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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.23 no.79 Ciudad de México Set./Nov. 2001

 

Libros

 

El arte en México: autores, temas, problemas. Rita Eder, coordinadora

 

por Federico Navarrete

 

México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

 

Es complicado reseñar un libro colectivo, con artículos tan diversos y distintos como los que integran El arte en México: autores, temas y problemas, pues resulta difícil hacer justicia a la gran cantidad de temas y problemas que abordan. Por ello he preferido centrar este breve texto en uno solo de los múltiples filones teóricos e históricos que abren las reflexiones de sus ocho autores; aunque debo decir en mi descargo que es uno que evidentemente ocupó desde un principio un lugar central en las preocupaciones comunes de este equipo de investigadores mayoritariamente provenientes del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Se trata de la rica, contradictoria y siempre cambiante relación entre la historia del arte y el nacionalismo mexicano.

No cabe duda de que, en el terreno de la historia del arte como en tantos otros ámbitos de nuestra cultura, los veneros del nacionalismo mexicano han sido fértiles y caudalosos. Una de las aportaciones más interesantes de los ensayos reunidos en este libro es mostrarnos los complejos y contradictorios procesos que llevaron a la construcción, podríamos decir incluso a la invención, de una herencia artística nacional mexicana unificada y coherente que podía ser fuente de orgullo y de inspiración para los mexicanos del presente. De esta manera la historia del arte ha alimentado varios de los mitos claves de nuestra nacionalidad.

Juana Gutiérrez nos muestra en su artículo "El término 'estilo' en la historiografía del arte" que fue gracias a la labor de historiadores como José Bernardo Couto y Manuel Revilla, a finales del siglo XIX y principios del XX, como el nacionalismo mexicano empezó a reivindicar como patrimonio y orgullo exclusivo la particularidad y el exceso del llamado churrigueresco o ultrabarroco, que fue interpretado como resultado de la fusión entre las ideas artísticas europeas y la mano de los artífices indígenas, es decir, como otra manifestación del mestizaje racial y cultural que supuestamente define nuestra nacionalidad.

La fortuna de esta interpretación ha sido tal que se ha convertido en un manido cliché del nacionalismo, por lo que resulta refrescante poder reconstruir, como lo hace Gutiérrez, la historia de esta invención y su función dentro de las candentes polémicas que enfrentaron hace ya cien años a los diversos definidores de la identidad mexicana, liberales y clericales, indigenistas e hispanistas.

Paralelamente, Gutiérrez muestra cómo los historiadores del arte fueron construyendo la idea de la unidad del arte mexicano desde tiempos indígenas hasta el presente. Esta unidad negaba las evidentes rupturas y discontinuidades en la historia nacional y obedecía a la necesidad de construir una identidad mexicana inmanente y atemporal, típica de cualquier ideología nacionalista. Sus defensores, como Federico Mariscal, reificaban así a la "patria" y la convertían en protagonista de la historia del arte nacional, como es evidente en el título mismo de su obra: La patria y la arquitectura nacional.

Sin embargo, Gutiérrez muestra que estas ideas, en el momento de su planteamiento inicial, no gozaban de la hegemonía avasalladora que habrían de tener varias décadas después con la imposición del nacionalismo revolucionario como ideología oficial. Había autores, como el mismo Ignacio Manuel Altamirano, que abjuraban vehementemente del arte que llamaban "colonial" por considerarlo producto del peor oscurantismo religioso, y otros como Francisco Diez Barroso que, en el sentido inverso, preferían enfatizar el rompimiento que había implicado la llegada de los españoles y de la cristiandad y que definían la identidad nacional a partir de su identificación con la madre patria.

En suma, en este artículo podemos ver que la construcción de las certidumbres de nuestro nacionalismo historiográfico moderno, de ése que puede hablar sin empacho de 30 siglos de esplendor y pretender que los olmecas son de alguna manera antecedentes de nuestro estado actual, fue un proceso gradual, polémico y nada lineal. Al mostrarnos la "obra negra" detrás de la familiar fachada de nuestros museos y nuestros orgullos patrios, Gutiérrez nos ayuda a desmontar las verdades nacionalistas que construyeron las generaciones anteriores y que ahora, habiendo perdido el poder fundador que tuvieron en el momento de ser concebidas, se han vuelto poco más que perogrulladas sofocantes para nuestras inquietudes culturales y lugares comunes paralizantes para nuestras necesidades intelectuales.

Tal es el caso de las ideas indigenistas que planteó Manuel Gamio a principios del siglo XX y que fueron una de las principales fuentes de inspiración de las políticas indigenistas y del nacionalismo revolucionario mexicano. En su artículo "Manuel Gamio y los estudios sobre arte prehispánico: contradicciones nacionalistas", Marie-Areti Hers señala con tino las profundas contradicciones de la posición de Gamio: por un lado exaltaba el pasado prehispánico y sabía reconocer, fiel a su formación antropológica, que el arte indígena debía comprenderse en su contexto cultural y social, y por otro se aferraba a una concepción unitaria de la nación y a una visión unilineal de la evolución de la humanidad que lo hacían ver en la integración de los pueblos indígenas a lo que llamaba la "raza mestiza", la única solución para lograr su progreso y el de México. Hers sabe desentrañar las premisas monológicas y autoritarias de esta posición, pues por más que Gamio estudiara a los indios con genuino interés, y se preocupara sinceramente por su bienestar, no se planteaba que ellos pudieran tener algo que decir sobre su cultura y su destino, y asumió, como han asumido las políticas indigenistas desde entonces, que son meros objetos pasivos de redención y cuidado por parte de las elites intelectuales mestizas. El punto de esta reflexión no es regañar a los muertos, pues Hers señala también las significativas aportaciones de Gamio al conocimiento de las culturas indígenas en su tiempo; se trata, más bien, de revelar los fundamentos de sus posiciones para poder revelar y criticar su continuidad hasta el presente, cuando pretendidos conocedores del México indígena siguen incurriendo en las simplificaciones y aporías de las posiciones de Gamio al hablar de las relaciones entre las etnias y el estado-nación, ignorando, como él, las voces de los propios actores indígenas, y asumiendo como dogma casi religioso el mito del mestizaje. En suma, Hers nos ofrece una genealogía de la esquizofrenia nacionalista mexicana que celebra al indio muerto y execra al vivo, que se apropia del pasado indígena como fuente de identidad y orgullo pero asume como una necesidad nacional y un imperativo histórico la desaparición de los grupos indígenas en la actualidad.

