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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.22 no.77 Ciudad de México Set./Dez. 2000

 

Artículos

 

La china mexicana, mejor conocida como china poblana*

 

María del Carmen Vázquez Mantecón

 

Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM

 

Resumen

Carmen Vázquez habla sobre un tipo de mujer que se hizo popular a mediados del siglo XIX en la ciudad de México. Con una forma de vestir muy llamativa y una conducta desenvuelta, la "china" se convirtió en el foco de atracción de los hombres de todas las clases sociales, e incluso llamó la atención de los extranjeros más encopetados que conocieron el país. Lo más probable es que el nombre de "china" proviniera de su pronunciado origen mestizo y no de algún nexo con las culturas orientales. Producto, pues, del mestizaje entre los tres grandes grupos étnicos que conformaron la actual población mexicana (indios, españoles y negros africanos), esta mujer era económicamente independiente y gozaba de una autonomía que se reflejó en sus actitudes sociales y, de manera especial, en su forma de concebir las relaciones sentimentales.

Sin ninguna relación con la mítica Catarina de San Juan, traída de Asia en el siglo XVII y casada en Puebla con un esclavo chino, estas "chinas" decimonónicas fueron pronto conocidas como "chinas poblanas", al parecer debido a una desviación lingüística y al recuerdo histórico de aquella china que murió en Puebla en olor de santidad.

La autora de este artículo busca lo mismo en la etimología que en el folklore, lo mismo en la literatura que en la crónica, para documentar esta curiosa relación que hizo el imaginario popular del siglo XX entre un tipo de mujer ligera muy exitoso y aquella mujer oriental que por su vida extraña inició el camino de la beatificación religiosa en la Puebla del siglo XVII.

 

Abstract

Carmen Vázquez discusses a female stereotype that became popular in Mexico City during the mid XIX century. Known for their characteristic attire and uninhibited conduct, the "Chinas" became a center of attraction for men of all social classes, even catching the eye of the haughtiest foreigners visiting Mexico at that time. It seems likely that the name "China" was of Mestizo origin, rather than a link with Oriental cultures. This then, was the product of the racial blending of the three main ethnic groups comprising the Mexican population (indigenous, Spanish and African black groups). Economically independent, these women enjoyed a certain degree of autonomy as reflected by their social customs and, above all, by the way they conceived amorous relations.

Free from any association with the mythical Catarina de San Juan, who arrived from Asia in the XVII century as the wife of a Chinese slave, these XIX century "Chinas" were soon referred to as "Chinas Poblanas", apparently due to a degree of linguistic distortion and the historical memory of the famed China who died in Puebla wreathed in an air of sanctity.

The author of this article has conducted her search through etymology, folklore and literature to document the curious association generated by XX century popular imagination between these highly successful, yet frivolous women and an Oriental counterpart who paved the way for religious beatification in XVII century Puebla.

 

Introducción

Para tratar la historia de las chinas mexicanas es necesario acercarnos primero a un tiempo de transición, que no dejaba de ser antiguo régimen, pero que tampoco dejó de encaminarse a la modernidad. Heredó de los tres siglos de la época colonial la costumbre de que grupos minoritarios impusieran modelos de cómo debía ser la vida en sociedad. De su propio tiempo, el periodo de 1821 a 1855, seguía la moda de distinguir las razones del control, que podían ser por la salvación o la condena, por la moral pública o por la higiene. Se impuso más que nunca la urgencia de aplacar la sexualidad de la mujer sometiéndola al orden masculino, en lo que intervino el código religioso y el de la moral que ahora se autodenominaba "burguesa". La sociedad mexicana decimonónica destacó el valor de la honra sexual, es decir, la virginidad de las mujeres solteras y la fidelidad de las casadas, y en general la conveniencia de la reputación, haciendo énfasis en la buena conducta.1 El matrimonio era lo que permitía fundar la institución básica, la familia, que hacía descansar sobre las mujeres el honor de los hombres.

Los patrones de comportamiento y los ideales de belleza femenina de los criollos que gobernaron al país desde el confesionario, la ley o el poder tuvieron que adaptarse a una realidad social más compleja, representada por su mayoritario mestizaje étnico y cultural, producto de los amoríos de hombres y mujeres de tres ramas: indígena, española y africana, que fueron poblando el territorio a lo largo de su historia. En el México colonial y en la sociedad que fue su heredera inmediata en los primeros decenios del siglo XIX, sus habitantes en general no compartieron los valores de su poderosa elite.

Un ejemplo de esto son las chinas, personajes centrales de mi exposición. Se trata de un tipo de mestizas mexicanas que protagonizaron una urbana y peculiar forma de intercambio amoroso, que balanceó, junto con el matrimonio y la prostitución, la demanda sexual de los varones. Su presencia física y apogeo se dio entre 1840 y 1855 en la plenitud de los gobiernos criollos, en los que ellas se caracterizaron por tener poco apego a las convenciones impuestas. Aunque desaparecieron hacia la segunda mitad del siglo XIX, trascendieron en el imaginario mexicano, y desde entonces están presentes en el estereotipo de la china poblana, que ha llegado a convertirse en un símbolo de identidad,2 y que, según los dictados oficiales más nacionalistas, representa las gracias y virtudes de la mujer mexicana, asuntos a los que me referiré también en las páginas que siguen.

 

Las chinas o el amor por amor

Mathieu de Fossey coincidió, hacia 1857, con la opinión de Isidoro Löwenstern, quien una década antes percibió que en México había menos mujeres públicas que en las calles de París o en cualquier gran ciudad de Europa. Según el primero, esto era así por la "facilidad con la que se [obtenían] los favores de las mujeres y de las muchachas del pueblo". Agregó que ese tipo de mujeres no se veía en ciudades y villas pequeñas de Francia y en general del viejo continente, en las que "un hombre que no tuviera a su disposición una prostituta, pasaría largos años antes de poder satisfacer su pasión".3

Este autor aludió en su comentario a las mestizas que se conocían con el nombre de chinas. Joaquín García Icazbalceta contó que eran mujeres que no servían a nadie y que vivían con comodidad, porque se mantenían con su trabajo o gracias a un esposo o un amante. También recordó que las distinguía una forma característica de vestir, pero sobre todo un aire provocativo, airoso y desenfadado.4 Una descripción de la mujer que estaba detrás de la china fue la Cecilia de Los bandidos de Río Frío, novela de Manuel Payno que retrataba la sociedad al mediar el siglo, y en la que ella representaba a la mestiza que le gustaba su trabajo en un mercado, que era relativamente rica, que se trasladaba sin problemas entre Chalco y la ciudad de México, pero sobre todo que vivía sus amores con mucha libertad.5

El primero que en su tiempo describió el comportamiento sexual de la china fue el mismo Manuel Payno en 1843.6 Con su relato inauguró un estereotipo de china que tiene mucho que ver con su leyenda poética y con el costumbrismo de las elites, que perpetuaba a los tipos populares como salvaguarda ante los nuevos embates de la vida citadina. Sin embargo, al decir del bibliófilo Joaquín García Icazbalceta, esa opinión en general estaba muy cerca de algunas chinas que él llegó a conocer en sus mocedades.7

