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Nueva antropología

Print version ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.31 n.89 México Jul./Dec. 2018

 

Artículos

El enfoque situacional y el estudio de redes y asociaciones urbanas en contextos pluriétnicos

A Situational Analysis and Study of Urban Networks and Associations in Pluriethnic Contexts

Guillermo de la Peña* 

* Profesor investigador. Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, unidad Occidente, México. Líneas de investigación: identidades étnicas urbanas, políticas indigenistas, historia de la antropología en México y América Latina. Correo electrónico: gdelapen@ciesas.edu.mx


Resumen

El enfoque situacional revisa secuencias de acontecimientos en los que participa un conjunto de actores; capta la realidad social en movimiento y distingue entre tipos de relaciones sociales: estructuradas, categoriales y redes personalizadas. Aunado al “método del caso extendido”, ese enfoque se desarrolló en estudios clásicos en los cuales se concluyó que las identidades étnicas (“tribales”) se manifestaban ante relaciones de tipo categorial; en cambio, la identidad de clase se imponía en las relaciones laborales estructuradas. Empero, investigaciones sobre gitanos urbanos en España y sobre indígenas en las ciudades de Latinoamérica, revelan que la identidad étnica, marcada por estigmas racistas, puede aparecer en diferentes tipos de relación social y condicionar el acceso a servicios y al ejercicio de los derechos ciudadanos.

Palabras clave: situación urbana; etnicidad situacional; estamentalización; encapsulamiento; jerarquías sociales

Abstract

Situational analysis examines sequences of events, in which a specific group of actors takes part. It captures social reality in movement and distinguishes between various kinds of social relations: structural, categorical, and personal networks. This perspective, complemented by “the extended case study method,” was developed in classic studies, which concluded that ethnic (tribal) identity was clearly expressed in categorical relations. In contrast, class identity predominated in structured labor relations. Nevertheless, research on urban gypsies in Spain and indigenous populations in Latin American cities has revealed that ethnic identity, marked by racist stigmas, may appear in different kinds of social relations and condition access to services and the exercise of citizens’ rights.

Keywords: urban situation; situational ethnicity; rigid stratification; encapsulation; social hierarchies

Este artículo presenta un acercamiento pertinente para el análisis de situaciones urbanas pluriétnicas. Tal acercamiento combina un recurso metodológico particular con una visión teórica que resalta el carácter dinámico de la sociedad, la diversidad y la conflictividad de intereses, identidades y marcos normativos. Es pertinente porque busca entender las variaciones performativas de la etnicidad en contextos de migración y de cambios radicales en las condiciones de existencia de las colectividades étnicas, sin ignorar la interdependencia de “lo local” y “lo global”. Si bien la etnicidad siempre implica “la organización social de la diferencia cultural”, según la definición clásica de Barth (1969), en el tipo de análisis que aquí se presenta se argumenta que la forma de organizar e interpretar la diferencia varía según la situación -la etnicidad no es un simple atributo predeterminado- y que las variaciones tienen consecuencias específicas. Para desarrollar la discusión, se hará en primer lugar referencia a los inicios de este enfoque en la antropología africanista de la época colonial -una historia no demasiado conocida, de la que aún es importante recuperar ciertas lecciones- para luego examinar sus posibilidades en los estudios de las urbes del llamado primer mundo y del mundo postcolonial.

EL ANÁLISIS DE SITUACIONES SOCIALES: EL CONTEXTO COLONIAL

En la década de 1930, Max Gluckman, un joven antropólogo sudafricano, emprendió una vasta investigación en el antiguo reino zulú, convertido desde 1887 en un distrito colonial británico. Si bien Gluckman se había formado en la corriente estructural-funcionalista,1 pronto descubrió que el modelo sincrónico preponderante en esa corriente, que definía a las sociedades llamadas tribales como mundos aislados y reacios al cambio, debía replantearse radicalmente. No era posible entender el mundo de los zulúes sin su larga historia de mudanzas, a partir de su emergencia como entidad política en los siglos XVIII y XIX; además, su realidad también era ininteligible sin tener en cuenta las relaciones de poder y los patrones socioculturales derivados de la expansión del capitalismo y la imposición colonial.2 Estudiar a los zulúes como una sociedad separada de los europeos -funcionarios, misioneros, comerciantes, mineros, finqueros- era una falsificación: africanos y europeos formaban una misma sociedad compleja, contradictoria y cambiante, fundada en la desigualdad étnico-racial, en la que el “gobierno indirecto” del Imperio Británico permitía la existencia de jerarquías diversas y creaba en ciertos ámbitos relaciones de cooperación que mediaban los conflictos inevitables y persistentes. Para describir y comprender esta sociedad, Gluckman ideó una herramienta metodológica que denominó “análisis situacional”, la cual consistía en acotar una secuencia de interacciones y acontecimientos, y resaltar la dinámica de las relaciones entre los actores participantes. No se trataba de exponer “casos ilustrativos” del funcionamiento de un modelo estructural, sino de captar el proceso social total, en sus complejidades y contradicciones (Gluckman, 1961a). La situación elegida fue la serie de sucesos por él observados a lo largo del día en que se inauguraba un puente. Aparecían así actores representativos de todos los papeles sociales en Zululandia: zulúes miembros de familias nobles y plebeyas, tanto paganas como cristianas; dignatarios zulúes y funcionarios europeos; misioneros y empresarios. Al analizar la interacción de estos personajes en el contexto de la ceremonia de inauguración, Gluckman (1940b) puso de manifiesto las diferentes lógicas de los actores, las discrepancias entre los valores, las negociaciones y los procesos de cambio social y cultural. El puente mismo era un símbolo de la mediación entre los conflictivos papeles sociales de la realidad colonial.

En las décadas de 1940 y 1950, el Instituto Rhodes-Livingstone, bajo la dirección de Max Gluckman, Elizabeth Colson y J. Clyde Mitchell, emprendió una serie de investigaciones en la región de Rhodesia del Norte (hoy Zambia), conocida como “el Cinturón de Cobre” (Copperbelt).3 En esta región, la explotación de ricas venas de cobre había dado lugar al surgimiento y crecimiento de varias ciudades, que atraían flujos de población procedente de diferentes zonas étnicas (“tribales”) del África central y constituían laboratorios ideales para el estudio del cambio sociocultural.4 Gluckman postulaba que el cambio en estas ciudades tendría que definirse, fundamentalmente, no como un proceso de “aculturación” ni de adaptación de las normas tribales al ámbito urbano, sino como el surgimiento de nuevos campos de relaciones sociales en los que se creaban, no sin conflictos, situaciones en específico urbano-industriales y nuevas pautas de interacción (Gluckman, 1961b). Los migrantes africanos que llegaban a las ciudades mineras -a quedarse permanentemente o a trabajar por temporadas-, necesariamente reelaboraban su relación con la estructura política, social y económica de la entidad étnico-tribal y de la aldea en que habían vivido, pues formaban parte de otras estructuras en la ciudad, participaban en nuevas relaciones que escapaban a una estricta estructuración, se involucraban en redes sociales diversas y asumían nuevas identidades. En tal contexto, el análisis situacional parecía no sólo conveniente sino necesario para estudiar los campos sociales emergentes en las urbes mineras.5

Me referiré con brevedad a dos instancias señeras de este tipo de análisis: el estudio de Clyde Mitchell (1956) sobre la interacción en tiempos de ocio entre miembros de distintas tribus, y el de Arnold L. Epstein (1958) sobre los cambios y conflictos de las relaciones políticas urbanas. Ambos tratan sobre secuencias específicas de acontecimientos, pero los análisis se realizan sobre la base de una amplia investigación etnográfica y cuantitativa realizada en la ciudad minera de Luanshya. En esta investigación se reunió y sistematizó información sobre la coexistencia analítica de diferentes modalidades de expectativas de conducta, correspondientes a tres tipos u “órdenes” de relaciones sociales: 1) estructurales, fincadas en normas y estatutos institucionales claramente de nidos; 2) categoriales, en las que intervenían estereotipos de raza, clase, género y a filiación étnicotribal, y 3) de red social, fundadas en el conocimiento personal derivado de la interacción frecuente entre un conjunto de actores (Mitchell, 1966). Las relaciones estructurales en la Luanshya colonial de la década de 1950 estaban determinadas en primer lugar por la “barrera de color”: la diferencia estamental ineludible de estatus entre europeos y africanos.6 Los primeros ocupaban los puestos más importantes en la administración de las minas y del gobierno de la ciudad, así como en los servicios profesionales (salud y educación); los segundos residían en espacios segregados, desempeñaban trabajos manuales o de pequeño comercio y -los más escolarizados- puestos administrativos menores o labores profesionales. Las normas laborales en las minas y los protocolos de la administración civil eran relevantes en esos respectivos ámbitos, y a su vez, las normas familiares tradicionales lo eran en los ámbitos domésticos y en las zonas habitacionales en que coincidían familias de la misma tribu. Pero fuera de esos espacios estructurados, cobraban importancia las relaciones categoriales y las redes sociales.7 La escenificación de la danza Kalela implicaba el uso urbano de categorías étnicas.

