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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.23 no.78 Ciudad de México Mar./Mai. 2001

 

Artículo

 

Pintura militar: entre lo episódico y la acción de masas

 

Eduardo Báez Macías

 

Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM

 

Resumen

La Intervención francesa en 1862 fue vista de manera diferente por los artistas mexicanos. En este artículo se comparan las versiones de Francisco de P. Mendoza y Constantino Escalante. El primero fue un pintor formado en la Escuela de Bellas Artes y el segundo un dibujante que sobresalió en la litografía y la caricatura. Mendoza pintó por encargo oficial la serie de batallas que dieron gloria a Porfirio Díaz. Escalante ilustró el conflicto desde un punto de vista más libre y espontáneo, motivado por sus ideas liberales. Así, mientras el pintor proporciona una visión académica y anecdótica, el litógrafo, mejor dibujante, ofrece una visión más viva y expresiva, en la que son los cuerpos del ejército los verdaderos protagonistas.

 

Abstract

The 1862 French Intervention was viewed in differing ways by Mexican artists; this article compares the contrasting versions of Francisco P. Mendoza and Constantino Escalante. The former was a painter trained at the School of Fine Arts, while the latter was a draughtsman skilled in lithography and caricature. Mendoza was officially commissioned to paint a series of battles that brought fame and glory to Porfirio Díaz. Escalante preferred to illustrate the conflict from a freer and more spontaneous perspective motivated by liberal ideals. Consequently, just as the painter provides an academic and anecdotal vision, so the lithographer, whose drawing was undoubtedly superior, offers a more dynamic, expressive perspective in which soldiers' bodies are the true protagonists.

 

El título de este artículo está tomado de un texto de Heinrich Wölfflin a propósito de La batalla de Anghiari,1 y lo he escogido porque me proporciona la pauta para establecer una comparación entre las versiones plásticas de dos artistas mexicanos que trataron la guerra contra la Intervención francesa: Francisco de Paula Mendoza y Constantino Escalante, pintor el primero y litógrafo el segundo.

La pintura militar se ha cultivado en México de mal talante, porque no somos nación de intenciones belicistas. El famoso mural de la guerra de Bonampak, con sus cohortes trabándose en feroz combate atestado de escudos y lanzas, epilogado en la cruel escena de los prisioneros cuyos dedos gotean sangre de las uñas arrancadas —duro costo de la derrota—, dejó poca herencia y poca tradición. Y bajo el gobierno español, con aquello de que durante la Colonia "no pasó nada...", apenas se pintó algo más que la Batalla de moros con cristianos, del poblano Juan Tinoco, conservado en la Pinacoteca Nacional. Aparte de ésta, en vano buscaríamos más escenas de batallas o combates, como no sean las de Jacob luchando con el ángel, o las de san Miguel Arcángel aporreando desdichados diablos.

El siglo XIX sí que tuvo sus motivos, pero los aprovechó mal o es que en las artes plásticas se reflejó débilmente la conciencia histórica, pues ajetreo lo hubo y suficiente para que se hubiera dado una mayor producción de temas militares. La guerra de Independencia, que duró once años, sin incluir los fallidos intentos de reconquista; el conflicto con Texas y los Estados Unidos que, aunque breve en años, se sustentó en una docena de verdaderas batallas, mejor ilustradas por un artista extranjero, Carlos Nebel, por encargo y en la versión de los estadounidenses, y la Intervención francesa, continuadora de la Guerra de Tres Años, que levantó al país en una guerra de liberación nacional. Una nación que batalló tantos años para preservar su Independencia y rechazar agravios encontró poca respuesta y menos comprensión entre sus artistas. Aparte de Mendoza, de quien me ocuparé en este artículo, son muy pocos los pintores, sobre todo dentro del medio académico, que expresaron algún entusiasmo por la epopeya nacional.

Francisco de P. Mendoza fue un pintor académico formado en la Escuela Nacional de Bellas Artes (Antigua Academia de San Carlos), a la que ingresó hacia 1880, porque en tal año quedó constancia de sus primeros premios recibidos. Nació en Saltillo en 1867 y falleció en 1937.2 A lo largo de su vida cultivó el paisaje, el retrato, el tema histórico y finalmente la pintura militar. No debe confundirse con otro artista homónimo, que no sólo coincidió en el nombre, sino también en la afición por las escenas de batallas, pero que falleció unos años antes, en 1882, según estudio de Clementina Díaz y de Ovando.3