Payno definió a la china como la mujer de ojos ardientes y expresivos, cutis aceitunado, cabello negro y fino, pies pequeños, cintura flexible, formas redondas, esbeltas y torneadas, sin educación esmerada, muy limpia, que sabía leer, coser y cocinar al estilo del país, que zapateaba jarabes y otros sones en los fandangos, y podía repetir de memoria el Catecismo del padre Ripalda. Pensaba que era mujer celosa, aventurera, desinteresada y noble, y que toda su existencia era "de un amor que no variaba ni con el infortunio ni la prosperidad". Con respecto al honor y a la fidelidad, la china —escribió nuestro autor— no tenía ideas estrictas: era capaz de obtener la libertad de un esposo preso a cambio de sus favores. Por una chinase podía dejar de lado a una gran multitud de mujeres sin poesía y llenas de defectos físicos y morales a las que, según él, los "calaveras" llamaban "arañas".8 Al decir de Payno, desde los quince años, al darse cuenta del valor de sus atractivos, las chinas empezaban a usar el que llamó "traje nacional", y que le parecía "tan elegante, tan peculiar de México, tan lleno de gracia y de sal". Hablar de su ropa era nombrar el "cuerpo seductor", vestido primero por una enagua interior con encajes bordados de lana en las orillas que se llamaban "puntas enchiladas". Sobre esa enagua iba otra de castor (así se llamaba a una lana suave como el pelo de castor) o de seda, recamada de listones o de lentejuelas. En la parte de arriba, una camisa fina bordada de seda o chaquira, que dejaba ver parte de su cuello no siempre cubierto por su rebozo de seda, manejado, según él, "con mucho donaire". Aunque no tuviera muchos recursos, concluyó, no dejaba de llevar el zapato de seda y las enaguas bordadas.

Guillermo Prieto se refirió en varias ocasiones a las chinas. En su libro Memorias de mis tiempos dejó testimonio de sus camisas descotadas —para él jaulas mal aseguradas "que impedían el vuelo de sus tortolitas"— y del encaje que se detenía respetuoso al principiar "la soberana pantorrilla" y mostraba la piel de media pierna, incluida la de su pie pequeño, "breve —dijo—, como el suspiro". También señaló que en los colores de su traje dominaban el verde, el blanco y el encarnado, en la mezcla de las sedas, los algodones y el castor. Prieto transmitió la idea de que las chinas podían hacer que los hombres perdieran la posibilidad de su salvación.9

La china bailaba jarabes como "El dormido", pero también zapateaba otros sones del país, como "El periquillo" (que al decir de Guillermo Prieto "se adueñó de corazones y pantorrillas"), y especialmente de la época en que Santa Anna le ganó a Bustamante, los sones jarochos "El butaquito" y "La petenera". También se bailaban ritmos hispanos con cierta "chunga andaluza", y, además de "La petenera" y "La manta", eran de los más gustados "La cachuca" y "El gato". En este último privaba, concluye Prieto, el divertido lenguaje amoroso de doble sentido tan gustado por los mexicanos, como el verso que decía: "Mamá mía su gato me araña, con su cola peluda me asusta : digasté si será cosa justa, que se vaya atrevido a mi cama."10

El hispano Niceto de Zamacois dio su versión sobre el que llamó "adorador" de la china. Para él se trataba del ranchero vestido con calzoneras adornadas con tres docenas de botones de plata, jorongo vistoso, sombrero de ala ancha, y cigarro tras la oreja izquierda, imagen característica del mestizo rico en un día de fiesta. Ellas le parecían mujeres semejantes a las manolas de España, entre otras cosas por sus "ojos árabes".11 En contra de esta opinión y en favor de la mexicanidad de la china, contribuyó notablemente el escrito que sobre ellas publicó José María Rivera en ese mismo año, en un libro titulado Los mexicanos pintados por sí mismos.12 Caracterizar a los que se consideraban tipos populares y nacionales era una moda europea, que entraba a México con una obra similar, publicada primero en Francia hacia los años cuarenta y luego en España en 1851. En ésta la maja española —que por cierto también usaba la falda a media pierna— ocupaba el lugar que en México tenía la china, por su alegría, su incitación al amor y la permanencia de sus gustos y costumbres, a pesar de sus compromisos matrimoniales.13

Según Rivera, la china era una criatura linda y fresca que había salido del pueblo, aunque, apuntó, no se supiera muy bien "si las mujeres aztecas habían usado las puntas enchiladas o el rebozo calandrio". Consciente de que muchas mujeres que pertenecían a la "gente de bien" se ofenderían ante la exaltación de la china "plebeya", la presentó precisamente como un paradigma que se oponía a la hermosura de las que querían parecer inglesas, francesas o rusas. Con ellas quería confrontar el que llamó su "tipo nacional y predilecto". Estaba seguro de que frente a la china se amostazaban las que usaban corsé y bullarengue (suplementos de lana y algodón que también se llamaban postizos), que bebían whisky, bailaban polka, mazurca y usaban guantes y coloretes. En pocas palabras, la china le parecía un conjunto de tentaciones, capaz de hacerlo abandonar sus costumbres "pacíficas y circunspectas" por la soltura y el desembarazo de la que no conocía el corsé.14

En comparación con las mexicanas delicadas, lánguidas y románticas, la china no padecía jaquecas, convulsiones de nervios o desmayos, ni la aquejaban enfermedades morales ni de conveniencia. Según Rivera, un buen número de piezas de cristal que había recibido del cristalero era a cambio de una parte de sus atractivos femeninos. Escribió que hasta los encopetados iban mansitos a la puerta de la casa de las chinas. Notó también que ya por entonces (1855) empezaban a desaparecer, y que ya no se les veía tan abundantes como en otros tiempos en la plazuela de Pacheco, en el paseo de la Retama o en las canoas de Santa Anita. Para Rivera, la legítima china de castor con lentejuela y camisa mal encubridora que dejaba ver sus tentaciones entre rosarios, cruces y medallas, de índole bondadosa y excelente corazón, estaba a punto de ser un tipo que pertenecería a la historia.15

En general, las mestizas mexicanas también cautivaron a los extranjeros. Entre otros, el viajero alemán Brantz Mayer describió su cuerpo, su carácter y el que calificó como "andar de reina", aunque fueran —dijo— las mujeres más vulgares. Escribió que aunque tenían la cara llenita, nunca parecían demasiado gordas, y su vivacidad y entusiasmo siempre se veían moderados y atenuados delicadamente por la suavidad de sus ojos. El color oscuro de su tez le despertó algunos versos, y no le pasaron inadvertidos el uso seductor del abanico en sus manos enjoyadas ni sus ojos hechiceros, con los cuales, según él, ponían en juego una estrategia de graciosa coquetería "que más de una vez forzó a muchos corazones intrépidos a pedir merced".16