Esta danza se celebraba en los lugares públicos donde los africanos se reunían en horas de descanso y atraía un público numeroso y multitribal. Los danzantes bailaban al son de tambores de tipo africano, pertenecían a la misma tribu y entonaban canciones en su alabanza que además ridiculizaban a otras tribus presentes en la ciudad. Era, por esos motivos, una danza tribal. Pero, curiosamente, el vestuario de sus integrantes no guardaba ninguna relación con la indumentaria tradicional; por el contrario, los danzantes se esforzaban en vestir con elegancia europea. Por su parte, las letras de las canciones no aludían a lo que ocurría en los territorios ancestrales, sino a la vida en la ciudad, las minas y a las jerarquías sociales emergentes. Es decir: expresaban un “tribalismo urbano”. Mitchell interpretó la elegancia de los trajes de los danzantes -que eran en su mayoría trabajadores no calificados- como un signo de la creación de una nueva escala de prestigio, basada en la escolaridad y la ocupación, independiente de los cánones de la tribu. Uno de los bailarines vestía como médico y la única mujer de la comparsa llevaba traje de enfermera: dos profesiones a las que sólo unos pocos africanos tenían acceso. El baile, entonces, representaba la apropiación vicaria de los nuevos símbolos de prestigio; sin embargo, no aludía a los europeos como grupo de referencia: la aspiración explícita era alcanzar el estatus -y el creciente poder- de la nueva élite africana, urbanizada y escolarizada, cuyo surgimiento implicaba una contradicción respecto de la barrera colonial de color.

El análisis de Mitchell se conectaba hasta cierto punto con las tesis de la Escuela de sociología urbana de Chicago acerca del “urbanismo como forma de vida” (Wirth, 1938), de nido como un proceso de debilitamiento de las relaciones primarias (parentesco y etnia) y comunitarias, y del reforzamiento de las relaciones secundarias (asociaciones civiles, políticas, laborales y de clase).8 Pero Mitchell iba más allá al plantear que el tribalismo no desaparecía: resurgía, ya no como una estructura sino como una categoría urbana de interacción que implicaba la resignificación y transformación de la cultura rural, y contribuía a la aparición de nuevas formas de convivencia, pero también, de oposición, en el seno de una población heterogénea y fluctuante. Categorizar a desconocidos permitía medir la distancia social y las modalidades de interacción; por ejemplo, los miembros de tribus históricamente hostiles podían intercambiar pullas o bromas sin necesidad de agredirse abiertamente, y los de tribus con historias de alianza podían construir redes de amistad personal. Las redes personales servían para facilitar la inserción en la vida urbana y además atravesaban tanto las relaciones estructuradas como las categoriales. Entre quienes procedían de la misma aldea, las redes eran indispensables para mantener comunicación con el mundo rural y atender obligaciones familiares, económicas y rituales (Mitchell, 1969).

El segundo ejemplo -la pesquisa de Epstein- se refería a los avatares y conflictos en la política urbana y laboral. Se interesaba en procesos situados en un vasto campo social: la actividad política de la ciudad entera, vista no sólo como una colectividad con lógica propia, sino como “un punto de intersección de varios sistemas de actividad” (Epstein, 1958: 101). Entender Luanshya requería tener en cuenta los mundos rurales tribales y la administración y los actores políticos del Imperio, así como la economía colonial minera, condicionada por el mercado mundial. Además, el interés del autor por comprender el cambiante sistema político urbano, volvía necesario ubicarlo en un amplio periodo de tiempo: desde los comienzos de la mina y la ciudad en la década de 1930 hasta el momento en que se realizó el estudio en la década de 1950. En su análisis, Epstein destacó dos subcampos dentro del urbano: el municipio y la mina. Desde el inicio, los funcionarios europeos buscaron establecer el orden social en las zonas residenciales segregadas de los africanos mediante el nombramiento de “ancianos tribales” (tribal elders): varones que gozaban de prestigio en sus lugares de origen, por las familias a las que pertenecían, su edad y su historia personal. El papel de estos “ancianos” era vigilar el comportamiento de los miembros de sus tribus y resolver los conflictos entre ellos mediante la invocación y aplicación de normas tradicionales. Tales normas funcionaban bien mientras se tratara de arreglos matrimoniales y de pleitos conyugales o entre vecinos: una de las situaciones descritas y analizadas por Epstein fue un juicio acerca de una disputa vecinal (1958: 53-58) que fue resuelta con éxito. En el ámbito laboral, la administración de la mina, también, seleccionó “ancianos tribales” como representantes y encargados del orden entre los mineros africanos; sin embargo, perdieron relevancia gradualmente y fueron ineficaces para mediar y controlar los conflictos.

Epstein dedica los capítulos más largos (IV y V) al análisis del surgimiento de nuevas asociaciones entre la población africana que trascendían las fronteras tribales: cooperativas de consumo, sociedades mutualistas; grupos de estudio, nacionalistas y gremiales, y -los más importantes- el sindicato minero y grupos de política local. Tras una huelga violenta y finalmente fallida en 1940, se cambió el nombre de los “ancianos tribales” de la mina por el de “representantes tribales”, que deberían actuar en consonancia con las autoridades; pero además surgió un movimiento para formar el sindicato de mineros africanos, que se creó en 1948 y auspició una nueva huelga, en 1952, esta vez exitosa en sus demandas por mejores salarios y prestaciones. El análisis situacional de esta huelga permite al autor comprobar la obsolescencia de los representantes tribales en el ámbito laboral y el importante papel adquirido por el sindicato minero en la vida social y política de los trabajadores. Concomitantemente, en Luanshya surgieron otros sindicatos: junto con las otras asociaciones emergentes mencionadas, fueron creando nuevas normas, jerarquías y estándares de prestigio. En otras ciudades ocurrían procesos semejantes. En 1964, seis años después de la publicación del libro de Epstein, Zambia se convirtió en un país independiente, y su consolidación tiene que entenderse en relación con la fuerza de los sindicatos y las nuevas asociaciones transtribales. Con todo, en muchas situaciones, tanto estructuradas (en la vida doméstica) como no estructuradas (en los tiempos y espacios de recreación), la relevancia de la identidad tribal ha permanecido; y surge también para definir alianzas y rivalidades dentro del mundo laboral y político (Kapferer, 1972).

Al analizar no una sino varias situaciones a lo largo del tiempo, Epstein introdujo lo que recibiría más tarde el nombre de “método del caso extensivo” (Van Velsen, 1979 [1967] ), enfocado en la etnografía del cambio. El trabajo de Mitchell señaló la mudanza implicada en la aparición de una nueva jerarquía de prestigio que desafiaba tanto la estructura tribal como la colonial, pero el análisis diacrónico de Epstein mostró la subversión de los límites del sistema: permitió situar el cambio en un horizonte histórico que relacionaba de forma dialéctica lo rural y lo urbano, “lo micro” y “lo macro”, la economía política y la condición colonial, la teoría y la práctica (Buroway, 1998; Guizardi, 2012).