Su primera vocación fue el paisaje, que estudió en las clases de José María Velasco, en las que obtuvo también algún premio y la pensión que se otorgaba a los estudiantes de pocos recursos. En la misma escuela llegó a desempeñar alguna suplencia en las clases de dibujo, hasta el momento en que logró una pensión para estudiar en Europa, otorgada por el gobierno del estado de Coahuila en el año de 1891.4 En París continuó sus estudios de paisaje con buenos resultados. De esta etapa fueron las obras que remitió a la escuela para justificar la beca: Le Viosne, affluent de L'Oise, Le Pont du Carrousell y Vista de París. La primera gustó y fue bien apreciada en México y en el extranjero. El mismo Mendoza la presentaba en una carta, con orgullo, como ganadora de una tercera medalla en la Exposición Internacional de Madrid, de 1892, y una medalla de oro en una exposición realizada en Aguascalientes.5 Vista de París fue adquirida por la misma Escuela de Bellas Artes en 1892.6 Durante su estancia en París contrajo matrimonio con Marie Degroutte, el 23 de agosto de 1894, en la catedral de Notre Dame.7

Se habla de otra obra suya, La cascada, copia del parisino Hubert Robert, que se exhibió en la XXII Exposición y que fue adquirida por la escuela para sortearla entre los suscriptores.8 Del viaje a Europa, a su paso por España, trabajó en otro lienzo o cuando menos realizó el boceto, que terminó y exhibió para la XXIII Exposición de Bellas Artes, celebrada entre 1898-18999 con el título Bahía de Cádiz, con el cual parece cerrar su época de paisajista.

La crítica de arte de El Siglo XIX, en la reseña aparecida el 4 de septiembre de 1893, elogiaba una obra de Mendoza que el cronista aseguraba haber visto en París, en la casa del pintor español Luis Jiménez Aranda, quien había sido su maestro, con el título de Romeo y Julieta. Tema nada novedoso, pero que según el cronista estaba tratado con mucha originalidad y hermoso colorido. De paso, hacía referencia a un cuadro de santa Cecilia.10

En 1895 estaba de regreso en México, porque en el mes de diciembre solicitó la plaza de suplente en la clase de dibujo de figura tomado de la estampa, entonces desempeñada por José Guadalupe Montenegro. Parece que no la consiguió, o que si la consiguió no duró en el desempeño, porque en 1898 se encontraba en Monterrey, y presumiblemente ya establecido, según infiero del hecho de que estaba produciendo con regularidad. Cuando la Escuela de Bellas Artes publicó la convocatoria para la XXIII Exposición (1898-1899), Mendoza prometió varias obras: un retrato de hombre y uno de la "Señora de M." (¿de Mendoza?) en el género retratístico; un cuadro religioso, el de Santa Cecilia, ya citado; un cuadro de historia, Cuauhtémoc o El último emperador azteca, y otro que, independientemente del mérito estético que pudiera tener, poseería un gran significado para la cultura mexicana: Sor Juana Inés de la Cruz firmando con la sangre de sus venas la renovación de sus votos.11

Lo ofreció en 150 pesos y si se vendió, como podemos presumir, ingresaría al acervo de alguna colección particular. Finalmente, para la misma XXIII Exposición presentó La jardinera o La hija del jardinero, que la dirección de la escuela acordó comprarle en 500 pesos.

Debió de existir alguna relación entre el pintor y el gobernador de Nuevo León, el general Bernardo Reyes, porque medió una recomendación del segundo ante la dirección de la escuela para que se le diera alguna plaza en las clases de pintura.12 Fuera o no por la recomendación, en 1899 se le propuso como suplente para cubrir las faltas de asistencia de otros profesores.13

Llegó el 1900 y con el cambio de siglo cambió la dirección de este artista. De la pintura de paisaje, del retrato, del pasaje histórico, emprendió su etapa de pintor de batallas, quizás el primero en nuestro país que merecería este título. Primitivo Miranda, Natal Pesado, Jesús Cajide y algún otro ya habían realizado algo en este terreno, pero en ellos había sido accidental y no sistemático, como sucedió con Mendoza.

Entre 1905 y 1910 realizó el ciclo completo de las victorias de Porfirio Díaz. El régimen porfirista enfrentaba una creciente oposición, tras un aletargado fin de siglo. La entrevista Díaz-Creelman, las huelgas de obreros en Cananea y Río Blanco, la prensa de oposición cada vez más combativa, la constitución del círculo liberal y la actividad de los Flores Magón martillaban el basamento cada vez menos sólido del porfirismo. Como respuesta, el régimen porfirista y sus círculos de adeptos, en lugar de atender la necesidad de reformas, se apoltronaron en el poder y cantaron las glorias pasadas del dictador. Revivir sus hazañas, vanidades huecas, fue uno de sus recursos. Javier Pérez de Salazar afirma que Mendoza fue profesor en el Colegio Militar14 y seguramente fue ésta la razón de que en 1904 el gobierno le encargara una pintura conmemorativa de la batalla del 2 de abril, acontecida 37 años antes, tiempo suficiente para apolillar cualquier lauro. La pintura aplicada como naftalina a la degeneración de un régimen. O bien, la pintura para borrar el olor a naftalina del porfirismo.