Para el francés Lucien Biart, que estudió medicina en Puebla hacia los años cincuenta del siglo XIX, las chinas, a quienes nombró "hijas ardientes del trópico", eran vivaces, alegres, cariñosas y muy limpias; su belleza seductora se realzaba con su traje. Llama la atención su descripción porque no estaba empeñado en convertirlas en un modelo nacional. Según él, sus blusas con bordados mexicanos empezaban a ser imitadas en Europa. Las señaló como mujeres jóvenes, robustas y bellas, de tez apiñonada y formas esbeltas y redondas. Dijo que su modo de caminar era como de "ondulaciones felinas", audaz, y subrayó su mirada provocadora y húmeda, y su chal de seda que cubría y descubría sus pechos "con ritmo voluptuoso". Pintó quizá lo más distintivo de la china al recordar que no era una mujer fácil, y que necesitaba amar a un hombre para entregarse a él.17 Fue el único que en su tiempo se refirió al origen del nombre de las chinas: recogió las ideas vigentes de que se llamaban así por su cabellera rizada —en México más comúnmente se le llamaba "pelo chino"—, y de que su nombre aludía al mestizaje no sólo indígena y español, sino también africano, asunto reflejado sin duda en el gusto de las chinas, que no sólo amaron a los mexicanos. En 1846 el angloamericano George Ruxton opinaba que las mexicanas preferían a los "güeros" (palabra con la que se designa a los rubios en México), así como las sajonas de su país favorecían a los morenos, aunque resaltó que muchas mexicanas compartían su gusto por los negros genuinos, según él "muy admirados por ellas".18

 

¿La china de Puebla?

Con respecto al origen de la ropa característica de la china, y a su fuerte presencia en otras regiones de México, incluida la capital, se discutió durante la época de su esplendor si había sido la ciudad de Puebla el lugar de su cuna. En los retratos que hizo Claudio Linati en 1828 de los trajes mexicanos más famosos, no la registró todavía. Fue hacia 1834 cuando el alemán Carl Nebel oyó decir que el vestido había sido diseñado en Puebla. En una de las primeras imágenes que dibujó de unas poblanas, las representó vestidas de castor con lentejuela; esto refleja sin duda una idea que predominó en todos los que desde el siglo XIX se ocuparon de desentrañar su origen.19 Payno, por ejemplo, era de la opinión de que a la verdadera china habría que buscarla en Puebla o en Guadalajara.

Hacia 1849, el mexicano Guillermo Prieto se interesó por "averiguar la existencia de esa graciosísima especie femenil" y por lo que llamó "el renombre de esa parte 'resaláa' de la invicta Puebla". Sin embargo, grande fue su desilusión, porque, según contó, se vio asimismo como aquel "francés de Cartagena que esperaba ver a todo el verbo español vestido de torero". Aunque buscaba en cada mujer poblana a una "china salerosa, con camisa descotada, breve cintura y zagalejo reluciente", no vio ninguna escena diferente a lo que se podía ver por entonces en la ciudad de México. Respecto al origen poblano de la china, llegó a la conclusión de que eran los viajeros "sesudos y gravedosos" los que buscaban circunloquios para averiguar su presencia en varias regiones de México.20

Sin embargo, la idea de que el traje era originario de Puebla se entrelazó en el siglo XX con el relato popular de la historia de una mujer oriental que por azares del destino fue llevada finalmente a esa región de México en el siglo XVII. Según Nicolás León, que escribió sobre ella en 1921, se llamaba Mirra,21 y había nacido en Delhi, región que se conocía en su tiempo como el Gran Mogol, y en la Nueva España fue vendida como esclava con el nombre cristiano de Catarina de San Juan, apelativo que le habían puesto los jesuitas en Filipinas. Apunta el mismo autor que en Puebla se casó con el "chino esclavo Domingo Juárez", de donde le vino a ella el sobrenombre de "La china".22 Al morir, se imprimió su vida y circuló por toda Puebla; como en ella se le atribuían supersticiones y falsos milagros, la Inquisición la recogió.23 Las distintas versiones sobre su vida se han elaborado a partir de tres escritos publicados poco después de su muerte.24 En uno de ellos se dijo que, aunque se había casado, conservó su virginidad porque dormía "con separación de lechos", y que a su muerte los poblanos la consideraron santa multiplicando sus retratos vestida como beata, los cuales también fueron prohibidos.25 Según Francisco de la Maza se trataba de una visionaria que fue la única que se atrevió a pedirle al Señor que no volviera a aparecérsele casi desnudo.26

Aunque durante la primera mitad del siglo XIX en dos ocasiones se mencionó a Catarina de San Juan en el Calendario de Cumplido para 1840 y en el Apéndice al diccionario universal de historia y geografía de Manuel Orozco y Berra de 1855 —que repitió textualmente al primero—, nunca la llamaron china poblana. Se referían entonces a la vida de esa mujer originaria de la India, que trascendió porque se decía que hacía obras piadosas, y porque fue enterrada en 1688 en medio de un cortejo de canónigos y prelados en la iglesia de la Compañía de Jesús.

Nicolás León se vio precisado a escribir su ensayo, al que consideraba también un "estudio etnográfico", porque desde fines del siglo XIX —posiblemente conocía los escritos del coronel poblano Antonio Carreón en su Historia de la ciudad de Puebla,27 y de Ramón Mena en Anales del Museo Nacional de México— Catarina de San Juan fue asociada con el uso del traje de china poblana. Mena agregó a la leyenda que ella "vestía de zangala de vivos colores durante los meses calurosos y templados".28 Para Nicolás León no había indicios que permitieran probar que la manera de vestir de Catarina de San Juan hubiera influido en el traje de las chinas de carne y hueso de la primera mitad del siglo XIX mexicano,29 que se le hacía más parecido al de las manolas españolas de esos tiempos, y negó que tuviera un origen en el modo de vestir de "las indias mexicanas antiguas". Apoyó su tesis después de revisar numerosos exvotos de los siglos XVII y XVIII en varias regiones de México, en los que no encontró el traje peculiar de las chinas que sí apareció retratado entre 1808 y 1868. Señaló por último que el traje de china se usaba en el Distrito Federal, en Puebla, en Guadalajara y en Oaxaca.30 Aunque muchos todavía piensan que a Catarina se debe el origen del traje, como Vito Alessio Robles, quien escribió que la esclava vestía de "camisa blanca con finos bordados, zagalejo de franela roja salpicada de brillantes lentejuelas y chancletas de seda verde",31 hay otras versiones que vinculan el traje de las chinas con la ropa de las salmantinas españolas,32 con la de las indígenas de la Chinantla oaxaqueña,33 con la de las lagarteranas (de Toledo) y, como se dijo repetidamente desde el siglo pasado, con la de la maja andaluza.34

Desde tiempos muy antiguos se acostumbraba el uso de abalorios, aljófares y chaquiras,35 tanto en el llamado Viejo Mundo, incluidos Asia y África, como en el Nuevo. Es posible que Catarina de San Juan también usara algún tipo de adornos en su vestido oriental, del que no quedó ninguna descripción. Una característica de las chinas mexicanas es que bordaban sus castores con muchas lentejuelas,36 planchitas de metal brillante que se pusieron de moda desde fines del siglo XVIII, y sobre todo a lo largo del XIX,37 como lo atestigua, entre otros, Francisco de Goya en El pelele, óleo de 1792. En éste representó a unas cortesanas jóvenes muy divertidas que jugaban a mantear un títere; en él relucen las pinceladas que, como puntos luminosos, adornan una de las faldas de las lúdicas muchachas. Me parece más cercana la influencia de la moda impuesta por algunas cortesanas españolas o criollas, con las que al fin las chinas compartían un cierto estilo de libertad en asuntos del corazón.