ETNICIDAD Y CLASE EN CIUDADES PLURALES DEL PRIMER MUNDO

Italianos en Boston

Un estudio etnográfico realizado en Boston en la década de 1950, presenta análisis situacionales que iluminan las relaciones entre etnicidad y clase social (Gans, 1962). El autor se había formado en la Escuela de sociología urbana de Chicago. La investigación se enfocó en las familias de origen italiano que residían en una zona deprimida y sobrepoblada conocida como The West End.9 Los principales sujetos de estudio pertenecían a la segunda generación de migrantes. Nacidos en Estados Unidos, sus edades iban de los 30 a los 50 años, tenían poca escolaridad y desempeñaban trabajos no calificados (peones en la construcción, ayudantes o encargados de la limpieza en almacenes, veladores...) o semicalificados (peluqueros, plomeros, cocineros de comida rápida...). Sus padres habían nacido en zonas rurales muy pobres del sur de Italia, en familias de jornaleros agrícolas.10 Migrar sin interrupción a Estados Unidos había significado para estas familias la posibilidad de subsistir, pero no de ascender en la escala social; y no esperaban una suerte mucho mejor para la siguiente generación; ni siquiera se interesaban demasiado en la educación de los jóvenes. Se identificaban y eran identificados como “los italianos”, diferentes de otras familias de migración más o menos reciente que vivían en la misma zona, categorizados como “los irlandeses” y “los judíos”. Los irlandeses provenían de familias campesinas propietarias de tierras (que sólo podía heredar uno de los hijos, los demás migraban) y patriarcales; tenían la ventaja del idioma, que les ayudaba a conseguir trabajos municipales (policía y otros servicios) y estaban involucrados en redes políticas. En cuanto a los judíos, de ancestría centroeuropea, tenían un origen de clase media baja (tenderos, artesanos especializados, oficinistas de rango inferior) y ponían gran énfasis en la importancia de la educación: esperaban que sus hijos asistieran a la universidad y lograran buenos empleos.

En su estudio, Gans no usó el término análisis situacional, pero analizó dos tipos de situación diferenciadas con mucha claridad: las que ocurrían en el seno de lo que él llamó “el grupo de pares” y las que tenían lugar en “el mundo de afuera”. El grupo de pares se basaba en el parentesco: lo constituía la familia extensa bilateral, formada por un grupo de hermanos y hermanas, con sus cónyuges e hijos, y a veces los hermanos y hermanas de éstos con sus respectivas familias. Se incluían también los miembros de la primera generación que aún vivían, así como algunos amigos cercanos, y los padrinos y madrinas de la generación joven. Estos últimos, integrados mediante los rituales católicos, tenían que pertenecer también a “los italianos”. El grupo de pares se manifestaba y reafirmaba en la rutina de celebrar reuniones frecuentes, en las cocinas y las salas de las casas o apartamentos, más de una vez por semana; en ellas se consumían manjares preparados a la usanza de Italia del sur, se bebía vino y refrescos, y se conversaba incesantemente sobre los temas cotidianos y sobre “los italianos” en general: “todos conocían a todos”. En principio, cualquier persona podía pertenecer a un grupo de pares; incluso a varios, aunque uno de ellos cobraba mayor importancia; en cambio, el reunirse con frecuencia con quienes “no eran italianos” se veía mal. Sin embargo, en cada grupo ocurría un proceso tácito de selección: si había personas “no compatibles”, no permanecían. Tal afinidad tenía que ver con varios elementos: auto identificarse como italiano y también como americano (por tanto: hablar italiano e inglés) y miembro orgulloso de la clase trabajadora; valorar la familia y las diferencias de género; participar en intercambios frecuentes de favores y ayudas; no manifestarse como diferente o superior (se valoraba el talento musical porque amenizaba las reuniones y permitía que todos participaran). Es decir: el grupo de pares constituía una red densa y muy activa, con múltiples funciones: la ayuda mutua en un contexto de escasez, la nivelación social, la creación de espacios de recreación, la circulación de información acerca de la vida del barrio y de cuestiones útiles -empleos, problemas comunes-, y la interconexión con el vecindario entero a través del parentesco compartido.11 Pero poseía además una dimensión estructural: era un poderoso mecanismo de afirmación de las normas morales tradicionales. Al mismo tiempo, y contrario a lo que pudiera pensarse, servía para adaptar las normas a las necesidades de la modernidad estadounidense, mediante comentarios y discusiones acerca de episodios cotidianos.

La intensa convivencia del grupo de pares resultaba en poca interacción con la gente del mundo de fuera. No era raro que en el ámbito del trabajo también se encontraran miembros del grupo. Los empleadores eran en general “externos”, pero se buscaba de forma explícita que no fueran “muy incompatibles”. Los autoempleados proveían servicios a miembros de familias italianas, pero en las empresas grandes la italianidad se tornaba irrelevante en las relaciones con la jerarquía institucional. La tesis de Gans era que eso mismo ocurría en otros ámbitos fuera del cobijo familiar: la etnicidad era reemplazada por la identidad de clase. Sin embargo, a veces operaban prejuicios sobre la etnia. En el mundo escolar, las familias del West End preferían las escuelas católicas, dirigidas por religiosas irlandesas; ahí, las principales expectativas de conducta las definían la estructura escolar y la pertenencia a la iglesia romana; y la etnicidad perdía importancia vis-à-vis autoridades y maestros, aunque se puede suponer que sí servía para establecer alianzas y oposiciones entre compañeros. Por otra parte, si bien se consideraba importante la asistencia a la misa dominical y el cumplimiento de los ritos de pasaje católicos, no existía una relación estrecha con los sacerdotes (que sólo en algunas excepciones eran de origen italiano). Con el mundo de la política la relación tendía a ser distante y hostil, salvo ciertos personajes de origen italiano que podían proporcionar ayuda y protección a cambio de votos; en esos casos, la italianidad se convertía en un mecanismo de creación de redes clientelares.

Sin embargo, el mundo se encontraba en apariencia estable pero los grupos de pares tenían un elemento disolvente: la distancia respecto a los jóvenes de la tercera generación. Aunque se les consideraba miembros de los grupos de sus padres y parientes, en la práctica, las reuniones en casas se llevaban a cabo entre los adultos; los jóvenes se reunían por su cuenta y no siempre con sus parientes ni con otros italianos. Además, la base material de esa forma de organización social desapareció, pues los viejos y maltratados edificios del West End fueron demolidos por “inhabitables” pocos años después del estudio de Herbert Gans. En los últimos capítulos del libro, el autor critica con dureza la política de “renovación urbana” mediante la destrucción, fundada en la creencia errónea de que las áreas pobres con edificios viejos son semilleros de criminalidad. Gans muestra la existencia en el West End de una comunidad urbana pacífica y funcional, cuyo hábitat físico podría restaurarse y mejorarse. La dispersión de los habitantes en zonas de reciente construcción, quizá, daría como resultado la pérdida de la vida comunitaria. Y la etnicidad sería sólo un símbolo nostálgico. Según el autor (1979) era inevitable el proceso de asimilación social y cultural de los principales grupos étnicos que habían migrado a Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Si en este análisis recuperamos el concepto de campo social, podemos decir que, para la segunda generación de migrantes, éste incluía vínculos con parientes en Italia, alimentados mediante cartas, llamadas telefónicas y visitas ocasionales, lo cual ayudaba a mantener vigente la frontera étnica. También incluía en el West End y en otras áreas de Boston, conexiones externas a la colectividad italiana. No obstante, la debilidad de tales nexos les permitía mantener una condición de encapsulamiento -un concepto cuyo significado se volverá más claro en la próxima sección-; pero para las siguientes generaciones, una vez ocurrida la dispersión de las familias en el área urbana, tal condición iría desapareciendo.12

Gitanos asentados en Madrid

Me referiré ahora al estudio de una comunidad de gitanos inmigrados a la capital española, basado en el trabajo de campo que realicé en el verano de 1969 (De la Peña, 1970), todavía en tiempos de la dictadura franquista (1939-1975).13 Después de la Guerra Civil (1936-1939), y sobre todo a partir de la década de 1950, muchas familias gitanas que previamente llevaban una vida nómada se asentaron en diversas ciudades de España.14 En su existencia itinerante, los gitanos se trasladaban en carromatos que les servían también de casa, y se sostenían comerciando con caballos y mulas. Además, reparaban ollas y enseres de hierro, tejían y vendían canastas de mimbre o junco, y participaban como jornaleros, durante el otoño, en vendimias y cosechas, sobre todo en Andalucía y Castilla la Nueva. A su paso por pueblos o ciudades, las mujeres ofrecían “leer la buenaventura”. Hablaban castellano intercalado con palabras y expresiones de lengua romaní (o caló, como se le llama en España). Su organización social se basaba fundamentalmente en lo que ellos llamaban el clan: un conjunto exogámico de familias nucleares unidas por lazos patrilineales, identificables por el apellido paterno y presididas por los viejos: los varones de mayor edad, también llamados tíos. Al casarse, las mujeres pasaban a pertenecer a la “familia” del marido. Idealmente, los carromatos que viajaban juntos pertenecían a miembros del mismo clan. Al crecer en número, el grupo se dividía en segmentos que viajaban por separado, sin perder contacto, en cuanto era posible.15 Desde tiempo inmemorial, los gitanos en España han sido vistos como gente extraña y peligrosa, y así aparecen en novelas, poemas y documentos históricos (San Román, 1986). Ellos, por su parte, preferían mantenerse al margen y evitaban relacionarse con personas no gitanas, a quienes llamaban “payos”, excepto para conseguir beneficios o embaucarlos. Además, evitaban tener que ver con las instituciones nacionales (escuelas, gobiernos locales, fuerzas del orden).