El poder que se recoge como fruto maduro de la gloria militar; secuela del bonapartismo. La figura del vencedor de Arcola nuevamente evocada, que ya había pesado durante todo el siglo XIX. Aunque ahora era un poco diferente porque no se trataba de escalar el poder, que Díaz había alcanzado muchos años antes, sino de conservarlo entre sus fláccidas manos. Enfrentarse a la oposición exhibiendo lauros amarillentos.

La Batalla del 2 de abril tuvo que hacerse por encargo oficial, fuera del mismo presidente o de los círculos porfiristas que trataban de congraciarse con él.

Para entonces existían ya algunas versiones como las de Manuel Prieto y otras muy populares.15 Pero el gobierno buscaba fastuosidad y encargó a Mendoza un lienzo de grandes dimensiones: 5 χ 8.30 m. Ni siquiera la batalla de Napoleón en Eylau se había pensado con esa megalomanía.

El 29 de octubre de 1904 Mendoza pidió prestado un maniquí a la dirección de la Escuela de Bellas Artes, para la exposición de su cuadro; luego estaba terminado.16 Y el 20 de abril de 1905 solicitó permiso para ausentarse de su clase durante seis días, con el pretexto de colocar su cuadro en la exposición, tarea nada fácil por el tamaño del lienzo.17

No me ha sido posible examinar esta colosal obra, pues debido a su tamaño se encuentra enrollada en las bodegas del Castillo de Chapultepec, y solamente puedo basarme en una fotografía del catálogo de pintura de dicho museo. La escena es la entrada triunfal de Díaz en la ciudad de Puebla. La plaza mayor está vista en perspectiva de oriente a poniente, con la catedral a la izquierda y los portales en ángulo al fondo y a la derecha. La lucha ha terminado, porque no se trataba tanto de pintar la batalla misma, sino de exaltar al vencedor que irrumpe desde la bocacalle de la actual avenida de Reforma, blandiendo un sable a la cabeza de un grupo de caballería. De los defensores no queda nada, como no sean cañones desmontados o clavados. Los soldados juaristas, que habían ocupado la plaza tras forzar las barricadas en encarnizada lucha, saludan a su jefe. Si Mendoza hubiera escogido otra fase de la toma de Puebla, hubiera logrado una obra mucho más emotiva y viva; pero se quedó en una pintura descriptiva y convencional, triunfalista, cuya composición llegó a esquematizarse y a repetirse, como en la lámina en bronce que se conserva en el Museo de la No Intervención, en el Fuerte de Loreto, Puebla, y aun en algunas pinturas muy populares de arte naïf existentes en el Museo Regional de Puebla.18 Pudo haber tomado, si no hubiera tenido que someterse al encargo oficial, la lucha en las barricadas, que fue la clave de la batalla, o los soldados de la República abriéndose paso bajo el fuego cruzado de los defensores parapetados en los edificios; o a Carlos Pacheco, indomable, cuatro veces alcanzado por la metralla en la calle de la Siempreviva. O cuando menos, para no pedir tanto, a los soldados en el momento de vencer la última barricada. Pero Mendoza tuvo que atenerse al encargo, solamente tomó la figura de Díaz y desaprovechó, en cambio, la parte vibrante y heroica.

Por fin, a las primeras luces de la mañana, todas las columnas diezmadas por el cañón y la bayoneta se agrupan en la plaza de armas en torno del general Díaz, que acababa de dar a la Patria, en el suelo donde brilló el 5 de mayo de 1862, la gloriosa fecha del 2 de abril de 1867.19