 

La reputación de las chinas

La moral de los mexicanos que se atribuían el control de las "buenas costumbres" criticó la libre conducción de la china, y de paso el uso oficial del vestido de poblana, aunque para algunos cronistas románticos se tratara ya de un traje nacional. El mismo Payno que sucumbió a los encantos de la china no pudo terminar su apología poética sin hacer un juicio. Ella era un tesoro de hermosura en el que predominaban las buenas cualidades, pero en donde, subrayó, las "malas" índoles se desarrollaban, como en el lépero, a causa de su educación descuidada.38

La censura también queda referida en el relato de Francis Erskine Inglis, mujer de origen escocés, que llegó a tierra mexicana como esposa del hispano Ángel Calderón de la Barca, primer embajador de España en México desde que el país había logrado su independencia en 1821.39 Contó en sus cartas que decidió vestir de "poblana" para un baile oficial en enero de 1840, y que la esposa de un general le obsequió para ello un traje muy lujoso. Dos señoras le ofrecieron los detalles necesarios de su uso y, junto con sus consejos, le transmitieron "la satisfacción" que generaba que hubiera decidido asistir al baile vestida de esa manera.

Sin embargo, el agrado no era compartido por los más moralistas. Además, el asunto se mezcló con la política y con la imagen que los mexicanos querían dar a España sobre sus costumbres. A la misma casa de los embajadores se presentaron tres ministros de Estado, Almonte, Diez Canedo y Gonzaga Cuevas, para pedirle que desechara la idea de asistir con ese traje porque, le dijeron, las chinaseran femmes de rien, que "no usaban medias". La dignidad de la esposa de un ministro español, concluyeron, impedía que se pusiese ese traje ni aun una sola noche. En una esquela reservada, un hombre mayor apellidado Arnaíz, que ella definió con ironía como una persona "que disfrutaba el privilegio de meterse en todo lo que le daba la gana", insistió en que el traje era el de "una mujer de reputación poco envidiable". Muchas señoras principales de la ciudad se sumaron a esta petición, agregando que no era recomendable "en una solemnidad pública".

Como escribió Antonio Saborit, "la ciudad, abriga[ba] los fingimientos de su alta sociedad".40 Aunque en el discurso político criollo de la época del afrancesado presidente Anastasio Bustamante la reputación de las que portaban el traje de "poblana" quedó en entredicho, la realidad hubo de contradecirlos. El traje seguía siendo muy gustado, incluso por las "señoras de alto rango" en sus fiestas campestres. La misma esposa de Calderón de la Barca dio cuenta de que una de sus mejores amigas, la señora Adalid, vistió un costoso vestido de "poblana" en un festejo privado. El conjunto agradó mucho a la cronista, quien anotó que su amiga se veía muy bonita, y concluyó que el atuendo "si bien no era a propósito para un baile en la capital, no despertaba objeciones en el campo".

Desde 1854 el francés Ernest de Vigneaux notó que, en general, cada vez eran más las mujeres mexicanas que usaban el vestido de seda y el zapato de raso al estilo europeo.41 Hacia 1873 un cronista poblano sugirió que la desaparición de las chinas y de su traje se debió a la instalación de las grandes fábricas textiles, que desmantelaron a las antiguas empresas familiares de tejedores productoras de los castores, las bandas, los listones, los rebozos, las camisas de algodón y las chinelas de raso.42 Según García Icazbalceta, hacia 1899 habían desaparecido "el traje y los modales que lo distinguían". Las crónicas no dieron cuenta del paradero de sus portadoras.

Guillermo Prieto, hacia 1870, rememoró que las chinas alborotaban las conciencias en los días santos de la Semana Mayor, y en relación con la enagua dijo que "las más características eran las de castor rojo con picos verdes y salpicadas de brillantes lentejuelas de plata".43 El mencionar por primera vez los "picos verdes" o forma de zigzag con que se adornaban las faldas se mezcló en la imaginación de muchos mexicanos con el dicho "andar de picos pardos", heredado de Francia a través de la lengua española.44 Aunque en un principio significaba "bribonear", "perder el tiempo", para la segunda mitad del siglo XIX se asociaba también con los goces del sexo ilegítimo. Al analizar una litografía de Carl Nebel que representa a varias chinas, el crítico de arte Justino Fernández interpretó que la terminación del encaje de las enaguas en puntas era el vestido de las "mujeres alegres que usaban trajes de picos", y de donde, según él, "venía el dicho de andar de picos pardos".45

El Refranero popular mexicano, valga la redundancia, mexicanizó también la expresión, y la sintetizó con el uso del traje de picos. Para los lectores de sus páginas, "andar de picos pardos" era ir de parranda con mujeres casquivanas; aprendieron además que el dicho provenía de la orden de un presidente municipal de la ciudad de Puebla que obligó a todas las mujeres de la vida galante a llevar en la parte inferior de la falda "unos picos de color pardusco".46 Estas versiones se repiten constantemente en los que reproducen todavía la historia de las chinaso la de su traje. Picos verdes y puntas enchiladas se mezclaron con los andares y vestidos de picos pardos, y la memoria histórica de la china a partir de su ausencia ya no pudo disociarse del mundo de las meretrices.47

Gracias a las chinas, la sexualidad durante la primera mitad del siglo XIX fue más allá del binomio matrimonio-prostitución. Ellas se convirtieron en una especie de heroínas populares del nacionalismo criollo, y se hizo su apología aunque la doble moral censurara su comportamiento. El costumbrismo retrataba a grupos sociales que de verdad existían, pero inauguraba al mismo tiempo con su recreación literaria la construcción de modelos ideales que, de alguna manera, sirvieron para fortalecer desde entonces el imaginario nacionalista y unificador.

La memoria de la china siguió presente en las crónicas liberales de la segunda mitad del siglo XIX, época en la que se resaltaron los avatares del burdel, las historias de amor y de infortunio de las mujeres públicas, así como la posibilidad de la redención de su pecado. Las chinas desaparecieron de la sociedad mexicana al mismo tiempo que la prostitución se institucionalizaba con reglamentos, políticas sanitarias y permisiones, y el romanticismo tardío convertía ahora a la prostituta en la heroína de sus relatos. Con la china se produjo un proceso curioso: la "impúdica" también tendría una imagen salvadora. Al tiempo que se asoció su comportamiento con el de las mujeres públicas, otros ensalzaron su vestido como el traje nacional por excelencia, y a su portadora como un dechado de los valores de la mujer mexicana. García Icazbalceta dio cuenta de que para fines del siglo XIX ya estaba perpetuada en estampas y en figuras de cera o de barro, y que, desde la segunda mitad de dicho siglo, aparecía en la escena artística como china poblana, representante del jarabe tapatío48 que fue considerado baile nacional, a pesar de la gran variedad de otros sones muy del aprecio de los mexicanos.