La vida de los gitanos pasó de nómada a sedentaria por varias razones. Una de ellas fue que el rechazo hacia ellos se tornó en abierta persecución -no por primera vez- durante el franquismo. Pero otras, quizá más importantes, se derivan de su obsolescencia económica en un contexto de expansión del capitalismo industrial: la desaparición del caballo y la mula como animales de transporte y trabajo; el desplazamiento del hierro por el aluminio en la fabricación de enseres domésticos, y la mecanización de la agricultura. En las ciudades podían convertirse en traficantes o vendedores ambulantes de distintos objetos, desde muebles usados (a veces valiosos) hasta chatarra y erro viejo, o en trabajadores de la construcción. O, en último caso, recurrir a la mendicidad. Es decir, pasaban a formar parte del proletariado informal urbano. Durante la década de los años cincuenta, varios clanes gitanos arribaron a Madrid y se fueron asentando en la periferia sur de la ciudad, a lo largo de la ribera del río Manzanares, donde construyeron chabolas. En 1961, el gobierno municipal emprendió un plan de urbanización y recuperación del río; en consecuencia, procedieron a expulsar a los gitanos y derribar las barracas. En esa coyuntura, uno de los grupos desplazados llamó la atención de una asociación católica, integrada por una docena de matrimonios jóvenes, pertenecientes a la clase profesional, bien conectados con la Iglesia y con las élites de la sociedad madrileña (González, 1963). Merced a sus conexiones, consiguieron comprar a un precio bajo un terreno en la propia periferia y trasladar ahí a ese grupo de gitanos, y además dotaron a cada familia de una pequeña casa de ladrillo, con ayuda de amigos constructores. Se formó así un pequeño poblado de 54 casas, que fue nombrado Altamira. Para los gitanos, estos inesperados benefactores eran “señoritos” poderosos a quienes era necesario complacer.16 Así, aceptaron enviar a sus hijos a la escuela que se construyó junto al mismo poblado.

Los gitanos de Altamira afirmaban que era importante mantener sus costumbres e identidad; pero, de hecho, su forma de vida -como la de otros gitanos en las ciudades- se había modificado. Por ejemplo: persistía la organización e identificación clánica, pero tenía mayor relevancia lo que llamaré “patrigrupo”: un linaje de tres o cuatro generaciones residentes en el mismo asentamiento. Si bien los matrimonios seguían celebrándose a edad muy temprana (17 a 19 ellos, 14 a 16 ellas) y entre miembros de familias gitanas de clanes diferentes, ya no se concertaban exclusivamente entre los padres; los novios manifestaban su voluntad, y los noviazgos con frecuencia ocurrían entre jóvenes del mismo asentamiento, o de asentamientos cercanos (en la vida nómada tradicional no era raro que los novios se conocieran el mismo día de la boda).

En Altamira, uno de los integrantes de la asociación benefactora, Pedro, quien era un próspero abogado, se ocupó de que los gitanos registraran los nacimientos y los matrimonios; así conseguirían los beneficios que el gobierno otorgaba a las familias pobres.17 Pedro además, promovió una innovación importante en el sistema de autoridad: decidió que era necesario instaurar un gobierno local que guardara el orden en el asentamiento y negociara con la policía, cuyas visitas frecuentes adquirían un cariz amenazante. Reunió a los viejos de los “patrigrupos” locales y les pidió que nombraran entre ellos un “alcalde”. El elegido fue un hombre llamado Manuel Vargas (el Tío Manuel), perteneciente a un clan poderoso y reconocido: dos de sus hermanos eran los líderes de sendos asentamientos gitanos de la periferia madrileña, y se hablaba de sus parientes y de contactos importantes en otras regiones. Empero, al cabo de un año, Pedro lo destituyó pues Vargas había expulsado con amenazas a cuatro familias para entregar las casas a sus parientes y aliados. El abogado entonces pidió que los viejos nombraran un cabildo de cinco miembros y que éstos designaran un jefe de cabildo.18 El nombrado fue otra vez el Tío Manuel, quien al poco tiempo tuvo ocasión de reafirmar su poder, pues gracias a él se repelió la agresión de miembros de clanes rivales que pretendían apoderarse de las casas.19 Al llamado del Tío Manuel acudieron integrantes de su clan y otros aliados, desde varios puntos de Madrid e incluso de fuera de la ciudad, armados de palos, navajas y revólveres. Sin embargo, en 1966, algunos de los Vargas abandonaron el poblado por dificultades mantenidas con Manuel, y éste solicitó a Pedro, con apoyo del cabildo, que las casas vacantes no se dieran a gitanos, sino que se invitara a cuatro familias payas pobres, de las que vivían en el basurero municipal, situado cerca de Altamira, porque éstas podían “dar buen ejemplo” a los gitanos. Aunque no le gustaba la idea, el abogado aceptó ya que se había comprometido a respetar las decisiones del cabildo. Era evidente que Manuel perdía poder -y por ello buscaba aliados payos-, en parte porque su hijo mayor, Juanito, quien era además miembro del cabildo, se había convertido en un tratante exitoso de automóviles usados y pasaba mucho tiempo fuera.20

La vida de Altamira estaba lejos de ser pacífica, y un factor conflictivo tenía que ver con las actividades económicas de sus habitantes gitanos. Sólo uno de ellos, Martín Maya, cabeza de su patrigrupo (aunque era aún joven), que laboraba como albañil especializado y era alfabeto, tenía un empleo formal. Otros se situaban en el sector informal y el autoempleo: limpiabotas, afiladores de cuchillos, cargadores en mercados y chatarreros. Las mujeres proveían el ingreso necesario para la comida cotidiana: salían por la mañana en grupos de tres o cuatro, con los niños más pequeños, a los barrios de clase alta; ahí pedían que les donaran ropa usada, que luego vendían en el Rastro (baratillo o mercado de las pulgas); con ese dinero adquirían alimentos, pero a veces realizaban una nueva operación para obtener mayor ganancia: compraban objetos de plástico y los revendían en barrios populares. Por su parte, casi todos los hombres, incluso quienes contaban con otro oficio, se dedicaban a la chatarra, lo que les permitía permanecer en Altamira y cuidar el asentamiento y a los hijos cuando terminaban la escuela. Los chatarreros salían por la tarde y la noche con carretas (sólo dos de ellos, Juanito Vargas y Martín Maya poseían camionetas) a visitar edificios en demolición, talleres mecánicos y basureros; recogían todo el material derruido, desechado o sobrante que tuviera metal y al día siguiente lo limpiaban para venderlo a fundiciones. El desarrollo de esta actividad exigía tener contactos fuera del poblado, tanto con gitanos como con payos, que les proporcionaran información sobre lugares accesibles para recolectar, así como contactos con dueños (payos) de fundiciones. Los señoritos también les ayudaban con recomendaciones e información. En sus excursiones nocturnas, algunos chatarreros robaban metal -alambre, tubos de cobre y alambrón y viguetas de acero- en edificios en construcción; eso les dejaba mayores ganancias, pero implicaba correr riesgos con la policía o con bandas rivales. En esos casos, la información pertinente y la posibilidad de venta la obtenían mediante ciertos personajes del mundo del hampa, conocidos como quinquis y residentes en uno de los asentamientos informales de la periferia. Quinqui (derivado de quincallero, tratante de objetos de metal baratos) se aplica en España a los miembros de un grupo nómada, a lo largo de la historia y que pertenece también al proletariado informal urbano, pero diferente a los gitanos en tradición y costumbres. Los quinquis gozan de una fama incluso peor a la de los gitanos y éstos insisten, sobre todo ante los señoritos protectores, en que no se les confunda con aquéllos.21

Se infiere que en el campo social de la periferia de Madrid, los gitanos de Altamira debían interactuar y desarrollar redes en su vida cotidiana con diferentes actores y grupos sociales, lo cual implicaba involucrarse en situaciones a veces contradictorias. En el poblado estaban sujetos a las normas de convivencia y lealtad con sus respectivos patrigrupos; pero además convivían y cooperaban con otros patrigrupos que eran al mismo tiempo competidores potenciales en el acceso a casas, información útil o el favor de los señoritos. Esa competencia podía desembocar en conflictos, como ya había sucedido cuando Manuel Vargas expulsó a cuatro familias para favorecer a sus allegados. Se suponía que el cabildo funcionaba como factor de orden y conciliación, pero no siempre era efectivo. Hacia fuera del poblado, los gitanos de Altamira interactuaban desde una posición subordinada con los señoritos, cuya protección necesitaban, pero podían perderla si entre ellos había conflictos internos. Hacia fuera también, debían conectarse tanto con gitanos -y ahí la pertenencia a un clan numeroso y fuerte era importante- como con payos, para obtener apoyo en los conflictos, la información y los accesos requeridos en el negocio de la chatarra. Con todo, era mal visto entablar amistad con payos o frecuentarlos, por lo que la interacción debía dosificarse. Por su parte, las alianzas con los quinquis para encontrar y vender mercancía robada los ponía en riesgo de graves problemas no sólo con la justicia sino entre los propios gitanos, dentro y fuera de Altamira. Y además corrían el peligro de perder la protección de los señoritos, si éstos creían que se amistaban con delincuentes. Me referiré en seguida a una situación -o más bien a una serie interconectada de situaciones: un caso extensivo- en la que se manifestaron diferentes alianzas y contradicciones.