Pero no todo en las definiciones identitarias se mueve al nivel colectivo. Los individuos definimos nuestras particulares identidades en relación con, y muchas veces a contrapelo de las que nos impone la colectividad. Y también nuestras definiciones propias pueden influir en las comunitarias y transformarlas. Jaime Cuadriello muestra en "El afán intelectual de Francisco de la Maza: temas, imágenes y textos" la compleja inserción de un personaje voluntariamente marginal en las certidumbres nacionalistas, por medio de un análisis cercano y entrañable de esa figura singular y descollante en el panorama de la historiografía del arte en el siglo XX. En efecto, De la Maza era a la vez orgulloso heredero y erudito exegeta de la tradición criolla mexicana, con su barroquismo, su devoción católica y su obsesión guadalupana. En este sentido es clave y muy reconocida su contribución a los estudios sobre la Virgen de Guadalupe en su clásico El guadalupanismo mexicano. Al mismo tiempo, sin embargo, De la Maza era también un ateo convencido y asumía posiciones abiertamente anticlericales al justificar, por ejemplo, la destrucción de incontables monumentos religiosos coloniales en el siglo XIX como una necesidad para la constitución del naciente orden liberal. En sus complejos ensayos se encuentran las posiciones aparentemente irreconciliables del jacobino Altamirano y del hispanista Diez Barroso, unidas por la inteligencia y la negativa a caer en el dogmatismo.

En "La victoria impía. Edmundo O'Gorman y José Clemente Orozco", Renato González Mello nos presenta, por su parte, una singular y hasta ahora desconocida incursión del genial historiador en el ámbito de la crítica artística a petición del brillante artista. Si bien el experimento fue fallido, pues el texto escrito por O'Gorman permaneció inédito, el imaginativo análisis de González Mello revela que contiene un momento clave en la elaboración de las ideas de este historiador sobre uno de sus temas esenciales: el ser de América. En los dibujos apocalípticos y amargamente alegóricos que Orozco realizaba a fines de la Segunda Guerra Mundial, O'Gorman atisbó la manifestación de la singularidad de "nuestra América", es decir de la América hispana, a la que quería premoderna, romántica y amante de la muerte frente al utilitarismo frío y racional de Europa y de la otra América, es decir la del norte. En su exaltación de "nuestra América", O'Gorman no vaciló en citar al mismo Martí e incluso se atrevió a insinuar que su peculiaridad derivaba de su origen indígena. Inspirado por las pesimistas visiones orozquianas, O'Gorman abominaba también del naciente orden de la posguerra con su utopía de prosperidad del capitalismo triunfante preconizado y encarnado por los norteamericanos. En suma, el O'Gorman que exaltó a Orozco era diametralmente opuesto al que, unos cuantos años después, en la Invención de América, negaba ontológicamente la genealogía indígena del ser americano, al que lo consideraba invención completa de los europeos, y defendía a la civilización norteamericana como la única alternativa planetaria, y también al que muchos años después se burló tan atinada como acerbamente de los prejuicios y convicciones del latinoamericanismo progresista (que adora a Martí, reivindica la raíz indígena y trata de distinguirse desesperadamente de sus vecinos del norte).

Estos bandazos radicales humanizan la figura de O'Gorman y nos muestran las contradicciones y cambios de opinión que deben formar parte de todo proceso de verdadera reflexión, pero también apuntan al carácter dinámico de las definiciones de la identidad nacional y continental que es igualmente resultado de la política nacional y mundial.

En este sentido, Hers, González Mello y Clara Bargellini nos recuerdan que, pese a su proclamado solipsismo y sus ilusiones autárquicas, el nacionalismo mexicano ha estado abierto a los vientos que vienen de lejos y que muchas veces ha sido definido por ellos. Hers señala la influencia que tuvo en Gamio su experiencia como estudiante de Franz Boas en Estados Unidos y su ingenua idealización de la relación entre el estado de ese país y las naciones indígenas, incluidas sus políticas de persecución y destrucción de la cultura y la religión indígenas.

Bargellini, por su cuenta, muestra en su artículo "Los estudios de la arquitectura novohispana: los avatares de 'Spanish Colonial Architecture in Mexico'" que la primera gran obra sobre arquitectura colonial mexicana fue elaborada por un autor estadunidense, Silvester Baxter, a principios del siglo XX, influido por las ideas americanistas del nacionalismo estadunidense que buscaba una tradición independiente de la europea y que encontró en el arte mexicano esa raíz autóctona; posiciones que influyeron profundamente en las subsecuentes producciones mexicanas sobre el tema.

En suma, estos artículos nos muestran diversos aspectos del proceso intelectual y creativo de nuestro nacionalismo y nos señalan un camino crítico de aproximación a estas construcciones, un camino distanciado que puede permitirnos, en nuestro nuevo siglo, construir nuevas y ricas imágenes de nuestras identidades, apartadas del templo y del Estado, y libres de las sofocantes obsesiones homogeneizadoras del siglo pasado.

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