 

La mexicanidad o la salvación de la china

La exaltación nacionalista de la china en el siglo XX, concretamente entre 1920 y 1940, no cuestiona la leyenda de que eran poblanas. Cuenta con el antecedente de que, ya durante la segunda mitad del siglo XIX, se le consideraba representante de la mexicanidad, y abre sus páginas hacia 1919, con el privilegio que los amantes de la danza clásica tuvieron, de haber visto a la famosa Ana Pávlova legitimar en baile de puntas un jarabe tapatío vestida como china poblana.49 La china se convertiría a partir de entonces en un símbolo de identidad femenina, al encarnar a la idealizada mujer del charro posrevolucionario, con el que baila un eterno jarabe tapatío.50 Como dice Tania Carreño, la china poblana ha ocupado junto a su charro el "lugar común pero a la vez privilegiado del carácter de lo mexicano".51 En la década de los treinta, cuando la figura del charro llegó a su momento de mayor gloria, la china aparecía abundantemente en distintos discursos, pero, en segundo lugar, como mera acompañante del prototipo de la masculinidad mexicana, viril y cumplidora.

Sin embargo, es posible registrar que el origen de su traje siguió preocupando a algunos que escribieron sus distintas opiniones en los años veinte y treinta,52 y también en las dos décadas que siguieron, hasta culminar en 1950 con la más completa bibliografía sobre la china poblana y sobre Catarina de San Juan elaborada por Rafael Carrasco Puente.53 En los años cuarenta, en la escenificación, la composición musical, los poemas, las leyendas, las reediciones a propósito de la polémica sobre su vestido,54 y en la película que se llamó China poblana, protagonizada por la actriz mexicana María Félix, fue reivindicada la china por ella misma, dignificación en la que curiosamente no hubo charros.

Es interesante detenernos en el filme que se estrenó el 12 de abril de 1944 y estuvo dos semanas en la cartelera del cine Lindavista.55 No se puede encontrar ahora una copia en los acervos de las filmotecas, pero registró su paso una crítica periodística que no fue muy favorable, y una portada de Revista de Revistas de ese año que ofreció el retrato de la Félix vestida como las chinas de la primera mitad del siglo XIX. Se trata de una síntesis de las distintas versiones que alimentaron el imaginario mexicano durante los siglos XIX y XX sobre la china poblana y sobre Catarina de San Juan, y, a partir de esta última centuria, de la identificación de ambas.

Conocemos algunos datos del guión a partir de las investigaciones de Emilio García Riera,56 quien dio cuenta de que el de la china no era el único traje que la actriz usaba, pues compartía el papel estelar con el de la mujer del primer embajador español en México, nombrada en la película "Marquesa", durante aquel episodio de su vida en enero de 1840, cuando quería asistir a un baile oficial vestida como poblana. Aunque la esposa de Calderón no fue Marquesa hasta el año de 1876, esto no importó en la historia necesitada de títulos de nobleza para calar más hondo en el sentimiento popular. Con las dudas de la "aristócrata" sobre cómo vestirse para la fiesta empezaba la cinta, lo que daba pie a que se recordara la ideología de los más conservadores que, durante el siglo XIX, rechazaron el traje de las chinas por considerarlas "mujeres de nada", y al mismo tiempo el imaginario que las asociaba con las prostitutas desde fines del siglo XIX y a lo largo del XX. Afortunadamente, ella se permitía dudar de las críticas porque oyó la historia de Catarina de San Juan, quien protagonizó un tórrido pero breve romance —aunque en realidad Catarina odiaba y temía el sexo—,57 y terminó sus días en éxtasis en un convento en el que murió en olor de santidad vestida de monja. Con este argumento renovaban la vieja idea de la sociedad masculina de que la mujer era "santa" o "puta", en una permanente ola que iba y venía de la degradación a la sacralización porque incitaba al pecado y a la condena, pero tenía también la posibilidad de la salvación en el amor y la caridad. Después de imaginar a Catarina, la "Marquesa" aparecía en el baile en traje de china, desafiante de los prejuicios morales contra ellas. Recordaba que las historias de santas-enamoradas-vestidas-como-meretrices seguían presentes en el gusto de los creadores de estereotipos y en sus públicos, pero también que era posible el equilibrio entre los polos, del que habla por sí sola la historia de las chinas mexicanas.

 

Epílogo

García Icazbalceta sugirió que el vocablo "china" era de origen americano, más precisamente quechua, con el que en el México antiguo se nombraba a las niñas y a las muchachas. Esto se ha aceptado generalmente, aunque persiste la duda respecto del paso de esa lengua al Valle del Anáhuac o a otras regiones más al sur. Lo que sí se puede documentar es que en el siglo XVI, en casi todos los países del continente, los españoles designaban con esa palabra primero a las mujeres indígenas, y luego a las mestizas que contrataban como criadas o mancebas. Las fuentes indican también para la época colonial que el vocablo chino o china se aplicaba al hijo de negro e india en la ciudad de Puebla, y que, en los siglos XVII y XVIII, decir mulato o chino era decir lo mismo.58.

En cuanto a la herencia indígena que podrían tener las chinas, es posible establecer algún lazo con los pormenores de la vida amorosa del México prehispánico. Roberto Moreno de los Arcos escribió sobre las "ahuianime o alegradoras" en un documentado trabajo en el que destacó el hecho de que había tantas palabras para definir a la "mujer deshonesta" como a la "carnal y lujuriosa" o a las que llamaron "prostitutas honestas",59 y, tal vez, las segundas podrían tener algo que ver en la memoria de una parte de la historia familiar y social de las chinas. Tampoco descarto la posibilidad de que su traje contara con algunos elementos del mundo indígena colonial mexicano, como la camisa de algodón y las llamadas puntas enchiladas o enaguas bordadas, como puede apreciarse en una litografía sobre el modo de vestir de una mujer indígena durante la primera mitad del siglo XIX.60

Del mundo español, las chinas heredaban el sentir de los que se acogían al "remedio de los desesperados de España de pasar a las Indias", al decir de Miguel de Cervantes en "El celoso extremeño", donde según él las nuevas tierras eran además "añagaza de mujeres libres".61 Se acercaban también a lo hispano, con sus rasgos muy similares a los de las majas y manolas de Andalucía y Madrid, que florecieron por los mismos tiempos que las chinas.62 Para los hombres españoles, los cabellos de las mujeres morenas suscitaban enamoramiento, sobre todo si eran rizados,63 y no eran otros los cabellos de las chinas.

Durante la primera mitad del siglo XIX, una de las clasificaciones llamadas "eruditas" elaborada para designar a las múltiples "castas" producto del variadísimo mestizaje mexicano decía que el chino surgía de la relación de la española con el morisco, siendo éste, a su vez, el que nacía de los amores de mulatas con españoles.64 La hipersensualidad de las mujeres negras era un asunto abundantemente tratado en todo tipo de fuentes tanto españolas como americanas, y es una herencia también en la manera de ser de las chinas. Los hombres y mujeres hispanos no adquirieron en América la costumbre de mezclarse con africanos y africanas. La sociedad española del siglo XVI, sobre todo la andaluza, también contó con un fuerte grupo negro que se fue mezclando al pasar el tiempo.65 La china mestiza que floreció en México entre 1840 y 1855 superponía en el imaginario del país el mundo amoroso de sus ramas indígena, española y africana, pero, al mismo tiempo, el del español y negro propio de la España que conquistó y repobló al "nuevo continente".

