SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.27 número87Arquitectura del siglo XX en el centro histórico de la ciudad de México índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.27 no.87 Ciudad de México Set. 2005

 

Libros

 

Fotografía y pintura: ¿dos medios diferentes? Laura González

 

por Deborah Dorotinsky

 

Barcelona, Gustavo Gili, 2005

 

Desde el inicio del nuevo milenio, la editorial Gustavo Gili ha tenido el buen tino de apoyar una edición de libros dedicados a la fotografía, ofreciendo a los lectores en lengua castellana un número nada despreciable de textos que antes no se conseguían en nuestro idioma. Se trata sobre todo de algunos de los acercamientos teóricos más destacados a esta práctica de producción de imágenes. Entre los títulos que ofrece hoy día se cuentan clásicos como La fotografía como documento social de Gisèle Freund, editado por Gili en 1993, y Un arte medio de Pierre Bordieu (2003), así como la traducción de ensayos indispensables reunidos por Joan Fontcuberta en Estética fotográfica (2003) y los editados por Glòria Picazo y Jorge Ribalta en Indiferencia y singularidad (2003) y por Ribalta en Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía (2004). Igualmente, otros textos más contemporáneos como el de Dawn Ades, Fotomontaje (2003), que borda sobre esta práctica a partir del movimiento dadá, y la discusión sobre los géneros fotográficos editada por Valérie Picaudé y Philippe Arbaïzar en La confusión de los géneros en fotografía (2004). A esta sólida producción editorial se suma ahora la reflexión de Laura González Flores vertida en Fotografía y pintura: ¿dos medios diferentes?, texto que ocupará nuestra atención en estas líneas.

Me interesa aquí, más que ofrecer una mirada a vuelo de pájaro del libro que pone González en nuestras manos, atender algunos temas trabajados por la autora y que destacan por su relevancia en las discusiones contemporáneas sobre la práctica artística, su crítica y su historia. Por momentos ocurre, por la densidad de esta obra, que nos sentimos algo perdidos, como le pasaba a Barthes con la fotografía antes de la Càmera lúcida, cuando, al no encontrar un punto especial sobre el cual fijar su atención, le pareció que ésta era un mensaje sin código: signos que no terminaban de cuajar. Tal impresión quizás se deba al gran caudal al que nuestra crítica da cauce en su libro, en el que, lejos de faltar un código, de hecho cuajan tantas cosas que es difícil decidir a cuál referirse o acercarse primero.

González propone una deconstrucción, o quizás una reconstrucción, de la consolidación de dos prácticas: la pintura y la fotografía. Guiada por su intuición —nos aclara— intentará interpretar la diferencia de estos dos medios que se produce en el ámbito de lo específico y no de lo genérico (p. 13). Cobijadas ambas bajo la gran sombrilla del arte, como género, las especies pintura y fotografía, diferentes, han encontrado más de un punto de choque y encuentro desde el siglo XIX. Esta primera precisión es importante en tanto aclara, desde el uso del lenguaje mismo, la manera en la que la autora define sus categorías.

González también afirma estar movida por la necesidad de construir un puente analógico entre disciplinas diferentes. Esta necesidad existe, en buena medida, porque mira hacia atrás parada en su presente, preocupada por las búsquedas artísticas contemporáneas a ella, a las que inevitablemente ve con ojos críticos y las cuales piensa con la voluntad de plantear la posibilidad de conjunciones. Si en algún momento sentimos alguna angustia durante la lectura, ello se debe a la fractura de viejas certezas y la cuidadosa omisión de prescripciones para abordar la obra artística contemporánea. Gran mérito de este trabajo es no convertirse en un manual de acercamientos.

Recorrer con González, paso a paso y con claridad, la historia de la consolidación de la pintura y la fotografía es una experiencia no sólo didáctica sino emocionante. Veamos, pues, cuáles son algunos de los instantes más provocadores de reflexión en este libro.

 

La "visión objetiva"

