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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.23 no.78 Ciudad de México Mar./Mai. 2001

 

Homenaje

 

Una conversación pública

 

Mina Ramírez Montes

 

Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM

 

Xavier, hace veintiún años que nos encontramos por primera vez. Asistimos a una junta del Instituto de Investigaciones Estéticas, a la que fuimos convocados todos los académicos. Me dio tanto gusto ver reunidas a las personalidades del mundo de la historia del arte. A la mayoría las conocía de nombre porque había leído algo salido de sus plumas, me fijé en ellas como se fija una en los compañeros de escuela que están en los grados superiores. Al terminar te presentaste conmigo en el elevador, con la caballerosidad que siempre te caracterizó. Soy Xavier Moyssén, dijiste, y usted ¿cómo se llama?, la he visto por aquí. Te referías a los pasillos del 6° piso de la Torre de Humanidades I, donde ambos teníamos nuestro cubículo. De inmediato te di mis generales, sin dejar de mencionar mi actividad en Estéticas. Así comenzó nuestra amistad, así fue como me impulsaste en el arte virreinal y me acercaste al arte contemporáneo aunque, valga decirlo, no pasé de los grandes muralistas mexicanos, pero los conocí contigo, con tus explicaciones en una de las aulas del posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras. Llegabas antes de la hora fijada para la clase y, cuando terminabas de escribir en el pizarrón la bibliografía del tema, te paseabas por el corredor en espera de los alumnos. Nunca fuimos más de diez, por lo que aprendimos mucho, ya que en el tiempo de la clase todos podíamos expresarnos y hacer preguntas. Después de hablar del artista, nunca faltaron las diapositivas de sus obras. Siempre leías con cuidado y atención los trabajos de tus discípulos, y ponías notas en ellos, que eran discutidas después con cada uno.

Un día me contaste que, antes de ingresar a la Universidad Nacional Autónoma de México, fuiste miembro de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro; curiosamente, estuviste como gerente de la sucursal de Polanco donde pagaba mi recibo. Como yo también tuve cercanía con esa Compañía, decidí estudiar, para uno de los trabajos del curso, el mural de Siqueiros del Sindicato Mexicano de Electricistas.

En otra ocasión me tocó ir a Guadalajara y encontré en el Museo Regional las pinturas de José Luis Figueroa, compañero de Siqueiros en Jalisco. Recordé entonces que nos habías hablado de su vida y de sus obras y que habías mencionado que ese pintor prometía mucho, que su estilo parecía adelantarse a su época y que, tal vez la política lo alejó del arte. Estando en el museo y al ver su autorretrato de juventud, reconocí algunos rasgos de su fisonomía y me di cuenta de que yo había tenido una gran cercanía con ese artista, porque él fue director de la escuela secundaria donde comencé a dar clases de historia. Juntos lo fuimos a entrevistar; aún dirigía aquel plantel educativo de Iztapalapa, a pesar de sus 85 o 90 años. Nos atendió con mucho gusto, se sintió muy halagado y recordó algo de sus tiempos. Después... me fui a España, interrumpí los cursos de maestría y fue entonces cuando me pediste que practicara la comunicación epistolar, lo cual haría que mi pluma se soltase, que viera mucho arte, que educara mi vista en aquel país que por donde mires lo encuentras. Radiqué en Sevilla para investigar en el Archivo de Indias. Un día, comprendí lo que era la integración plástica de la que tú hablabas en clase, al conocer el interior del templo del Hospital de la Caridad, donde la arquitectura, la escultura y la pintura armonizan espléndidamente. En mis cartas te hablaba de los impactos que recibía mi retina al admirar los monumentos y de la emoción que me producía el quehacer archivístico. Recuerdo que te sentí entusiasmado cuando te contaba de los documentos que iba encontrando de las catedrales de Michoacán, de la segunda en Pátzcuaro y de la tercera en Valladolid. Entonces supe que eras vallisoletano. Me enviabas bibliografía que leía en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos o en el Laboratorio de Arte. También debo reclamarte porque escribías poco y porque estuviste a punto de lograr que yo me desanimara. A mi regreso me encaminaste en la tesis de maestría, fuiste mi director espontáneo, y yo me dejé conducir. Tan rápido la terminé, que en un año y medio ya había obtenido mi título y el texto íntegro, prologado por ti, se convirtió en el libro La catedral de Vasco de Quiroga.

Como editor que fuiste de la revista Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, me invitaste a colaborar en ella; recuerdo bien los dolores de cabeza que sufrí con mi primer artículo, pues eras muy duro y no aceptabas cualquier cosa. ¡Me alegro!, ya que eso nos sirvió a todos. El segundo artículo fue más fácil y el tercero más todavía, hasta que llegamos a Anales número 60, y tú, cansado y un tanto desanimado, renunciaste a la coordinación de la revista. La verdad es que muchos te extrañamos; pero, claro, todos los capítulos se cierran, todas las épocas terminan, y todo cambia, para bien o para mal, y a cualquiera nos cuesta trabajo aceptarlo. La fuerza de la costumbre es poderosa, tan poderosa, que hoy no puedo acostumbrarme a ir al segundo piso y no encontrarte, a no verte más por los pasillos del Instituto, a resignarme a que hoy sólo me quedan tu ejemplo y tus enseñanzas. Gracias, Xavier, por conducirnos a muchos por este sendero; a veces tropezamos, pero tu luz es un faro que nos ayuda a rectificar, para proseguir luego por el camino de la historia y del arte.

Gracias a ustedes por leer esta última conversación.

Ciudad de México, a 5 de septiembre de 2001.

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