El 25 de agosto de 1969, Martín Maya organizó una incursión para robar alambre de cobre en un taller cercano al asentamiento, con la participación de dos jóvenes: Andrés, el hijo menor de Manuel Vargas, y Enrique, integrante de otro patrigrupo. Para asegurar el éxito, Martín pidió y obtuvo la ayuda logística de miembros de una banda de quinquis encabezada por un sujeto conocido como “El Colorado”, con reputación de violento e informante de la policía. Los guardias aparecieron intempestivamente durante el asalto y capturan a Andrés y a Enrique, pero los quinquis y Martín escaparon. Este último había sido visto por un policía y pensaba que pronto lo arrestarían, así que al día siguiente fue a pedir ayuda a “El Colorado” en persona. Éste accedió a salvarlo de la cárcel y prometió que se liberaría a Andrés y a Enrique, con dos condiciones: las familias de los jóvenes debían entregarle 20 000 pesetas (10 000 cada una: cerca de 200 dólares de entonces) y además Martín debía conseguir que le cedieran dos casas en Altamira que hacía poco se habían quedado vacías.22 Al ser informado, Manuel Vargas aceptó pagar el dinero exigido, pero afirmó que lo de las casas tenía que ser aprobado por el cabildo y por el abogado Pedro. Pidió dinero prestado y vendió los muebles de su casa, para cubrir el rescate. El padre de Enrique aceptó pagar. El día 27, “El Colorado” se presentó en Altamira, habló con varios gitanos y les dijo que una de las casas era para su hijo, “una muy buena persona”. La noticia corrió por el asentamiento y causó pánico: si negaban las casas los jóvenes seguirían presos y ganarían la enemistad de un peligroso maleante; si las entregaban meterían a quinquis indeseables a vivir en su seno.

El día 29 tuvo lugar una reunión con Pedro y sólo tres personas del cabildo: Juanito estaba fuera y el otro se ausentó ese día. (Yo también estuve presente.) Pero acudieron los jefes de los patrigrupos y una veintena de varones adultos que comenzaron a discutir con violencia entre ellos. Manuel intervino; se veía muy triste; invocó la unidad del pueblo gitano, se refirió a la necesidad de evitar la agresión y exhortó a todos a cooperar para que no ocurrieran desgracias. Pidió una votación sobre las casas, sin mencionar a los quinquis. Todos los presentes votaron en favor de ceder las casas para liberar a los muchachos y Pedro no tuvo más remedio que aceptar la decisión.23 Después de estos sucesos, él y otros miembros de la asociación protectora se fueron distanciando de Altamira.

En los años siguientes, varias familias originales, incluyendo a los Vargas, salieron del poblado; llegaron otras y al cabo de algún tiempo la mayoría de los residentes pertenecía a sólo dos patrigrupos. Durante la década de 1980, en la zona inmediata se construyó un ramal de ferrocarril, y en la de 1990 la autopista M40 dejó Altamira casi aislada (Duva, 1990). En la actualidad, como otros grupos que habitaron la periferia del sur de Madrid, los gitanos viven dispersos en las Unidades Vecinales de Absorción (uva) que formaron parte de la política social del franquismo tardío y tuvieron continuidad en los gobiernos democráticos.

Los gitanos de Altamira presentaban un caso representativo del fenómeno que en los estudios africanistas se denominó encapsulamiento (Mayer, 1961; Mitchell, 1966): ocurre cuando una población migrante tiene escasa capacidad de formar nuevas asociaciones y redes fuera del propio grupo en su nuevo lugar de residencia, o se resiste a ello; así se reproduce la segregación. En contraste, la asimilación se facilita al multiplicarse las asociaciones y redes con la población que los recibe (Price, 1969). Como he señalado, en Altamira las redes con gente externa debían dosificarse. Eso hacía que la identidad gitana se volviera relevante como categoría de interacción en todas las situaciones en que los gitanos participaban con personas “de fuera”, aunque cobraba matices diferentes: respecto a los señoritos que los protegían implicaba una relación clientelar; para la sociedad paya en general implicaba un estigma y un rechazo mutuo; hacia la policía se estableció una relación de franca hostilidad; y para los quinquis se erigía una complicidad ambigua teñida de enemistad. En muchas situaciones persistía la visión histórica de la sociedad española sobre las características negativas inherentes a la gitanidad: una visión racista. Ahora bien: entre los gitanos mismos (dentro y fuera de Altamira) coexistía un sentimiento de pertenencia común. Además de compartir normas estructurales (referentes al parentesco, las alianzas matrimoniales, el respeto a los viejos y la defensa solidaria frente a la discriminación sistemática y a veces agresiva de los payos), entre ellos sí tejían fuertes redes de cooperación y alianza. Con todo, estas redes no abolían las divisiones y oposiciones derivadas de las lealtades a diferentes patrigrupos, clanes y asentamientos.

EL CONTEXTO POSTCOLONIAL: GUADALAJARA, MÉXICO

Por último, me referiré a migrantes indígenas en la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG).24 Desde su fundación en el siglo XVI, la ciudad de Guadalajara albergó tres barrios indígenas, y a lo largo del periodo colonial fue absorbiendo las comunidades indígenas circundantes. Los moradores de estos lugares perdieron poco a poco sus lenguas e indumentarias, pero han conservado -resignificándolas- muchas costumbres y una identidad local, vinculada sobre todo a la celebración de las estas de sus santos patronos (De la Peña, 1998 y 2006). Sin embargo, su sentido de pertenencia no alude con claridad expresa a un pueblo indígena o etnia ancestral sino a su estatus distintivo en la ciudad de la cual forman parte. En las últimas cuatro o cinco décadas, la presencia étnica más notoria en la urbe tapatía es la de los grupos migrantes procedentes de casi todas las regiones indígenas del país, que han ido abandonando sus lugares de origen en el contexto de una crisis persistente de la agricultura tradicional (Yáñez, 1989; Pérez Ruiz, 2002;De la Peña, 2010). Contrastan con las corrientes migratorias que desembocaron en Guadalajara en el periodo 1930-1960. Éstas, procedentes en su mayoría de regiones mestizas o criollas, encontraron suficientes empleos en una economía en expansión y obtuvieron viviendas y servicios dentro del perímetro urbano; en cambio, los migrantes indígenas se han asentado en la periferia, carecen de servicios adecuados y deben emplearse en la economía informal (Martínez y De la Peña, 2004). Trataré ahora de ubicar en la discusión que se desarrolla en este artículo a tres de estos grupos indígenas migrantes: purépechas de la Sierra Tarasca; otomíes del sur de Querétaro y nahuas de la Huasteca hidalguense.25

Las comunidades de origen de estos tres grupos, sin ser idénticas, comparten las características propias del modelo rural indígena mesoamericano: a) la ocupación predominante es la agricultura tradicional, que se practica en tierra controlada por los propios productores; b) la producción se dedica tanto al autoabasto como a mercados de diversa escala; c) la organización social se basa tanto en la familia patriarcal extensa como en las instituciones comunitarias tradicionales (mayordomías, cofradías o fiscalías); estas últimas combinan funciones de gobierno local, servicios colectivos y celebración de rituales; d) se conserva un fuerte sentido de pertenencia a la localidad y a la etnia, manifestado en los rituales, la lengua y la indumentaria, y e) las comunidades y sus moradores guardan relaciones de subordinación respecto de las élites económicas y políticas de la nación.26 Quienes emigran hacia las ciudades no pierden el contacto con el mundo de origen -y para ello los teléfonos celulares y las redes sociales informáticas son instrumentos muy e caces-, pero su organización social y su cultura se resignifican (Martínez Casas, 2007). El proceso de inserción urbana y resignificación varía según la historia específica de cada etnia; no obstante, para los tres grupos étnicos a que me referiré a continuación, pueden acotarse con claridad cuatro tipos de situación en los ámbitos doméstico, laboral, ritual y recreativo. Y debe añadirse otro tipo de realidad, muy importante, en el área de las instituciones públicas, en las escuelas y las clínicas.