Partimos de un acercamiento a la mirada como aquello que necesitan tanto pintura como fotografía. En el seno del canon pictórico occidental subyace lo que Andrei Tartarkiewikz llamó "gran teoría", Norman Bryson denominó "actitud natural" y González bautiza como "visión objetiva". Ésta, nos explica, puede entenderse en la conjunción de los dos aspectos del término: por un lado la visión en su doble acepción como proceso fisiológico de percepción visual y como "cosmovisión" en el sentido de ideología cultural, en tanto lo objetivo apunta hacia una cualidad de objetividad más bien empírica y opuesta a la interpretación subjetiva (p. 31). Aclaración fundamental sobre la que sienta las bases de su revisión de la pintura como una práctica tendiente a naturalizar las imágenes y a promover su cualidad mimética, ocultando así los sustratos culturales y sociales en los que se efectúa. Tengo para mí que el segundo capítulo, dedicado a la pintura, sirve más como dispositivo para explicar la consolidación del canon de producción de imágenes —la tendencia a lo que Bryson llama la copia esencial1— y la posterior adopción del mismo en el medio fotográfico. La perspectiva albertiniana y la codificación de la información visual a través de la construcción de un espacio uniforme y unificado consolidan a la pintura como una de las nobles artes, dotándola de cientificidad objetiva, autoridad y validez. En el campo del arte corresponderá a la pintura, según la autora, colocarse en la punta de la lanza para proponer una renovación conceptual hacia lo moderno; abandonar la mimesis y encaminarse a lo creativo. Los planteamientos de González en este capítulo son sintéticos y compactos, grandes pasos dados con tiento, aunque por momentos se sienten algo apurados, en particular al pasar al siguiente capítulo, el tercero, dedicado a la fotografía. Comparado, el espacio dedicado a la pintura se ve disminuido frente a la enorme precisión y abundancia de consideraciones dedicadas a la formulación de las diferentes rutas que se abren con la fotografía. Algunos podrán juzgarlo como un sesgo, incluso una manifestación de preferencias específicas (la fotografía por encima de la pintura); el asunto es poder decidir qué resulta relevante en esta decisión. Insisto, a riesgo de equivocarme, que lo que interesa en el texto es poder precisar la ideología de lo visual, de la que tanto pintura como fotografía participan como variantes técnicas, y no seguir promoviendo su carácter de géneros opuestos y en competencia. Lo que importa es llegar a dilucidar una heterogeneidad de sintaxis y no de esencias.

Es en esta propuesta donde se considera a ambas, pintura y fotografía, como lenguajes, como signos más que como representaciones, donde coinciden el trabajo de nuestra autora y el de Norman Bryson. Al igual que en el trabajo de este último, los planteamientos de González tendrán consecuencias tanto para la crítica como para la historia del arte. Quizás el que más nos interesa sea el de dar a estas disciplinas un impulso movilizador que les permita sobreponerse a su anquilosamiento.

 

La fotografía

En este que es el tercer capítulo, el texto se hace más denso. Cabe agradecer, como en el anterior, las citas puntuales, las generosas referencias bibliográficas y la claridad y sencillez con que los conceptos y las categorías son presentados. El hermetismo no tiene lugar en la búsqueda de González. Para la autora, como para otros críticos e historiadores del arte, la fotografía surge bajo el signo del canon pictórico.2 González señala que las tendencias de los estudios históricos sobre la fotografía pueden clasificarse en tres grandes rubros: la integración de la fotografía a "la tradición occidental de los sistemas de representación", su acceso a un espacio donde se discute la conflictiva artisticidad del medio y, por último, un tratamiento de la fotografía como género autónomo, es decir, su paso de especie a género.

Para poder hacer una precisión sobre el carácter de heterogeneidad sintáctica respecto de la pintura, González pone especial atención en explicar y desarrollar esa segunda tendencia sobre la cualidad artística. Nuestra crítica explica la construcción de esta artisticidad a través de diferentes "tomas" o puntos de vista: la fotografía como imagen, la fotografía como memoria y, finalmente, la fotografía como arte. Pareciera que a nivel de uso social este medio dispone de un campo más amplio de diseminación, acción y significación que la pintura. Aquí radica una de las paradojas del medio: la multiplicidad de campos en que actúa, que la autora identifica primordialmente con los de la ciencia y el arte. ¿Por qué, pregunta, se exige aún que la fotografía funcione de un solo modo, sea documental o artística? (p. 159) ¿Cómo pasa un fotógrafo de documentar, es decir, operar dentro del paradigma de la visión objetiva, a ser un autor? González identifica esta transición con el momento en el que el fotógrafo maneja de modo consciente y voluntario la sintaxis fotográfica, codifica asumiendo una postura que marcha a contracorriente de la épica daguerriana del documento. Al aceptar la existencia de un autor, afirma, la fotografía no sólo funciona plenamente como lenguaje, sino que puede acceder a la artisticidad, argumento que, como ocurrió con el caso de la pintura, tomará tiempo en arraigarse y se irá construyendo a partir de una serie de pasos. Dos de ellos nos conciernen en particular por su precisión sobre dos momentos en la construcción de una sintaxis fotográfica: la toma (y su relación con la cámara) y la impresión (y su relación con el objeto material final). Para nuestra escritora, Hippolyte Bayard es la figura que marca un rompimiento con la visión daguerriana cuando se autorretrata como ahogado (1840). En esta fotografía no estamos hablando ya de la documentación de una supuesta realidad exterior, sino accediendo a la posibilidad de pensar al fotógrafo como autor, creador de una situación irreal presentada como real. Así lo indica González: "Esta foto comprueba que las fotos no sólo se toman, sino que también se hacen" (p. 168), diferencia que algunos autores plantearon como esencial entre fotografía y pintura. La primera se toma, la segunda se hace. Mito desmontado por los autorretratos de Bayard, quien pone de manifiesto, entre otras cosas, el potencial de la fotografía "como construcción de una realidad", y por tanto como algo que puede convertirse en arte.