La notoria africanidad de las chinas mexicanas fue un rasgo compartido con otras chinas de América a lo largo del siglo XIX. En Uruguay y en Argentina, por ejemplo, eran las mujeres de los gauchos. Según Fernando Assunçao, desde los tiempos heroicos de las patriadas del gauchaje seguían a los soldados como miliqueras o cuarteleras.66 Aunque este autor dijo que la china de la toldería era "india pura, harapienta y hedionda",67 nuevas investigaciones han demostrado que entre las chinas cuarteleras había criollas, algunas indias, pero sobre todo muchas morochas, zambas, negras, y de "infinitas variaciones étnicas, que surgieron de la convivencia y la mestización" de los indígenas con los europeos y los africanos en Argentina y Uruguay a partir del siglo XVI. En la época del dictador argentino Rosas, contemporáneo por cierto del mexicano López de Santa Anna, los descendientes de más fuerte presencia negra formaban parte de las tropas oficiales.68 Su china les era fiel; los seguía de cuartel en cuartel; de guerra en guerra, en las buenas y en las malas; eran sus esposas, amantes, novias, parejas estables o momentáneas, y a sus cuartos iban los soldados y en general los hombres solos de las pampas a buscar compañía. Como las chinas mexicanas, las argentinas y uruguayas se caracterizaron por favorecer en sus reuniones la música y el baile.69

Las chinas de México han trascendido a su propia historia. El gusto por perpetuar su imagen desde la segunda mitad del siglo XIX está fuertemente emparentado con su mundo amoroso y con su leyenda forjada desde el primer escrito de 1843 sobre ellas. Aunque en nuestros tiempos se ha olvidado su origen, la ideología oficial se apropió de su figura, porque reconocía y sigue reconociendo el gusto natural por ellas manifiesto en las niñas que la encarnan en bailables, de las que queda el recuerdo con la indispensable pose en un estudio fotográfico. También por el hecho de ser representantes de las tres ramas más importantes del mestizaje mexicano, y porque siempre han sido bailadoras de jarabes. Finalmente porque en su ropa llevan los tres colores de la bandera mexicana: el verde, el blanco y el rojo, en atuendos en los que suele ondear desde fines del siglo XIX el águila nacional bordada con lentejuelas, entre picos verdes y puntas enchiladas. La china ha perdurado, asimismo, por decidirse que era la compañera imaginaria del charro. Pero más allá de los "machotes" con los que se ha asociado, vale la pena recordar a aquellas de las que escribió Guillermo Prieto que "alegraban las almas y sostenían la bandera de la tradición apasionada".70 Asuntos que no suenan nada mal en la inquietante pregunta sobre los fundamentos de la identidad, que para el género femenino tiene en las chinas una parte muy lúdica. Sin duda, ella aporta otros valores a un estereotipo nacionalista que, a pesar de serlo, se resiste a morir en la cultura popular de los mexicanos.

 

Notas

* Una parte de este trabajo fue presentada como ponencia en el IX Congreso Internacional de Historia de América: Extremadura y América, pasado, presente y futuro, en la mesa dedicada a las mujeres. El congreso se llevó a cabo en las ciudades extremeñas de Badajoz, Jerez de los Caballeros y Zafra del 25 al 29 de septiembre de 2000. Esa primera versión siguió creciendo hasta llegar a la que ofrezco ahora. Agradezco al doctor Sergio Ortega Noriega sus valiosos comentarios a este texto, y a Cecilia Gutiérrez Arriola y a Maricela González por haber tomado las fotografías que lo acompañan.

1. Julia Tuñón, El álbum de la mujer, 1821-1880, vol. 3, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1991, p. 22.         [ Links ]

2. Para conocer lo que sucede entre 1920 y 1940 con la china en tanto símbolo de mexicanidad, véase Ricardo Pérez Monfort, "Indigenismo, americanismo y panamericanismo en la cultura popular mexicana de 1920 a 1940", en Cultura e identidad nacional, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 348-349;         [ Links ] y del mismo autor, Juntos y medio revueltos. La ciudad de México durante el sexenio del general Cárdenas y otros ensayos, México, Universidad Obrera y Socialista, 2000, pp. 53-79 y 165-167.         [ Links ] También es importante en este sentido el trabajo de Aurelio de los Reyes, "El nacionalismo en el cine, 1920-1930. Búsqueda de una nueva simbología", en IX Coloquio Internacional de Historia del Arte. El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1986, pp. 271-292.         [ Links ]

3. Mathieu de Fossey, Le Mexique, París, Henri Plon Editeur, 1857, p. 550.         [ Links ]

4. Joaquín García Icazbalceta, Vocabulario de mexicanismos, México, Tipografía y Litografía La Europea, 1899.         [ Links ] Véase china.

5. Manuel Payno, Los bandidos de Río Frío, México, Porrúa, 1945.         [ Links ]

6. Payno, "Viaje a Veracruz", en El Museo Mexicano, México, 1844, t. III, pp. 233-235.         [ Links ]

7. Sin embargo, García Icazbalceta no estaba de acuerdo con que Payno les asignara como compañero al "lépero sucio y malhechor".

8. "Araña" era según García Cubas una manera de nombrar a las meretrices. Véase El libro de mis recuerdos, México, Imprenta de Arturo García Cubas, 1904.         [ Links ] Cito aquí la edición de México, Patria, 1950, p. 440.

9. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, 1828-1840, México, Porrúa, 1985, p. 127.         [ Links ]

10. Ibidem, pp. 151-153 y 191.

11. Niceto de Zamacois, "Mercado de Iturbide, antigua plaza de San Juan", en México y sus alrededores, México, Decaen, 1855-1856, p. 31.         [ Links ]

12. José María Rivera, "La china", en Los mexicanos pintados por sí mismos, México, Símbolo, 1946, edición facsimilar de: México, Imprenta de M. Murguía y Compañía, 1854.         [ Links ] Lleva este año cuando la obra en realidad se concluyó en 1855.

13. Los españoles pintados por sí mismos, Madrid, Gaspar y Roig Editores, 1851, p. 216.         [ Links ]

14. El no usar corsé es una característica que en general se atribuye a las mestizas mexicanas. Rivera apunta que si la china viera un corsé, pensaría que era un instrumento para "el martirio de santa Úrsula y sus once mil vírgenes".

15. Ibidem, pp. 90-99.

16. Brantz Mayer, México, lo que fue y lo que es, México, Fondo de Cultura Económica, 1953 [1a. edición: 1844], pp. 77-79.         [ Links ] Mayer vino a México en calidad de secretario de la legación norteamericana el 12 de noviembre de 1841, y estuvo aquí un año.