El 2 de abril significaba mucho para Porfirio Díaz. Fue su victoria más completa y oportuna para la suerte de la República. Miahuatlán y La Carbonera fueron solamente secuencias en la debacle del Imperio, y en la del 5 de mayo tuvo una participación limitada, opacada por la aureola de Zaragoza. Nunca fue tan afortunada su intuición militar (no hablemos de "genio", que éste solamente Morelos lo ha tenido en la historia militar de México) al decidir la toma de Puebla, la noche del 1° de abril de 1867, cuando no quedaba espacio para cavilaciones ni titubeos e incluso desobedeciendo parcialmente, con las consecuencias previsibles dentro de la disciplina militar, las instrucciones del ministro de Guerra que le mandaba levantar el sitio y acudir a Querétaro en apoyo de Escobedo. Pero ese día la fortuna y el azar sonreían a Porfirio. Conquistar Puebla, la pérfida Puebla, bastión del Imperio y los conservadores y rechazar, en el breve espacio de unas horas, al ejército del siniestro Leonardo Márquez que acudía a auxiliarla. Díaz tuvo razón: soltar la presa para acudir a Querétaro era inútil, ya que en esta plaza las fuerzas constitucionalistas superaban a Maximiliano, cuya rendición era sólo cuestión de tiempo. En cambio, Puebla libre hubiera formado con México un eje poderoso que dilataría por mucho más tiempo el triunfo del gobierno legítimo. Mientras que, sin el apoyo de Puebla, la misma ciudad de México quedaría indefensa. En Querétaro, era Escobedo el brazo de hierro de la República presto a aplastar al intruso. En Puebla, Díaz fue la audacia afortunada, el destello que brilla y fulmina en el ocaso de un desgraciado imperio. Ni nunca, tampoco, fue tan limpia y honesta la figura de Porfirio, al mantener impoluta su lealtad al gobierno de Juárez, rechazando la rendición de la capital si no era incondicional y ante el supremo gobierno de la República.

José Cusachs, artista catalán, militar y pintor de batallas, logró plasmar el momento crucial de la lucha, condensando todo lo que se jugó ese 2 de abril: lo histórico, el esfuerzo, lo heroico, el azar y lo humano; el momento que está entre la batalla ya ganada y la espera nerviosa de una segunda e inminente acción cuya suerte puede cambiarlo todo. Este cuadro, también titulado Batalla del 2 de abril, se encuentra en el descanso de la escalera que asciende desde la planta baja al primer piso en el Museo de Historia del Castillo de Chapultepec. El autor evitó repetir la entrada triunfal a la plaza mayor y prefirió algún lugar en las afueras, donde verdaderamente se planeó y dirigió la afortunada acción. La ciudad ha caído y una columna del Ejército de Oriente, sin descansar, se desprende tomando el camino que la llevará a rechazar las tropas de Márquez. A Cusachs le ha bastado pintar la soberbia figura del soldado a caballo que da la espalda al espectador, y la del mismo Díaz aunque pintado con mucho menos énfasis, moviéndose los dos sobre un suelo quemado, entre pertrechos y despojos, para hacernos sentir que la primera batalla estaba ganada y concluida. Pero, por otra parte, sentimos cómo se cierne lo incierto, lo inevitable y el riesgo borrascoso de una inminente segunda batalla en el paso apresurado —que casi podemos oír— de la columna de infantería, en uniforme blanco, que marcha al encuentro de Márquez. Cusachs, pintor extranjero que conocía la dureza de la guerra, rindió en su lienzo un emotivo homenaje al sufrido soldado juarista que derrotó a la intervención.

En 1906, Mendoza pintó la Batalla de Miahuatlán, acción ganada por Díaz al jefe imperialista Carlos Oronoz el 3 de octubre de 1866. La escena está estructurada mediante una perspectiva sencilla: en el primer plano las figuras bien definidas y cuidadosamente pintadas; al fondo, envuelta y confusa en nubes de polvo, el ala derecha de Porfirio enfrascada en la lucha con el enemigo. De acuerdo con los partes oficiales, Díaz ganó esta batalla disponiendo una carga con dos aguerridas fuerzas: el Batallón de Fieles y los lanceros de Puebla. Mendoza lo pintó al frente de los lanceros, como impetuosa ola a punto de hacer contacto con un cuerpo francés apostado entre cactos y matorrales. Lo que molesta en este cuadro es el afán desmedido de exaltar a Porfirio mediante varios recursos. En primer lugar su caballo que adelanta absurdamente a la primera línea de lanceros, como si Díaz fuera a ganar él solo la batalla. Además, mientras aquéllos avanzan al trote, por tratarse de un cauce accidentado, el caballo de Díaz se lanza a galope tendido, como si intentara una innecesaria carga suicida. Y lo que constituye ya una sutileza es que el pintor haya destacado la cabalgadura mediante el color, pues entre toda la caballería es el único pintado de blanco; y esta única mancha blanca destaca y contrasta con un fondo en que se mezclan marrones, verdes y ocres cenicientos.

En 1907 Mendoza terminó otra pintura de grandes dimensiones que se encuentra actualmente en el Museo del Ejército, antiguo Edificio de Betlemitas. Representa sólo una fase del 5 de mayo de 1862, obviamente aquella en que participó con éxito Porfirio Díaz. La composición de Miahuatlán se repite en parte, pero con más holgura y recursos, según lo permiten las medidas del óleo: 1.97 x 3.56 m. Siguiendo el relato histórico, aunque el asalto principal se lanzó sobre los fuertes, otra columna francesa se movió para amagar la ciudad por el lado sur, más vulnerable en opinión de los jefes conservadores mexicanos que servían a Lorencez. Zaragoza, que previó la maniobra, mandó situar las brigadas de Díaz, Álvarez y Lamadrid para cerrar el paso en el lugar conocido como Rancho Azcárate. El pintor escogió el momento en que el cuerpo francés es detenido y atacado por la brigada de Díaz. Los soldados franceses presentan combate haciendo un ángulo y aprovechando los surcos y las magueyeras a manera de caballos de frisa. Porfirio, a caballo, es como un punto en torno al cual se mueve la caballería mexicana y hasta podría decirse que la escena entera, si el pintor hubiera tenido mayor habilidad en el manejo de masas. Por el contrario, evocó sus años de paisajista con una gran perspectiva. En el fondo, bajo el cielo grisáceo, se recorta pardusca la ciudad de Puebla, destacando las torres de su catedral y de San Francisco. A la derecha se eleva un cerro, que puede ser el de los fuertes, pero no se advierte actividad alguna. O es una falla del pintor o es que quiso retratarlo por el lado contrario al que ascendieron los zuavos de Lorencez. No sería tan extraño, pues conocemos más pinturas en que el glorioso 5 de mayo se redujo —sabemos por qué— a la acción en Rancho Azcárate.20

Esta es la mejor obra, en su género, de Francisco de P. Mendoza. Tomando en consideración que sufrió alteraciones en alguna restauración, aún se puede apreciar una técnica más libre, una composición más integrada en lo esencial y sobre todo más dotada de movimiento. Sin embargo, el restaurador remarcó precisamente lo que es el defecto de la obra: la figura de Porfirio procurando atraer la atención. El caballo que parece que vuela como una mariposa por encima y fuera del campo de batalla, saliéndose de todos los planos, y su jinete que, ignorando el objetivo de la carga, se vuelve hacia el espectador para exhibirse como el héroe.21

En la Batalla de La Carbonera, terminada en 1910 con la pretensión de reverdecer otro de los laureles de Díaz, ya ni siquiera podemos hablar de que haya una batalla. Esta victoria fue obtenida por Porfirio el 18 de octubre de 1867, muy pocos días después de que ganara la de Miahuatlán. Mendoza, cuando recibió el encargo de pintarla, optó por seguir el parte oficial rendido por el mismo Díaz, en su calidad de jefe del Ejército de Oriente: "Nuestra artillería, colocada sobre el cerro de La Carbonera, respondió a ese tiro y se empeñó el fuego por ambas partes."22

En efecto, Porfirio está retratado en dicho cerro, cabalgando con otros oficiales de su Estado Mayor. Con cinco jinetes que hacen el grupo se pretendió representar una batalla, de la que no hay más indicios que los dos artilleros que cargan y disparan el cañón de campaña. Es visible el poco cuidado que el autor se tomó para pintar a estos anónimos soldados, en contraste con el que tuvo para retratar a Porfirio, hasta el detalle de la chocante barbilla que le acompañó durante toda la guerra de la Intervención. Esta fue la cuarta obra que realizó Mendoza sobre el mismo género, y sin embargo no se advierte ni cambio ni progreso, ni en la técnica, ni en la concepción del hecho histórico, ni en la calidad estética. Por el contrario, como si ahora estorbaran, en una pequeña superficie y en un plano muy lejano ubicó a las tropas republicanas, apenas insinuadas rompiendo las líneas imperialistas. Una acción valerosa del ejército mexicano menospreciada para abrir espacios a la adulación: tales son los riesgos de la obra de arte realizada bajo el encargo oficial. La suerte de seiscientos hombres que cayeron en esta batalla, heridos o prisioneros, importaba nada ante la banalidad del halago.23

Todavía en 1911 Mendoza pintó la entrada de Madero en Ciudad Juárez. Vuelve a ser, como en La Carbonera, un cuadro de acción floja, un retrato desganado y, más que la búsqueda de una obra de arte, la simple exposición de un hecho.

Fue un artista que osciló entre el paisaje, la pintura militar y el retrato; pero haría falta conocer mucho más de su obra para concluir un juicio bien fundado. En esta ocasión me he atrevido solamente a comentar sus cuadros porfiristas, pero podría adelantar que sí hubo algunas preferencias por el retrato, de acuerdo con los que publica Pérez de Salazar, incluyendo dos autorretratos, y una afirmación del mismo Mendoza, quien declaraba en una carta su predilección por un retrato —nunca se menciona de quién—, que había sido premiado en varios certámenes y que elogiaba y recomendaba para las galerías de la escuela. No tuvo suerte, porque la compra se condicionó a un dictamen de los profesores Mateo Herrera, Germán Gedovius y Saturnino Herrán, que fue negativo, porque éstos argüían que el sujeto retratado no era nadie notable en la historia de México, y que —lo cual resultó más aplastante para el pintor— "...como obra de arte no es personal, puesto que el autor se propuso seguir, con relativo éxito, la técnica empleada por un artista francés". Puedo suponer, a partir de este dictamen, que la Revolución mexicana, la gran guerra que ya caminaba sobre su segundo año, y la sacudida de las vanguardias artísticas exigían un arte que los artistas formados en el academicismo del xix no podían cumplir.

En docencia, su vida quedó también sujeta a muchos avatares. Desde su primer nombramiento, en 1899, parece haber sido contratado en la Escuela sólo para suplir las ausencias de otros profesores. Sólo su relación con el general Bernardo Reyes le permitió ingresar en San Carlos y probablemente el convertirse en el pintor de las glorias de Porfirio, pero ni siquiera estas circunstancias le procuraron una situación firme.24

La otra versión sobre la guerra contra la intervención francesa, que seleccioné para justificar el título de este artículo, es la de Constantino Escalante (1836-1868).

Dentro del siglo XIX, aparte de la producción culta de la Academia de San Carlos, surgió la serie de dibujantes que ilustraron la prensa y las revistas con el virtuosismo del lápiz litográfico. Un siglo en el que el periodismo fungió como instrumento de lucha de la oposición requirió del ingenio mordaz y rápido del caricaturista, por vocación más imbricado con las causas populares. Ingenio chispeante y mano rápida, virtuosismo y gracia en el dibujo, unidos a una identificación con ideología y posiciones avanzadas, caracterizan a estos artistas que, como Escalante, José María Villasana, Santiago Hernández y otros, en una línea que culminaría con Posada, constituyeron un arte de rebeldía, si no es que, hablando en hipérbole, de vanguardia.

Escalante, como los otros litógrafos, pudo haber asistido a la Academia sin seguir el largo aprendizaje del pintor o el escultor, sino confundiéndose entre esos centenares de muchachos que solamente acudían para adiestrarse en el dibujo —práctica inveterada en las academias— y ejercerlo en algún oficio o en las artes aplicadas, que en este rango precisamente se colocaba a la litografía, por mucho tiempo desterrada de la culta academia a las escuelas de artes y oficios.

Sus raíces y su contacto con las clases populares a las que retrató y sirvió, y en las cuales encontró la picardía y el amor a la patria, le hicieron simpatizante convencido del gobierno liberal. Hizo también pintura y una buena muestra es su Batalla del Molino del Rey que se conserva en el Museo Nacional de Historia. Pero prefirió la litografía porque ésta le permitió verter su inquieto ingenio en un público mayor que veía por centenares sus dibujos en La Orquesta y otros semanarios.

En 1862 empezó a publicarse por folletines o entregas el Álbum de la guerra, al que después terminaron por llamar Álbum de las glorias nacionales. Lo editó Iriarte y Compañía y sus ilustraciones se encargaron a Constantino Escalante. El contenido fue la guerra contra el Imperio, y de las batallas que Escalante litografió he seleccionado cuatro, para tener otro punto de vista en cuanto a la concepción de la obra, diferente a los óleos de Francisco de P. Mendoza.

La primera litografía ilustra un momento del asalto al fuerte de Guadalupe, el 5 de mayo de 1862. El artista escogió el instante más dramático de la batalla, el punto en que culminaba el esfuerzo francés en las troneras mismas de la fortificación. Dos veces el ejército invasor había intentado, temerariamente, alcanzar el muro defensivo del fuerte, y las dos veces fue barrido por la artillería mexicana, situada en excelente posición de tiro. El tercer intento, con más brío, venció la pendiente y alcanzó la muralla. Por un momento, parte de las tropas mexicanas se replegaron hasta la capilla, creyendo perdido el recinto; pero el resto resistió codo con codo con los servidores de la artillería. Es un último instante, captado por Escalante, en que toda la suerte de la batalla depende de un postrer impulso para romper ese terrible equilibrio entre atacantes y defensores. Los zuavos han entrado en el cuerpo a cuerpo sobre las almenas mismas, pero los tres cuerpos caídos insinúan ya el fracaso. El cuarto, que ha quedado solo y lucha a la bayoneta, constituye un caballeroso testimonio de la bizarría del ejército francés, reconocido por los mismos mexicanos.

Constantino dejó cuando menos otras dos litografías sobre el 5 de mayo, pero son más generales25 y descriptivas y carecen por lo tanto del patetismo que consiguió en la primera.

La misma concentración consiguió en la acción de Barranca Seca, batalla sostenida el 18 de mayo de 1862 en el camino a Orizaba, durante el repliegue de los derrotados cuerpos franceses. Nuevamente, de toda la batalla, Escalante dibujó sólo un grupo o un núcleo que puede tomarse como un símbolo. Un puñado de hombres, constitucionalistas y conservadores, se enfrascan en una lucha cuerpo a cuerpo que hace inútiles las armas de fuego. Es una lucha encarnizada en la que se disputan la posesión de una bandera que varias veces ha cambiado de manos. Los cuerpos de los caídos y los heridos empiezan a formar un montículo cuya cima es la bandera, muy desgarrada, y las manos crispadas que la pelean. Esa forma de monte o pirámide que da a su litografía permite a Escalante comprimir y condensar fuerzas y toda la desesperación de las tropas. Así es como un artista de talento puede sintetizar en una forma sencilla toda la violencia desatada en la guerra.

Los exploradores mexicanos hacen prisionero a un jefe francés en las inmediaciones de Orizaba es mi tercera litografía. Un grupo de lanceros encuentra un cuerpo francés y no pierde la oportunidad de capturar a su jefe. Aquí el artista no piensa tanto en la fuerza como en la rapidez del movimiento. Escalante conocía de maniobras militares y estuvo cerca del soldado de la Reforma; por eso visualizó muy claramente la maniobra clásica de los lanceros que evitan el choque directo y realizan un movimiento envolvente que aísla al jefe francés, quien ya se ve separado de su grupo, dentro de un cerco formado sutilmente por caballos y lanzas en rápido movimiento. Toda la sorpresa, la decisión y la velocidad de los jinetes mexicanos están sugeridas en la curva parabólica que traza en su carrera la caballería mexicana.

La cuarta litografía es Dispersión de las columnas francesas frente al fuerte de San Javier en Puebla. Si no conociera la procedencia, yo pensaría que contemplo una ilustración sobre la epopeya de Sabastopol en la guerra de Crimea (1854). Tales son la fuerza expresiva y la emotividad conseguidas por el artista. La acción sucedió el 17 de mayo de 1863, cuando finalmente la ciudad de Puebla fue conquistada. Los soldados franceses, experimentados y disciplinados, protegiéndose en las trincheras, avanzan sus paralelas para alcanzar la aproximación necesaria hasta la línea de la que habían de surgir para el supremo asalto. La fortaleza mexicana recibe los impactos de la artillería de Forey y responde al duelo. El nerviosismo del ejército francés contagia al espectador. El cielo tenebroso, la silueta del edificio semidestruido y el compás de espera de los franceses aguardando la orden de sus comandantes expresan mejor que los partes oficiales la tensión de la batalla. Cuánta acción y cuánta angustia contenidas en unos cuantos centímetros cuadrados de papel. Jean Adolphe Beauce, pintor que vino en la expedición francesa, llevó al óleo la misma escena contemplada bajo el mismo ángulo visual de Escalante. Beauce era pintor de batallas y casi pintor de corte, de notoria formación académica. ¡Pero qué contraste entre esta obra suya y la litografía de Escalante! Aquélla es una escena cuidadosamente estudiada, tranquila y descriptiva. La de Escalante es el patetismo, el hito histórico y la vivencia de la guerra.

La virtud de Constantino Escalante, dentro de las circunstancias que le imponía su trabajo de caricaturista, es haber abordado espontáneamente esta gráfica que se dinamiza y se vuelve vida. Porque Escalante sentía la tragedia de la guerra, en su sensibilidad volcada en amor a la patria. Para sus litografías escogió los momentos culminantes y dramáticos, y cada soldado que dibuja se vuelve grupo, tropa y masa, fundidos en una atmósfera en donde el dibujo meticuloso cede a las atmósferas fantasmales de nubes de polvo y pólvora que envuelven a los hombres y a las cosas.

Francisco de P. Mendoza es el pintor formado en la Academia que pinta por encargo y bajo un programa previo. Convertido por el azar en pintor de las glorias de Díaz, exalta a su patrocinador y recurre al hecho bélico solamente como un escenario o accesorio para caracterizar y contextualizar los hechos. Presenciamos la diferencia que hay entre el que pinta por encargo y el que lo hace como respuesta a un impulso espontáneo.

Finalmente, una última reflexión sobre lo que hemos llamado pintura militar o pintura de tema militar: como subgénero de la pintura de historia, siempre entraña y condensa una gran carga histórica. Aunque también los episodios militares se pueden deslizar bajo la pintura de retratos, como el que hizo Julio Ruelas al general Sóstenes Rocha.26 Lo importante, atendiendo a su valor estético, es diferenciar cuándo se pinta como un mero episodio y cuándo la obra se concibe con toda la energía y el dramatismo de una acción de masas, y no debemos pensar en que hablar de acción de masas implica traer multitudes al cuadro, o recurrir a composiciones abigarradas. Tenemos ejemplos de reducidos grupos capaces de conducir no sólo al patetismo, sino hasta al frenesí de la fuerza y de la lucha, como el grupo escultórico de Rude La partida de los voluntarios en el Arco del Triunfo de París, o la Batalla de Anghiari de Leonardo, recreada por Rubens, que no han necesitado teatralidades ni aglomeraciones para tocar la cuerda épica que induce al éxtasis de la batalla.