En el apartado Defectos como virtudes: la sintaxis de impresión, la autora profundiza en el concepto de "sintaxis" que venía manejando como "el conjunto convencional de marcas, huellas o rastros que dejan las herramientas en la obra y son depositarias del contenido de la obra"; a esto va a agregar una consideración de los "elementos concretos del lenguaje técnico de cada una de las artes gráficas", el cual rescata de Ivins (p. 176). Aquí precisa sobre la sintaxis de la cámara (todo lo que tiene que ver con la estructura del aparato) y la "sintaxis de impresión" (el modo en que la imagen descansa sobre el soporte dependiendo de la técnica usada y mediante el cual el fotógrafo expresa su voluntad como autor en la toma de decisiones). Este énfasis en el aspecto de las técnicas de impresión resulta de gran valía para abordar la fotografía pictorialista y los trabajos de algunos fotógrafos contemporáneos.3 La proliferación de técnicas de impresión implicó, como demuestra la autora, un alejamiento de la mecanicidad y la ampliación de recursos sintácticos de impresión: uso de papeles con diferentes texturas, gomas bicromatadas, granulosidad según el negativo, intervenciones directas sobre los mismos y el uso del color. Los alcances de estas nuevas posibilidades tienen que ver con algo más importante que la proliferación de recursos estilísticos o técnicos: nos permiten pensar en las teorías concretas sobre la artisticidad fotográfica. La revaloración que hace del pictorialismo, en estas páginas, como fractura del mito de la representación mimética como único propósito del medio, permite apreciar "el mensaje implícito", que es justamente el de la fotografía como lenguaje. Los fotomontajes de las vanguardias del siglo XX, de Hana Höch o John Heartfield, por ejemplo, "posibilitan el reciclaje del lenguaje fotográfico bajo su propio código" (p. 200) y exponencian la artisticidad del medio. ¿Será posible, a partir de estas propuestas, reconsiderar los recursos de la fotografía digital, plantear nuevas alternativas para considerar las imágenes tecnológicas y sus códigos?

 

Posmodernidad, posfotografía y pospintura

El cuarto capítulo está dedicado a lo que considero es el corazón de este trabajo, donde la autora logra mostrar la relevancia y pertinencia de seguir pensando los medios, sus diferencias y semejanzas, historias, usos sociales e ideológicos. El lector tendrá entre sus manos un libro-recorrido donde, con cuidado y tiento, la autora siembra las páginas para llevarnos hacia las paradojas a las que nos enfrenta el arte de nuestros días. González procede con escepticismo y cautela frente a un panorama que para ella está marcado con la c de crisis, donde diferentes paradigmas artísticos coexisten y conviven a pesar de su aparente exclusión mutua en un horizonte que atinadamente bautiza como el moderno-posmoderno. ¿Qué ocurre hoy día con la Pintura y la Fotografía (con mayúsculas) que conocíamos, que parecen irreconocibles? Posiblemente permiten apreciar cierto fracaso de las vanguardias artísticas del siglo XX temprano, aquellas que intentaron romper con las concepciones tradicionales del arte y que fueron demasiado bien asimiladas al museo. Sobre esto nuestra autora es implacable: "En definitiva, puede asumirse que la rebeldía vanguardista se expresó en un plano eminentemente teórico-estético y no práctico-político: por lo tanto, su inclusión en el museo no deja de parecernos lógica" (p. 244).

Del modernismo se heredan viejas categorías de autoría, marcadas por el sello del genio creador masculino. La autora no desaprovecha la ocasión de señalar críticamente y con humor la dominación masculina del medio artístico. Por ejemplo, cuando toma una cita de Beuys respecto al trabajo de Duchamp: "puso su objeto (el urinal) en el museo y se dio cuenta de que su transporte de un lado a otro lo hacía arte. Pero falló en no llegar a la simple y clara conclusión de que todo hombre es artista" (p. 269).4

A estas líneas Laura González responde:

Así que todo hombre [...] es artista. Nunca mejor dicho, señor Beuys. Su frase me permite comentar una característica de la noción de autor que aún permea en la era posmoderna: un hombre puede ser artista y convertirse en el génesis de la valoración de la obra. Una mujer no. Sólo Ana Mendieta, muerta, ha podido acceder a tener una cualidad de "autora" lejanamente parecida a la del mistificado chamán Beuys, y esto, sospechamos, se debió más a su trágica muerte y al escándalo que armaron las feministas en contra de su marido y presunto asesino [p. 269].