17. Lucien Biart, La tierra templada, escenas de la vida mexicana 1846-1855, México, Jus, 1959, pp. 250-251.         [ Links ]

18. George Ruxton, Aventuras en México, México, El Caballito, 1974, 245 pp., p. 63.         [ Links ] Ruxton vino a México en 1846. La primera edición de su libro, en inglés, data de 1847. Era miembro de la Royal Geographical Society y de la Ethnological Society.

19. Carl Nebel, Viaje pintoresco y arqueológico sobre la parte más interesante de la República Mexicana en los años transcurridos desde 1829 hasta 1834, prólogo de Justino Fernández, México, Porrúa, 1963.         [ Links ] La primera edición de esta obra data de 1835.

20. Guillermo Prieto, "Ocho días en Puebla", en El Siglo Diez y Nueve, 22 de julio de 1849.         [ Links ]

21. La ortografía de este nombre varía en las distintas fuentes que se ocuparon de ella. Yo empleo la que usó el Calendario de Cumplido para 1840.

22. Nicolás León, "Catarina de San Juan y la china poblana", en Cosmos, 1921-1922, reproducido por Vargas Rea, México, 1946, p. 25.         [ Links ]

23. Ibidem, p. 23.

24. Francisco de la Maza, Catarina de San Juan, México, Conaculta, 1990, pp. 26-27.         [ Links ] Se trata del Sermón del jesuita Francisco de Aguilera de 1688; de los tres volúmenes del jesuita Antonio Ramos, Prodigios de la omnipotencia y milagros de la gracia en la vida de la venerable sierva de Dios Catharina de S. Joan, de 1689, 1690 y 1692, y de Compendio de la vida y virtudes de la venerable Catarina de San Juan del Br. José del Castillo Graxeda, de 1692. Ramos y Graxeda fueron confesores de Catarina.

25. Enciclopedia de México, director J. Rogelio Álvarez, edición especial para Encyclopaedia Britannica de México, México, 1993, t. IV.         [ Links ] Véase Catarina de San Juan.

26. Francisco de la Maza, op. cit., p. 83.

27. Enciclopedia de México, op. cit.

28. Ramón Mena, "La china poblana", en Anales del Museo Nacional de México, 1907, p. 580.         [ Links ] Este trabajo se reprodujo al año siguiente en las Memorias de la Sociedad Alzate, vol. XXVI, núm. 7, pp. 243-247.         [ Links ]

29. Esta versión es también la de Hugo Leicht, Las calles de Puebla, op. cit. Manuel Toussaint afirmó que todavía en 1828 el traje de la china no existía como "símbolo popular", en el prólogo a la edición de Claudio Linati, Trajes civiles, militares y religiosos de México [1a. edición: Bruselas, 1828], México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1956.         [ Links ] Véase también Catarino Gómez Bravo, "La china poblana", en El Universal, 1952,         [ Links ] y la Enciclopedia de México, op. cit., en cuya edición de 1978 hay un grabado de 1841 de una china.

30. Nicolás León, op. cit., p. 80.

31. Véase Vito Alessio Robles, Acapulco en la historia y en la leyenda, México, Imprenta Mundial, 1932,         [ Links ] texto reeditado por la editorial Botas en 1948, p. 155 de la edición de Botas. Véase también José Manuel López Victoria, Leyendas de Acapulco, 1942; Louise A. Stinetorf, La china poblana, Nueva York, Bobbs-Merril Company Inc., 1960,         [ Links ] y Humberto Musacchio, Diccionario enciclopédico de México ilustrado, México, Andrés León, 1989,         [ Links ] t. 1.

32. Anónimo, "Verdades que duelen. México se está volviendo una ciudad sin relieve", en El Ilustrado, 26 de octubre de 1933.         [ Links ]

33. Manuel de J. Solís, "Origen verdadero del traje de china poblana", conferencia de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1942.         [ Links ]

34. Enciclopedia de México, op. cit., pp. 773-775.

35. En el Diccionario de autoridades de la Real Academia Española, Madrid, Gredos, 1964, edición facsimilar de la de 1726,         [ Links ] queda registrado que la chaquira era el grano de aljófar, abalorio o vidrio muy menudo. Dice que en el Perú los había de oro hueco y que eran piezas de tanta pequeñez que fueron admiradas en España. Se ha repetido que las chaquiras eran llevadas por los españoles para vender a los indios del Perú: véase, por ejemplo, J. García Icazbalceta, op. cit. Me interesa resaltar el hecho de que en América ya se conocía ese tipo de adornos antes de la llegada de los españoles, aunque la palabra chaquira se empleara a partir de la conquista.

36. La voz lentejuela venía de "lenteja" (paillette) que en una de sus múltiples acepciones significaba, desde el siglo XIV, pequeño tallo de oro o de plata con que se decoraba un vestido. Las lentejuelas eran unas diminutas planchitas de metal, por lo general redondas y con un agujero en medio, por el que se cosían a las telas para que éstas destellaran con el movimiento del cuerpo, Dictionnaire historique de la langue française, vol. M-Z, París, Le Robert, 1992, p. 1402.         [ Links ]

37. La primera vez que un diccionario registra la palabra lentejuela es en 1786. Véase Esteban de Terreros y Pando, op. cit. J. Corominas dice que se registró académicamente desde 1817 (Diccionario etimológico, castellano e hispánico, Madrid, Gredos, 1980).         [ Links ]

38. Payno, Viaje a..., op. cit., p. 235.

39. Francis Calderón de la Barca, La vida en México, t. I, México, Hispanoamericana, s. f., pp. 110-111, 117-119 y 324-325.         [ Links ]

40. Antonio Saborit, "Tipos y costumbres. Artes y guerras del callejero amor", en Nación de imágenes, la litografía mexicana del siglo XIX, México, Museo Nacional de Arte, 1994, p. 62.         [ Links ]

41. Ernest de Vigneaux, Viaje a México, México, Secretaría de Educación Pública, 1982, p. 57.         [ Links ]

42. Anónimo, El ferrocarril mexicano, estudios de economía política al alcance de todos, Imprenta del Hospicio de Puebla, 1873, pp. 42-43.         [ Links ]

43. Guillermo Prieto, "Semana Santa de antaño", reproducido en La Colonia Española, el 14 de abril de 1879.         [ Links ]

44.Esteban de Terreros y Pando, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, Madrid,         [ Links ] imprenta de la viuda de Ibarra, hijos y compañía, 1786. Dice que viene del francés: Chercher des becs dans l'oscurité.

45. Justino Fernández, prólogo a la edición de Carl Nebel en 1963, op. cit., pp. X-XI.

46. Miguel Velasco Valdés, Refranero popular mexicano, México, Costa Amic, 1998, p. 131.         [ Links ]

47. Hugo Leicht dice en 1934 que la voz china quería decir "niña, muchacha, mujer del pueblo bajo, criada, mujer india, querida, mujer pública", en Las calles de Puebla, Puebla-México, imprenta A. Mijares y hno., pp. 112-113;         [ Links ] Gonzalo Aguirre Beltrán, en La población negra de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1946, p. 179,         [ Links ] dice que en el siglo pasado "China, lépera o prostituta connotaban una misma cosa".

48. García Icazbalceta, op. cit.

49. Alberto Dallal, La danza contra la muerte, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1993, pp. 99-103.         [ Links ] La Pávlova no fue la única artista extranjera que vistió el traje: hacia 1936 la ecuatoriana conocida como La Montalva bailó sobre un sombrero vestida de china en Bellas Artes, después de haber triunfado con el mismo baile en el Town Hall de Nueva York, Alberto Dallal, La danza en México en el siglo XX, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, pp. 59 y 65.         [ Links ]

50. No sólo la chinaestá asociada al charro. También aparece en la escena como su compañera la mexicana "Adelita" o la mujer vestida de "charra".

51. Tania Carreño King, El charro, la construcción de un estereotipo nacional (1920-1940), México, INEHRM, Federación Mexicana de la Charrería, 2000, p. 19.         [ Links ]

52. Véase Luis Castillo Ledón, "La china poblana", en El Universal, año IX, t. XXX, p. 3;         [ Links ] Enrique Fernández Ledesma, "La china poblana a través de los tiempos", en Excélsior, 30 de enero de 1927;         [ Links ] Frances Toor, Mexican Folkways, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1930,         [ Links ] en donde se reproduce un grabado de J. G. Posada que representa a una china bailando el jarabe; el artículo anónimo "El jarabe, baile de la china poblana", en Anales del Museo Nacional de Arqueología, t. II, 1937;         [ Links ] y de Magdalena Mondragón, "Los vestidos mexicanos y su origen", en Hoy, año I, vol. IV, 1938.         [ Links ]

53. Rafael Carrasco Puente, Bibliografía de Catarina de San Juan y de la china poblana, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1950;         [ Links ] libro reeditado un año después en Puebla por el grupo literario Bohemia Poblana.

54. Ibidem. Este autor señala para la década de los cuarenta, además de los que ya he citado, Gregorio de Gante, "China poblana", escenificación en el recital poético en honor del ejército, en El Universal, núm. 9255, 26 de abril de 1942;         [ Links ] José Rubio Contreras, "La china poblana", poesía, en Poetas y escritores poblanos, Puebla, Casa Editora Nieto, 1943;         [ Links ] "La china poblana" del compositor Roberto Parra Gómez, 1944; Enrique Cordero, "Puebla, ciudad de leyendas", en Revista de Revistas, 7 de abril de 1947,         [ Links ] y del mismo autor "Catarina de San Juan y la china poblana", en Bohemia Poblana, núm. 7, Puebla, diciembre de 1948.         [ Links ]

55.Clasa Films, dirección de Fernando Palacios, argumento cinematográfico de Santiago Ureta, adaptado por Fernando Palacios; intérpretes: María Félix, Miguel Ángel Ferriz, Tito Novaro, José Goula, Miguel Inclán, Gloria Iturbe, Antonio R. Frausto; filmada en agosto de 1943.

56. Emilio García Riera, Historia documental del cine mexicano, 1943-1945, vol. 3, México, Universidad de Guadalajara, 1992, pp. 62-63.         [ Links ]

57. Francisco de la Maza, op. cit., p. 82.

58.Gonzalo Aguirre Beltrán, op. cit., p. 179. Por su parte, María Concepción García Sáiz en Las castas mexicanas. Un género pictórico americano, México, Olivetti, 1989, pp. 27 y 47,         [ Links ] analiza más de cincuenta series de pinturas de castas durante el siglo XVIII y propone una tabla taxonómica en la que chino puede ser el descendiente de lobo y negra, de lobo e india, de mulato e india, de coyote y mulata, de español y morisca, y de chamicoyote e india. Señala además que la india es la única que mantiene su identidad en todos los cuadros, mientras que las mezclas tienen varias posibilidades. Agrega a la china cambuja como producto de negro e india y al chino albarazado como resultado de la unión del barcino y la mulata.

59. Roberto Moreno, "Las ahuianime", en Historia Nueva, núm. 1, México, Fournier, 1966, pp. 14-15.         [ Links ] En náhuatl, a las personas carnales y lujuriosas se les designaba ahuilnenqui, que quiere decir, según Moreno de los Arcos, "la que da placer en vano" o "la que en vano retoza con la gente". En "Amor venal II" en Sábadode Unomásuno, 7 de mayo de 1994,         [ Links ] el mismo autor señala al respecto que parece obvio que no se está tratando de prostitutas propiamente dichas, sino simplemente de mujeres lujuriosas.

60.Véase India frutera de Edouard Pingret. Como ha señalado María José Esparza Liberal en "El jarabe, la representación plástica del baile popular", en Jarabes y fandanguitos, imagen y música del baile popular, México, MUNAL, marzo-abril de 1990, p. 30,         [ Links ] a pesar del romanticismo que priva en los viajeros y de que a muchas de sus obras les pusieron los títulos con posterioridad, es posible apreciar en la pintura una rica amalgama de imágenes que nos acercan al objeto estudiado, sea el baile, sus personajes o su atuendo.

61. Miguel de Cervantes, "El celoso extremeño", en Novelas ejemplares, México, Porrúa, 2000, p. 165 [1a. edición: 1613]         [ Links ]. Véase también de este autor la novela ejemplar "La gitanilla", mujer joven, bailadora, que se jactaba de que en asuntos de amores, con ella andaba siempre la libertad desenfadada sin dejar de ser honesta, pp. 7 y 17.

62. Un diccionario de la lengua castellana de 1846 decía de la maja que era una persona que no pertenecía a la gente fina, y "que afectaba libertad y guapeza", Novísimo diccionario manual de la lengua castellana, Barcelona, Imprenta del Fomento, 1846.         [ Links ]

63. Un piropo dice: "Olé la garlopa que echó fuera esa viruta", en José Manuel Gómez Tavanera (editor), "El curso de la vida en el folklore español", en El folklore español, Madrid, Instituto Español de Antropología Aplicada, 1968, p. 106.         [ Links ]

64. Gonzalo Aguirre Beltrán, op. cit., p. 177.

65. Isidoro Moreno, "Plurietnicidad, fiestas y poder: la presencia negra en Andalucía y América Latina", ponencia presentada en las VIII Jornadas Internacionales "Inca Garcilaso". ¿Préstamos interculturales? El mundo festivo en España y América, Montilla, Córdoba, 20 a 23 de septiembre de 2000.         [ Links ] Dice este autor que aunque la historia de los negros ha sido silenciada en España, puede probarse por lo menos en la sociedad andaluza del siglo XVI que la plurietnicidad se reforzaba con la presencia de un 10% de negros, que se fueron mestizando a lo largo del tiempo hasta quedar sólo en la población como simples rasgos fenotípicos.

66. Fernando O. Assunçao, El gaucho, Montevideo, Nacional, 1963, p. 540.         [ Links ]

67. Ibidem, p. 214.

68. Andrés M. Carretero, Tango, testigo social, Buenos Aires, Peña Lillo, Ediciones Continente, 1999, p. 26.         [ Links ]

69. Que en el caso sureño de América significó un antecedente más que se suele agregar a la historia de los espacios sociales amorosos donde fue surgiendo el tango. Ibidem, pp. 26, 32 y 138.

70. Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, op. cit., p. 127.

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