Constantino Escalante es un artista modesto, en el concierto universal del arte, constreñido por su ocupación de caricaturista y las discretas aspiraciones de la sociedad pequeño-burguesa en cuyo seno vivió. Pero tenía aquello que hizo falta a la plástica mexicana del siglo XIX: la inquietud, germen de toda rebelión, la identificación con sus temas y la pasión que funde al artista con su obra en una plena vivencia.

 

Notas

1. Heinrich Wölfflin, El arte clásico, Madrid, Alianza Forma, 1982, pp. 55-56.         [ Links ]

2. Javier Pérez de Salazar y Solana, José María Velasco y sus contemporáneos, México, Perpal, 1982, p. 125.         [ Links ]

3. Clementina Díaz y de Ovando, El perdón de los belgas o El canje de los prisioneros belgas de Francisco de Paula Mendoza, en XI Coloquio Internacional de Historia del arte. Historia, leyendas y mitos, su expresión en el arte, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1988, pp. 288-310.         [ Links ]

4. Archivo de la Antigua Academia de San Carlos, documento 8059.

5. Ibidem, documento 8293.

6. Ibidem, documento 8246.

7. Ibidem, documento 11159.

8. Ibidem, documento 8123.

9. Ibidem, documento 8848.

10. Véase Ida Rodríguez Prampolini, La crítica de arte en México en el siglo XX México, UNAM, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1964, t. III, p. 319.         [ Links ]

11. Archivo de la Antigua Academia... documento 8848.

12. Ibidem, documento 9358-9.

13. Ibidem, documento 9042.

14. Javier Pérez de Salazar, op. cit., p. 126.

15. Vid. Eduardo Báez, La pintura militar en México en el siglo XX, México, Secretaría de la Defensa Nacional, 1992.         [ Links ]

16. Archivo de la Antigua Academia... documento 9875.

17. Ibidem, documento 9900-82.

18. Báez, op. cit.

19. Manuel Santibáñez, Reseña histórica del cuerpo de Ejército de Oriente, México, Tipografía de la Oficina Impresora del Timbre, 1892, vol. 2, p. 658.         [ Links ]

20. Vid. Báez, op. cit.

21. Una placa, en el Museo del Ejército, indica que esta pintura representa la batalla del 2 de abril de 1867, pero es evidente que se trata del 5 de mayo de 1862, por varias razones, aunque bastaría una para corroborarlo: la del 2 de abril se libró dentro de la ciudad, calle por calle y barricada por barricada, como la pintaron Prieto y el mismo Mendoza en 1904.

22. Santibáñez, op. cit., vol. 2, p. 379.

23. Bertolt Brecht, en sus Historias de almanaque, plantea un diálogo entre un preceptor grandilocuente y un sencillo obrero al que instruye en cosas de historia. "Alejandro el Grande conquistó la India", afirma el primero, a lo que el obrero responde con tranquilidad: "¿El solo? ¿No llevaba siquiera un mozo que sujetara las riendas de su caballo?"

24. En diciembre de 1895, en cuanto regresó de Europa, solicitó la plaza de profesor suplente de dibujo de figura tomado de la estampa, para suplir a José Guadalupe Montenegro, pero parece que no se la otorgaron porque los años siguientes los pasó en Saltillo (Archivo de la Antigua Academia... documento 8471). En agosto de 1899 fue nombrado profesor interino de Acuarela. (AAASC... documento 9131). En 1902 se hizo cargo de la corrección en dibujo del yeso (AAASC... documento 9456). Desempeñó otras clases como figuras geométricas, dibujo de imitación y dibujo elemental. El 30 de marzo de 1915 fue cesado por orden del presidente de la Soberana Convención Revolucionaria, pero el 8 de septiembre siguiente recuperó su clase por nombramiento que le otorgó Venustiano Carranza. Este mismo jefe lo nombró conservador de las galerías de grabado, el 18 de marzo de 1916, pero abruptamente lo destituyó el 1o de noviembre del mismo año "...con objeto de procurar economías indispensables para el nivelamiento de la Hacienda Pública".

25. Vid. Báez, op. cit., pp. 106, 119.

26. Hoy en la Secretaría de la Defensa Nacional.

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