¿No resuena acaso en la ironía de Laura sobre la valoración de Ana Mendieta un eco de la fridomanía? ¿Estas barreras de género se manifiestan aún en la valoración que hacen crítica, museos y mercado de la producción artística contemporánea? ¿Qué ocurre si añadimos a esta dimensión de género las de raza, clase social y preferencia sexual?

El arte con que convivimos ha rebasado las barreras de los géneros que describe la autora en la segunda y la tercera parte de este libro; se ha vuelto transgenérico. Frente a esta situación de cruce y pérdida de fronteras, la autora señala dos opciones: la primera, una disyunción donde la obra pertenece a uno u otro género, pero no a ambos, lo que ha llevado a un callejón sin salida; la segunda, la posibilidad de optar por una conjunción. La primera ruta parece apuntar no sólo a una muerte de los géneros, o de sus esencias tradicionales, sino también al final de cierto concepto de arte (p. 203). La posmodernidad, a pesar de parecer un "punto y aparte" respecto al periodo moderno, de hecho no ha logrado dejar atrás muchas de las posturas idealistas que subyacen en el modernismo, en particular la insistencia sobre las esencias ontológicas que marcan la frontera que separa a los géneros y los presenta como autónomos. Esta pervivencia de autonomía ha servido, según González, para reafirmar una escala de valores jerárquicos delos objetos artísticos que corresponde en cierta medida a una escala a nivel económico. La pintura mantiene un valor económico más elevado por su mayor presencia "material", en tanto la fotografía sigue siendo valorada por debajo de aquélla debido a su cualidad mecánica y automática (p. 275). ¿Qué ocurre entonces con las obras híbridas? ¿Cómo debe el mercado reaccionar frente a ellas? Preguntas que surgen del texto, cuyas respuestas quedan pendientes.

Para González, fotografía y pintura comparten su portabilidad y quizás sólo dos rasgos son propios de la pintura que no parecen corresponder a la fotografía: la capacidad de la primera de mantener una "cualidad de huella de un gesto humano" y la de actuar como "un símbolo material de la individualidad y unicidad del artista" (p. 275). Sin embargo, la autora concibe estas dos prácticas como variantes técnicas de una misma ideología de lo visual, la visión objetiva, y es el paralelismo en su base ideológica lo que debería resultar importante, no la heterogeneidad sintáctica generada por el origen técnico dispar. Aquí podríamos entonces pensar la fotografía digital desde otro terreno que no fuera el ontológico. Es contra el idealismo moderno, anclado en razones esenciales (ontológicas), contra el que lucha González en la última parte del libro para afirmar que la técnica pasa a un segundo plano por detrás de la finalidad de las imágenes y de sus valores culturales subyacentes (p. 298). Para poder pensar la fotografía y la pintura en conjunción, parece entonces que primero hay que devolverlas al mundo social, cultural y económico del que surgen.

 

Notas

1. Norman Bryson, Visión y pintura. La lógica de la mirada, trad. Consuelo Luca de Tena, Madrid, Alianza, 1991, cap. 2.

2. Ribalta, por ejemplo, afirma que se trata de una oposición dialéctica entre la pintura y la fotografía y que ella ha sido uno de los ejes principales de la teorización de la fotografía en la posmodernidad. Véase Jorge Ribalta (ed.), Efecto real, debates posmodernos sobre fotografía, Barcelona, Gustavo Gili, 2004, pp. 19-21.

3. El pictorialismo resulta uno de los campos más desatendidos en la historia de la fotografía en México, creo yo, porque en ocasiones se le confunde con el "pintoresquismo", que en definitiva no es lo mismo. Esta ruta "sintáctica" que marca Laura González habría que ponerla a prueba para abordar, en investigaciones puntuales, la sintaxis de la fotografía pictorialista en el país.

4. Las cursivas son mías.

 


Fe de erratas de Anales 85
En la página legal debió aparecer Peter Krieger como coordinador de ese número monográfico.

Fe de erratas de Anales 86
Johannes Hartau no está adscrito a la New York University, sino que es investigador independiente en la ciudad de Hamburgo.

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons