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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.29 no.90 Ciudad de México  2007

 

Obras, documentos, noticias

 

¿Una visión frustrada? Un lienzo de Miguel Cabrera y la residencia jesuita en la Maracaibo colonial

 

Mónica Domínguez Torres

 

APESAR DE QUE EL NOMBRE DE Maracaibo está siempre presente en historias de piratas y bucaneros, así como en innumerables documentos coloniales, su presencia en discusiones sobre historia colonial, y especialmente sobre arte, es en realidad escasa. Pocos conocen, por ejemplo, que el templo de Santa Ana de Maracaibo guarda una obra de enormes proporciones, no sólo en cuanto a sus dimensiones físicas, sino también en cuanto a sus implicaciones políticas y religiosas. Pintada y firmada en 1765 por Miguel Cabrera (1695-1768), la imagen muestra a la Virgen María como protectora de la Compañía de Jesús, conforme a la visión que a mediados del siglo XVI tuvo el padre Martín Gutiérrez (fig. 1).1 Según lo relataría el padre Juan Eusebio Nieremberg: "Se le apareció una vez la Santísima Virgen resplandeciente como el sol, llena de gloria y claridad, con un manto muy grande y extendido, debajo del cual tenía y amparaba a todos los de la Compañía."2

Siguiendo tales directrices, la obra en Maracaibo muestra en el centro de la composición a la Virgen protegiendo bajo su manto a los miembros más importantes de la orden: san Ignacio de Loyola, san Luis Gonzaga y san Estanislao Kostka, a su derecha; san Francisco Xavier y san Francisco Borja, a su izquierda, así como otros santos y mártires jesuitas portando cruces y aureolas. Como es de suponer, esta fórmula iconográfica formaba parte frecuentemente de los programas decorativos de residencias y colegios jesuítas. Incluso Miguel Cabrera habría pintado a mediados del siglo XVIII la misma imagen para el noviciado de San Francisco Xavier en Tepotzotlán.3 Destinada al sotocoro del templo, la pintura del Patrocinio de la Virgen a la Compañía de Jesús en Tepotzotlán (fig. 2) difiere en muy pocos aspectos de la pintura que más tarde arribaría a Maracaibo. Estas ligeras diferencias, sin embargo, revelan interesantes aspectos sobre los tipos de interacción que ambas composiciones intentaban establecer con sus diferentes espectadores.

Dentro del luneto que corona a la imagen mexicana, por ejemplo, encontramos la representación de la Santísima Trinidad usando la iconografía tradicional que muestra al Espíritu Santo representado como una paloma entre el Padre y el Hijo. En contraste, la imagen de Maracaibo sólo presenta al Espíritu Santo sobrevolando la imagen de María, quien, ahora con un nimbo azulado y sin el Niño Jesús en sus brazos, pareciera encarnar la particular advocación de la Inmaculada Concepción. En vez de los pequeños ángeles que sostienen el manto de la Virgen en Maracaibo, la composición mexicana muestra a los más altos miembros de las jerarquías angélicas, san Miguel y el arcángel Gabriel, extendiendo en su totalidad el manto de la Virgen. Asimismo, el formato apaisado de la obra mexicana le confiere mayor horizontalidad a la composición, lo que acentúa la uniformidad de los miembros de la orden, quienes se organizan en compactos grupos regulares, con mínimos elementos distintivos que permitan la identificación de la mayoría de los fundadores.

Por último, la pintura marabina presenta una diferencia fundamental con respecto a la composición de Tepotzotlán. En el ángulo inferior izquierdo, el retrato del mismísimo Martín Gutiérrez nos confirma el origen de esta fórmula iconográfica. Más aún, el retrato está acompañado de una inscripción, sólo parcialmente legible después de la restauración de la obra. Los fragmentos descifrables, sin embargo, permiten entrever que dichas palabras tienen como función relatar con detalles aquella revelación divina ocurrida dos siglos antes: "El Venerable Padre Mar[tín]... vio en el cielo con laureola de los Bienaventurados" [énfasis mío].

Si analizamos estos pequeños pero cruciales elementos a la luz de los avatares que la Compañía enfrentaba por aquel entonces, podemos desentrañar interesantes claves sobre el conflicto ideológico entre la orden y la Corona española. A continuación trataré de demostrar que esta "visión" destinada a la fundación en Maracaibo articulaba de manera clara y coherente las aspiraciones de la Compañía para la región lacustre —como centro neurálgico de las actividades comerciales entre las regiones andinas y el Caribe, una definitiva fundación en Maracaibo afianzaría la influencia jesuítica en la zona, sirviendo de enlace entre las mayores fundaciones centro y sudamericanas. Tal arraigo de la Compañía en estratégicos enclaves comerciales sería precisamente uno de los elementos temidos por la Corona española, lo que sumado a otras aprensiones conduciría a la definitiva expulsión de los jesuitas de territorios hispanos en 1767.4

Ante las insistentes negativas por parte de la Corona, los jesuitas, sin embargo, tratarían de afianzar su influencia entre los sectores privilegiados dentro de la sociedad marabina, reforzando su imagen como institución predestinada a la educación y conducción cristiana, con un nivel de soberanía que estaría por encima inclusive de cualquier poder temporal. Conscientes del profundo impacto que tanto el arte como la arquitectura podían ejercer en los fieles, los jesuitas se constituyeron en grandes patrocinadores artísticos en todos los lugares en los cuales se establecieron.5 Así, pues, resulta razonable deducir que una imagen de tales proporciones como la de Maracaibo fuera pensada como un efectivo instrumento promotor de identidad colectiva y claro transmisor del mensaje institucional.

Durante los siglos XVII y XVIII, Maracaibo jugó un rol crucial dentro del Caribe como punto de convergencia de importantes rutas comerciales. A través de los ríos que atraviesan los Andes y desembocan en el Lago de Maracaibo, la ciudad recibía cueros, cacao y tabaco de alta calidad, destinados al mercado europeo a través de los puertos de Cartagena de Indias, Santo Domingo y Veracruz. A cambio, Maracaibo obtenía de esos ricos centros urbanos grandes cantidades de plata acuñada, armamento y municiones militares, además de otros productos suntuarios.6 Entre las manufacturas provenientes de la Nueva España, en particular, Maracaibo recibió diversos objetos y obras de arte destinados al embellecimiento de iglesias y residencias aristocráticas.7

Desafortunadamente no se han encontrado hasta el momento referencias puntuales con relación al arribo y permanencia del óleo de Cabrera en la Maracaibo colonial. Sin embargo, su claro contenido jesuítico pareciera indicar que el cuadro formó parte de la dotación de la residencia jesuita que desde aproximadamente 1728 funcionaba en el área denominada Punta de Arrieta, frente a la bahía y puerto de la ciudad. A pesar de que los documentos concernientes a la expulsión de la orden en 1767 reseñan interesantes detalles sobre la decoración de la residencia en Maracaibo, ellos no proveen ningún indicio sobre la monumental obra de Cabrera. La pieza no aparece tampoco en el inventario de iglesias marabinas realizado por el obispo Mariano Martí en 1774.8 No obstante, según el testimonio del artista y cronista zuliano Simón González Peña, la pintura ha estado expuesta en el templo de Santa Ana desde finales del siglo XIX.9 Luego de la expulsión de los jesuitas de los dominios hispanos en 1767, la orden no tuvo injerencia en el área hasta 1924, por lo cual resulta lógico pensar que la pintura de Cabrera arribó previamente, durante el importante preludio que la orden tuvo en el periodo hispánico.

Más aún, el hecho de que la obra terminara en el templo de Santa Ana, anexo al hospital de la ciudad, coincide con el destino final de uno de los hermanos jesuitas que vivía en la residencia marabina en 1767. Según los documentos de la expulsión, el padre Lorenzo Koninck (Lorenzo del Rey, como aparece su nombre en documentos hispanos), arquitecto y maestro de carpintería, se encontraba demasiado enfermo como para embarcarse a España, así que fue internado en el hospital de Santa Ana, donde murió el 17 de febrero de 1768. Una hipótesis plausible, entonces, sería que la pintura llegó al hospital y templo de Santa Ana entre las pertenencias del jesuita enfermo.10

Según los estudios del padre José del Rey Fajardo, buscando la eficiencia organizacional, los jesuitas neogranadinos habían identificado en Maracaibo una posición estratégica para servir de puente entre el Nuevo Reino y la naciente fundación en la isla de Santo Domingo, así como punto privilegiado en las rutas de comercio cacaotero y de esclavos en el Caribe.11 Siguiendo los linea-mientos tradicionales de la orden, la fundación en Maracaibo contaba con el apoyo económico necesario para su manutención, gracias a diversas donaciones hechas a su favor por personajes acaudalados de la zona. Además, desde finales del siglo XVII los jesuitas habían adquirido haciendas cacaoteras en el sur del Lago de Maracaibo que producían abundantes cosechas, no sólo para abastecer las exigencias de la orden en las poblaciones andinas y marabinas, sino también para ser objeto de exportación hacia Veracruz y España.

Asimismo, la Compañía gozaba del absoluto apoyo de las esferas del poder en la región. De este modo, desde 1720 las propias autoridades civiles marabinas habrían iniciado el proceso exigido por las Leyes de Indias para fundar un colegio jesuita en aquella ciudad, argumentando que la presencia jesuítica resolvería dos de los problemas más urgentes de la ciudad: la educación de la juventud y la conversión de las comunidades indígenas circundantes.12

Después de una serie de demoras y equívocos, la licencia real sería finalmente negada en 1760, aduciendo que los franciscanos activos en la ciudad eran suficientes para educar a la juventud, y cuestionando la presencia de padres jesuitas en tierras marabinas sin la debida autorización real. La residencia jesuítica, en efecto, había sido establecida sin esperar el pronunciamiento del Consejo de Indias, haciendo uso de una estrategia bastante común en aquella época: el general o provincial de la orden aprobaba la erección de residencias y domicilios menores como entidades adscritas a otras fundaciones ya establecidas. En esa condición, la residencia marabina sobrevivió hasta 1760 cuando, tras el dictamen real, el procurador de la orden solicitó que al menos se reconsiderase la permanencia de los hermanos jesuitas en la ciudad lacustre, a lo cual el rey accedió, permitiendo que "subsistan en aquella ciudad dos Misioneros de su Religión que se ocupen de la instrucción y conversión de las familias de indios gentiles que viven en los arrabales de dicha capital."13

Si algo queda claro al revisar la documentación disponible tras los repetidos intentos fundacionales en Maracaibo es la aprensión de ciertos sectores de la burocracia metropolitana ante la rápida expansión económica y cultural de los jesuitas en las colonias de ultramar. Argumentos como el que sigue articulan de manera clara las implicaciones socioculturales que las reformas borbónicas suponían:

El defecto de estudios en Maracaibo puede ser útil al Estado y a la causa pública; porque de este modo sólo podrán estudiar los hijos de los ricos, aplicándose los pobres a la cultura de aquellos campos que rinden con la mayor copia cacao exquisito, tabaco y otras preciosas especies en que interesa la República no siendo conveniente que haya estudio de Gramática en todas partes.14

Además, se consideraba que la fundación solicitada podría ser altamente perjudicial para los vecinos de aquella provincia (y por ende para las arcas reales que dependían del pago de impuestos), ya que el aumento del valor de los bienes jesuíticos entre 1755 y 1757 parecía indicar que los jesuitas podrían:

en pocos años hacerse los dueños de los mejores y más fértiles territorios del país, y aumentando más fácilmente después con la sucesiva venta del cacao, y otros preciosos productos, que produzcan sus heredades, mediante la ingeniosa industria y prudente economía con que procuran su más oportuno despacho, contribuyendo mucho a este fin la pobreza y miseria de aquellos vecinos.15

Nada queda de la fábrica material de aquella fundación marabina. Sin embargo, algunos documentos describen la residencia como un edificio de cal y canto, cubierto de teja y con una "garita de vivienda alta."16 Tenía un oratorio muy bien decorado con varias imágenes de los santos fundadores de la orden. En espera de un positivo pronunciamiento real para la construcción de un edificio nuevo, los vecinos de la ciudad donaron muchos cuadros y alhajas que enriquecerían el patrimonio artístico tanto del templo como de la sacristía. Este incuestionable apoyo de los sectores privilegiados de la ciudad a la causa jesuita permite entender que, a pesar de la contundente negativa real de 1760, en 1764 el virrey Pedro Messía de la Cerda sometiera nuevamente a consideración el asunto fundacional ante el Consejo de Indias. Un año más tarde el fiscal denegaba la petición por "ociosa e intempestiva."17

Este último intento fundacional parecería ser precisamente el contexto dentro del cual el lienzo de Cabrera arribó al puerto lacustre. Documentos emanados de la expulsión de 1767 corroboran que los miembros de la orden nunca desistieron de su proyecto, y que al contrario continuaron acumulando los recursos materiales y humanos para asegurar la nueva fábrica del colegio. En particular, resulta sumamente ilustrativo el hecho (previamente señalado) de que al momento de la expulsión residía en Maracaibo el jesuita holandés Lorenzo Koninck, quien participó en la construcción de la iglesia de San Pedro Claver de Cartagena, y quien había sido enviado a Maracaibo "para el fin de la fábrica que se intentaba hacer del colegio".18

Pareciera entonces que, de la misma manera en que los jesuitas se aseguraron de que un buen arquitecto estuviera disponible para la construcción en Maracaibo, los miembros de la Compañía encargaron a uno de sus pintores más destacados una imagen que legitimara la nueva fundación proyectada en esta región del Caribe. Miguel Cabrera, el Miguel Ángel americano según muchos de sus contemporáneos, fue sin duda el pintor predilecto de los jesuitas novohispanos.19 Entre 1753 y prácticamente hasta su muerte en 1768, Cabrera participó activamente en la decoración de numerosas fundaciones jesuitas: la Casa de la Profesa en la ciudad de México, el templo de la Compañía en Querétaro y el Colegio de San Francisco Javier en Tepotzotlán, entre otros.

Son pocas las imágenes de Cabrera que recogen una experiencia visionaria específica. Como señala Víctor Stoichita, la representación pictórica de una visión implica un reto tanto conceptual como formal, ya que a través de la materia pictórica se trata de capturar un fenómeno metafísico. Pintar una experiencia visionaria requiere la representación de la persona que tiene la visión en el mismo momento en que la visión interna tiene lugar. La imagen adquiere así la calidad de documento visual que da testimonio sobre un momento privilegiado en que una entidad divina y, por ende irreal, irrumpe dentro del espacio real a fin de comunicar un mensaje trascendente.20

En el caso específico de la iconografía jesuítica, el tema visionario fue desde los mismos comienzos de la Compañía una vertiente de suma importancia, ya que la misma fundación de la orden en 1537 estuvo dictada por mandato divino revelado a san Ignacio de Loyola a través de experiencias místicas en Manresa y La Storta. En el caso de la obra destinada a la residencia marabina, Cabrera y sus patrocinadores escogieron un tema similar que no solamente demuestra visualmente que la orden gozaba de total protección divina, sino que también delineaba los principios fundamentales de la Compañía. En particular, la conspicua representación de san Ignacio y san Francisco Xavier en el centro de la composición indican claramente las funciones primordiales de toda fundación jesuítica: la formación académica y la evangelización de los pueblos.

Cabrera resuelve el problema compositivo intrínseco a cualquier tema visionario usando la típica división vertical entre el espacio terrenal y el ámbito celestial que se había popularizado desde la contrarreforma. El formato oblongo de la pintura y el esquema compositivo en forma de mandorla acentúan ese efecto de verticalidad que caracteriza a toda representación de un evento sobrenatural y metafísico. Más aún, un dramático efecto de perspectiva con un punto de fuga muy alto intensifica el carácter visionario de la escena: no sólo los hermanos jesuitas reunidos a los pies de la Virgen deben levantar el rostro para poder apreciar esta visión sobrenatural, sino que también los espectadores al pie del cuadro, asistidos por las líneas que convergen hacia la paloma del Espíritu Santo, deben alzar su mirada para dirigirse hacia la milagrosa presencia de María.

En perfecta consonancia con este énfasis vertical, el artista novohispano integra el retrato del venerable padre Gutiérrez en un nivel diferente al que ocupa su visión interna: en el ángulo inferior izquierdo y con su mirada tornada hacia la aparición, el destacado jesuita indica al espectador el lugar exacto a donde debe enfocar su meditación, hacia el área central superior de la pintura. Esta inclusión retratística al margen de la composición no sólo sirve como detalle documental para explicar el carácter visionario de la obra, sino que también proporciona al espectador un modelo a seguir.

Nacido en 1524, Martín Gutiérrez entró en la Compañía de Jesús en noviembre de 1550 para ejercer cargos directivos estratégicos como rector en los colegios de Plasencia, Valladolid y Salamanca, y fomentando durante su rectorado la devoción a la Santísima Virgen, en particular, en defensa de su Inmaculada Concepción.21 En 1572, fue elegido por la provincia jesuítica de Castilla para representarla en la III Congregación General, que debía tener lugar en Roma. De camino a la Ciudad Eterna fue apresado por los calvinistas franceses junto con otros dos compañeros. Encarcelados y torturados, el padre Martín, débil de salud, no pudo resistir los malos tratos y murió en prisión.22 Gracias a este final característico de un mártir, el venerable padre Gutiérrez encarnaba la imagen del miembro fundador que sacrificó su vida por una Iglesia amenazada por diversos poderes temporales.

A su vez, Francisco de Borja a la derecha de la composición, sosteniendo un libro con una calavera coronada, nos recuerda su pasado como duque de Gandía, y su posterior renuncia a dignidades nobiliarias y al poder real para seguir el camino trazado por san Ignacio de Loyola. Este tipo de ejemplo moral y espiritual encarnado por reconocibles santos y beatos jesuitas tendría una resonancia particular entre los visitantes regulares a la residencia marabina: los hijos de aristócratas y funcionarios reales que eran educados en la escuela de gramática23 y los acaudalados miembros de las congregaciones marianas que muy probablemente se reunían en este recinto24 entenderían claramente que la misión de la Compañía estaba dictada por un poder mucho más allá de cualquier jurisdicción real. Siguiendo la doctrina del teólogo jesuita Francisco Suárez, muy popular durante los siglos XVII y XVIII, los miembros y seguidores de la orden consideraban que la Iglesia era la única institución establecida a través de la directa intervención de Cristo. La autoridad del Estado, por el contrario, no era de origen divino sino humano: era el pueblo el que consentía ser gobernado por una determinada entidad política y por consiguiente, en casos extremos, podía deponer a sus reyes.25

De este modo, lo que podría entenderse a primera vista como una simple repetición de un modelo iconográfico establecido, se nos presenta como una composición cuidadosamente concebida, que ilustraría ciertos modelos y conceptos de crucial importancia para los sectores que apoyaban la presencia jesuítica en tierras marabinas. Tomando en cuenta la coyuntura por la que atravesaba la residencia marabina, se explican claramente las diferencias formales e iconográficas que hemos observado entre las obras que Cabrera ejecutó para este recinto y para el templo de San Francisco Xavier. La pieza en el noviciado de Tepotzotlán, con su distribución perfectamente regular, su horizontalidad y su punto de fuga más bajo, hace sentir al espectador como parte de la escena. Desde sus orígenes, la Compañía de Jesús, basada en premisas militares, enfatizaba la igualdad de todos sus miembros, quienes sólo debían obediencia absoluta a su líder máximo: Jesucristo. Muy apropiadamente, la obra en el noviciado de San Francisco Xavier muestra a los miembros de esa institución la presencia protectora de la Virgen entre santos jesuitas como parte integral del espíritu fraternal de la orden. En el seno de la institución, las similitudes de sus miembros son más importantes que cualquier diferencia, y la única jerarquía de interés es la que divide lo divino de lo terreno.

El ejemplo marabino, por su parte, envuelve al espectador en una proyección metafísica dentro de la cual la visión del padre Gutiérrez articula las aspiraciones de un grupo que busca su legitimación institucional. Justo antes de la expulsión definitiva de la orden de territorios hispánicos, la pintura de Cabrera nos ofrece un claro testimonio de cómo la "visión" jesuítica únicamente contemplaba como autoritarias las directrices celestiales dictadas desde el siglo XVI a los fundadores de la Compañía. Ante la fuerza de tal mandato, las reformas borbónicas que obstaculizaban la expansión de la orden a mediados del siglo XVIII eran entendidas como transitorias medidas burocráticas y administrativas que en algún momento tendrían que ceder ante el peso del poder divino. Los jesuitas nunca pudieron prever, sin embargo, que esos obstáculos temporales se impondrían a la postre, frustrando por más de siglo y medio aquella trascendental misión en tierras marabinas.

 

Notas

1. Los estudios que han reseñado la obra son: Carlos Solaeche y Llanos, "Sobre una pintura del México colonial en la iglesia de Santa Ana", Boletín del Centro Histórico delZulia, vol. 4, núm. 13-16, 1962-1963, pp. 57-62;         [ Links ] Mónica Domínguez Torres, "Aproximación historiográfica a la pintura colonial del Estado Zulia", tesis de licenciatura en Artes, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1993, pp. 77-78;         [ Links ] Ernesto García Mac-Gregor, Maracaibo y los 400 años del Hospital Central, Maracaibo, sn, 1997;         [ Links ] Carlos Duarte, Catálogo de obras artísticas mexicanas en Venezuela, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1998, pp. 40, 102-103.         [ Links ]

2. Citado en Solaeche y Llanos, op. cit. p. 57.

3. Sobre esta pieza véase Abelardo Carrillo y Gariel, El pintor Miguel Cabrera, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1966, p. 32;         [ Links ] Mónica Martí Cotarelo, Miguel Cabrera, un pintor de su tiempo, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1999, pp. 28-29;         [ Links ] Jaime Cuadriello y Esther Acevedo (coords.), Catálogo comentado del acervo del Museo Nacional de Arte, México, Museo Nacional de Arte, 1999, p. 99.         [ Links ]

4. Cfr. Imelda Rincón Finol, La creación del Colegio Nacional de Maracaibo, Maracaibo, Universidad del Zulia, 1996, pp. 63-69.         [ Links ]

5. Entre los estudios recientes sobre patrocinio artístico jesuita se encuentran: John W. O'Malley (ed.), The Jesuits: Cultures, Sciences, and the Arts, 1540-1773, Toronto, University of Toronto Press, 1999;         [ Links ] Gauvin A. Bailey, Art on the Jesuit Missions in Asia and Latin America, University of Toronto Press, 1999;         [ Links ] Evonne A. Levy, Propaganda and the Jesuit Baroque, Berkeley, University of California Press, 2004;         [ Links ] John W. O'Malley et al., The Jesuits andthe Arts, 1540-1773, Filadelfia, St. Joseph's University Press, 2005.         [ Links ]

6. Consultar, por ejemplo, los estudios realizados por los miembros del Centro de Estudios Históricos de la Universidad del Zulia: Germán Cardozo Galué, Maracaibo y su región histórica. Consideraciones preliminares y selección de testimonios de los siglos XVI al XIX, Maracaibo, Universidad del Zulia-Centro de Estudios Históricos, 1983;         [ Links ] Ileana Parra Grazzina, Las comunicaciones en el occidente venezolano: rutas y puertos (siglos XVIy XVII), Maracaibo, Universidad del Zulia-Centro de Estudios Históricos, 1991;         [ Links ] Belín Vázquez de Ferrer, El Puerto de Maracaibo: elemento estructurante del espacio social marabino (siglo XVIII), Maracaibo, Universidad del Zulia-Centro de Estudios Históricos, 1986.         [ Links ]

7. Además de la presencia de otras pinturas y objetos novohispanos en colecciones marabinas, existen documentos que dan fe de este constante intercambio comercial entre la Nueva España y Maracaibo. Véase Mónica Domínguez Torres, op. cit., passim.

8. Este tipo de omisiones son comunes también con relación a otras obras coloniales que hoy se resguardan en varias iglesias marabinas. El templo de Santa Bárbara, por ejemplo, posee dos obras mexicanas que no son mencionadas en los inventarios del padre Martí o en otros documentos de la época: una Sagrada Familia con la Santísima Trinidad firmada por José de Páez y una Trinidad trilliza de factura anónima. Cfr. ibidem. Aunque no es posible establecer un vínculo definitivo entre estas pinturas y la residencia jesuita en Maracaibo, cabe destacar que ambas fórmulas iconográficas fueron comúnmente usadas y defendidas por los jesuitas novohispanos.

9. Cfr. Simón González Peña, Ensayo sobre la Historia de las Artes en elZulia, Maracaibo, Excélsior, 1924, p. 64.         [ Links ]

10. Véase José del Rey Fajardo, Virtud y letras en el Maracaibo hispánico, Caracas/Maracaibo, Universidad Católica Andrés Bello/Alcaldía de Maracaibo, 2003, p. 166-167.         [ Links ]

11. Cfr. ibidem, p. 33.

12. Ibidem, pp. 40-42.

13. Ibidem, p. 60.

14. Citado en: José del Rey Fajardo, "Los colegios jesuíticos en Venezuela y sus hombres (1628-1767)", en La pedagogía jesuítica en Venezuela, Caracas, Editorial Arte, 1991, p. 89.         [ Links ]

15. Ibidem, p. 93.

16. Del Rey Fajardo, Virtud y Letras..., op. cit., p. 61.

17. Del Rey Fajardo, "Los colegios jesuíticos...", en La pedagogía..., op. cit., p. 95.

18. Del Rey Fajardo, Virtud y letras..., op. cit., p. 64.

19. Cfr. Jaime Cuadriello, "Triunfo y fama del Miguel Ángel americano", en Arte, historia e identidad en América: visiones comparativas, México, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Estéticas, 1994, pp. 405-418.         [ Links ]

20. Cfr. Victor Stoichita, Visionary Experience in the Golden Age of Spanish Art, Londres, Reaktion Books, 1995, pp. 198-199.         [ Links ]

21. Cfr. Raúl de Scorraille y Pablo Hernández (trads.), ElpadreFrancisco Suárez, de la Compañía de Jesús, Barcelona, Subirana, 1917, p. 102.         [ Links ]

22. Cfr. Charles O'Neill y Joaquín María Domínguez (eds.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús: biográfico-temático, Roma/Madrid, Institutum Historicum, S.I./Universidad Pontificia Comillas, 2001, vol. 2.         [ Links ]

23. Para una reseña sobre la labor educativa de los jesuitas en Maracaibo, véase Imelda Rincón Finol, op. cit., pp. 63-65.

24. Para más información sobre congregaciones marianas jesuitas consultar: Pilar Gonzalbo Aizpuru, "Las devociones marianas en la vieja provincia de la Compañía de Jesús" en Clara García-Ayluardo y Manuel Ramos Medina (eds.), Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Condumex/Universidad Iberoamericana, 1997, pp. 253-265.         [ Links ]

25. Sobre una discusión más detallada de las teorías políticas de los jesuitas véase: Harro Höpfl, Jesuit Political Thought: The Society of Jesus and the State, c. 1540-1630, Cambridge University Press, 2004.         [ Links ]

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