cierto a la memoria de otro destacado hispanista norteamericano, Harold E. Wethey, en el que reunió información valiosa sobre la actuación de los artífices que formaron parte del gremio de pintores y doradores de Sevilla en la segunda mitad del siglo XVII, mismo que no dudo será igualmente de enorme utilidad para avanzar en el mejor conocimiento del tema señalado.

Ciertamente no encontraremos en este libro un desarrollo orgánico o un rápido bosquejo del rico panorama enunciado; tampoco se trata de un trabajo de altos vuelos, de crítica incisiva, plena de propuestas o novedosas reflexiones. Sin embargo, gracias a la amplísima compilación de noticias relativas a los artífices que formaron parte del mencionado gremio, expurgadas de los viejos papeles guardados en diversos archivos, estamos ante una obra de positivo interés para todo aquel que se acerque tanto a la actuación de dichos artífices como al entorno o las condiciones en que trabajaron. En una breve introducción, el compilador explica la naturaleza del libro, aclara el método que siguió para ordenar el material y advierte sobre algunos problemas que se presentan en este tipo de trabajos, verbigracia, el de los homónimos y las inevitables confusiones a que pueden conducir. Concebido como una poderosa herramienta de consulta, todo el estudio está organizado de manera alfabética, a partir del apellido de los artistas. Además, para evitar omisiones involuntarias, el autor decidió repetir la misma información en la entrada correspondiente a cada uno de los artífices mencionados en un mismo documento. Tras el muy amplio y variado cuerpo de registro que conforma la parte sustantiva del libro, éste concluye con un útil anexo documental, la bibliografía y dos índices de los artistas incluidos, uno para los pintores y doradores y otro para los escultores, ensambladores y arquitectos de que se hace mención.

No está de más advertir que así como hay mucha información nueva, que por primera vez se publica, existe también otra que ya se conocía, recogida con anterioridad por diversos autores en obras generales o monográficas (Gestoso, Sancho Corbacho, Valdivieso, Quiles, el propio Kinkead, y otros). Pero lejos de que esta circunstancia venga en demérito del trabajo, es algo que hay que agradecer. De hecho, en esto radica la naturaleza del libro y es su mayor virtud: poner al alcance del estudioso toda la información documental que se ha ido localizando de cada artífice en el apartado correspondiente. Y habla bien del compilador que en cada caso indica tanto la fuente como el fondo del que procede para facilitar su localización, por más que este esfuerzo se vea sacrificado ante el desafortunado afán de modernización que, de vez en vez, mueve a algunos centros a introducir nuevos sistemas de clasificación a sus fondos.

Otra de las virtudes del trabajo es que junto a la documentación de artistas afamados o que gozan de cierto reconocimiento se presenta también la de muchos otros actores secundarios o menos atractivos, cuando no totalmente desconocidos. Tal es el caso de Martín Suárez Orozco, oscuro pintor al que encontramos recibiendo aprendices en distintos momentos, lo que le vale, al menos, para que lo tengamos por buen "maestro" (pp. 505-507).

A través de la documentación reunida, podemos asomarnos a la diversidad de registros relativos a los artífices o a las actividades que llevaron a cabo, pues lo mismo se recogen las noticias habituales de bautizo, matrimonio o defunción, que las referentes a contratos para la ejecución de obras, cartas de examen, testamentos, recibos de pago o contratos de aprendizaje, así como también otras en que aparecen actuando como fiadores, interviniendo en avalúos y arrendamientos, otorgando cartas poder o de dote, adquiriendo bienes en almonedas, vendiendo o comprando esclavos o haciendo donación de obras. Pero junto a todos estos documentos se recogen otros referentes a asuntos menos frecuentes que no obstante requieren ser igualmente atendidos por los estudiosos, como pueden ser las cancelaciones de contratos (tanto de obras como de aprendizaje), los pleitos de diversa índole en que se vieron envueltos o aquellos en que se alude a su participación —ya como mayordomos ya como miembros— en hermandades o cofradías. Así, nos enteramos de que varios pintores fueron "hermanos" de la congregación del Santísimo y Doctrina Cristiana, que estuvo ubicada en la Casa Profesa de la Compañía de Jesús (p. 516), y también que para el Viernes Santo de 1666, el pintor Matías de Godoy se encontraba preso, junto con varios más, a causa de un pleito con los miembros de otra cofradía.

Del mismo modo, la variedad de noticias recogidas nos permite asomarnos a las diversas tareas a que en ocasiones se dedicaban los artífices estudiados. Por ejemplo, el pintor Juan Francisco García de la Vega lo mismo ejecuta una pintura del Bautismo de Cristo por 162 reales (1689) que pinta y dora alcancías y faroles para la parroquia de Santa Catalina (1696; pp. 194-195). Pero resulta más interesante enterarnos de que algunos pintores cubrían trabajos peculiares, como parece ser el pintar los cirios pascuales. Éste es el caso de Pedro de Medina, quien durante cuatro años consecutivos elaboró el de la catedral hispalense, o el de Alonso Pérez, que hizo lo propio para la iglesia de San Salvador. Si esto es así, estaríamos ante una especialidad poco estudiada.

Por otro lado, en varios casos la documentación recogida permite reconstruir las redes familiares que, favorecidas por la organización gremial, se fueron tejiendo tanto entre los artistas de un mismo oficio como en los de campos colindantes. Por ejemplo, en el avalúo de los bienes que deja Juan de Valdés Leal hay información de lo que se aparta para la dote de su hija en ocasión de su matrimonio, en 1692, con Cristóbal Gómez, igualmente pintor (pp. 198-199); otro ejemplo, entre muchos más, es el de Juan Gómez de Couto, quien se casó con la hija de un maestro escultor (p. 207).

Asimismo, la nutrida información recogida permite corroborar que la edad en que los aprendices empezaban su instrucción fluctuaba entre los 10 y los 12 años, lo que, sin embargo, no fue impedimento para que alguno fuese recibido a los nueve y otro a los 17 años. Empero, algo que quizá no se había advertido es que el tiempo que duraba dicha etapa de aprendizaje dependía, al parecer, de la edad en que se entraba al taller, acaso porque se esperaba que todo aprendiz debiera estar concluyendo su instrucción hacia los 19 o los 21 años, justo cuando muchos comenzaban a tener más responsabilidades y debían contar, ya en su calidad de oficiales, con un medio honesto para ganarse la vida. ¿Es así como debe entenderse el caso de aquel aprendiz que iba a permanecer como tal "por tiempo y espacio de nueve años" por haber entrado a los 10 años (p. 462)? Sea como fuere, esta práctica al parecer no pasó, como sí muchas otras, a la Nueva España, donde la etapa de aprendizaje se mantuvo en promedio por cuatro años.

Del mismo modo, aunque uno puede pensar que los maestros debían obtener alguna ganancia por el hecho de aceptar un aprendiz y comprometerse a tenerlo en su casa y enseñarle el oficio, lo cierto es que ese punto nunca aparece en los contratos de aprendizaje —al menos en los que se conocen, y esto es igual para el caso de la Nueva España. Nos hemos ido quedando con la impresión, pues, de que acaso la ganancia que obtenía el maestro por ello era la que derivaba del servicio que el muchacho le iba a prestar, como mano de obra barata. Por eso sorprende encontrar un caso en que se especifica que el maestro iba a recibir 600 reales de moneda de vellón, en dos pagos, "por razón de la dicha enseñanza" (p. 340).

Asimismo, aunque no hay contradicción en ello, llama la atención saber que Francisco Meneses Osorio era designado "maestro de la arte de la pintura y encarnación", y que en su carta de examen, obtenida en 1655, Juan Gómez de Couto quedara acreditado como maestro en cuatro artes: pintura, estofado, dorado y encarnado (p. 204), información que desconcierta a los estudiosos del arte de la Nueva España, acostumbrados a que en las ordenanzas se marcaba más la separación entre las labores propias de pintores y doradores, prohibiendo la invasión de sus respectivos campos.

Por otro lado, resulta curiosa la petición de algunos para, debido a su pobreza, poder seguir practicando su oficio, a pesar de no estar examinados; es el caso de Juan Rodríguez Mejía (1661, p. 475) y de Luis de Silva (1676, p. 503), o también el de Juan de Valdés Leal, a quien se le otorgó licencia para seguir practicando su arte por seis meses (1658, pp. 528-529).

Igualmente atractiva es la noticia del poder otorgado a Juan Carreño de Miranda, en octubre de 1674, para que en nombre de varios pintores, escultores y doradores de Sevilla, y en su calidad de pintor del monarca, pueda acudir ante el rey y el Real Consejo a solicitar el reconocimiento de la academia que han constituido y de los estatutos que la rigen y que se guarden los honores y privilegios concedidos a sus respectivas artes (pp. 476-477).

Interesante es, igualmente, la documentación que nos deja saber de los bienes que quedaban a la muerte de los artífices; entre otros, se recoge la información que corresponde a Juan Simón Gutiérrez (p. 222), Esteban Márquez (pp. 294-296), Francisco Polanco (pp. 452-453), Gaspar de Ribas (quien tenía un retrato de Martínez Montañez, p. 460), Luis Antonio de Ribera (pp. 465-466) o Juan José Salinas (p. 490).

Indirectamente, algunos registros nos permiten extraer información sobre los precios de rubros varios, que van desde la renta de casas hasta el costo de obras o productos. Por ejemplo, la libra de "polvos azules que llaman de esmaltes" remitidos de Amberes (según la tasación dada por los pintores Ignacio de Ries y Juan van Mol, p. 470) costaba 2 reales de vellón.

Llama la atención, igualmente, encontrar que algunos artífices se dedicaron a realizar lotes de cuadros casi de manera mecánica, como verdaderas obras en serie. Un claro ejemplo lo tenemos en Juan Gómez Arroyo, ocupado en entregar 34 lienzos "de a dos varas y tercia de alto y vara y tercia de ancho" que comprendían 10 ángeles, 12 apóstoles "en cielo y país con celajes y sus insignias en las manos" y "12 vírgenes con sus ropajes bordados" (1662, p. 202), y poco después 130 lienzos más, todos ellos sin bastidor, a dos pesos y medio cada uno (1664, pp. 203 y 216). Por supuesto, como el mismo Duncan T. Kinkead ha demostrado en sus trabajos sobre Juan de Valdés Leal y Juan de Luzón, buena parte de dichas obras se hacían para enviarlas al Nuevo Mundo. Éste es el caso, entre muchos más, de Juan Martínez de Gradilla, quien en 1675 debía ejecutar 200 lienzos con temática devocional y profana (pp. 305-306); de Luis Carlos Muñoz (1665, p. 355), y Bartolomé y Tomás de Contreras, quienes se obligaban a elaborar 300 cuadros, con temas de devoción y "acabados de toda perfección", y a entregar 20 cada mes, a 33 reales cada uno (1676, p. 216). En este último caso se especifica que si dichos maestros no cumplieran, se los comprarían a Juan Simón Gutiérrez, "pintor que vive enfrente del Buen Suceso", artífice que durante varios años estuvo surtiendo encargos de ese mismo tipo. En algunas ocasiones se precisa que iban con destino a la Nueva España; es el caso del citado Simón Gutiérrez (1680-1690, pp. 218-221), de Esteban Márquez (con varios encargos, entre los que destaca el de 12 lienzos de cuatro varas de largo por cinco de ancho, con escenas de la vida de San Francisco de Asís, por 2 000 reales, que pueden ser los que, atribuidos a Murillo, se custodian en el Museo Regional de Guadalajara, Jalisco; 1694, pp. 291294), así como de Tomás Martínez (p. 299) o Alonso Pérez (p. 432). Pero obviamente son más los casos de los artífices cuyos trabajos se remitieron a diversos centros sudamericanos, como por ejemplo el del ya mencionado Alonso Pérez (pp. 416-417), de Diego Trujillo (pp. 513-515) o de varios más (pp. 222, 251252, 353 y 423-425). Cuán importante debió ser este comercio y envío de obras al Nuevo Mundo que en 1678 Matías de Arteaga y Juan José, alcalde y veedor del gremio, respectivamente, objetaron el cobro de "derecho de salida de la pintura de devoción que fabrican en esta ciudad los maestros de la dicha arte en sus casas y obradores y remiten a vender por su cuenta a los puertos de mar y de Indias", con base en una sentencia obtenida en que se declaraba " libre de dicha paga a la dicha pintura" (Sevilla, 11 de enero de ese año; p. 243). Y, como era de esperar, así como hay obras en tránsito, también se consignan casos como el de Diego Sánchez Montano, que en 1682 estaba "de partida para la provincia de la Nueva España de Indias" (p. 492).

El hecho de que para cada entrada el compilador procurara seguir un mismo orden al registrar los datos más relevantes de la documentación y de que en algunos casos ofrezca la transcripción de la parte sustancial de la misma indudablemente da unidad al trabajo. Sin embargo, es muy deplorable que no se haya hecho una cuidada edición de cada entrada, pues de inmediato se advierte que el compilador no tiene el idioma español como lengua materna, y que si bien se desenvuelve con soltura en él, no lo domina. El resultado está en que la lectura se hace difícil y cansada por las constantes faltas en la sintaxis y palabras inexistentes o malentendidas. Mucho hubiera ganado el estudio si hubiese contado con ayuda, pues hubiera bastado un lector atento para corregir gran parte de los problemas con que nos topamos a cada paso. Pese a ello, la utilidad que encierra no sólo salva al libro que nos ocupa, sino que, es fácil aventurar, habrá de convertirse en una referencia obligada para todos los estudiosos o interesados en incursionar en el campo de estudio señalado, precisamente porque las noticias que en él se recogen son tan numerosas y de índole tan diversa que lo convierten en el vehículo ideal, especialmente para asomarnos a aspectos y cuestiones que no siempre están a nuestra disposición, como es el entorno social, familiar y laboral —mediante la ubicación de casas u obradores—, importante para comprender la vida misma en que se desenvolvieron los pintores y doradores de la ciudad a la orilla del Betis en la segunda mitad del siglo XVII.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons