SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.32 número96Documentar para conservar: La arquitectura del Movimiento Moderno en México índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.32 no.96 Ciudad de México Ago. 2010

https://doi.org/10.22201/iie.18703062e.2010.96.2312 

Libros

 

El poder del coleccionismo de arte: Alvar Carrillo Gil, Ana Garduño

 

Rita Eder

 

México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Estudios de Posgrado, 2009

 

El amplio y contundente libro de Ana Garduño sobre el doctor Alvar Carrillo Gil lleva un título que bien podría ser subtítulo, pero que se ha antepuesto en letras menores: El poder del coleccionismo de arte. Título o subtítulo, está ahí como tropiezo o encrucijada que antecede al objeto y fundamento del trabajo y que abre en forma inédita el debate sobre el coleccionismo de obras de arte en México desde los años de la posguerra hasta mediados de la década de 1960. El coleccionismo desata, como reacciones en cadena, problemáticas ubicadas en el campo artístico o bien en ese amplio e hiperactivo espacio donde se tejen diversidad de sistemas y relaciones concernientes tanto a lo público como a lo intersubjetivo o esfera de las emociones y las ambiciones entre el coleccionista, los artistas, los críticos y los dueños de las salas de exhibición. Así, el mercado del arte y sus mecanismos de funcionamiento se mezclan con el afán de prestigio, con el gusto —que es hermano del deseo de distinguirse y de establecer jerarquías entre obras y artistas. En ese ámbito, discuten los saberes sobre el arte quienes realmente conocen, quienes tienen autoridad sobre el tema —en un tiempo en que la crítica de arte, a pesar de las quejas de los artistas, tenía vigor—, quienes esgrimen conceptos para discutir y quienes tienen batallas que ganar.

Todo lector es invitado a desempeñar un papel dentro del texto. Los textos contemporáneos, a partir de las teorías de la recepción (Iser y Jauss), incluyen al lector en el relato; lo interpelan en segunda persona e invitan con tono persuasivo y firme a recorrer el mapa intrincado que describe los sitios donde podrá recoger impresiones y conceptos, problemas y debates, e imaginar cómo funcionan las ideas cuando se agregan a los datos. En el espacio de la página, el lector discurre entre las palabras que se han transformado en imágenes; mientras las percibe, continúa leyendo y su mente procesa y traduce lo leído desde lo que ya sabe y lo nuevo que ha aprendido.

A ese proceso, quizá involuntariamente, convocamos a varios invitados, que se instalan a tu lado y leen contigo para introducir la pausa de volver a repensar lo que has leído.

Ana Garduño no escribe en segunda persona. Sin embargo, a lo largo de la lectura de su libro, en el ritmo de sus afirmaciones y negaciones, en el cierre de cada tema que da lugar a otros puntos de vista enunciados mas no conclusivos, en la claridad de su prosa que por momentos hace pensar que escribe como habla y que a veces logra cerrar la distancia entre narrador y lector, y en su monumental investigación sobre el sujeto —el hombre, el coleccionista, el escritor, el empresario, el periodista, el político sin cartera, el médico, el crítico de arte, el artista, el megalómano, el hombre de mundo que pierde el adecuado horizonte de sus limitaciones—, he tenido la sensación de escuchar diversas voces sobre lo que parece un objeto de estudio acotado y que no obstante ello va más allá y, con pulcritud y astucia, abarca un centro: el carácter público y privado del coleccionismo en el México de la modernización, entretejido con la estructura radial que la autora ha querido dar a su investigación compuesta por cinco partes: el coleccionista Carrillo Gil, los artistas y las obras coleccionadas, la construcción de su identidad pública y las relaciones con el Estado mexicano que primordialmente se daban en términos de políticas culturales. Como corolario, la autora ubica a Carrillo Gil frente a otros coleccionistas que lo precedieron en México y otros que fueron sus contemporáneos, con el fin de extender el tema y, sobre todo, de brindar al lector y al estudioso una perspectiva comparativa que permita contextualizar en forma amplia el objeto de estudio. Constituyen parte importante de la investigación el aparato crítico y la bibliografía, así como los apéndices que incluyen escritos del propio Carrillo Gil y un catálogo de las obras de su colección. En las abundantes notas que acompañan al texto —quizá más de 1500—, se hace aún más patente el carácter exhaustivo del libro, la diversidad de sus fuentes y su condición de texto de consulta necesario para conocer el campo artístico del México del siglo XX. El volumen recién lanzado al público, editado por la Coordinación de Estudios de Posgrado de la Universidad Nacional Autónoma de México, es producto de un concurso riguroso de tesis de doctorado, y mucho mérito tienen —como ya lo ha señalado su autora— quienes dirigieron este trabajo, entre ellos Jorge Alberto Manrique, Dúrdica Ségota e Ida Rodríguez. Sería magnífico, en una segunda edición, verlo con una antología de imágenes de la extraordinaria colección a que se refiere y, desde luego, incluso con algunas obras de la mano del propio Carrillo Gil.

Para volver a los capítulos del libro aquí reseñado, debo decir que éste no revela del todo lo que encierra cada una de sus partes. Su narrativa —la historia o historias que desarrolla— podría satisfacer sólo por el volumen francamente impresionante de la investigación realizada en archivos y entrevistas, papeles de diversa índole, cartas, documentos oficiales e informales que arrojan una nueva mirada sobre el coleccionista de arte en su tiempo, el carácter de las piezas que reunía, el funcionamiento del mercado del arte en la época, los espacios de exhibición tanto comerciales como estatales y la intervención del Estado en la vida cultural, sin descuidar los aspectos que conciernen a académicos, funcionarios, mafias culturales y críticos de arte. Y, sin embargo, también hay mucho más: el detalle de cada problema planteado no como información, sino como recorrido redondo por todas las aristas del objeto de estudio y que regresa a él con singular habilidad. Como fruto de un arduo trabajo, la autora puede bordar sobre un tema, ampliarlo y darle densidad en la medida en que nos conduce, a partir de un orden complejo, hacia nuevos datos en que se fundan nuevos argumentos.

Alvar Carrillo Gil ha sido descrito por Ana Garduño como un personaje que incita a la curiosidad y se vuelve imprescindible a lo largo de las más de 500 páginas que componen el libro. La suya es una historia de superación que seduce: por un lado, nace en una familia sin recursos del campo yucateco a finales del siglo XIX; logra estudiar medicina en tiempos de la posrevolución en la ciudad de México y especializarse en París; desarrolla su capacidad empresarial al fundar laboratorios de medicina pediátrica y, con la fortuna amasada mediante ellos, se convierte en coleccionista de arte y en personaje público.

¿Qué clase de coleccionista era y cómo coleccionaba?, se pregunta la autora, y entramos en el reino de las diferencias lingüísticas y de sentido entre coleccionar y ser mecenas, entre amateur y connaisseur, dos términos muy empleados en el campo del coleccionismo; son palabras distintas pero complementarias y en apariencia aplicables a Carrillo Gil. Es por amor al arte y por la gran capacidad de observación como se adquieren habilidades de experto en técnicas y estilos, firmas y detalles o huellas que deja el pintor que permiten saber de qué mano procede una obra. Carrillo Gil se autoeduca en el arte y adquiere hábitos culturales —dice la autora— a partir de sus viajes, que lo convierten poco a poco en alguien que no sólo compra, sino que también conoce el arte mexicano, europeo y japonés, y, en cuanto al primero, no únicamente el moderno, sino también el prehispánico.

Como señala Garduño, Carrillo Gil coleccionaba por bloques y entendió la pertinencia de los conjuntos o series:

Con los diferentes conjuntos y subconjuntos de su colección, Carrillo Gil formó numerosas series que no fueron estructuradas a partir de la cantidad o la repetición de piezas con alguna variante menor [...] sino por las complejas ligas que se podían establecer entre ellas.[...] En este sentido su colección era una serie de series, un mapa heterodoxo donde coexistían diferentes vocabularios, percibidos por Carrillo Gil como entrelazados entre sí [...] A lo largo de los años —continúa Garduño— Carrillo Gil cambió y recompuso las series, las renovó y las transformó añadiendo piezas novedosas así como eliminando aquellas que consideró inadecuadas. No obstante, él no modificó la ruta, cada nueva incorporación confirmó la coherencia de sus adquisiciones anteriores, lo que fortaleció los grupos y subgrupos de su colección. No había una manera única de ingresar a estos conjuntos, había múltiples opciones, algunas de ellas tan sutiles y personales que sólo el yucateco podía descifrarlas.1

Un poco más adelante, la autora concluye:

Carrillo Gil no pretendió abarcar todo el arte mexicano de su tiempo, ni tener algo de cada uno de los artistas activos, porque entonces hubiera acumulado la obra de todos [...] sino sólo lo que dialogara con el arte internacional [...] quería poseer las piezas representativas, las obras maestras.2

Así lo hizo primero con Orozco, de quien llegó a tener más de 150 piezas; más tarde con Siqueiros, Tamayo, Gerzso, Cuevas y después con una serie de grabados de Picasso y Braque, Jacques Callot y otros artistas más como el japonés Kishio Murata.

El análisis de su relación particular con cada uno de los artistas de los que adquiría obras abre nuevas ventanas o pestañas en un laberinto de nuevas revelaciones de los artistas mexicanos frente a la esfera de circulación de sus obras y al mercado presidido por factores diversos vinculados con el prestigio, la ideología y el deseo de visibilidad y jerarquía.

El doctor Carrillo Gil, a quien la autora, para no repetir incesantemente su nombre, aunque quizá también para señalar su espíritu independiente y su cosmopolitismo, llama "el yucateco", coleccionaba también arte maya, principalmente de Jaina, realizaba viajes a tierras yucatecas con sus buenos amigos Westheim y Siqueiros e intentaba convencer a Gerzso para que vinculara aún más sus arquitecturas pictóricas con el espíritu del Mayab.

El texto aquí reseñado pone al descubierto, en el cuarto capítulo, dedicado a las relaciones entre el coleccionista y el Estado, la fragilidad de las políticas culturales del Estado, sobre todo por su casi nulo programa de adquisiciones. Merced a un examen cuidadoso, siempre fundamentado, queda claro que fueron algunas asociaciones de amigos y galeristas, intelectuales y críticos las que iniciaron actividades para despertar el conocimiento y el interés por el arte moderno bloqueado por el culto a la escuela mexicana que en ese tiempo era objeto de protección oficial. Queda explicada con detalle la forma de operar de las asociaciones de arte moderno que financiaron importantes exposiciones de artistas modernos europeos. Carrillo Gil, siempre amigo de Siqueiros por algún flanco ideológico un tanto opaco, en los años cincuenta era un convencido de que el tiempo de la escuela mexicana había pasado y se proponía continuar practicando el periodismo y la crítica de arte, y, por medio de su propia pintura, seguir el camino de la abstracción. Con el tiempo, hacia la última década de su vida, suscitará las sospechas de algunos al cruzar los límites de su carácter de coleccionista y pretender desempeñar todos los papeles del campo cultural: crítico, pintor y promotor de su propia obra. Para ello aprovechó su prestigio y sus relaciones, y con su nueva personalidad, la de artista, desató un debate no porque se dedicara a la pintura y al collage, ni porque usara materiales inusuales y aspirara a relacionar sus conocimientos científicos —en especial la perspectiva que brinda el microscopio— en su quehacer como artista, sino por la promoción de su propia obra, en que hizo intervenir a personalidades del mundo de los museos, las exposiciones y la crítica como Fernando Gamboa, Octavio Paz y Paul Westheim, quienes consideraban su obra interesante y novedosa, aunque dejaran claro, sobre todo Paz, que la cualidad fundamental de Carrillo Gil era su amor por el arte o su condición de amateur de la pintura.

El coleccionista yucateco, al cumplir los diversos papeles que corresponden al campo del arte, no era ni más ni menos que un arquetipo social nacido con la modernidad o ese momento de la historia de Occidente en que el arte surge con un nombre propio. Es en el siglo XVIII cuando ese arte con nombre propio habrá de regular la práctica estética de artistas, amantes del arte y críticos, y habrá de convertirse en un espacio de espiritualidad secular que pasaría a formar parte de la institucionalidad de los museos. En los escritos de Roger de Piles y del abate Dubos, según Thierry de Duve, se formó la noción de gusto y el derecho de los amateurs a manifestar su juicio con base en su propia subjetividad. Sin embargo, los distintos papeles de amante del arte, crítico y teórico del arte sólo pueden asumirse en forma sucesiva, es decir, no se puede ser crítico sin antes haber sido amante del arte y es difícil ser crítico sin pasar por el proceso del juicio. A este orden, que De Duve juzga propio de la modernidad, Carrillo Gil parece agregar el papel de teórico-práctico que hace arte para propiciar una discusión interna sobre el paso de la figuración a lo abstracto capaz de escindir el arte de la primera mitad del siglo XX y suscitar un gran debate en los círculos de los nuevos artistas mexicanos. La obra de Carrillo Gil interesa por la cultura visual que él fue adquiriendo en sus recorridos por el mundo, por su buen ojo para entender los cambios de significado y técnica y, fundamentalmente, por hacer notar que los tiempos de la escuela mexicana, algunos de cuyos ejemplos forman el corazón fuerte de su colección, habían pasado. Él quería seguir en la práctica pictórica los debates de la abstracción, mostrar su actualidad y exhibir los conocimientos completos que había reunido justamente al adoptar en forma lineal las cualidades múltiples de un amante del arte.