Los purépechas de la michoacana Sierra Tarasca provienen de poblados de los municipios Los Reyes y Paracho en los que, además de las labores agrícolas, existe una fuerte tradición de explotación forestal y trabajo de la madera. Comenzaron a visitar Guadalajara en la década de 1980, como vendedores de tierra para macetas, carbón y artesanías de su comunidad (ollas de barro, bateas y cucharas de madera). En la década siguiente ya varias familias habitaban en diversos núcleos de la ciudad; hoy los purépechas son, después de los nahuas, los hablantes de lengua indígena más numerosos de la zona urbana.27 Algunos establecieron campamentos construidos con madera y lonas en lotes baldíos o plazas públicas de barrios populares; otros ocuparon espacios en colonias periféricas, muchas de ellas irregulares (no registradas de manera legal). Los primeros se dedican a la carpintería; los talleres se instalan en el propio campamento, y ahí dos o tres familias extensas trabajan en la fabricación de muebles rústicos. Los segundos se dedican al comercio en la calle y en los numerosos tianguis que existen en la ciudad. Con el tiempo han diversificado sus mercancías: ahora venden utensilios de plástico, comestibles, ropa de marca contrabandeada de Estados Unidos, cd y dvd, tanto legítimos como piratas. Algunos hombres trabajan a veces en la construcción, mientras que las mujeres se emplean en la selección y limpieza de frutas y verduras en el mercado de abastos metropolitano. Casi todos están escolarizados; muchos incluso cuentan con secundaria; eso les permite moverse con mayor facilidad en el mundo del comercio. Los tianguis son, además, un espacio donde las familias purépechas interactúan y los jóvenes pueden encontrar pareja. La interconexión entre espacios domésticos y espacios laborales facilita que en ambos sean vigentes las normas tradicionales de parentesco, por ejemplo, respecto a la autoridad patriarcal y la prohibición de casarse fuera de la etnia. Y en ciertos rituales que se celebran en la ciudad se resignifican las costumbres ancestrales: por ejemplo, en las visitas y regalos entre dos familias cuando se inicia o se desea iniciar el cortejo entre sus hijos. Los grupos familiares también se reúnen para celebrar la Navidad y el Día de Muertos; muchos viajan a sus pueblos en esos días y en las festividades de los santos patronos, que son igualmente celebradas en la ciudad, organizadas por mayordomías urbanas. En los festejos tanto pueblerinos como citadinos lucen los trajes étnicos de gala y escenifican danzas que resignifican las de sus pueblos. Ahora bien: “lo purépecha” o “lo indígena” surge como una categoría en la interacción en el comercio tanto con miembros de otras etnias como con no indígenas. Los vendedores suelen vestir el traje tradicional para atraer compradores que buscan lo folclórico o exótico. Y entre ellos intercambian información y comentarios en lengua purépecha, lo cual incomoda a los vendedores rivales. Por otra parte, en el trabajo en la construcción o en el mercado de abastos pueden confundirse con otros trabajadores, aunque, de igual manera, puede ocurrir que se les señale como “indios”, lo cual con frecuencia acarrea significados negativos, carga que la encuentran también algunos jóvenes purépechas que asisten a la escuela.

Los otomíes asentados en la ZMG provienen de la comunidad de Santiago Mexquititlán, en el municipio queretano de Amealco. Es una población que durante muchas décadas ha expulsado individuos hacia varias ciudades mexicanas (México, Monterrey, Guadalajara), en parte porque la tierra la hereda sólo un hijo y porque su ganado se diezmó en la época de la fiebre aftosa. A la ZMG arribaron en la década de 1970 y desde entonces siguen fluyendo; se han concentrado en el municipio de Tlaquepaque, en las colonias Las Juntas y Cerro del Cuatro, en zonas ocupadas de forma ilegal (luego algunas de ellas fueron “regularizadas”).28 En lotes contiguos han construido viviendas siguiendo el patrón de las casas del pueblo: al crecer los hijos y casarse se construyen dormitorios extra, mientras el espacio lo permita. Todos los miembros de la familia extensa cocinan y comen juntos. Se mantienen la autoridad patriarcal y la endogamia étnica. Los hombres consiguen trabajos eventuales en la construcción, pero además trabajan con toda la parentela en la producción artesanal de collares de cuentas y muñecas de trapo (que se ofrecen a la venta como artesanías tradicionales, aunque estrictamente no lo son) y de comestibles, ante todo papas fritas. La venta la realizan las mujeres y niños en lugares públicos; los preferidos son calles y plazas en el centro de Guadalajara, cuando la policía no los expulsa. A veces piden limosna. Viajan a Santiago para la esta del santo patrono, en julio, y también para Navidad. Además, participan juntos en una peregrinación anual al famoso santuario católico del Señor de la Columna, en Atotonilco el Grande, Guanajuato. Durante este rito juegan un papel importante como organizadores, líderes y responsables del orden, quienes en la ciudad ocupan el cargo comunitario de “celadores”. Este compromiso implica que en la peregrinación se ejerza vigilancia sobre la conducta de los santiagueros: que no se alcoholicen, droguen o peleen, que traten bien a sus familias y que los jóvenes no se casen con extraños. Encontramos entonces que prevalecen muchas normas y jerarquías comunitarias resignificadas -incluso más que en el caso de los purépechas- en lo que se re ere a las relaciones en el interior del grupo. Pero, de nuevo, hacia el exterior surgen relaciones categoriales en las que el estereotipo negativo del “indio” es particularmente fuerte debido a la extrema pobreza de la mayoría de los otomíes.

Los nahuas de la comunidad de Santa Cruz, en el municipio de Huejutla, en la Huasteca hidalguense, empezaron a migrar hacia la ZMG en la década de 1990.29 A diferencia de los purépechas y los otomíes, esta comunidad es en su mayoría de jóvenes de ambos sexos que dejaron atrás a sus familiares adultos. Comenzó en la década de 1980, facilitada por sacerdotes católicos de la Congregación Xaveriana, que se hacen cargo de una parroquia en Santa Cruz y de un templo en Guadalajara. Por su intermedio, las muchachas de Santa Cruz consiguieron trabajo como empleadas domésticas, y los muchachos como jardineros y vigilantes en colonias de clase media y alta. Ellos también se han desempeñado como ayudantes de cocina en taquerías o restaurantes y en algunas ocasiones en la construcción. Residen en las casas de sus patronos, sobre todo las mujeres, o bien, rentan cuartos en colonias de la periferia. Algunos de estos jóvenes migran en pareja, y si tienen niños los encargan a sus padres; otros forman pareja en la ciudad. Si no los alojan sus patrones, los casados se reúnen los fines de semana, en cuartos rentados. De igual manera, los fines de semana y, sobre todo los domingos, todos o casi todos los migrantes de la Huasteca nahua se congregan en parques, plazas o unidades deportivas; forman equipos de fútbol o basquetbol; flirtean; organizan picnics y bailes e intercambian información sobre las familias y la vida del pueblo. Además, organizan viajes colectivos para las celebraciones navideñas, la esta patronal y para visitar a las familias. El parque Rubén Darío, en la elegante colonia Providencia -donde muchos nahuas tienen empleo y se encuentra la iglesia de los xaverianos-, ha sido uno de los lugares preferidos para los encuentros semanales de los jóvenes; pero un grupo de señoras residentes los acusaron ante el gobierno municipal de desorden, conducta indecorosa y de dejar montones de basura (lo cual era falso); otras salieron en su defensa; pero al sentirse hostilizados la mayoría de los jóvenes han buscado lugares más propicios. En los encuentros y actividades recreativas se refuerza el sentido de pertenencia a la comunidad y la identidad étnica y lingüística; lo mismo en los rituales que han revivido en la ciudad: muy importante es el Xantolo o celebraciones del Día de Todos Santos y del Día de los Difuntos. Pero la etnicidad pierde relevancia en sus lugares de trabajo. Para los empleadores son simples jardineros, sirvientas o trabajadores de baja categoría, y la relación que se establece es jerárquica. Si se sabe de dónde proceden o que hablan una lengua “rara”, eso suele utilizarse para reforzar los rangos. Sin embargo, hay patrones que se preocupan por el bienestar de las muchachas y muchachos que están a su cargo y servicio, y promueven que incrementen su escolaridad en clases nocturnas. Así, unos cuantos jóvenes han llegado a la universidad, sin perder la vinculación con su origen.

La persistencia del flujo de migrantes de los tres pueblos indígenas mencionados se deriva de la carencia de oportunidades en los lugares de origen. De hecho, una parte de las actividades en las comunidades se financia con dinero enviado de las ciudades (y de Estados Unidos). Y las familias también migran por el deseo de que los hijos tengan más educación y mejores empleos. Pero los niños y jóvenes indígenas encuentran dificultades en las escuelas citadinas, como ha sido documentado por varios estudios (Martínez Casas y Rojas, 2005 y 2006; Rojas, 2006; Martínez Casas, 2007; De la Peña, 2017). En los recintos escolares no sólo rigen las normas de la institución: del mismo modo operan las expectativas de conducta implícitas y explícitas en una categorización negativa de los niños indígenas. Los maestros no están preparados para atender alumnos cuyas familias hablan otras lenguas, tienen diferentes costumbres y, en consecuencia, algunas veces les achacan problemas de aprendizaje, los ignoran o los agreden. Sus compañeros se burlan de ellos por su forma de hablar o por su vestimenta y eso muchas veces redunda en que abandonen la escuela sin terminar la primaria. A pesar de todo, contra viento y marea, un número pequeño de jóvenes ha logrado estudios superiores. Por otra parte, las familias suelen requerir del trabajo de todos sus miembros en el sector informal de la economía. Incluso, muchos jóvenes que han avanzado en la escuela continúan laborando en el comercio callejero o en los tianguis, y hasta en el servicio doméstico (Flores, 2015): no es raro que los empleadores formales les ofrezcan sólo los puestos más bajos y peor pagados. El estigma étnico también opera en las relaciones categoriales que surgen en las instituciones públicas de salud: algunos médicos y enfermeras reprenden, de forma expresa, a quienes tienen dificultades lingüísticas para explicar los síntomas que los aquejan y para comprender las instrucciones que reciben, y además los acusan de ignorantes y de tener costumbres malsanas. Por supuesto, no todos los empleadores ni todos los maestros ni todas las enfermeras maltratan a los indígenas. Existe, sin embargo, en la sociedad mexicana en general y en la tapatía en particular, un prejuicio que no puede sino calificarse de racista y que el gobierno mexicano reforzó por las políticas asimilacionistas que prevalecieron durante el siglo XX y que equiparaban la mexicanidad con el mestizaje biocultural. Acerca de este problema se han escrito muchas páginas; aquí sólo lo señalo (De la Peña, 2002b y 2014).

PARA CONCLUIR

En la concepción teórica que subyace a este artículo, el proceso urbano en que están involucrados diversos grupos de migrantes étnicos se caracteriza por la emergencia de relaciones sociales que, condicionadas por el nuevo medio social, político y económico, difieren en cualidades de las existentes en sus lugares de origen. Esto puede parecer obvio, pero lo que expresa es que las relaciones y prácticas sociales urbanas de los migrantes no pueden interpretarse como “traslado” de la cultura y sociedad rural: aunque puedan parecer similares, están ya constituidas por el flujo de situaciones que emergen en los campos sociales formados en la ciudad. El corolario metodológico es que resulta de capital importancia registrar y analizar las situaciones que definen la cotidianidad de los migrantes. En los casos que presento, he optado por referir el análisis a tipos de situación -en cuanto involucraban formas distintivas de relación social- y no sólo a situaciones específicas. Mi interés principal fue detectar cómo en los distintos tipos se manifestaba, interpretaba y valoraba la etnicidad y provocaba diferentes expectativas de conducta.

En el caso de la Luanshya colonial, la barrera de color conllevaba una estructura jerárquica formalizada que establecía límites a la conducta de los africanos. No existía igualdad legal en esa sociedad; existían dos estamentos distintivos con normas diferenciadas. Dentro del estamento africano, cada grupo étnico (o “tribal”), en las situaciones urbanas domésticas resignificaba las normas de su lugar de origen, y entre sus miembros se creaban redes que incluían residentes urbanos y rurales. La interacción entre miembros de diversos grupos étnicos, en las situaciones recreativas, ocurría de forma horizontal, en términos categoriales, con connotaciones en general competitivas. En las situaciones de trabajo en las minas y oficinas municipales, las normas de la estructura institucional prevalecían por encima de la categorización étnica, sin que ésta se aboliera, y para los africanos era posible encontrar intereses comunes de clase y participar en redes sociales con personas de otras etnias. A su vez, tales intereses cristalizarían en el surgimiento de un movimiento sindical que, junto con organizaciones políticas interétnicas y anticoloniales, donde también participaba una nueva élite de africanos escolarizados, lograrían la independencia y sentarían los fundamentos de una identidad nacional en Zambia. En el proceso de nacionalización, con todo, las divisiones étnicas no se abolieron: se reelaboraron.

En su turno, los italianos del West End bostoniano no constituían un estamento sino un grupo étnico encapsulado que resignificaba las estructuras parentales y paisanales y generaba una fuerte etnicidad urbana a través de los grupos de pares. Pero, además, las redes sociales operaban sobre todo dentro del propio grupo y, con frecuencia, éstas incluso definían ciertas situaciones laborales. En otros contextos laborales, así como en la escuela o en el ámbito religioso, entraban en juego expectativas de conducta basadas en categorías (italianos vis-à-vis judíos, irlandeses o personas “externas”). Con los políticos italianos que ofrecían patronazgo surgían redes verticales. Pero, en general, los vínculos hacia fuera eran escasos y débiles. No había barrera de color, pero sí una escisión dominante y autorreproducida entre los otros y los nuestros, que no estaba mediada por solidaridades de clase y bloqueaba la movilidad social y la posibilidad de acciones reivindicativas en conjunto con otros trabajadores (por ejemplo, con los sindicatos). En opinión de Gans, la escisión y el encapsulamiento se podrían romper en la tercera generación, al destruirse el aspecto material del vecindario.

En el caso de los gitanos de Altamira y los indígenas de la ZMG, la escisión dominante definía una suerte de relaciones estamentales informales. Es decir, se vivía en condiciones de igualdad ante a la ley, pero en la práctica, a causa del estigma asociado a las diferencias étnicas, a una parte de la población se le ha negado con frecuencia el ejercicio pleno de sus derechos ciudadanos. En Altamira y en el trato con otros gitanos, la gitanidad implicaba resignificar algunas de las normas de la vida nómada; hacia el exterior, esa categoría estaba casi siempre teñida de desventaja. Fragmentados, dispersos y perseguidos, los gitanos tejían entre ellos redes de ayuda mutua, pero no parecían tener la capacidad de formar colectivos reivindicativos. Ni sus condiciones laborales ni su aislamiento cultural facilitaban la solidaridad de clase con los payos; más bien, recurrían al patronazgo de personas acomodadas para mejorar sus condiciones de vida. Por su parte, los indígenas urbanos, también dispersos y excluidos, han enfrentado de la misma manera dificultades para formar organizaciones panétnicas que los representen y luchen por sus derechos. Sin embargo, en Guadalajara, los jóvenes que han superado las barreras que dificultan su escolaridad empiezan a formar redes de apoyo e instituciones incipientes, algunas propiciadas por universidades e instituciones gubernamentales.30

He usado varias veces la palabra racismo: ideología que atribuyen a una conducta las características innatas de una colectividad determinada de individuos, y las actitudes que las acompañan. El racismo resulta de la transmisión generacional de prejuicios expresados en categorías verbales, discursos y símbolos, pero adquiere matices propios en diferentes contextos y situaciones. La exclusión del acceso de los africanos a posiciones de riqueza y poder en la Luanshya colonial, resultaba conveniente para el monopolio minero europeo que requería una fuerza de trabajo barata y disponible en tiempos de expansión. Los italianos bostonianos no enfrentaban actitudes racistas, pero sí debían conformarse con empleos y servicios precarios: el Boston de los años cincuenta sufría una crisis económica que frenaba la incorporación masiva de trabajadores modernos; así, el encapsulamiento proporcionaba un mecanismo indirecto de control frente al posible descontento. La agresividad contra los gitanos de la periferia madrileña en el franquismo tardío representaba las contradicciones de una economía rural en radical transformación y de una economía urbana todavía incapaz de proporcionar espacios y servicios a la creciente inmigración. Algo análogo representa el rechazo a los indígenas que llegan a las ciudades mexicanas, en un contexto en que la modernización de la economía nacional se realiza a expensas de una mano de obra abundante y barata. El análisis situacional ayuda a detectar las contradicciones en estos contextos, así como la multilinealidad de los procesos de cambio.

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1Max Gluckman (1911-1975) tuvo como mentores en la Universidad de Witwatersrand (Johannesburgo) a Agnes Winifred Hoernlé e Isaac Schapera, quienes habían sido directamente influidos por Radcliffe-Brown y Durkheim (Gluckman 1963: 2-4). El doctorado lo obtuvo en la Universidad de Oxford, en 1936, donde apreció el trabajo y la amistad de Evans-Pritchard.

2El capítulo “The Zulu Kingdom in South Africa”, con el que Gluckman (1940a) contribuyó al libro clásico African Political Systems, rompió con el modelo sincrónico al incluir la historia de la formación del reino zulú, así como la guerra y la imposición colonial como partes integrantes de esa historia.

3El Instituto Rhodes-Livingstone (1937-1964) fue la primera y más importante institución de investigación social en el mundo colonial africano. Mitchell había sido formado por Gluckman y asumió la dirección del instituto en 1947, cuando su maestro, vetado por la autoridad colonial a causa de su apoyo a la descolonización, se incorporó a la Universidad de Oxford, para luego fundar en 1949 el Departamento de Antropología de la Universidad de Mánchester. Véase Kapferer (2006: 120-121) y Korsbaeck (2016).

4El término tribu era común en el mundo colonial para designar las colectividades que hoy llamamos pueblos, etnias o nacionalidades. Lo usaré en este texto como término emic.

5“Campo social” (o “campo de relaciones sociales”) es un recurso metafórico que busca incluir en el análisis factores de cambio, heterogeneidad y apertura, y así evitar el determinismo inmovilista de muchos estudios estructural-funcionalistas. Junto con el análisis situacional, se convirtió en una marca de la Escuela de Mánchester en la antropología social, un cuarto de siglo antes de que lo utilizara Bourdieu (Garbett, 1970; Evens y Handelman, eds., 2006). La metáfora alude a un campo magnético donde diversas fuerzas se atraen y rechazan, formando un conjunto móvil que puede expandirse o contraerse.

6Diferencia estamental: se re ere a la estratificación en sociedades donde los individuos no son iguales ante la ley. Puede también aplicarse a sociedades en las que la igualdad legal sólo existe en el papel.

7Huelga decir que este concepto di ere de lo que las redes sociales significan en la era informática, aunque existen analogías.

8Estas tesis fueron asumidas también por Redfield (1941) en su análisis de la ciudad de Mérida, Yucatán.

9Podemos imaginar esta zona como aquélla en donde vivía el joven Vito Corleone en El padrino II, o como el barrio de West Side Story; pero Gans no reporta ma as ni pandillas violentas en The West End.

10Gans no menciona de qué zona de Italia provenían (muy probablemente Sicilia, Cerdeña o Calabria).

11Las redes del West End pueden compararse con las que describe Larissa Lomnitz (1976) en su estudio clásico sobre “la sobrevivencia de los marginados”.

12Con todo, Gans (1962: 237-241) reconoce que la organización familiar de los distintos grupos étnicos conserva al menos algunas características propias a través de las generaciones.

13En 1970 presenté esta investigación como tesis de maestría en la Universidad de Mánchester, y se hicieron 40 copias mimeografiadas. No la publiqué de manera más amplia porque en ese momento la información podía haber sido perjudicial para mis sujetos de estudio.

14En varias urbes del sur de España (Granada y Sevilla, las más notorias) existían pequeños asentamientos de gitanos desde al menos el siglo XVIII; pero en la segunda mitad del siglo XX surgieron y crecieron en otras ciudades.

15En la terminología antropológica, el clan, a diferencia del linaje o la familia extensa, se define como un grupo corporado de parientes que, asumiéndose como tales, no pueden trazar con precisión su relación de parentesco consanguíneo. Los clanes gitanos se ajustan a esa definición.

16El término señorito(a) es usado en España por las clases populares para referirse a personas adineradas o aristocráticas. No tiene necesariamente implicaciones negativas.

17El registro se hacía a través de la Iglesia: el acta de bautismo permitía obtener el carnet de identidad, y la de matrimonio religioso, el libro de familia, ambos requeridos para cualquier trámite. Los beneficios consistían en una pequeña cantidad de dinero al nacer un hijo, y otra pequeña cantidad mensual a cada familia nuclear con sus papeles en regla. También, con el apoyo de una trabajadora social de la institución católica Cáritas, podían conseguir acceso a instituciones de salud.

18Como antes el “alcalde”, el cabildo no gozaba de ningún reconocimiento fuera del asentamiento; pero era una mediación importante respecto de los benefactores.

19Inevitablemente, Altamira era vista con recelo por otras familias gitanas en Madrid, que seguían viviendo en chabolas y no gozaban de protección de benefactores.

20Todos los nombres propios que aparecen en este artículo son ficticios. “Juanito Vargas” era un personaje romántico: torero en su primera juventud, apuesto y exitoso, siempre vestido con elegancia; su bella esposa provenía de un importante clan sevillano.

21Muchos (pero no todos) de los gitanos tienen la piel morena; no así los quinquis. Las mujeres gitanas se distinguen por sus faldas largas, pañoletas multicolores y aretes vistosos; pero puede ser difícil detectar a los varones a simple vista, aunque gustan de llevar adornos dorados.

22Dos de las familias payas que había llevado años antes Manuel Vargas se habían marchado.

23En el momento de la reunión ni el abogado ni yo éramos conscientes de todo lo que había ocurrido en los días previos. Yo había estado en Altamira en esos días, y noté mucha discusión en corrillos de gitanos, que callaban si me acercaba. Me crucé con la esposa de Martín, quien con lágrimas en los ojos me dijo que su marido era inocente, sin que yo supiera a qué se refería. Posteriormente, Pedro y yo reconstruimos la historia por testimonios de Martín, de Manuel y su esposa, y porque al cabo de una semana ya no era ningún secreto: todos en el asentamiento hablaban de ella.

24Las investigaciones en que se basa esta sección recibieron financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y la Fundación Ford, y se realizaron en el marco del Seminario continuo sobre migración, etnicidad y ciudadanía que coordiné en el CIESAS Occidente (1999-2015).

25Los mixtecos de la sierra Mixteca Baja (Oaxaca) que viven en Guadalajara son analizados en el trabajo de Diana García Tello, publicado en este mismo número de Nueva Antropología. Véase también Talavera (2006). Entre otros grupos étnicos, en la ZMG pueden mencionarse los tlapanecas de Guerrero, los tzotziles y zoques de Chiapas, los nahuas y totonacas de Veracruz y los zapotecos, mixes y triquis de Oaxaca. Un lugar especial lo ocupan dos etnias jaliscienses: los nahuas del sur de Jalisco, que presentan movilidad social ascendente y rápida asimilación, y los huicholes del norte del estado, que conservan una fuerte identidad propia y se vinculan a la venta de artesanías de alta calidad y a instituciones académicas.

26El texto clásico sobre Mesoamérica como área cultural es el de Kirchhoff (2000). Véase también Wolf (1956), Palerm (1972), Boehm de Lameiras (1986) y Robichaux (2002). No debe confundirse “modelo” con descripción.

27La información aquí incluida sobre los purépechas en Guadalajara se basa en Talavera Durón (2006); Bayona Escat (2007, 2011a y 2011b), Ambriz Aguilar (2011); véase también De la Peña (2006: 161-165).

28La información aquí incluida sobre los otomíes en Guadalajara se basa en Martínez Casas (2007), Rojas Cortés (2006) y Martínez Casas y Rojas Cortés (2005); véase también De la Peña (2006: 154-158).

29La información aquí incluida sobre los nahuas en Guadalajara se basa en Alfaro Barbosa (2007), Mantilla y Escobar (2008) y Vázquez y Hernández (2004).

30En la Ciudad de México sí se han formado redes y asociaciones panétnicas, relativamente exitosas en sus reivindicaciones (De la Peña y Martínez Casas 2017).

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