Carrillo Gil es el objeto de estudio del libro de Garduño, el elemento que recompone el todo y determina la forma de escritura, el estilo, la huella a seguir en un tema de índole sociológica que abarca desde afuera y ronda el arte. La autora logra en diversas ocasiones invertir esta relación para poner en un mismo nivel lo subjetivo, y no en términos biográficos, sino en el sentido de pulsiones, deseos, delirios, compulsiones y obsesiones entrecruzadas con la ambición de poder que se manifiesta como intervención en una vida cultural donde se intercambian influencias y favores.

Dicho de otra manera, Garduño nos introduce en el río de un relato referente al personaje y sus distintas habilidades, profesiones, prácticas y empresas, aunque también formula planteamientos y hace preguntas sobre las escrituras de la historia del arte en México y la omisión, en muchas de ellas, de las relaciones entre espacios de exhibición, funcionamiento del mercado del arte, insuficiencia de las políticas públicas en el campo cultural y crítica del arte como factor del tejido de los factores sociológicos e institucionales que ocupa un lugar importante en su investigación. La autora nos acerca, pues, al proceder de Carrillo Gil, a su forma de escribir, sus razonamientos, su arbitrariedad, su actitud eventualmente mentirosa ante el arte y los artistas, ya causada por razones ideológicas, amistad, compasión, simpatía o interés, costumbre, moda, posición en la red de relaciones o partido tomado por una u otra tendencia artística en un contexto en que unos protegen a otros, como fue frecuente en el arte moderno de posguerra.

Leí este enorme libro con curiosidad y con la sensación de que estaba aprendiendo y procesando la vida y los milagros de Carrillo Gil, quien, nacido en circunstancias de pobreza y precariedad, escaló su montaña y plantó no un árbol sino muchos en su casa de Tizapán, donde se aficionó a los bonsai con el mismo afán con que coleccionó pinturas y dibujos. También entendí la formación de colecciones privadas en el tiempo que va de Miguel Alemán a Adolfo López Mateos. Los sexenios en esta investigación —viejo vicio historiográfico ciento por ciento mexicano que aquí no tiene tanta importancia— son significativos en la medida en que constituyen la etapa de institucionalización más acotada de la vida cultural a través del INBA, fundamentada en tiempos de prosperidad económica y en el surgimiento de nuevas clases sociales no sólo de empresarios, sino también de intelectuales y profesionales que impulsaron la circulación del valor de las obras por medio de textos y propiciaron la exhibición de ellas en forma más diversificada, lo que muestra el crecimiento y la duplicación de los espacios y la entrada en escena de diversos actores sociales como marchands, galeristas y, desde luego, coleccionistas.

Volviendo al título, el que está en primer lugar, pero en letras pequeñas, nos introduce a las redes que influyen en el coleccionismo exitoso, en este caso el de un personaje que aspira —y a su manera la consigue— a la autosuficiencia en diversas habilidades: un mismo hombre colecciona, escribe y pinta, negocia con el Estado, debate con los artistas y compite con poetas, académicos y críticos de arte. Además, cuenta con estrategias para legitimar su colección y su propia pintura, como la de darle notoriedad a estas últimas a partir de la fama que le confiere el tener un ojo excepcional. Carrillo sentía gran confianza en sí mismo y enorme ánimo para debatir y defender su convicción de que para estar en el arte se precisa no sólo el ojo, sino también la comprensión de los mecanismos que rodean la actividad y del campo cultural en que se inscribe, ya mencionado aquí varias veces y en cierto modo descrito en forma encapsulada.

Podemos concluir que elegir un objeto de estudio adecuadamente es como tener un buen ojo para el arte. Ana Garduño supo escoger un tema que la llevaría de lo particular y lo privado a la esfera de lo público y a una mirada crítica sobre las instituciones; del sujeto al entretejido del mundo del arte como un complejo sistema de conexiones congruente con una historia social del arte que desentraña categorías sociológicas, pero que también deja lugar para el sujeto que no sólo se conforma con el habitus, pues ambiciona tipos particulares de poder donde cabe la trama de ser y de tener.

El libro reseñado es un ejemplo del poder de la investigación no como control o imposición de prácticas discursivas, sino como medio para formar una ancha base que habrá de servir de consulta obligada y de contribuir con seriedad a la renovación de los estudios de arte en México.

 

Notas

1 Ana Garduño, El poder del coleccionismo de arte: Alvar Carrillo Gil, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Coordinación de Estudios de Posgrado, 2009, p. 47.         [ Links ]

2 Ibidem, p. 51.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons